Julia Kristeva La metamorfosis del Ritz




El Hotel Ritz fue creado por César Ritz (véase M.L Ritz, César Ritz, 1948) en junio de 1898 en la plaza Vendôme, en una residencia particular del siglo XVIII, vecina del ministerio de Justicia. El arreglo de la plaza Vendôme se remonta a 1688, pero fue en 1705 cuando Jeanne Baillet de la Cour mandó construir la residencia y se la dio a su hija, la duquesa de Gramont. El hermoso edificio pasó después a ser propiedad del mariscal de Lautrec, luego del marqués de Ville-tte (secretario de Luis XV y amigo de Voltaire), del financiero Claude Darras, de la viuda de François Nitot, joyera del emperador, antes de ser comprado, por último, en 1853, por el Crédit Mobilier. Con la ayuda del rico negociante Marnier Lapostolle, quien adelantó los fondos que faltaban para la adquisición del inmueble, César Ritz contrató los servicios del arquitecto Charles Mewès y creó el hotel de lujo que hacía falta en la capital. En efecto, los hoteles de París permanecían estancados en una tradición que databa de medio siglo atrás, y los dos hoteles elegantes, el Bristol y el Liverpool, en la calle de Castiglione, no se salían del marco de una distinción que, a fin de cuentas, no dejaba de ser banal. 
La personalidad del creador propietario contribuyó al aura extraordinaria y a cierto dramatismo del lugar. César Ritz, nacido en 1850 en una modesta familia campesina en el pueblito de Niederwald, no lejos de Munster, en Suiza, es el tipo mismo del self-made man. Solía decir que su vida había empezado en 1876, a los diecisiete años, el año de su llegada a París, y aunque nunca habló francés a la perfección, le gustaba identificarse con cierta imagen de Francia, hecha de elegancia, de lujo, de cocina excelente y de modales impecables. Después de haber trabajado en el Grand Hôtel National de Lucerna (donde se benefició de la protección y del buen gusto de su propietario, el coronel Pfyffer de Altishofen), se hizo cargo de la dirección del hotel y le dio un renombre internacional insólito; hizo lo mismo con otros establecimientos de prestigio de la época, como el Grand Hôtel de Montecarlo, de Baden-Baden, de Viena y de Roma, sin hablar del Savoy de Londres. Apoyado por el amor y la entrega de su esposa, Marie-Louise –que venía de una familia de hoteleros de Estrasburgo, los Jungblut, y con la cual se casó en 1887 cuando tenía 37 años y ella veinte– César Ritz llega a la cumbre de su carrera con la creación del Ritz de París. No lo gozó mucho tiempo, pues desde 1902 empezó a sufrir perturbaciones neurológicas serias (pérdida de memoria, delirio) a las que contribuyó el cansancio. Su mujer asumió desde entonces sus funciones, mientras que la dirección administrativa del hotel corrió a cargo de Henry Elles. César Ritz falleció en 1918. Marie-Louise Ritz (muerta en 1961) permaneció a la cabeza del establecimiento hasta 1953, fecha en la que su hijo, Charles Ritz, pasó a ser presidente del consejo de administración, cargo que ocupó hasta 1976. A su muerte, el hotel entró en decadencia y su arquitectura interior sufrió considerables modificaciones. Su viuda, Monique, lo vendió a Mohamed Al Fayed, hombre de negocios egipcio instalado en Gran Bretaña, y a sus dos hermanos. Éstos modernizaron las instalaciones al tiempo que restauraban el decorado. En la actualidad, bajo la presidencia de Frank D. Klein, el Ritz aspira a recuperar su prestigio. Cabe recordar que en 1993 fue clasificado como el primer hotel de Europa por International Investors. 
Volvamos a 1898, a la creación de este prestigioso establecimiento. La arquitectura del hotel, creado por Mewès, en armonía con la plaza Vendôme, conjuga el gusto moderno exigido por el propietario con el rigor clásico del arquitecto. El mobiliario y la decoración son del estilo de fines del siglo XVII y comienzos del XVIII; el salón cuadrado da a un jardín como los de Luis XIV, mientras que la sala del restaurante se abre a un gran jardín de tipo regencia: la escalera principal, estilo Luis XV, así como varios departamentos principales, no podían dejar de seducir a Proust, enamorado de Saint-Simon y de madame de Sévigné –si no es que contribuyeron a afirmar esas preferencias. Este ambiente refinado recibe una clientela a la que César Ritz ya había seducido en los otros hoteles europeos dirigidos por él, clientela que lo sigue fielmente, al tiempo que atrae, por esnobismo, a todos aquellos que todavía no han disfrutado los servicios del Ritz pero aspiran a reunirse con una sociedad tan distinguida: el príncipe de Gales (futuro rey Eduardo VII), los grandes duques de Rusia, los Morgan, Boni de Castellane, la familia Rothschild y, naturalmente, un poco más tarde, cuando se volvió célebre, el propio Proust. A estas ventajas importantes del Ritz se deben añadir algunas otras que no podían más que gustar al escritor. La higiene, por ejemplo. 
La excelente cocina, dirigida por el célebre chef Escoffier que había iniciado en Monte-Carlo su asociación con el Ritz, no hace sino aumentar la atracción que ejerce este establecimiento en una clientela internacional de cabezas coronadas y de aristócratas que pretenden ser gastrónomos de altura. Escoffier revolucionó la cuisine française y la cocina mundial; la sencillez que introdujo en ella debía ser del gusto de Proust –¡para quien la sencillez lindaba precisamente con la frugalidad, si no es que la anorexia! 
En 1899, el chef Gimon sucede a Escoffier "contratado en Londres", y un joven maître d’hôtel "hábil y elegante", un tal Olivier, que será muy importante para Proust, entra a formar parte del personal del Ritz. 
Hay dos particularidades más del hotel que atraen a los comentadores y resultan ser de importancia capital para Proust –tanto el hombre como el escritor–: la iluminación y los helados. Ritz, que impone a Mewès su preferencia por la iluminación eléctrica, desea que ésta no sólo sea agradable, sino que, además, realce el cutis de las señoras, que decididamente gozan de su predilección. Con este fin hace instalar pantallas de seda rosa o de color albaricoque en los candelabros de dos, tres, cuatro o siete luces que adornan las mesas del restaurante o de los salones. Conjuntando higiene y belleza, impone telas ligeras, siempre en tonos rosa, para crear un ambiente de frescura y salud. 
No cuesta trabajo imaginar un ambiente silencioso y cálido, dominado por esa vibración con tonos aduraznados que favorece a las mujeres y que Proust –volveremos a esto– asocia con la vida, con lo femenino y con el erotismo. 
Entre las creaciones de la modernidad que a Ritz le inte-resan están los aparatos de calefacción y los refrigeradores, que no pueden dejar de cautivar a un cliente friolento que disfruta sin embargo las bebidas frescas, como Proust. 
La inauguración tiene lugar para la exposición de 1898 y, a pesar de la lluvia que hubiera podido desalentar a la lujosa muchedumbre de invitados, todo el mundo está ahí. 
Marcel Proust está presente, "sin duda alguna", o tal vez con una pequeña duda; sea como sea, si está, tiene 27 años, y goza plenamente esos fastos mundanos que él sabe, mejor que cualquier otro, transformar en festejos literarios. 
Cuando Ritz cae enfermo ocurren modificaciones importantes; la señora Ritz imprime entonces su marca en los locales: el anexo de la calle Cambon se conecta con el edificio central por medio de una larga galería, cuyo aspecto siniestro se combate con gran eficacia mediante la instalación de las primeras vitrinas publicitarias en el interior de un hotel. "Decidimos proponer a los jefes de las industrias de lujo el alquiler de vitrinas bien iluminadas, colocadas a lo largo de la galería, para tentar a los transeúntes con la exhibición de objetos selectos: jades, corales, pieles, abanicos, bibelots artísticos, objetos de cuero, todos de un gusto impecable. La galería insípida se transformó en una rue de la Paix en miniatura. Fue un éxito. Todos los comerciantes del rumbo se apresuraron a alquilar vitrinas para exponer sus artículos de lujo más bonitos y atraer a la clientela de los aficionados ricos. Otros hoteleros adoptaron pronto la idea, pero dudo que se haya realizado jamás en un marco tan atractivo y con tanto buen gusto", explica. 
Así pues, es en esta atmósfera donde a Proust le gusta encontrarse, tarde en la noche, por lo general el último cliente; pero también a la hora del té, o para reunirse con sus amigos Paul Morand y la princesa Soutzo, que se ha instalado ahí, o con su traductor inglés Sydney Shiff; alquila cuartos y departamentos, pero también se hace entregar las comidas a domicilio (como anota Camille Wixler en su artículo "Proust au Ritz: souvenirs d’un maître d’hôtel", Adam International Review, núm. 394, 1976), en el 102 del Boulevard Haussmann. En el Ritz es donde se encuentra con Olivier Dabescat, Camille Wixler y Henri Rochat, quienes cumplirán en su vida papeles desiguales, pero que en muchos aspectos influirán en su obra. Hay muchos testimonios del cariño de Proust por el Ritz –los biógrafos George Painter y Jean-Yves Tadié los recuerdan, pero también lo hacen personalidades del Ritz (la señora Ritz, Camille Wixler)–; la Correspondencia alude muchas veces a esto, y muestra cuán orgulloso se sentía Proust de contarse entre la clientela del ilustre establecimiento: "Siempre pago al contado en el Ritz", afirmaba. 
Camille Wixler, nacido en Suiza en 1897, publicó su testimonio en Adam International Review en 1976, a los setenta y nueve años de edad; se ruboriza de alegría ante su entrevis-tador al hacer notar que figura como personaje de Proust en Por el camino de Swann. Él es quien lleva la cuenta de las "visitas" de Odette, lo que hace posible que Swann diga: "Y Camille me decía que entre las cuatro y las cinco, vinieron unas doce personas. Qué digo doce, creo que me dijo catorce. No, doce. En fin, ya no sé." (RTP, I, JFF, p. 502). 
Camille, quien posee un auténtico talento de actor, se presenta a los exámenes del Conservatorio alentado por Proust: por desgracia, o por fortuna, habiendo preparado el papel de Anfitrión en el que era perfecto, según parece, fracasó, pues en el concurso se pidió representar otro papel... Así fue como se quedó a la disposición de Proust y de la profesión. 
Olivier Dabescat, a cuyas órdenes trabajaba Camille, por lo visto fue un personaje notable. César Ritz lo descubre en Paillard, en París, y lo "rapta" para su Ritz. Proust hace notar en varias ocasiones en su Correspondencia (núm. 135, p. 323) cómo éste lo trata con toda clase de miramientos y afirma que, sin Olivier, "que se fue de vacaciones, [el Ritz] ha perdido su velamen". Una foto que se encuentra en los archivos del Ritz muestra a Olivier de perfil, sirviendo en un banquete, ceremonioso y protocolar, asombrosamente parecido a... François Mitterrand –cosa que divierte mucho al encargado de los archivos, el señor Roulé... 
Henri Rochat, suizo como Wixler, "buen mozo, que servía en algunas mesas", es presentado a Proust, a petición expresa de éste, por Wixler. Muy pronto pasa a ser amigo y secretario de Proust, en cuya casa se instala en 1918. ( J.-Y. Tadié, Marcel Proust, Gallimard, 1996.) Se inicia entre ellos una tierna relación; Proust lo colma de dinero, de buenos trajes y de prendas finas, e interviene a su favor con sus relaciones en diversas oficinas públicas. Como es sabido, los últimos años de la Correspondencia de Proust son muy a menudo de mano de Rochat, quien escribía al dictado del escritor, con una ortografía in-cierta; en alguna ocasión hasta devuelve pruebas a Gallimard. Desagradecido y aprovechado, acaba dejando a Proust para irse a Buenos Aires en 1921. Proust habla de él más tarde en un tono que no deja dudas sobre los sinsabores que le ocasionó esta relación: "Creo haberle dicho que tenía un secretario que se había casado con la hija de un portero" (Correspondance, t. XX, carta a Sydney Shiff, núm. 226, 16 de julio de 1921); Rochat se parece en esto a Charles Morel, que pide la mano de la hija de Jupien: "El lector quizá recuerde que Morel le había dicho un día al barón que deseaba seducir a una joven [...] [que] le prometería matrimonio pero, cuando la hubiera violado, se ‘largaría lejos’" (RTP, III, P, p. 560). 

Metamorfosis rosa.
La luz y el helado 
De todo este ambiente, de todos estos contactos personales, Proust hace una selección sensorial, por lo tanto pasional, de la misma manera que absorbe sus palabras. Los contornos del espacio se desdibujan, los cuerpos reales de las personas encontradas desaparecen –permanecen indicios espaciales que se convierten en shifters metafóricos–. Como una materia que se amalgama a otra, el hotel y sus habitantes se funden en la otra materia, el otro cuerpo: el del narrador. 
Lo mismo ocurre con el color rosa. Múltiples son sin duda las fuentes de este color fundamental de En busca del tiempo perdido: a menudo se ha señalado su valor sexual (en oposición con el blanco de los espinos) especialmente con "la Dama de rosa", o la connotación "judía" de ese rosa –en especial lo pelirrojo de Swann y de Gilberte, el rito del sábado en Roussainville, etc.–. A ello se debería añadir la vibración rosada de la atmósfera del Ritz, tan propicia al encanto femenino –ya lo hemos dicho–, aunque sólo fuera como "prueba de cargo adicional". 
Al leer los testimonios de los últimos "visitantes" de Proust en el Ritz, como Benoist-Méchin (Avec Marcel Proust, Albin Michel, 1977), llama la atención volver a encontrar, como puesta ahí por el propio Proust, exquisito director de escena de sus citas y de sus relaciones, la misma luz tamizada por el tafetán rosa que el escritor parece divertirse en hacer contrastar con su propia palidez. Por su parte, Reynaldo Hahn recuerda cómo contemplaba Proust un día, en el jardín, unos pequeños rosales de Bengala que absorbieron largo tiempo su atención. 
En el mismo sentido que la "magdalena", esa rosa –ese rosa– tiene algo todavía más secreto que, según sospecha Jeffrey Mehlman ("Littérature et collaboration", L’Infini, núm. 7, verano de 1984), es la malsana idea racista del colaboracionista Benoist-Méchin que aspira a borrar su pasado por medio de una comunión con Proust en la conjunción de la música y el secreto de las luces color rosa. Se trataría, según esto, de la connotación judía de este rosa que Proust despliega con cierta teatralidad en el ridículo final al que condena a Bloch al hacerle cambiar su nombre por el de Jacques du Rozier. En suma, no hay manera de escapar a la rue des Rosiers, a la Judengasse. S/Z, el camuflaje es, en realidad, un señalamiento, lapsus de Bloch... o irónica ternura de Proust que quiere salvar, cueste lo que cueste, la presencia de una rosa, de una luz rosa, de una chispa de vida y gracia, en el colmo del ridículo... ¡Y decir que el Ritz pudo servir para esa delicadeza, para esa blasfemia! Los candelabros eléctricos con pantallas de seda rosa, con una, dos, cinco o siete luces sobrevivieron hasta la Segunda Guerra Mundial; hoy los encontramos sin pantallas, decorando los buffets de los cocteles... 
El hotel proporcionó otro indicio sensorial, éste netamente olfativo, para tejer las metáforas polimorfas de las pasiones proustianas: se trata de la comida y, en particular, del helado como emblema del amor –tan frío pero tan sabroso, majes-tuoso, impresionante–, del narrador y de Albertine. Albertine golosa, Albertine devoradora que se embriaga con palabras, como el pueblo de la Edad Media con el dicere en el ritual de la Iglesia, y más aún con el pregón de los vendedores ambulantes. Recordemos esas páginas de La prisionera donde Albertine se muestra como una "marchante" golosa: 
¡Oh! [...] –exclamó Albertine–, coles, zanahorias, naranjas. Tantas cosas que tengo ganas de comer [...]. ¡Oh! por favor, pídale a Françoise que haga más bien una raya en mantequilla negra. ¡Es tan rico! [...] Y decir que todavía hay que esperar dos meses para oír: "Ejotes, verdes y tiernos los ejotes, aquí están los ejotes" [...]. ¡Ay! es lo mismo con los corazoncitos a la crema, todavía falta mucho: "¡Rico queso a la cre, queso a la cre, rico queso!" Y las uvas blancas de Fontainebleau: "Traigo hermosas uvas" (RTP, P, pp. 634-636).
Pero en el hotel Ritz mucho me temo que encuentre columnas Vendôme de helado, helado de chocolate, o de frambuesa, y entonces, hacen falta muchos para que parezcan columnas votivas o pilares erigidos en una avenida a la gloria de la frescura. También hacen obeliscos de frambuesa [...]. Esos picos de helado del Ritz a veces parecen el Monte Rosa... (RTP, P, pp. 636-637). 
La palabra Ritz llega de manera nada casual en esta prosopopeya en honor de los pregoneros y de las mujeres golosas. Camille Wixler nos devela el secreto en los hechos: no sólo había él iniciado a Proust en los misterios de la fabricación de los helados, sino que Proust... caía en casa del pobre Wixler después de la medianoche para pedirle... ¡las notas que le había mandado tomar con los comerciantes con quienes trataba el maître d’hôtel ! 
Sin el Ritz no hubieran sido posibles ni ese rosa, ni esos helados, ni esos pregones. ¿Pero se trata realmente del Ritz? ¿Y qué queda de él? Una transustanciación: un tejido de metáforas que pasan... "por el centro de mi corazón". 
  
Metamorfosis pompeyanas 
Con la guerra, las impresiones superpuestas del Ritz se vuelven más negras e incluso profanatorias. "...Era la época en que había continuas incursiones de gothas (aviones alemanes que se utilizaron frecuentemente para los bombardeos nocturnos durante la Primera Guerra Mundial" (RTP, IV, P, p. 356). George Painter (Marcel Proust 1904-1922, Mercure de France, 1966) relata que Proust asistió en 1917 al ballet de los aviones de la defensa aérea desde el balcón del Ritz, cuyo techo proba-blemente fue destruido durante otro bombardeo en la misma época. 
La señora Ritz aclara que: "El Hotel Ritz puso a disposición del gobierno todo el primer piso del edificio de la plaza Vendôme para que sirviera como hospital de urgencias para los oficiales heridos. Esas salas se llenaron tan pronto que fue necesario transformar en hospital todo el anexo Cambon. Luego, durante ocho meses terribles, el hotel permaneció cerrado, salvo la parte que albergaba a los enfermos" (César Ritz, op. cit.). 
En esos escorzos fulgurantes tan verdaderos como desconcertantes, el barón de Charlus se entrega, a través de este París bombardeado, a una meditación que asimila los golpes bajos que se dan los amantes, homo o heterosexuales, con la violencia entre naciones en guerra, y llega a comparar París bajo las bombas con... Pompeya bajo la lava del Vesubio: ¿París, que se ha vuelto más "Sodoma y Gomorra" que nunca, bajo la influencia del sadomasoquismo instituido, político, de la guerra? Sigue fluyendo la metáfora, y aparentemente estamos muy lejos del Ritz, puesto que París con el Sena bajo los puentes circulares "se parece al Bósforo". Y he aquí que aparece bruscamente la alusión en clave al Ritz: un hotel ha sido transformado en hospital militar; pero no es el Ritz como nos lo describe la señora Ritz; no, es... el hotel particular de Charlus, su residencia: "Sabía, por lo demás, que al volver a casa el señor de Charlus no dejaba por ello de estar rodeado de soldados, pues había transformado su hotel en hospital militar" (RTP, IV, TR, p. 387). 
A partir de ahí, sólo queda seguir el hilo de la metáfora Charlus-hotel-guerra de los hombres, hombres derrotados, hombres vencidos, hombres fuertes, hombres encadenados, raza salvaje, alemanes y sádicos, etc. Para hacer esto, reaparece el narrador... en busca de un hotel, precisamente, pues los que se encuentran lejos del centro están cerrados. Encuentra uno, cuya descripción inicial se parece engañosamente al envidiable establecimiento de la plaza Vendôme: "Era un hotel que debía despertar los celos de todos los comerciantes vecinos (por el dinero que debían ganar sus propietarios)" (Ibid., p. 389). 
¿Pero verdaderamente se trata del Ritz? No nos apresuremos. Saint-Loup –¿tal vez?– sale de ahí: ¿será un "nido de espías"? Resulta ser, visto por dentro, que el envidiable establecimiento no es más que un hotel de paso, propiedad de Charlus, por lo demás, quien ha transformado su propio hotel (su casa), no lo olvidemos, en hospital militar: como el Ritz; pero ha comprado en secreto, gracias a su factótum Jupien, este otro hotel de uso más bien escabroso... y que es además una casa de costumbres sádicas, puesto que el mismo Charlus se hace azotar por un tal Maurice de gruesos brazos. Al ser Charlus el alter ego del narrador –cierto es que entre otros, pero cada vez más cercano en estas páginas finales en razón del envejecimiento y de la confesión de los vicios que ahora comparten todavía más que su admiración común por Saint-Simon y Sévigné– las peregrinaciones de Charlus-narrador de hotel en hotel no dejan de fluidificar este espacio cada vez más ambiguo en que se convierte la palabra "hotel" en estas últimas páginas de la novela. 
Y sin embargo es en esta atmósfera, cuyos deslizamientos nunca se acabarían de anotar –del Ritz en estado de guerra al hotel de Charlus, y al burdel para hombres (que se refiere al establecimiento de Le Cuziat pero también a un burdel situado cerca de la Estación del Norte–, donde se inician conversaciones en que se recuerdan los bombardeos y el vuelo de los zepelines... Precisamente los que Proust ha observado... ¡desde el Ritz! La contaminación nos desborda. Como para confirmar esta desviación metafórica blasfematoria, el narrador ve aparecer a un hombre que se parece notablemente a Morel... de quien hemos visto la analogía con Henri Rochat del Ritz, precisamente. Además, en una carta a Jacques Truelle de fines de junio de 1919, en la que pide un salvoconducto para Suiza destinado a un suizo –Rochat una vez más–, ¿acaso Proust no deja escapar, ya desde entonces, una mala imagen del Ritz? 
...se ha "esbozado" una campaña en contra de los extranjeros [...], los directores, que son suizos, no por ello dejaron de pedir a todos los empleados suizos que se fueran, para satisfacer al movimiento xenófobo. (Correspon-dance, t. XVIII, 1919, carta núm. 142.)
¿Pretexto para que se fuera Rochat? Verdadera o falsa, esta imagen negativa que se "esboza" del suntuoso Ritz significa que nada se salva al final de En busca del tiempo perdido, ni Oriane ni el Ritz. Pero el amor por el lugar perdura hasta el final: así, a Gaston Gallimard, el 21 de enero de 1921: "Durante una semana ya lejana en que había organizado algo en su honor en el Ritz, fue todas las noches." (Correspondance, t. XX, carta núm. 32.) 
Sadismo moral Proust-Rochat, sadismo sexual Charlus-Maurice, sadismo de las naciones en guerra política y sin embargo exterminadoras: ¿no es eso lo que se adivina, bajo las luces y los brocados color de rosa, en las cabeza coronadas, en el gotha de la nobleza o de la aeronáutica? ¿Mientras César Ritz delira, mientras la señora Ritz sigue administrando los fastos, mientras el mundo cambia de jerarquías, pero no de lógica? 
El espacio ya no es una referencia, el hotel mismo –aunque fuera el más lujoso– no nos brinda ninguna hospitalidad que no sea incierta, visionaria, fingida, que no se sustente en una base de sangre, de cadenas y de golpes bajos. Pero en esta Pompeya que es en adelante París, el mundo, y de paso el Ritz, ¿no son acaso los lugares propicios para que el imaginario del tiempo involuntario recobre por fin su equivalente? Y éste sería: el espacio involuntario. El Ritz se prestó, durante un tiempo, a esta transustanciación; pues aquí como en otros lados, de lo que se trata es del espacio psíquico del narrador: de su monstruosa intimidad. 
  

*Las citas de À la recherche du temps perdu, corresponden a la edición de la Bibliothèque de la Pléiade preparada por Jean-Yves Tadié. La traducción es de Flora Botton-Burlá. 
  
©Julia Kristeva. Texto aparecido en Magazine Littéraire, enero 1997, núm. 350. Traducido del francés por Flora Botton-Burlá 


ROLAND BARTHES - El haiku




La factura del sentido 
El haiku tiene la propiedad un tanto quimérica de permitir que cualquiera imagine poder producir uno fácilmente. Se dice: qué más accesible a la escritura espontánea que esto (de Buson): 
Anochece, es otoño, 
pienso solamente 
en mis padres. 
El haiku es envidiable: cuántos lectores occidentales no han soñado pasearse' por la vida, libreta en mano, anotando aquí y allá "impresiones" cuya brevedad garantizaría la perfección y cuya simplicidad atestiguaría por la profundidad (en virtud de un doble mito, clásico en tanto hace de la concisión una prueba de arte, romántico en tanto atribuye un prerrogativa de verdad a la improvisación). Enteramente inteligible, el haiku no quiere decir nada, y es debido a esta doble condición que parece estar ofrecido al sentido de una manera particularmente disponible, servicial, al modo de un gentil anfitrión que permitiera a alguno instalarse libremente en su casa, con sus hábitos, sus valores, sus símbolos: la "ausencia" del haiku (como se dice también de un espíritu irreal o de un anfitrión que se ha ido de viaje) llama a la codicia mayor, la del sentido. Este sentido precioso, vital, deseable como la fortuna (azar y dinero), parece sernos proveído profusamente, a buen precio y sobre pedido, por el haiku, que se halla desembarazado de los constreñimientos métricos (en las traducciones que tenemos). En el haiku, diríase, el símbolo, la metáfora, la lección, no cuestan casi nada: apenas algunas palabras, una imagen, un sentimiento –ahí donde nuestra literatura exige ordinariamente un poema, un desarrollo o, en el género breve, un pensamiento cincelado; en suma, un amplio trabajo retórico. El haiku también parece dar a Occidente derechos que su literatura le rehúsa y comodidades que le regatea. Usted tiene el derecho, dice el haiku, de ser trivial, breve, ordinario; encierre lo que ve, lo que siente en un fino horizonte de palabras y apasionará; tiene derecho a fundar por usted mismo (y a partir de usted mismo) su propio prestigio; su frase, cualquiera que sea, enunciará una lección, liberará un símbolo: será usted profundo; al menor costo, su escritura será plena. 
Occidente humedece cualquier cosa de sentido, a la manera de una religión autoritaria que impone el bautismo a poblaciones completas. Los objetos de lenguaje (hechos con el habla) están evidentemente convertidos por derecho; el sentido primero de la lengua llama, metonímicamente, al segundo del discurso, y este llamado tiene valor de obligación universal. Tenemos dos medios para evitar la infamia del sin-sentido en el discurso, y someternos sistemáticamente la enunciación (con una saturación carente de cualquier nulidad que pudiera dejar ver el vacío del lenguaje) a una u otra de estas significaciones (o fabricaciones activas de signos); el símbolo y el razonamiento, la metáfora y el silogismo. El haiku, cuyas proposiciones son siempre simples, corrientes, en una palabra aceptables (como se dice en lingüística), es atraído hacia uno u otro de estos dos imperios del sentido. Como se trata de un "poema", se le ordena en esa sección del código general de los sentimientos Que llamamos "la emoción poética" (la Poesía es para nosotros, comúnmente, el significante de lo "difuso", de lo "inefable", de lo "sensible", es la clase de impresiones inclasificables); se habla de un instante privilegiado", y sobre todo de "silencio" (que es para nosotros signo de plenitud del lenguaje). Si alguno (Joco) escribe: 
¡Cuánta gente 
ha pasado a través de la lluvia de otoño 
sobre el puente de Seta! 
se ve ahí la imagen del tiempo que huye. Si otro (Basho) escribe: 
Llego por el sendero de la montaña 
¡Ah, qué exquisito! 
¡Una violeta! 
significa que ha encontrado una ermita budista, "flor de virtud"; y así subsecuentemente. No hay un solo trazo que no sea investido de una carga simbólica por el comentarista occidental. O aún más, se quiere ver a cualquier precio dentro del tercero del haiku (tres versos de cinco, siete y cinco sílabas) un diseño silogístico de tres tiempos (ascenso, suspenso y conclusión): 
La vieja charca: 
una rana salta adentro, 
¡oh!, el chasquido del agua. 
(en este silogismo singular se hace la inclusión por la fuerza: es necesario, para considerarlo como tal, que la menor salte dentro de la mayor). Desde luego, si se renuncia a la metáfora o al silogismo, el comentario resultaría imposible: hablar del haiku pura y simplemente repetirlo. Es esto lo que hace inocentemente un comentarista de Basho: 
Son ya las cuatro. .. 
Me he levantado nueve veces 
para admirar la luna. 
"La luna está tan hermosa, dice, que el poeta se levanta y vuelve a levantarse sin cesar para contemplarla desde su ventana." Descifradoras, formalizantes o tautológicas, las vías de interpretación, destinadas entre nosotros a abrir paso al sentido, es decir a hacerlo entrar por una fractura -y no a sacudirlo, a hacerlo fracasar como lo hace la muela del rumiante de absurdo que debe ser el practicante Zen cuando se halla frente a su koan (1) no hacen entonces más que perder el haiku, pues el trabajo de lectura que éste conlleva consiste en suspender el lenguaje, no en provocarlo, empresa de la que precisamente el maestro del haiku, Basho, parece conocer bien la dificultad y la necesidad: 
¡Qué admirable es 
quien lo piensa: "La vida es efímera"
al ver un relámpago! .
(en este silogismo singular se hace la inclusión por la fuerza: es necesario, para considerarlo como tal, que la menor salte dentro de la mayor). Desde luego, si se renuncia a la metáfora 

La exención del sentido 
El Zen ejerce la guerra total contra la prevaricación del sentido. Se sabe que el budismo frustra la vía fatal de cualquier aseveración (o de cualquier negación) al recomendarse el no ser sorprendido jamás dentro de las cuatro proposiciones siguientes: eso es A eso no es A eso es a la vez A y no A –eso no es ni A ni no A. Ahora bien, esta cuádruple posibilidad corresponde al paradigma perfecto, tal como lo ha construido la lingüística estructural: A no A ni A ni no A (grado cero) A y no A (grado complejo). En otras palabras, la vía budista es precisamente aquélla del sentido obstruido: el arcano mismo de la significación, a saber, el paradigma, se vuelve imposible, cuando el Sexto Patriarca (2) da sus instrucciones al respecto del mondo, ejercicio de la pregunta-respuesta, recomienda, para mejor desvanecer el funcionamiento paradigmático, que una vez que un término se establezca, el interlocutor se desplace hacia el término adverso (“Si al interrogarte alguien te pregunta por el ser, responde con el no ser. Si te pregunta por el no ser, responde con el ser. Si te interroga por el hombre común, responde hablándole del sabio, etc.”) de manera que se muestre lo irrisorio del dispositivo paradigmático y el carácter mecánico del sentido. Aquello que se busca (con una técnica mental en la que la precisión, la paciencia, el refinamiento y el saber atestiguan hasta qué punto el pensamiento oriental tiene por el apremio del sentido) aquello que se busca es el fundamento del signo, a saber la clasificación (maya). Constreñido al enclasamiento por excelencia, el del lenguaje, el haiku opera por lo menos con el fin de obtener un lenguaje plano, que nada asiente (como sucede irremisiblemente en nuestra poesía) sobre los niveles superpuestos del sentido, eso que podría llamarse el "hojaldre" de los símbolos. Cuando se nos dice que es el ruido de la rana lo que despertó a Basho a la verdad del Zen, puede entenderse (aunque se trata todavía de una manera demasiado occidental de hablar) que Basho descubrió en ese sonido no ciertamente el motivo de una "iluminación", de una hiperestesis simbólica, sino más bien un agotamiento del lenguaje: hay un momento en el que el lenguaje cesa (momento obtenido gracias a un gran refuerzo de ejercicios), y es este remate sin eco el que instituye a la vez la verdad del Zen y la forma, breve y vacía, del haiku. La negación del "desarrollo" es aquí radical, pues no se trata de detener el lenguaje sobre un silencio pesado, pleno, profundo, ni tampoco sobre un del alma que se abriría a la comunicación divina (el Zen carece de Dios); lo que está establecido no debe desarrollarse ni en el discurso ni al final del discurso; lo que está establecido es mate, y lo único que se puede hacer es repetirlo; es esto lo que se le recomienda a un practicante que trabaja un koan (o anécdota que le es propuesta por su maestro): no resolverlo, como si tuviera un sentido, tampoco que perciba su absurdo (que es también un sentido) sino rumiarlo "hasta que la muela caiga". El Zen, del que el haiku no es más que la rama literaria, aparece así como una inmensa práctica destinada a detener el lenguaje, a quebrantar esa suerte de radiofonía interior que emite continuamente dentro de nosotros hasta en nuestro sueño (quizás por eso se impide a los practicantes dormir), a vaciar, a pasmar, a desecar la palabrería incoercible del alma; y tal vez aquello que se llama en el len satori y que los occidentales no pueden traducir más que con palabras vagamente cristianas (iluminación, revelación, intuición) es sólo una suspensión pánica del lenguaje, del blanco que borra en nosotros el reino de los Códigos, el corte de esa recitación interna que constituye nuestra persona; y si este estado de a-lenguaje es una liberación, es porque para la experiencia budista la proliferación de segundos pensamientos (el pensamiento del pensamiento), o si se prefiere el suplemento infinito de los significados sobrenumerarios del cual el lenguaje es el depositario mismo y el modelo-aparece como un bloqueo: es, por el contrario, la abolición del segundo pensamiento lo que rompe el infinito vicioso del lenguaje. En todas estas experiencias pareciera que no se trata de aplastar el lenguaje bajo el silencio místico de lo inefable, sino de mesurarlo, de detener este trompo verbal que arrastra en su giro el juego obsesivo de las sustituciones simbólicas. En suma, es el símbolo como operación semántica lo que se ataca. 
En el haiku, la limitación del lenguaje es el objeto de un cuidado que nos resulta inconcebible porque no se trata de ser conciso (es decir, de abreviar el significante sin disminuir la densidad del significado) sino, por el contrario, de actuar sobre la misma del sentido para lograr que ese sentido no se difunda, no se interiorice, no se dé por implícito, no se descuelgue, no divague en el infinito de las metáforas, en las esferas del símbolo. La brevedad del haiku no es formal; el haiku no es un pensamiento rico reducido a una forma breve sino a un acontecimiento breve que encuentra de golpe su forma justa. La mesura del lenguaje es aquello para lo que el occidental está poco dispuesto; no es que lo haga demasiado largo o demasiado corto, sino que toda su retórica le exige desproporcionar el significante y el significado, ya sea "disolviendo" el segundo bajo la marea palabrera del primero, ya sea "profundizando" la forma hacia las regiones implícitas del contenido. La justeza del haiku (que en ningún momento es pintura exacta de lo real sino adecuación del significante y el significado, supresión de  los márgenes, rebabas o intersticios que comúnmente exceden u horadan la relación semántica), esta justeza posee evidentemente algo de musical (música de los sentidos y no forzosamente de los sonidos): el haiku tiene la pureza, la esfericidad y el vacío mismo de una nota musical; es quizá por eso que se dice dos veces, en eco. No articular más que una vez este habla exquisita, adscribir un sentido a la sorpresa, a la agudeza, a la instantaneidad de la perfección; enunciarla más veces sería postular que el sentido está por descubrirse, simular la profundidad; entre los dos, ni singular ni profundo, el eco no hace más que trazar un rasgo sobre la nulidad del sentido. 
El incidente 
El arte occidental transforma la "impresión en descripción. El haiku nunca describe: su arte es contradescriptivo en la medida en que todo estado de la cosa es inmediatamente, obstinadamente, victoriosamente convertido en una esencial frágil de aparición: momento literalmente "insostenible", en el que la cosa, que no es ya sino lenguaje, va a devenir habla, va a pasar de un lenguaje al otro y se constituye como recuerdo de ese futuro que es, por lo mismo, anterior. Porque en el haiku no es sólo el acontecimiento propiamente dicho lo que predomina, 
(Vi la primera nieve. 
Esta mañana olvidé
 lavarme la cara.) 
sino también eso que nos parecerla tener vocación de pintura, de miniatura -como hay tantas en el arte japonés: así este haiku de Shiki: 
Llevando un toro abordo,
 un barquito atraviesa
el río a través de la lluvia del atardecer. 
llega a ser o no es más que una especie de acento absoluto (como se acoge cualquier cosa, fútil o no, en el Zen). un pliegue ligero en el que se atrapa, de un golpe súbito, la página de la vida, la seda del lenguaje. La descripción, género occidental, tiene su correspondiente espiritual en la contemplación, inventario metódico de formas atributivas de la divinidad o de los episodios del relato evangélico (en Ignacio de Loyola, el ejercicio de la contemplación es esencialmente descriptivo); el haiku, por el contrario, articulado sobre una metafísica sin sujeto y sin Dios, corresponde al Mu budista (3), al satori Zen que no es, en ningún momento, descenso iluminativo de Dios, sino "despertar ante el hecho", aprehensión de la cosa como acontecimiento y no como sustancia, alcance de la orilla anterior del lenguaje, contigua a la opacidad (por otra parte completamente retrospectiva, reconstituida) de la aventura (aquello que le sucede al lenguaje, aún más que al sujeto). 
El número, la dispersión de los haiku, por una parte, y la brevedad, la integridad de cada uno de ellos, por la otra, parecen dividir, clasificar el mundo al infinito, constituir un espacio de puros fragmentos, un polvo de acontecimientos que, por una suerte de desherencia de la significación, no puede ni coagular, construir, dirigir, terminar nada. Esto se debe a que el tiempo del haiku carece de sujeto: la lectura no tiene otro yo que la totalidad de los haiku, de los cuales este yo, por refracción infinita, no es nunca más que el sitio de la lectura. Según una imagen propuesta por la doctrina Hua-Yen, podría decirse que el cuerpo colectivo de los haiku es una red de alhajas en la cual cada joya refleja a todas las demás y así, sin interrupción, al infinito, sin que haya jamás un centro del cual asirse, un núcleo primero de irradiación (para nosotros, la imagen más exacta de esta reverberación sin motor ni de este juego de fulgores sin origen, seria la del diccionario, en el cual la palabra no puede definirse más que por otras palabras). En Occidente, el espejo es un objeto esencialmente narcisista: el hombre no piensa en el espejo más que para verse: pero en Oriente, según parece, el espejo está es el símbolo del vacío mismo de los símbolos ("El espíritu del hombre perfecto, dice un maestro del Tao, (4) es como un espejo. No toma pero tampoco repele nada. Recibe pero no conserva.": el espejo no capta más que otros espejos, y esta reflexión infinita es el vacío –que, se sabe, es la forma). Así, el haiku nos hace recordar aquello que jamás nos ha sucedido; en él reconocemos una repetición sin origen, un acontecimiento sin causa, una memoria sin persona, un habla sin amarras. 
Lo que digo aquí sobre el haiku, podría decirlo también de todo lo que acontece cuando se viaja por ese país que se llama aquí el Japón. Pues allí, en la calle, en un bar, en una tienda, en un tren, acontece siempre algo. Ese algo –que, etimológicamente, es una aventura– es de orden infinitesimal: es una incongruencia de ropaje, un anacronismo de cultura, una libertad de comportamiento, un ilogismo de itinerario, etc. enumerar estos acontecimientos sería una empresa como la de Sísifo; pues sólo brillan en el momento en que se los lee, en la escritura viva de la calle, y el occidental no podría decirlos espontáneamente más que atribuyéndoles el sentido mismo de su distancia: necesitaría hacer precisamente haikus, un lenguaje que nos está vedado. Lo que podemos añadir es que esas aventuras ínfimas (cuya acumulación a lo largo de un día provoca una especie de embriaguez erótica) nunca tienen nada de pintoresco (el pintoresquismo japonés nos es indiferente, pues se halla desvinculado de lo que constituye la especialidad misma del Japón, su modernidad). ni de novelesco (sin prestarse para nada a la palabrería que narra con ellas relatos o descripciones). Lo que esas aventuras dan a leer (allá soy lector, no visitante), es la rectitud del trazo, sin estelas, sin margen, sin vibración; tantos comportamientos pequeños (de la vestimenta a la sonrisa) que entre nosotros, y a consecuencia del narcisismo inveterado del occidental, no son más que los signos de una seguridad exagerada, se vuelven, entre los japoneses, simples maneras de pasar, de trazar algún imprevisto en la calle: pues la seguridad y la independencia del gesto no remiten ya más a una afirmación del yo (a una "suficiencia") sino solamente a un modo gráfico de existir; de manera que el espectáculo de la calle japonesa (más en general del lugar público). excitante como el producto de una estética secular de la cual toda vulgaridad se ha decantado, nunca depende de una teatralidad (de una histeria) de los cuerpos, sino, una vez más, de esta escritura alla prima en la que el esbozo y el arrepentimiento, la maniobra y la corrección son igualmente imposibles, porque el trazo, liberado de la imagen ventajosa que el escribiente dar de sí mismo, no expresa sino hace existir simplemente. "Cuando camines, dice un maestro Zen, conténtate con caminar. Cuando estés sentado, conténtate con estar sentado. Pero sobre todo ¡no vaciles!": esto es lo que parece decirme a manera el joven ciclista que lleva en su brazo alzado una charola de arcilla; o la muchacha que se inclina con un gesto tan profundo, tan ritualizado que pierde todo servilismo, frente a los clientes de una enorme tienda que se han lanzado al asalto de una escalera eléctrica; o el jugador de Pachinko (5) introduciendo, lanzando y recibiendo sus bolas en tres gestos cuya coordinación misma es un dibujo; o el dandy que, en el café, hace saltar con un golpe ritual (seco y varonil) la envoluta de plástico de la toallita caliente con la que se limpiará las manos antes de beber su coca-cola: todos estos incidentes son la materia misma del haiku. 
El quehacer del haiku es que la exención del sentido se lleve a cabo a través de un discurso perfectamente legible (contradicción denegada al arte occidental, que no sabe oponerse al sentido más que volviendo su discurso incomprensible), de manera que el haiku no es, a nuestros ojos, ni excéntrico ni familiar, se asemeja a nada y a todo: legible, lo consideramos simple, próximo, conocido, delicioso, delicado, "poético", en una palabra ofrecido a todo un juego de predicados confortantes; insignificantes, sin embargo, nos resiste, pierde finalmente los adjetivos que un momento antes se le concedían y entra en esa suspensión del sentido que nos resulta la cosa más extraña puesto que vuelve imposible el ejercicio más corriente de nuestro habla, que es el comentario. Qué decir de esto: 
Brisa primaveral: 
el barquero muerde su pipa. 
o de esto: 
Luna llena
 y sobre las esteras 
la sombra de un pino. 
o de esto: 
En la casa del pescador
el olor del pescado seco 
y el calor. 
o aún (pero no por último, pues los ejemplos serían innumerables) de esto: 
El viento de invierno sopla,
los ojos de los gatos
parpadean. 
Con tales trazos (esta palabra conviene al haiku, especie de navajazo ligero trazado en el tiempo) instalan lo que se ha podido llamar "la visión sin comentario". Esta visión (la palabra es aún demasiado occidental) es en el fondo completamente privativa; lo que se ha abolido no es el sentido, es idea de finalidad: el haiku no sirve a ninguno de los usos (ellos mismos gratuitos, sin embargo) concedidos a la literatura: insignificante (por una técnica de detención del sentido), ¿cómo podría instruir, expresar, distraer? De igual manera, mientras ciertas escuelas Zen conciben la meditación como una práctica destinada a obtener el estado de buda, otras rehusan incluso esa finalidad (sin embargo aparentemente esencial): hay que permanecer sentados "sólo para permanecer sentados". El haiku (como los innumerables gestos gráficos que marcan la más moderna, la más social de las vidas japonesas) ¿no pertenece a esa especie escrita "sólo para escribir"? 
Lo que desaparece en el haiku son las dos funciones fundamentales de nuestra escritura clásica (milenaria): por un lado, la descripción (la pipa del barquero, la sombra del pino, el olor del pescado, el viento de invierno, no son descritos, es decir ornados de significaciones, de lecciones, comprometidos a título de índices en la revelación de una verdad o de un sentimiento: se le rehusa el sentido a lo real; y aún más: lo real no dispone más del sentido mismo de lo real), y del otro lado la definición; la definición no es solamente transferida al gesto, aunque sea gráfico, sino también es derivada hacia una suerte de florecimiento inesencial -excéntrico-del objeto, como bien lo dice una anécdota Zen en la que se ve al maestro otorgar la exclusividad de la definición (¿qué es un abanico?) sino a la invención de una cadena de acciones aberrantes (cerrar el abanico, rascar el cuello volver a abrirlo, poner encima un pastel y ofrecerlo al maestro). Sin describir ni definir, el haiku (llamo finalmente a cualquier trazo discontinuo, a cualquier acontecimiento de la vida japonesa, tal y como se ofrece a mi lectura), se adelgaza hasta la sola y pura designación. Es esto, es así, dice el haiku, es tal. O mejor todavía: ¡Tal!, dice, de una pincelada tan instantánea y breve (sin vibración ni reanudación) que la cópula verbal aparece aun como un exceso, como el remordimiento de una definición prohibida, para siempre alargada . El sentido no es más que un fulgor, un rasguño de luz: When the light of sense goes out, but with a light that has revealed the invisible world (6), escribía Shakespeare; pero el fulgor instantáneo del haiku no alumbra, no revela nada, es el de una que uno tomarla muy cuidadosamente (a la manera japonesa), pero habiendo evitado cargar la cámara con una película , O también: el haiku (el trazo) reproduce el gesto designador del niño que apunta con el dedo lo que sea (el haiku no hace acepción del sujeto) diciendo solamente: ¡eso! con un movimiento tan inmediato (tan privado de cualquier meditación: la del saber, la del nombre o incluso la de la posesión) que lo que se designa es la inanidad misma de toda clasificación del objeto: nada en especial, dice el haiku, en conformidad con el espíritu del Zen: el acontecimiento no es nombrable de acuerdo a ninguna especie, se corta su especificidad; como un rizo gracioso, el haiku se enrolla sobre mismo, la estela del signo que parecía haber sido trazada se borra: nada ha sido adquirido; la piedra de la palabra ha sido arrojada para nada: ni olas ni corrientes del sentido

(Traducción de Javier Sicilia y Jaime Moreno Villarreal) 

1. V. infra, La siguiente anécdota es un ejemplo: se cuenta que un monje pidió a su maestro le enseñara el Camino. –Podrás hallarlo detrás de aquel árbol–, le replicó éste. El monje insisten que quería conocer el Camino Real . ¡Ah! Ese va a Tokio– fue la respuesta del maestro. (N. de T). 
2. Se refiere a Enó, sexto en la línea patriarcal que se inicia con Buddha y continúa con Kasavapa, Bodhidharma, Eká y Jinshú . (N . de T
3. Literalmente, el (N . de T}
4. Recordemos que el budismo Zen se desarrolló en China, donde recibió un fuerte influjo taoísta. (N . de T. l. 
5. El Pachinko es un juego electrónico parecido al pinball, muy popular en el Japón. B. B. le dedica un capítulo de L'empire des signes. (N. de T) 
6. "Cuando la luz del sentido se apaga, mas con una luz que ha revelado el mundo invisible." (N. de T.

En Barthes, Roland, El imperio de los signos



ARTHUR SCHOPENHAUER – El arte




Todo deseo nace de una necesidad, de una privación, de un sufrimiento. Satisfaciéndolo, se calma. Mas por cada deseo satisfecho, ¡cuántos sin satisfacer! Además, el deseo dura largo tiempo, las exigencias son infinitas, el goce es corto y mezquinamente tasado. 
Y hasta ese placer que por fin se consigue no es más que aparente, otro le sucede; y si el primero es una ilusión desvanecida, el segundo es una ilusión que aún dura. Nada en el mundo es capaz de aquietar la voluntad, ni de fijarla de un modo duradero, lo más que del destino puede obtenerse aseméjase siempre a la limosna que se arroja a los pies del mendigo, y que si sostiene hoy su vida solo es para prolongar mañana su tormento. Así, en tanto que estamos bajo el dominio de los deseos, y bajo el imperio de la voluntad, en tanto que nos abandonamos a las esperanzas que nos apremian, a los temores que nos persiguen, no hay para nosotros descanso ni dicha duraderos. En el fondo, lo mismo da que nos empeñemos en alguna persecución o que huyamos ante alguna amenaza, que nos agiten la espera o el temor: las cavilaciones que nos causan las exigencias de la voluntad bajo sus formas, no cesan de turbar y atormentar nuestra existencia: Así el hombre, esclavo del querer, está continuamente amarrado a la rueda de Ixión, vierte siempre en el tonel de las Danaidades, es Tántalo devorado por la sed eterna. 
Pero cuando una circunstancia externa o nuestra armonía in tenor nos eleva por un momento por encima del torrente infinito del deseo, libertan a nuestro espíritu de la opresión de la voluntad, apartan, nuestra atención de todo lo que lo solicita, y se nos aparecen las cosas desligadas de todos los prestigios deja esperanza, de todo interés propio, como objetos de contemplación desinteresada y no de concupiscencia. Entonces es cuando ese reposo vanamente buscado por todos los caminos abiertos al deseo, pero que siempre ha huido de nosotros, se presenta en cierto modo por sí mismo y nos da la sensación de la paz en toda su plenitud. Ese es el estado libre de dolores que celebra Epicuro como el mayor de los bienes todos, como la felicidad de los dioses; porque entonces nos vemos por un instante manumitidos de la abrumadora opresión de la voluntad, celebramos la fiesta - después de los trabajos forzados del querer se detiene la rueda de Ixión... ¿Qué importa entonces ver la puesta del sol desde el balcón de un palacio, o través de las rejas de una cárcel? 
Acorde íntimo y predominio del pensamiento puro sobre el querer: esto puede producirse en todos los lugares. Testigos, esos admirables pintores holandeses, que han sabido ver de una manera tan objetiva objetos tan mínimos, y que nos han legado una prueba tan duradera pie su desprendimiento y de su placidez de espíritu en las escenas, de interior. El espectador no puede contemplarlas sin conmoverse, sin representarse el estado de ánimo del artista, tranquilo, apacible, lleno de serenidad; tal como necesitaba ser para fijar su atención en objetos insignificantes, indiferentes, y reproducirlos con tanta solicitud. Y la impresión es tanto más fuerte, cuanto que, por un contraste con nosotros mismos, nos choca la oposición entre esas pinturas tan sosegadas y nuestros sentimientos siempre tétricos, siempre agitados por quietudes y deseos. 
Basta echar desde fuera una mirada desinteresada a todo hombre; a toda escena de la vida, y reproducirlos con la pluma o el pincel para que al punto aparezcan llenos de interés y de encanto, y verdaderamente dignos de envidia. Pero si nos encontramos luchando con esa situación o somos ese hombre, ¡oh! entonces, como suele decirse, ni el demonio que lo aguante. Tal es el pensamiento de Goethe. 
De todo lo que apena nuestra vida, nos gusta la pintura. 
Cuando yo era joven, hubo un tiempo en que sin cesar me esforzaba en representarme todos mis actos como si se tratase de otro, probablemente para gozar más de ellos. 
Las cosas no tienen atractivo sino en tanto que no nos atañen. La vida nunca es bella. Solo son bellos los cuadros de la vida cuando los alumbra y refleja el espejo de la poesía; sobre todo en la juventud, cuando no sabemos aún qué es vivir. 
Coger al vuelo la inspiración y darle cuerpo en los versos: tal es la obra de la poesía lírica. Y sin embargo, el poeta lírico refleja a la humanidad entera en sus intimas profundidades; y todos los sentimientos que millones de generaciones pasadas, presentes o futuras han experimentado y experimentarán en las mismas circunstancias, que se reproducirán siempre, encuentran en la poesía su viva y fiel expresión. 
El poeta es el hombre universal. Todo lo que ha agitado el corazón de un hombre, todo lo que la naturaleza humana ha podido experimentar y producir en todas circunstancias, todo lo que habita y fermenta en un ser mortal, ese es su dominio, que se extiende a toda la naturaleza. Por eso el poeta lo mismo puede cantar la voluptuosidad que el misticismo, ser Angelus Silesius o Anacreonte, escribir tragedias o comedias, representar los sentimientos nobles o vulgares, según su humor y su vocación. Nadie puede mandar al poeta que sea noble, elevado, moral, piadoso y cristiano, que sea o deje de ser esto o lo otro; porque es el espejo de la humanidad y presenta a ésta la imagen clara y fiel de lo que siente. 
Es un hecho notabilísimo y muy digno de atención que el objetivo de toda la alta poesía sea la representación del lado horrible de la naturaleza humana, el dolor sin nombre, los tormentos de los hombres, el triunfo de la perversidad, la irónica dominación del azar, la irremediable caída del justo y del inocente. Esto es un signo notable de la constitución del mundo y de la existencia . . . ¿No vemos en la tragedia a los seres más nobles, después de largo combates y sufrimientos, renunciar para siempre a los propósitos que perseguían hasta entonces con tanta violencia, o apartarse de todos los goces de la vida voluntariamente y con júbilo? Así con el príncipe de Calderón; Gretchen en Fausto; Hamlet, a quien su querido Horacio seguiría con mucho gusto, pero que le promete quedarse y respirar aun algún tiempo en un mundo tan rudo y lleno de dolores, para narrar la suerte de Hamlet y purificar su memoria; lo mismo que la virgen de Orleans, que la desposada de Messina: todos mueren purificados por los sufrimientos, es decir, después de que ha muerto en ellos ya la voluntad de vivir... 
El verdadero sentido de la tragedia es esta mira profunda: que las faltas expiadas por el héroe no son las faltas de él, sino las faltas hereditarias; es decir, el crimen mismo de existir. 
Pues el delito mayor Del hombre, es haber nacido. 
La tendencia y el fin último de la tragedia consisten en inclinarnos a la resignación, a la negación de la voluntad de vivir; mientras que, por el contrario, la comedia nos incita a vivir y nos anima. Verdad es que la comedia, como toda representación de la vida humana, nos pone inevitablemente ante la vista los sufrimientos y los aspectos transitorios que concluyen por un desenlace feliz, como una mezcla de triunfos, victorias y esperanzas que a la-postre se llevan la palma. Además; hace resaltar lo que hay constantemente alegre y siempre ridículo hasta en las mil y una contrariedades de la vida, a fin de mantenemos de buen humor, sean las que fueren las circunstancias. Como último resultado, afirma, pues, que la vida tomada en conjunto es muy buena, y sobre todo, picaresca y muy regocijada. 
Por supuesto hay que dejar que caiga el telón en seguida del desenlace feliz, a fin de que no veamos lo que viene después; mientras que, en general, acaba la tragedia de tal suerte que ya no- puede ocurrir más, pues todos mueren. 
El poeta épico o dramático no debe ignorar que él es el destino y que ha de ser despiadado como éste. Al mismo tiempo es el espejo de la humanidad, y debe presentar en escena caracteres malos y a veces infames, locos, necios, cortos de espíritu, de vez en cuando un personaje razonable o prudente o bueno, u honrado, y muy rara vez una naturaleza generosa, como para demostrar que es la más singular de las excepciones. 
En todo Homero me parece que no hay un carácter verdaderamente generoso, aunque hay muchos buenos y honrados. En todo Shakespeare se encuentra a lo sumo uno o dos, y aun en su nobleza no tienen nada de sobrehumanos, son Cordelia y Coriola no. Sería difícil contar más, mientras que los otros se cruzan allí como una muchedumbre... En Minna de Barnheim, de Lessing, hay exceso de escrúpulo y de noble generosidad por todas partes. Con todos los héroes de Goethe combinados y reunidos difícilmente se formaría un carácter de una generosidad tan quimérica como el Marqués de Posa en el Don Carlos, de Schiller. 
No hay hombre ni acción que no tenga su importancia. En todos y a través de todo se desenvuelve más o menos la idea de la humanidad. No hay circunstancia en la vida humana que sea indigna de reproducirse por medio de la pintura. Por eso es una in, justicia para con los admirables pintores de la escuela holandesa limitarse a elogiar su habilidad técnica. En lo demás se les mira desde la altura con desdén, porque casi siempre representan hechos de la vida común, y solo se concede importancia a los asuntos históricos o religiosos. Ante todo convendría recordar que el interés de un acto no tiene ninguna relación con su importancia externa, y que a veces hay gran diferencia entre las dos cosas. 
La importancia -exterior de un acto se mide por sus consecuencias para el mundo real y en el mundo real. Su importancia interior está en el profundo horizonte que nos abre acerca de la esencia misma de la humanidad, poniendo en plena luz ciemos aspectos de esta naturaleza inadvertidos a menudo, escogiendo ciertas circunstancias favorables en que se expresan y desarrollan sus particularidades. La importancia interna es la única que vale para el arte, y la importancia externa para la historia. 
Una y otra son independientes en absoluto, y lo mismo pueden hallarse juntas que separadas. Un acto capital en la historia, considerado en si mismo, puede ser vulgarísimo, insignificante en grado sumo; y recíprocamente, una escena de la vida diaria, una es, cena doméstica, puede tener un gran interés, interés ideal, si pone en plena y brillante luz seres humanos, actos y deseos humanos hasta en los más ocultos repliegues. 
Sean las que fueren la importancia del fin perseguido y las consecuencias del acto, el rasgo de la naturaleza puede permanecer siendo el mismo: así, por ejemplo, nada importa que ministros inclinados encima de un mapa se disputen territorios y pueblos, o que labriegos riñan en una taberna por una partida de naipes o una suerte de datos; lo mismo que es indiferente jugar al ajedrez con peones de oro o con piezas de madera. 
La música no expresa nunca el fenómeno, sino únicamente la esencia íntima, el en sí de todo fenómeno, en una palabra: la voluntad misma. Por eso no expresa tal alegría especial o definida, tales o cuales tristezas, tal dolor, tal espanto, tal arrebato, tal placer, tal sosiego de espíritu, sino la misma alegría, la tristeza, el dolor, el espanto, los arrebatos, el placer, el sosiego del alma. No expresa que la esencia abstracta y general, fuera de todo motivo y de toda circunstancia. Y sin embargo, sabemos comprenderla perfectamente en esta quinta esencia abstracta. 
La invención de la melodía el descubrimiento de todos los más hondos secretos de la voluntad y de la sensibilidad humana, esto es obra del genio. La acción del genio es allí más visible que en cualquiera otra parte, más irreflexiva, más libre de intención consciente: es una verdadera inspiración. La idea, es decir, el conocimiento preconcebido de las cosas abstractas y positivas, es aquí absolutamente estéril, como en todas las artes. El compositor revela la esencia más intima del mundo y expresa la sabiduría más profunda en una lengua que su razón no comprende, lo mismo que una sonámbula da luminosas respuestas acerca de las cosas de que no tiene conocimiento ninguno cuando está despierta. 
Lo que hay de íntimo e inexplicable en toda música, lo que nos da la visión rápida y pasajera de un paraíso a la vez familiar e inaccesible, que comprendemos y no obstarte no podríamos explicar, es que presta voz a las profundas y sordas agitaciones de nuestro ser, fuera de toda realidad, y por consiguiente sin sufrimiento. 
Así como hay en nosotros dos disposiciones esenciales del sentimiento, la alegría o a lo menos el contentamiento, y la aflicción o por lo menos la melancolía, así también la música tiene dos tonalidades generales correspondientes, mayor y menor, el sostenido y el bemol, y casi siempre está en la una o en la otra. Pero, en verdad, ¿ no es extraordinario que haya un signo para expresar el dolor, sin ser doloroso físicamente ni siquiera por convención, y sin embargo, tan expresivo que nadie puede equivocarse, el bemol? Por esto puede medirse hasta que profundidad penetra la música en la naturaleza íntima del hombre y de las cosas. 
En los pueblos del Norte, cuya vida está sujeta a duras condiciones, sobre todo en los rusos, domina el bemol hasta en la música de iglesia. 
El allegro en bemol es muy frecuente en la música francesa y muy característico. Es como si alguien se pusiera a bailar con unos zapatos que le hacen daño. 
Las frases cortas y claras de la música de baile, de aires rápidos, solo parecen hablar de una felicidad vulgar, fácil de conseguir. Por el contrario, el allegro maestoso, con sus grandes frases, sus anchas avenidas, sus largos rodeos expresa un esfuerzo grande y noble hacia un fin lejano, que se concluye por alcanzar. El adagio nos habla de los sufrimientos de un grande y noble esfuerzo, que menosprecia todo regocijo mezquino. Pero 'lo más sorprendente es el efecto del bemol y del sostenido. ¿No es asombroso que el cambio de un semitono, la introducción de una tercera menor, en lugar de una tercera mayor, de en seguida una sensación inevitable de pena y de inquietud, de la cual nos libra inmediatamente el sostenido? El adagio en bemol se eleva hasta la expresión del más profundo dolor, se convierte en una queja desgarradora. La música de baile en bemol expresa el engaño de una dicha vulgar, que hubiera debido desdeñarse. Parece describirnos la persecución de algún fin inferior, obtenido al cabo a través de muchos esfuerzos y fastidios. 
Una sinfonía de Beethoven nos descubre un orden maravilloso, bajo un desorden aparente. Es como un combate encarnizado, que un instante después se resuelve en un hermoso acorde. Es el rerub concordia, discors una imagen fiel y cabal de la esencia de este mundo, que rueda a través del espacio sin premura y sin descanso, en un tumulto de formas sin número que se desvanecen sin cesar. Pero al mismo tiempo, a través de la sinfonía, hablan todas las pasiones y todas las emociones humanas, alegrías, tristeza, amor, odio, espanto, esperanza con matices infinitos, y sin embargo, enteramente abstractos, sin nada que los distinga unos de otros con claridad. Es una forma sin materia, como un mundo de espíritus aéreos 
Después de haber meditado largo tiempo acerca de la esencia de la música, os recomiendo el goce de este arte como el más exquisito .de todos. No hay ninguno que obre más directamente ,y hondamente la verdadera naturaleza del mundo. Escuchar grandes y hermosas armonías, es como un baño del alma: purifica de toda mancha, de todo lo malo y mezquino, eleva al hombre y lo pone de acuerdo con los más nobles pensamientos de que es capaz, y entonces comprende con claridad todo lo que vale, o, más bien, todo lo que pudiera valer. 
Cuando oigo música, mi imaginación juega a menudo con la idea de que la vida de todos los hombres, y la mía propia, no son más que sueños de un espíritu eterno, buenos o malos sueños, de que cada muerte es un despertar.

Capítulo de  Schopenhauer, Arthur. El amor, las mujeres y la muerte. Biblioteca Librodot.




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