Ramón Gómez de la Serna - AUTOMORIBUNDIA (fragmentos)



Prólogo

 Titulo este libro "Automoribundia", porque un libro de esta clase es más que nada la historia de cómo ha ido muriendo un hombre y más si se trata de un escritor al que se le va la vida más suicidamente al estar escribiendo sobre el mundo y sus aventuras.
 En realidad, esta es la historia de un joven que se hizo viejo sin apercibirse de que sucedía eso, contando algo de lo que pasó o tuvo a su alrededor, y que le obligó a pensar en pensamientos independientes.
Sólo me he propuesto al completar mi autobiografía dar el grito del alma, enterarme de que vivo y de que muero, despertar el eco para saber si tengo voz.
Mi conciencia ha quedado más aliviada y tranquila después de escribir este libro, en que asumo todas las responsabilidades de mi vida.
Se verá también al literato que no tuvo miedo a morir por su esfuerzo, pues cuando un artista tiene miedo a ese deshacerse día a día ya no ve las cosas que sólo dicta la muerte escondida y misteriosa.
Ahora voy descubriendo que la muerte va llegando por carestía de temas.
En las futuras ediciones que volverán más cabal esta autobiografía se irá sabiendo en qué quedó esta lucha entre la nada y el algo.
 Ya soy inmortal.
 ¿Y ahora qué?

Capítulo I

Nací o me nacieron –que no sé cómo hay que decirlo– el día 3 de julio de 1888, a las siete y veinte minutos de la tarde, en Madrid, en la calle de las Rejas número 5, piso segundo.
 ¿Para qué ocultar la fecha de mi nacimiento? En otros conatos de autobiografía he mentido, pero ahora, al hacer la autobiografía definitiva, no quiero comenzar mintiendo, porque no quiero que se dude algún día de todo lo dicho. Quede desmentido el que nací el año 1891, resultando equivocados todos los horóscopos que me han hecho. ¡Y lo siento, porque eran optimistas los del 3 de julio de ese año!
 Pero ¿para qué ocultar la verdad ante muertos que viven? –los muertos son muertos que han muerto al fin–. Antes creía que alguien podía vivir siempre, pero dentro de cien años todos calvos y, además, sin cuero cabelludo.
Yo nací para llamarme Ramón, y hasta podría decir que tengo la cara redonda y carillena de Ramón, digna de esa gran O sobre la que carga el nombre, y que es exaltada por su acento que sólo la imprenta me escamotea porque las mayúsculas no suelen estar acentuadas.

Capítulo XXV

 La adolescencia es cosa bárbara, es comerse con la mirada los langostinos crudos que se ven en las pescaderías, querer cazar osos blancos en los escaparates de las peleterías, pedir un periódico que no se vende nada y que no tienen en el puesto de diarios, temer convertirse en regadera y creer que una mujer hermosa pura y vacante nos va a detener en la calle para decirnos que nos adora.

Capítulo XXIX

No quiero haber vivido mucho, ni viajado mucho, ni amado mucho, ni escrito mucho, sino haber levantado mucho la vista hacia las cosas asistido por mi alma limpia y altruista de pobre de solemnidad, y haber comprendido en esa contemplación y con tolerancia la inanidad de todo, y que entre lo inane lo que lo es menos es lo bueno y lo bello, entendiendo por bondad el cariño desinteresado por las ideas, por las cosas visibles e invisibles, por las personas nobles, y entendiendo por lo bello lo que ya está revelado como tal o lo que lleva latente y aun en secreto la belleza futura y sólo se sabe que es así por lo que se oye en los sueños y en los suspiros.

Capítulo XLI

Yo ya tengo siete plumas estilográficas en funciones; pero he tenido más, que se me han perdido, me las han quitado o se me han muerto. Mis plumas supervivientes podrán decir lo que dicen, con más presunción que dolor, los vástagos vivos de las grandes familias: "Éramos veinte, pero sólo vivimos siete".
Hay la pluma que produce erratas quizá por propia comodidad, que sugiere la confusión, que no remata las letras. Hay la que tiene buena letra, la buena letra que a mí me falta casi siempre. Hay la que quiere a toda costa hacer letra redondilla, con los ojos de las oes muy hechos y cerrados. Hay la que tiene una letra cercenada, enconada, más sincera que las demás y con la que el pensamiento disfruta rematando ideas. Hay la que quiere describir y se esmera en eso. Hay la novelesca, que va trazando los tipos y sus pasiones como si se confesase, como si le dictase cada personaje y cada situación las palabras necesarias. Y hay muchas clases más, con distintos pruritos cada una, con su facilidad y su dificultad correspondientes.

Capítulo XLVII

La escritura es una petulancia contra la muerte.

Capítulo XLVIII

Ya estoy metido en la profesión de literato que consiste en perder el dinero que no se gana.
Mi estancia frente a la mesa ha sido ímproba porque lo que más sé es que si no se ponen unas palabras detrás de otras no hay literatura, muchas palabras unas detrás de otras, millones de palabras.
 Algunos atacan mi prolificidad, cuando yo tengo el remordimiento de haber producido poco. ¡Qué otras novelas estaría en vísperas de hacer si hubiera acabado todas las que aún no he escrito y de las que sólo algunas están ya casi escritas!
El sistema de la creación literaria es escribir sin parar y sin acordarse de personajes anteriores, seguido y al azar, recorriendo los caminos más diversos y aprovechando los seres que nos aludan en el camino o las cosas de nombre vivo o muerto que encontremos al margen del recorrido.
La literatura no es más que tener talento literario y meterse en casa a escribir, sin pensar si se está haciendo por la vida o por la muerte.
De mi fecundidad se ha querido hacer un arma contra mí. Pero ¿cómo voy yo a no encontrar injusto eso si a cada cosa le sigo dedicando la atención entrañable que necesita y no puedo realizar mis proyectos y veo retrasadas mis últimas obras en las casas editoras?
En esa época hubiera matado al que me dijese que la literatura no lo era todo.
Un escritor es lo que se llama un alma en pena, una alma en pena de oraciones, creaciones, palabras, necesidad de vivir la suposición y el invento de algo superior que falta en la vida.

Capítulo LVI
Cuando alaban una cosa mía suelo exclamar: "¡Mis miserias me ha costado!"
La literatura no es un medio para comer, pero hay que ir comiendo mientras se escribe la literatura.
 Lo que pasa es que el escritor no puede estar pensando en pequeñeces y eso le mete en el hambre. Hay muchos interesados en que no coma el escritor, porque su hambre es contraste de otras harturas.

Capítulo LIX

Con todo lo que se vive y lo que se escribe no se logra dominar la vida por un momento encontrándole el sabor indudable e inolvidable.
 Desde luego la señal de la realidad no está en la tecnología del conocimiento, es una chispa, una cuchara de madera, un hierro en la nieve.
 Lo que más he buscado es el asa de la realidad para asirme a ella, para agarrarme.
 La realidad es mentira. Eso se nota sobre todo cuando la relata un buen novelista de realidades pero más aun cuando es un mal novelista.
 No, esa realidad chabacana además es mentira y pone en ridículo y declara premioso el tiempo que corre.
 Entonces ¿cómo agarrar la evidencia?
 Ahí está el quid.
 No se sabe.
 Desde luego no está en la realidad superficial, porque esa realidad nos ha engañado y es muy absurdo que encima la ponderemos, la describamos y repitamos su infidelidad dolorosa.
En mis muchos libros, si hay algo importante son las señales de esa realidad imponderable que he encontrado a través de la vida.
 ¿Cuál es el asa fehaciente de la realidad? ¿Ese olor de olla de arroz que acaban de limpiar? ¿Ese momento en que la gallina se baja sus bombachas y pone el huevo? ¿Ese goce de coronas cuando las flores han muerto? ¿Esa maleta nueva en que los punzones de las hebillas aún entran con dificultad en los agujeros de las correas? ¿Ese vibrar de cristales en que el cristalino del ojo entra en inquietud? ¿El disparo de esos cañoncitos de balcón que hacen su salva cuando el rayo de sol meridiano enciende la pólvora con la lupa? ¿El pío-pío de esos pájaros de alero que cuidan las cornisas? ¿El pisar el pedregullo del jardín y tomar chocolate con migas? ¿Ese espacio abandonado ingratamente por todos en la plataforma del tren? ¿Ese olor a coche frío de la vuelta de los entierros? ¿Ese cristal hecho como con alambres de niebla y detrás de cuya opaca trama se ve la más indiscreta sombra? ¿Aquellas máquinas para hacer cigarrillos que estaban entre trompetillas para sordos y máquinas de recortarse las uñas? ¿Ese babeo de la máquina del tren a la sombra del andén? ¿Quizás el ver al partir de viaje esas luces que corren a través de las ventanillas del tren parado y sin luz en la vía paralela a la nuestra?
 Estoy en diálogo perpetuo conmigo mismo buscando esa señal de lo real absoluto.
No encuentro la señal, no la encuentro.

Capítulo LXI

Al hablar de las mujeres me refiero entre otras a esas mujeres que se adelantan o se intercalan en nuestro camino para que no nos casemos con otras peores.
Yo no doy importancia más que a la inteligencia original y al amor, y todo lo que no proceda de esas dos fuentes me tiene sin cuidado.
La mujer es en realidad el lazarillo del hombre y el hombre el lazarillo de la mujer en la noche inhospitalaria del mundo.
Hay que ser feliz sin que ellas lo sepan.
El hombre debe saber devolver a la noche la mujer que se empeña en irse a la noche.

Capítulo LXVIII

 Tengo que confesarlo porque va llegando en mi vida la hora de las grandes confesiones. Soy un terrible e impenitente clavador de clavos.
 Los clavos me apasionan y tengo siempre una gran caja con compartimientos llena de clavos de todas clases y tamaños.
Hasta que el recién mudado no clava sus primeros clavos los carros de mudanza podrían venir otra vez por él y llevarle con rumbo desconocido a él y sus muebles.
La autoridad del dueño de su guarida consiste en clavar los clavos sin consultar y no escatimar su uso ni su abuso.
 A lo más preguntar a la mujer si el cuadro está demasiado bajo o demasiado alto y como última indicación si está torcido o derecho.
 Yo he sido un clavador de clavos interminable y como no sólo he colgado cuadros de las paredes, sino que he clavado estampas en innumerable superposición, conozco bien las leyes de la clavazón y puedo resumirlas en un decálogo que sirva de advertencia al buen clavador:
1° No penséis en los vecinos cuando claváis un clavo porque lo clavaréis torcido.
2° No calculéis el daño que os harías en los nudillos si se os escapa el martillo porque os daréis el martillazo.
3° No tengáis clavos en la mano izquierda mientras clavéis un clavo con la derecha porque os los clavaréis.
4° Contad con que la fuerza del martillo viene de atrás y no de frente a vosotros. La inteligencia del martillo es occipital.
5° Saber bien a qué se destina cada clavo, si para una percha, para un cuadro, para una jaula, para una librería.
6° Si alguien os ayuda, procurar que sea él el que reciba los golpes perdidos.
7° No olvidéis el martillo en lo alto de la escalera porque recibiréis el más tremendo capón de la Providencia cuando se os caiga encima.
8° Subid siempre a lo alto con el clavo que vais a clavar, con el martillo y con varios clavos de repuesto en el bolsillo para no estar subiendo y bajando, pues por cada clavo que logréis clavar se os escaparán cuatro o cinco.
9° Hay que ser implacable con el clavo, con la pared y con el martillo.
10° Clavo torcido clavo nocivo, inseguro y con remordimientos de conciencia.

Capítulo LXXIV

El primer viaje a América fue en el verano de 1931. Me decidí a cambiar completamente de destino, ya que el que tenía se había desgajado.
Voy a América atraído por una luz de horizontes que a lo que menos se parece es a un semáforo porque es una luz de pleno día.
La clave inefable de Buenos Aires la encontré allí, y me expliqué ese fondo mágico, de corazón del mejor pisapapeles del mundo, que existe en la ciudad más interesante y cortés de América.
En Buenos Aires me puse a vivir de nuevo como si me fuese a ir nunca.
Di conferencias sobre el arte y la poesía, pero el éxito principal se debió a mi invención de las conferencias maleta, prestidigitación cándida alrededor de los objetos más diversos que sacaba de mi gran valija y que renovaba a cada nueva conferencia.
Pero yo ya no estaba como conferenciante, yo estaba como enamorado.
 Mi vida en Buenos Aires se inquietó desde el primer momento porque había conocido a la había de ser mi mujer, a Luisa Sofovich, porteña nacida el año 12, de padres rusos, y con un niño de meses de su primer matrimonio.
 La gracia clara de Buenos Aires relucía en su sencillez, y noté en sus ojos la certeza de la comprensión y la puntería del matiz en auxilio de la palabra.
 En la raza nueva Luisa era la muchacha –exótica americanizada y españolizada– llena de fe en la literatura y en el amor.
 Ella era el grito de la respuesta después de haberme pasado muchos años viajando hasta exhaustar el otro hemisferio, y lo maravilloso es que la esfinge americana cerraba el arcano con sus palabras, me conmovía con sus aprensiones, y me decía "ya llegastes" con una afirmación que desvanecía la duda de vivir.
 Muchas vueltas di por el mundo buscándola y he de confesar que mi visita a América fue una última carta en la posibilidad de encontrarla. Probablemente sin ese deseo de probar la última suerte en busca de un perfil en que encajase el recorte del azar, no hubiese salido de Madrid y hubiera renunciado a ese viaje como renuncié a tantas cosas.
 Mujer de claridad –aun con los misterios de sus dos natividades–, tenía un gran estilo su alma, despectiva y sensible como si tuviese puestos los ojos en un horizonte final de Arte puro.
 Para mi fue el deslumbramiento de lo que buscaba del otro lado de lo supuesto como el último eco del logro supremo de la esperanza.
 Por eso, acabados todos los viajes, todas las ceremonias y todas las despedidas, saltamos al Cap Arcona y nos fuimos a España.

Capítulo LXXIX

Yo trabajo las novelas y los libros entre innumerables pausas en que escribo innumerables artículos.
 ¡Conozco las tapias del tiempo como un condenado! ¡Cuántas más obras hubiera escrito si no tuviese que vivir de los artículos!
 Hay muchos días que escribo seis o siete.
Junto a esa labor periodística de diarios, son innumerables mis artículos para revistas.
 Toda esa ímproba labor me ha quitado el tiempo en estos años difíciles para dedicarme a la novela y el libro.
El artículo es un bistec de escritor que se corta él a sí mismo carneando en su propia anatomía.
 Por eso hay que pagárselo.
Sólo sé que sólo gracias al periódico vive el escritor, pues los libros son largos de escribir y cortos de venta.

Capítulo LXXXIII

La literatura no es sólo la obra hecha sino la independencia y la dignidad en que se vivió mientras se hacía, manteniéndose insobornable, que es la única condición que nos asemeja a Dios.
Hay que ser ilusionista de la vida y así tener optimismo, que es no querer acogerse a la comodidad del gusano de tierra, que es arrojarse en brazos del pesimismo.
 Hay que tener esperanza, que es lo que tira de la vida hacia el porvenir.

Capítulo LXXXIX

El escritor que es sólo escritor no tiene más remedio que utilizar la noche para su labor, porque puede poner en fila de utilización catorce o diez y seis horas seguidas, y en esas horas de portal cerrado nadie le llama, le distrae o le irrita.
 Yo llevo muchos años de nocturnidad en que no están exceptuados ni los sábados ni los domingos.
 En España me acostaba a las siete de la mañana, pero en América hay que trabajar más para poder subsistir y me acuesto a las nueve o a las diez de la mañana.
 A las tres de la tarde –con toda fijeza, haya dormido poco o mucho– amanezco a la vida, un poco deslumbrado por su luz pero animoso y despierto.
Me gusta vivir en la noche porque los vivos son iguales a los muertos en el sueño. (Muchas veces hemos estado muertos en sueños y Dios ha tenido la consideración de resucitarnos.)
Mi vigilia es la de estar despierto y en guardia, evitando que la muerte se lleve a los que duermen con las ventanas abiertas a mi alrededor. ¡No me lo agradecerán lo bastante, pero la muerte alarmada huye al ver un testigo sempiterno!
En la noche de Buenos Aires mis únicos hermanos con la luz encendida son los ascensores.

Capítulo XCI


Soy tan yo mismo que no puedo hablar conmigo. Toda la vida he estado identificándome conmigo mismo.
No quiero ser más que siempre el mismo y sentir esa identidad de conciencia y de vida hasta la muerte.
 Mi obra tengo que declarar que es inexistente. He tenido que escribir demasiados artículos para vivir y, por tanto, lo que ha salido entremedias no sé lo que es y no puedo responsabilizarme de ello.
 Entremedias de esa ímproba labor para ser independiente, sonriente y sin obligaciones políticas de intriga, he escrito y conglomerado numerosas obras literarias; pero siempre medio sonámbulo y salido del mundo, ya más allá de las horas probables de la vida, sin esas largas horas de tranquilidad que necesita la obra literaria. ¡Si yo hubiese podido enfilar veinte creaciones sin intermedios!
Cada vez creo más que no existe el tú ni existe el yo; existe sólo la recepción y el ir viviendo hasta morir.
Hay que renovarlo todo, escribirlo de otra manera, y discutirlo todo como se discute una idea en el alma.
Así, a los que creen que yo he escrito tanto les diría que no he escrito nada, aunque, eso sí, yo les diría que he estado siempre sobre la pista de lo que pudo haber sido certeza y convicción literaria con cierto asombro y cierta gracia.
Si los demás no se dejan robar su dinero, yo no quiero dejar robar lo único que tengo, mi silencio y mi soledad.

Capítulo XCII

La muerte es un traspiés, una impaciencia, una precipitación en el aturdimiento, una distracción de pasar por el hoyo abierto de los cables o del registro subterráneo del gas.

Capítulo XCVII

El arte es uno contra todos si todos no lo ven y a lo hecho pecho. El escritor es el vengador.
 El arte siempre está más arriba en lo alto o en lo bajo.
 El arte es la mentira que es superior a la verdad y la verdad que es superior a la mentira.

Capítulo XCVIII

Después de todo, si morimos de eso no morimos de lo otro.
Dios castiga con la muerte a los buenos y a los malos para no equivocarse.
Lo malo es oír el canto del pájaro que murió hace mucho.
El Arte es morir por el Arte aun sin haber acabado de hacer Arte.
¿Un cura en el ascensor? Yo me bajo. Me confesaría.
El peine entorna los ojos al peinarnos.
La mano es el guante de la sangre.

Capítulo XCIX


Luisita es el perfecto ideal femenino, con su cara de pensamiento y de belleza, cierta en su destino espiritual, respondiendo siempre a mis sencillas llamadas.
 Son ya diez y siete años de no separarnos ni un momento –gasta moño para que la peluquería no tenga que entretenerla con trenzados y ondulaciones– y se podría decir con absoluta verdad que no nos hemos separado ni una hora, pues hasta en las sabáticas noches de Pombo yo desaparecía del café media hora y en raudo taxi que me traía y me llevaba la veía un momento y la consolaba de la ausencia llena de gritos y discusiones.
 Lámpara mía, yo también he unido mi luz a la suya y nuestras veladas se han completado en la cordial luz que necesita la pareja humana para no sufrir de soledad.
 La idea en su desesperación de muerte se ha compensado gracias a ella y los dos hemos sonreído al destino.
Hemos parado el tiempo como hemos podido, en esa afinidad de hombre y mujer que es lo único que lo detiene un poco aparentemente.

Capítulo CI

Ya ha llegado la hora del resumen.
 Mi resumen es que no he visto más que cometer grandes injusticias al tiempo, siendo por eso que ya no me importa desaparecer.
¡Morir lo menos engañados que podamos!
...me asomo a las librerías donde los libros nuevos suelen decir lo mismo que los libros antiguos. ¡Es tan difícil escribir un libro verdaderamente nuevo!
Todo hay que sacrificárselo al ideal. Ser idealista es lo imprescindible: sin perjuicio de no perder de vista la realidad y luchar con ella para que respete nuestro ideal.
He intentado tener toda la dignidad que he podido.
 Nunca estaré con los hipócritas ni con los hiperbólicos, y no tomaré parte en coas secretas.
Me hubiera gustado ser un retrato anónimo.
 Devolvería cuanto pudiese devolver de la notoriedad. Lo que me sobrase después de poder vivir al día.
 He tenido una gloria que me ha permitido que no me diesen demasiado la lata los demás. De la gloria no quiero ni esos cuernos que pone la corona de laurel en la frente.
 Mi triunfo es que sin dejar de aparecer me he disimulado.
Figurar y desaparecer, tener declarada intimidad con algunos ciudadanos que nos sorprenden en el café o en la calle, ser visto y no visto gracias a un mimetismo de distraído y de desprendido, escribir, lanzar libro tras libro y no sentirse aludido cuando se hable de esos libros.
En el no ser nada no he tenido que ser profesor, ni simular reticencias de profesor. Nada de eso, absolutamente nada de eso, y sin embargo vivir, asistir al espectáculo del mundo muy en medio de él, muriendo en pie.
El mundo le quiere ver a uno vencido y no perdona al invencible; quiere que uno esté llorando y durmiendo y yo río y estoy despierto; quiere que uno sea un invertido –quieras o no quieras en el culo te pinto un loro–, pero yo he podido vivir sin tener que incurrir en eso porque hay muchos mundos en el mundo.
Estoy en el momento en que todas mis admiradoras se tiñen.
Todos se van muriendo. ¡Pero qué trabajo hasta dejarles a todos colocados en sus nichos y hasta entrar uno en el propio! Ya pueden pasar todas las palomas que quieran, que yo me estoy muriendo en la terraza desde que comencé a mirar al mundo.
Parece que literatura hace que se pase el tiempo sin sentirlo, y si el escritor ha sido feliz lo fue de un modo extrañamente vertiginoso. (Todas las ventajas son para el lector.)
 Sin embargo, el artista no es viejo y tiene la edad de la bohemia, en que siempre se es joven.
Yo tengo la peor de las incumbencias: decir lo que no se dijo nunca.
 Así he logrado algo acabado en lo inacabado.
El mayor tesoro para el escritor es la soledad.
Así, haciendo esta vida, mi soledad ha de estar de acuerdo y en proporción a mi miseria.
 Ya sé que nadie quiere que yo sea rico. Ni yo tampoco. Pero con todo, soy un millonario sin millones.
 Que nadie se revuelva contra la idea de soledad.
Estoy en ese momento en que exclaman al vernos: "¡Cómo te pareces a tu padre!"
Al mirarme en un espejo que súbitamente me refleja me encuentro realmente parecido a mi padre. ¿Seré mi padre?
En esa angustia del espejo he querido gritar: "¡No quiero ser mi padre! ¡No quiero ser mi padre!"
...veo que el vivir es meterse en ese atolladero sin notarlo.
¿Quién me robó? ¿Es que se quedó con mi posibilidad aquel niño que haciéndose el inocente me preguntó la hora?
El lazarillo que lleva uno al lado es ciego, y precisamente él nos debe dirigir, porque nuestra vista es la que nos equivoca.
Sólo acaricio ese sueño de que sea mi premio de haber vivido como viví, el vivir en la ciudad del puro silogismo, cosa que no se realizará, porque artista significa "el que no realiza sus sueños", siendo quizá por eso el ser que está siempre soñándolos, y, por lo tanto, no se duerme en ellos y los describe para consolar a una humanidad sin sueños.

Epílogo

 En resumidas cuentas, viví y no supe lo que era vivir.
 Sin embargo, el gran consuelo de perder la vida es que uno muere pero los grandes ideales van a seguir viviendo, y nunca el mal podrá en definitiva con el bien.
No se muere por una enfermedad sino por cansancio de vivir, porque la vida quiere dormir, ¡dormir!, dormir en la muerte.
Hay que tener también en cuenta que siempre que se muere alguien se repite la muerte de todos, y al morir uno se descansa de ver el desesperante caso de ver morir a los demás.
 ¡Ah, después que yo me muera ya no veré morir a nadie!
Hay un momento en que está uno dispuesto a recibir todas las noticias, hasta la de su muerte. La vida es más corta que lo que se escribió.
Yo sé que si estuviese en España a la hora de la muerte –ya que cuando aquí son las 11 allí son las 3– llegaría a vivir cuatro horas más, ¡pero cuatro horas más, qué importan al moribundo!
 Y ahora, después de estas palabras, doy por terminada la edición príncipe de mi autobiografía, en que creo haber dejado concentrada mi conciencia y mi historia, pero si alguien dudase de la veracidad y exactitud de lo que digo: ¡que le fría un huevo!
(Todo lo dicho en este libro vale hasta hoy, 10 de junio de 1948, día en que comienzo a escribir un libro aun más sincero y más escandaloso que se titulará "Lo que no dije en mi Automoribundia".)

(Ramón Gómez de la Serna,
Automoribundia, Buenos Aires: Sudamericana, 1948.)

Fuente: http://www.geocities.com/greguerias/

FÉLIX GUATTARI y SUELY ROLNIK - Cultura: ¿un concepto reaccionario?


Félix Guattari y Suely Rolnik
Cultura: ¿un concepto reaccionario?


EL CONCEPTO DE CULTURA ES PROFUNDAMENTE REACCIONARIO. Es una manera de separar actividades semióticas (actividades de orientación en el mundo social y cósmico) en una serie de esferas, a las que son remitidos los hombres. Una vez que son aisladas, tales actividades son estandarizadas, instituidas potencial o realmente y capitalizadas por el modo de semiotización dominante; es decir, son escindidas de sus realidades políticas.
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Toda la obra de Proust gira en torno a la idea de que es imposible autonomizar esferas como la de la música, de la de las artes plásticas, de la literatura, de los conjuntos arquitectónicos o de la vida micro social en los salones.
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La cultura en tanto esfera autónoma sólo existe en el nivel de los mercados de poder, de los mercados económicos, y no en el nivel de la producción, de la creación del consumo real.
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Lo que caracteriza a los modos de producción capitalísticos (1) es que no funcionan únicamente en el registro de los valores de cambio, valores que son del orden del capital, de las semióticas monetarias o de los modos de financiación.
Éstos también funcionan a través de un modo de control de la subjetivación, que yo llamaría «cultura de equivalencia» o «sistemas de equivalencia en la esfera de la cultura». Desde este punto de vista el capital funciona de modo complementario a la cultura en tanto concepto de equivalencia: el capital se ocupa de la sujeción económica y la cultura de la sujeción subjetiva. Y cuando hablo de sujeción subjetiva no me refiero sólo a la publicidad para la producción y el consumo de bienes. La propia esencia del lucro capitalista está en que no se reduce al campo de la plusvalía económica: está también en la toma de poder sobre la subjetividad.

CULTURA DE MASAS Y SINGULARIDAD (2)

El título que propuse para este debate en la Folha de São Paulo fue «Cultura de masas y singularidad». El título anunciado reiteradamente fue «Cultura de masas e individualidad», y tal vez ése no sea un mero problema de traducción. Tal vez sea difícil oír el término singularidad. Y, en ese caso, traducirlo por individualidad me parece poner en juego una dimensión esencial de la cultura de masas. Exactamente es éste el tema que me gustaría abordar: la cultura de masas como elemento fundamental de la «producción de subjetividad capitalística».
Propiamente, la cultura de masas produce individuos: individuos normalizados, articulados unos con otros según sistemas jerárquicos, sistemas de valores, sistemas de sumisión; no se trata de sistemas de sumisión visibles y explícitos, como en la etología animal, o como en las sociedades arcaicas o precapitalistas, sino de sistemas de sumisión mucho más disimulados. Y no diría que esos sistemas son «interiorizados» o «internalizados», de acuerdo con la expresión que estuvo muy en boga en cierta época, y que implica una idea de subjetividad como algo dispuesto para ser llenado. Al contrario, lo que hay es simplemente producción de subjetividad. No sólo producción de la subjetividad individuada —subjetividad de los individuos— sino una producción de subjetividad social que se puede encontrar en todos los niveles de la producción y del consumo. Más aún, producción de subjetividad inconsciente. Desde mi punto de vista, esa gran fábrica, esa poderosa máquina capitalística produce incluso aquello que sucede con nosotros cuando soñamos, cuando devaneamos, cuando fantaseamos, cuando nos enamoramos, etc. En todo caso, pretende garantizar una función hegemónica en todos esos campos.
A esa máquina de producción de subjetividad opondría la idea de que es posible desarrollar modos de subjetivación singulares, aquello que podríamos llamar «procesos de singularización»: una manera de rechazar todos esos modos de codificación preestablecidos, todos esos modos de manipulación y de control a distancia, rechazarlos para construir modos de sensibilidad, modos de relación con el otro, modos de producción, modos de creatividad que produzcan una subjetividad singular. Una singularización existencial que coincida con un deseo, con un determinado gusto por vivir, con una voluntad de construir el mundo en el cual nos encontramos, con la instauración de dispositivos para cambiar los tipos de sociedad, los tipos de valores que no son nuestros. Hay así algunas palabras-trampa (como la palabra «cultura»), nociones-tabique que nos impiden pensar la realidad de los procesos en cuestión.
La palabra cultura ha tenido varios sentidos en el transcurso de la historia: su sentido más antiguo es el que aparece en la expresión «cultivar elespíritu». Éste es el «sentido A» que voy a designar como «cultura-valor» porque corresponde a un juicio de valor que determina quién tiene cultura y quién no la tiene; o si pertenece a medios cultos o si pertenece a medios incultos. El segundo núcleo semántico agrupa otras significaciones relativas a la cultura: es el «sentido B» que voy a designar como «cultura-alma colectiva», sinónimo de civilización. De esta manera, ya no existe más el binomio «tener o no tener»: todo el mundo tiene cultura. Es una cultura muy democrática: cualquiera puede reivindicar su identidad cultural. Se trata de una suerte de a priori de la cultura: se habla de cultura negra, cultura underground, cultura técnica, etc. Una especie de alma un tanto vaga, difícil de captar y que se ha prestado en el curso de la historia a toda suerte de ambigüedades, ya que define una dimensión semántica que se encuentra tanto en el partido hitleriano, con la noción de Volk (pueblo), como en numerosos movimientos de emancipación que quieren reapropiarse de su cultura y de su fondo cultural. El tercer núcleo semántico, el «sentido C», corresponde a la cultura de masas y lo llamaría «cultura-mercancía». Ahí ya no hay juicios de valor, ni territorios colectivos de la cultura más o menos secretos, como en los sentidos A y B. La cultura son todos los bienes: todos los equipamientos (como las casas de cultura), todas las personas (especialistas que trabajan en ese tipo de equipamiento), todas las referencias teóricas e ideológicas relativas a ese funcionamiento, todo lo que contribuye a la producción de objetos semióticos (como libros y películas), difundidos en un determinado mercado de circulación monetaria o estatal. Tomada en este sentido, se difunde cultura exactamente igual que Coca-Cola, cigarros, coches o cualquier otra cosa.
Retomemos las tres categorías. Con el ascenso de la burguesía, la cultura-valor parece haber sustituido a otras nociones segregativas, a los antiguos sistemas de segregación social de la nobleza. Ya no se habla de personas de calidad: lo que se considera es la calidad de la cultura, resultado de un determinado trabajo. A eso es a lo que se refiere aquella fórmula de Voltaire, una consigna en el final de Candide: «Cultiven sus jardines». Las elites burguesas extraen la legitimidad de su poder del hecho de haber realizado cierto tipo de trabajo en el campo del saber, en el campo de las artes y así en adelante. También esa noción de cultura-valor tiene diversas acepciones. Se la puede tomar como una categoría general de valor cultural en el campo de las elites burguesas, pero también se la puede usar para designar diferentes niveles culturales en sistemas sectoriales de valor, aquello que hace que se hable de cultura clásica, cultura científica o cultura artística.
De esta manera, paso a paso, se va llegando a la definición B, la de la cultura-alma, que es una noción pseudo-científica, elaborada a partir de finales del siglo XIX, con el desarrollo de la antropología, en particular de la antropología cultural. En un principio, la noción de alma colectiva está muy próxima a una noción segregativa e incluso racista; grandes antropólogos como Lévy-Bruhl y Taylor reifican esa noción de cultura. Se hablaba de cosas del tipo de que las sociedades llamadas primitivas tienen una concepción animista del mundo, un «alma primitiva», una «mentalidad primitiva», nociones que sirvieron para calificar modos de subjetivación que, en realidad, son tremendamente heterogéneos. Y, después, con la evolución de las ciencias antropológicas, con el estructuralismo y el culturalismo, hubo una tentativa de librarse de esos sistemas de apreciación etnocéntricos. No todos los autores de la corriente culturalista realizaron esa tentativa. Algunos mantuvieron una visión etnocéntrica. Otros, en compensación, como Kardiner, Margaret Mead y Ruth Benedict, con nociones como «personalidad de base», «personalidad cultural de base», «pattern cultural», quisieron librarse del etnocentrismo. Pero en el fondo puede decirse que si esa tentativa consistió en salir del etnocentrismo —renunciar a una referencia general en relación a la cultura blanca, occidental, masculina— en realidad estableció una suerte de policentrismo cultural, una especie de multiplicación del etnocentrismo.
Esa «cultura-alma», en el sentido B, consiste en aislar lo que llamaré una esfera de la cultura (dominios como el del mito, el del culto o el de la numeración) a la cual se opondrán otros niveles considerados heterogéneos, como la esfera de lo político, la esfera de las relaciones estructurales de parentesco —todo aquello que dice algo respecto de la economía de los bienes y de los prestigios. Y así se acaba desembocando en una situación en la que aquello que yo llamaría «actividades de semiotización» —toda la producción de sentido, de eficiencia semiótica— es separado en una esfera que pasa a ser designada como la «cultura». Y así a cada alma colectiva (los pueblos, las etnias, los grupos sociales) le será atribuida una cultura. Sin embargo, esos pueblos, etnias y grupos sociales no viven esas actividades como una esfera separada. De la misma manera que el prestigioso burgués de Molière descubre que «hace prosa», las llamadas sociedades primitivas descubren que «hacen cultura»; son informadas, por ejemplo, de que hacen música, danza, actividades de culto, mitología y muchas más. Y descubren eso sobre todo en el momento en el que algunas personas toman su producción para exponerla en museos o venderla en el mercado de arte o para incluirla en las teorías antropológicas en circulación. Pero estas sociedades no hacen ni cultura, ni danza, ni música. Todas esas dimensiones están completamente articuladas entre sí en un proceso de expresión, y articuladas con su manera de producir bienes, con su manera de producir relaciones sociales. Es decir, no asumen, en absoluto, las diferentes categorizaciones propias de la antropología. La situación es idéntica en el caso de la producción de un individuo que perdió sus coordenadas en el sistema psiquiátrico, o en el caso de la producción de los niños cuando son integrados en el sistema de escolarización. Antes de eso, juegan, articulan relaciones sociales, sueñan, producen pero, tarde o temprano, van a tener que aprender a categorizar esas dimensiones de semiotización en el campo social normalizado. Ahora es hora de jugar, ahora es hora de producir para la escuela, ahora es hora de soñar y así sucesivamente.
La categoría de cultura-mercancía, el tercer núcleo de sentido, se pretende mucho más objetiva: cultura aquí no es hacer teoría, sino producir y difundir mercancías culturales, en principio sin tomar en consideración los sistemas de valor distintivos del nivel A (cultura-valor) y sin preocuparse tampoco por aquello que yo llamaría niveles territoriales de la cultura, que corresponden con el nivel B (cultura-alma). No se trata de una cultura a priori, sino de una cultura que se produce, se reproduce, se modifica constantemente. Siendo así, se puede establecer una suerte de nomenclatura científica, para intentar apreciar esa producción de cultura en términos cuantitativos. Hay grados muy elaborados (pienso en aquellos que están en curso en la UNESCO), en los cuales se pueden clasificar los «niveles» culturales de las ciudades, de las categorías sociales, y así en adelante, en función del índice, del número de libros producidos, del número de películas, del número de salas de uso cultural.
Mi idea es que esos tres sentidos de cultura que aparecieron sucesivamente en el curso de la historia continúan funcionando simultáneamente. Existe una complementariedad entre esos tres tipos de núcleos semánticos. La producción de los medios de comunicación de masas, la producción de subjetividad capitalística genera una cultura con vocación universal. Se trata de una dimensión esencial en la confección de la fuerza colectiva de trabajo y en la confección de aquello que yo llamo fuerza colectiva de control social. Pero, independientemente de esos dos grandes objetivos está totalmente dispuesta a tolerar territorios subjetivos que escapan relativamente a esa cultura general. Para eso es preciso tolerar márgenes, sectores de cultura minoritaria —subjetividades en las que podamos reconocernos, reencontrarnos en una orientación ajena a la del Capitalismo Mundial Integrado. Esa actitud, sin embargo, no es sólo de tolerancia. En las últimas décadas, esa producción capitalística se ha empeñado en producir sus márgenes; de algún modo ha equipado nuevos territorios subjetivos: los individuos, las familias, los grupos sociales, las minorías, etc. Parece que todo esto está muy bien calculado. Se podría decir que, en este momento, los Ministerios de Cultura que están comenzando a surgir por todas partes, están desarrollando una perspectiva modernista con la que se proponen incrementar, de manera aparentemente democrática, una producción de cultura que les permita estar en las sociedades industriales ricas. Y también alentar formas de cultura particularizadas, a fin de que las personas se sientan de algún modo en un territorio y no se pierdan en un mundo abstracto.
Pero, en realidad, no es así como suceden las cosas. Ese doble modo de producción de la subjetividad, esa industrialización de la producción de cultura según los niveles B y C, no ha renunciado en absoluto al sistema de valorización del nivel A. Detrás de esa falsa democracia de la cultura se continúan instaurando los mismos sistemas de segregación a partir de una categoría general de la cultura esencialemente subyacente. Desde esta perspectiva modernista, los ministros de Cultura y los especialistas de los equipamientos culturales declaran que no pretenden calificar socialmente a los consumidores de los objetos culturales, sino sólo difundir cultura en un determinado campo social, que funcionaría según una ley de libertad de cambio. Sin embargo, lo que se omite aquí es que el campo social que recibe la cultura no es homogéneo. La difusión de productos como un libro o un disco, no tiene en absoluto la misma significación cuando es llevada a cabo en los medios de las elites sociales o en los medios de comunicación de masas, ya sea a título de formación o de animación cultural.
Trabajos de sociólogos como Bourdieu muestran que hay grupos que ya poseen hasta un metabolismo de receptividad de las producciones culturales. Es obvio que un niño que nunca vivió en un ambiente de lectura, de producción de conocimiento, de apreciación de obras plásticas, no tiene el mismo tipo de relación con la cultura que tuvo alguien como Jean-Paul Sartre que nació, literalmente, en una biblioteca. Aun así, se quiere mantener la apariencia de igualdad ante las producciones culturales. De hecho, conservamos el sentido antiguo de la palabra cultura, la cultura-valor, que se inscribe en las tradiciones aristocráticas de almas bien nacidas, de gente que sabe lidiar con las palabras, las actitudes y las etiquetas. La cultura no es sólo una transmisión de información cultural, una transmisión de sistemas de modelización, es también una manera que tienen las elites capitalísticas de exponer lo que yo llamaría un mercado general de poder.
No sólo un poder sobre los objetos culturales, o sobre las posibilidades de manipularlos y crear algo, sino también un poder de atribuirse esos mismos objetos como signo distintivo en la relación social con los otros. El sentido que una banalidad puede tomar, por ejemplo en el campo de la literatura, varía de acuerdo al destinatario. El hecho de que un alumno o un profesor de escuela primaria en una pequeña ciudad del interior diga banalidades sobre Maupassant no altera su sistema de promoción de valor en el campo social. Pero si en uno de los grandes programas literarios de la televisión francesa, Giscard d’Estaing dice algo de Maupassant, incluso si es una banalidad, el hecho se constituye inmediatamente en un índice, no de su conocimiento real acerca del escritor, sino de que él pertenece a un campo de poder que es el de la cultura.
Tomaré un ejemplo más cercano, situado en lo que considero el contexto brasileño. Se acostumbra a insinuar que Lula y el PT son una persona y una organización muy simpáticos, pero que sin duda se van a revelar completamente incapaces de administrar una sociedad altamente compleja como es la brasileña, ya que no tienen competencia técnica, no tienen niveles de saber suficientes para ello. Recientemente, estuve en Polonia, y constaté que ese mismo tipo de argumentación es usada contra Walesa. Dirigentes del Partido Comunista Polaco emplean todos los medios posibles para intentar desacreditarlo. Especialmente un sujeto asqueroso que se llama Racowski3 y que declara a la prensa occidental que simpatiza mucho con Walesa, por ser un personaje tan seductor y atrayente, pero que considera que, separado de sus consejeros, de su entourage habitual, Walesa no es nada, es un incapaz.
En realidad, lo que se está poniendo en juego no son esos niveles de competencia, porque, para empezar, es notorio el nivel de incompetencia y de corrupción de las elites en el poder. Por el contrario y por lo general, en los agenciamientos de poder capitalístico son siempre los más estúpidos los que se encuentran en lo más alto de la pirámide. Basta considerar los resultados: la gestión de la economía mundial conduce hoy a cientos y miles de personas al hambre, a la desesperación, a un modo de vida totalmente imposible, y esto a pesar de los progresos tecnológicos y de las capacidades productivas extraordinarias que se están desarrollando con las actuales revoluciones tecnológicas.
Por lo tanto, no podemos aceptar que lo que esté efectivamente siendo señalado o teniendo un cierto impacto en la opinión sea la competencia. Además, ese argumento promueve cierta función encarnada del saber, como si la inteligencia necesaria en esta situación de crisis que estamos viviendo debiese encarnar algún supuesto talento o saber trascendental. Ese argumento escamotearía simplemente el hecho de que todos los procedimientos de saber, de eficiencia semiótica en el mundo actual participan de agenciamientos complejos, que jamás son los de la competencia de un único especialista. Se sabe muy bien que cualquier sistema de gestión moderna de los grandes procesos industriales y sociales implica la articulación de diferentes niveles de competencia. En ese sentido, no veo en qué Lula sería incapaz de hacer tal articulación. Y cuando hablo de Lula, en realidad estoy hablando del PT, de todas las formaciones democráticas, de todas las corrientes minoritarias que están agitándose en este momento de campaña electoral en Brasil. De este modo, no se entiende por qué esas diferentes potencialidades de competencia no podrían hacer lo que hacen hoy las elites en el poder —tan bien o incluso mejor. Creo que el punto clave de esa cuestión no está ahí, sino en la relación de Lula con la cultura, entendida como cantidad de información. No con la cultura-alma —pues es obvio que, en ese sentido, tiene la cultura de San Bernardo o la cultura obrera, y no vamos a considerar ahora eso—, pero sí con cierto tipo de cultura capitalística, uno de los engranajes fundamentales del poder. Las personas del PT, en particular Lula, no participan de una determinada cualidad de la cultura dominante. Es mucho más una cuestión de estilo y de etiqueta. Se podría decir hasta que es algo que funciona en un nivel previo a la enunciación de una frase, a la configuración de un discurso. Tales personas no forman parte de la cultura capitalística dominante. A partir de ahí se desenvuelve todo un vector de culpabilización, pues esa concepción de la cultura impregna todos los niveles sociales y productivos. De ahí que tales personas no puedan pretender una legitimidad para administrar los procesos capitalísticos, una idea que ellas mismas acaban asumiendo.
Lo que da un carácter de extrañamiento al ascenso político y social de personas como Lula es el hecho de percibir que no se trata sólo de un fenómeno de ruptura en la gestión de los flujos sociales y económicos, sino de poner en práctica un tipo de proceso de subjetivación diferente del capitalístico con su doble registro de producción de valores universales, por un lado, y de reterritorialización en pequeños guetos subjetivos por otro. Poner en práctica la producción de una subjetividad que va a ser capaz de administrar la realidad de las sociedades «desarrolladas» y, al mismo tiempo, administrar procesos de singularización subjetiva que no confinen a las diferentes categorías sociales (sexuales, raciales, culturales u otras minorías) al encuadramiento dominante del poder.
Por lo tanto, la cuestión que se plantea ahora no es ya «quién produce cultura», «cuáles van a ser los recipientes de esas producciones culturales», sino cómo agenciar otros modos de producción semiótica, de manera que posibiliten la construcción de una sociedad que simplemente consiga mantenerse en pie. Modos de producción semiótica que permitan asegurar una división social de la producción, sin por eso encerrar a los individuos en sistemas de segregación opresora o categorizar sus producciones semióticas en esferas distintas de la cultura.
La pintura como esfera cultural se refiere antes que nada a los pintores, a las personas que tienen currículo como pintores y a las personas que difunden la pintura en el comercio o en los medios de comunicación de masas. ¿Cómo hacer para que esas categorías llamadas «culturales» puedan ser, al mismo tiempo, altamente especializadas, singularizadas, como es el caso que acabo de mencionar de la pintura, sin que haya por eso una suerte de posesión hegemónica por parte de las elites capitalistas? ¿Cómo hacer para que la música, la danza, la creación, todas las formas de sensibilidad, pertenezcan de pleno derecho al conjunto de los componentes sociales? ¿Cómo proclamar un derecho a la singularidad en el campo de todos esos niveles de producción llamada «cultural», sin que esa singularidad sea confinada en un nuevo tipo de etnia? ¿Cómo hacer para que esos diferentes modos de producción cultural no se vuelvan únicamente especialidades, sino que puedan articularse unos con otros, articularse con el conjunto del campo social, articularse con el conjunto de los otros tipos de producción (lo que llamo producciones maquínicas: toda esa revolución informática, telemática, de la robótica, etc.)? ¿Cómo abrir, y hasta quebrar, esas antiguas esferas culturales cerradas sobre sí mismas? ¿Cómo producir nuevos agenciamientos de singularización que trabajen por una sensibilidad estética, por la transformación de la vida en un plano más cotidiano y, al mismo tiempo, por las transformaciones sociales a nivel de los grandes conjuntos económicos y sociales?
Para concluir, diría que los problemas de la cultura deben salir, necesariamente, de la articulación entre los tres núcleos semánticos que he evocado anteriormente. Cuando los medios de comunicación de masas o los ministros de Cultura hablan de cultura, quieren siempre convencernos de que no están tratando problemas políticos y sociales. Se distribuye cultura para el consumo, como se distribuye un mínimo vital de alimentos en algunas sociedades. Pero los agenciamientos de producción semiótica, en todos esos niveles artísticos, las creaciones de toda especie implican siempre, correlativamente, dimensiones micro y macropolíticas.
Eventualmente, podría hablar de los efectos de esa concepción hoy en Francia, con el gobierno Mitterrand, para intentar describir de qué forma los socialistas están girando en falso con esa categoría de cultura. Y eso porque su tentativa de democratización de la cultura no está realmente conectada con los procesos de subjetivación singular, con las minorías culturales activas, lo que hace que se restablezca siempre, a pesar de las buenas intenciones, una relación privilegiada entre el Estado y los diferentes sistemas de producción cultural. En este momento, algunas personas en Francia, entre las cuales me incluyo, consideran muy importante inventar un modo de producción cultural que quiebre radicalmente los esquemas actuales de poder en ese campo, esquemas que son dispuestos actualmente por el Estado a través de sus equipamientos colectivos y de sus medios de comunicación de masas.
¿Cómo hacer para que la cultura salga de esas esferas cerradas en sí mismas? ¿Cómo organizar, disponer y financiar procesos de singularización cultural que desmonten los particularismos actuales en el campo de la cultura y, al mismo tiempo, las empresas de pseudo-democratización de la cultura?
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No existe, desde mi punto de vista, cultura popular y cultura erudita. Hay una cultura capitalística que permea todos los campos de expresión semiótica. Esto es lo que intento decir al evocar los tres núcleos semánticos del término cultura. No hay cosa más espantosa que hacer apología de la cultura popular, de la cultura proletaria, o de algo por el estilo. Hay procesos de singularización en prácticas determinadas y hay procedimientos de reapropiación, de recuperación, operados por los diferentes sistemas capitalísticos.
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En el fondo, sólo hay una cultura: la capitalística. Es una cultura siempre etnocéntrica e intelectocéntrica (o logocéntrica), ya que separa los universos semióticos de las producciones subjetivas.
Hay muchas maneras por las que la cultura puede ser etnocéntrica y no sólo en la relación racista propia de la cultura masculina, blanca, adulta. Puede ser relativamente policéntrica o polietnocéntrica, y preservar la postulación de una referencia de cultura-valor, un patrón de traducibilidad general de las producciones semióticas, completamente paralela al capital.
Así como el capital es un modo de semiotización que permite tener un equivalente general para las producciones económicas y sociales, la cultura es el equivalente general para las producciones de poder. Las clases dominantes siempre buscan esa doble plusvalía: la plusvalía económica a través del dinero y la plusvalía de poder a través de la cultura-valor.
Considero que esas dos funciones, plusvalía económica y plusvalía de poder, completamente complementarias, constituyen, al lado de una tercera categoría de equivalencia —el poder sobre la energía, la capacidad de conversión de las formas de energía— los tres pilares del CMI.


(1) Guattari agrega el sufijo «ístico» a «capitalista» por que le parece necesario crear un término que pueda designar no sólo a las llamadas sociedades capitalistas, sino también a sectores del llamado «Tercer Mundo» o del capitalismo «periférico», así como de las llamadas economías socialistas de los países del Este, que viven en una especie de dependencia y contradependencia del capitalismo. Dichas sociedades, según Guattari, funcionaban con una misma política del deseo en el campo social; en otras palabras, con un mismo modo de producción de la subjetividad y de la relación con el otro.

(2) Título de una mesa redonda promovida por la Folha de São Paulo el 3 de septiembre de 1982, con la participación de Félix Guattari, Laymert G. dos Santos, José Miguel Wisnik, Modesto Carone y Arlindo Machado. El texto que sigue es el producto del montaje hecho a partir no sólo de la transcripción de la exposición de Guattari en ese evento, sino también de otras intervenciones suyas en el transcurso de este viaje y en las que trataba las mismas problemáticas. Las contribuciones de los demás participantes de la mesa redonda, así como algunos tramos del debate, fueron distribuidos por diferentes partes del libro, en función de las cuestiones abordadas.

(3) Mieczyslaw Rakowski fue vice-primer ministro de Polonia en 1981.



Tomado de
Micropolítica. Cartografías del deseo
Félix Guattari Suely Rolnik
traficantes de sueños


RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA - Riverismo


Retrato cubista de Ramón Gómez de la Serna por Diego Rivera (1915)


I

El primer mexicano caracterizado que llegó a Pombo fue Diego María Rivera. ¡Qué tío!

Yo le había conocido hacía años (en la exposición que prepararon en 1907 los discípulos de Chicharro, que fue donde presentó sus primeras cosas), pero cuando llegó a Pombo estaba en la hora de plenitud de su erupción, plenamente monumental como portador de México a la espalda, todo él como un mapa de bulto y en una escala aproximada a la realidad.

Diego María Rivera, el íntegro, el ciclópeo, fue en Pombo algo colosal, que daba de todo explicaciones definitivas e inolvidables. Se sentaba como sobre un pedestal ancho y fuerte y emergía como la figura de un Buda auténtico, vivo, con esa gordura suntuosa de Buda. Siempre con un bastón grande como un árbol -el árbol que le daba sombra cuando era Buda y estaba a la orilla de un camino del bosque mirándose el ombligo-, Diego se apoyaba de vez en cuando en él como un hombre que ve el espectáculo como con algo con que protestar ruidosamente.

En sus ojos, un poco estrábicos, había un punto de dolor de su hígado, ese hígado por el que hacía pasar constantemente un manantial de agua mineral. El estrabismo de sus ojos quizá procedía de la terrible mirada de uno de sus antepasados de raza brutal, de aquella raza tan llena de instintos, que los instintos desviaban sus ojos y los abortaban y los desorbitaban al dar salida a los deseos espantosos.

Su risa era la auténtica risa siniestra. Daba pánico haberla provocado aun cuando fuese para bien y representase algo así como un aplauso y una hilaridad de sus multitudes interiores, las multitudes que llenaban su alma. Es que era la misma para la alegría que para la cólera y había en ella algo así como el silbido de su tremendo bastón zarandeado en el aire. ¡Qué risa! También silbaban en ella los latigazos de la gran serpiente. Por su risa se veía que podía llegar al homicidio, impulsado y frenético por ella. Se comprendía que cuando estuvo en Toledo surgiese en el pueblo levítico la leyenda de que Diego se alimentaba con huesos de niños y hasta llegasen a apedrearle un día.

¡Qué largas y tremendas noches aquellas en que apareció don Diego María Rivera, gran volumen del que las ideas salían con volumen, sobre todo las que se referían a su arte, al arte de la pintura, tan convincentes cuando atacaban a la perspectiva falsa y a la pintura superficial! ¡Qué certidumbre la del cubismo saliendo de su peñón interior! Nos contaba también cosas de México, de las arañas con largos cabellos, de la entrada en los cuerpos de las más sutiles tenias, larvadas solitarias a las que hay que sacar gracias a la música con paciencia extrema, pues ha de salir entero su largo cordón parasitario, ya que al romperse vuelven a desarrollarse de nuevo. Con él siempre aparecía Angelina.

Angelina Beloff, incógnita, silenciosa, bajo un delicado velo casi siempre -un velo que iba muy bien a su espíritu-, Angelina Beloff era la delicadeza trabajando la materia más dura y viril, en contraste con la labor de acuarelistas de casi todas las pintoras. Ante ella se hace necesario fijar bien este contraste de su obra con su ser dulce y débil, de voz delicada -a la que da un tono herido el que la emanación de los ácidos que trabajan las planchas del aguafuerte la ha atacado la garganta-, de ojos azules, de perfil fino y suavemente aguileño, toda ella delgada y vestida de azul -jersey azul en la casa y en la calle traje azul de líneas resueltas-, tan azul todo en ella, tan envolventemente azul, que por eso, además de por su perfil, se la podría llamar el pájaro azul.

Ella me dio la clave de su legitimidad un día en que parecía hablarme desde sus tierras nevadas, alboreantes y lejanas. Recuerdo que en medio de la seguridad de estar en Madrid surgió en mí una turbación como de estar entre dos paisajes distintos, entre dos temperaturas, frente a cúpulas de dos ciudades distintas y bajo un cielo con dos colores diversos, cosido el uno al otro como las franjas dispares de una bandera. Ella había hablado mucho de allí; de que allí «son tan diferentes las estaciones, que parece que uno vive más, porque cada estación tiene su vida propia y diametralmente opuesta»; de aquellos días de allí «en que no hay sol, pero todo es claro»; de «aquellos edificios en gran número del tiempo de Catalina la Grande, de un estilo severo que va tan bien a aquel clima y aquella luz; unos pintados de rojo y otros de blanco y amarillo»; de «el almirantazgo» «con su flecha alta y fina, sobre la que en la luz del alba brilla el navío de oro»; aquellas «noches blancas, en que cuando apenas queda un crepúsculo azul en el poniente, el claro de la nueva aurora aparece en el oriente», y muchas más notas sueltas, hasta que me dijo legitimándose:

-¡Quién sabe si no es a esas noches blancas del Norte, noches de poco calor y de mucho claroscuro a las que yo debo mi predilección por el aguafuerte, predilección acentuada por los paisajes severos de Finlandia, en donde pasaba los veranos y donde una amiga mía pintora, llena de una gran sensibilidad para los colores, decía que no hallaba colores, que lo hallaba todo gris!

Diego está tan lleno de sí, tan lleno de ambiente, de dimensiones, de valuaciones, de matices y de saciedad, que se basta a sí mismo. Por eso Diego María Rivera anda como ebrio, siendo abstemio en verdad, embriagado por las cosas que además hacen a sus ojos un poco estrábicos de tanto como las mira, de tanto como las penetra en toda su sinuosidad, en sus conjunciones, en su espiralidad...

Cuando pinta Diego parece un magnífico y firme marinero sobre un barco, olvidado de todo, dentro de una soledad marina, removiendo así su sensatez, oscilando a uno y otro lado; una oscilación con que parece pesar, balancear y contrabalancear sus juicios; un vaivén que, aun cuando después de dejar el trabajo anda por la tierra firme, no deja de tener. Por su rostro es también un marino norteamericano, o si no holandés, pareciendo hasta su pipa vacía algo así como una inhaladora formidable, por la que le entran en el espíritu saludables y espiritosas ráfagas. ¡Marinero solitario y seguro rodeado como de un elemento fluido, extraño, ubérrimo, lleno de plásticos oleajes!

En la figura de Diego hay una flojedad rara y suntuosa, como si todo pesase sobre él; como si pudiendo con todo, lo llevase todo colgado tranquilamente a sus hombros; como si llevase insistiendo sobre él las más grandes ideas; como si reposase sobre él la responsabilidad de la creación; como si en el fondo de su alma y en el fondo profundo de sus grandes bolsillos llevase cosas materialmente muy grandes, monstruosas, compactas y macizas.


II

Yo tengo en mi despacho mi retrato cubista, pintado por Diego María Rivera, y cada vez noto que me parezco más a él, y sin embargo me parezco menos cada vez a una mascarilla que me hicieron sobre mi mismo rostro, enterrado en yeso como un muerto, durante un cuarto de hora.

¡Éstas son las paradojas del arte burlándose de la propia realidad! ¡Viva el novirretratismo!

Así, por causa de este retrato, no me escribirán esas señoritas banales que escriben al escritor por sus retratos ofreciéndoles ¡una unión para toda la vida! Este retrato cubista es para provocar sentimientos más profundos y menos comprometedores y amenazantes.

Ahí está mi anatomía completa. Heme ahí después de la autopsia que se puede sufrir antes de morir o suicidarse, la autopsia maravillosa y aclaratriz.

El retrato que me hizo Diego es un retrato verdadero, aunque no sea un retrato con el que concursar en los certámenes de belleza. Con ese retrato me siento seguro y desahogado.

La pintura cubista, que ante todo ama el espacio, no me ha embotellado y me ha dejado libre y desenvuelto.

Cuando el gran mexicano pintó mis ojos, por ejemplo, no contempló estos ojos castaños que tengo, y cuya apariencia normal es para los «ritratistas», pero no para un gran pintor como él, sino que los observó como un técnico, como un «óptico» y se dio cuenta de los ojos que necesitaba en el retrato, y que eran complementarios y aclaratorios de los otros. En el ojo redondo está sintetizado el momento de deslumbramiento, y en el ojo entornado y largo, el momento de comprensión.

Así como en los ojos, el pintor se guió en todos los demás detalles por un sentimiento científico de pintor más que por un ingenuo fiarse de las apariencias. Siempre el óptico prodigioso.

Así como el paisajista frente al cartógrafo empequeñece el mundo, completa el paisaje que es sucesión de paisajes, camino de largos y variados paisajes, así los pintores cubistas son los cartógrafos de cada individuo que es en sí un mapa con esos colores con contorno de puzzle que tan simpáticos nos fueron siempre en los mapas.

Para hacernos encarnar con nuestra carne no necesitamos del retrato. Lo necesario es dar nuestra línea más pensativa y más fija.

Tenía algo de proxenetismo la creación del antiguo retrato buido, galante y superficial.

Era absurdo e incapaz que el retrato de un señor que por comodidad lee de perfil no se presentase en toda su capacidad, con los ojos levantados sobre la lectura según la franqueza de su naturalidad.

Wilde ha preestablecido esta salida del arte en este diálogo:

«-Pero ¿qué me dice usted de los retratos modernos ejecutados por pintores ingleses? Se parecen indudablemente a las personas que representan.

»-Sí, es verdad; se parecen de tal modo a los modelos que dentro de cien años nadie creerá en ellos».

Hombres que aparecen con su máscara ideal, la máscara del porvenir que ha de preservarles en esas variaciones de medio que son causa del ahogo en la anticuación.

Bajo el aspecto cubista se está dotado de la escafandra para pasar por las diferencias de tipo y de patillas de las épocas intermedias.

Sólo vestidos de buzos inmortales se podrá penetrar en el aire renovador de la inmortalidad. Todos morirán antes de entrar en el espacio enrarecido si no llevan la escafandra especial de los cuadros cubistas.

Para el pintor cubista el carácter no depende del modelado. Está por encima de los accidentes, y tras eso va el pintor, teniendo en cuenta, más que la figuración de ningún plano, las cantidades, las calidades, lo que le interesa, lo que él siente, el tacto de las cosas, los contrastes de la luz y sombra, el que si hubiera pintado toda la corbata roja le hubiera quitado potencia e interés, y por eso busca el complemento, que es el negro absoluto, y el que para fijar la nariz le basta con la cifra lineal, y el que para hacer la boca le basta con un cruce proporcionado, y el que para sugerir el perfil le es suficiente con un leve claroscuro.

Ellos no hacen obras en que lo menos importante del parecido, lo que hasta desconocemos de nosotros mismos dado con esa profusión, lo que pasamos por alto de las cosas es lo que triunfa opacamente en ellas, cubriendo la vía clara. Ellos no nos abotargan de materia sobrante, de materia estúpida y pegajosa, de todo eso que es vegetación impersonal y que no encubre del todo los retratos usuales porque nos miramos a los ojos y al rictus reconocible. Sin embargo, ¡qué gran desazón sentimos algunas veces queriéndonos quitar la careta sofocante, encarada como todas! Los cubistas llenos de sensatez evitan a sus modelos esa falsa semejanza, sin transpiración y sin ideas, que les haría parecerse demasiado a la especie vergonzosa. Ellos saben que las cabezas son iguales a las cabezas porque hay demasiados elementos deleznables que las asemejan y tienden a prescindir de ellos e intentan el frente, el perfil y la espalda. Afirman la idea del cráneo, y en vez de dar la superficialidad consagran con su reciedumbre y su rotundidad el carácter. Intentan dar la cifra del parecido, la cifra personal e intransferible, siendo, quizá, el retrato lo más hermético de su arte, porque quizá no se debe conocer a quien no se ha revelado antes ante nosotros, por más que este apotegma vaya contra la vanidad del retratado y sobre todo contra los hombres que tienen muchas condecoraciones y una banda de moiré. Sus retratos no se encaran sin distinción ninguna con todo el mundo; están llenos de delicadeza y de reservas, no dando gusto a la muchedumbre que quiere retratos animales de cuya representación y cuya semejanza se pagan algo todos. ¡Sus retratos no serán nunca, además, como esos retratos anónimos cuyo personaje se desconoce y que se quedan idiotizados, mirones, absurdos, teniendo la fácil y grave mirada que quieren los turistas, o los dilettantis suaves y melindrosos!

El hacer caso de la perspectiva clásica es como si en toda cultura hubiese que dar la sensación por delante, y ante todo y sobre todo de cuando no se sabía cómo se presentaba lo que se trataba de definir, cuando la ignorancia era mayor, cuando sólo era un supuesto falso.

Esa consideración palpable, amplia, completa de mi humanidad, dando vueltas alrededor de su eje, es lo que más me complace en este cuadro desgarrado y mapamundial. Si algo hay en nosotros que se pueda llamar alegoría, eso está en estos retratos cubistas. Como un cuadro no es un espacio puro, sino un espacio convencional, establece alguna confusión el que para mostrar las cosas que hay detrás o a un lado se tengan que mostrar buscando en el cuadro los sitios que queden al margen del centro, ocupando un lugar que no es el lugar puro en que debieran estar, sino el que les permite ocupar la imposibilidad de dar al cuadro un valor plástico de otro modo.

Yo, ¡qué queréis!, estoy muy satisfecho de ese retrato, que tiene la condición de que es de perfil y de frente al mismo tiempo, y tengo el gusto de explicarlo con un puntero, como quien explica Geografía, pues somos verdaderos mapas más que trozos de paisaje.

En ese retrato hay más cantidad de elementos que en otros muchos, aunque haya menos uniformes y menos condecoraciones.

Al hacerme ese retrato Diego María Rivera no me sometió a la tortura de la inmovilidad o a la mirada mística hacia el vacío durante más de quince días, como sucede con los demás pintores, ni me puso ese aparato que tanto se parece al garrote vil y que en las fotografías colocan detrás de la nuca. Yo escribí una novela mientras me retrataba, fumé, me eché hacia delante, me eché hacia atrás, me fui un rato de paseo y siempre el gran pintor pintaba mi parecido; tanto, que cuando volvía del paseo -y no es broma- me parecía mucho más que antes de salir.

El pintor tampoco se estaba inmóvil. A veces pintaba de espaldas a mí y, sin darme importancia, mirando con más interés el paisaje del balcón que a mí, o leía un libro como si copiase párrafos de sus páginas con colores de su paleta. Todo el cuadro estaba rebatido sobre el horizonte, hacia la distancia, sin limitar el espacio, sin que el pintor se hiciese el sueco ante ningún problema y sin que dejase de ser peripatético. Él no me podía tratar como a una momia inmóvil ni como quien por verme de frente pudiese hacerse el ignorante de que me conocía de perfil.

Este retrato es el más estupendo retrato mío. Sus colores me animan, y todo él me aparta de lo que de estampa podría haber en mi rostro. Mi retrato cubista no figurará nunca en ese concurso de presumidos a que asiste todo retrato. Con este retrato acabó en mí el poco aire de irresistible que pudiera haber tenido. Este retrato aspira más a la verdad pura y lironda que cualquier otro.

El gran pintor, que tantos triunfos ha tenido en París, donde tuvo su puesto a la derecha de Picasso por derecho consumado y depurado, llegaba por las tardes a mi casa con su pipa apagada como si sólo le sirviese para respirar, o como si fuese la cachimba de brea así como hay el puro y el pitillo embreados.

-¡Hola! -me decía a través del teléfono-trompetilla de su pipa.

-¡Hola! -le contestaba yo, y se ponía a trabajar en un ángulo de la habitación pensando como yo en la realidad, con el mismo encogimiento de hombros para toda otra aspiración. Los dos contestes y tranquilos pensábamos en nuestra realidad tan nuevecita y tan particular, que llega a parecer entonces una pura idealidad.

Me ponía a solas con mis pensamientos, permitiéndome los bostezos de sentirme solo. No estaban excluidos tampoco esos pequeños gestos de delirio, esos cambios de miradas con los objetos, las cosas y las paredes que se tienen en la soledad con un vivo juego de ojos y de torcimientos de cabeza.

No me martirizó con esa mirada inquisitiva y abrumadora de los pintores fotográficos, la misma -aunque ¡mucho más continuada!- que nos lanza la policía cuando escribe en nuestro pasaporte eso de:

Cejas, al pelo.
Nariz, dorso convexo.
Ojos, castaños.
Pelo, oscuro.
Boca, regular.
Color, sano.
Señales particulares, patillas y barbilla cuadrada.

Es absurdo tratar la oreja como un parecido. La oreja se desprende, es una forma que hay que simplificar como arabesco y agujero.

El pensamiento vive en los ojos y toda la figura coincide en el entrecejo.

¡Y cuántas cosas observaba y apuntaba Rivera, de esas que halla más que con fijeza en el modelo, intensidad del talento que descifra! Así apuntó mi ojo redondo, con pestañas en forma de estrellificación de la luz; mi ceja en forma de tilde rabiosa, exaltada, zigzagueante de una ñ (quizá la ñ de pestañas); mi otro ojo apaisado, entornado, rasgado, ojo con el que nivelo -como con un nivel de agua- lo que el otro ve con locura, deslumbramiento, embriaguez y remoción (de mi otra ceja no hablemos, porque está caída y disimulada, ya que lo digno es no tener más que una ceja elevada y disparatada como los Augustos de circo); mi nariz tonta, y mi boca que aunque es un poco tumefacta se salva a su tumefacción gracias a ese gesto que ha recogido Rivera, y que es como una X de aspas curvas. ¡Cuántas cosas resueltas!

Todo es acierto en este retrato, hasta la posición de la mano que tiene la pipa, al fumar, en sus tres momentos: primero el de llevarse la pipa a la boca, segundo el de tenerla en la boca y tercero el de reposar la pipa en el cuenco de las manos, los tres instantáneos, seguidos, casi simultáneos, y con amalgama que él consiguió casi sin el punto muerto del guión entre el uno y el otro, porque era el primer pintor que se daba cuenta de que el arte de pintar es un acto de movimiento.

La pesadez de una parte de mi cuerpo necesitó un color más oscuro y con cierta espesura, así como la levitación de la otra parte es difuminación y color vivo, más vivo de lo que en la apariencia es. Los colores no son mezclas estúpidas y naturalistas, no. Así como una sensación que es ruda e inexplicable en el espectador vulgar, en el literato es una descomposición en palabras distintas y cambiantes, y se vuelve lenta y descifradora alargando y desarrollando el concepto, así sólo es digna de recogerse una apariencia en un concepto artístico cuando la desglosa de un modo extraordinario, sabio, fecundo, desentrañado y auténtico. Dar la autenticidad manifiesta sin la divulgación de los secretos íntimos y profundos de la cosa, es hacer algo inferior que lo exige la declaración excepcional que merece los honores de la publicidad.

En el retrato de Rivera estoy rotativo.

Cuando lo acabó Diego se expuso el lienzo en el escaparate de un sitio céntrico, y tanto público acudió a verle, tan amenazadora era su actitud frente a la luna del escaparate, tan estorbante era aquella muchedumbre para la circulación de la calle, que el gobernador ofició conminatoriamente al dueño de la tienda para que lo retirase del escaparate.

Entre los comentarios que hacía el público abundaba el de que aquél era el historial de un crimen, crimen que había yo cometido matando a mi víctima -cuya cabeza quedaba a mi espalda- con la browning que tenía a mi lado, y degollándola después con esa gran espada con cabellera en el colodrillo del puño, que también se ve en el cuadro.


III

Después, en el París de la guerra les volví a ver, a él y a Angelina, que seguía actuando a su lado como la intercesora que recomienda al Buda poderoso piedad para los hombres, siendo la fuente de dulzura que él se bebía tan incontinentemente como las aguas minerales.

Allí, en París, le temían todos. Yo le vi en una ocasión reñir seriamente con Modigliani borracho, reñir temblando de risa, pero todo su rostro lleno de una amargura terrible que entrecruzaba más sus ojos y aspeaba toda su cara con rictus resueltos.

Fue en el pequeño bar en que consistía la Rotonda en aquel tiempo. Algunos cocheros que oían la discusión volvían la cabeza para dejar de mover el azúcar de su café. Modigliani quería excitar a Diego, que tenía en la mano su bastón que era como el árbol que no pudieron abarcar seis soldados de Hernán Cortés.

La joven blonda, con tipo prerrafaelista, que acompañaba a Modigliani, estaba peinada con dos tortillons sobre las sienes como dos girasoles o dos auriculares para oír mejor la discusión.

Picasso en medio de la disputa tenía la actitud de un señor que espera un tren, el hongo metido hasta los hombros y apoyado en su bastón como si fuese un paciente pescador de caña.

Bajo la guerra en París, Diego pintaba como quien gana batallas, como quien se dedica con encarnizamiento a un problema tan agudo como el de la guerra.

Estar en aquel estudio con grandes cortinas negras me pareció estar en otra clase de trincheras que las trincheras del frente.

Allí se contaban de él leyendas fantásticas: que tenía la facultad de dar de mamar con sus pechos búdicos (o de gran murciélago humano) a los niños; que estaba cubierto de pelo, cosa que debía ser verdad porque en la pared de su estudio, en efecto, dibujado por la rusa, Marionne, que le acompañaba en el trabajo vestida con traje de hombre y con botas de domadoras de tigres, estaba su retrato, desnudo, con las piernas cruzadas y acorazado de pelos anillados. ¡Qué seria obscenidad la de aquel dibujo encarnizado y verdadero!

Diego vivía entonces entre colores y botellas de Vichy que echaba en su hígado voraz, el reloj malo de todos los que problematizan la vida.

En la noche seguía buscando invenciones a la luz de una vela, mientras París iluminaba sus faroles bajo esas pantallas de ala ancha de los quinqués de las conspiraciones de conventículo.

Diego, frente a todos los eslavismos de la pintura que le rodeaban, pensaba ya en su tierra de promisión, en su México cuajado de luz y color.

Su pensamiento llegaba al perihelio en aquellas obras de la época enconada. Su pensamiento rodeaba, valuaba y centraba la tela, alcanzando esa justificación extraordinaria que sólo consigue lo que se nos da un poco en jeroglífico y en simpatía de descomposición y reformación. Todo se nos debe dar así, además de dársenos tanto en concepción, como en composición y como en capricho; todo en un juego directo, mostrando la lejanía irreparable que indica «la perspectiva del espíritu».

Daba los opuestos irrefutables, impresionistas por el contrario de los que creyeron que había que dar los dos componentes e hicieron puntitos de color bastardeando así la materia.

El pintor cubista en vez de trazar los colores con pigmentos ha necesitado del contraste de valores gracias al blanco y el negro y del contraste de colores gracias a todo el resto de la paleta.

Donde coinciden los planos resulta la materialidad cual se la ve, entrando en el teorema el peso de las cosas.

El mismo suelo no puede tener ese segundo término vago que se le da en los cuadros hipócritas; el suelo sale a flote en el cuadro y más si es ajedrezado. El papel de la pared es despreciado en su conjunto y se diría que, como en casa del papelista sólo enseñan una muestra, en el cuadro cubista sólo se ve en detalle un pedazo.

En medio del relámpago que provoca el cubismo se entrevén las sitibundeces de lo pasado.

Se pueden lanzar todas las extrañezas sobre el otro arte y se puede exclamar: «¡Valiente cosa pintarse a sí mismo como quien se afeita!».

Sabiendo que con sólo una mirada no se abraza sino un aspecto de las cosas, ¿por qué ha de ser el cuadro que es producto de una larga meditación sólo una mirada sin parpadeo?

Recuerdo de aquella hora de Rivera como si hubiese tratado a un verdadero inventor que aplicase sus descubrimientos a los cuadros.

Sobre la pintura de los que retrataba ponía una nariz de caucho, manejando con gran puntería y acierto lo que más sobresale del ser humano y que daba plasticidad al cuadro sin imitar la nariz más que en su geometría para que no pareciese nariz de carnaval superpuesta a la tela.

Resultaba aquel retrato como reloj de sol de la expresión humana, el gnomon estilizado del producirse.


IV

A veces pregunto a los que vienen de México.

-¿Aún fuma Diego en su pipa sin tabaco?

-Aún -me responden.

Diego va encontrando su raza como en la excavación de su mente, arquetipándola con respecto a sí mismo.

Subido en altos andamiajes, un día se cae de uno de ellos como si ése fuese el bautizo de aviador que recibe el pintor importante.

En el México renovado por la revolución se agrupan con Rivera artistas como Orozco, Sigueiro, Carlos Mérida y Jean Charlot.

Ese alto sentido moral de trabajo y arte que caracteriza a Rivera le ponen en lo alto del Gólgota, defendiéndose a tiros de ser mártir.

Viste Diego el traje mundial del trabajador, el overall, y en esa humildad de traje de mecánico se resiste al oro norteamericano y ha pegado su pintura a los muros para que no la puedan desprender de ellos los dólares.

Diego trabaja de doce hasta veinticuatro horas seguidas. Su menú se compone de plátanos, tlacoyos, mangos, peras, manzanas y un vaso de agua. Compra su cocina fructariana en los pintorescos mercados mexicanos.

El total de su vida tiene un aire heroico.

Se cuentan de él sucedidos valientes.

-¿A qué debemos el honor de verle por la Academia de Bellas Artes?

-Vengo a m... -respondió el pintor.

Alguien vengativamente le acusa de incendiario en una ocasión.

Diego desprecia a los burgueses y a los políticos de mediocre ideología.

-El día en que los pendejos estén de acuerdo -suele decir- se acabó el mundo.

Se habla mucho de la terrible pistola que Rivera lleva al cinto y que él dice que le sirve para orientar a la crítica. Con esa pistola amenazó un día a un poeta que tardaba en leerle sus poesías. «O me lee, o disparo».

Conoce todas las gamas desde los más delicados colores a los que llamean violentamente en los cráteres.

Con todas las gamas ha pintado los frescos del zodíaco mexicano en pulquerías, juguetes de los niños, cancioneros ambulantes, cacharros de la época precolombina, industrias del país.

Adquiere cada vez más a la vista de todos aquella figura colosal que yo encontré en él desde el primer momento. Lo que ha fundado en México es un nuevo renacimiento que se da la mano con el sano nacimiento del arte azteca. Ha hecho en realidad lo que en pintura se puede asemejar a la pirámide escultórica.

Es un amigo de los indios, de los agrarios, del pueblo de perfiles acusados y por eso en las estaciones de su país se indigna con los «coches especiales» que usan los paniaguados.

Toda su obra está llena de figuras representativas que cantan los corridos burlones, revolucionarios; esas estrofas octosílabas que nacen de la improvisación de los corros, en medio de una melodía «corrida» que sostiene la guitarra sin eclipsar al rapsoda.

Dan la una, dan las dos
y el rico siempre pensando
cómo le hará a su dinero
para que vaya doblando.


V

Ahora, como final de esta silueta, un breve resumen itinerario cronológico.

Diego nace en México en la ciudad de Guanajuato en 1886 y se establece con sus padres en la capital de México en 1891. En 1897 comienza a tomar lección de dibujo siguiendo su aprendizaje hasta que en 1907 va a España donde, estudia y trabaja mucho asistiendo al taller de Eduardo Chicharro.

En 1908 y 1910 viaja por Francia, Bélgica, Holanda e Inglaterra y en octubre de 1910 vuelve a México, donde permanece hasta junio de 1911 asistiendo al movimiento zapatista.

En 1911 vuelve a París donde recibe influencia de Seurat y de Cézanne, apareciendo en 1914 unido al grupo cubista, aunque siempre hay en sus cuadros influencias exóticas mexicanas.

En 1921 viaja por Italia y se dedica a copiar los primitivos cristianos, volviendo a México en septiembre del
mismo año. Decora por entonces el anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria, y del 1923 al 1926 acaba los decorados murales de la Secretaría de Educación Pública y Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo, obra monumental que comprende ciento sesenta y ocho frescos.

Después hace un viaje a Europa. Ya no pasa por España, cuya temporada toledana fue en él ejemplarizadora de heroicidades montuosas, de planos a lo Greco, de alpinismos espirituales.

En ese viaje a Europa pasa por la Rusia de los Soviets donde quieren contratarle para que ornamente los muros de la nueva República.

Rivera sale encantado del color rojo que tiene todo en Moscú y encuentra un peregrino parecido entre la capital rusa y Sevilla.

Apenas toca dos días en París y vuelve a su México prodigioso, a pintar auroras, frutas, mujeres y hombres.

Madrid, enero de 1931.

Publicado en Sur [Publicaciones periódicas]. Otoño 1931, Año I, Buenos Aires



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