G.W.F. Hegel - Los elementos del espíritu romano




1. Los elementos naturales 
La historia universal avanza con Roma hacia Occidente, pero permaneciendo al sur de los Alpes. Solo posteriormente marcha hacia el Norte. El mar Mediterráneo sigue conservando su importancia. Roma no está enteramente junto al mar y pertenece más bien al continente; pero su base continental no es tan firme como la de otras ciudades. Está a la orilla de un río, pero este ya no es el elemento cálido y fecundante de los países orientales, sino que se halla en viva unión con el mar. La tierra firme es estrecha y empuja a los habitantes hacia el exterior. Sin embargo, Roma no se ha formado solo por el mar, como Tiro y Cartago, sino que tiene su firme base en la tierra. Roma ha tomado su origen en un punto determinado; el centro político es aquí lo primero. Y si se quiere designar a Italia como centro del mundo romano, hay que decir entonces que Roma es el centro del centro. 
Esta tierra de Italia es una península, como Grecia, pero no se presenta tan quebrada como esta. Sin embargo, tampoco muestra una unidad de naturaleza como la del valle del Nilo. La Italia septentrional, cuenca formada por el Po, es muy distinta de la península propiamente dicha. Napoleón, en sus Memorias, estudia la cuestión de cuál sería la ciudad más apropiada para capital, si Italia fuese independiente y constituyese un todo. Roma, Venecia, Milán pueden aspirar a ello; mas se descubre en seguida que ninguna de estas ciudades constituiría un centro natural. Venecia alcanza solo a la Italia septentrional, pero no al Sur. Roma podría ser un centro para la Italia central y meridional; pero solo artificial y violentamente lo sería para los países que le estuvieran sometidos en la Italia septentrional. El Estado romano descansa geográfica e históricamente sobre el momento de la violencia. 
La unidad que recibió Italia de los romanos fue, pues, semejante a la que por ejemplo Macedonia dio a Grecia al dominarla. Pero Italia carecía de aquella compenetración espiritual que Grecia poseía por igualdad de su cultura. Italia estaba habitada por pueblos muy diversos. Niebuhr ha antepuesto a su Historia romana una disertación muy erudita sobre los pueblos de Italia, pero de ella no se deduce ninguna conexión de estos pueblos con la historia romana. En general, la Historia de Niebuhr debe considerarse como una crítica de la historia romana, pues se compone de una serie de disertaciones que no forman una unidad histórica. 
Puede decirse en cierto sentido que el imperio romano no ha salido de ningún país; el centro de que surgió es un ángulo en donde coincidían tres territorios distintos: el de los latinos, el de los sabinos y el de los etruscos. No se ha formado Roma de una antigua raza, unida por los lazos naturales y un régimen patriarcal, raza cuyo origen se remontara a antiguas tiempos (como ha ocurrido, por ejemplo, con los persas, que han dominado también sobre un gran imperio), sino que desde su comienzo fue algo ficticio, violento, nada espontáneo y primitivo. El origen de este Estado no es una familia, ni una alianza para la vida pacífica, sino una cuadrilla de bandidos que se unieron para fines de violencia. Se puede, si se quiere, rememorar algún nombre antiguo que sirva de base; cabe fantasear sobre Eneas y Numitor; la conciencia de los mismos romanos y lo propiamente histórico nos dicen que unos cuantos bandidos y pastores ladrones formaron aquí una cuadrilla y se pusieron frente a todos los vecinos. Cuéntase que los descendientes de los troyanos, conducidos por Eneas a Italia, fueron los fundadores de Roma. Esta antigua relación con Troya se convirtió en creencia muy general de la tradición; y más tarde fue una verdadera manía de los italianos. Según Livio, su patria era una colonia de Antenor, y hay antiguas crónicas que afirman incluso que los alemanes descienden de los troyanos; pero espiritualmente descendemos en línea recta de los griegos. Existen en Italia, Francia y Alemania misma (Xante) ciudades que refieren su origen o nombre a los troyanos fugitivos. Livio habla de las antiguas tribus de Roma, los ramnenses, titienses y luceres. Considerarlas como distintas naciones y sostener que son propiamente los elementos de que Roma se formó -opinión que en los tiempos modernos ha sido con mucha frecuencia sustentada-es tirar por la borda todo lo que nos ha sido transmitido por la historia. Todos los historiadores concuerdan en que desde muy pronto unos pastores, mano dados por jefes, habían merodeado por las colinas de Roma; la primera colectividad romana se habría constituido como un Estado de bandidos, y los dispersos habitantes del contorno se habrían ido reuniendo con trabajo en vida común. Livio convierte su conducta en un bandidaje moral, al decir que se limitaban a robar su botín a otros ladrones. 
Se refieren también detalles de todas estas circunstancias. Aquellos pastores ladrones acogían a cuantos querían unirse con ellos (Livio los llama colluoies), la población de nueva ciudad se formó de los tres territorios entre los cuales estaba Roma. Los historiadores indican que este lugar, sobre una colina, a la orilla de un río, estaba muy bien escogido y era muy apropiado para asilo. La erección de este asilo atrajo a toda clase de gentes, libertos y criminales, a quienes los vecinos rehusaban incluso el matrimonio. La falta de mujeres en el nuevo Estado y la negativa de los Estados vecinos a autorizar matrimonios con él son hechos históricos que lo caracterizan como una cuadrilla de ladrones, con la cual los demás Estados no querían tener comunidad. También rehusaron las invitaciones de los romanos a las fiestas religiosas, y solamente los sabinos, sencillo pueblo de agricultores, entre los cuales reinaba una tristis atque tetrica superstitio, como Livio dice, asistieron a ellas, parte por superstición, parte por miedo. El de las sabinas es, por tanto, un hecho histórico universalmente aceptado. Una fiesta religiosa hubo de darles pretexto para el rapto. Ya esto solo caracteriza a los romanos. La religión es usada por ellos corno un medio para el fin del joven Estado. Otro modo de expansión consistió en traer a Roma a los habitantes de las ciudades vecinas y conquistadas. Más tarde otros extranjeros vinieron espontáneamente a Roma, como la después tan célebre familia de los Claudias, con toda su clientela. El corintio Demarato, oriundo de una ilustre familia, se estableció en Etruria, pero fue poco respetado, corno proscripto y extranjero que era. Su hijo Lúcumo no pudo soportar más tiempo esta ignominia y se dirigió a Roma, dice Livio, donde existía un pueblo nuevo y una repentina atque ex virtute nobilitas. Lúcumo alcanzó en seguida en Roma tal consideración, que llegó más tarde a ser rey. 
2. La eticidad 
Esta fundación del Estado debe considerarse como la base esencial de la peculiaridad de Roma; implica inmediatamente la más dura disciplina y el sacrificio al fin de la asociación. Un Estado que se ha formado a sí mismo y se basa en la violencia necesita sostenerse por la violencia. Por esto, el carácter capital de la vida del Estado es aristocrático; en la aristocracia los romanos desplegaron su peculiaridad y se revelaron grandes. Y esto guarda relación con los elementos originarios. No vemos entre los romanos unidad patriarcal, ni igualdad democrática, ni benevolencia de unos ciudadanos con respecto a otros. No existe una unión ética y liberal, sino un estado violento de subordinación, que se deriva de aquel origen. La virtus romana es la valentía; pero no meramente la valentíá personal, sino la que se revela esencialmente en la unión de los compañeros, unión que se considera como lo más alto y puede ir acompañada de todas las violencias. Cuando los romanos formaron así una alianza cerrada, no vivían en interior hostilidad con un pueblo conquistado y oprimido, como los lacedemonios; pero surgió entre ellos la diferencia y la lucha entre los patricios y los plebeyos. Este antagonismo se halla expresado ya míticamente en los dos hermanos enemigos, Rómulo y Remo. Remo está enterrado en el monte Aventino, colina consagrada a los malos genios, en la cual se refugiaban las secesiones de la plebe. Se plantea, pues, la cuestión de cómo se ha producido esta diferencia. Ya se ha dicho que Roma se formó de pastores ladrones y por el concurso de toda clase de gentes. Más tarde fueron arrastrados a ella los habitantes de las ciudades tomadas y destruidas. Los más débiles y más pobres, los que llegaron con posterioridad, estarían necesariamente en relación de menosprecio y dependencia respecto de aquellos que habían fundado al principio la ciudad y de aquellos que se distinguían por su valor o por su riqueza. No es necesario, pues, recurrir a una hipótesis muy en boga en la época moderna, según la cual los patricios habrían sido de una raza distinta. 
La dependencia de los plebeyos respecto de los patricios es con frecuencia representada como perfectamente legal y aun santa, porque los patricios habrían tenido en sus manos los sacra, mientras que la plebe habría sido, por decirlo así, atea. Los plebeyos dejaron a los patricios en posesión de su hipócrita mercancía (ad decipiendam plebem. Cic.), y no se les dio un ardite de los sacris y augurios; pero cuando les arrebataron los derechos políticos y se los apropiaron, no se hicieron ni más ni menos culpables de criminal ofensa a lo sagrado que los protestantes cuando libertaron el poder político del Estado y afirmaron la libertad de conciencia. Ya hemos dicho que la relación entre los patricios y los plebeyos debe considerarse como la necesidad en que se vieron los pobres y desamparados de adherirse a los ricos y considerados y de buscar su patrocinium; en esta relación de protección por los ricos, los protegidos se llaman clientes. Pero muy pronto se encuentra otra vez que la plebe es distinta de los clientes. En las discordias entre patricios y plebeyos, los clientes se adherían a sus patronos, aunque pertenecían a la plebe. Esta situación de los clientes no era una situación jurídica, legal, como se demuestra por el hecho de que la relación de clientela desapareciese paulatinamente con la difusión y conocimiento de las leyes por todas las clases. Aquella necesidad momentánea hubo, pues, de cesar tan pronto como los individuos hallaron protección en la ley. 
Dado el origen bandoleril del Estado, todo ciudadano tenía que ser necesariamente soldado, ya que el Estado se basaba en la guerra. Esta carga era aplastante, pues el ciudadano había de mantenerse a sí mismo en la guerra. Esta circunstancia acarreó que la plebe contrajera enormes. deudas con los patricios. Pero la introducción de las leyes hizo que esta arbitrariedad cesase, aunque poco a poco; pues los patricios no estaban muy dispuestos a emancipar a la plebe de esa relación de dependencia; antes bien, querían prolongarla en su favor. Las leyes de las Doce Tablas dejaban otras muchas cosas sin determinar; quedaban todavía muchas cosas entregadas al arbitrio del juez. y jueces eran solamente los patricios. Así el antagonismo entre patricios y plebeyos se prolongó todavía durante mucho tiempo. Solo paulatinamente escalaron los plebeyos las alturas y llegaron a las magistraturas que estaban reservadas anteriormente a los patricios. 
No solo el Estado, sino también la familia, tiene en Roma el sello de los orígenes violentos de la comunidad. La vida griega, aunque tampoco había nacido de una organización patriarcal, conocía el amor y el lazo familiares desde sus orígenes; y el fin pacífico de la convivencia tenía por condición el exterminio de los piratas y bandoleros. Por el contrario, los fundadores de Roma, Rómulo y Remo, eran ellos mismos bandoleros; no conocían la vida de familia, estaban expulsados de la familia y no habían crecido en el amor familiar. Los primeros romanos adquirieron sus mujeres sin el sentimiento de lo naturalmente ético, no por una libre petición e inclinación, sino por la violencia. Esta dureza frente a la vida familiar sirve de base al matrimonio romano posterior; dureza egoísta, que constituyó para lo sucesivo la determinación fundamental de las costumbres y leyes romanas. Nos encontramos, pues, con que la relación familiar no era entre los romanos una hermosa y libre relación de amor y de sentimiento, sino que el principio de la dureza, de la dependencia, de la subordinación, sustituye a la confianza. Es una relación de esclavitud, en que la mujer y los hijos pertenecen al padre. 
La ceremonia nupcial, en el matrimonio perfecto, descansa sobre una coemptio, forma en que podía hacerse cualquier otra compra. La mujer es adquirida como una cosa, mediante la compra per aes el libram, entra en posesión del marido (in manum conventio) y se torna su mancipium. El matrimonio, en su forma rigurosa y formal, tiene, pues, totalmente el modo de una relación de propiedad. La mujer se convierte en mater familias; pero a la vez está filiae loco para el marido; el marido adquiere sobre su mujer el mismo derecho que tiene sobre su hija. Es pleno propietario de todo lo suyo, de la dos y de cuanto además ella adquiere. En los primeros tiempos tenía también poder sobre su vida, que le puede quitar en caso de embriaguez o de adulterio. En los buenos tiempos de la República el matrimonio se contraía también mediante una ceremonia religiosa, la confarreatio, que desapareció posteriormente. Otra forma de matrimonio era la que tenía lugar mediante el usus. El marido recibía a la esposa deseada, en prueba, durante un año. Marido y mujer vivían juntos un año; y ella se convertía por el usus en su mujer legítima, no en mater familias, pero tampoco en esclava, sino en matrona. Sus hijos no tenían los derechos in sacris que los hijos de una mater familias. Si la mujer permanecía tres noches fuera de casa, durante el primer año, la relación cesaba; la mujer volvía a casa de sus padres y era una matrona, que vivía independiente por sí. Si el marido no había contraído matrimonio por una de las formas de la in manum conventio, esto es, por coemptio o por confarreatio, la mujer legítima permanecía, o bajo el poder de su padre, o bajo la tutela de sus agnados; y era libre con respecto al marido, conservando su fortuna propia. La matrona romana solo alcanzaba honor y dignidad cuando era independiente respecto de su marido, en lugar de alcanzarlo por su marido, como debe ser. Si el marido quería separarse de la mujer, de conformidad con el derecho más libre, es decir, cuando el matrimonio no estaba consagrado por la confarreatio, no tenía más que despedirla. La situación de los hijos e hijas era totalmente análoga; los hijos e hijas eran mancipia, no tenían propiedad ni derecho propios, no podían sustraerse al poder paterno, ni siquiera cuando desempeñaban una alta dignidad del Estado. Ninguna dignidad les daba independencia; solo el llamen dialis y las vestales salían del poder paterno, porque se convertían en mancipia del templo. Con respecto a la propiedad, los peculia castrensia y adventitia (1) fundaban una diferencia. Por otra parte, los hijos y las hijas, cuando eran emancipados, quedaban fuera de toda relación con su padre y su familia. La imaginaria seroitus (mancipium), por la cual habían de pasar los hijos emancipados, prueba que en efecto existía una identidad entre la situación del hijo y la del esclavo. Con respecto a la herencia, lo propiamente ético sería que los hijos repartieran la herencia por igual. Entre los romanos, por el contrario, la libertad de testar aparece en su más ruda forma. Así vemos aquí deshechas y degeneradas las relaciones fundamentales de la eticidad. La dureza de los romanos –una dureza sin compasión y sin eticidad –en este aspecto privado corresponde necesariamente a la dureza pasiva de su vinculación al fin del Estado. El romano se indemnizaba de la dureza que padecía en pro del Estado con la dureza que ejercía sobre su familia; era siervo por un lado y déspota por el otro. 
1 Los bienes propios que los hijos habían adquirido por el servicio militar o por herencia materna. 

La organización de la familia en general está en conexión con la lación familiar. En lugar de las familias, que no existían propiamente, porque faltaba el amor, distinguíanse las gentes, cada una de las cuales conservó su carácter durante siglos. No existe, pues, la unidad sustancial de una nacionalidad, esa necesidad bella y moral de la convivencia en la polis, cada gens es una rama fija por sí, unida por afinidad natural, no moral. En la gens había consanguinidad; la gens recibía y conservaba a la vez un determinado carácter político. Los Claudias eran aristócratas; su conducta consistía en una severa dureza. Los Valerios eran demócratas; la benevolencia para el pueblo era su rasgo fundamental. Los Camelias se distinguían por la nobleza de su espíritu. Cada gens tenía sus Lares y Penates, sus fiestas familiares, que eran hereditarias, como en Atenas el sacerdocio de un dios general era hereditario en algunas familias, por ejemplo en la de los Eumólpidas. Este fue más tarde un importante punto de división entre los patricios y plebeyos, con relación a los connubia; los matrimonios entre patricios y plebeyos eran considerados como sacrílegos y así la diferencia y limitación se extendía hasta el matrimonio. Las separaciones externas, por ejemplo los límites de un campo laborable (Cicerón, pro domo sua) se convirtieron en algo santo y fijo. Esto no es piedad, sino lo contrario; es la conversión de una cosa profana en algo absoluto. Por todas partes vemos una dura exclusión. 
Esta limitación y confusión de lo diferente es también el principio dominante en la constitución del Estado. La desigualdad consagrada de la voluntad y de la propiedad particulares constituye su determinación fundamental. La desigualdad de las trae consigo que no pueda haber ninguna democracia de la igualdad, ninguna vida concreta. Tampoco puede existir una monarquía, porque esta supone el espíritu de un libre desarrollo de la particularidad. El principio romano solo admite la aristocracia que es algo en sí mismo hostil y limitado, algo que solo puede existir como antagonismo, como desigualdad en sí misma y que no puede ser una forma perfecta por sí, ni siquiera en la más perfecta existencia. Este antagonismo solo es momentáneamente borrado por la necesidad y la desgracia; pues encierra en su seno un doble poder, cuya dureza y maldad solo puede ser vencida y reducida a violenta unidad por algo más duro todavía. En el carácter que la vida del Estado adquiere de este modo, debemos buscar la peculiar grandeza romana. 
La personalidad rígida a quien vemos rechazar, en la familia y en la gens, las relaciones del sentimiento y del corazón, hace al Estado idéntica inmolación de todo lo concretamente moral; disuélvese en la obediencia al Estado, con quien se identifica. Y esta unidad abstracta con el Estado y perfecta subordinación al Estado constituye la grandeza romana. Su peculiaridad es esta dura rigidez en la unidad de los individuos con el Estado, la ley del Estado y el mandato del Estado. Los héroes de Roma se inclinan todos hacia este lado. No es bastante contemplarlos en la relación exterior, con la vista puesta en el Estado, sin ceder ni vacilar, perteneciendo a él con todo su espíritu y todos sus pensamientos, luchando por él como generales o representándolo como embajadores. Hay que verlos también en tiempos de revolución interior; aquí es donde la relación de la personalidad con el Estado se revela como la fortaleza a que Roma debe su conservación. En las disensiones de la plebe con los patricios, aquella pisoteó frecuentemente el orden legal; el respeto a las leyes desaparecía en la insurrección, Pero casi siempre el respeto a la forma fue la causa de que la plebe volviera al orden y renunciara a la violencia, retirándose tranquilamente. La lucha dura una larga serie de años. El Senado elige dictadores con bastante frecuencia, sin haber guerra ni hostilidades y solo para poder reducir a los plebeyos al servicio militar y obligarles a la estricta obediencia por el juramento militar; y los plebeyos, por respeto al Estado, prestaban este juramento de fidelidad militar y lo cumplían. Tribunos y augures sobornados impiden que el pueblo adquiera sus derechos. El respeto fundamental a la ley del Estado y a la tradición era causa de que el pueblo aguantase el verse engañado en la satisfacción de sus exigencias justas e injustas. separaciones externas, por ejemplo los límites de un campo laborable (Cicerón, pro domo sua) se convirtieron en algo santo y fijo. Esto no es piedad, sino lo contrario; es la conversión de una cosa profana en algo absoluto. Por todas partes vemos una dura exclusión. 
Esta limitación y confusión de lo diferente es también el principio dominante en la constitución del Estado. La desigualdad consagrada de la voluntad y de la propiedad particulares constituye su determinación fundamental. La desigualdad de las gentes trae consigo que no pueda haber ninguna democracia de la igualdad, ninguna vida concreta. Tampoco puede existir una monarquía, porque esta supone el espíritu de un libre desarrollo de la particularidad. El principio romano solo admite la aristocracia que es algo en sí mismo hostil y limitado, algo que solo puede existir como antagonismo, como desigualdad en sí misma y que no puede ser una forma perfecta por sí, ni siquiera en la más perfecta existencia. Este antagonismo solo es momentáneamente borrado por la necesidad y la desgracia; pues encierra en su seno un doble poder, cuya dureza y maldad solo puede ser vencida y reducida a violenta unidad por algo más duro todavía. En el carácter que la vida del Estado adquiere de este modo, debemos buscar la peculiar grandeza romana. 
La personalidad rígida a quien vemos rechazar, en la familia y en gens, las relaciones del sentimiento y del corazón, hace al Estado idéntica inmolación de todo lo concretamente moral; disuélvese en la obediencia al Estado, con quien se identifica. Y esta unidad abstracta con el Estado y perfecta subordinación al Estado constituye la grandeza romana. Su peculiaridad es esta dura rigidez en la unidad de los individuos con el Estado. la ley del Estado y el mandato del Estado. Los héroes de Roma se inclinan todos hacia este lado. No es bastante contemplarlos en relación exterior, con la vista puesta en el Estado, sin ceder ni vacilar, perteneciendo a él con todo su espíritu y todos sus pensamientos, luchando por él como generales o representándolo como embajadores. Hay que verlos también en tiempos de revolución interior; aquí es donde la relación de la personalidad con el Estado se revela como la fortaleza a que Roma debe su conservación. En las disensiones de la plebe con los patricios, aquella pisoteó frecuentemente el orden legal; el respeto a las leyes desaparecía en la insurrección. Pero casi siempre el respeto a la forma fue la causa de que la plebe volviera al orden y renunciara a la violencia, retirándose tranquilamente. La lucha dura una larga serie de años. El Senado elige dictadores con bastante frecuencia, sin haber guerra ni hostilidades y solo para poder reducir a los plebeyos al servicio militar y obligarles a la estricta obediencia por el juramento militar; y los plebeyos, por respeto al Estado, prestaban este juramento de fidelidad militar y lo cumplían. Tribunos y augures sobornados impiden que el pueblo adquiera sus derechos. El respeto fundamental a la ley del Estado y a la tradición era causa de que el pueblo aguantase el verse engañado en la satisfacción de sus exigencias justas e injustas. 
Las leyes de Licinio son de la mayor importancia para la relación de la plebe con los patricios. Licinio necesitó diez años para hacer triunfar unas leyes que eran favorables a la plebe; la cual se dejó contener por el formalismo del veto pronunciado por otros tribunos; y todavía con más paciencia esperó el siempre diferido cumplimiento de aquellas leyes. Se puede preguntar qué es lo que ha producido este espíritu y carácter. Mas este carácter no se puede producir, sino que radica, según su momento fundamental, en aquel origen primero, en aquella sociedad de ladrones y en la naturaleza propia de los pueblos que se reunieron en ella; y por último es la determinación del espíritu universal cuyo tiempo había llegado. 
La situación con que empiezan los romanos encierra en sí las condiciones para que se produzca semejante obediencia. El otro problema, el problema de señalar el movimiento interior y natural que condujo a la dureza semejante vínculo, solo podía resolverse mediante el estudio de la vida de los antiguos pueblos itálicos, de los cuales sabemos muy poco, por la falta de espíritu que aqueja a los historiadores romanos; los cuales no han descrito, como los griegos, la vida de los pueblos enemigos. Lo poco que sabemos del espíritu, del carácter y de la vida de los antiguos pueblos itálicos, lo debemos en su mayor parte a los griegos que han escrito sobre historia romana. 
Los elementos del pueblo romano fueron etruscos, latinos y sabinos. Estos elementos debían contener ya las facultades internas y naturales que produjeron el espíritu romano. Para comprender su determinación, recordemos que, partiendo de aquella infinitud oriental, del trastrueque de todo lo finito, de la incapacidad para que la persona se conozca como individuo, hemos llegado a Occidente y hemos hecho conocimiento con el espíritu griego. El griego ha honrado y animado a la vez lo imitado. Ahora, en tercer lugar, aparece la conciencia de la finitud y pasa a la prosa, frente a la libertad del espíritu griego, frente a la bella y armoniosa poesía. Surge aquí el elemento de lo finito y con él la abstracción del intelecto, la persona abstracta, que ni siquiera en la familia dilata su sequedad y dureza en forma de natural eticidad, sino que sigue siendo lo uno sin sentimiento ni espíritu y fijando en abstracta universalidad la unidad de este uno. 
Lo que conocemos del arte etrusco -en cuanto que se trata de obras originales, no tomadas de otro arte más desarrollado-revela gran perfección en la técnica mecánica y en la ejecución; pero sin la ideal belleza griega. Es una imitación determinada, prosaica, seca; por eso donde se revela más aventajado, es en el arte del retrato. Todas las circunstancias de la vida presentan la misma determinación intelectual y el desarrollo del derecho romano procede de este intelecto. Aquí la base firme es la persona abstracta. 
El entendimiento hace que esta abstracción carezca de sentimiento. Tenemos que agradecer en esto un gran obsequio al mundo romano, falto de libertad, falto de espíritu y de sentimiento. Muy pronto todo lo que fuera eticidad moral se convirtió en derecho, en vida jurídica; hemos visto cómo, en Oriente, relaciones que en sí son éticas y morales, se fijaban en la forma de preceptos jurídicos. Incluso entre los griegos, la costumbre era a la vez derecho; por eso la constitución estaba en la costumbre y en la conciencia moral, esto es, en la mudable interioridad. Aún no tenía solidez en sí frente a la subjetividad particular. Los romanos, pues, sentando el principio de lo que es jurídicamente justo, han llevado a cabo la gran distinción, por la cual la personalidad abstracta se impone, sin consideración al sentimiento. Han sido los descubridores de este principio; han trabajado así para sus sucesores, ahorrándoles un trabajo ingrato. Pues este principio, que es exterior, esto es, falto de conciencia moral y de sentimiento, no debe considerarse como lo último de la sabiduría y la razón. Podemos aprovechar este regalo -grande por la forma-y gozarlo, sin convertirnos por ello en víctimas de este seco intelecto. Los romanos han sido las víctimas de esa libertad que han dado a la posteridad. Han vivido en esa distinción; pero todavía no han tenido, a la vez, espíritu, sentimiento y religión. Estas cosas han quedado separadas enteramente; los romanos han conquistado para otros la libertad interna y espiritual, la cual se ha desprendido enteramente de aquel dominio de lo exterior y finito. El espíritu, el sentimiento, la conciencia moral, la religión, ya no deben temer la confusión con aquel intelecto jurídico abstracto. Lo mismo pasa con el arte. Cuando se posee la técnica, cabe abandonarse a la libre belleza. Pero el que se detiene en la técnica y cree encontrar en ella lo supremo, corre a su desgracia. No de otro modo el intelecto, como ilustración, arregla la religión a su comodidad, creyendo que esta no es más que la determinación abstracta que se encuentra en ella. Pero en realidad, la religión y la filosofía están separadas y cada una para sí, agradecidas ambas al intelecto, porque este, suprimiendo la confusión de la religión, ha suprimido para siempre la confusión con lo finito y limitado. En cambio vemos que los romanos creen aún en el intelecto de la finitud. 
3. La religión 
En el Estado romano, con la discordia en sí, con el antagonismo de la separación abstracta entre lo universal y lo particular, queda puesta la limitación, la particularidad. Un fin finito es el que, como límite, constituye la última determinación en el espíritu, y más precisamente en el espíritu que quiere. No hay entre Jos romanos un libre goce de la eticidad, como entre los griegos. Tienen los fines de los romanos una gravedad grande; pero entre los griegos existe una gravedad más honda, la gravedad de la bella libertad individual. Los romanos son, por tanto, prácticos, no teóricos; la actitud teórica exige actividad desinteresada, dirección abnegada hacia lo objetivo. Por eso, la religiosidad romana es también limitada y no libre, los romanos no son libres en su actitud frente a la religión. 
Cicerón deriva religio de religare y celebra la sabiduría de los antepasados que supieron encontrar un nombre tan acertado. Entre los romanos, la sujeción es, en efecto, lo que constituye el contenido de la religión; entre los griegos, en cambio, es la libertad de la belleza; y entre los cristianos, es la libertad del espíritu. Es de advertir, sin embargo, que la interioridad, el atenerse a sí mismos, empieza a acusarse en los romanos, con la limitación romana, que reemplaza a la serenidad griega de la libre fantasía; es una separación y, por consiguiente, una determinación de sí misma. La interioridad aparece, pues, con la limitación. 
Se reprocha la indolencia a los orientales, porque se les ve sumidos en sí mismos, indiferentes a lo particular. Los griegos se mueven con la mayor ligereza de espíritu, la cual carece de fin y, si se propone un fin, al punto lo rebasa. Los romanos están sujetos a la superstición y por eso son tan graves. 
La religión de los romanos parece a primera vista la misma que la de los griegos. Los romanos poseen, en general, los mismos dioses y las mismas representaciones de los dioses. Pero los dioses romanos tienen para nosotros algo de frío y seco; no son el juego de una ingeniosa fantasía, como entre los griegos, sino esencias sumamente prosaicas. Usamos los nombres de Júpiter, Minerva, etc., frecuentemente, sin distinguir entre las divinidades griegas y las romanas. Esto es admisible, teniendo en cuenta que los dioses griegos habían sido introducidos más o menos entre los romanos; pero así como la religión egipcia no es la griega, por el hecho de que Herodoto y los griegos designaran las divinidades egipcias bajo los nombres de Leto, Palas, etc., tampoco la religión romana es la griega. Los dioses griegos están tomados del sentimiento y objetivados; entre los romanos, los dioses son frías alegorías. Pero lo que importa esencialmente en la religiosidad es su contenido, frente a la afirmación tan frecuente hoy de que, si existen sentimientos piadosos, es diferente el contenido que los Ilene. Ya se ha indicado que la interioridad de los romanos se ha desvinculado de lo finito y limitado y no se ha elevado por sí a un contenido libre, espiritual y ético. Cabe decir que su religiosidad no se ha desarrollado hasta formar una religión; pues permaneció esencialmente formal y este formalismo buscó su contenido en otra parte. Ya de la determinación indicada se sigue que este contenido ha de ser de índole finita y profana, puesto que ha surgido fuera del ámbito misterioso de la religión: El carácter fundamental de la religión romana es, por tanto, la firmeza de un fin determinado de la voluntad, que los romanos piden a sus dioses y ven como algo absoluto en ellos y por el cual los adoran. Este fin los sujeta limitativamente a ellos. La religión romana es por esta causa la religión enteramente prosaica de la limitación, de la finalidad, de la utilidad. Sus divinidades peculiares son enteramente prosaicas; su seca fantasía ha elevado a poder independiente y ha contrapuesto a sí misma situaciones, sentimientos, artes útiles; son abstracciones que solo podían convertirse en heladas alegorías; son situaciones que parecen provechosas o dañinas y que son ofrecidas a la adoración con todas sus limitaciones. Pondremos brevemente algunos ejemplos. Los romanos adoraban a Pax, Tranquillitas, Vacuna (ocio), Angeronia (cuidado y preocupación), Fornax (horno) y Tages (surco), como divinidades; consagraban altares a la peste, al hambre, al tizón de las mieses (Robigo), a la fiebre y a la Dea Cloacina. Juno aparece, entre los romanos, no solo como Lucina, la matrona, sino también como Juno Ossipagina, la divinidad que forma los huesos de los niños, y también como Juno Unxia, que unge con aceite los goznes de las puertas en las bodas (esto formaba también parte de los sacra). También la han adorado como la diosa Maneta, diosa de la moneda; la moneda, pues, ha sido algo divino para la institución de los romanos Poca comunidad existe entre estas prosaicas' representaciones y la belleza de los poderes espirituales y divinidades griegas. En cambio, Júpiter, como Júpiter Capitalino, es la esencia universal del imperio romano, personificada asimismo en las divinidades Roma y Fortuna pública. 
Los romanos han sido los primeros que, además de implorar a los dioses en la necesidad e instituir lectisternios, han hecho promesas y votos. Movidos por la angustia y la necesidad han enviado comisionados al extranjero para importar dioses y cultos exóticos. Los dioses de fuera y la mayoría de los templos romanos -como casi todas sus fiestas-han sido pues traídos e instituidos a raíz de una necesidad, de un voto. Se trata, pues, de una gratitud obligada, no de una gratitud universal desinteresada, ni de una elevación y adoración a lo superior, sino solamente de determinada utilidad. También los griegos imploraban en la necesidad a los dioses; pero su adoración brotaba las más de las veces del corazón sereno con que habían creado sus dioses. Levantaron e instituyeron sus hermosos templos, estatuas y cultos, por amor a la belleza y a la divinidad. 
Por lo demás, no todo en la religión romana está tomado del extranjero. Jano, los Penates y otras figuras eran representaciones indígenas. Por lo mismo se ajustan más a lo interior y son en su mayor parte divinidades naturales. Sin embargo estas divinidades parecen poco desarrolladas, fuera de los campos, en cuyas fiestas se revela todavía un alegre y sencillo culto de la naturaleza. personas cultas y distinguidas tomaban en estas fiestas una participación ingenua y cordial, como aún ahora sucede en Roma. Las costumbres campesinas siguen ocupando en Roma un puesto principal. 
Estas fiestas, que se refieren a la vida campesina y se han conservado desde los tiempos más remotos, constituyen el único lado atrayente en la religión de los romanos. Tienen por base, bien la representación de la Edad Saturnia, o sea, de un estado anterior y ajeno a la sociedad civil y lazo político, bien un contenido natural: el sol, el curso del año, las estaciones, meses, etc., con alusiones astronómicas, bien los distintos momentos del curso de la naturaleza, en su relación con la vida pastoril y la agricultura, habiendo fiestas de la sementera, de la cosecha, de las estaciones, la gran fiesta de las Saturnales, etc. Adviértese por este lado algunos elementos ingenuos y profundos de la tradición. Sin embargo, todo este conjunto tiene un aspecto muy limitado y prosaico. No brotan de él intuiciones profundas de los grandes poderes naturales y sus procesos universales, pues se atendía principalmente al común provecho exterior y la jovialidad se desbordaba en chocarrería no precisamente la más ingeniosa. Entre los griegos el arte de la tragedia tuvo su origen en estas mismas diversiones; pero es notable que entre los romanos estas bufonescas danzas y cantos de las fiestas campesinas se hayan conservado hasta los últimos tiempos, sin haber depurado su forma ingenua y más grosera, convirtiéndose en una modalidad fundamental de arte. 
Por lo demás, solo tenemos noticias arqueológicas sobre los primitivos dioses romanos. En cambio las divinidades griegas han pasado por todas las artes y las ciencias. Ya hemos dicho que los romanos acogieron los dioses griegos (la mitología de los poetas romanos está tomada íntegramente de los griegos); pero la adoración de estos bellos dioses de la fantasía parece haber sido entre ellos algo muy frío y exterior. Al hablar de Júpiter, Juno y Minerva, nos producen la misma impresión que si lo estuviéramos oyendo en el teatro. Los griegos han dado al mundo de sus dioses un contenido profundo y espiritual y lo han adornado con graciosas ocurrencias; dicho mundo era para ellos objeto de continua invención y conciencia inteligente y por eso se ha acumulado en su mitología un rico, inagotable tesoro para la fantasía, el sentimiento y el espíritu. El espíritu romano, en cambio, no se movía con alma propia en estos juegos de una ingeniosa fantasía, ni se complacía en ellos; sino que la mitología griega aparece muerta y extraña entre los romanos. La introducción de los dioses en los poetas romanos, singularmente Virgilio, es el producto de un intelecto frío y de la imitación. Los dioses se convierten en máquinas, por decirlo así; y están usados de un modo totalmente externo, de igual modo que en nuestros tratados de poética se halla, entre otros preceptos, el de que semejantes máquinas son necesarias en las epopeyas para llenarnos de asombro. 
También las fiestas y los juegos romanos ofrecen, a diferencia de los griegos, ese carácter de exterioridad. Las fiestas eleusinas de los griegos suministraban al sentimiento y al espíritu grandes verdades sobre la vida ética y divina. Las fiestas romanas se desenvolvían, en cambio, de un modo más exterior y eran consideradas las más de las veces como algo al servicio de la pompa visual. Así se desplegaba una gran magnificencia en las carreras del circo; celebrábanse procesiones sacerdotales, etc. Mas para los romanos todo esto era tan exterior, que las personas distinguidas se abstenían, por dignidad, de tomar parte en ello. En los juegos griegos los reyes guiaban los carros; entre los romanos eran extranjeros y libertos. También la danza guerrera de los salios era un espectáculo frío. Más tarde los juegos degeneraron en un placer estúpido y cruel. Los romanos llegaron a no pedir más que comida y espectáculos, panem et circenses. En estos eran esencialmente meros espectadores. Dejaban las representaciones mímicas y teatrales, las danzas, carreras y luchas para los libertos, los gladiadores y los criminales condenados a muerte. Lo más vergonzoso que hizo Nerón fue aparecer en público teatro como cantante, tañedor de cítara y luchador. Como los romanos eran solo espectadores, los juegos eran para ellos algo extraño; no asistían a ellos con el espíritu. El gusto por las luchas de hombres y animales, principalmente, creció con el lujo. Los leones, los negros y los gladiadores reemplazaban entre los romanos a las tragedias, en las cuales el espíritu griego representaba los grandes antagonismos de las potencias morales. Cientos de osos, leones, tigres, elefantes, cocodrilos, avestruces, eran importados y muertos por el placer del espectáculo. Cientos y miles de gladiadores, al hacer su entrada solemne en una fiesta, para tomar parte en la naumaquia. gritaban al emperador: «Los consagrados a la muerte te saludan», quizá para conmoverle. Pero en vano. Todos debían matarse mutuamente. El interés romano solo podía ser excitado por una muerte sin espíritu; en sus juegos la muerte tenía que ser real. Esta fría negatividad de la simple muerte representa a la vez la muerte íntima de un fin espiritual objetivo. En lugar de los dolores humanos en las profundidades del sentimiento y del espíritu, en lugar de los dolores acarreados por las contradicciones de la vida, los romanos organizaban una cruel realidad de dolores corporales; la sangre a torrentes, el estertor de la muerte, la exhalación del alma eran los espectáculos que les interesaban. Aquello en que los romanos habían de poner su interés tenía que ser un dolor real; y así el dolor del «esto» resultaba teórico para ellos. 
Así, por otro lado, puede observarse en la religión de los romanos el carácter de la interioridad. La gravedad romana se oponía a todo lo que fuera revelar la propia persona. Esto implica proponerse un fin eterno, algo que no puede ser expresado en esta sensibilidad. El dios bello se muestra enteramente y tal como es; pero el dios grave tiene dentro algo distinto de lo que manifiesta al exterior. El griego ha suprimido el horror de lo religioso mediante la fantasía; al transformar lo negativo del horror en una amable figura objetiva, ha hecho desaparecer lo subjetivo del horror. Así el hombre desahoga en sus lágrimas el dolor de su pecho. El espíritu griego no se ha inmovilizado en el terror interno; ha transformado el horror de la naturaleza en algo espiritual, en una libre intuición; ha convertido la relación de la naturaleza en una relación de libertad y serenidad. Entre los romanos, este horror ha permanecido más bien como algo abstracto e interior, como si dijéramos una reflexión sobre sí mismo, que, más desarrollada, se torna conciencia moral. Los romanos han persistido en una muda y obtusa interioridad; y en consecuencia lo exterior fue para ellos un objeto, lo otro, un misterio. Encontramos este carácter de la interioridad, de la gravedad, por todas partes entre los romanos; principalmente en la religión; pero para ellos ha sido siempre algo abstracto. Los romanos regulan, mediante la gravedad interna, lo particular, que sigue siendo empero algo particular; en cambio la exteriorización de la interioridad da a lo particular la apariencia de lo universal. El objeto exterior es tomado por los romanos como doble; primero, como pura exterioridad y luego como conteniendo en sí algo, un interior, algo sagrado, que por su parte no llega a manifestarse. El romano trataba siempre con un misterio; buscaba y creía encontrar en todo un sentido oculto. Mientras en la religión griega todo es abierto, claro, patente para el sentido y la intuición, no un más allá, sino algo familiar, un más acá, entre los romanos todo se presenta como algo misterioso y doble. Veían los romanos en el objeto primeramente el objeto mismo y luego lo que hay oculto en él; su historia toda no supera jamás esta duplicidad. La ciudad de los romanos tenía, además de su propio nombre, otro nombre secreto, que sólo unos pocos conocían. Se cree que era Valentia (traducción latina, de ’Pwmh) otros opinan que era Amor (Roma leído al revés). Rómulo, el fundador del Estado, tenía otro nombre sagrado; por una parte era el conocido rey, por otra el dios Quirino. Bajo este nombre era adorado como dios; los romanos se llamaban también Quirites. (Este nombre tiene relación con la palabra curia; en la derivación se ha llegado incluso a pensar en la ciudad sabina de Cures.) Remo se relaciona con Lemuris, el principio malo, que estaba sepultado en el monte Aventino, donde la plebe llevaba a cabo sus secessiones. El hecho de distinguir en todo objeto algo interno hizo que existieran esos dioses prosaicos tan numerosos que ya hemos citado: Fornax, Tages, etcétera. Así también cosas indiferentes en sí y por sí tenían la significación de Omina. Los romanos se acercaban a todo con gravedad y mantenían la actitud solemne aun en las cosas más indiferentes. Este carácter se extiende a todo; todas las cosas se convierten en sacra mediante ritos, ceremonias, etc. En toda cosa, aun sin importancia, veían los romanos algo importante, una interioridad y se acercaban a ella con una inconcebible gravedad; así al edificar una casa, el necesario trazado del emplazamiento, etcétera. Esto explica también la mencionada forma sacrosanta de matrimonio, la confarreatio, de la que se hizo un sacrum, con una solemnidad verdaderamente pueblerina. Estos sacra eran publica y privata. Comprendían acciones exteriores; pero estas estaban asociadas por su forma a un recogimiento interior y llamamiento a la conciencia moral. El contenido de la acción puede ser indiferente; se puede ser piadoso en cualquier caso, como el bandido que, antes de cometer un asesinara, reza su padrenuestro. 
Entre los romanos el estremecimiento religioso no se desarrolla; queda encerrado en la certeza subjetiva de sí mismo. La conciencia, por tanto, no se ha dado ninguna objetividad espiritual, ni se ha elevado a la intuición teórica de la naturaleza eternamente divina y a la liberación en ella; no ha sacado para sí del espíritu ningún contenido religioso. La vana subjetividad de la conciencia moral se posa, para el romano, en todo cuanto hace y emprende, en sus contratos, en sus relaciones políticas, en sus deberes, en sus relaciones familiares, etc., y todas estas relaciones reciben por ello no solo la sanción de lo legal, sino, por decirlo así, la solemnidad del juramento. La infinita muchedumbre de ceremonias en los comicios, al entrar el magistrado en funciones, etc., con las exteriorizaciones y declaraciones de este firme vínculo. Los sacra representan en todas partes un papel de suma importancia. Lo más inocente se transformaba muy pronto en un sacrum y se petrificaba, por decirlo así. El conocimiento de estos sacra carece de interés; es aburrido y da siempre nueva materia para eruditas investigaciones sobre si son de origen etrusco o sabino u otro. Por causa de ellos se ha considerado al pueblo romano como sumamente piadoso en sus acciones y omisiones; pero es ridículo que los modernos hablen de estos sacra con unción y respeto. Basta mencionar los augurios, los auspicios y los libros sibilinos, para recordar cómo los romanos estaban sujetos supersticiones de toda índole, en las que solo se trataba para ellos de sus fines. Las entrañas de los animales, los relámpagos, el vuelo de las aves, las sentencias sibilinas determinaban los asuntos y empresas del Estado. Todo esto se hallaba en las manos de los patricios, que lo usaban conscientemente como un mero lazo externo, para sus fines y contra el pueblo. Cicerón lo considera expresamente como un engaño del pueblo. 
Los distintos elementos de la religión romana son, según lo dicho, la religiosidad interior y una perfecta finalidad, completamente externa. Los fines temporales y disfrutan de plena libertad; no están limitados por la religión, sino más bien justificados por ella. Los romanos han sido piadosos en todo, fuese el que fuese el contenido de acciones. Pero como lo sagrado solo es aquí una forma sin contenido, resulta que puede permanecer en poder de uno; el sujeto lo toma en su posesión y así persigue sus fines e intereses particulares. Lo verdaderamente divino tiene en sí mismo poder concreto; sobre la mera forma impotente hállase el sujeto, la voluntad por sí concreta, que puede poseerla y debe, como dueño, poner sus fines particulares por encima de la forma. Esto ha sucedido en Roma por medio de los patricios. Los sacra estaban en sus manos; por Jo cual los patricios se elevaron al rango de familias sacerdotales, y fueron considerados como las estirpes sagradas, depositarias y mantenedoras de la religión. Los plebeyos se convierten entonces en el elemento sin dios. Los antiguos reyes eran, a la vez, reyes sacrorum. Después que la monarquía fue abolida, quedó un rex sacrorum: pero estaba sometido, como todos los demás sacerdotes, al pontifex maximus, el cual dirigía todos los sacra y les dio aquella rigidez y fijeza, que hizo posible a los patricios sostenerse tan largo tiempo en el disfrute de este poder religioso. La posesión de la soberanía por los patricios, se convirtió de este modo en un hecho fijo, sagrado, inmediato y fuera de la comunidad; el gobierno y los derechos políticos recibieron el carácter de propiedad privada y sagrada. La inclinación de los romanos a la interioridad favorece todas las particularidades, las cuales, solo por serlo, tienen en seguida la preferencia sobre las otras cosas. Así es como el principio de la arbitrariedad está implícito en aquella interioridad de la religión. 
Pero la arbitrariedad del interior abstracto se alza contra esta arbitrariedad de la posesión sagrada. Pues mismo contenido puede estar privilegiado por la forma religiosa y, por otra parte, tener la forma de algo querido, de un contenido de la voluntad humana. Cuando hubo llegado el tiempo de que lo sagrado fuese rebajado a simple forma, hubo de ser conocido y tratado como forma y hollado con los pies; hubo de ser representado como formalismo. La desigualdad, que entra en lo sagrado, constituye el tránsito de la religión a la realidad de la vida política.


G.W.F. Hegel. Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Ediciones de la Revista de Occidente. Madrid, 1974.  Págs. 503-518. Traducción de José Gaos.


Emmanuel Levinas -Arte y crítica




Por lo general, admitimos como dogma que la función del arte consiste en expresar, y que la expresión artística descansa sobre una certidumbre. Ya sea el pintor o el músico, el artista dice. Dice lo inefable. La obra prolonga y rebasa la percepción vulgar. Lo que la segunda vuelve trivial y deja de lado, la primera, coincidiendo con la intuición metafísica, lo capta en su esencia irreductible. Ahí donde el lenguaje común abdica, el poema o el cuadro hablan. Así, la obra, más real que la realidad, consuma la dignidad de la imaginación artística que se erige en saber de lo absoluto. Incluso descalificado como canon estético, el realismo conserva todo su prestigio. De hecho sólo lo negamos en nombre de un realismo superior: el surrealismo es un superlativo.
La propia crítica profesa este dogma. Entra en el juego del artista con toda la seriedad de la ciencia. A través de las obras, estudia la psicología, los caracteres, los medios, los paisajes. Como si en el evento estético, un objeto fuese liberado por la curiosidad del investigador, el microscopio –o el telescopio– de la visión artística.
Al lado del arte difícil, la crítica parece llevar una existencia parasitaria. Un fondo de realidad, inaccesible a la inteligencia conceptual, se vuelve su presa. O bien la crítica sustituye al arte. ¿Acaso interpretar a Mallarmé no es traicionarlo? ¿Acaso interpretarlo fielmente no es suprimirlo? Decir con claridad lo que él dice oscuramente es revelar la vanidad de su hablar oscuro.
La crítica como función distinta de la vida literaria, la crítica experta y profesional, ya sea como artículo de periódico, de revista o como libro, puede parecer sospechosa y desprovista de razón de ser. Pero tiene su fuga en el espíritu del escucha, del espectador, del lector. La crítica como el comportamiento mismo del público. No satisfecho con dejarse absorber por el goce estético, el público siente una necesidad irresistible de hablar.
Que el público tenga algo que decir, cuando el artista se niega a decir de la obra otra cosa más que la obra misma –que no podamos contemplar en silencio–, justifica la crítica. Podemos definirlo así: el hombre que tiene algo que decir cuando todo ha sido dicho, ¿qué otra cosa puede decir de la obra más que la obra misma?
De ahí que tengamos el derecho de preguntarnos si verdaderamente el artista conoce y habla. En un prefacio o en un manifiesto –sin duda; pero entonces, él mismo es el público. Si el arte no fuese originalmente ni lenguaje ni conocimiento –si se situara fuera del “ser en el mundo”, coextensivo a la verdad– la crítica se vería rehabilitada. Marcaría la intervención necesaria de la inteligencia para integrar a la vida humana y al espíritu la inhumanidad y la inflexión del arte.
Tal vez la tendencia a captar el fenómeno estético en la literatura –allí donde la palabra es la materia del artista– explica el dogma contemporáneo del conocimiento por el arte. No siempre ponemos atención en la transformación que sufre la palabra en la literatura. El arte-palabra, el arte-conocimiento, trae consigo el problema del arte comprometido (engagé), que se confunde con el de la literatura comprometida.
Subestimamos el terminado (el acabado), sello indeleble de la producción artística, por medio del cual la obra queda esencialmente liberada (degagée); el instante supremo cuando se da la última pincelada, cuando no hay una palabra mas que agregar al texto, cuando no hay una sola palabra que quitar, y por lo cual una obra es clásica. Acabamiento distinto de la interrupción pura y simple que limita al lenguaje, a las obras de la naturaleza y de la industria. Aun más, podríamos preguntarnos si no deberíamos reconocer un elemento de arte en la obra artesanal, en toda obra humana, ya sea comercial o diplomática, en la medida en que además de la adaptación a su objetivo, presenta el testimonio de un acuerdo con un no se qué extrínseco del curso de las cosas, y que la pone fuera del mundo, como el pasado para siempre cumplido de las ruinas, como la inasible extrañeza de lo exótico. El artista se detiene porque la obra se rehusa a recibir algo más; parece saturada. La obra se termina a pesar de las causas –sociales o materiales– que la interrumpen. Ésta no se da como el comienzo de un diálogo.
Este acabamiento no justifica necesariamente la estética académica del arte por el arte. Falsa formula, en la medida en que sitúa el arte por encima de la realidad y no le reconoce ningún dominio; fórmula inmoral en la medida en que libera al artista de sus obligaciones como ciudadano y le asegura una pretenciosa y fácil nobleza. La obra no tendría nada que ver con el arte, si no tuviera una estructura formal de terminado (achèvement); si por ahí, al menos, no estuviese liberada (dégagée). Basta con ponernos de acuerdo sobre el valor de está liberación (dégagement) y sobre su significado. ¿El liberarse del mundo es acaso un irmás allá, hacia la región de las ideas platónicas, hacia lo eterno que domina al mundo?
¿No podemos hablar de una liberación hacia un más acá, de una interrupción del tiempo por un movimiento que está por encima del tiempo, en sus “intersticios”?
Ir más allá es comunicar con las ideas, comprender. ¿Acaso la función del arte no consiste en no comprender? ¿Acaso la oscuridad misma no le proporciona su elemento mismo y un terminado sui generis, exterior a la dialéctica y a la vida de las ideas?
¿Se puede afirmar entonces que el artista conoce y expresa la oscuridad misma de lo real? Esto plantea una pregunta más general en la cual todo propósito sobre el arte queda subordinado: ¿en qué consiste la non-vérité (no verdad) del ser?; ¿se define ésta siempre en relación a la verdad, como un residuo del comprender?
El comercio con lo oscuro, como evento ontológico completamente independiente, ¿acaso no describe categorías irreductibles a las del conocimiento? Si tan sólo pudiéramos mostrar en eleartee estee acontecimiento. eÉste no conocee une tipo particular de realidad –la elige en relación con el conocimiento. Es el acontecimiento mismo del oscurecimiento, una caída de la noche, una invasión de la sombra. Por decirlo en términos teológicos que permitan delimitar –aunque sea groseramente– las ideas en relación a las concepciones comunes: el arte, no pertenece al orden de la revelación. Pero tampoco al de la creación, donde el movimiento continúa en un sentido exactamente inverso.

Lo imaginario, lo sensible, lo musical
El procedimiento más elemental del arte consiste en sustituir al objeto por su imagen. Imagen que no es concepto. El concepto es el objeto captado del objeto, el objeto inteligible. Por la acción mantenemos con el objeto real una relación viva, lo captamos, lo concebimos. La imagen neutraliza esta relación real, esta concepción original del acto. El famoso desapego de la visión artística –en el cual– se detiene el análisis actual de la estética –significa antes que nada una ceguera con respecto a los conceptos.
El desapego del artista apenas amerita este título. Excluye precisamente la libertad que la noción de desapego implica. Hablando rigurosamente, excluye el sometimiento que supone la libertad. La imagen no engendra como el conocimiento científico y como la verdad; una concepción –no conlleva el laisser être (dejar ser), el “Sein-lassen” de Heidegger, donde se lleva a cabo la transformación de la objetividad en poder. La imagen marca una influencia sobre nosotros, más que sobre nuestra iniciativa: una pasividad innata. Poseído, inspirado, el artista, dicen, escucha una musa. La imagen es musical. Pasividad que es directamente visible en la magia del canto, de la música, de la poesía. La estructura excepcional de la estructura estética trae consigo este singular término de magia, que nos permite precisar y concretar la noción un poco desgastada de pasividad.
La idea de ritmo, que la crítica de arte invoca tan frecuentemente, aunque dejándola en estado de una vaga noción sugestiva y “passe-partout”, indica la manera en que el orden poético, mas que una ley inherente a de este orden, nos afecta. De la realidad se desprenden conjuntos cerrados donde los elementos se nominan mutuamente como sílabas de un verso, pero que sólo se llaman entre si cuando se nos imponen. Pero se nos imponen sin que los asumamos. O más bien es nuestro consentimiento de ellos el que se transforma en participación. Entran en nosotros o nosotros entramos en ellos, poco importa. El ritmo representa la situación única donde podemos hablar de consentimiento, de asunción, de iniciativa, de libertad –porque el sujeto es sorprendido y llevado. Toma parte de su propia representación. Pero no a pesar suyo, porque en el ritmo desaparece el uno mismo: como un paso del si mismo al anonimato. Esto es el embrujamiento o el encantamiento de la poesía y de la música. Un modo de ser al que no se aplica ni la forma del conciente, puesto que el yo se despoja de su prerrogativa de asunción, de su poder, ni la forma del inconsciente, porque toda la situación y todas sus articulaciones están presentes en una oscura claridad. Sueño despierto. Ni la costumbre, ni el reflejo, ni el instinto se mantienen en esta claridad. El particular automatismo del andar o de la danza al son de la música es un modo de ser donde nada es inconsciente, pero donde la conciencia, paralizada en su libertad, juega, absorbida por completo en ese juego. Escuchar la música es, en un sentido, contenerse de bailar o andar. El movimiento, el gesto, importan poco. Sería más justo hablar de interés que de desapego a propósito de la imagen. Ésta es interesante, sin ningún espíritu de utilidad, en el sentido de “entraînante” (arrastrar). En el sentido etimológico: estar entre las cosas que, por lo tanto, no tendrían que tener más que rango de objetos. “Entre las cosas”, distinto del “estar en el mundo” heideggeriano, constituye lo patético del mundo imaginario del sueño: el sujeto está entre las cosas, no solamente en su profundidad de ser, exigiendo un “aquí”, un “algún lugar” y conservando su libertad. Está entre las cosas, como cosa, participando del espectáculo, exterior a él, de una exterioridad que no es la de un cuerpo, ya que el dolor de ese yo-actor, ese yo-espectáculo lo resiente sin que sea por compasión. En verdad exterioridad de lo íntimo.
Es sorprendente que el análisis fenomenológico no haya buscado sacar partido de esta paradoja fundamental del ritmo y del sueño, que describe una esfera situada fuera del consciente y del inconsciente, y donde la etnografía ha puesto en evidencia su rol en todos los ritos extáticos; y es sorprendente que nos hayamos quedado en las metáforas de los fenómenos “ideo-motores” y en el estudio de la prolongación de las sensaciones en acciones. Acaso pensando en esta inversión del poder en participación es como podemos, nosotros, utilizar aquí los términos de ritmo y de lo musical.
Es preciso entonces separarlos de las artes sonoras donde se les considera exclusivamente, y ubicarlos en una categoría estética general. El lugar privilegiado del ritmo se encuentra, ciertamente, en la música, ya que el elemento del músico lleva a cabo, en la pureza, la desconceptualización de la realidad. El sonido es la cualidad más separada del objeto. Su relación con la sustancia de la cual emana no se inscribe en su cualidad. Resuena impersonalmente. Su mismo timbre, huella de su pertenencia al objeto, se pierde en su cualidad sin conservar su estructura de relación. También al escuchar acaso no captamos un “quelque chose”, pero nos hallamos sin conceptos: la musicalidad pertenece naturalmente al sonido. Y, en efecto, entre todas las clases de imágenes que la psicología tradicional distingue, la imagen del sonido es la que más se asemeja al sonido real. Insistir en la musicalidad de toda imagen es ver en la imagen su indiferencia respecto al objeto, su independencia respecto a la categoría de sustancia que el análisis de nuestros manuales atribuye a la sensación pura, todavía no convertida en percepción –a la sensación adjetivo– y que, para la psicología empírica, queda como un caso limite, como un dato puramente hipotético.
Todo sucede como si la sensación, de toda concepción, esta famosa sensación inasible para la introspección, apareciera con la imagen. La sensación no es un residuo de la percepción, sino una función propia: la influencia que la imagen ejerce sobre nosotros –una función de ritmo–. El-ser-en-el-mundo, como se dice hoy en día, es una existencia con conceptos. La sensibilidad se plantea como un evento ontológico distinto, pero solo se cumple en la imaginación.
Si el arte consiste en sustituir la imagen por el ser –el elemento estético es, conforme a su etimología, la sensación. El conjunto de nuestro mundo, con su conformación elemental e intelectualmente elaborada, nos puede tocar musicalmente, volverse imagen. Por eso, el arte clásico vinculado al objeto, todos esos cuadros, todas esas estatuas representando quelque chose, todos esos poemas que reconocen la sintaxis y la puntuación, no se conforman menos a la esencia verdadera del arte que las obras modernas que se pretenden música pura, pintura pura, poesía pura, con el pretexto de expulsar los objetos del mundo de los sonidos, de los colores, de las palabras donde estas nos introducen; bajo pretexto de romper la representación. El objeto representado se convierte, por el simple hecho de volverse imagen, en no-objeto; la imagen como tal, entra en categorías originales que quisiéramos exponer aquí. La desencarnación de la realidad por la imagen no equivale a una simple disminución de grado. Se desprende de una dimensión ontológica que no se extiende entre nosotros y una realidad por aferrar, sino ahí donde el comercio con la realidad es un ritmo.

Parecido e imagen
La fenomenología de la imagen insiste en su transparencia. La intención del que contempla la imagen ha de ir directamente a través de la imagen, como a través de una ventana al mundo que ésta representa, pero enfocando un objeto. Por otro lado, nada más misterioso que el término “mundo que ésta representa” –ya que la representación no expresa precisamente más que la función de la imagen que aún está por determinar.
Teoría de la transparencia establecida como reacción contra la teoría de la imagen mental –cuadro interior– que dejaría en nosotros la percepción del objeto. Nuestra mirada en la imaginación se dirige entonces, siempre al exterior, pero la imaginación modifica o neutraliza esa mirada: en cierta manera el mundo real aparece entre paréntesis o entre comillas. El problema consiste en concretar el sentido de estos procedimientos de escritura. El mundo imaginario se presentaría como irreal –¿pero acaso podemos decir algo más de esta irrealidad?
¿En qué la imagen difiere del símbolo, del signo o de la palabra? En la manera misma en que esta se refiere a su objeto: por el parecido. Esto supone una interrupción del pensamiento sobre la misma imagen y, por consiguiente, una cierta opacidad de la imagen. El signo es transparencia pura, no cuenta de ningún modo por sí mismo. ¿Entonces hay que volver a la imagen como realidad independiente que se parece al original? No, pero a condición de plantear el parecido no como el resultado de una comparación entre la imagen y el original, sino como el movimiento mismo que engendra a la imagen. La realidad no solo sería lo que es, lo que se revela en la verdad, sino también su doble, su sombra, su imagen.
El ser no solamente es él mismo, se escapa. He aquí una persona que es quien es; pero no nos hace olvidar, ni absorbe, ni recubre enteramente los objetos que toma ni la manera en que los toma, sus gestos, sus miembros, su mirada, su pensamiento, su piel, que se escapan bajo la identidad de su sustancia, incapaz de contenerlos como un saco agujerado. Y es así como la persona lleva en su rostro, al lado de su ser con quien coincide, su propia caricatura, su aspecto pintoresco. Lo pintoresco es siempre ligeramente caricatura. He aquí algo familiar, cotidiano, adaptado perfectamente a la mano que tiene ya la costumbre – pero sus cualidades, su color, su forma, su posición permanecen a la vez como detrás de su ser. Como “nippes” (vestigios) de un alma que se ha retirado de esta cosa, como una “naturaleza muerta”. Y sin embargo todo eso es la persona, la cosa. Hay, pues, en esta persona, en esta cosa una dualidad; una dualidad en su ser. Es quien es y a la vez es extraña a si misma y hay una relación entre esos dos momentos. Diríamos que la cosa es ella misma y es su imagen. Y esa relación entre la cosa y su imagen es el parecido.
La situación semeja a lo que sucede en la fábula. Los animales que figuran hombres le dan a la fábula su propio color, porque son vistos como esos animales y no solamente a través de esos animales; ya que los animales detienen y llenan el pensamiento. Ahí está todo el poder de la alegoría, toda su originalidad. La alegoría no es un simple auxiliar del pensamiento, una manera de volver concreta y popular una abstracción para espíritus infantiles, el símbolo del pobre. Es un comercio ambiguo con la realidad, en la que ésta no se refiere a sí misma, sino, a su reflejo, a su sombra. La alegoría representa por consiguiente, lo que en el objeto mismo lo duplica. Podemos decir que la imagen es la alegoría del ser.
El ser es lo que es, lo que se revela en su verdad y a la vez tiene parecido; es su propia imagen. El original se da como si estuviese a distancia de sí mismo, como si se retirase, como si algo en el ser se retrasara en el ser. La conciencia de ausencia del objeto que caracteriza a la imagen, no equivale, como lo quiere Husserl, a una simple neutralización de la tesis, sino a una alteración del ser mismo del objeto, una alteración a tal punto, que sus formas esenciales aparecen como un atavío que abandona al retirarse. Contemplar una imagen es contemplar un cuadro. Es a partir de la fenomenología del cuadro que tenemos que comprender la imagen y no a la inversa.
El cuadro tiene, en la visión del objeto representado, un espesor propio: es al mismo tiempo objeto de la mirada. La conciencia de la representación consiste en saber que el objeto no está ahí. Los elementos percibidos no son el objeto, sino como sus “nippes”, manchas de color, pedazos de mármol o de bronce. Estos elementos no funcionan como símbolos y, en ausencia del objeto, no forzan su presencia, sino que, por su presencia insisten en su ausencia. Ocupan completamente su lugar marcando su alejamiento, como si el objeto representado muriese, se degradase, se desencarnara en su propio reflejo. El cuadro no nos conduce pues más allá de la realidad dada, sino, en cierta manera a un más acá. Es un símbolo a contracorriente. Libera al poeta o al pintor que ha descubierto el “misterio” y la “extrañeza” del mundo que habita todos los días de creer que ha rebasado la realidad. El misterio del ser no es su mito. El artista se mueve en un universo que precede –ya diremos más adelante en qué sentido– al mundo de la creación, en un universo que el artista ya ha rebasado en su pensamiento y sus actos cotidianos.
La idea de sombra o reflejo a la cual aludimos –un doble esencial de la realidad por su imagen, de una ambigüedad “más acá”– se extiende hacia la luz misma, al pensamiento, a la vida interior. La realidad en su totalidad presenta en sus aspectos su propia alegoría fuera de su revelación y de su verdad. Al utilizar la imagen el arte no solo refleja, sino que lleva a cabo esta alegoría. A través de él la alegoría se introduce en el mundo, así como por el conocimiento se cumple la verdad. Dos posibilidades contemporáneas del ser. Al lado de la simultaneidad de la idea y del alma –es decir, del ser y su revelación– que enseña el Phedon, hay simultaneidad del ser y su reflejo. Lo absoluto, a la vez, se revela a la razón y se presta a una especie de erosión exterior a toda causalidad. La no-verdad no es un residuo oscuro del ser, sino su carácter sensible a través del cual, hay en el mundo parecido e imagen. A partir del parecido, el mundo platónico del futuro, es un mundo menor, solamente de apariencias. Como dialéctica del ser y la nada, aparece felizmente, desde el Parménide, el porvenir en el mundo de las ideas. Es en calidad de imitación que la participación engendra sombras y decide sobre la participación de las ideas, de unas a otras, revelándose a la inteligencia. La discusión sobre la primacía del arte o de la naturaleza ¿imita el arte a la naturaleza o la belleza natural imita al arte? –desconoce la simultaneidad de la verdad y de la imagen.
La noción de sombra permite, pues, situar en la economía general del ser la del parecido. El parecido no es la participación del ser en una idea –donde, por otra parte el antiguo argumento del tercer hombre muestra su inanidad–, es la estructura misma de lo sensible como tal. Lo sensible es el ser en la medida en que se parece, por eso, fuera de su obra triunfal de ser, hecha una sombra; libera esta esencia oscura e inasible, esta esencia fantasmal que nada permite identificar con la esencia revelada en la verdad. No hay primero imagen –visión neutralizada del objeto– que después difiera del signo y del símbolo por su parecido con el original: La neutralización de la posición en la imagen es precisamente este parecido.
La trascendencia de la que habla Jean Wahl, separada de la significación ética que esta implica en él, tomada en un sentido rigurosamente ontológico, puede caracterizar este fenómeno de degradación o de erosión de lo absoluto que hemos encontrado en la imagen y en el parecido.

El entretiempo
Decir que la imagen es una sombra del ser, solo sería una metáfora si no mostráramos donde se sitúa el más-acá del que hablamos. Hablar de inercia o de muerte no nos permitiría avanzar mucho, primero sería necesario hablar de la significación ontológica de la materialidad misma.
Hemos contemplado la imagen como la caricatura, la alegoría o lo pintoresco que la realidad lleva sobre su propia cara. Toda la obra de Giraudoux cumple esta puesta en imágenes de la realidad con un espíritu de continuidad que no ha sido apreciado, a pesar del justo valor de la fama de Giraudoux. Hasta entonces parecíamos basar nuestra concepción en una falla del ser, entre él y su esencia, que no ceñida a él, lo esconde y lo traiciona. Lo cual, en realidad no permite más que aproximarnos al fenómeno que nos preocupa. El llamado arte clásico –el arte de la antigüedad y sus imitadores– el arte de las formas ideales –corrige la caricatura del ser– la nariz “camus”, el gesto sin soltura. La belleza es el ser disimulando su caricatura, tapando o absorbiendo su sombra. ¿Acaso la absorbe por completo? No se trata de preguntarse si las formas perfectas del arte griego pudiesen ser aún más perfectas, ni si se ven perfectas en todas las latitudes. La caricatura insuperable de la imagen, la más perfecta, se manifiesta en la estupidez del ídolo. La imagen como ídolo nos lleva a la significación ontológica de su irrealidad. Esta vez, la obra de ser ella misma, el existir mismo del ser se duplica en un simulacro de existir.
Decir que la imagen es ídolo es afirmar que finalmente toda imagen es plástica y que toda obra de arte es, a final de cuentas, estatua: una interrupción del tiempo o más bien un retraso sobre sí mismo. Pero resulta importante mostrar en qué sentido se interrumpe o retrasa y en qué sentido el existir de la estatua es un simulacro del existir del ser.
La estatua lleva a cabo la paradoja de la duración de un instante sin futuro. El instante no es en realidad su duración. Aquí no está dado como el elemento infinitesimal de la duración –instante de un rayo–; tiene, a su manera, una duración casi eterna. No sólo pensamos en la duración de la obra en tanto que objeto, la permanencia de los escritos en las bibliotecas y de las estatuas en los museos. Al interior de la vida o, mejor dicho, de la muerte de la estatua, el instante dura infinitamente: “Laocoon” será atrapado eternamente en el abrazo de las serpientes, eternamente la Gioconda sonreirá. Eternamente el porvenir que se anuncia en los músculos tensos de “Laocoon” nunca se volverá presente. Eternamente la sonrisa de la Gioconda a punto de abrirse no se abrirá. Un futuro eternamente suspendido flota alrededor de la posición fija de la estatua, como un futuro para siempre futuro. La inminencia del futuro dura frente a un instante privado de la característica esencial del presente que es su evanescencia. No habrá cumplido nunca su tarea de presente, como si la realidad se retirara de su propia realidad, dejándola sin poder. Situación en la que el presente no puede asumir nada, no puede tomar nada para sí –y, por lo tanto, es instante impersonal y anónimo.
El instante inmóvil de la estatua cobra toda la agudeza de su no-indiferencia en relación con la duración. Éste no es cuestión de eternidad. Pero tampoco es como si el artista no hubiese podido darle vida. Solamente la vida de la obra no rebasa el límite del instante. La obra no se logra –es mala– cuando no tiene esta aspiración a la vida que conmovió a Pigmaleón. Pero esto es sólo una aspiración. El artista le dio a la estatua una vida sin vida. Una vida irrisoria que no es dueña de sí misma, una caricatura de vida. Una presencia que no se recubre ella misma, pero que desborda por todas partes, que no logra tener en sus manos los hilos de la marioneta que es. Podemos fijar nuestra atención sobre lo que hay de marioneta en los personajes de una tragedia y reír en el teatro de la Comedie-FrançaiseToda imagen es una caricatura. Esta caricatura tiende a lo trágico. Ciertamente le corresponde al hombre ser poeta cómico y poeta trágico: ambigüedad que constituye la magia particular de los poetas como Gogol, Dickens, Tchekhov, –y Moliere y Cervantes y por encima de todos Shakespeare–.
Este presente incapaz de forzar el futuro es el destino mismo, ese destino refractario a la voluntad de dioses paganos, más fuerte que la necesidad racional de las leyes naturales. El destino no apunta hacia la necesidad universal. Necesidad de un ser libre, giro de la libertad en necesidad; su simultaneidad es una libertad que se descubre prisionera –el destino no encuentra lugar en la vida–. El conflicto entre libertad y necesidad en la acción humana aparece con la reflexión: cuando la acción ya se hunde en el pasado, el hombre descubre los motivos que la hicieron necesaria. Pero una antinomia no es una tragedia. En el instante de la estatua –en su futuro eternamente suspendido– lo trágico –simultaneidad de la necesidad y la libertad– puede cumplirse: el poder de la libertad se fija en una impotencia. Ahí todavía conviene acercar el arte y el sueño: el instante de la estatua es una pesadilla. No es que el artista represente seres agobiados por el destino, los seres entran en su destino porque son representados. Se encierran en su destino –esto es precisamente la obra de arte, acontecimiento del oscurecimiento del ser, paralelo a su revelación, paralelo a su verdad–. No porque la obra de arte reproduzca un tiempo parado: en la economía general del ser, el arte es el movimiento de la caída más acá del tiempo, en el destino. La novela no es, como lo piensa M. Pouillon, una manera de reproducir el tiempo –tiene su propio tiempo– es una manera única en la que el tiempo se temporaliza.
Desde entonces, comprendemos que el tiempo aparentemente introducido en la imagen por las artes no plásticas, como la música, la literatura, el teatro y el cine, no quebranta la fijación de la imagen. Que los personajes en el libro estén condenados a la repetición de los mismos actos y los mismos pensamientos no es simplemente realzar el hecho contingente del relato, exterior a esos personajes. Pueden ser narrados puesto que su ser se parece, se duplica y se inmoviliza. Fijación completamente diferente del concepto, el cual inicia la vida, ofrece la realidad a nuestros poderes, a la verdad, abre una dialéctica. Por su reflejo en el relato, el ser tiene una fijación no dialéctica, detiene la dialéctica y el tiempo.
Los personajes de la novela –seres encerrados, prisioneros. Su historia no termina nunca, persiste siempre, pero nunca avanza. La novela encierra a los seres en un destino a pesar de su libertad. Como si saliera de un libro la vida solicita al novelista cuando se le aparece. Un no se qué determinado surge en ésta, como si una continuidad de hechos se inmovilizaran y formaran una serie. Son descritos entre dos momentos bien determinados, el espacio de un tiempo donde la existencia atravesó un túnel. Los acontecimientos narrados forman una situación– se asemejan a un ideal plástico. El mito –es eso: la plasticidad de una historia. Lo que llamamos la elección del artista, traduce la selección natural de hechos y trazos que se fijan en un ritmo, transforma el tiempo en imagen.
Este resultado plástico de la obra literaria ha sido anotado por Proust en una página particularmente admirable de La Prisionera. Hablando de Dostoïevski no retiene ni las ideas religiosas, ni la metafísica, ni la psicología, sino algunos perfiles de las jovencitas, algunas imágenes: la casa del crimen con su escalera y su dvornik deCrimen y Castigo, la silueta de Grouchenka de los Hermanos Karamazov. Podríamos pensar que el elemento plástico de la realidad es, al final de cuentas, el objetivo mismo de la novela psicológica.
Se habla mucho de atmósfera a propósito de la novela. La crítica adopta fácilmente este lenguaje meteorológico. Se considera la introspección como el procedimiento fundamental del novelista, y se piensa que las cosas y la naturaleza, sólo pueden entrar en un libro envueltas de una atmósfera compuesta de emanaciones humanas. Al contrario, nosotros pensamos que una visión exterior –de una exterioridad total como la que hemos descrito más arriba a propósito del ritmo, donde el sujeto es exterior a sí mismo– es la verdadera razón del novelista. La atmósfera –es la oscuridad misma de la imagen. La poesía de Dickens –ciertamente psicólogo elemental–, la atmósfera de esos internados empolvados, la luz pálida de las oficinas de Londres con sus pasantes, las tiendas de los anticuarios, las figuras mismas de un Nickleby o de un Scrooge, sólo aparecen en una visión exterior erigida en método. No hay otra posibilidad. El novelista psicológico ve su vida interior desde fuera, no forzosamente a través de los ojos de otro, sino en la manera como participamos en un ritmo o un sueño. Todo el poder de la novela contemporánea, su arte de magia, consiste, tal vez, en esta manera de ver del exterior la interioridad, que no coincide para nada con los procedimientos del “behaviourism”.
Después de Bergson nos hemos acostumbrado a plantearnos la continuidad del tiempo como la esencia misma de la duración. La enseñanza cartesiana de la discontinuidad de la duración pasa, cuando mucho, por la ilusión de un tiempo sujeto a su trazo espacial, origen de falsos problemas para inteligencias incapaces de pensar la duración. Lo aceptamos como un truismo, una metáfora, acaso eminentemente espacial, de corte en la duración, una metáfora fotográfica de la instantánea del movimiento.
Por el contrario, nos hemos vuelto sensibles a la paradoja misma que el instante pueda detenerse. El hecho de que la humanidad haya podido darse un arte revela, en el tiempo, la incertidumbre de su continuidad, y como una muerte duplicando el impulso de la vida –la petrificación del instante al interior de la duración –castigo de “Niobé”– la inseguridad del ser presentando el destino, la gran obsesión del mundo del artista, del mundo pagano, Zenón, cruel Zenón... Esta flecha...
Hasta aquí el problema límite del arte. Ese presentimiento del destino en la muerte subsiste, así como el paganismo subsiste. Ciertamente, basta con dar una duración constituida para quitarle a la muerte el poder de interrumpir. Entonces, ésta es rebasada. Ubicarla en el tiempo es precisamente rebasarla –es encontrarse ya del otro lado del abismo, tenerla tras uno. La muerte-nada es la muerte del otro, la muerte para el sobreviviente. El tiempo mismo del “morir” no puede otorgar el otro lado de la orilla. Lo que este instante tiene de único y desgarrador se debe al hecho de nunca poder pasar. En el “morir”, el horizonte del futuro está dado, pero el futuro como promesa de un presente nuevo es rechazado –estamos en el intervalo, para siempre intervalo. Intervalo vacío donde deben encontrarse los personajes de ciertos cuentos de Edgar Poe, en los cuales, la amenaza aparece en su proximidad, ningún gesto es posible para sustraerse de está proximidad, pero está misma proximidad; no puede terminar nunca. Angustia que se prolonga, en otros cuentos, como miedo de ser enterrado vivo: como si la muerte no estuviese jamás suficientemente muerta. Como si paralelamente a la duración de los vivos, corriese la eterna duración del intervalo –el entretiempo.
El arte cumple precisamente esta duración en el intervalo, en esa esfera en la que el ser tiene el poder de atravesar, pero donde su sombra se inmoviliza. La duración eterna del intervalo donde se inmoviliza la estatua, difiere radicalmente de la eternidad del concepto –es el entretiempo, nunca terminado, durando por siempre–, algo de inhumano y monstruoso.
Inercia y materia no dan cuenta de la muerte particular de la sombra. Ya la materia inerte se refiere a una sustancia en la cual se aferran sus cualidades. En la estatua, la materia conoce la muerte del ídolo. La prohibición de las imágenes es verdaderamente el mandamiento supremo del monoteísmo, de una doctrina que supera al destino –la creación y la revelación a contracorriente.

Por una crítica filosófica
El arte suelta la presa por la sombra.
Pero al introducir en el ser la muerte de cada instante –cumple su eterna duración en el entretiempo su unicidad, su valor. Valor ambiguo: único por no superable, porque incapaz de terminar no puede ir hacia algo mejor, no tiene la cualidad del instante vivo para el cual la salvación del futuro está abierta y donde puede terminar y sobrepasarse. Así, el valor de ese instante está hecho de su desgracia. Este valor triste es ciertamente lo bello del arte moderno opuesto a la belleza alegre del arte clásico.
Por otra parte, esencialmente liberado, el arte constituye, en un mundo de la iniciativa y de la responsabilidad, una dimensión de evasión.
Por ahí nos adherimos a la experiencia más común y banal del gozo estético. Es una de las razones que hacen aparecer el valor del arte. Nos proporciona en el mundo la oscuridad del fatum, pero sobre todo la irresponsabilidad que halaga como la ligereza y la gracia. Nos libera. Hacer o gozar una novela o un cuadro –no solo es tener que concebir, es también renunciar al esfuerzo de la ciencia, de la filosofía y del acto. No hablen no reflexionen, admiren en silencio y en paz –estos son los consejos de la sensatez satisfecha frente a lo bello. La magia reconocida en todos lados como la parte del diablo, goza en la poesía de una incomprensible tolerancia. Nos vengamos de la maldad produciendo su caricatura, la realidad la suprime sin matarla; conjuramos los malos espíritus llenando el mundo de ídolos que tienen bocas, pero que no hablan más. Como si el ridículo matara, como si a través de las canciones todo pudiese verdaderamente acabar. Encontramos un alivio cuando, más allá de las invitaciones a comprender y actuar, nos lanzamos en el ritmo de una realidad que sólo solicita su admisión en un libro o en un cuadro. El mito toma el lugar de misterio. El mundo por hacer es reemplazado por la terminación esencial de su sombra. No es desinterés por la contemplación, sino irresponsabilidad. El poeta se exila asimismo de la ciudad. Desde este punto de vista, el valor de lo bello es relativo. Hay algo de malévolo y egoísta y vil en el gozo artístico. Hay épocas que nos pueden dar vergüenza, como festejar en plena peste.
Así el arte no está comprometido por su propia virtud de arte. Es por esto que el arte no es el valor supremo de la civilización y no está prohibido pensar en una fase donde se encontrará reducido a una fuente de placer –que no podemos negar sin pecar de ridículo– teniendo su lugar –pero solamente un lugar– en la felicidad del hombre. ¿Es exagerado denunciar la hipertrofia del arte en nuestra época donde, casi para todos, éste es identificado con la vida espiritual?
Todo esto es verdad en el arte separado de la crítica que integra la obra inhumana del artista en el mundo humano. Ya sólo al abordar su técnica la crítica lo saca de su irresponsabilidad. Esta trata al artista como a un hombre que trabaja. Al buscar sus influencias, la crítica relaciona a este hombre no desprendido y orgulloso con la historia real. La crítica todavía preliminar. Ésta no enfrenta al acontecimiento artístico como tal: al oscurecimiento del ser en la imagen, a su suspensión en el entretiempo. El valor de la imagen para la filosofía reside en su situación entre dos tiempos y en su ambigüedad. El filósofo descubre más allá de la roca embrujada donde ésta resiste –todos los posibles que trepan a su alrededor. Los capta a través de la interpretación. Esto es plantear que la obra puede y debe ser considerada como un mito: a esta estatua inmóvil es preciso ponerla en movimiento y hacerla hablar. Empresa que no coincide con la simple reconstitución del original a partir de su copia. La exégesis filosófica habrá medido la distancia que separa el mito del ser real, tomará conciencia del acontecimiento creador mismo; acontecimiento que escapa al conocimiento, el cual va de ser en ser saltando los intervalos del entretiempo. Aquí el mito es a la vez la no-verdad y la fuente de la verdad filosófica, no obstante, si es verdad que la verdad filosófica; conlleva una dimensión propia de la inteligibilidad, no se satisface de leyes y causas que ligan entre ellos a los seres, sino que busca la obra de ser ella misma.
La crítica, al interpretar, escoge y limita. Pero si como elección permanece de este lado del mundo, en el más acá, que se ha establecido en el arte, ésta lo habrá reintroducido en el mundo inteligible donde se mantiene y que es la verdadera patria del espíritu. El escritor más lúcido se encuentra asimismo en el mundo embrujado de sus imágenes. Habla como si se moviese en un mundo de sombras –por enigmas, por alusiones, por sugestiones, en el equivoco–, como si la fuerza le faltara para plantear las realidades, como si no pudiese ir hacia ellas sin vacilar, como si cansado y torpe se comprometiera siempre más allá de sus decisiones, como si tirara la mitad del agua que nos trae. El más sagaz, el más lúcido se hace el loco. La interpretación de la crítica habla en plena posesión de sí, francamente a través del concepto que es como el músculo del espíritu.
La literatura moderna, vituperada por su intelectualismo, que por otro lado se remonta a Shakespeare, al Moliere de Don Juan, a Goethe, a Dostoïevski –manifiesta ciertamente una conciencia cada vez más nítida de esta arraigada insuficiencia de la idolatría artística. Con este intelectualismo el artista rechaza ser solamente artista; no porque quiera defender una tesis o una causa, sino porque tiene necesidad de interpretar el mismo sus mitos. Tal vez las dudas que ha arrojado la pretendida muerte de Dios sobre las almas después del Renacimiento, han comprometido para el artista la realidad de modelos a partir de ahora inconsistentes, y le han impuesto la carga de encontrarlos en el seno de su producción misma, le han hecho creer en su misión de creador y revelador. La tarea de la crítica permanece como esencial, incluso si Dios no estuviese muerto, sino solamente exilado. Pero aquí no podemos abordar la “lógica” de la exégesis filosófica del arte. Esto exigiría una amplificación de la perspectiva que voluntariamente ha sido limitada. Se trataría efectivamente de hacer intervenir la perspectiva de la relación con el otro –sin la cual el ser no podría ser expresado en su realidad, es decir, en su tiempo.

Traducción del francés de Saúl Kaminer.
© Emmanuel Levinas, “La réalite et son ombre”, Les imprévus de l’histoire, Ed. Fata Morgana, 1994. Se publicó por primera vez en la revista Les temps modernes en 1948.

mxfractal
Via: Tamara Filippetti



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