Roland Barthes – De la obra al texto




Es un hecho comprobado que desde hace algunos años se ha operado (o se opera) un cierto cambio en el interior de la idea que nos hacemos del lenguaje y, en consecuencia, de la obra (literaria) que debe a este mismo lenguaje al menos su existencia fenoménica. Este cambio está evidentemente ligado al desarrollo actual (entre otras disciplinas) de la lingüística, de la antropología, del marxismo y del psicoanálisis (la palabra «ligazón» se utiliza aquí de forma voluntariamente neutra: no se decide una determinación, aunque fuera múltiple y dialéctica). La novedad que tiene incidencia sobre la noción de obra no proviene forzosamente' de la renovación interior de cada una de estas disciplinas, sino más bien de su encuentro al nivel de un objeto que por tradición no surge de ninguna de ellas. Diríamos, en efecto, que lo interdisciplinario, de lo que hoy hacemos un valor fuerte de la investigación, no puede realizarse con la simple confrontación de saberes especiales: lo interdisciplinario no es en absoluto reposo: empieza efectivamente (y no por la simple emisión de buenos deseos) cuando la solidaridad de las antiguas disciplinas se deshace, quizás incluso violentamente, a través de las sacudidas de la moda, en favor de un objeto nuevo, de un lenguaje nuevo, que no están, ni el uno ni el otro, en el campo de las ciencias que se tendía apaciblemente a confrontar: precisamente este malestar de clasificación permite diagnosticar una cierta mutación. La mutación que parece recoger la idea de obra no debe, sin embargo, ser sobrevalorada; participa de un deslizamiento epistemológico, más que de un auténtico corte; éste, como se ha dicho a menudo, habría intervenido en el siglo pasado. con la aparición del marxismo y del freudismo; no se habría producido ningún corte posteriormente y podemos decir que, en cierto modo, desde hace cien años estamos en la repetición. Lo que la Historia, nuestra Historia, nos permite hoy es solamente deslizar, variar, sobrepasar, repudiar. Al igual que la ciencia einsteniana obliga a incluir en el objeto estudiado la relatividad de sus señales, por lo mismo la acción conjugada del marxismo, del freudismo y del estructuralismo obliga, en literatura, a relativizar las relaciones del escritor, del lector y del conservador (del crítico). Frente a la obra, noción tradicional, concebida durante mucho tiempo y todavía hoy de una forma, si se nos permite la expresión, newtoniana, se produce la exigencia de un objeto nuevo, obtenido por deslizamiento o derribo de las categorías anteriores. Este objeto es el Texto. Sé que esta palabra está de moda (yo mismo me veo .arrastrado a emplearla a menudo), y por tanto es sospechosa para algunos; pero precisamente por ello quisiera de alguna forma recordarme a mí mismo las principales proposiciones en cuya encrucijada se encuentra el Texto ante mis ojos: la palabra «proposición» debe entenderse aquí en un sentido más gramatical que lógico: son enunciaciones, no argumentaciones, «toques», si así lo prefieren, de los acercamientos que aceptan quedar como metafóricos. Estas son las proposiciones: conciernen al método, a los géneros, al signo, al plural, a la filiación, a la lectura, al placer. 
1. El Texto no debe entenderse como un objeto computable. En vano buscaríamos separar materialmente las obras de los textos. En particular, no debemos dejarnos arrastrar a decir: la obra es clásica, el texto pertenece a la vanguardia; no se trata de establecer en nombre de la modernidad un grosero palmarés y declarar in a algunas producciones literarias y out a otras, por su situación cronológica: puede existir «texto» en una obra muy antigua, y muchos productos contemporáneos no tienen, en absoluto, nada en cuanto texto. La diferencia es la siguiente: la obra es un fragmento de sustancia, ocupa una porción del espacio de los libros (por ejemplo, en una biblioteca). El Texto, por su parte, es un campo metodológico. La oposición podría recordar (pero en ningún caso reproducir palabra por palabra) la distinción propuesta por Lacan: la «realidad» se muestra, lo «real» se demuestra; al igual que la obra se ve (en las librerías, en los ficheros, en los programas de examen), el texto se demuestra, se habla según ciertas reglas (o contra ciertas reglas); la obra se sostiene en la mano, el texto se sostiene el lenguaje: sólo existe tomado en un discurso (o mejor: es Texto por lo mismo que él lo sabe); el Texto no es la descomposición de la obra; la obra es la cola imaginaria del Texto. O, todavía más: El Texto sólo se experimenta en un trabajo, una producción. Se deduce de ello que el Texto no puede pararse (por ejemplo en un estante de biblioteca); su movimiento constitutivo es la travesía (puede especialmente atravesar la obra, varias obras). 
2. De la misma forma, el Texto no se reduce a la (buena) literatura; no puede ser tomado en el interior de una jerarquía, ni siquiera un recortado de los géneros. Lo que le constituye es, por el contrario (o precisamente) su fuerza de subversión con respecto a las antiguas clasificaciones. ¿Cómo clasificar a Georges Bataille? ¿es este escritor un novelista, un poeta, un ensayista, un economista, un filósofo, un místico? La respuesta es tan poco confortable que se prefiere generalmente olvidar a Bataille en los manuales de literatura; de hecho, Bataille ha escrito textos, o, incluso, siempre un solo y mismo texto. Si el texto presenta problemas de clasificación (por otra parte ésta es una de sus funciones «sociales»), se debe a que implica siempre una cierta experiencia del límite (por adoptar una expresión de Phillippe Sollers). Thibaudet hablaba ya (pero en un sentido muy restringido) de obras-límite (como la Vie de Rance de Chateaubriand, que, efectivamente, se nos aparece hoy como un «texto»): el Texto es lo que se sitúa en el límite de las reglas de la enunciación (la racionalidad, la legibilidad, etc.). Esta idea no es retórica, no recurrimos a ella para hacer algo «heroico»: el Texto intenta situarse muy exactamente detrás del límite de la doxa (la opinión corriente, constitutiva de nuestras sociedades democráticas, ayudada fuertemente por las comunicaciones de masas, ¿no está definida por sus límites, su energía de exclusión, su censura?); tomando la palabra al pie de la letra, se podría decir que el Texto siempre es paradójico. 
3. El Texto se acerca, se prueba, en relación con el signo. La obra se cierra sobre un significado. Se pueden atribuir a este significado dos modos de significación: o bien se le pretende aparente, y la obra es, en este caso, objeto de una ciencia de la letra, que es la filología; o bien este significado es reputado por secreto, último; hay que buscarlo, y la obra depende entonces una hermenéutica, de una interpretación (marxista, psicoanalítica, temática, etc.); en suma, la obra funciona ella misma como un signo general y es normal que figure una categoría institucional de la civilización del Signo. El Texto, por el contrario, practica un retroceso infinito del significado, el texto es dilatorio; su campo es el del significante; el significante no debe ser imaginado como «la primera parte del sentido», su vestíbulo material, sino. muy al contrario, como su demasiado tarde; igualmente, el infinito del significante no remite a idea alguna inefable (de significado innombrable), sino a la de juego; el engendramiento del significante perpetuo (a la manera de un calendario del mismo nombre) en el campo del texto (o, mejor: cuyo texto es el campo) no se produce según una vía orgánica de maduración, o según una vía hermenéutica de profundización, sino mejor según un movimiento serial de desenganchamientos, de encabalgamientos, de variaciones; la lógica que regula el Texto no es comprensiva (definir que quiere decir» la obra), sino metonímica; el trabajo de las asociaciones, de las contigüidades, de las acumulaciones, coincide con una liberación de la energía simbólica (si le faltara, el hombre moriría); la obra (en el mejor de los casos) es mediocremente simbólica (su simbólica se detiene bruscamente; es decir, se para); el Texto es radicalmente simbólico: una obra cuya naturaleza íntegramente simbólica se concibe, percibe y recibe, es un texto. El Texto, de esta forma, es restituido al lenguaje: como él, está estructurado, pero descentrado, sin clausura (notemos, para responder a la despectiva sospecha de «moda», bajo la que se pone algunas veces al estructuralismo, que el privilegio epistemológico reconocido actualmente al lenguaje se apega precisamente al hecho de que en él hemos descubierto una idea paradójica de la estructura: un sistema sin fin ni centro). 
4. El Texto es plural. Esto no solamente quiere decir que tiene varios sentidos, sino que realiza el plural mismo del sentido: un plural irreductible (y no solamente aceptable). El Texto no es coexistencia de sentidos, sin paso, sin travesía: no puede, pues, depender de una interpretación. incluso liberal, sino de una explosión, de una diseminación. El plural del Texto se apega. en efecto, no a la ambigüedad de sus contenidos. sino a lo que podríamos llamar la pluralidad estereográfica de los significantes que lo tejen (etimológicamente, el texto es un tejido): el lector del Texto podría ser comparado a un sujeto ocioso (que habría distendido en él toda ficción): este sujeto pasaderamente vacío se pasea (esto le ha sucedido al autor de estas líneas y con ello accedió a una idea viva del texto) por el flanco de un valle en cuyo fondo corre oued (el oued ha sido puesto ahí para atestiguar un determinado cambio de ambiente ; lo que percibe es múltiple. irreductible, procedente de sustancias y de planos heterogéneos, despegados: luces, vegetaciones. calor, aire, explosiones tenues de ruidos. suaves gritos de pájaros, voces de runos al otro lado del valle, pasos, gestos, vestidos de habitantes muy cercanos o alejados: todos estos incidentes son semi-identificables: provienen de códigos conocidos, pero su combinatoria es única, funde el paseo en una diferencia que sólo podrá repetirse como diferencia. Así sucede en el texto: no puede ser él mismo más que en su diferencia (lo que quiere decir: su individualidad); su lectura es semelfactiva (lo que convierte en ilusoria toda ciencia inductiva-deductiva de los textos: no hay «gramática» del texto), y, sin embargo, está tejida completamente con citas, referencias, ecos: lenguajes culturales (¿qué lenguaje no lo es?), antecedentes o contemporáneos, que lo atraviesan de parte a parte en una vasta estereofonía. Lo intertextual en que está comprendido todo texto, dado que que él mismo es el entre-texto de otro texto, no puede confundirse con un origen de texto: buscar las «fuentes, las «influencias» de una obra, es satisfacer el mito de la filiación; las citas con las que se construye el texto son anónimas, ilocalizables, y, sin embargo, ya leídas: son citas sin comillas. La obra no altera ninguna filosofía monista (ambas, como es sabido, son antagonistas); para esta filosofía, el plural es el Mal. Así, frente a la obra, el texto podría adoptar como lema la palabra del hombre frente a los demonios (Marcos, 5, 9): «Mi nombre es legión, porque somos muchos». La textura plural o demoníaca que opone el texto a la obra puede implicar modificaciones profundas de lectura, precisamente donde el monologisrno parece ser la Ley: algunos de los «textos» de la Sagrada Escritura, recuperados tradicionalmente por el monismo teológico (histórico o anagógico), se ofrecerán quizás a una disfracción de los sentidos (es decir, finalmente, a una lectura materialista), mientras que la interpretación marxista de la obra, hasta aquí resueltamente monista, podrá materializarse mejor al pluralizarse (en cualquier caso, si lo permiten las «instituciones» marxistas). 
5. La obra está comprendida en un proceso de filiación. Se postula una determinación del mundo (de la raza, más tarde de la historia) sobre la obra, una consecución de las obras entre sí y una apropiación de la obra por su autor. El autor es reputado por padre y propietario de su obra; la ciencia literaria enseña, pues, a respetar el manuscrito y las intenciones declaradas del autor, y la sociedad postula una legalidad de la relación del autor con su obra (es el «derecho de autor», reciente, a decir verdad, dado que sólo fue realmente legalizado con la Revolución). El Texto se lee sin la inscripción del Padre. La metáfora del texto se despega, una vez más, aquí, de la metáfora de la ésta remite a la imagen un organismo que crece por expansión vital, por «desarrollo» (palabra significativamente ambigua: biológica y retórica); la metáfora del Texto es la de la red; si el Texto se amplía, es por efecto de una combinatoria, de una sistemática (imagen cercana, por otra parte, a los puntos de vista de la biología actual sobre el ser vivo); ningún «respeto» vital se debe, pues, al Texto: puede ser roto (por otra parte, es lo que hacía Edad Media con dos textos, sin embargo, autoritarios: la Sagrada Escritura y Aristóteles); el Texto puede leerse sin la garantía de su padre; la restitución del intertexto elimina, paradójicamente, la herencia. No significa que el autor no pueda «regresar» al Texto, a su texto; pero, en este caso, lo hace, por así decirlo, a título de invitado; si es novelista, se inscribe en él como uno de sus personajes. dibujados sobre el tapete; su inscripción no es ya privilegiada, sino lúdica: se convierte, Dar así decirlo, en un autor de papel: su vida ya el origen sus fábulas, sino una fábula concurrente con su obra: hay una reversión de la obra sobre la vida (y no el caso contrario); es la obra de Proust, de Genet, lo que permite leer su vida como un texto: la palabra «biografía» alcanza de nuevo un sentido fuerte, etimológico, y, a la vez, la sinceridad de la enunciación, auténtica «cruz» de la moral literaria, se convierte en falso problema: el yo que escribe el texto no es, tampoco, más que un yo de papel. 
6. Ordinariamente, la obra es objeto de un como hago aquí demagogia alguna al referirme a la cultura llamada de consumo, pero hay que reconocer que hoy, es la «calidad» de la obra (lo que finalmente supone una apreciación de «gusto») y no la operación misma de la lectura lo que puede establecer diferencias entre los libros: la lectura «cultivada» no difiere estructuralmente de la lectura de tren (en los trenes). El Texto (aunque fuera solamente por su frecuente «ilegibilidad») decanta a la obra de su consumo y la recoge como juego, trabajo, producción, práctica. Ello quiere decir que el Texto exige el intento de abolir (o, al menos, disminuir) la distancia entre la escritura y la lectura, no intensificando la proyección del lector hacia el interior de la obra, sino ligando a ambos en una misma práctica significante. distancia que separa la lectura de la escritura es histórica. En los tiempos de más acentuada división social (antes de la instauración de las culturas democráticas), leer y escribir eran, igualmente, privilegios de clase: la Retórica. gran código literario de esos tiempos, enseñaba a escribir (incluso si lo que se producía ordinariamente discursos, y no textos); es significativo que la llegada de democracia invirtiera la consigna: aquello de que se enorgullecía la Escuela (secundaria) era de enseñar a leer bien, y no a escribir (el sentimiento de esta carencia vuelve, hoy, a estar de moda: se exige al maestro que enseñe al estudiante a «expresarse»: lo que, de alguna forma, es reemplazar una censura por un contrasentido). De hecho, leer, en lugar de consumir, no significa con el texto. «Jugar» debe ser tomado aquí en toda la polisemia del vocablo: el texto mismo juega (como una como en el que existe el «juego»): y el lector juega, a su vez, dos veces: juega al Texto (sentido lúdico), busca una práctica que lo re-produzca; pero para que esta práctica no se reduzca a una mimesis pasiva, interior (precisamente es el Texto quien se resiste a esta reducción), juega el texto; no hay que olvidar que «jugar» es también un término musical (1); la historia de la música (como práctica, no como «arte») es, por otra parte, bastante paralela a la del Texto; hubo una época en la que los aficionados activos eran numerosos (al menos en el interior de una clase determinada) ; «interpretar» y «escuchar» constituía una actividad poco diferenciada; más tarde aparecieron sucesivamente dos papeles: primero, el de intérprete, en quien el público burgués (aunque todavía supiera interpretar un poco: ésta es toda la historia del piano) delegaba su interpretación; más tarde el del aficionado (pasivo), que escucha música sin saber interpretarla (al piano, efectivamente, ha sucedido el disco); es sabido que hoy la música post-serial ha trastocado el papel del «intérprete», a quien se ha pedido ser, de alguna forma, co-autor de la partitura, que él completa, más que «expresarla». El es, más o menos, una partitura de esta nueva clase: solicita del lector una colaboración práctica. Gran innovación, puesto que, la obra, ¿quién la ejecuta? (Mallarmé se ha planteado la cuestión: quiere el auditorio produzca el libro); hoy, sólo el crítico ejecuta la obra (admito el juego de palabras). La reducción de la lectura a un consumo es evidentemente responsable del «aburrimiento) muchos experimentan ante el texto moderno (ce ilegible»), el film o el cuadro de vanguardia: aburrirse decir que no se puede producir el texto, jugarlo, deshacerlo, hacerlo partir. 
7. Esto nos lleva a plantear (a proponer) un último acercamiento al Texto: el del placer. No sé si ha existido alguna vez una estética hedonista (los mismos filósofos eudemonistas son raros). Ciertamente, existe un placer de la obra (de algunas obras); puede encarnarme leer y releer a Proust, Flaubert, Balzac, e incluso, por qué no, a Alexandre Dumas; pero este placer, por vivo que sea, e incluso aunque estuviera desprovisto de todo prejuicio. queda parcialmente (salvo un esfuerzo crítico excepcional) como un placer de consumo; puesto que si puedo leer a estos autores, sé también que no puedo re-escribirlos (que no es posible escribir hoy de esta forma); y este saber, bastante triste, es suficiente para separarme de la producción de estas obras, en el mismo momento en que su alejamiento funda mi modernidad (ser moderno, ¿no es conocer realmente aquello que no podemos reemprender?). El Texto está ligado al goce, es decir, al placer sin separación. Orden del significante, el Texto participa, a su manera, de una utopía social; antes que la Historia (suponiendo que ésta no escoja la barbarie), el Texto lleva a cabo, si no la transparencia de las relaciones sociales, al menos la de las relaciones de lenguaje: es el espacio en el que ningún lenguaje corta el camino a otro, en el que circulan los lenguajes (manteniendo el sentido circular del vocablo). 
Estas pocas proposiciones no constituyen forzosamente las articulaciones de una Teoría del Texto. Esto no afecta únicamente a las insuficiencias del presentador (que, por otra parte, se ha limitado, en muchos puntos, a recoger lo que buscan junto a él). Esto afecta al hecho de que una Teoría del Texto no puede satisfacerse con una exposición meta-lingüística: la destrucción del meta-lenguaje, o, al menos (puesto que puede resultar preciso recurrir provisionalmente a él), su puesta en sospecha, forman parte de la teoría misma: el discurso sobre el Texto no debería ser, a su vez, más que texto, búsqueda, trabajo de texto, dado que el Texto es este espacio social que no deja ningún lenguaje abrigo del exterior, ni a ningún sujeto de la enunciación en situación de juez, de dueño, de confesor, de descifrador: la teoría del Texto no puede coincidir más que con una práctica de la escritura
(1). Aquí, Barthes utiliza las palabras jeu-jouer, en el doble sentido que tienen en francés: jugar interpretar (tocar, ejecutar una obra, representar un dramático). A mismo vocablo francés corresponden, pues, dos vocablos castellanos (N. del T.). 
En De l’œuvre au texte («Revue d’Esthétique», nº 3, 1971.

De Barthes, Roland. ¿Por dónde empezar? Tusquets Editores, Barcelona, 1974. Págs. 71-81. Traducción de Francisco Llinás.



Jacqueline Risset - Sobre las reglas del juego




Si escribir sobre el hecho de escribir representa oscilar entre la reducción sistemática y la indebida sacralización, entre la manera de emplear una actividad delimitada y la descripción metafórica de un ejercicio inefable, ¿para qué escribir sobre el hecho de escribir? 
¿Por qué, cuando se escribe, hay que hacerlo precisamente sobre esta actividad? 
La respuesta está en que escribir es un juego. Si es posible observar de qué juego se trata, hay que escribir sobre él, sobre el hecho de escribir. 

Escribir no es ninguna ocupación inefable, no es una, exploración lejana. No hay más que un mundo y es en él donde se escribe (con él y con sus pequeñas partes). Escribir no significa volar hacia un texto separado que nos tenga que alejar de aquí, sino pasar de un punto a otro, de un punto a otro que se encuentran en un mismo lugar. Escribir no es ninguna propiedad privada; no se escribe sólo en un papel, con una pluma; sino en cualquier parte, en todas partes. 

Pero tampoco se trata de una actividad unificadora y reductible. Por esta razón escribir sobre el hecho de escribir puede convertirse en un paréntesis que esconda este principio básico: que escribir es, ante todo, chocar con la imposibilidad de escribir, O más exactamente: es algo que se produce entre dos imposibilidades: la del pensamiento y la del propio texto. 
La imposibilidad del pensamiento se descubre en los impedimentos de todo pensamiento «libre», «de buena voluntad». La experiencia de la escritura es la experiencia del trazo que, más allá del pensamiento, prohíbe todo pensamiento primigenio. Se produce como un eco al revés, y la acción de escribir tiene lugar entre ambas voces: la primera se da a conocer retrospectivamente a través de la segunda. El tiempo lineal no cuenta para nada; el antes y el después no se distinguen más que por su función espacial («el antes y el después se suceden alternativamente»). Toda escritura es repetición, pero no una repetición de algo que se encuentra fuera de ella misma, puesto que lo que constituye el trazo es precisamente escribir, imposibilitando de esta forma la acción del propio pensamiento. Éste no es más que el gesto. 
¿Cómo se desarrolla el resto a partir de ahí? ¿Por qué tiene que haber un resto? ¿Por qué no detener el gesto en este cogito negativo, en el enunciado de la propia imposibilidad tal como se presenta? Pues precisamente porque todo se precipita en la merma del pensamiento. Todos los textos son provisionales, son residuos de su propia secuencia. Hay una reactivación necesaria: la secuencia; así, escribir es lo contrario de una sustancia estable, es un acto reanudado, lanzado de nuevo de adelante hacia atrás, tenso. Es una actividad separada por una cantidad de cadáveres intermedios, una experiencia del olor de la descomposición inmediata (contraria al pensamiento puro, lineal); no hay nada «en embrión», nada por desarrollar, nada definitivamente nacido. 
Por esta razón no existe ningún texto, no existe ningún texto estampado en una página: «poesía», eternización hipotética de un resultado, unitaria, global, opaca. La escritura es siempre fragmentada. A causa de sus anulaciones repetidas, es la institución de «otro juego». La «Poesía» produce una sacralización a priori porque el poema se presenta como reflejo de una experiencia autoritaria, como una sustancia que se propaga (sustantivos). (Algunas veces las poesías de Bataille, mediante los sustantivos cargados de alusión a un antes que se ha sugerido, operan esta sacralización del género poético que es, al mismo tiempo, una devaluación del texto. En sus poemas no pasa nada; todo ha pasado antes.) 
No pasa nada, ni antes ni después, sino un fragmento renovado. Escribir no es lo sustantivo, sino la sintaxis viva, las articulaciones (las partículas, las conjunciones «lógicas»), es un discurso que se busca a sí mismo, imposible, e imposible de pensar fuera del contexto donde se encuentra. Y ahí precisamente porque no hay ningún antes privilegiado, sino que todo cuenta. En la página, en los espacios legibles, todo se lee. Pero en la multiplicidad de las lecturas que se superponen al mismo tiempo, hay que intentar el fracaso de las lecturas a priori que se imponen (de esta forma el juego va fracasando, va convirtiéndose en lectura de la lectura del juego: teoría). 

Escribir es hacer la experiencia de la discontinuidad, ni Pensamiento, ni Poesía (no se trata, sin embargo, de la discontinuidad temporal, no se trata de intermitencias psicológicas, ni de la recensión de los momentos privilegiados). Proust -con el acento puesto en el «tiempo»- dibujaba la interpenetración del tiempo y del espacio (rebote de uno sobre el otro), relacionada con la operación principal de la escritura, interpenetración como génesis de objetos inestables, lugares de encuentro, «misceláneas», lo que no es más que la función de la ficción narrada. El relato se sirve de ficciones, sin elección originaria (recitar es recitarse), pero la operación del relato, catálogo de fantasmas, no se detiene ahí, actúa luego (al mismo tiempo), después del relato, del retorno del fantasma, retorno que no es simétrico ni es la imagen inversa del fantasma (entonces sería igual y enteramente fantasma); contempla sus comienzos, las líneas del fantasma. La operación del relato es una carrera de psicosis (que pasa por la psicosis, pero que va más lejos y cambia, en la medida de lo posible y más rápido que, ella, el texto y la letra). (Su parecido con la psicosis nos puede servir ahora para una nueva sacralización que lo desfigura todo: la maldición (la Locura) sumada a otra maldición (el Pensamiento rechazado), que nos dé la inocencia -forma de desarmar el discurso (o el no-discurso).) Pero esto no es todavía la escritura. 

La escritura se produce cuando el conjunto (del yo) se convierte en juego. ¿Cuándo hay juego? Completamente, jamás, puesto que todo texto es un residuo. En el juego no hay residuo, el funcionamiento es integral. Así pues, todo texto está retrasado en relación con el juego efectivo; pero este retraso no es cronológico. y dado que lo que está en juego no son los objetos, tiene que ser el propio pensamiento. 
El juego, colocado en el texto, es funcionamiento, y al mismo tiempo, puesta en juego. No hay objetos en el pensamiento, ni tampoco instrumentos. Hay que comer también el plato; de ahí que lo que se come no es ya 10 que se come, sino que es inevitablemente el plato de su propio plato. Asistimos al intercambio generalizado de las propiedades, al anagrama, nombre fragmentado indefinidamente como el cuerpo de Dionisos, pero sin ningún centro. ¿Qué nombre le podemos dar? Ningún fonema privilegiado, sino una cadena, el funcionamiento en eco repetido, la «rima». 

Se escribe con fantasmas, en todas partes hay ideología. Inevitablemente. Y, sin embargo, de pronto estamos ante el puro «lado exterior»: y es que escribir no purifica, no desenmascara, sino que hace jugar a las ideologías (aquí vemos el aspecto «contra natura» de la escritura: las ideologías no juegan solas). Pero tampoco hay que detenerse ahí: si este juego no construye la teoría del juego, se queda encerrado, se convierte en un «pequeño exterior» en el interior del «gran interior»: es como una burbuja de aire en la ideología, como un oasis previsto, localizado, como una fuente en un desierto que ella misma contradice, como su propiedad escondida. Perseo, después de haber dado muerte a la Medusa fuera del agua, colaboró luego y accesoriamente al asesinato de Dionisos precisamente por no haber leído lo que hacía, por no haber hecho la teoría de su juego. 
El juego puesto en juego en la escritura no puede fijarse un espacio; hay que poder entrar y salir, y volver a empezar: lo que provisionalmente rompe la esfera confinante es la teoría. La esfera atrae al juego. Suspendido, conjunto de intercambios establecidos por doquier, el juego se inmoviliza si él mismo no se piensa en la medida de su conjunto; la teoría lo atraviesa, lo reactiva, y por consiguiente, lo coloca, entre la muerte y el nacimiento, allí donde se encuentra. 

El relato, en el juego, contempla la continuidad circular, negra; pero no procede de ella, no conmemora nada. Carga, descarga y articula. La fábula ejerce la función sintáctica, la sintaxis es relato en el relato: los propios ejes se intercambian. El texto entero es un todo inestable en relación con los textos; es contexto para un texto futuro, ha transformado el texto precedente en contexto. Y el primer texto sólo es contexto por (para) el segundo mediante su lectura. Intercambio rápido, multiplicación de las superficies; cada frase es una cita, es decir: se ha transportado a la superficie donde se encuentra procedente de otra superficie que la frase nos ofrece al sesgo; lo que vemos es el recorte cada vez más posible y cada vez más límpido de las diferentes superficies: es la diferencia lo que cada vez constituye el residuo en cada operación en el caso de que ésta vuelva a empezar y se reanude en otra parte. 
Lo que puede hacer este juego son los actos que se inscriben como leyes: «cada vez»... Que cada punto particular, «concreto», sea al mismo tiempo gesto de ley (provisional) aprehensible únicamente allí. 
Por consiguiente, hay cierto punto -el móvil- que tenemos que encontrar y volver a atravesar, en el cual escribir y escribir sobre el hecho de escribir se encuentran y se juntan (de lo contrario escribir quedaría repleto de su antes ilusorio, entraría en el tiempo sin herirlo, ignoraría el espacio, fijaría lo que encontrara; de lo contrario las reglas del juego no se abrirían a lo que está «fuera de juego», no prepararían la caída, la tierra, el choque que anulan las reglas del juego). 
De vez en cuando las leyes se cruzan con sus aplicaciones.

Jacqueline Risset, «Sobre las reglas del juego» texto inédito. En Tel Quel: «Poésie et prose» (n.º 22); «Récit» (n.º 27); «Aprè-récit» (n.º 30); «Jeu» nº 36. En: Teoría de conjunto. Redacción de Tel Quel, Seix Barral, Barcelona, 1971. Págs. 301-305.
Jacqueline Risset. Poeta francesa conocida por su trabajo en el consejo de la revista literaria "Tel Quel", junto con Julia Kristeva y Philippe Sollers, y por sus traducciones de la poesía italiana al francés, especialmente sus versiones de Dante. De los libros de Jacqueline Risset se destacan: Los poderes del sueño y Comienza la traducción. Risset nació en Besançon, en 1933. Es profesora de literatura francesa en la Universidad La Sapienza en Roma.

Charles Darwin – La expresión de las emociones (II)






Charles Darwin by Maull and Polyblank for the Literary and Scientific Portrait Club (1855)



Atención centrada en uno mismo. –Vergüenza. Timidez. –Modestia: sonrojo 
Naturaleza del rubor. –Herencia. –Partes del cuerpo más afectadas. –El sonrojo en las diversas razas humanas. –Gestos que acompañan al rubor. –Mente aturdida. –Causas del rubor. –La atención centrada sobre uno mismo como factor fundamental. –Timidez. –Vergüenza por transgresión de leyes morales o de reglas sociales. –Modestia. –Teoría del sonrojo. –Recapitulación. 
El rubor es la más peculiar y más humana de todas las expresiones. Los monos enrojecen de cólera, pero se requeriría una cantidad abrumadora de pruebas para hacernos creer que algún animal pueda sonrojarse. El enrojecimiento de la cara por el rubor se produce por relajación del recubrimiento muscular de las arterias a partir de las cuales los capilares se llenan de sangre, y ello se debe a que resulta afectado el propio centro vaso-motor. Sin duda, cuando existe al mismo tiempo una gran agitación mental, toda la circulación se ve afectada, pero no es a causa de la actividad del corazón por lo que la red de diminutos vasos que cubren la cara se llegan a inundar de sangre bajo un sentimiento de vergüenza. Podemos provocar risas cosquilleando la piel llanto o enfado con un puñetazo; temblor por el miedo al dolor. y muchas más cosas. Pero no podemos producir un rubor, como señala el Dr. Burgess (1), por ningún medio físico, esto es, por ninguna acción sobre el cuerpo: es la mente la que debe ser afectada. El sonrojo no sólo es involuntario, sino que el deseo de evitarlo, al centrar la atención en uno mismo, no hace en realidad sino aumentar la tendencia. 
Los jóvenes se ruborizan con mucha más facilidad que los adultos, aunque no sucede lo mismo durante la infancia (2), cosa digna de tenerse en cuenta pues, como sabemos, los niños se ponen rojos de cólera desde edades muy tempranas. He recibido informes auténticos de dos niñas pequeñas que se sonrojaban entre los dos y los tres años, y de otro niño muy sensible, un año mayor, que se sonrojaba cuando le reprendían por una falta. Muchos niños en edades algo más avanzadas se ruborizan de un modo muy visible e intenso. Parece que las facultades mentales de los niños muy pequeños no están aún lo suficientemente desarrolladas como para permitir que se ruboricen. También por esa misma razón es raro que los idiotas se ruboricen. El Dr. Crichton Browne observó a sugerencia mía a los idiotas que están a su cuidado, pero nunca vio un rubor genuino, aunque ha visto cómo sus rostros enrojecían, al parecer de contento, cuando se colocaba la comida ante ellos, y también de ira. De todas las maneras algunos que no están degradados por completo son capaces de sonrojarse. Por ejemplo, el Dr. Behn ha descrito (3) a un idiota microcefálico de trece años de edad cuyos ojos brillaban algo cuando estaba contento o entretenido, ruborizándose y volviéndose de espaldas cuando estaba desnudo para un examen médico. 
Las mujeres se ruborizan mucho más que los hombres. Es raro ver a un hombre mayor sonrojado, pero no es tan raro ver así a una mujer ya adulta. Los ciegos no se libran de ello: Laura Bridgman, quien nació en este estado, así como sorda por completo, también se ruboriza (4). El Rev. R. H. Blair, director del Worcester College, me informa de que tres niños que nacieron ciegos, aparte de otros siete u ocho que había antes en el Asilo, tienen una gran capacidad para ruborizarse. Los ciegos no son en principio conscientes de que son observados, y uno de los aspectos más importantes de su educación, según me ha contado el Sr. Blair, es grabar este conocimiento en su mente. Una vez que se ha conseguido meter esta idea puede verse muy reforzada la propensión al sonrojo, al fortalecer el hábito de centrar la atención en uno mismo. 
La propensión al sonrojo es heredada. El Dr. Burgess presenta el caso (5) de una familia compuesta del padre, la madre y diez hijos, todos los cuales sin excepción son propensos al sonrojo hasta extremos muy molestos. Los niños se hicieron mayores «y algunos de ellos fueron enviados a viajar para ver si se libraban de esta sensibilidad enfermiza, pero nada de ello sirvió de lo más mínimo». Incluso las peculiaridades que se dan en el rubor parecen heredarse. Sir James Paget, mientras examinaba la espina dorsal de una muchacha se sorprendió por su singular manera de sonrojarse: una gran mancha roja apareció primero en una mejilla y después otras manchas diseminadas por la cara y el cuello. Con posterioridad preguntó a la madre si su hija siempre se sonrojaba de modo tan peculiar, y recibió esta respuesta: «Sí, lo ha tomado de mí». Sir J. Paget notó entonces que al preguntar esta cuestión había provocado el rubor de la madre, quien manifestó la misma particularidad de su hija. 
En muchos casos la cara, orejas y cuello, son las únicas zonas que enrojecen, pero muchas personas cuando se ruborizan intensamente notan calor y hormigueo por todo el cuerpo. Esto demuestra que en alguna medida toda la superficie resulta afectada. Se afirma a veces que el sonrojo empieza por la frente, pero es más normal que empiece por las mejillas extendiéndose después a las orejas y cuello (6). En dos albinos examinados por el Dr. Burgess el rubor comenzó por una pequeña mancha delimitada en las mejillas, sobre el plexo del nervio parotídeo, y después se extendió en círculo. Entre este círculo sonrojado y el rubor del cuello había una clara línea de demarcación, aunque ambas surgieron a la vez. La retina, que es normalmente roja en los albinos, siempre se ponía aún más roja en esos momentos (7). Todos deben haber notado la facilidad con que se suceden los sonrojos uno tras otro en la cara después de haberse producido el primero. El sonrojo viene precedido por una peculiar sensación en la piel, y de acuerdo con el Dr. Burgess al enrojecimiento de la piel suele sucederle una suave palidez, lo cual demuestra que los capilares se contraen después de dilatarse. En algunos casos raros, y bajo condiciones que por lo general provocan rubor, se produce palidez en vez de enrojecimiento. Por ejemplo, una señora joven me dijo que en una gran y concurrida fiesta se enganchó con tal fuerza el pelo con el botón de un sirviente que pasaba, que se necesitó bastante tiempo para desenredarlo. A juzgar por sus propias sensaciones pensó que se había puesto roja como la grana, pero un amigo suyo le aseguró que se había quedado pálida por completo. 
Estaba yo deseoso de saber hasta qué zonas del cuerpo podía extenderse el rubor. Sir J. Paget, quien tiene por necesidad frecuentes oportunidades para observarlo, aceptó amablemente fijarse en esta cuestión a lo largo de dos o tres años. Descubrió que en las mujeres cuya cara, orejas y nuca o cuello se sonrojan con intensidad, el rubor no suele extenderse muy abajo por el cuerpo. Es difícil que se manifieste más abajo de las clavículas y los omoplatos. Nunca he podido encontrar por mí mismo ni un sólo ejemplo en que se extendiera .más allá de la parte superior del pecho. También he advertido en ciertos casos que el rubor no se desvanece hacia abajo de forma gradual e insensible sino por irregulares manchas rosadas. El Dr. Langstaff ha observado, también a petición mía, a varias mujeres cuyo cuerpo no enrojeció lo más mínimo mientras su rostro se ruborizaba como la grana. En los enfermos mentales, algunos de los cuales son particularmente propensos al sonrojo, el Dr. J. Crichton Browne ha visto varias veces cómo el rubor se extendía hasta las clavículas, y en dos ejemplos hasta los senos. El me transmitió el caso de una mujer casada de 27 años que sufría de epilepsia. La mañana siguiente a su ingreso en el asilo, el Dr. Browne junto con sus asistentes la visitaron mientras estaba en el lecho. En el mismo momento de acercarse un rubor intenso cubrió sus mejillas y sienes, y el sonrojo se extendió enseguida a las orejas. Estaba muy agitada y temblorosa; se desabrochó el cuello de la camisa para que explorara el estado de sus pulmones y entonces un vivo enrojecimiento avanzó sobre su pecho en una línea arqueada sobre el tercio superior de cada seno, extendiéndose hacia abajo, poco más o menos por el cartílago ensiforme del esternón. Este caso es interesante porque la extensión del rubor hacia abajo no se produjo sino cuando se intensificó por haber dirigido su propia atención hacia estas zonas de su cuerpo. Según avanzaba la exploración se fue serenando y el rubor desapareció, pero en varias ocasiones posteriores se pudo observar el mismo fenómeno. 
Los hechos anteriores demuestran que, por regla general, en las mujeres inglesas el sonrojo no se extiende por debajo del cuello y de la parte superior del pecho. No obstante, Sir J. Paget me ha informado de que hace poco ha oído de un caso de toda confianza, según el cual una muchachita quedó impresionada por algo que juzgó como una indelicadeza y se le sonrojó todo el abdomen y la parte superior de las piernas. Moreau cuenta también (8), basándose en la autoridad de un famoso pintor, cómo nada más quitarse la ropa enrojecieron el pecho, hombros, brazos y todo el cuerpo de una muchacha después de haber consentido a regañadientes en servir como modelo. 
Es un problema bastante curioso el de por qué en muchos casos sólo enrojecen la cara, orejas y cuello, habida cuenta de que a veces toda la superficie del cuerpo se tiñe y acalora. Ello parece depender sobre todo de que la cara y partes adyacentes de la piel han estado por costumbre expuestas al aire, la luz, y las alteraciones de la temperatura, con lo cual las pequeñas arterias no sólo han adquirido el hábito de dilatarse y contraerse con facilidad, sino que parecen haber llegado a desarrollarse más allá de lo normal en comparación con las de otras partes del cuerpo (9). Tal como el Sr. Moreau y el Dr. Burgess han señalado, es probable que debido a esta misma causa la cara sea tan propensa a enrojecer en circunstancias muy variadas, tales como acceso de fiebre, un calor normal, el ejercicio violento, la cólera, un ligero golpe, etc., y que por otro lado sea propensa a ponerse pálida de frío y miedo, y a quedarse descolorida durante el embarazo. La cara es también particularmente propensa a pequeños desarreglos cutáneos, viruelas, erisipelas, etc. Esta opinión se asienta también en el hecho de que los hombres de ciertas razas, quienes tienen la costumbre de ir casi desnudos, enrojecen con frecuencia por los brazos y el pecho e incluso por debajo de la cintura. Me cuenta el Dr. Crichton Browne que una señora que se sonroja mucho, cuando se siente avergonzada o está intranquila, se sonroja por toda la cara, cuello, muñecas y manos, es decir, por todas las partes expuestas de la piel. De todos modos cabe poner en duda que la exposición habitual de la piel de la cara y cuello, y su consiguiente facultad de reacción ante todo tipo de estímulos, basten por sí solas para explicar la tendencia tan fuerte a que en las mujeres inglesas estas zonas se sonrojen más que otras. Las manos están muy bien dotadas de pequeños nervios y vasos, y están tan expuestas al aire como la cara y el cuello y sin embargo es raro que se sonrojen. Enseguida veremos cómo el hecho de haber estado dirigida la atención de la mente con mucha mayor frecuencia e intensidad hacia la cara que hacia cualquier otra parte del cuerpo, proporciona una razón suficiente. 

El sonrojo en las distintas razas humanas.Los pequeños vasos de la cara se llenan de sangre por la emoción de la vergüenza en casi todas las razas humanas, aunque en las razas muy negras no pueden percibirse cambios visibles de color. No cabe duda de que todas las naciones arias de Europa se sonrojan, y en cierta medida ocurre así en la India, si bien el Sr. Erskine nunca ha advertido con claridad que el cuello de los hindúes resulte afectado. El Sr. Scott ha observado con frecuencia en los Lepkas de Sikhim un suave rubor por las mejillas, la base de las orejas y los lados del cuello, unido a un abatimiento de la cabeza y los ojos. Esto ocurre cuando se les coge en una mentira o se les acusa de ingratitud. La tez cetrina, pálida, de estos hombres, hace mucho más llamativo el sonrojo que en la mayoría de los nativos de la India. Según el Sr. Scott la vergüenza, aunque quizá se trate en parte de miedo, se expresa en ellos con mucha mayor claridad desviando o doblando hacia abajo la cabeza, con los ojos vacilantes o vueltos de soslayo, más que por cambio de color en la piel. 
Las razas semíticas enrojecen con facilidad tal como cabría suponer por su similitud general con los arios. Así ocurre en los judíos, tal como se dice en el libro de Jeremías (cap. VI, 15): «No, no estaban en absoluto avergonzados, de modo que no pudieron sonrojarse». La Sra. de Asa Gray vio a un árabe manejando con torpeza su barca por el Nilo, y cuando sus compañeros se rieron de él «se sonrojó por completo hasta el cogote». Lady Duff Gordon afirma que un joven árabe se sonrojó al llegar a su presencia (10). 
El Sr. Swinhoe ha visto ruborizarse a los chinos, aunque opina que es raro. Sin embargo usan la expresión «enrojecer de vergüenza». El Sr. Geach me informa de que tanto los chinos asentados en Malaca como los nativos malayos del interior se sonrojan. Algunas de estas gentes van casi desnudas y él se fijó en particular hasta dónde se extendía el rubor. Omitiendo los casos en los cuales sólo vio enrojecer la cara, el Sr. Geach observó cómo la cara, brazos y pecho de un hombre chino de 24 años se ponían rojos de vergüenza, y en otro chino a quien se preguntó por qué no había hecho mejor su trabajo, el cuerpo entero se vio afectado de ese mismo modo. Vio en los malayos 11 cómo se sonrojaba la cara, cuello, pecho y brazos, y en un tercer malayo (un bugis) el sonrojo se extendió por debajo de la cintura. 
Los polinesios se sonrojan con facilidad. El Rev. Sr. Stack ha presenciado cientos de ejemplos en los neozelandeses. El siguiente caso es digno de contarse, ya que se refiere a un hombre mayor cuyo color era más oscuro de lo común y estaba en parte tatuado. Después de arrendar su tierra a un inglés por una pequeña renta anual, se apoderó de él un intenso deseo de comprar un calesín, que últimamente se ha puesto de moda entre los maoríes. De acuerdo con ello quería cobrar la renta de cuatro años a su arrendatario y consultó al Sr. Stack si podía hacerlo así. El hombre era mayor, tosco, pobre y harapiento, y la idea de verle conduciendo su propio carruaje, exhibiéndose de un lado para otro, le resultó tan divertida al Sr. Stack que no pudo impedir se le soltase una carcajada. Entonces «el viejo se sonrojó hasta la raíz de sus cabellos». Foster dice que «puede distinguirse con facilidad cómo se extiende el rubor» por las mejillas de las mujeres más hermosas de Tahitl (12). También se ha visto el rubor en los nativos de otros diversos archipiélagos del Pacífico. 
El Sr. Washington Mathews ha visto a menudo el rubor en el rostro de las mujeres indias de diversas tribus de indios salvajes de Norteamérica. En el extremo opuesto del continente, en Tierra de Fuego, y según el Sr. Bridgess, los nativos «se sonrojan mucho, aunque sobre todo cuando están de por medio las mujeres, si bien es cierto que también se sonrojan a causa de su propio aspecto personal». Esta última afirmación cuadra bien con el recuerdo que yo tengo del fueguino Jemmy Button, quien se ruborizaba cuando le gastaban bromas acerca del cuidado que se tomaba en limpiarse los zapatos y en adornarse. Respecto a los indios aymará de la altiplanicie boliviana, el Sr. Forbes dice (13) que dado el color de piel es imposible que su sonrojo pueda verse con tanta claridad como en las razas blancas. Aun así, en situaciones tales que nosotros nos ruborizaríamos, «puede verse siempre la misma expresión de modestia o confusión, e incluso en la oscuridad puede notarse una subida de la temperatura de la piel de la cara, tal como ocurre en los europeos». En los indios que habitan las zonas llanas, cálidas y húmedas de Sudamérica, parece ser que la piel no responde a las excitaciones de la mente con tanta facilidad como en los nativos de las zonas norte y sur del continente, quienes han estado expuestos por mucho tiempo a grandes vicisitudes climáticas, pues Humboldt cita sin protesta alguna el desdén de Spaniard: «¿Cómo se puede confiar en quienes no saben cómo ruborizarse?» (14). Von Spix y Martius , hablando de los aborígenes del Brasil, aseguran que no puede decirse con propiedad de ellos que se sonrojen: «fue sólo después de un largo intercambio con los blancos y después de recibir alguna educación cuando notamos en los indios un cambio de color expresar las emociones de su mente» (15) Es increíble, de todos modos, que la facultad de sonrojarse se haya originado de esa manera. Sin embargo, el hábito de centrar la atención en uno mismo como consecuencia de la educación y el nuevo estilo de vida pueden haber reforzado mucho cualquier tendencia innata a sonrojarse. 
Varios observadores dignos de crédito me han asegurado haber visto en los rostros de los negros algo parecido al rubor en circunstancias que lo habrían provocado en nosotros, aun cuando su piel era de un tinte negro-ébano. Algunos lo describen como un enrojecimiento oscuro, pero muchos dicen que la negrura se hace más intensa. Un aumento en el aflujo de sangre en la piel parece aumentar de algún modo esa negrura y, así, ciertas enfermedades exantemáticas en los negros hacen que las zonas afectadas parezcan más negras en de enrojecer como ocurre en nuestro caso (16). Quizá la piel, al ponerse más tensa por la inundación de los capilares podría reflejar un tinte algo distinto al que tenía antes. Estoy convencido de que los capilares de la cara de los negros se llenan de sangre bajo la emoción de la vergüenza, pues una negra albina muy característica descrita por Buffon (17) manifestó un suave tinte carmesí en sus mejillas cuando se exhibía desnuda. En los negros las cicatrices de la piel se conservan blancas durante mucho tiempo y el Dr. Burgess, que ha tenido frecuentes oportunidades de observar cicatrices de este tipo en el rostro de los negros, vio con claridad que «invariablemente se ponían rojas en cuanto se les hablaba con brusquedad o se les dirigía cualquier ligera ofensa» (18). El rubor podía advertirse surgiendo por todo el borde exterior de la cicatriz hacia el medio aunque sin alcanzar el centro. Los mulatos suelen ser muy propensos al rubor, sucediéndose en su rostro un enrojecimiento tras otro. A juzgar por estos hechos no cabe duda de que los negros se sonrojan, aun en los casos en que el color rojo no resulta visible en su piel. 
Gaika y la Sra. Barber me han asegurado que los cafres de Sudáfrica nunca se sonrojan, pero esto puede significar tan sólo que no puede distinguirse ningún cambio de color. Gaika añade que bajo circunstancias que harían sonrojarse a un europeo sus compatriotas «parecen avergonzarse de mantener la cabeza alta». 
Cuatro de mis informantes me han asegurado que los australianos, casi tan oscuros como los negros, nunca se sonrojan. Un quinto da una respuesta dudosa, observando que si se tiene en cuenta el estado tan sucio de su piel sólo resultaría posible advertir un rubor muy intenso. Tres observadores me aseguran que no se sonrojan (19) y el Sr. S. Wilson añade que sólo puede advertirse bajo una intensa emoción y cuando la piel no es demasiado oscura por la continuada exposición a la intemperie la falta de limpieza. El Sr. Lang responde: «He notado que la vergüenza casi siempre provoca sonrojo, el cual se extiende muchas veces hasta el cuello.» La vergüenza se manifiesta también, añade, «por el giro de ojos de un lado para otro». Como el Sr. Lang fue maestro en una escuela de nativos es probable que haya observado sobre todo niños, y sabemos que éstos se sonrojan más que los adultos. El Sr. G. Taplin ha visto ruborizarse a mestizos y dice que los aborígenes poseen un término para expresar la vergüenza. El Sr. Hagenauer, uno de los que no ha visto nunca sonrojarse a los australianos, dice que «les ha visto mirando hacia el suelo por causa de la vergüenza», y el misionero Sr. Bulmer observa que aunque «no he sido capaz de detectar nada parecido a la vergüenza en los aborígenes adultos, he notado que los ojos de los niños presentan una apariencia inquieta y acuosa cuando se avergüenzan, como si no supieran dónde mirar». 
Los hechos que se acaban de ofrecer muestran que el sonrojo, haya o no un cambio visible de color, es común a muchas si no a todas las razas humanas. 

Movimientos y gestos que acompañan al sonrojo. Bajo un sentimiento agudo de vergüenza existe un intenso deseo de ocultarse (20). Giramos todo el cuerpo y sobre todo la cara con la intención de escondernos de alguna manera. Una persona avergonzada apenas puede sostener la mirada de los presentes y lo más probable es que baje los ojos o mire de soslayo. Como por lo general se produce en ese momento un fuerte deseo de evitar que se note la vergüenza, se lleva a cabo un intento inútil de mirar de frente a la persona que produce ese sentimiento y así el antagonismo entre estas tendencias opuestas desemboca en un movimiento inquieto de los ojos. Yo mismo he notado que dos señoras habían, al parecer, adquirido la manía de parpadear de un modo incesante y con extraordinaria rapidez mientras se ruborizaban, cosa a la que eran muy propensas. A veces un rubor intenso viene acompañado de una ligera secreción de lágrimas (21), lo cual se debe a que las glándulas lacrimales participan del aumento en el aporte de sangre que, como sabemos, se agolpa en los capilares de las zonas adyacentes incluida la retina. 
Muchos escritores antiguos y modernos se han dado cuenta de los anteriores movimientos, y hemos visto ya que los aborígenes de diversas partes del mundo manifiestan muy a menudo su vergüenza mirando hacia abajo o de soslayo, o por inquietos movimientos de los ojos. Ezra exclama (cap. IX, 6): «¡Oh Dios mío, me avergüenzo y me sonrojo al elevar mi rostro hacia tí, mi Dios!». En Isaías (cap. 1, 6) encontramos estas palabras: «No oculto la vergüenza de mi rostro». Séneca observa (Epist. XI, 5) «que los actores romanos dejan caer la cabeza, fijan la mirada en el suelo y la mantienen hacia abajo, pero son incapaces de sonrojarse para simular vergüenza». De acuerdo con Macrobio, que vivió en el siglo V («Saturnalia», B. VII, c. 11). «Los filósofos naturales aseguran que al ser conmovida por la vergüenza la naturaleza extiende ante sí misma la sangre como un velo, tal como vemos hace a menudo una persona cuando se avergüenza y coloca las manos delante de la cara». Shakespeare hace decir a Marco («Tito Andrónico», acto 11, esc. 5) dirigiéndose a su sobrina: «Ah, y ahora vuelves tu cara de vergüenza». Una señora me relata cómo se encontró en el Lock Hospital una muchacha a quien ya conocía de antes y que ahora estaba abandonada en la miseria. Cuando se le acercó, la pobre criatura ocultó su rostro bajo las sábanas y nadie pudo convencerla para que se descubriese. Con frecuencia vemos cómo los niños pequeños cuando se asustan o se avergüenzan se dan la vuelta y aunque estén de pie ocultan el entre los vestidos de la madre, o se arrojan sobre su regazo con la cara hacia abajo. 

Mente aturdida. -La mayoría de las personas quedan con la mente aturdida en los momentos de rubor intenso. Esto puede reconocerse en expresiones tan comunes como «ella se quedó aturdida». En este estado las personas pierden su presencia 'de ánimo y emiten comentarios en especial inapropiados. Es frecuente que estén muy turbadas, que tartamudeen y hagan torpes movimientos o extrañas muecas. En ciertos casos pueden observarse contracciones involuntarias de algunos de los músculos faciales. Una señora joven que se sonroja en exceso me ha contado que en esas situaciones ni siquiera sabe que está diciendo, y cuando le sugerí que podría ser debido a la turbación que le producía el ser consciente de que se le notaba el sonrojo, contestó que no podía ser por eso «ya que a veces había tenido la misma sensación de torpeza al ruborizarse en su propia habitación por algún pensamiento». 
Daré algún ejemplo de máxima turbación de ánimo a la que son propensos algunos hombres sensibles. Un caballero en quien puedo confiar me aseguró que había sido testigo directo de la siguiente escena: Se ofrecía un pequeño banquete en honor de un hombre tímido en extremo, quien al levantarse para expresar su agradecimiento recitó unas palabras que sin duda había aprendido de memoria, y lo hizo en absoluto silencio, sin emitir una sola sílaba, pero accionando como si hablara con mucho énfasis. Sus amigos, viendo cómo la cosa seguía, aplaudían con fuerza los imaginarios arranques de elocuencia cada vez que sus gestos indicaban una pausa, y el hombre no llegó a descubrir nunca que había estado todo el tiempo en completo silencio. Por el contrario, le confesó después a mi amigo, con mucha satisfacción, que creía haberlo hecho especialmente bien. 
Cuando una persona está muy avergonzada o muy acobardada y se sonroja mucho, su corazón late con rapidez y su respiración se altera. Es difícil que esto pudiera dejar de afectar a la circulación de la sangre en el cerebro y quizá también a las facultades mentales. No obstante parece dudoso, a juzgar por el poder de influencia aun mayor de la ira y el miedo en la circulación, que podamos dar así una explicación satisfactoria del aturdimiento que produce la mente de las personas cuando sufren un Intenso sonrojo. 
Al parecer la verdadera explicación se basa en la estrecha concordancia que existe entre la circulación capilar de la superficie de la cabeza y rostro con el cerebro. Habiendo solicitado información al Dr. Crichton Browne, me ha proporcionado varios datos tocantes a este problema. Cuando el nervio simpático se ramifica y va a un lado de la cabeza, los capilares de ese lado se relajan y se llenan de sangre, provocando el enrojecimiento de la piel y el aumento de calor, al mismo tiempo que se eleva en ese lado la temperatura interna del cráneo. La inflamación de las membranas del cerebro conduce a la congestión sanguínea de la cara, orejas y ojos. El estadio inicial de un ataque epiléptico parece ser la contracción de los vasos cerebrales y la primera manifestación externa es la suma palidez del semblante. La erisipela de la cabeza suele producir delirio. Incluso el alivio que se consigue en un fuerte dolor de cabeza calentando mucho la piel con una loción fuerte depende, a mi juicio, del mismo principio. 
El Dr. Browne ha administrado a menudo a sus pacientes vapores de nitrito de amilo (22), que tiene la singular propiedad de producir un vivo enrojecimiento de la cara durante treinta a sesenta segundos. Este enrojecimiento se parece en casi todos los detalles al sonrojo: se inicia en varios puntos diferentes de la cara y se extiende hasta cubrir toda la superficie de la cabeza, cuello y parte delantera del · pecho. Pero tan sólo se ha observado un caso en que se extendiera hasta el abdomen. Las arterias de la retina se ensanchan, los ojos brillan, y en una ocasión se produjo una ligera efusión de lágrimas. Los pacientes sienten al principio una agradable estimulación pero según aumenta el enrojecimiento se muestran aturdidos y confusos. Una mujer a quien se han administrado estos vapores con frecuencia aseguró que según subía el calor se iba atontando. En el momento en que una persona empieza a sonrojarse da la impresión, a juzgar por el brillo de sus ojos y la viveza de su conducta, de que se han estimulado de alguna manera sus facultades mentales. Sólo cuando el rubor es excesivo la mente se va volviendo confusa. Parece pues que los capilares de la cara se ven afectados, tanto durante la inhalación del nitrito de amilo como en el enrojecimiento, antes que resulten afectadas aquellas zonas del cerebro de las que dependen las facultades mentales. 
Por el contrario, cuando es el cerebro el primero afectado la circulación de la piel lo es de manera secundaria. El Dr. Browne me informa haber visto con frecuencia manchas rojas dispersas y moteadas en el pecho de pacientes epilépticos. En estos casos, si se rasca con suavidad la piel del tórax o del abdomen con un lápiz u otro objeto, o -en los casos más agudos- tocando sin más con el dedo, la superficie se en menos de medio minuto de manchas rojas que se extienden hasta cierta distancia, a los lados del sitio que 'se ha tocado, y se mantienen durante varios minutos. Son las máculas cerebrales de Trousseau, e indican, según las afirmaciones del Dr. Crichton Browne, una modificación notable del sistema vascular cutáneo. No cabe duda, pues, de que existe una correspondencia estrecha entre la circulación capilar en las zonas del cerebro, de las que dependen nuestras facultades mentales, y la piel de la cara, y entonces no es sorprendente que las causas morales que provocan sonrojo intenso provoquen también, con independencia de su propia influencia perturbadora, una gran confusión en la mente.

La naturaleza de los estados mentales que provocan rubor. –Estos son la timidez, la vergüenza, y la modestia, siendo el componente esencial de todos ellos el estar pendiente de uno mismo. Pueden señalarse diversas razones para creer que en los orígenes el hecho de prestar atención a la apariencia propia al tener en cuenta la opinión de los demás fue la causa provocadora. En lo sucesivo, por la fuerza de la asociación, se produjeron los mismos efectos al estar pendiente de uno mismo en lo que toca a la conducta moral. No es el simple acto de reflexionar sobre nuestro propio aspecto, sino el imaginar lo que otros piensen de nosotros lo que provoca el sonrojo. En completa soledad la persona más sensible sería por completo indiferente a su propio aspecto. Sentimos el reproche o la desaprobación con más agudeza que la aprobación y por consiguiente las apreciaciones despectivas tanto sobre nuestro aspecto como sobre nuestra conducta, provocan el rubor con mucha mayor facilidad que los elogios. Pero sin duda los elogios son de una gran efectividad: una muchacha hermosa se sonroja cuando un hombre la mira con insistencia aun cuando sepa muy bien que no se trata de un menosprecio. Muchos niños, al igual que muchas personas mayores sensibles, se ruborizan cuando reciben grandes elogios. En lo que sigue discutiremos el problema de cómo ha llegado a suceder que la conciencia de que otros se están fijando en nuestro aspecto personal pueda haber llevado a que se llenen de sangre los capilares y en especial los de la cara. 
Daré ahora mis razones para creer que la preocupación sobre el aspecto personal, y no la conducta moral, ha sido el factor más importante en la adquisición del hábito de sonrojarse. Tomadas una a una dichas razones son débiles, pero combinadas me parece que tienen mucho peso. Es notorio que nada hace sonrojarse tanto a una persona tímida como cualquier observación, por ligera que sea, sobre su aspecto personal. No se puede ni siquiera hacer mención del vestido de una mujer muy propensa a sonrojarse sin provocar un color carmesí en su cara. Como observa Coleridge, basta con fijar la mirada en algunas personas para hacerlas enrojecer, y «el que pueda que lo explique» (23). 
En los dos albinos observados por el Dr. Burgess (24) «invariablemente, el más ligero intento de examinar sus características peculiares» provocaba en ellos un intenso rubor. Las mujeres son mucho más sensibles a su propio aspecto personal que los hombres, sobre todo las mujeres de cierta edad en comparación con los hombres de cierta edad, y es mucho más fácil que se sonrojen. Los jóvenes de ambos sexos son mucho más sensibles a estas cuestiones que los mayores y también se sonrojan con mucha mayor facilidad que ellos. Los niños no se sonrojan en edades muy tempranas, ni muestran aquellos otros signos de conciencia de sí mismos que por lo general acompañan al rubor. Este es uno de sus principales encantos, el que no tengan nada en cuenta lo que otros piensen de ellos. En estas primeras edades se quedan con la mirada fija en un extraño sin parpadear, como si se tratara de un objeto inanimado, y de una forma que los ya mayores no podemos imitar. 
A todos resulta claro que los jóvenes y las jóvenes son muy sensibles a la opinión recíproca sobre su aspecto personal, y que se ruborizan incomparablemente más en presencia del sexo opuesto que ante el suyo propio Un muchacho joven, sin ser muy propenso al sonrojo, se ruborizará con intensidad en virtud de cualquier pequeño rasgo ridículo en su aspecto frente a una muchacha cuya opinión sobre alguna cosa importante le traería sin cuidado. No es probable que una feliz pareja de enamorados que valore la admiración y el amor mutuos más que nada en el mundo, se haya cortejado sin muchos sonrojos. Incluso los bárbaros de Tierra de Fuego, de acuerdo con el Sr. Bridges, se ruborizan «sobre todo frente a las mujeres, pero también sin duda a causa de su propio aspecto personal». 
De todas las partes del cuerpo es la cara lo que más se mira y se tiene en cuenta, cosa natural, al ser el principal asiento de la expresión y la fuente de la voz. Es también el principal asiento de la belleza y la fealdad, y lo que más se adorna (26) en todas las partes del mundo. Por eso el rostro debe haber estado sujeto durante muchas generaciones a más estrecha y seria preocupación de uno mismo que cualquier otra zona del cuerpo; puesto lo cual en concordancia con el principio ya adelantado aquí, nos permite comprender por qué ha de ser la más propensa a sonrojarse. Si bien la exposición a los cambios de temperatura, etc., ha reforzado mucho la capacidad de dilatación y contracción de los capilares del rostro y zonas adyacentes, es difícil no obstante que ello pueda explicar por sí sólo el que estas zonas se sonrojen mucho más que el resto del cuerpo. No explica, por ejemplo, que las manos raramente se sonrojen. En los europeos todo el cuerpo se tiñe un poco cuando la cara se sonroja con intensidad, y en las razas humanas que aún suelen ir casi desnudas se extiende sobre una superficie mucho más amplia que en nosotros. Estos hechos son hasta cierto punto comprensibles, ya que la atención sobre sí mismos en los hombres primitivos, así como en las razas actuales que aún van desnudas, no debe haber estado tan limitada a su rostro como ocurre en la gente que ahora va vestida. 
Hemos visto que, en todas las partes del mundo, personas que sienten vergüenza por alguna falta moral, son proclives a retirar, inclinar hacia abajo o esconder el rostro con independencia de cualquier pensamiento sobre su aspecto. Es difícil que su objetivo sea el de ocultar el rubor, ya que en este caso el rostro se retira u oculta bajo circunstancias que excluyen todo deseo de ocultar la vergüenza, como cuando se reconoce por completo la culpabilidad y el arrepentimiento. Es probable, de todos modos, que el hombre primitivo, antes de que hubiera adquirido mucha sensibilidad moral, fuera muy sensible a su aspecto personal, al menos por relación al sexo contrario, y como consecuencia habría sentido apuro frente a cualquier observación despectiva sobre su aspecto. De hecho esta es una forma de vergüenza, y como la cara es la parte del cuerpo más mirada, es comprensible que alguien avergonzado de su aspecto personal deseara ocultar dicha parte del cuerpo. Habiéndose adquirido así el hábito, pudo naturalmente haber sido transferido a los momentos en que la vergüenza se sentía sólo por causas morales. De otra manera no es fácil entender por qué bajo tales circunstancias podría existir un deseo de ocultar la cara más que cualquier otra parte del cuerpo. 
El hábito, tan común en cualquiera que se sienta avergonzado, de darse la vuelta, o de bajar los ojos, o de moverlos sin descanso de un lado para otro, proviene quizá de cada mirada dirigida hacia los presentes, que da lugar a la convicción de que uno está siendo mirado con insistencia: entonces uno intenta escapar a esa convicción molesta no mirando a los que están delante, y sobre todo no haciéndolo a los ojos. 

Timidez. –Este peculiar estado de ánimo, denominado a menudo modestia o falsa vergüenza, o mauvaise honte, parece ser una de las causas más eficaces para producir sonrojo. Como es natural la timidez se reconoce sobre todo por la cara roja, porque se retira la mirada o se bajan los ojos y por los movimientos torpes y nerviosos del cuerpo. Más de una mujer se sonroja por esta causa cien o quizá mil veces más de lo que se ruboriza por haber hecho algo digno de reproche y de la cual se sienta en verdad avergonzada. La timidez parece depender de la sensibilidad a la opinión, buena o mala, de los demás, en especial por lo que se refiere al aspecto externo. Los extraños no conocen ni les preocupa nada nuestra conducta o carácter, pero pueden criticar y a menudo lo hacen, nuestro aspecto: de ahí que las personas tímidas sean en especial proclives a sentirse tímidas y a ruborizarse en presencia de personas extrañas. La conciencia de algo peculiar e incluso nuevo en el vestido, o algún ligero defecto en una persona, y sobre todo en la cara -puntos suelen atraer la atención de los extraños- hacen al tímido intolerablemente tímido. Por otro lado, en aquellos casos en que se trata de la conducta y no del aspecto personal, somos mucho más propensos a ser tímidos en presencia de conocidos cuyo juicio valoremos en alguna medida, antes que de extraños. Un médico me contó que un joven duque con quien ha viajado como médico a su servicio, se ruborizaba como una muchacha cuando le pagaba sus honorarios. Sin embargo lo más probable es que este joven no se ruborizase ni sintiese timidez al pagar la cuenta de un tendero. De todos modos algunas personas son tan sensibles que casi el mero acto de hablar con cualquiera es suficiente para despertar su propia inseguridad, y el resultado es un ligero rubor. 
La desaprobación o el ridículo, dada nuestra sensibilidad al respecto, provoca timidez y rubor con mucha mayor facilidad que la aprobación, si bien esta última es en algunas personas muy efectiva. Las personas engreídas rara vez son tímidas, pues se valoran a sí mismas demasiado como para temer un desprecio. No es nada obvio el por qué algunos hombres soberbios puedan con frecuencia mostrarse tímidos, tal como parece suceder, a menos que se produzca porque en realidad toda la confianza en sí mismos no es sino un gran cuidado por la opinión de los demás, aunque con ánimo desdeñoso. Las personas en exceso tímidas rara vez lo son en presencia de aquéllos con quienes tienen total familiaridad y cuya buena opinión y simpatía tienen asegurada por completo -como por ejemplo una muchacha en presencia de su madre. Me olvidé de incluir en mi cuestionario impreso la pregunta sobre si la timidez puede detectarse en las distintas razas humanas. Sin embargo, un caballero hindú aseguró al Sr. Erskine que es reconocible en sus compatriotas. 
La timidez. tal como indican los orígenes de la palabra en varias lenguas (27), está muy relacionada con el miedo aunque sea distinta del miedo en el sentido ordinario. Sin duda un hombre tímido teme el contacto con extraños, pero difícilmente podría decirse que tenga miedo de ellos: puede ser tan valiente como un héroe en una batalla y sin embargo no tener confianza en sí mismo acerca de nimiedades cuando está ante desconocidos. Casi todas las personas se ponen nerviosas en extremo cuando se dirigen por primera vez a un auditorio público y muchas no cambian durante toda su vida. Sin embargo, más que la timidez parece depender de la conciencia de que se avecina un gran esfuerzo, con todos los efectos sobre el organismo que a él vienen asociados (28). En todo caso un hombre apocado o tímido sufre sin duda muchísimo más que otros en tales ocasiones. En los niños muy pequeños es difícil distinguir entre miedo o timidez, aunque a menudo me ha dado la impresión de que en ellos este último sentimiento tiene el carácter silvestre propio de un animal no domesticado. La timidez comienza a una edad muy temprana. En uno de mis propios hijos, cuando tenía dos años y tres meses, vi un indicio de algo que con toda certeza parecía timidez dirigida hacia mí mismo, después de una ausencia de casa durante una semana tan sólo. No se manifestó con rubor, sino porque durante algunos minutos desviaba los ojos de mí. -He advertido en otras ocasiones que la timidez o modestia y la vergüenza de verdad se manifiesta a menudo en los ojos de los niños pequeños antes de que hayan adquirido' la capacidad de sonrojarse. 
Como la timidez parece depender de la atención dirigida hacia uno mismo, podemos advertir cuán acertados están quienes mantienen que reprender a los niños por su timidez, lejos de beneficiarles les perjudica, ya que provoca en ellos una atención aun mayor sobre sí mismos. Se ha argumentado con razón «que nace más daño a la gente joven que sentir de continuo cómo vigilan sus sentimientos, escrutan su semblante y el ojo atento de un riguroso supervisor mide los altibajos de su sensibilidad. Bajo la presión de semejante examen no pueden pensar más que en el hecho' de que se les observa ni sentir otra cosa que vergüenza y aprehensión» (29). 

Causas morales: culpabilidad. –Respecto al sonrojo producido por causas estrictamente morales nos encontramos de nuevo con el mismo principio fundamental, o sea, preocupación por la opinión de los demás. No es la conciencia lo que produce el rubor, pues un hombre puede sentir el haber cometido una ligera falta mientras está solo, o padecer el remordimiento más hondo por un crimen no descubierto y sin embargo no sonrojarse. «Me sonrojo -dice el Dr. Burgess (30) en presencia de mis acusadores». No es el sentimiento de culpa, sino el pensamiento de que otros piensan o saben que somos culpables lo que pone roja la cara. Una persona puede sentirse atormentada del todo por haber dicho una pequeña mentira sin ruborizarse, pero basta con la sospecha de que lo hayan notado para que al instante se sonroje, sobre todo si quien lo ha notado es alguien a quien respeta. 
Por otro lado una persona puede estar convencida de que Dios vigila todas sus acciones y puede sentir profunda conciencia de alguna falta y suplicar perdón, pero ello nunca le producirá sonrojo. Así opina, por ejemplo, una señora muy propensa al rubor. La explicación de esta diferencia entre el hecho de que sea Dios o el hombre el conocedor de nuestras acciones se basa, creo yo, en que la desaprobación de la conducta inmoral por un hombre en cierta medida de índole similar a su desprecio por nuestro aspecto personal, de modo que a través de la desaprobación ambas conducen a los mismos resultados. Por el contrario, la desaprobación divina no conlleva tal asociación. 
Muchas personas se han sonrojado con intensidad al ser acusadas de algún delito aunque fueran por completo inocentes. Como me hizo advertir la señora a quien antes aludí, incluso la idea de que otros piensen que hemos hecho una observación poco amable o tonta, es más que suficiente para provocar el sonrojo, aunque tengamos presente sin cesar el convencimiento de que no nos han interpretado bien en absoluto. Una acción puede ser meritoria o indiferente, pero si una persona sensible sospecha que otros la han interpretado de un modo distinto, se ruborizará. Por ejemplo, una señora puede dar una limosna a un mendigo estando sola, sin ningún rastro de rubor, pero si hay otras personas delante y duda de que lo aprueben, o sospecha que piensan lo hace por exhibirse, se sonrojará. Y ocurrirá lo mismo si se ofrece para sacar de apuros a una dama venida a menos, sobre todo si la ha conocido en mejores circunstancias, ya que entonces no puede estar segura de la interpretación que pueda darse a su conducta. No obstante, casos como estos podrían agruparse dentro de la timidez. 

Violación de la etiqueta. –Las normas de etiqueta se refieren siempre a conductas en presencia de, o hacia otros. No tienen por fuerza conexión con el sentido moral, y carecen a menudo de significación. De todos modos, como dependen de una costumbre establecida por nuestros iguales y superiores, cuya opinión tenemos muy en cuenta, se consideran casi tan vinculantes como las leyes de honor de un caballero. Por consiguiente, la violación de las normas de la etiqueta, es decir, cualquier falta de educación o gaucherie, cualquier inconveniencia o comentario inadecuados, aun siendo del todo accidentales, provocarán el más intenso sonrojo de que es capaz una persona. Incluso el recuerdo de dicho acto después de un intervalo de muchos años hará teñirse todo el cuerpo. También la capacidad de simpatía es tan fuerte que, tal como me aseguraba una señora, una persona sensible se ruborizará en ocasiones ante la violación flagrante de la etiqueta por un perfecto desconocido, aun cuando la acción no tenga nada que ver con ella. 

Modestia. –Este es otro poderoso agente para producir sonrojo, si bien la palabra modestia encierra estados de ánimo muy distintos. Implica humildad, y a menudo juzgamos humildes a las personas que se complacen mucho y se ruborizan ante pequeños elogios, o se molestan por alabanzas que juzgan excesivas para la humilde condición que se atribuyen a sí mismas. En estos casos el sonrojo tiene el significado corriente de preocupación por la opinión de los demás. Pero la modestia viene referida muchas veces a actos de falta de delicadeza y la falta de delicadeza es una cuestión de etiqueta, como vemos con claridad por aquellos pueblos que van desnudos o casi desnudos. Quien es modesto y se sonroja con facilidad ante acciones de esta índole lo hace por tratarse de transgresiones de una etiqueta sabia y asentada con firmeza. Esto puede comprobarse muy bien por la derivación de la palabra modestia de modus, una medida o convención de la conducta. Un rubor debido a esta forma de modestia es aún más proclive a manifestarse con intensidad, pues suele referirse al sexo opuesto, y hemos visto cómo crece en todos estos casos nuestra propensión al sonrojo. Al parecer aplicamos el término «modesto» a aquellas personas que tienen una opinión humilde de sí mismas y a aquéllas que son en extremo sensibles a las palabras o acciones groseras, sólo porque en ambos casos el rubor se produce en ellos fácilmente, pues estos dos estados de ánimo no tienen nada en común. También por esta causa suele confundirse a menudo la timidez con la modestia en el sentido de humildad. 
Según me han asegurado y he podido observar yo mismo, algunas personas se ponen coloradas por algún recuerdo repentino y desagradable. La causa más corriente parece ser el recuerdo repentino de algo prometido a una persona y no cumplido. En tal caso puede ocurrir que un pensamiento pase por nuestra mente de manera semiinconsciente: «¿qué pensará de mí?». En ese caso el bochorno sería de la misma naturaleza que un verdadero sonrojo, pero es difícil saber si en muchas ocasiones tal sonrojo no será debido a que resulta afectada la circulación de los capilares, pues debemos recordar que casi todas las emociones fuertes, tales como la cólera o una gran alegría actúan sobre el corazón y hacen enrojecer la cara. 
El hecho de que el sonrojo pueda producirse en completa soledad parece oponerse a la opinión mantenida aquí, o sea, que el hábito surge en principio por el pensamiento de lo que otros puedan pensar de nosotros. Varias señoras muy propensas al sonrojo han sido unánimes respecto a la soledad, y algunas de ellas creen que se han ruborizado a oscuras. A juzgar por lo que el Sr. Forbes afirma sobre los aimaras y a partir de mis propias sensaciones, no me cabe duda de que la última afirmación es correcta. Por lo tanto Shakespeare se equivocaba cuando hizo que Julieta, que además no estaba sola, le dijese a Romeo (acto II, escena 2): 
Sabes que la máscara de la noche oculta mi rostro. 
De lo contrario, un rubor de doncella habría coloreado mis mejillas 
lo que me has oído decir esta noche. 
Pero cuando el sonrojo se produce en soledad, la causa está relacionada casi siempre con lo que otros piensen de nosotros: por actos realizados en su presencia o sospechados por ellos, o también cuando reflexionamos sobre lo que hubieran pensado de nosotros si hubiesen sabido lo que hicimos. De todos modos uno o dos de mis informadores creen haberse sonrojado de vergüenza por acciones no referidas a los demás. De ser así deberíamos atribuir el resultado a la arraigada fuerza del hábito y la asociación cuando se produce un estado de ánimo estrechamente análogo al que de ordinario provoca el rubor. No hay por qué sorprenderse de ello, ya que como acabamos de decir, incluso la simpatía con una persona que comete una flagrante violación de la etiqueta parece producir a veces el sonrojo. 
Puedo entonces acabar extrayendo la conclusión de que el sonrojo -sea o no debido a la timidez, a la vergüenza por un delito realizado, a la vergüenza por humildad, al recato por un hecho grosero- depende en todos los casos del mismo principio: un sentimiento de preocupación por las opiniones de los demás y sobre todo por las despectivas. Está relacionado en primer término con nuestro aspecto personal, ante todo con el rostro, y en segundo término está relacionado, por el hábito y la asociación, con las opiniones que ,los demás tengan de nuestra conducta. 

Teoría del sonrojo. –Vamos a considerar ahora por qué los pensamientos que otros tengan en un momento determinado sobre nosotros puede llegar a afectar a la circulación de los capilares. Sir C. Bell insiste (31) en que el sonrojo «es una ayuda para la expresión, lo cual puede comprobarse por el hecho de que el color se extiende sólo por la superficie de la cara, cuello y pecho, o sea, por las zonas más visibles. No es adquirido sino originario». El Dr. Burgess cree que fue dispuesto así por el creador «en orden a que el alma pudiera tener la facultad soberana de exhibir en las mejillas las diversas emociones internas de los sentimientos morales», así como para servirnos de freno y como una señal frente a los demás de que estamos violando reglas cuyo respeto debe ser sagrado. Gratiolet afirma meramente: «Ahora bien, como está en el orden de la naturaleza que el ser social más inteligente sea también el más inteligible, esta facultad de enrojecer y palidecer que distingue al hombre es un signo natural de su elevada perfección». 
La creencia de que el sonrojo fue establecido especialmente por el Creador se opone a la teoría general de la evolución que hoy día recibe un amplio asentimiento. Sin embargo no es mi cometido discutir aquí un problema tan general. 
A quienes crean en un designio divino les resultará difícil explicar por qué la timidez es la causa más frecuente y efectiva de rubor, pues hace sufrir a quien se sonroja y molesta al espectador, sin ser de la menor utilidad a ninguno de ellos. Les resultará difícil también explicar por qué los negros y otras razas de piel oscura se ruborizan, habida cuenta que el cambio de color en su piel no se nota o apenas resulta visible. 
Sin duda un ligero realza la hermosura de una doncella, y de ahí que las mujeres circasianas capaces de ruborizarse alcancen siempre un precio más alto en el serrallo del Sultán que las mujeres menos propensas (32). Pero ni el más firme partidario de la eficacia de la selección sexual supondrá que el sonrojo fue adquirido como ornamento sexual. Dicha opinión se opondría también a lo que acaba de decirse sobre el invisible sonrojo en las razas de piel oscura. 
La hipótesis que me resulta más verosímil, aunque al principio pueda parecer temeraria, es que la atención fijamente dirigida hacia cualquier parte del cuerpo tiende a interferir con la contracción tónica ordinaria de las pequeñas arterias de dicha zona. La consecuencia es que entonces estos vasos se relajan en mayor medida y al instante se llenan de sangre arterial. Esta tendencia se habrá reforzado mucho si se ha otorgado una atención frecuente durante muchas generaciones a una misma zona, ya que la fuerza nerviosa corre con facilidad por los canales acostumbrados, y también por el poder de la herencia. Cada vez que pensamos que otros están menospreciando o considerando sin más nuestro aspecto personal, nuestra atención se dirigirá con vivacidad a las partes exteriores y visibles de nuestro cuerpo, y de entre todas ellas a la que somos más sensibles es a nuestra cara. Esto, sin duda, ha ocurrido durante muchas generaciones pretéritas. Por lo tanto, asumiendo por ahora que los vasos capilares puedan ser activados por una atención concentrada, los de la cara habrán llegado a ser los más susceptibles. Por la fuerza de la asociación tenderán a producirse los mismos efectos cada vez que creamos que otros están considerando o censurando nuestras acciones o nuestro carácter. 
Como la base de esta teoría descansa sobre el hecho de que la atención mental tenga algún poder de influencia sobre la circulación capilar, será necesario ofrecer un cuerpo considerable de detalles que se refieran más o menos directamente a la cuestión. Varios observadores (33) cuya amplia experiencia y conocimientos les hace especialmente capaces para emitir un juicio válido, están convencidos de que la atención o la conciencia (término este último que Sir H. Holland considera más explícito), concentrada sobre casi cualquiera de las partes del cuerpo, produce un efecto físico directo sobre dicha zona. Esto se aplica tanto a los movimientos de los músculos involuntarios como a los de los músculos voluntarios cuando actúan involuntariamente, a la secreción de las glándulas, a la actividad de los sentidos y a las sensaciones, e incluso a la nutrición de cada zona. 
Es sabido que los movimientos involuntarios del corazón se ven afectados cuando se concentra la atención sobre ellos. Gratiolet cuenta el caso (34) de un hombre que estaba siempre pendiente o midiéndose el pulso, y que al final había conseguido provocar un paro cardiaco cada seis latidos. Por otro lado mi padre me contó cómo un observador muy cuidadoso, que padecía en efecto una enfermedad cardiaca y que murió de ella, había comprobado sin lugar a dudas que su pulso era, en condiciones normales, irregular en extremo, y sin embargo, para gran frustración suya, se tornaba siempre regular en cuanto mi padre entraba en su habitación. Sir H. Holland (35) señala que «el efecto que tiene sobre la circulación de una zona el hecho de fijar la atención de pronto sobre ella es a menudo muy claro e inmediato». El Profesor Laycock, quien ha prestado particular atención a fenómenos de esta índole (36), insiste en que «cuando se dirige la atención hacia una parte del cuerpo, la inervación y la circulación locales aumentan y la actividad funcional de dicha zona crece». 
Es general la idea de que en los movimientos peristálticos de los intestinos influye el hecho de centrar la atención sobre ellos en períodos regulares y recurrentes. Pues bien, dichos movimientos dependen de la contracción de músculos lisos e involuntarios. Se sabe que en la acción anormal de los músculos voluntarios en la epilepsia, córea e histeria influye la expectativa de un ataque y la visión de otros pacientes afectados por un acceso del mismo mal (37) Lo mismo ocurre con las acciones involuntarias de bostezar y reír. 
Ciertas glándulas se ven muy afectadas por el hecho de pensar en ellas o en las condiciones en que suelen excitarse. Esto es muy familiar a cualquiera en casos como el aumento de la salivación, cuando nos viene a la por ejemplo, el recuerdo de un fruto muy ácido (38). En el capítulo sexto se mostró cuán efectivo resulta un fuerte y continuo deseo de reprimir o de aumentar la secreción de las glándulas lacrimales. Se han registrado algunos casos curiosos, relativos a mujeres, del poder de la mente sobre las glándulas mamarias, y casos aun más notables de las funciones uterinas (39). 
Cuando dirigimos toda nuestra atención sobre un sentido cualquiera su agudeza aumenta (40) el hábito continuo de concentrar la atención parece aumentar de forma permanente el sentido sobre el cual se dirige, como ocurre en los ciegos respecto al oído, y en los ciegos y sordos respecto al tacto. Existen también ciertas razones para pensar que los efectos son hereditarios, a juzgar por las capacidades de las distintas razas humanas. Volviendo a las sensaciones comunes, es bien sabido que el dolor aumenta si se le presta atención, y Sir B. Brodie va aún más lejos creyendo que el dolor puede sentirse en cualquier punto del cuerpo en que se concentre la atención (41). Sir H. Holland afirma también que cuando sometemos a nuestra atención fija una zona del cuerpo no sólo tomamos conciencia de que existe sino que experimentamos allí varias sensaciones peculiares como peso, calor, frío, hormigueo o picor (42). 
Por último, algunos fisiólogos mantienen que la mente puede influir en la nutrición de cada zona. Sir J. Paget ha ofrecido un ejemplo curioso de esa facultad, no de la mente, por supuesto, sino del sistema nervioso, sobre el pelo. Una señora «que padece ataques de lo que suele llamarse dolor de cabeza descubre por la mañana, siempre que ha sufrido uno de ellos, que tiene algunos mechones de pelo blancos, como si estuvieran espolvoreados con almidón. El cambio se produce en una noche y a los pocos días los cabellos recuperan su color moreno oscuro» (43). 
Vemos pues que, en efecto, la atención concentrada influye sobre diversas zonas y órganos que no están propiamente bajo el control de la voluntad. Es una cuestión en extremo oscura saber por qué medios actúa la atención, siendo quizá el pasmoso poder de la mente lo que produce mayor sorpresa. De acuerdo con Müller (44) el proceso por el cual las células sensoriales se hacen susceptibles, a través de la voluntad, de recibir impresiones más intensas y nítidas, posee extrema analogía con aquel que estimula las células motoras a enviar energía nerviosa a los músculos voluntarios. Hay muchos rasgos similitud entre la acción de las células nerviosas sensoriales y motoras. Por ejemplo, el hecho familiar de concentrar la atención sobre algún sentido produce fatiga, lo mismo que el esfuerzo prolongado de cualquier músculo (45). Por lo tanto, cuando concentramos de un modo voluntario nuestra atención sobre alguna parte del cuerpo, es probable que las células del cerebro que reciben impresiones o sensaciones de parte sean estimuladas de alguna forma desconocida para entrar en actividad. Esto puede explicar que, sin ningún cambio local en la zona a que se dirige con todo detenimiento nuestra atención, se note o se incremente un dolor u otras sensaciones peculiares. 
De todos modos, si la zona está dotada de músculos no podemos estar seguros, tal como me ha hecho advertir el Sr. Michael Foster, de que no se esté enviando de forma inconsciente algún ligero impulso a dichos músculos, lo cual podría producir una sensación confusa en esa zona. 
En un amplio número de casos, como en las glándulas lacrimales y salivares, en el canal intestinal, etc., el poder de la atención parece tener un asiento básico, o quizá exclusivo, según creen algunos fisiólogos, en el sistema vaso-motor, al ser afectado de tal modo que permite a la sangre inundar los capilares de esa zona. Este aumento de la acción de los capilares puede combinarse, en algunos el aumento simultáneo de la actividad del sensorio. 
El modo en que la mente afecta al sistema vaso-motor puede concebirse de la siguiente manera: Cuando paladeamos un fruto ácido se transmite una impresión a través de los nervios gustativos hasta cierta zona del sensorio. Este envía energía nerviosa a los centros vaso-motores, que a su vez permiten relajarse a las pequeñas arterias que penetran en las glándulas salivares. De aquí que entre más sangre en las glándulas y que éstas segreguen una mayor cantidad de saliva. Ahora bien, no parece una suposición inverosímil pensar que cuando reflexionamos con detenimiento sobre una sensación, la misma parte del sensorio o una parte muy conectada con ella, entra en estado de actividad del mismo modo que cuando captamos en efecto la sensación. De ser así, ante un recuerdo muy vivo de un sabor ácido se excitarían las mismas células del cerebro que si lo percibiéramos de verdad, aunque quizá en un grado mucho menor, y tanto en un caso como en otro, esas células energía nerviosa al centro vaso-motor, produciéndose los mismos resultados. 
He aquí otra ilustración más apropiada en algunos aspectos: si un hombre está frente al fuego su rostro enrojece y, tal como me ha informado el Sr. Michael Foster, esto parece producirse en parte por la acción local del calor y en parte por la acción refleja de los centros vasomotores (46). En este último caso el calor afecta a los nervios de la cara, los cuales transmiten una impresión a las células sensoriales del cerebro que actúan sobre el centro vasomotor y, a su vez, éste actúa sobre las pequeñas arterias del rostro, relajándolas y permitiendo que se llenen de sangre. Tampoco ahora parece inverosímil suponer que si concentráramos cuidadosa y repetidamente nuestra atención sobre el recuerdo de nuestra cara caliente, la misma parte del sensorio que nos proporciona la conciencia del calor real podría verse estimulada en alguna medida y tendería por tanto a transmitir algo de fuerza nerviosa a los centros vaso-motores, de modo que llegaría a relajar los capilares de la cara. Ahora bien, como durante innumerables generaciones los hombres han dirigido su atención a menudo y con detenimiento a su apariencia personal y sobre todo al rostro, cualquier tendencia incipiente de los capilares faciales a verse afectados debe haberse reforzado mucho con el tiempo a través de los principios que acabamos de mencionar, a saber, la facilitación del paso de fuerza nerviosa por los canales acostumbrados y la herencia del hábito. Se proporciona así, creo yo, una explicación verosímil de los fenómenos más importantes relacionados con el acto del sonrojo. 

Recapitulación. -Hombres y mujeres, sobre todo cuando son jóvenes, han valorado siempre mucho su aspecto personal y, por lo mismo, han observado el aspecto de los demás. El rostro ha sido el principal objeto de atención, si bien cuando el hombre en sus orígenes iba desnudo, toda la superficie del cuerpo debió estar sometida a su atención. El estar pendientes de nosotros mismos es algo que se produce casi de forma exclusiva a causa de la opinión de los demás, pues ninguna persona que viviera en absoluto aislamiento se ocuparía de su aspecto. Todos sentimos con mayor agudeza las críticas que las alabanzas. Ahora bien, siempre que sabemos o suponemos que otros menosprecian nuestro aspecto personal, dirigimos con intensidad nuestra atención sobre nosotros mismos y ante todo sobre nuestra cara. Tal como acaba de explicarse, el efecto más probable de ello consistirá en hacer entrar en actividad aquella parte del sensorio que recibe impulsos de los nervios sensoriales del rostro, la cual reaccionará a través del sistema vaso-motor sobre los capilares faciales. Al reiterarse con frecuencia durante innumerables generaciones, el proceso se habrá hecho tan habitual, en asociación con la creencia de que otros están pensando en nosotros, que incluso una sospecha de menosprecio será suficiente para relajar los capilares sin que exista ningún pensamiento consciente sobre nuestra propia cara. En algunas personas sensibles basta incluso con un comentario sobre sus ropas para producir el mismo efecto. También por la fuerza de la asociación y la herencia se relajan nuestros capilares cada vez que sabemos o imaginamos que alguien critica, aunque sea en silencio, nuestras acciones, ideas o carácter. Y también cuando recibimos grandes elogios. 
A partir de esta hipótesis, podemos comprender por qué la cara se sonroja mucho más que cualquier otra parte del cuerpo, aunque resulte afectada en alguna medida toda la superficie corporal, sobre todo en las razas que aún van casi desnudas. No es sorprendente en absoluto que las razas de color oscuro se sonrojen aun cuando no resulte visible ningún cambio de color en su piel. Por el principio de la herencia, tampoco sorprende el que personas ciegas se sonrojen. Podemos comprender por qué los jóvenes resultan mucho más afectados que los viejos, y las mujeres más que los y por qué los sexos contrarios tienen una capacidad especial para producirse rubor recíproco. Resulta ahora obvio por qué los comentarios personales son particularmente aptos para producir rubor, y por qué la más poderosa de todas las causas es la timidez, ya que la timidez está relacionada con la presencia y la opinión de los demás: los tímidos son siempre personas que en mayor o menor medida tienen la atención centrada sobre sí mismos. Respecto a la verdadera vergüenza por transgresiones morales podemos comprender por qué no es el sentimiento de culpa, sino el pensamiento de que otros nos juzgan culpables, lo que produce el rubor. Un hombre reflexionando en soledad sobre un delito cometido y aguijoneado por su conciencia no se sonroja, pero lo hará bajo la viveza del recuerdo de una falta descubierta o cometida en presencia de otros, estando el grado de su rubor relacionado con el sentimiento de respeto hacia aquellos que han descubierto, presenciado, o sospechado dicha falta. La violación de las reglas convencionales de conducta, si son instadas con rigidez por nuestros iguales o superiores, producen con frecuencia un sonrojo incluso más intenso que un delito descubierto; y un acto que sea de verdad delictivo, si no es reprochado por nuestros iguales, es difícil que llegue a teñir de color nuestras mejillas. La modestia por humildad, o el recato por una grosería, provocan un vivo sonrojo, ya que ambos se relacionan con las costumbres dictaminadas o fijadas por los demás. 
Dada la estrecha afinidad que existe entre la circulación capilar de la superficie de la cabeza y la del cerebro, siempre que se produce un sonrojo intenso habrá una cierta o considerable turbación en la mente. Con frecuencia ello se acompaña de movimientos torpes y a veces de contracciones involuntarias de ciertos músculos. 
Como el sonrojo, de acuerdo con esta hipótesis, es un resultado indirecto de la atención dirigida en principio hacia nuestro propio aspecto, es decir, a la superficie del cuerpo, y sobre todo a la cara, podemos comprender el significado de los gestos que acompañan al rubor en todas las partes del mundo: Consisten en ocultar la cara o inclinarla hacia el suelo o a un lado. Por lo general los ojos se retiran o se muestran inquietos, pues mirar a la persona que provoca en nosotros el sentimiento de vergüenza o timidez da lugar de inmediato, y de un modo inaguantable, a la convicción de que su mirada se dirige a nosotros. Por el principio del hábito asociado se ejecutan los mismos movimientos de la cara y los ojos y, como es lógico, resultan difíciles de evitar, por cuanto sabemos o creemos que los demás están censurando, o elogiando con demasiada vehemencia, nuestro comportamiento moral. 

Notas
1 «The Physiology or Mechanism of Blushing», 1839, p. 156. Tendré frecuentes ocasiones de citar esta obra en el presente capítulo. 
2 Dr. Burgess, ibíd., p. 56. En la página 33 señala también que las mujeres se sonrojan con mayor facilidad que los hombres, tal como afirmamos aquí más adelante. 
3 Citado por Vogt, «Memoire sur les Microcéphales», 1867, p. 20. El Dr. Brugess (ibíd., p. duda que los idiotas se sonrojen. 
4 Lieber, «On the vocal Sounds», etc., Smithsonian Contributios, 1851, vol. lI, p. 6. 
5 Ibíd., p. 182. 
6 Moreau, en la ed. de 1820 de Lavater, vol. IV, p. 303. 
7 Burgess, p. 38, sobre la palidez después del sonrojo, p. 177. 
8 Ver Lavater, ed. de 1820, vol. IV, p. 303. 
9 Burgess, ibíd., pp. 114, 122. Moreau, en Lavarer, ibíd., vol. IV, p. 293. 
10 «Letters from Egypt», 1865, p. 66. Lady Gordon se equivoca al decir que los Malayos y los mulatos nunca se ruborizan. 
11 El Capit. Osborn («Quedah», p. 199) hablando de un malayo a quien reprochaba su crueldad, dice que se alegró al ver cómo se sonrojaba. 
12 ). R. Foster, «Observations during a Voyage round the World», en cuarto, 1778, p. 229. Waitz (elnrroduction to Anthropology», Trad. Ingl., 1863, vol. 1, p. 135) proporciona referencias de otras islas del Pacífico. Aunque yo no he consultado esta obra, ver también Dampier «On the Blushing of the Tunquinese», vol. Il , p. 40. Waitz dice, citando a Bergmann, que los calmucos no se sonrojan, pero esto puede ponerse en duda después lo que hemos visto de los chinos. También cita a Roth, quien niega que los abisinios sean capaces de sonrojarse. Por desgracia el Capitán Speedy, quien ha vivido mucho tiempo con los abisinios, no ha contestado a mi pregunta sobre esta cuestión. Debo añadir por último que el Rajá Brooke no ha observado nunca el menor signo de rubor en los dyaks de Borneo; por el contrario, bajo circunstancias que provocarían en nosotros rubor, afirman «que notan cómo la sangre se retira de su cara». 
13 «Transact. of the Ethnological Soc.». 1870, vol. I1, p. 16. 
14 Humboldt, «Personal Narrative», Trad. ingl., vol. III, p. 229. 
15 Citado por Prichard, «Phys. Hist. of Mankind», 4. a ed., 1851, vol. 1, p. 135. 
16 Ver sobre este punto, Burgess, ibíd., p. 32. También Waitz, «Introduction to Anthropology», Ed. ingl. 1, p. 135. Moreau proporciona un relato detallado (Lavater», 1820, tomo IV, p. 302) del rubor de una esclava negra de Madagascar cuando fue obligada por su brutal amo a enseñar sus senos desnudos. 
17 Citado por Prichard, «Phis. Hist. of Mankind», 4. a ed., 1851, vol. 1, p. 225. 
18 Burgess, ibíd., p. 31. Sobre el sonrojo de los mulatos, ver p. 33. He recibido relatos similares referidos a mulatos. 
19 Barrington, según cita de Waitz (ibíd., p. 135), dice también que los australianos de Nueva Gales del Sur se sonrojan. 
20 El Sr. Wedgwood dice («Dict. of English Eryrnology», vol. IlI, 1865, p. que la palabra shame (vergüenza) «bien puede haberse originado en la idea de shade (sombra) o concealment (ocultamiento), y puede ilustrarse por bajo germano scbeme, que significa sombra u oscuridad». Gratiolet «De la Physion.», pp. una buena discusión de los gestos que acompañan a la vergüenza, aunque algunas de sus observaciones me parecen caprichosas. Ver también Burgess (ibíd., pp. 69, sobre la misma cuestión. 
21 Burgess, ibíd.,. pp. 181, 182. Boerhaave (según cita de Gratiolet, ibid.. p. 361 advirtió la tendencia a la secreción de lágrimas durante un sonrojo intenso. Como ya vimos, el Sr. Bulmer habla de los « ojos acuosos» de los niños de los aborígenes australianos cuando se ruborizan. 
22 Ver también la Memoria del Dr. Crichton Browne al respecto en el «West Riding Lunanc Asylum Medical Report», 1871, pp. 95-98
23 En una discusión sobre el llamado magnetismo animal, en «Table Talk», vol. 1. 
24 Ibíd.. p. 40. 
25 El Sr. Bain (The Emotions and the Will 1865, p.65 advierte « los ademanes tímidos que se producen entre los sexos... por la influencia de las miradas mutuas, por el temor de cada uno de no aparecer bien frente al otro». 
26 Pueden encontrarse pruebas sobre esta cuestión en «The Descent of Man», etc., pp. 71, 34l

H. Wedgwood. «Dict. English Etymology», vol. IIl, p. Lo mismo sucede con la palabra latina verecundus. 
28 El Sr. Bain « The Emotions and the Will», p. 64) ha considerado los sentimientos de «turbación« que se experimentan en tales situaciones, así como el «miedo a la escena» de los actores sin tablas. El Sr. Bain parece atribuir estos sentimientos a la simple aprehensión o miedo. 
29 «Essays un Practical Education», por Maria y R. L. Edgeworth, nueva ed .. vol. 1I, 1822, p. 38. El Dr. Burgess p. 187) insiste mucho sobre este mismo efecto. 
30 «Essays on the Practical Education», por Maria R.·L. Edgeworth, nueva ed., vol. 1I, 1822, p. 
31 Bell, «Anatomy of Expression», p. Burgess, según se cita a continuación , Ibíd. p. 49. Gratioler , «De la Phys.», p. 94.
32 Basándonos en las afirmaciones de Lady Mary Montague. Ver Burgess, ibíd., p. 
Sir H. Holland, creo yo, fue Inglaterra el primero que consideró la influencia de la atención de la mente sobre varias zonas del cuerpo, en sus «Medical Notes and Rcflections», p. 64. Dicho ensayo, muy ampliado, lo reimprimió Sir H. Holland en sus «Chapters of Mental Physiology», 1858, p. 70. obra de la cual cito siempre. Casi al mismo tiempo, así corno después, el Prof. Laycock consideró el mismo aspecto: ver «Edinburgh Medical and Surgical Journal», julio, 1839. pp. 17-22. También su «Treatise on the Nervous Diseases of Women«, 1840, p. 110 y  «Mind and Brain», vol. II, 1860. p. 327. Los puntos de vista del Dr. Carpenter sobre el mesmerismo tienen casi el mismo alcance. El gran fisiólogo Müller trató (en los «Elements of Physiology», Trad. ingl., vol. II, pp. 937, 1.085) de la influencia de la atención sobre los sentidos. Sir J. Paget discute la influencia de la mente la nutrición de zonas concretas, en sus «Lectures on Surgical Pathology», 1853, vol. 1, p. 39: cito de la 3. a ed. revisada por el Prof. Turner, 1870. p. 28. Ver también Gratiolet, «De la Phys.», pp. 283-287. 
34 «De la Phys.», p. 283. 
35 «Chapters on Mental Physiology», 1858, p. 111. 
36 «Mind and Brain», vol. I1, 1860, p. 327. 
37 «Chapters-on Mental Physiology», pp. 104-106. 
38 Ver al respecto, Gratiolet , «De la Phys.», p. 287. 
39 A partir sus observaciones sobre enfermos mentales, el Dr. Crichton Browne está convencido de que la atención dirigida durante un largo período sobre cualquier zona u órgano puede acabar afectando a su circulación capilar y su nutrición. Me ha proporcionado algunos ejemplos extraordinarios, uno de los cuales, que no puedo reproducir aquí se refiere a una cincuenta años, casada, que se empeñó durante mucho tiempo en la firme ilusión de que estaba embarazada. Cuando se presentó el temido período, exactamente como si hubiese dado a luz un niño, dando muestras grandes sufrimientos hasta el punto de que sudor corría por su frente. El resultado fue que, después de seis años de haber desaparecido, este estado menstrual volvió y se mantuvo durante tres días. El Sr. Braid proporciona casos análogos en su «Magic, Hypnotism», etc.. y en sus otras obras, así como otros hechos que demuestran la gran influencia de la voluntad sobre las glándulas mamarias, e incluso sobre un pecho solo. 
40 El Dr. Maudsley ha ofrecido («The Physiology and Parhology of Mind», 2.a ed.. 1868. p. 105), sobre buenas bases, algunas curiosas afirmaciones a la mejora del sentido del por la práctica y la atención. Merece la pena señalar que cuando este sentido se ha hecho más agudo por esta vía en cualquier punto del cuerpo -por ejemplo, en un mejora también en el punto correspondiente del lado opuesto del cuerpo. 
41 «The Lancet», 1838, pp. 39-40, según cita del Prof. Laycock, «Nervous Diseases of 1840, p. 110. 
42 «Chapters on Mental Physiology», 1858, p. 
43 «Lectures on Surgical Pathology», 3. a ed. revisada por Prof. Turner, 1870, pp. 28-31. 
44 «Elements of Physiology», Trad. ingl., vol. II, p. 938. 
45 El Prof. Laycock ha discutido este punto de un modo muy interesante. Ver su «Nervous Diseases of Women». 1840, p. 110. 
46 Sobre la acción del sistema vaso-motor, ver también la interesante del Sr. Michael Foster ante la Royal Institution, traducida en la «Revue des Cours Scientifiques», 25 de septiembre. 1869. p. 683.


Capítulo 13 de:  Darwin, Charles: La expresión de las emociones en los animales y en el hombre. Título original: The Expression of Emotions in Animals and Man Traductor: Tomás Ramón Fernández Rodríguez. Alianza Editorial, S,. A., Madrid, 1984


Related Posts with Thumbnails