Michel Foucault - Las redes del poder (Conferencia)




Vamos a intentar hacer un análisis de la noción de poder. Yo no soy el primero, lejos de ello, que intenta desechar el esquema freudiano que opone instinto a represión –instinto y cultura. Toda una escuela de psicoanalistas intentó, desde hace decenas de años, modificar, elaborar este esquema freudiano de instinto vs. cultura, e instinto vs. represión– me refiero tanto a psicoanalistas de lengua inglesa como francesa. Como Melanie Klein, Winnicot y Lacan, que intentaron demostrar que la represión, lejos de ser un mecanismo secundario, interior, tardío, que intentaría controlar un juego instintivo dado por la naturaleza, forma parte del mecanismo del instinto o, por lo menos, del proceso mediante el cual se desenvuelve el instinto sexual y se constituye como pulsión. 
La noción freudiana de trieb no debe ser interpretada como un simple dato natural o un mecanismo biológico natural sobre el cual la represión vendría a depositar su ley de prohibición, sino, según esos psicoanalistas, como algo que ya está profundamente penetrado por la represión. La carencia, la castración, la prohibición, la ley, ya son elementos mediante los cuales se constituye el deseo como deseo sexual, lo cual implica, por lo tanto, una transformación de la noción primitiva de instinto sexual tal como Freud la había concebido al final del siglo XIX. 
Es necesario, entonces, pensar el instinto no como un dato natural, sino como una elaboración, todo un juego complejo entre el cuerpo y la ley, entre el cuerpo y los mecanismos culturales que aseguran el control sobre el pueblo. Por lo tanto, creo que los psicoanalistas desplazaron considerablemente el problema, haciendo surgir una nueva noción de instinto, una nueva concepción de instinto, de pulsión, de deseo. Pero lo que me perturba o, por lo menos, me parece insuficiente, es que en esta elaboración propuesta por los psicoanalistas, ellos cambian tal vez el concepto de deseo, pero no cambian en absoluto la concepción de poder. 
Continúan considerando entre sí que el significado del poder, el punto central, aquello en que consiste el poder, es aún la prohibición, la ley, la fórmula “no debes”. El poder es esencialmente aquello que dice “no debes”. Me parece que ésta es una concepción –y de eso hablaré más adelante– totalmente insuficiente del poder, una concepción jurídica, una concepción formal del poder y que es necesario elaborar otra concepción del poder que permitirá sin duda comprender mejor las relaciones que se establecieron entre poder y sexualidad en las sociedades occidentales. 
Voy a intentar mostrar en qué dirección se puede desarrollar un análisis del poder que no sea simplemente una concepción jurídica, negativa, del poder, sino una concepción positiva de la tecnología del poder. 
Frecuentemente encontramos entre los psicoanalistas, los psicólogos y los sociólogos esta concepción según la cual el poder es esencialmente la regla, la ley, la prohibición, lo que marca un límite entre lo permitido y lo prohibido. Creo que esta concepción de poder fue, a fines del siglo XIX, formulada inicialmente y extensamente elaborada por la etnología. La etnología siempre intentó detectar sistemas de poder en sociedades diferentes de las nuestras en términos de sistemas de reglas. Y nosotros mismos, cuando intentamos reflexionar sobre nuestra sociedad, sobre la manera como el poder se ejerce en ella, lo hacemos fundamentalmente a partir de una concepción jurídica: dónde está el poder, quién posee el poder, cuáles son las reglas que rigen el poder, cuál es el sistema de leyes que el poder establece sobre el cuerpo social. Por lo tanto, para nuestras sociedades hacemos siempre una sociología jurídica del poder y cuando estudiamos sociedades diferentes de las nuestras hacemos una etnología que es esencialmente una etnología de la regla, una etnología de la prohibición. Vean, por ejemplo, en los estudios etnológicos de Durkheim a Levi-Strauss, cuál es el problema que siempre reaparece, perpetuamente reelaborado: el problema de la prohibición, especialmente la prohibición del incesto. 
A partir de esa matriz, de ese núcleo que sería la prohibición del incesto, se intentó comprender el funcionamiento general del sistema. Y fue necesario esperar hasta años más recientes para que aparecieran nuevos enfoques sobre el poder, ya sea desde el punto de vista marxista o desde perspectivas más alejadas del marxismo clásico. De cualquier modo, a partir de allí vemos aparecer, con los trabajos de Clastres, por ejemplo, toda una nueva concepción del poder como tecnología que intenta emanciparse del primado, de ese privilegio de la regla y la prohibición que, en el fondo, había reinado sobre la etnología. 
En todo caso, la cuestión que yo quería plantear es la siguiente: ¿cómo fue posible que nuestra sociedad, la sociedad occidental en general, haya concebido el poder de una manera tan restrictiva, tan pobre, tan negativa? ¿Por qué concebimos siempre el poder como regla y prohibición, por qué este privilegio? Evidentemente podemos decir que ello se debe a la influencia de Kant, idea según la cual, en ultima instancia, la ley moral, el “no debes”, la oposición “debes/no debes” es, en el fondo, la matriz de la regulación de toda la conducta humana. Pero, en verdad, esta explicación por la influencia de Kant es evidentemente insuficiente. El problema consiste en saber si Kant tuvo tal influencia. ¿Por qué fue tan poderosa? ¿Por qué Durkheim, filósofo de vagas simpatías socialistas del inicio de la Tercera República francesa, se pudo apoyar de esa manera sobre Kant cuando se trataba de hacer el análisis del mecanismo del poder en una sociedad? Creo que podemos analizar la razón de ello en los siguientes términos: en el fondo, en Occidente, los grandes sistemas establecidos desde la Edad Media se desarrollaron por intermedio del crecimiento del poder monárquico, a costas del poder o mejor, de los poderes feudales. Ahora, en esta lucha entre los poderes feudales y el poder monárquico, el derecho fue siempre el instrumento del poder monárquico contra las instituciones, las costumbres, los reglamentos, las formas de ligazón y de pertenencia características de la sociedad feudal. Voy a dar dos ejemplos: por un lado el poder monárquico se desarrolla en Occidente en gran parte sobre las instituciones jurídicas y judiciales, y desarrollando tales instituciones logró sustituir la vieja solución de los litigios privados mediante la guerra civil por un sistema de tribunales con leyes, que proporcionaban de hecho al poder monárquico la posibilidad de resolver él mismo las disputas entre los individuos. De esa manera, el derecho romano, que reaparece en Occidente en los siglos XIII y XIV, fue un instrumento formidable en las manos de la monarquía para lograr definir las formas y los mecanismos de su propio poder, a costa de los poderes feudales. En otras palabras, el crecimiento del Estado en Europa fue parcialmente garantizado, o, en todo caso, usó como instrumento el desarrollo de un pensamiento jurídico. El poder monárquico, el poder del Estado, está esencialmente representado en el derecho. Ahora bien, sucede que al mismo tiempo que la burguesía, que se aprovecha extensamente del desarrollo del poder real y de la disminución, del retroceso de los poderes feudales, tenía un interés en desarrollar ese sistema de derecho que le permitiría, por otro lado, dar forma a los intercambios económicos, que garantizaban su propio desarrollo social. De modo que el vocabulario, la forma del derecho, fue un sistema de representación del poder común a la burguesía y a la monarquía. La burguesía y la monarquía lograron instalar, poco a poco, desde el fin de la Edad Media hasta el siglo XVIII, una forma de poder que se representaba y que se presentaba como discurso, como lenguaje, el vocabulario del derecho. Y cuando la burguesía se desembarazó finalmente del poder monárquico, lo hizo precisamente utilizando ese discurso jurídico que había sido hasta entonces el de la monarquía, el cual fue usado en contra de la propia monarquía. 
Para proporcionar un ejemplo sencillo, Rousseau, cuando redactó su teoría del Estado, intentó mostrar cómo nace un soberano, pero un soberano colectivo, un soberano como cuerpo social o, mejor, un cuerpo social como soberano a partir de la cesión de los derechos individuales, de su alienación y de la formulación de leyes de prohibición que cada individuo está obligado a reconocer, pues fue él mismo quien se impuso la ley, en la medida en que él mismo es miembro del soberano, en la medida en que él es él mismo el soberano. Entonces, el instrumento teórico por medio del cual se realizó la crítica de la institución monárquica, ese instrumento teórico fue el instrumento del derecho, que había sido instituido por la propia monarquía. En otras palabras, Occidente nunca tuvo otro sistema de representación, de formulación y de análisis del poder que no fuera el sistema del derecho, el sistema de la ley. Y yo creo que ésta es la razón por la cual, a fin de cuentas, no tuvimos hasta recientemente otras posibilidades de analizar el poder excepto esas nociones elementales, fundamentales que son las de ley, regla, soberano, delegación de poder, etc. Y creo que es de esta concepción jurídica del poder, de esta concepción del poder mediante la ley y el soberano, a partir de la regla y la prohibición, de la que es necesario ahora liberarse si queremos proceder a un análisis del poder, no desde su representación sino desde su funcionamiento. 
Ahora bien, ¿cómo podríamos intentar analizar el poder en sus mecanismos positivos? Me parece que en un cierto número de textos podemos encontrar los elementos fundamentales para un análisis de ese tipo. Podemos encontrarlos tal vez en Bentham, un filósofo inglés del fin del siglo XVIII y comienzos del XIX que, en el fondo, fue el más grande teórico del poder burgués, y podemos evidentemente encontrarlos en Marx también; esencialmente en el libro II de El capital. Es ahí que, pienso, podemos encontrar algunos elementos de los cuales me serviré para analizar el poder en sus mecanismos positivos. 
En resumen, lo que podemos encontrar en el libro II de El capital, es, en primer lugar, que en el fondo no existe un poder, sino varios poderes. Poderes quiere decir: formas de dominación, formas de sujeción que operan localmente, por ejemplo, en una oficina, en el ejército, en una propiedad de tipo esclavista o en una propiedad donde existen relaciones serviles. Se trata siempre de formas locales, regionales de poder, que poseen su propia modalidad de funcionamiento, procedimiento y técnica. Todas estas formas de poder son heterogéneas. No podemos entonces hablar de poder si queremos hacer un análisis del poder, sino que debemos hablar de los poderes o intentar localizarlos en sus especificidades históricas y geográficas. 
Así, a partir de ese principio metodológico, ¿cómo podríamos hacer la historia de los mecanismos de poder a propósito de la sexualidad? Creo que, de modo muy esquemático, podríamos decir lo siguiente: el sistema de poder que la monarquía había logrado organizar a partir del fin de la Edad Media presentaba para el desarrollo del capitalismo dos inconvenientes mayores: 1) El poder político, tal como se ejercía en el cuerpo social, era un poder muy discontinuo Las mallas de la red eran muy grandes, un número casi infinito de cosas, de elementos, de conductas, de procesos, escapaban al control del poder. Si tomamos, por ejemplo, un punto preciso, la importancia del contrabando en toda Europa hasta fines del siglo XVIII, podemos percibir un flujo económico muy importante, casi tan importante como el otro, un flujo que escapaba enteramente al poder. Era, además, una de las condiciones de existencia de las personas; de no haber existido piratería marítima, el comercio no habría podido funcionar y las personas no habrían podido vivir. Bien, en otras palabras, la ilegalidad era una de las condiciones de vida, pero al mismo tiempo significaba que había ciertas cosas que escapaban al poder y sobre las cuales no tenía control. Entonces, inconvenientes procesos económicos, diversos mecanismos, de algún modo quedaban fuera de control y exigían la instauración de un poder continuo, preciso, de algún modo atómico. Pasar así de un poder lagunar, global, a un poder atómico e individualizante, que cada uno, que cada individuo, en él mismo, en su cuerpo, en sus gestos, pudiese ser controlado en vez de esos controles globales y de masa. 
El segundo gran inconveniente de los mecanismos de poder, tal como funcionaban en la monarquía, es que eran sistemas excesivamente onerosos. Y eran onerosos justamente porque la función del poder –aquello en que consistía el poder– era esencialmente el poder de recaudar, de tener el derecho a recaudar cualquier cosa –un impuesto, un décimo, cuando se trataba del clero– sobre las cosechas que se realizaban; la recaudación obligatoria de tal o cual porcentaje para el señor, para el poder real, para el clero. El poder era entonces recaudador y predatorio. En esta medida operaba siempre una sustracción económica y, lejos, consecuentemente, de favorecer o estimular el flujo económico, era permanentemente su obstáculo y freno. Entonces aparece una segunda preocupación, una segunda necesidad: encontrar un mecanismo de poder tal que al mismo tiempo que controlase las cosas y las personas hasta en sus más mínimos detalles no fuese tan oneroso ni esencialmente predatorio, que se ejerciera en el mismo sentido del proceso económico 
Bien, teniendo en claro esos dos objetivos creo que podemos comprender, groseramente, la gran mutación tecnológica del poder en Occidente. Tenemos el hábito –y una vez más según el espíritu de un marxismo un tanto primario– de decir que la gran invención, todo el mundo lo sabe, fue la máquina de vapor o invenciones de este tipo. Es verdad que eso fue muy importante, pero hubo toda una serie de otras invenciones tecnológicas tan importantes como ésas y que fueron, en última instancia, condiciones de funcionamiento de las otras. Así ocurrió con la tecnología política, hubo toda una invención al nivel de las formas de poder a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Por lo tanto, es necesario hacer no sólo la historia de las técnicas industriales, sino también de las técnicas políticas, y yo creo que podemos agrupar en dos grandes capítulos las invenciones de tecnología política, las cuales debemos acreditar sobre todo a los siglos XVII y XVIII. Yo las agruparía en dos capítulos porque me parece que se desarrollaron en dos direcciones diferentes: de un lado existe esta tecnología que llamaría “disciplina”. Disciplina es, en el fondo, el mecanismo del poder por el cual alcanzamos a controlar en el cuerpo social hasta los elementos más tenues por los cuales llegamos a tocar los propios átomos sociales; esto es, los individuos. Técnicas de individualización del poder. Cómo vigilar a alguien, cómo controlar su conducta, su comportamiento, sus aptitudes, cómo intensificar su rendimiento, cómo multiplicar sus capacidades, cómo colocarlo en el lugar donde será más útil; esto es lo que es, a mi modo de ver, la disciplina. 
Y les cito en este instante el ejemplo de la disciplina en el ejército. Es un ejemplo importante porque es el punto donde fue descubierta la disciplina y donde se la desarrolló en primer lugar. Ligada, entonces, a esa otra invención de orden técnico que fue la invención del fusil de tiro relativamente rápido. A partir de ese momento, podemos decir lo siguiente: que el sol-dado dejaba de ser intercambiable, dejaba de ser pura y simplemente carne de cañón y un simple individuo capaz de golpear. Para ser un buen soldado había que saber tirar, por lo tanto, era necesario pasar por un proceso de aprendizaje y era necesario que el soldado supiera desplazarse, que supiera coordinar sus gestos con los de los demás soldados; en suma, el soldado se volvía habilidoso. Por lo tanto, precioso. Y cuanto más precioso, más necesario era conservarlo y cuanta más necesidad de conservarlo, más necesidad había de enseñarle técnicas capaces de salvarle la vida en la batalla, y mientras más técnicas se le enseñaban más tiempo duraba el aprendizaje, más precioso era él, etc. Y bruscamente se crea una especie de embalo, de esas técnicas militares de adiestramiento que culminarán en el famoso ejército prusiano de Federico II, que gastaba lo esencial de su tiempo haciendo ejercicios. El ejército prusiano, el modelo de disciplina prusiana, es precisamente la perfección, la intensidad máxima de esa disciplina corporal del soldado que fue hasta cierto punto el modelo de las otras disciplinas. 
El otro lugar en donde vemos aparecer esta nueva tecnología disciplinaria es la educación. Fue primero en los colegios y después en las escuelas secundarias donde vemos aparecer esos métodos disciplinarios en que los individuos son individualizados dentro de la multiplicidad. El colegio reúne decenas, centenas y a veces millares de escolares, y se trata entonces de ejercer sobre ellos un poder que será justamente mucho menos oneroso que el poder del preceptor que no puede existir sino entre alumno y maestro. Allí tenemos un maestro para decenas de discípulos y es necesario, a pesar de esa multiplicidad de alumnos, que se logre una individualización del poder, un control permanente, una vigilancia en todos los instantes; así, la aparición de este personaje que todos aquellos que estudiaron en colegios conocen bien, que es el celador, que en la pirámide corresponde al suboficial del ejército; aparición también de las notas cuantitativas, de los exámenes, de los concursos, etc., posibilidades, en consecuencia, de clasificar a los individuos de tal manera que cada uno esté exactamente en su lugar, bajo los ojos del maestro o en la clasificación-calificación o el juicio que hacemos sobre cada uno de ellos. 
Vean, por ejemplo, cómo ustedes están sentados delante de mí, en fila. Es una posición que tal vez les parezca natural. Sin embargo es bueno recordar que ella es relativamente reciente en la historia de la civilización y que es posible encontrar todavía a comienzos del siglo XIX escuelas donde los alum-nos se presentaban en grupos de pie alrededor de un profesor que les dicta cátedra. Eso implica que el profesor no puede vigilarlos individualmente: hay un grupo de alumnos por un lado y el profesor por otro. Actualmente ustedes son ubicados en fila, los ojos del profesor pueden individualizar a cada uno, puede nombrarlos para saber si están presentes, qué hacen, si divagan, si bostezan, etc. Todo esto, todas estas futilidades, en realidad son futilidades, pero futilidades muy importantes, porque finalmente, fue en el nivel de toda una serie de ejercicios de poder, en esas pequeñas técnicas que estos nuevos mecanismos pudieron investir; pudieron operar. Lo que pasó en el ejército y en los colegios puede ser visto igualmente en las oficinas a lo largo del siglo XIX. Y es lo que llamaré tecnología individualizante de poder. Es una tecnología que enfoca a los individuos hasta en sus cuerpos, en sus comportamientos; se trata, grosso modo, de una especie de anatomía política, una política que hace blanco en los individuos hasta anatomizarlos. 
Bien, he ahí una familia de tecnologías de poder que aparece un poco más tarde, en la segunda mitad del siglo XVIII, y que fue desarrollada –es preciso decir que la primera, para vergüenza de Francia, fue sobre todo desarrollada en Francia y en Alemania– principalmente en Inglaterra, tecnologías éstas que no enfocan a los individuos, sino que ponen blanco en lo contrario, en la población. En otras palabras, el siglo XVIII descubrió esa cosa capital: que el poder no se ejerce simplemente sobre los individuos entendidos como sujetos-súbditos, lo que era la tesis fundamental de la monarquía, según la cual por un lado está el soberano y por otro los súbditos. Se descubre que aquello sobre lo que se ejerce el poder es la población. ¿Qué quiere decir población? No quiere decir simplemente un grupo humano numeroso, quiere decir un grupo de seres vivos que son atravesados, comandados, regidos, por procesos de leyes biológicas. Una población tiene una curva etaria, una pirámide etaria, tiene una morbilidad, tiene un estado de salud; una población puede perecer o, al contrario, puede desarrollarse. 
Todo esto comienza a ser descubierto en el siglo XVIII. Se percibe que la relación de poder con el sujeto o, mejor, con el individuo no debe ser simplemente esa forma de sujeción que permite al poder recaudar bienes sobre el súbdito, riquezas y eventualmente su cuerpo y su sangre, sino que el poder se debe ejercer sobre los individuos en tanto constituyen una especie de entidad biológica que debe ser tomada en consideración si queremos precisamente utilizar esa población como máquina de producir todo, de producir riquezas, de producir bienes, de producir otros individuos, etc. El descubrimiento de la población es, al mismo tiempo que el descubrimiento del individuo y del cuerpo adiestrable, creo yo, otro gran núcleo tecnológico en torno del cual los procedimientos políticos de Occidente se transformaron. Se inventó en ese momento, en oposición a la anátomo-política que recién mencioné, lo que llamaré bio-política. Es en ese momento cuando vemos aparecer cosas, problemas como el del hábitat, el de las condiciones de vida en una ciudad, el de la higiene pública o la modificación de las relaciones entre la natalidad y la mortalidad. Fue en ese momento cuando apareció el problema de cómo se puede hacer para que la gente tenga más hijos o, en todo caso, cómo podemos regular el flujo de la población, cómo podemos controlar igualmente la tasa de crecimiento de una población, de las migraciones, etc. Y a partir de allí toda una serie de técnicas de observación entre las cuales está la estadística, evidentemente, pero también todos los grandes organismos administrativos, económicos y políticos, todo eso encargado de la regulación de la población. Por lo tanto, creo yo, hay dos grandes revoluciones en la tecnología del poder: descubrimiento de la disciplina y descubrimiento de la regulación, perfeccionamiento de una anátomo-política y perfeccionamiento de una bio-política. 
A partir del siglo XVIII, la vida se hace objeto de poder, la vida y el cuerpo. Antes existían sujetos, sujetos jurídicos a quienes se les podía retirar los bienes, y la vida además. Ahora existen cuerpos y poblaciones. El poder se hace materialista. Deja de ser esencialmente jurídico. Ahora debe lidiar con esas cosas reales que son el cuerpo, la vida. La vida entra en el dominio del poder, mutación capital, una de las más importantes, sin duda, en la historia de las sociedades humanas y es evidente que se puede percibir cómo el sexo se vuelve a partir de ese momento, el siglo XVIII, una pieza absolutamente capital, porque, en el fondo, el sexo está exactamente ubicado en el lugar de la articulación entre las disciplinas individuales del cuerpo y las regulaciones de la población. El sexo viene a ser aquello a partir de lo cual se puede garantizar la vigilancia sobre los individuos y entonces se comprende por qué en el siglo XVIII, y justamente en los colegios, la sexualidad de los adolescentes se vuelve un problema médico, un problema moral, casi un problema político de primera importancia porque mediante y so pretexto de este control de la sexualidad se podía vigilar a los colegiales, a los adolescentes a lo largo de sus vidas, a cada instante, aun durante el sueño. Entonces el sexo se tornará un instrumento de disciplinamiento, y va a ser uno de los elementos esenciales de esa anátomo-política de la que hablé, pero por otro lado es el sexo el que asegura la reproducción de las poblaciones. Y con el sexo, con una política del sexo podemos cambiar las relaciones entre natalidad y mortalidad; en todo caso la política del sexo se va a integrar al interior de toda esa política de la vida que va a ser tan importante en el siglo XIX. El sexo es la bisagra entre la anátomo-política y la bio-política, él está en la encrucijada de las disciplinas y de las regulaciones y es en esa función que él se transforma, al fin del siglo XIX, en una pieza política de primera importancia para hacer de la sociedad una máquina de producir. 

Foucault: –¿Quieren ustedes hacer alguna pregunta? 
Auditorio: –¿Qué tipo de productividad pretende lograr el poder en las prisiones? 
Foucault: –Ésa es una larga historia: el sistema de la prisión, quiero decir, de la prisión represiva, de la prisión como castigo, fue establecido tardíamente, prácticamente al fin del siglo XVIII. Antes de esa fecha la prisión no era un castigo legal: se aprisionaba a las personas simplemente para retenerlas antes de procesarlas y no para castigarlas, salvo en casos excepcionales. Bien, se crean las prisiones como sistema de represión afirmándose lo siguiente: la prisión va a ser un sistema de reeducación de los criminales. Después de una estadía en la prisión, gracias a una domesticación de tipo militar y escolar, vamos a poder transformar a un delincuente en un individuo obediente a las leyes. Se buscaba la producción de individuos obedientes. 
Ahora bien, inmediatamente, en los primeros tiempos de los sistemas de las prisiones quedó en claro que ellos no producían aquel resultado, sino, en verdad, su opuesto: mientras más tiempo se pasaba en prisión menos se era reeducado y más delincuente se era. No sólo productividad nula, sino productividad negativa. En consecuencia, el sistema de las prisiones debería haber desaparecido. Pero permaneció y continúa, y cuando preguntamos a las personas qué podríamos colocar en vez de las prisiones, nadie responde. 
¿Por qué las prisiones permanecieron a pesar de esta contraproductividad? Yo diré que precisamente porque, de hecho, producían delincuentes y la delincuencia tiene una cierta utilidad económico-política en las sociedades que conocemos. La utilidad mencionada podemos revelarla fácilmente: cuantos más delincuentes existan, más crímenes existirán; cuanto más crímenes hayan, más miedo tendrá la población y cuanto más miedo en la población, más aceptable y deseable se vuelve el sistema de control policial. La existencia de ese pequeño peligro interno permanente es una de las condiciones de aceptabilidad de ese sistema de control, lo que explica por qué en los periódicos, en la radio, en la televisión, en todos los países del mundo sin ninguna excepción, se concede tanto espacio a la criminalidad como si se tratase de una novedad cada nuevo día. Desde 1830 en todos los países del mundo se desarrollaron campañas sobre el tema del crecimiento de la delincuencia, hecho que nunca ha sido probado, pero esta supuesta presencia, esta amenaza, ese crecimiento de la delincuencia es un factor de aceptación de los controles. 
Pero eso no es todo, la delincuencia posee también una utilidad económica; vean la cantidad de tráficos perfectamente lucrativos e inscritos en el lucro capitalista que pasan por la delincuencia: la prostitución; todos saben que el control de la prostitución en todos los países de Europa es realizado por personas que tienen el nombre profesional de proxenetas y que son todos ellos ex presidiarios que tienen por función canalizar los lucros recaudados sobre el placer sexual. La prostitución permitió volver oneroso el placer sexual de las poblaciones y su encuadramiento permitió derivar para determinados circuitos el lucro sobre el placer sexual. El tráfico de armas, el tráfico de drogas, en suma, toda una serie de tráficos que por una u otra razón no pueden ser legal y directamente realizados en la sociedad pueden serlo por la delincuencia, que los asegura. 
Si agregamos a eso el hecho de que la delincuencia sirve masivamente en el siglo XIX y aun en el siglo XX a toda una serie de alteraciones políticas tales como romper huelgas, infiltrar sindicatos obreros, servir de mano de obra y guardaespaldas de los jefes de partidos políticos, aun de los más o menos dignos. Aquí estoy hablando precisamente de Francia, en donde todos los partidos políticos tienen una mano de obra que varía desde los colocadores de afiches hasta los aporreadores o matones, mano de obra que está constituida por delincuentes. Así tenemos toda una serie de instituciones económicas y políticas que opera sobre la base de la delincuencia y en esta medida la prisión que fabrica un delincuente profesional posee una utilidad y una productividad. 
Auditorio: –En la tentativa de trazar una anatomía de lo social basándose en la disciplina del ejército, usted utiliza la misma terminología que usan los abogados actuales en el Brasil. En el Congreso de OAB (Orden de los Abogados del Brasil) realizado hace poco tiempo en Salvador, los abogados utilizaron abundantemente las palabras compensar y disciplinar al definir su función jurídica. Curiosamente usted utiliza los mismos términos para hablar del poder, es decir, usando el mismo lenguaje jurídico: lo que le pregunto es si usted no cae en el mismo discurso de la apariencia de la sociedad capitalista dentro de la ilusión del poder que comienzan a utilizar esos juristas. Así, la nueva ley de sociedades anónimas se presenta como un instrumento para disciplinar los monopolios, pero lo que ella realmente significa es ser un valioso instrumento tecnológico muy avanzado que obedece a determinaciones independientes de la voluntad de los juristas que son las necesidades de reproducción del capital. En este sentido me sorprende el uso de la misma terminología, continuando, en tanto usted establece una dialéctica entre tecnología y disciplina, y mi última sorpresa es que usted toma como elemento de análisis social a la población, volviendo así a un período anterior a aquel en que Marx criticó a Ricardo. 
Foucault: –Me sorprende mucho que los abogados utilicen la palabra disciplina –en cuanto a la palabra compensar, no la usé ni una vez– y con respecto a esto quiero decir lo siguiente: creo que desde el nacimiento de aquello que yo llamo bio-poder o anátomo-política estamos viviendo en una sociedad que comienza a dejar de ser una sociedad jurídica. La sociedad jurídica fue la sociedad monárquica. Las sociedades europeas de los siglos XII al XVIII eran esencialmente sociedades jurídicas, en las cuales el problema del derecho era un problema fundamental: se combatía por él, se hacían revoluciones por él, etc. A partir del siglo XIX, en las sociedades que se daban bajo la forma de sociedades de derecho, con Parlamentos, legislaciones, códigos, tribunales, existía de hecho todo un otro mecanismo de poder que se infiltraba, que no obedecía a las formas jurídicas y que no tenía por principio fundamental la ley, sino el principio de la norma, y que poseía instrumentos que no eran los tribunales, la ley y el aparato judiciario, sino la medicina, la psiquiatría, la psicología, etc. Por lo tanto, estamos en un mundo disciplinario, estamos en un mundo de la regulación. Creemos que estamos todavía en el mundo de la ley, pero de hecho es otro tipo de poder que está en vías de constitución por intermedio de conexiones que ya no son más conexiones jurídicas. Así, es perfectamente normal que usted encuentre la palabra disciplina en la boca de los abogados. Llega a ser interesante ver lo que concierne a un punto clave: cómo la sociedad de la normatización al mismo tiempo puede habitar y hacer disfuncionar la sociedad del derecho. 
Veamos lo que pasa en el sistema penal. En países de Europa como Alemania, Francia e Inglaterra, prácticamente no hay ningún criminal un poco importante y en breve no habrá ninguna persona que pase por los tribunales penales que no pase también por las manos de un especialista en medicina, psiquiatría o psicología. Eso porque vivimos en una sociedad en la que el crimen ya no es más simplemente ni esencialmente la transgresión a la ley sino el desvío en relación con una norma. En lo que respecta a la penalidad sólo se habla ahora en términos de neurosis, desvío, agresividad, pulsión, etc. Ustedes lo saben muy bien. Por lo tanto, cuando hablo de disciplina, de normalización, yo no caigo en el plano jurídico; son, por el contrario, los hombres de derecho, los hombres de la ley, los juristas, quienes están obligados a emplear ese vocabulario de la disciplina y la normatización. Que se hable de disciplina en el congreso de OAB no hace más que confirmar lo que dije y no es que caiga en una concepción jurídica. Los que están fuera de lugar son ellos. 
Auditorio: –¿Cómo ve la relación entre saber y poder? ¿Es la tecnología del poder la que provoca la perversión sexual o es la anarquía natural biológica que existe en el hombre la que lo provoca...? 
Foucault: –Sobre este último punto, es decir, sobre lo que motiva, lo que explica el desarrollo de esta tecnología, no creo que podamos decir que sea el desarrollo biológico. Intenté demostrar lo contrario, es decir, ¿cómo forma parte del desarrollo del capitalismo esta mutación de la tecnología del poder? Forma parte de ese desarrollo en la medida en que, por un lado, fue el desarrollo del capitalismo lo que hizo necesaria esta mutación tecnológica, pero, por otro, esa mutación hizo posible el desarrollo del capitalismo; una implicación perpetua de dos movimientos que están de algún modo engrampados el uno con el otro. 
Bien, con respecto a la otra cuestión que concierne al hecho de las relaciones de poder... Cuando existe alianza del placer con el poder, ése es un problema importante. Lo que quiero decir brevemente es que es justamente eso que parece caracterizar los mecanismos de poder en función de nuestras sociedades, es lo que hace que no podamos decir simplemente que el poder tiene por función interdictar, prohibir. Si admitimos que el poder sólo tiene por función prohibir, estamos obligados a inventar mecanismos –como Lacan y otros están obligados a hacerlo– para poder decir: “Vean, nos identificamos con el poder”. O entonces decimos que hay una relación masoquista que se establece con el poder y que hace que gocemos de aquel que prohíbe; pero en compensación, si usted admite que la función del poder no es esencialmente prohibir, sino producir, producir placer, en ese momento se puede comprender, al mismo tiempo, cómo se puede obedecer al poder y encontrar en el hecho de la obediencia placer, que no es masoquista necesariamente. Los niños nos pueden servir de ejemplo: creo que la manera como se hizo de la sexualidad de los niños un problema fundamental para la familia burguesa del siglo XIX provocó y volvió posible un gran número de controles sobre la familia, sobre los padres, sobre los niños, etc., al mismo tiempo que produjo toda una serie de placeres nuevos: placer en los padres al vigilar a los hijos, placer de los niños en jugar con su propia sexualidad contra sus padres o con sus padres, etc., toda una nueva economía del placer alrededor del cuerpo del niño. No hace falta decir que los padres, por masoquismo, se identificaron con la ley... 
Auditorio: –Usted no respondió a la pregunta que se le hizo sobre las relaciones entre el saber y el poder, y sobre el poder que usted, Michel Foucault, ejerce mediante su saber... 
Foucault: –En efecto, la pregunta debe ser planteada. Bien, creo que –en todo caso en el sentido de los análisis que hago, cuya fuente de inspiración usted puede ver– las relaciones de poder no deben ser consideradas de una manera un poco esquemática, como: de un lado están los que tienen el poder y del otro los que no lo tienen. Aquí un cierto marxismo académico utiliza frecuentemente la oposición clase dominante / clase dominada, discurso dominante / discurso dominado, etc. Ahora, en primer lugar, ese dualismo nunca será encontrado en Marx, en cambio sí puede ser encontrado en pensadores reaccionarios y racistas como Gobineau, que admiten que en una sociedad hay dos clases, una dominada y la otra que domina. Usted va a encontrar eso en muchos lugares pero nunca en Marx, porque en efecto Marx es demasiado astuto como para poder admitir esto; él sabía perfectamente que lo que hace la solidez de las relaciones de poder es que ellas no terminan jamás, que no hay de un lado algunos y del otro lado muchos; ellas la atraviesan en todos lados; la clase obrera retransmite relaciones de poder, ejerce relaciones de poder. El hecho de que usted sea estudiante implica que ya está inserto, es una cierta situación de poder; yo, como profesor, estoy igualmente en una situación de poder, estoy en una situación de poder porque soy hombre y no una mujer, y el hecho de que usted sea una mujer implica que está igualmente en una situación de poder, pero no la misma, todos estamos en situación, etc. Bien, si de cualquier persona que sabe algo podemos decir “usted ejerce el poder”, me parece una crítica estúpida en la medida en que se limita a eso. Lo que es interesante es, en efecto, saber cómo en un grupo, en una clase, en una sociedad operan redes de poder, es decir, cuál es la localización exacta de cada uno en la red del poder, cómo él lo ejerce de nuevo, cómo lo conserva, cómo él hace impacto en los demás, etcétera. 


Texto desgrabado de una conferencia dada por Foucault en 1976 en Brasil. Publicada en la revista anarquista Barbarie, Nros. 4 y 5 (1981-2), San Salvador de Bahía, Brasil.
Traducción: Heloísa Primavera 


Fotografía de Bruce Jackson





Giorgio Agamben – Lo abierto. El hombre y el animal [caps. 1-12]




« S`il n`existoit point d`animaux, la nature de l`home serait encore plus incompréhensible ».
 Georges-Louis Buffon
«Indigebant tamen eis ad experimentalem cognitionem sumendam de naturis forum».  Tommaso D`Aquino.


1. Teratomorfo.
“En las última tres horas del día, Dios se sienta y juega con el Leviatán, como está escrito: “tu has hecho al Leviatán para jugar con él”.  Talmud, Avoda zara.

En la Biblioteca Ambrosiana de Milán se conserva una Biblioteca judía del siglo XIII que contiene preciosas miniaturas. Las dos últimas páginas del tercer códice están enteramente ilustradas con escenas de inspiración mística y mesiánica. La página 135v ofrece la visión de Ezequiel, pero sin la representación del carro: en el centro están los siete cielos, la luna, el sol y las estrellas, y, en los ángulos, campeando sobre un fondo azul, los cuatro animales escatológicos: el gallo, el águila, el buey y el león. La última página (136r) está dividida en dos mitades; la superior representa los tres animales de los orígenes: el pájaro Ziz (en forma de grifón alado), el buey Behemot y el gran pez Leviatán, inmerso en el mar retorcido sobre sí mismo. La escena que nos interesa en modo particular es, entonos los sentidos, la última, porque con ella terminan tanto el códice como la historia de la humanidad. Representa el banquete mesiánico de los justos en el último día. A la sombra de árboles paradisíacos, y regocijados por la música de dos intérpretes, los justos, con sus cabezas coronadas, se sientan en una mesa ricamente guarnecida. La idea de que en los días del Mesías los justos, que han observado durante toda su vida las prescripciones de la Torá, se reunirán en un banquete con las carnes de Leviatán y Behemot sin preocupación alguna porque su sacrificio haya sido o no kosher, es plenamente familiar para la tradición rabínica. Es sorprendente, sin embargo, un particular al que no nos hemos referido hasta ahora: bajo las coronas el minitaurista ha representado a los justos no con semblantes humanos, sino con una cabeza inequívocamente animal. No sólo volvemos a encontrar aquí, en las tres figuras situadas a la derecha, el pico característico del águila, la roja cabeza del buey y la testa leonina de los animales escatológicos, sino que también los otros dos justos que aparecen en la imagen exhiben grotescos rasgos asnales, el uno, y un perfil de pantera, el otro. Pero también los dos músicos comparecen con la cabeza animal, en particular el de la derecha, más visible, que toca una especie de viola con un inspirado hocico simiesco.
¿Por qué los representantes de esta humanidad llegada a su consumación se configuran con cabezas de animales? Los estudiosos que se han ocupado del problema no han encontrado todavía una explicación satisfactoria. Según Sofia Ameisenowa, que ha dedicado una amplia investigación a este tema, y que intenta aplicar a los materiales de la tradición judía los métodos de la escuela de Aby Warburg, las imágenes de los justos con facciones animales deben relacionarse con el tema gnóstico-astrológico de la representación de los decanos teratomorfos, a través de la doctrina gnóstica según la cual los cuerpos de los justos ( o mejor, de los espirituales), en su ascensión después de la muerte a través de los cielos, se transforman en estrellas y se identifican con las potencias que gobiernan cada cielo.
Según la tradición rabínica, sin embargo, los justos en cuestión no están muertos en absoluto: son, por el contrario, los representantes del resto de Israel, es decir, de los justos que todavía viven en el momento de la venida del Mesías. Como puede leerse en el Apocalipsis de Baruc, 29, 4, “Behemont aparecerá desde su tierra y el Leviatán surgirá del mar: los dos monstruos que he formado en el quinto día de la creación y he conservado hasta aquel día, servirán entonces de alimento para todos los que quedan”. Además, el motivo de la representación teratocéfala de los arcontes gnósticos y de los decanos astrológicos está muy lejos de haber aquietado a los estudiosos y requiere él mismo una explicación. En los textos maniqueos, cada uno de los arcontes corresponde así a una de las partes del reino animal (bípedos, cuadrúpedos, pájaros, peces, reptiles) y a la vez a las “cinco naturalezas” del cuerpo humano (huesos, nervios, venas, carne, piel), de modo que el teratomorfismo de los arcontes remite directamente a la tenebrosa parentela entre el macrocosmos animal y el microcosmos humano (Puech 105). Por otra parte, en el Talmud, el párrafo del tratado en que se menciona al Leviatán como alimento mesiánico de los justos figura después de una serie de haggadoth que parecen referirse a un economía diferente de las relaciones entre lo animal y lo humano. Por lo demás, el que también la naturaleza animal sea transfigurada en el reino mesiánico, es algo que ya estaba implícito en la profecía mesiánica de l Isaías 11 ( que tanto le gustaba a Iván Karamázov) en la que se lee que “serán vecinos el lobo y el cordero / y el leopardo se echará con el cabrito / el novillo y el cachorro pacerán juntos / y un niño pequeño los conducirá”.
No es imposible, por lo tanto, que al atribuir una cabeza animal al resto de Israel, el artista del manuscrito de la Ambrosiana haya pretendido significar que, en el último día, las relaciones entre los animales y los hombres se ordenarán en una forma nueva y que el hombre mismo se reconciliará con su naturaleza animal.

2. Acéfalo
Geroges Bataille había quedado tan impresionado por las efigies gnósticas de arcontes con cabezas de animal que había tenido ocasión de contemplar en el Cabinet des medailles de la Biblioteca Nacional de París, que le dedicó en 1930 un artículo en su revista Document. En la mitología gnóstica, los arcontes son las entidades demoníacas que crean y gobiernan el mundo material, en el que los elementos espirituales y luminosos se encuentran mezclados con los oscuros y corporales, prisioneros de ellos. Las imágenes, reproducidas como documentos de la tendencia del “bajo materialismo” gnóstico a la confusión de formas humanas y bestiales, representan, de acuerdo con las enseñanzas de Bataille, “tres arcontes con cabeza de ánade”, un Iao panmorfo, un “dios con piernas humanas, cuerpo de serpiente y cabeza de gallo”, y, por último, un dios acéfalo con dos cabezas de animales superpuestas. Dos años después la cubierta del primer número de la revista Acéphale, diseñada por André Masson, exhibía como enseña de la “conjura sagrada” urdida por Bataille con un pequeño grupo de amigos, una figura humana desnuda y carente de cabeza (“El hombre ha huido de su cabeza, como el condenado de la prisión”, reza el texto programático: Bataille, 6) no implicaba necesariamente una remisión a la animalidad; las ilustraciones del numero 3-4 de la revista, donde el mismo desnudo del primer número porta ahora una majestuosa cabeza de toro, dan testimonio de una aporía que va unida a la totalidad del proyecto del autor.
Entre los motivos centrales de la lectura hegeliana de Kojève, de quien Bataille había sido oyente en la Ecole des Hautes Etudes, figuraba el problema del final de la historia y de la figura que el hombre y la naturaleza asumirían en el mundo post-histórico, cuando el paciente proceso del trabajo y de la negación, por medio del cual el animal de la especie Homo Sapiens deviene humano, alcanzara su consumación. Según un gesto muy característico en él, Kojève dedica a este problema capital sólo una nota del curso 1938-39:
“La desaparición del Hombre al final de la Historia no es, pues, una catástrofe cósmica: el Mundo natural sigue siendo lo que es desde la eternidad. Y tampoco es una catástrofe biológica: el Hombre permanece en vida como animal que está en acuerdo con la Naturaleza o con el Ser dado. Lo que desaparece es el Hombre propiamente dicho, es decir, la acción negadora de lo dado y del Error o, en general, el Sujeto opuesto al Objeto. De hecho, el final del Tiempo humano o de la Historia, es decir, la aniquilación definitiva del hombre propiamente dicho o del individuo libre e histórico, significa sencillamente la cesación de la Acción en el sentido fuerte del término. Lo que quiere decir prácticamente: la desaparición de la guerra y de las revoluciones sangrientas. Y además la desaparición de la Filosofía; porque cuando el Hombre mismo no cambia ya esencialmente, ya no hay razón para cambiar los principios (verdaderos) que están en la base de su conocimiento del Mundo y de sí. Pero todo el resto puede mantenerse indefinidamente; el arte, el amor, el juego, etc., y, en definitiva, todo lo que hace al hombre feliz”. (Kojève, 434-435)
El conflicto entre Bataille y Kojève se refiere propiamente a ese “resto” que sobrevive a la muerte del hombre que vuelve a ser animal al final de la historia. Lo que el alumno – que tenía cinco años más que el maestro – no podía aceptar de ninguna manera era que “el arte, el amor, el juego”, como también la risa, el éxtasis o el lujo (que, revestidos de un aura de excepcionalidad, estaban en el centro de las preocupaciones de Acéphale y, dos años mas tarde, del Collège de Sociologie), dejaran de ser sobrehumanos, negativos y sagrados para ser simplemente restituidos a la praxis animal. Para el pequeño grupo de inciados cuarentones, que no temían desafiar el ridículo al escenificar “la alegría ante la muerte” en los pequeños bosques de la periferia parisina, ni, algo después, en plena crisis europea, jugar a “aprendices de brujo”, predicando el regreso de los pueblos europeos a la “vieja casa del mito”, el ser acéfalo entrevisto por un instante en su experiencia privilegiada podía, quizá, no ser humano ni divino; animal, empero, no debía serlo en ningún caso.
Por supuesto, lo que también se ventilaba en este punto era el problema de la interpretación de Hegel, un terreno donde la autoridad de Kojève era particularmente amenazadora. Si la historia no es más que el paciente trabajo dialéctico de la negación, y el hombre es el sujeto y, al tiempo, lo que se pone en juego en esta acción negadora, la culminación de la historia implicaba necesariamente el fin del hombre: el rostro del sabio que, alcanzado el límite del tiempo, contempla satisfecho este final toma necesariamente, como en la miniatura de la Ambrosiana, la forma de un hocico animal.
Por eso mismo, como manifiesta en su carta a Kojève del 6 de diciembre de 1937, Bataille tiene que apostar por la idea de una “negatividad sin empleo”, es decir, de una negatividad que sobrevive, no se sabe cómo, al final de la historia y de la que no le es dado proporcionar otra prueba que su propia vida, “la herida abierta que es mi vida”:
“Admito (como suposición verosímil) que a partir de ahora la historia se ha acabado (excepción hecha del epilogo). Sin embargo, yo me represento las cosas de manera diferente… Si la acción (“el hacer”) es – como dice Hegel – la negatividad, se plantea entonces el problema de saber si la negatividad de quien no tiene “ya nada que hacer” desaparece o bien subsiste en el estado de “negatividad sin empleo”: personalmente, no puedo decidirme más que en una dirección, al ser yo mismo exactamente esta “negatividad sin empleo” (no podría definirme de manera más precisa). Reconozco que Hegel ha previsto esta posibilidad, si bien no la ha situado en el final de los procesos que ha descrito. Imagino que mi vida – o, mejor todavía, su aborto, la herida abierta que es mi vida – constituye por sí misma la refutación del sistema cerrado de Hegel”. (Hollier, 170-171)
El fin de la historia lleva consigo, en consecuencia, un “epilogo” en que la negatividad humana se conserva como “resto” en las formas del erotismo, de la risa, del júbilo ante la muerte. En la luz incierta de este epílogo, el sabio, soberano y consciente de sí, ve pasar antes sus ojos no cabezas animales, sino las figuras acéfalas de unos hommes farouchement religieux, “amantes” o “aprendices de brujo”. Pero el epílogo se revelaría frágil. En 1939, cuando la guerra era ya inevitable, una declaración del Collège de Sociologie traduce su impotencia al denunciar la pasividad y la ausencia de reacciones frente a la guerra, como una forma masiva de “desvirilización”, que transforma a los hombres en una suerte de “ovejas conscientes y resignadas al matadero” (Hollier, 58-59). Aunque fuera en un sentido diverso de aquel que tenía en mente Kojève, los hombres habían vuelto a ser verdaderamente animales.

3. Esnob
“Ningún animal puede ser esnob”.
Alexandre Kojève
En 1968, con ocasión de la segunda edición de la Introduction, cuando el discípulo-rival llevaba seis años muerto, Kojève vuelve al problema del devenir animal del hombre. Y lo hace, una vez más, en forma de una nota adjunta a la nota de la primera edición (si el texto de la Introduction está compuesto esencialmente de los apuntes recogidos por Queneau, las notas son la única parte del libro que con toda seguridad procede de la mano de Kojève). Esa primera nota – señala – era ambigua, por que si admite que en el final de la historia el hombre “propiamente dicho” debe desaparecer, no se puede pretender coherentemente que “todo el resto” ( el arte, el amor, el juego) pueda mantenerse indefinidamente.
“Si el hombre re-deviene un animal, sus artes, sus amores y sus juegos deberán re-devenir también puramente “naturales”. Así pues, habría que admitir que después del fin de la Historia, los hombres construirán sus edificios y sus obras de arte como los pájaros construyen sus nidos y las arañas tejen sus telas, que ejecutarán conciertos musicales de la misma forma que las ranas y cigarras, que jugarán como juegan los animales jóvenes y se entregarán a su amor igual que lo hacen los animales adultos. Pero no se puede decir, entonces, que todo eso “hace feliz al Hombre”. Habría que decir que los animales pos-históricos de la especie Homo sapiens (que vivirán en la abundancia y en plena seguridad) estarán contentos en función de su comportamiento artístico, erótico y lúdico, visto que, por definición, se contentarán con él. (Kojève, 436)
La aniquilación definitiva del hombre en sentido propio debe implicar también, no obstante, de manera necesaria la desaparición del lenguaje humano, sustituido por señales sonoras o mímicas comparables con el lenguaje de las abejas. Pero en tal caso, argumenta Kojève, lo que desaparecería no sería sólo la filosofía, es decir, el amor a la sabiduría, sino la propia posibilidad de una sabiduría como tal.
En este punto la nota enuncia una serie de tesis sobre la filosofía de la historia y sobre la situación actual del mundo, en que no es posible distinguir entre la seriedad absoluta y una ironía no menos absoluta. Así nos enteramos de que, en los años inmediatamente posteriores a la redacción de la primera nota (1946), el autor había comprendido que el “final hegeliano-marxista” de la historia no era un acontecimiento futuro, sino algo que ya se había consumado. Después de la batalla de Jena, la vanguardia de la humanidad alcanzó virtualmente el término de la evolución histórica del hombre. Todo lo que ha venido después – comprendidas de las dos guerras mundiales, el nazismo y la sovietización de Rusia – no representa más que un proceso de aceleración encaminado a alinear el resto del mundo con los países más avanzados de Europa. En ese momento, sin embargo, numerosos viajes a Estado Unidos y la Rusia soviética, realizados entre 1948 y 1958 (es decir, cuando Kojève era ya un alto funcionario del gobierno francés), le convencieron de que, en la vía que conduce a la realización de la condición post-histórica, “los rusos y los chinos no son todavía más que norteamericanos pobres, en vías de rápido enriquecimiento, eso sí”, mientras que los Estados Unidos han alcanzado ya el “estadio final” del “comunismo marxista” (Kojève, 436-437) . De aquí la conclusión que “el American way of life (es) el género de vida propio del período post-histórico, y que la presencia actual de los Estados Unidos en el mundo prefigura el futuro “presente eterno” de toda la humanidad. Así, el retorno del Hombre a la animalidad aparece entonces no ya como una posibilidad todavía por venir, sino como una certeza ya presente”. (Kojève, 437)
No obstante, en 1959, un viaje a Japón iba a producir un nuevo cambio de perspectiva. En Japón Kojève tuvo ocasión de observar directamente una sociedad que, a pesar de vivir en condiciones post-históricas, no había dejado por ello de ser “humana”:
“La civilización japonesa “post-histórica” ha tomado unas vías diametralmente opuestas a la “vía americana”. Sin duda, en Japón no ha habido nunca una Religión, una Moral ni una Política en el sentido “europeo” o “histórico” de estas palabras. Pero el Esnobismo en estado puro ha creado allí unas disciplinas negadoras del dato “natural” o “animal” que han sobrepasado con mucho en eficacia a aquellas que nacían, en Japón o en otros lugares, de la Acción “histórica”, es decir, de las Luchas guerreras o revolucionarias o del Trabajo forzado. Es verdad que esas cumbres (no igualadas en ninguna otra parte) del esnobismo específicamente japonés que son el teatro Nô, la ceremonia del té o el arte de los ramos de flores han sido y siguen siendo todavía patrimonio exclusivo de los nobles y de los ricos. Pero, a pesar de las desigualdades económicas y sociales persistentes, todos los japoneses, sin excepción, son capaces en la actualidad de vivir en función de valores totalmente formalizados, es decir, vacíos por completo de cualquier contenido “humano” en el sentido de “histórico”. Así, en última instancia, todo japonés es capaz en principio de proceder, por puro esnobismo, a un suicidio perfectamente “gratuito” (la clásica espada del samurai puede ser sustituida por un avión o un torpedo), que no tiene nada que ver con el arriesgar la vida en una lucha llevada a cabo en función de valores “históricos” con un contenido social o político. Lo que parece permitir creer que la interacción recientemente iniciada entre Japón y el Mundo occidental conducirá a fin de cuentas no a una rebarbarización de los japoneses, sino a una “japonización” de los occidentales (comprendidos los rusos).
Ahora bien, visto que ningún animal puede ser esnob, cualquier época post-histórica “japonizada” será específicamente humana. No habrá, pues, un “aniquilamiento definitivo del Hombre propiamente dicho”, mientras que haya animales de la especie Homo sapiens que puedan servir de soporte “natural” a lo que de humano hay entre los hombres”. (Ibid., 437)
El tono de burla que Bataille reprochaba a su maestro cada vez que éste trataba de describir la condición post-histórica alcanza su cima en esta nota. No sólo el American way of life es equiparado a una vida animal, sino que el sobrevivir del hombre a la historia en forma del esnobismo japonés se asemeja a una versión más elegante (aunque quizá paródica) de esa “negatividad sin empleo” que Bataille trataba de definir a su manera, ciertamente más ingenua, y que a Kojève le debía de parecer de mal gusto.
Tratemos de reflexionar sobre las implicaciones teóricas de esta figura post-histórica de lo humano. El que la humanidad sobreviva a su drama histórico parece insinuar sobre todo entre la historia y su final, una franja de ultrahistoria que recuerda el reino mesiánico de mil años que tanto en la tradición judía como en la cristiana, se instaurará sobre la tierra entre el último acontecimiento mesiánico y la vida eterna (lo que no causa asombro en un pensador que había dedicado su primer trabajo a la filosofía de Soloviev, cuajada de motivos mesiánicos y escatológicos). Pero es decisivo que, en esa franja ultrahistórica, el mantenerse humano del hombre supone la supervivencia de los animales de la especie Homo sapiens que deben servirle de soporte. En efecto, en la lectura hegeliana que lleva a cabo Kojève, el hombre no es una especie biológicamente definida ni una sustancia dada de una vez para siempre: es, más bien, un campo de tensiones dialécticas cortado desde siempre por cesuras que separan en todo momento en su seno – por lo menos virtualmente – la animalidad “antropófora” y la humanidad que en ella se encarna. El hombre sólo existe históricamente es esta tensión: humano sólo puede serlo en la medida en que trasciende y transforma al animal antropóforo que le sostiene, sólo porque, mediante la acción negadora, es capaz de dominar y, eventualmente, de destruir su animalidad misma (es en este sentido en el que Kojève puede escribir que “el hombre es una enfermedad mortal del animal”: 554).
Pero ¿qué es de la animalidad humana en la post-historia? ¿Qué relación hay entre el esnob japonés y su cuerpo animal, y entre éste y la criatura acéfala entrevista por Bataille? Por otra parte, en la conexión entre el hombre y el animal antropóforo, Kojève privilegia el aspecto de la negación y de la muerte y parece no ver el proceso en virtud del cual, en la modernidad, el hombre (o el Estado en su lugar) empieza, por el contrario, a asumir el cuidado de su propia vida animal y la vida natural pasa a ser el objetivo de lo que Foucault ha denominado el biopoder. Quizá el cuerpo del animal antropóforo (el cuerpo del siervo) es el resto no resuelto que el idealismo ha dejado en herencia al pensamiento y las aporías de la filosofía coinciden en las aporías de este cuerpo irreduciblemente tenso y dividido entre animalidad y humanidad.

4. Mysterium disiunctionis
Para quien lleve a cabo una investigación “genealógica” del concepto de vida en nuestra cultura, una de las primeras y más instructivas observaciones es que éste no se define nunca como tal. Pero por indeterminado que quede se articula y divide, no obstante, en cada momento, mediante una serie de cesuras y de oposiciones que el confieren una función estratégica decisiva en ámbitos tan aparentemente alejados como la filosofía, la teología, la política y, ya mas tarde, la medicina y la biología. Es decir, todo sucede como si, en nuestra cultura, la vida fuese aquello que no puede ser definido, pero que, precisamente por ello, tiene que ser incesantemente articulado y dividido.
En la historia de la filosofía occidental, esta articulación estratégica se produce en un momento bien definido. Es el momento en que en el De anima, Aristóteles aísla, entre los varios modos en que se dice el término “vivir” el más general y separable:
“El animal se distingue de lo inanimado mediante el vivir. Pero vivir se dice de muchos modos, y diremos que algo vive cuando subsiste por lo menos uno de ellos: el pensamiento, la sensación, el movimiento y el reposo según el lugar, el movimiento según la nutrición, la destrucción y el crecimiento. Por esto todas las especies vegetales nos parecen también dotadas de vida. Es evidente, en efecto, que los vegetales tienen en sí mismos un principio y una potencia que les permite crecer y destruirse en direcciones opuestas… Este principio puede darse sin que se den los otros, mientras que, en los mortales, los otros no pueden darse sin él. Esto se hace evidente en los vegetales, en los que no hay ninguna otra potencia del alma. El vivir pertenece, pues, a los vivientes en virtud de tal principio… Llamamos potencia nutritiva (threptikón) a esa parte del alma de la que participan también los vegetales”. (Aristóteles, 413a, 20; 413b, 8)
Es importante observar que Aristóteles no define en modo alguno qué es la vida: se limita a descomponerla a partir del aislamiento de la función nutritiva, para después proceder a rearticularla en una serie de potencias y facultades distintas y correlacionadas (nutrición, sensación, pensamiento). Vemos aquí en acción el principio del fundamento que constituye el dispositivo estratégico por excelencia del pensamiento de Aristóteles. Consiste en reformular toda pregunta sobre “¿qué es?” como una pregunta sobre “¿En virtud de qué (dia ti) pertenece algo a algo distinto?”. Preguntar por qué se dice que un cierto ser es viviente, significa buscar el fundamento en virtud del cual el vivir pertenece a este ser. Es necesario, pues, que entre los diferentes modos en que el vivir se dice, uno de ellos se separe de los demás hasta el final, para convertirse en el principio mediante el cual la vida puede ser atribuida a un ser determinado. En otras palabras, lo que ha sido separado y dividido (en este caso, la vida nutritiva) es precisamente lo que permite construir – en una suerte de divide et impera – la unidad de la vida como articulación jerárquica de una serie de facultades y oposiciones funcionales.
El aislamiento de la vida nutritiva ( a la que ya los comentaristas antiguos denominaban vegetativa) constituye un acontecimiento, en cualquier sentido fundamental, para la ciencia occidental. Cuando, muchos siglos después, Bichat, en sus Recherches phsysiologiques sur la vie et sur la mort, distingue de la “vida animal”, definida por la relación con un mundo exterior, una “vida orgánica”, que no es más que una “sucesión habitual de asimilaciones y excreciones” (Bichat, 61), es todavía la vida nutritiva de Aristóteles la que establece el oscuro fondo sobre el que destaca la vida de los animales superiores. Según Bichat, es como si en cada organismo superior conviviesen “dos animales”: l`nimal existant au-dedans[1], cuya vida – “orgánica” en la definición de Bichat – no es más que la repetición de una serie de funciones ciegas y privadas de conciencia (circulación de la sangre, respiración, asimilación, excreción), y l`animal vivant au-dehors[2], cuya vida – la única que para Bichat merece el nombre de “animal” – se define por medio de la relación con el mundo exterior. En el hombre estos dos animales cohabitan, pero no coinciden: la vida orgánica del animal-de-adentro empieza en el feto antes de la propiamente animal, y, en el envejecimiento y la agonía, sobrevive a la muerte del animal-de-afuera.
Resulta superfluo recordar la importancia estratégica que ha tenido en la historia de la medicina moderna el reconocimiento de esta separación entre funciones de la vida vegetativa y funciones de la vida de relación. Los éxitos de la cirugía moderna y de la anestesia se basan precisamente, entre otras cosas, en la posibilidad de dividir y a la vez, articular los dos animales de Bichat. Y cuando, como ha puesto de manifiesto Foucault, el Estado moderno, a partir del siglo XVII, empieza a incluir entre sus tareas esenciales el cuidado de la vida de la población y transforma así su política en biopolítica, realiza su verdadera vocación, esencialmente mediante la progresiva generalización y redefinición del concepto de vida vegetativa (que ahora coincide con el patrimonio biológico de la nación). Y todavía hoy, en las discusiones sobre la definición ex lege de los criterios de la muerte clínica, es un reconocimiento ulterior de esta nuda vida – desconectada de toda actividad cerebral y por así decirlo de todo sujeto – la que decide si un cuerpo puede considerarse vivo o debe ser entregado a la peripecia extrema de los transplantes.
La división de la vida en vegetal y de relación, orgánica y animal, animal y humana, se desplaza pues al interior del viviente hombre como una frontera móvil, y, sin esta íntima cesura, la decisión misma sobre lo que es humano y lo que no lo es sería, probablemente, imposible. La posibilidad de establecer una oposición entre el hombre y los demás vivientes y, al propio tiempo, de organizar la compleja – y no siempre edificante – economía de las relaciones entre los hombres y los animales, sólo se da porque algo como una vida animal se ha separado en el interior del hombre, sólo porque la distancia y la proximidad con el animal se han mensurado y reconocido sobre todo en lo más íntimo y cercano.
Pero si eso es verdad, si la cesura entre lo humano y lo animal se establece fundamentalmente en el interior del hombre, lo que debe plantearse de un modo nuevo es la propia cuestión del hombre, y del “humanismo”. En nuestra cultura, el hombre ha sido pensado siempre como la articulación y la conjunción de un cuerpo y de un alma, de un viviente y de un logos, de un elemento natural (o animal) y de un elemento sobrenatural, social o divino. Ahora tenemos que aprender a pensar, muy de otro modo, al hombre como lo que resulta de la desconexión de esos dos elementos, e investigar no el misterio metafísico de la conjunción, sino el misterio práctico y político de la separación. ¿Qué es el hombre, si es siempre el lugar – y a la vez, el resultado – de divisiones y cesuras incesantes? Trabajar sobre estas divisiones, preguntarse de qué modo – en el hombre- el hombre ha sido separado del no-hombre y el animal de lo humano, es más urgente que tomar posición sobre las grandes cuestiones, sobre los llamados valores y derechos humanos. Y, quizá, hasta la esfera más luminosa de las relaciones con lo divino dependa, de algún modo, de esa otra esfera, más oscura, que nos separa del animal.
[1] “El animal que existe dentro”.
[2] “El animal que vive afuera”.

5. Fisiología de los bienaventurados.
¿Qué es este Paraíso, sino la taberna de una incesante
comilona y el prostíbulo de torpezas permanentes?
Guillermo de París.
La lectura de los tratados medievales sobre la integridad y las propiedades de los cuerpos resucitados es, desde este punto de vista, particularmente instructiva. El problema que los Padres tenían que afrontar era sobre todo el de la identidad entre el cuerpo resucitado y el cuerpo que a los hombres les había tocado en suerte durante su vida. Tal identidad parecía implicar en rigor que toda la materia que había pertenecido al cuerpo del muerto habría de resucitar y recuperar su lugar en propio en el organismo bienaventurado. Pero es precisamente aquí donde empezaban las dificultades. Si, por ejemplo, a un ladrón – más tarde arrepentido y redimido – se le había amputado una mano ¿debía ésta volver a unirse al cuerpo en el momento de la resurrección? Y la costilla de Adán – se pregunta Tomás de Aquino – a partir de la cual se formó el cuerpo de Eva, ¿resucitará en ésta o en Adán? Por otra parte, de acuerdo con la ciencia medieval, los alimentos se transforman en carne viviente por medio de la digestión. En el caso de un antropófago, que se ha alimentado de otros cuerpos humanos, eso supondría que, en la resurrección, una misma materia se reintegraría en varios individuos. ¿Y qué decir de los cabellos y de la uñas? ¿Y del esperma, del sudor, de la leche, de la orina y de las otras secreciones? Si los intestinos resucitan – argumenta un teólogo – tendrán que hacerlo llenos o vacíos. Si están llenos, significa que hasta las inmundicias resucitarán; si están vacíos, tendremos entonces un órgano que ya no tendrá natural alguna.
El problema de la identidad y de la integridad del cuerpo resucitado se convierte así muy pronto en el de la fisiología de la vida bienaventurada. ¿En qué forma habrán de ser concebidas las funciones vitales del cuerpo paradisíaco? Para orientarse en un terreno tan accidentado, los Padres tenían a su disposición un paradigma útil: el cuerpo edénico de Adán y Eva antes de la caída. “Lo que Dios planta en las delicias de la eterna y bienaventurada felicidad – escribe Scoto Erigena – es la misma naturaleza humana creada a la imagen de Dios” (Scoto, 822). En esta perspectiva, la fisiología del cuerpo bienaventurado podía presentarse como una restauración del cuerpo edénico, arquetipo de la incorrupta naturaleza humana. Pero esto implicaba algunas consecuencias que los Padres no se atrevían a aceptar en su integridad. Desde luego, como había explicado Agustín, la sexualidad de Adán antes de la caída no se parecía a la nuestra, visto que sus partes sexuales podían moverse a voluntad no de otro modo que las manos y los pies, de forma que la unión sexual podía producirse sin necesidad de ningún estímulo de la concupiscencia. Y el alimento de Adán era infinitamente más noble que el nuestro, porque consistía exclusivamente en los frutos de los árboles del paraíso. Pero, aun así, ¿cómo concebir el uso de los órganos sexuales, e incluso de los alimentos, por los bienaventurados?
En efecto, si se admitía que los resucitados hacían uso de la sexualidad para reproducirse y de la comida para alimentarse, ello implicaba que el número de hombres se incrementaría infinitamente, como infinita sería la mudanza de su forma corporal, y que existirían innumerables bienaventurados que no habrían vivido antes de la resurrección y cuya humanidad sería pues, imposible definir. Las dos funciones principales de la vida animal – la nutrición y la generación – están ordenadas a la conservación del individuo y de la especia; pero, después de la resurrección, el género humano alcanzaría un número preestablecido y, en ausencia de la muerte, las dos funciones serían completamente inútiles. Además, si los resucitados siguieran comiendo y reproduciéndose, el Paraíso no sería suficientemente grande no ya para dar cabida a todos, sino incluso para recoger excrementos, lo que justifica la irónica invectiva de Guillermo de París: maledicta Paradisus in qua tantum cacatur!
Pero había una doctrina aún más insidiosa, que sostenía que los resucitados se servirían del sexo y de la comida no para la conservación del individuo y de la especie, sino – desde el momento en que la bienaventuranza consiste en la perfecta operación de la naturaleza humana – a fin de que en el Paraíso todo en el hombre fuera bienaventurado, tanto en el orden de las potencias corporales como en el de las espirituales. Contra tales herejes – que asimila a los mahometanos y a los judíos – Tomás de Aquino, en las cuestiones De resurrectione añadidas a la Summa theologica, recalca con toda firmeza la exclusión del Paraíso del usus veneorum et ciborum. La resurrección – enseña – se ordena no a la perfección de la vida natural del hombre, sino sólo a esa perfección última que es la vida contemplativa.
Así pues, las operaciones naturales que se ordenan a producir o conservar la primera perfección de la naturaleza humana, no existirán en la resurrección… Y como el comer, beber, dormir y engendrar pertenecen a la vida animal, pues están ordenados a la primera perfección natural, no se darán en la resurrección. (Tomás de Aquino 1955, 51-52)
El mismo autor que poco antes había afirmado que el pecado del hombre no había cambiado en nada la naturaleza y la condición de los animales, proclama ahora sin reservas que la vida animal está excluida del Paraíso, que la vida bienaventurada no es en ningún caso una vida animal. En consecuencia, tampoco las plantas y los animales tendrán cabida en el Paraíso, “se corromperán según el todo y según la parte” (ibid). En el cuerpo de los resucitados, las funciones animales permanecerán “ociosas y vacías” exactamente como, según la teología medieval, después de la expulsión de Adán y Eva, el Edén queda vacío de cualquier vida humana. No toda la carne será salvada, y en la fisiología de los bienaventurados, la oikonomía divina de la salvación deja un resto irredimible.

6. Cognitio Experimentalis
Ahora nos es ya posible anticipar algunas hipótesis provisionales sobre las razones que hacen tan enigmática la representación de los justos con cabeza animal en la miniatura de la Ambrosiana. El final mesiánico de la historia o el cumplimiento de la oikonomía divina de la salvación definen un umbral crítico, en que la diferencia entre lo animal y lo humano, tan decisiva para nuestra cultura, está amenazada de desaparición. Es decir, la relación entre el hombre y el animal delimita un ámbito esencial, en el que la investigación histórica tiene que confrontarse necesariamente con esa franja ultrahistórica a la que no se puede acceder sin apelar a la filosofía primera. Como si la determinación de la frontera entre lo humano y lo animal no fuera una cuestión más entre las que debaten filósofos y teólogos, científicos y políticos, sino una operación metafísico-política fundamental, en la que sólo puede decidirse y producirse algo como un “hombre”. Si vida animal y vida humana se superpusieran perfectamente, ni el hombre ni el animal – ni quizá tampoco lo divino – serían ya pensables. Por eso la llegada a la post-historia implica de modo necesario la reactualización del umbral prehistórico en que aquella frontera quedó definida. El Paraíso siembre la duda sobre el Edén.
En un párrafo de la Summa, que lleva el significativo título de Ultrum Adam un statu innocentiae animalibus domesticus dominaretur, santo Tomás parece aproximarse al centro del problema, evocando un “experimento cognitivo” que tendría su lugar propio en la relación entre el hombre y el animal.
“En el estado de inocencia – escribe – los hombres no precisaban de los animales por necesidad física. Ni para cubrirse, porque no se avergonzaban de su desnudez, ya que no tenían ningún impulso de concupiscencia desordenada; ni para alimentarse, ya que obtenían su subsistencia de los árboles del paraíso; no como medio de transporte, por el vigor de sus cuerpos. En realidad sólo los necesitaban para extraer conocimiento experimental de su naturaleza (indigebant tamen eis ad experimentalem cognitionem sumendam de naturas forum). Esto se nos muestra por el hecho de que Dios condujo a los animales ante Adán para que les diera un nombre que designara su naturaleza.
( Tomás de Aquino 1963, 193)
Lo que tendremos que tratar de captar es todo lo que está en juego en esta cognitio experimentalis. Quizá no sólo la teología y la filosofía, sino también la política, la ética y la jurisprudencia están en tensión y en suspenso en la diferencia entre el hombre y el animal. El experimento cognitivo que se cuestiona en esta diferencia concierne en última instancia a la naturaleza del hombre – más precisamente a la producción y la definición de esta naturaleza -, es un experimento de hominis natura. Cuando la diferencia se anula y los dos términos entran en una relación de vaciamiento recíproco – como parece suceder hoy – también desaparece la diferencia entre el ser y la nada, lo lícito y lo ilícito, lo divino y lo demoníaco, y, en su lugar, aparece algo para lo que ni siquiera parecemos disponer de nombres. Quizá también los campos de concentración y de exterminio son un experimento de este género, un intento extremo y monstruoso de decidir entre lo humano y lo inhumano, que ha terminado por arrastrar en su ruina la propia posibilidad de la distinción.

7. Taxonomías.
“Cartesius certe non vidit simios”[1].
Carlo Linneo.
Linneo, el fundador de la taxonomía científica moderna, tenía debilidad por los monos. Y es probable que tuviera ocasión de verlos de cerca durante su estancia de estudios en Amsterdam, que era entonces un centro importante para el comercio de ani­males exóticos. Mas tarde, ya de vuelta a Suecia y convertido en protomédico real, reunió en Upsala un pequeño zoo, que incluía monos de diferentes especies, entre los que, según se cuenta, tenia predilección por un macaco hembra de nombre Diana. En cualquier caso, no estaba dispuesto a conceder fácilmente a los teólogos que los monos, como los restantes bruta, se distinguieran sustancialmente de los hombres por estar privados de alma. Una nota al Systema naturae liquida expeditivamente la teoría cartesiana que concebía a los animales en paridad con los automata mechanica, con una afirmación que deja ver su enojo: “evidentemente Descartes no vio nunca un mono”. Y en un escrito posterior, que lleva por titulo Menniskans Cousiner, primos del hombre, explica hasta qué punto es arduo señalar, desde el punto de vista de las ciencias de la naturaleza, la diferencia entre los monos antropomorfos y el hombre. No se trata, desde luego, de que no advirtiera la clara diferencia que separa al hombre del animal en el plano moral y religioso:
“El hombre es el animal al que el Creador ha encontrado digno de honrar con una mente tan maravillosa y ha querido hacerle su favorito, reservándole una existencia mas noble; Dios llega incluso a enviar a la tierra a su único hijo para salvarle.” (Linneo 1955, 4)
Pero todo esto, concluía,“pertenece a otro foro; en mi laboratorio debo proceder como el zapatero en su banco y considerar al hombre y su cuerpo como un naturalista, que no consigue encontrar ningún carácter que le distinga de los monos mas que el hecho de que estos últimos tienen un espacio vacío entre los caninos y los otros dientes.” (Ibíd.)
El gesto perentorio con que, en el Systema naturae, inscribe al Hombre en el orden de los Anthropomorpha (que, a partir de la décima edición de 1758, son llamados Primates) junto a Simia, Lemury Vespertilio (el murciélago) no puede, pues, sor­prendernos. Por otra parte, a pesar de las polémicas que su gesto no dejó de suscitar, el problema estaba ya en cierto modo en el aire. Bastante antes John Ray, en 1693, había singulari­zado entre los cuadrúpedos al grupo de los Anthropomorpha, “semejantes al hombre”. En general, en el Antiguo Régimen las fronteras de lo humano eran mucho más inciertas y fluc­tuantes de lo que serian en el siglo XIX, a partir del desarrollo de las ciencias humanas. Hasta el siglo XVIII, el lenguaje, que se convertiría después en el signo distintivo por excelencia de lo humano, pasaba por encima de los órdenes y las clases, por­que se sospechaba que hasta los pájaros hablaban. Un testigo tan fiable como John Locke refiere como cosa más o menos cierta la historia del papagayo del príncipe de Nassau, que era capaz de sostener una conversación y de responder a las pre­guntas “como una criatura razonable”. Además, la demarcación física entre el hombre y otras especies implicaba unas zonas de indiferencia en las que no era posible asignar identidades cier­tas. Una obra científica seria como la Ichtiologia de Peter Artedi (1738) mencionaba todavía a las sirenas junto a las focas y los leones marinos, y el propio Linneo, en su Pan Europaeus, clasifica a la sirena -a la que el anatomista danés Caspar Bartholin todavía llamaba Homo marinus- al lado del hombre y el mono. Por otra parte, también el límite entre los monos antro­pomorfos y algunas poblaciones primitivas era todo menos claro. La primera descripción de un orangután por el medico Nicolas Tulp en 1641 subraya los aspectos humanos de este Homo sylvestris (tal es el significado de la expresión malaya orang-utan); y seria necesario esperar hasta la disertación de Edward Tyson “Orang-Outang”, sive Homo Sylvestris, or the Ana­tomy of a Pygmie (1699) para que la diferencia física entre el mono y el hombre se estableciera por primera vez sobre las sa­lidas bases de la anatomía comparada. Aunque esta obra sea considerada como una suerte de incunable de la primatología, la criatura a la que Tyson denomina “pigmeo” (a la que dis­tinguen del hombre desde un punto de vista anatómico cuarenta y ocho caracteres, y treinta y cuatro del mono) representa aún para él un tipo de “animal intermedio” entre el mono y el hom­bre, que se sitúa con respecto a este en una relación simétricamente opuesta al ángel.
“El animal cuya anatomía he proporcionado -escribía Tyson a lord Falconer en su dedicatoria- es el más cercano a la hu­manidad y parece constituir el nexo entre lo animal y lo ra­cional, de la misma forma que Su Señoría y las personas de su rango se aproximan por conocimiento y sabiduría a ese género de criaturas que están inmediatamente por encima de nosotros.”
Basta con una simple mirada al título completo de la diser­tación para darse cuanta de como las fronteras de lo humano estaban amenazadas entonces no solo por animales verdade­ros, sino también por las criaturas de la mitología: Orang-Ou­tang, sive Homo Sylvestris, or the Anatomy of a Pygmie Compared with that of a Monkey, an Ape and a Man, to which is Added a Philological Essay Concerning the Pygmies, the Cy­nocephali, the Satyrs and Sphinges of the Ancients: Wherein it Will Appear that They are Either Apes or Monkeys, and not Men, as Formerly Pretended.
En verdad, el genio de Linneo no consiste tanto en la reso­lución con que inscribe al hombre entre los primates, como en la ironía con que - estableciendo una diversidad con res­pecto a las demás especies— se abstiene de añadir al nombre genérico Homo cualquier contraseña especifica salvo el viejo adagio filosófico: nosce te ipsum[2]. Y aunque, en la décima edi­ción, la denominación completa pasa a ser Homo sapiens, el nuevo epíteto no representa, con toda evidencia, una descrip­ción, sino que es tan solo una trivialización de aquel adagio que, por lo demás, se mantiene junto al término Homo. Merece la pena reflexionar sobre esta anomalía taxonómica, que ins­cribe como diferencia especifica un imperativo, no un dato.
Un análisis del Introitus que abre el Systema no deja dudas en cuanto al sentido que Linneo atribuía a su lema: el hombre no tiene ninguna identidad especifica, si no es la de poderse re­conocer. Pero definir lo humano no mediante una nota characteristica, sino en virtud del conocimiento de si mismo, significa que es hombre aquel que se reconozca como tal, que el hombre es el animal que debe reconocerse como humano para serlo. En el momento del nacimiento, escribe en efecto Linneo, la naturaleza ha arrojado al hombre “desnudo sobre la desnuda tierra”, incapaz de conocer, hablar, caminar, alimentarse, a no ser que todo esto le sea enseñado (Nudus in nuda terra… cui scire nichil sine doctrina non fari, non ingredi, non vesci, non aliud naturae sponte). Solo deviene el mismo si se eleva por encima del hombre (o quam contempta res est homo, nisi supra humana se erexerit: Linneo 1735, 6).
En una carta a un crítico, Johann Georg Gmelin, que le había objetado que en el Systema el hombre parece haber sido crea­do a imagen del mono, Linneo responde alegando las razones de su lema: “Y, sin embargo, el hombre se reconoce a si mismo. Quizá debería suprimir estas palabras. Pero le pido, y pido al mundo entero, que me señale una diferencia genérica entre el mono y el hombre, que este de acuerdo con la historia natu­ral. Yo no conozco ninguna” (Gmelin, 55). Las anotaciones para la respuesta a otro critico, Theodor Klein, ponen de manifiesto hasta qué punto Linneo estaba dispuesto a desarrollar la ironía implícita en la formula Homo sapiens. Los que, como Klein, no se reconocen en la posición que el Systema asigna al hombre, deberían aplicarse a si mismos el nosce te ipsum: al no haberse sabido reconocer como hombres, se han incluido ellos mismos entre los monos.
Homo sapiens no es, pues, una sustancia ni una especie cla­ramente definida; es, antes bien, una maquina o un artificio para producir el reconocimiento de lo humano. Según el gusto de la época, la maquina antropogénica (o antropológica, como po­demos llamarla sirviéndonos de una expresión de Furio Jesi) es una maquina óptica (tal es, también, según los estudios mas re­cientes, el artificio descrito en el Leviatán, de cuya introduc­ción quizá extrajo Linneo su lema: nosce te ipsum; read thy self, como Hobbes traduce este saying not of late understood) constituida por una serie de espejos en los que el hombre, al mirarse, ve la propia imagen siempre deformada con rasgos de mono. Homo es un animal constitutivamente “antropomorfo” (es decir, “semejante al hombre” según el término que Linneo emplea ininterrumpidamente hasta la décima edición del Systema), que debe, para ser humano, reconocerse en un no-hombre.
En la iconografía medieval, el mono sostiene un espejo, en el que el hombre pecador debe reconocerse como simia dei. En la maquina óptica de Linneo, el que se niega a reconocerse en el simio, en simio se convierte: parafraseando a Pascal, qui fait l`homme fait le singe. Por esto, al final de la introducción al Systema, Linneo, que ha definido Homo como el animal que es solo si se reconoce no ser, tiene que soportar que unos mo­nazos vestidos de críticos se le echen encima y se burlen de él: ideoque ringentium satyricorum cachinnos, meisque humeris insilientium cercopithecorum exsultationes sustinui.
[1] “Evidentemente Descartes no vio nunca un mono”. (Nota al pie agregada por Rodrigo Díaz)
[2] En Ingles su traducción puede ser: “Know thyself”, lo cual en español se pude traducir: “Conócete a ti mismo”. Siendo “thyself” una palabra antigua para la significación “yourself”. En el caso de este capitulo, a mi parecer, la traducción mas apropiada sería: “Reconócete”. En griego este adagio se escribe asi: γνώθι σαυτόν. (Nota agregada por Rodrigo Díaz)

8. Sin rango.
La máquina antropológica del humanismo es un dispositivo irónico, que verifica la ausencia en Homo de una naturaleza propia, y le mantiene suspendido entre una naturaleza celestial y una terrena, entre lo animal y lo humano, y, en consecuencia, su ser siempre menos y siempre más que él mismo. Esto es algo que resulta evidente en ese “manifiesto del humanismo” que es la oración de Pico della Mirandola, a la que se sigue llamando impropiamente De hominis dignitate, aunque no contiene – ni, por otra parte, habría podido aplicárselo en modo alguno – el término dignitas, que significa sencillamente “rango”. El paradigma que presenta está lejos de ser edificante. La tesis central de la oración es, en rigor, que el hombre, al haber sido plasmado cuando se habían agotado ya todos los modelos de la creación (iam plenia omnia {scil. archetipa}; omnia summis, mediis infimisque ordinibus fuerant distributa), no puede tener ni arquetipo ni lugar propio (certa sedem) ni rango específico (nec munus ullum peculiare: Pico della Mirandola, 102). Antes bien, dado que su creación se ha producido sin ningún modelo definido (indiscretae opus imaginis), no tiene propiamente ni siquiera una cara (nec propiam faciem; ibid.) y debe modelarla a su arbitrio en forma animal o divina (tui ipsius quasi arbitrarius honorariusque plastes et fictor, in quam malueris tute forman effingas. Potreéis in inferiora quae sunt bruta degenerare; potreéis in superiora quae sunt divina ex tui animi sentencia regenerari, ibid., 102 – 104). En esta definición por medio de la ausencia de rostro, opera la misma maquina irónica que, tres siglos después, moverá a Linneo a clasificar al hombre entre los Anthropomorpha, entre los animales “semejantes al hombre”. En tanto que no tiene esencia ni vocación específica, Homo es constitutivamente no-humano; puede recibir todas las naturalezas y todas las caras (Nascenti homini omnifaria semina et omnigenae vita germina indidit Pater: ibid., 104), lo que permite a Pico subrayar irónicamente sus inconsistencias y su inclasificabilidad, y llegar a definirlo como “nuestro camaleón” (Quis hunc nostrum chamaeleonta non admiretur?: ibid.). El descubrimiento humanístico del hombre es el descubrimiento de ese faltarse a sí mismo, de su irremediable ausencia de dignitas.
A esa labilidad y esa inhumanidad de lo humano corresponde en Linneo la inscripción en la especie Homo sapiens de la enigmática variante Homo ferus, que parece desmentir punto por punto las características del más noble de los primates: es tetrapus (camina a cuatro patas), mutus (privado de lenguaje), birsutus (cubierto de pelo). El repertorio que sigue en la edición de 1758 especifica su identidad precisa: se trata de los enfants sauvages o niños-lobo, de quienes el Sistema recoge cinco apariciones en menos de quince años: el joven de Hannover (1724), los dos pueri pyrenaici (1719), la puella transilana (1717), la puella campanica (1731). En el momento en que las ciencias del hombre empiezan a establecer los contornos de sus facies, los enfants sauvages, que aparecen cada vez con mayor frecuencia en las cercanías de las aldeas europeas, son los mensajeros de la inhumanidad del hombre, los testigos de su frágil identidad y de su ausencia de un rostro propio. Frente a estos seres mudos e inciertos, la pasión con que los hombres del Ancien Régime trataban de reconocerse en ellos y de “humanizarlos” pone de manifiesto hasta qué punto eran conscientes de la precariedad de lo humano. Como escribe lord Monboddo en el prefacio de la versión inglesa de la Historie d`une jeune fille sauvage, trouvée dans le bois à l`age de dix ans, sabían perfectamente que “la razón y la sensibilidad animal, por muy diferentes que podamos imaginarlas, se influyen recíprocamente mediante transiciones hasta tal punto imperceptibles, que es más difícil trazar la línea que las separa que la que distingue al animal del vegetal” (Hecquet, 6). Los rasgos del rostro humano son – y serán aún por algún tiempo – tan indecisos y aleatorios que están siempre deshaciéndose y borrándose como los de un ser momentáneo: “¿Quién puede decir – escribe Diderot en el Rêve de D`Alembert – si ese bípedo deforme, que sólo tiene cuatro pies de alto, al que en las cercanías del polo se llama todavía hombre y que no tardaría en perder este nombre si se deformara aún un poco más, no es la imagen de una especie que pasa? (Diderot, 130).

9. Máquina antropológica.
“Homo alalus primigenius Haeckelii…”. 
Hans Vaihinger.
En 1889, Ernst Haeckel, profesor de la Universidad de Jena, pública para el editor Corner de Stuttgart Die Welträsel (Los enigmas del Universo), que, frente a todo dualismo y toda metafísica, se proponía reconciliar la investigación filosófica de la verdad con los progresos de las ciencias naturales. A pesar de la tecnicidad y amplitud de los problemas abordados, el libro superó en pocos años los ciento cincuenta mil ejemplares y se convirtió en una suerte de evangelio del progresismo científico. El título contenía algo más que una alusión irónica al discurso que Emil Du Bois-Reymond había pronunciado algunos años antes en la Academia de Ciencias de Berlín, en el que el célebre hombre de ciencia había enumerado siete “enigmas del universo”, entre los que tres le parecían “trascendentes e irresolubles”, tres solubres, pero no resueltos todavía, y uno incierto. En el quinto capítulo de su libro, Haeckel, que consideraba liquidados los primeros tres enigmas con su propia doctrina de la sustancia, se concentra en “ese problema de los problemas” que es el origen del hombre, y que de alguna manera reúne en él los tres problemas solubles, pero todavía no resueltos de Du Bois-Reymond. En esta ocasión, consideraba que había solucionado definitivamente la cuestión por medio de un desarrollo radical y coherente del evolucionismo darviniano.
Ya Thomas Huxley, explica, había puesto de manifiesto que la “teoría de que el hombre desciende del mono era una consecuencia necesaria del darwinismo” (Haeckel, 37); pero precisamente esta certeza imponía la difícil tarea de reconstruir la historia de la evolución del hombre sobre la base de los resultados de la anatomía comparada, por una parte, y de los hallazgos de la investigación paleontológica, por otra. Haeckel ya había dedicado a este empeño, en 1874, su Anthropogenie, en que reconstruía la historia del hombre desde los peces del período Silúrico hasta los monos-hombre o Antropomorfos del Mioceno. Pero su pretensión científica – de la que se manifiesta razonablemente orgulloso – es la de haber formulado la hipótesis, como forma de paso de los monos antropomorfos (o monos-hombre) al hombre, de un ser particular al que denomina “hombre-mono” (Affenmensch) o, en cuanto privado de lenguaje, Pithecanthropus alalus:
“De los Placentados, en los inicios del Terciario (Eoceno) surgieron los primeros antecesores de los Primates, los prosimios, a partir de los cuales, en el Mioceno, se desarrollaron los monos en sentido propio; y, más precisamente, de los Catarrinos salieron primero los monos-perro, los Cinopitecos, y después los monos-hombre o Antropomorfos. De una rama de estos últimos surge en el Plioceno el hombre-mono privado de lenguaje; Pithecanthropus alalus, y en fin, de este último el hombre hablante”. (Ibid)
La existencia de este pitecántropo u hombre-mono, que, en 1874, no era más que una hipótesis, se convirtió en realidad cuando, en 1891, Eugen Dubois, un médico militar holandés, descubrió en la isla de Java un trozo de cráneo y un fémur similares a los del hombre actual y, con gran contento de Haeckel – del que era, además, un lector entusiasta -, bautizó al nuevo ser al que pertenecían esos restos como Pithecanthropus erectus. “Éste es – afirma Haeckel perentoriamente – el tan buscado missing link, el supuesto eslabón que faltaba en la cadena evolutiva de los primates, que se desarrolla sin interrupción desde los monos catarrinos inferiores hasta el hombre altamente desarrollado”(ibid., 39)
La idea de este sprachloser Urmensch – como Haeckel lo define también – implicaba, no obstante, aporías de las que no parece darse cuenta en absoluto. El paso del animal al hombre, a pesar del énfasis puesto en la anatomía comparada y en los hallazgos paleontológicos, era en realidad el producto de una sustracción que no tenía nada que ver ni con una ni con otros, y que, por el contrario, era presupuesto como signo distintivo de lo humano: el lenguaje. Al identificarse con él, el hombre hablante poner fuera de sí mismo, como ya y no todavía humano, el propio mutismo.
Correspondió a un lingüista, Herman Steinthal – que era asimismo uno de los últimos representantes de esa Wissenchaft des Judentums que había tratado de aplicar los métodos de la ciencia moderna al estudio del judaísmo -, pone de manifiesto las aporías implícitas en la teoría hackeliana del Homo alalus y, más generalmente, de lo que podemos denominar la máquina antropológica de los modernos. En sus investigaciones sobre el origen del lenguaje, Steinthal había anticipado por su cuenta, bastantes años antes de Haeckel, la idea de un estadio prelingüistico de la humanidad. Había tratado de imaginar una fase de la vida perceptiva del hombre en la que el lenguaje no había hecho todavía su aparición y la había comparado con la vida perceptiva del animal, y después se había empeñado en mostrar en qué forma el lenguaje podría surgir de la vida perceptiva del hombre y no de la del animal. Pero precisamente aquí se manifestaba un aporía de la que el autor sólo logró darse cuenta con claridad algunos años después:
“Comparamos ese estadio puramente hipotético del almo humana con la animal, y encontramos en el primero, en general y bajo cualquier aspecto, un exceso de fuerzas. Después dejamos que el alma humana aplicase ese exceso a la creación del lenguaje. Así pudimos mostrar el por qué el lenguaje se originaba en el alma humana y en sus percepciones y no en la del animal… Pero en nuestra descripción del alma humana y del alma animal tuvimos que prescindir del lenguaje, cuya posibilidad es lo que se trataba precisamente de probar. Había que mostrar sobre todo de dónde provenía esa fuerza gracias a la cual el alma forma el lenguaje; y esa fuerza capaz de crear el lenguaje no podía provenir, obviamente, del lenguaje mismo. Por eso simulamos un estadio humano anterior al lenguaje. Pero se trata solamente de una ficción: el lenguaje es tan necesario y natural para el ser humano que sin él el hombre no podría ni existir ni ser pensado como existente. O el hombre tiene el lenguaje, o sencillamente no existe. Por otra parte – y es esto en rigor lo que justifica la ficción – el lenguaje no puede ser considerado como ya ínsito en el alma humana: es un producción del hombre, si bien no plenamente consciente todavía. Es un estadio del desarrollo del alma y requiere una deducción a partir de los estadios precedentes. Con él empieza la auténtica actividad humana: es el puente que conduce de la animalidad a la humanidad… Pero hemos querido explicar mediante una comparación del animal con el hombre-animal por qué sólo el alma humana construye este puente, por qué sólo el hombre y no el animal progresa por medio del lenguaje desde la animalidad hasta la humanidad. Esta comparación nos enseña que el hombre, tal como debemos imaginarlo, es decir, sin lenguaje, es un hombre-animal [Tiermenschen] y no un animal humano [Menschentier], es ya siempre un tipo de hombre y no un tipo de animal”. (Steinthal, 355-356)
Lo que distingue al hombre del animal es el lenguaje, pero éste no es un dato natural ya ínsito en la estructura psicofísica del hombre, sino una producción histórica que, como tal, no puede ser asignada en propio ni al animal ni al hombre. Si se prescinde de este elemento, la diferencia entre el hombre y el animal desaparece, a menos que se imagine un hombre no hablante –Homo alalus, precisamente – que serviría de puente de paso de lo animal a lo humano. Pero esto es, con toda evidencia, sólo una sombra del lenguaje, una presuposición del hombre hablante, por medio de la cual obtenemos siempre y solamente una animalización del hombre (un hombre-animal como el hombre-mono de Haeckel) o una humanización del animal (mono-hombre). El hombre-animal y el animal-hombre son las dos caras de un mismo hiato, que ni una ni otra parte pueden colmar.
Al volver algunos años después sobre su teoría, cuando había llegado a conocer las tesis de Darwin y Haeckel, ya en el centro del debate científico y filosófico, Steinthal se cuenta perfectamente de la contradicción que estaba implícita en su hipótesis. Lo que había tratado de comprender era por qué sólo el hombre y no el animal crea el lenguaje; pero esto equivale a comprender el modo ñeque el hombre tiene su origen en él. Y es aquí donde surgía la contradicción:
“El estadio prelingüístico de la intuición sólo puede ser uno y no doble, y no puede ser diferente en el animal y en el hombre. Si fuera distinto, es decir, si el hombre fuera superior por naturaleza al mono, el origen del hombre no coincidiría entonces con el origen del lenguaje, sino con el origen de su forma superior de intuición derivada de la inferior del animal. Sin darme cuenta de esto, estaba presuponiendo ese origen: el hombre con sus características humanas se me ofrecía, en realidad, por medio de la creación, y después yo trataba de descubrir el origen del lenguaje del hombre. Pero, de este modo, contradecía mi premisa, es decir, que el origen del hombre y el del lenguaje eran lo mismo; ponía al hombre primero y le dejaba que después produjera el lenguaje”. (Steinthal 1877, 303)
La contradicción que Steinthal capta aquí es la misma que define a la máquina antropológica que – en sus dos variantes, antigua y moderna – está presente en nuestra cultura. Desde el momento en que lo que en ella está en juego es la producción de lo humano por medio de la oposición hombre/animal, humano/inhumano, la máquina funciona de modo necesario mediante una exclusión (que es siempre también una aprehensión) y una inclusión (que es también y ya siempre una exclusión). Precisamente porque lo humano está ya presupuesto en todo momento, la máquina produce en realidad una suerte de estado de excepción, una zona de indeterminación en que el fuera no es más que la exclusión de un dentro y el dentro, a su vez, no es más que la exclusión de un afuera.
Sea la máquina antropológica de los modernos. Funciona, como hemos visto, excluyendo de sí como no humano (todavía) un ya humano, es decir, animalizando lo humano, aislando lo no humano en el hombre: Homo alalus, o el hombre-mono. Y basta con adelantar algunas décadas nuestro campo de investigación y, en lugar de inocuo hallazgo paleontológico, encontramos al judío, es decir, al no-hombre producto del hombre, o al néomort y el ultracomatoso, es decir, el animal aislado en el propio cuerpo humano.
El funcionamiento de la máquina de los antiguos es exactamente simétrico. Si, en la máquina de los modernos, el afuera se produce por medio de la exclusión de un dentro y lo inhumano por la animalización de lo humano, aquí el dentro se obtiene por medio de la inclusión de un afuera y el no hombre por la humanización de un animal: el simio-hombre, el enfant sauvage u Homo ferus, pero también y sobre todo el esclavo, el bárbaro, el extranjero como figuras de un animal con forma humana.
Las dos máquinas no pueden funcionar más que instituyendo en su centro una zona de indiferencia en que debe producirse – como un missing link que siempre falta porque está ya virtualmente presente – la articulación entre lo humano y lo animal, el hombre y el no-hombre, el hablante y el viviente. Como todo espacio de excepción, esta zona está, en realidad, perfectamente vacía, y lo verdaderamente humano que debería realizarse en ella es sólo el lugar de una decisión incesantemente demorada, en que las cesuras y su articulación son siempre de nuevo dislocadas y desplazadas. Lo que debería ser obtenido así no es en cualquier caso ni una vida animal ni una vida humana, sino tan sólo una vida separada y excluida de sí misma, nada más que una nuda vida.
Y frente a esta figura extrema de lo humano y de lo inhumano, no se trata tanto de preguntarse cuál de las dos máquinas ( o de las dos variantes de la misma máquina) es mejor o más eficaz – o más bien menos sangrienta o letal – como de comprender su funcionamiento para poder, eventualmente, pararlas.

10. Umwelt

Ningún animal puede entrar en relación con un
objeto como tal.
Jacob Von Uexküll
Es una suerte que el barón Jacob Von Uexküll, a quien hoy se considera uno de los más importantes zoólogos del siglo XX y también uno de los fundadores de la ecología, se arruinara en la Primera Guerra Mundial. Bien es verdad que ya antes, primero como investigador libre en Heidelberg y después en la estación zoológica de Nápoles, se había labrado un discreta reputación científica por sus investigaciones sobre la fisiología y el sistema nervioso de los invertebrados. Pero, con la pérdida de su patrimonio familiar, se vio obligado a abandonar el sol meridional (aunque conservó una villa en Capri, donde moriría en 1944 en la que Walter Benjamín se alojó durante algunos meses) y a ingresar en la Universidad de Hamburgo, en la que fundó el Institut für Umweltforschung que acabaría por otorgarle celebridad.
Las investigaciones del Uexküll sobre el ambiente animal son coetáneas de la física cuántica y de las vanguardias artísticas. Al igual que éstas, expresan el abandono sin reservas del cualquier perspectiva antropocéntrica en las ciencias de la vida y la deshumanización radical de la imagen de la naturaleza ( no debe sorprender, pues, que ejercieran una fuerte influencia tanto sobre el filósofo que más se ha esforzado en el siglo veinte por separar al hombre del viviente – Heidegger – y sobre otro filósofo – Deleuze – que trato de pensar al animal de modo absolutamente no antropomórfico). Allí donde la ciencia clásica veía un mundo único, que incluía dentro de sí todas las especies jerárquicamente ordenadas, desde las formas más elementales hasta los organismo superiores, Uexküll parte, por el contrario, de una infinita variedad de mundos perceptivos, todos perfectos por igual y vinculados entre sí como una gigantesca partitura musical, aunque no comunicantes y recíprocamente excluyentes, en cuyo centro están pequeños seres familiares y, a la vez, remotos, que se llaman Echinus esculentus, Amoeba terrícola, Rhizostoma pulmo, Sipunculus, Anemonia sulfata, Ixodes ricinos, etc. Ésta es la razón por la que Uexküll denomina “paseos por mundos incognoscibles” a sus reconstrucciones del ambiente del erizo de mar, de la ameba, de la medusa, del gusano marino, de la anémona marina, de la garrapata – que tales son sus nombres ordinarios – y de otros minúsculos organismos por los que tenía predilección, porque su unidad funcional con el ambiente parece a primera vista muy alejada a la del hombre y de los denominados animales superiores.
Imaginamos demasiado a menudo – sostiene – que las relaciones que mantiene un determinado sujeto animal con las cosas de su ambiente tienen lugar en el mismo espacio y el mismo tiempo que aquellas que nos ligan a los objetos de nuestro mundo humano. Esta ilusión reposa en la creencia en un mundo único en el que estarían situados todos los seres vivos. Uexküll muestra que no existe un mundo unitario así, de la misma forma que no existen un tiempo y espacio iguales para todos los vivientes. La abeja, la libélula o la mosca que vuelan a nuestro alrededor en un día soleado, no se mueven en el mismo mundo en que las observamos ni comparten con nosotros – o entre ellas – el mismo tiempo y el mismo espacio.
Uexküll empieza por distinguir cuidadosamente la Umgebung, el espacio objetivo en el que vemos moverse a un ser vivo, de la Umwelt, el mundo-ambiente que está constituido por una serie más o menos dilatada de elementos a los que llama “portadores de significado” (Bedeutungsträger) o de “marcas” (Merkmalträger), que son los únicos que interesan a los animales. La Umbegung es, en realidad, nuestra propia Umwelt, a la que el autor no atribuye ningún privilegio especial y que, como tal, puede variar ella misma según el punto de vista desde el que la observemos. No existe un bosque en cuanto ambiente objetivamente determinado: existe un bosque-para-el guarda-forestal, un bosque-para-el cazador, un bosque-para-el botánico, un bosque-para-el caminante, un bosque-para el amigo de la naturaleza, un bosque-para-el leñador y, en fin, un bosque de fábula en el que se pierde Caperucita Roja. Hasta un detalle mínimo – por ejemplo, el tallo de una flor campestre -, considerado en cuanto portador de significado, constituye en cada caso un elemento diferente de un ambiente diferente, que depende, por ejemplo, de que sea observado en el ambiente de una joven que coge sus flores para hacerse un ramillete y prenderlo en su blusa, en el de la hormiga que lo utiliza como un trayecto ideal para llegar al alimento que se le ofrece en el cáliz de la flor, en el de la larva de la cigarra que agujerea su canal medular y lo utiliza después como una bomba para obtener las partes líquidas de su capullo aéreo, y, en fin, en el de la vaca que se limita a masticarlo y tragárselo para alimentarse.
Cada ambiente es una unidad cerrada en sí misma, que resulta de la captación selectiva de una serie de elementos o de “marcas” en la Umbegung, que no es otra cosa, a su vez, que el ambiente del hombre. La primera tarea del investigador que observa a un animal es la de reconocer los “portadores de significados” que constituyen su ambiente. Éstos no están, sin embargo, objetiva y efectivamente aislados, sino que constituyen un estricta unidad funcional – o, como Uexküll prefiere decir, musical – como los órganos receptores del animal encargados de percibir la marca (Merkogan) y de reaccionar ante ella (Wirkorgan). Todo sucede como si el portador de significado externo y su receptor en el cuerpo del animal constituyeran dos elementos de una misma partitura musical, casi dos notas en “el teclado sobre el que la naturaleza interpreta la sinfonía supratemporal y extraespacial de la significación”, sin que sea posible decir cómo dos elementos tan heterogéneos han podido llegar a estar tan íntimamente vinculados.
Consideremos en esta perspectiva una tela de la araña. La araña no sabe nada de la mosca, ni le cabe tomar sus medidas como le es dado hacerlo al sastre antes de confeccionar un traje para su cliente. Sin embargo, determina la amplitud de las mallas de su tela según las dimensiones del cuerpo de la mosca y conmensura la resistencia de los hilos en proporción exacta a la fuerza de choque del cuerpo en vuelo de la mosca. Los hilos radiales son, por otra parte, más sólidos que los circulares, porque estos últimos – que, a diferencia de los primeros, están recubiertos por un líquido viscoso – deben tener el grado de elasticidad suficiente para poder aprisionar a la mosca e impedir su vuelo. Además, los hilos radiales son tersos y delgados, porque la araña los utiliza para caer sobre su presa y envolverla definitivamente en su invisible prisión. En realidad, el hecho más sorprendente es que los hilos de la tela están exactamente proporcionados a la capacidad visual del ojo de la mosca, que no puede verlos y vuela, pues, hacia la muerte sin darse cuenta. Los dos mundos perceptivos, el de la araña y la mosca, no se comunican en absoluto pero están tan perfectamente acordados que se diría que la partitura original de la mosca, que puede denominarse también su imagen originaria o su arquetipo, actúa sobre la de la araña en modo tal que la tela que teje podría ser llamada “moscaria”. Aunque la araña no pueda ver de ninguna manera la Umwelt de la mosca (Uexküll afirma, formulando un principio que haría fortuna, que “ningún animal puede entrar en relación con un objeto como tal” son sólo con los propios portadores de significado), la tela expresa la paradójica coincidencia de esta ceguera recíproca.
Estas investigaciones del fundador de la ecología siguen a pocos años de distancia las de Paul Vidal de la Blache sobre las relaciones entre las poblaciones y su ambiente (el Tableu de la géographie de la France es de 1903) y las de Friedrich Ratzel sobre el Lebensraum, el “espacio vital” de los pueblos (la Politische Geographie es de 1897), que estaban llamadas a revolucionar profundamente la geografía humana del siglo veinte. Y no hay que excluir que la tesis central de Sein und Zeit sobre el ser-en-el-mundo (in-der-Welt-sein) como estructura humana fundamental, pueda ser leída de alguna manera como una respuesta a todo este ámbito problemático, que, a principios de siglo, modificó de manera esencial la relación entre el viviente y su mundo-ambiente. Como es sabido, la tesis de Ratzel sobre la vinculación íntima de todo pueblo a su espacio vital, como una de las dimensiones esenciales, ejercieron una influencia notable sobre la geopolítica del nazismo. Esta proximidad quedó marcada, en la biografía intelectual de Uexküll, en un curioso episodio. En 1928, cinco años antes de la llegada al poder del nazismo, un científico tan sobrio como él escribió un prefacio a los Grundlagen des neunzehnten Jahrhunderts de Houston Chamberlain, considerado hoy como uno de los precursores del nazismo.

11. Garrapata
“El animal tiene memoria, pero ningún recuerdo”.
Heymann Steinthal
Los libros de Uexküll contienen a veces ilustraciones que tratan de sugerir la forma en que aparecería un segmento del mundo humano visto desde el punto de vista del erizo, de la abeja, de la mosca o del perro. El experimento es útil por el efecto de extrañeza que produce en el lector, obligado de golpe a mirar con ojos no humanos los lugares que le son más familiares. Pero tal extrañeza no ha adquirido nunca una fuerza expresiva similar a la que Uexküll supo imprimir a su descripción del ambiente del Ixodes ricinos, conocido vulgarmente como garrapata, que constituye ciertamente un vértice del antihumanismo moderno, digno de leerse junto a Ubu roi o Monsieur Teste.
El exordio tiene tonos idílicos:
“El habitante del campo que atraviesa a menudo bosques y malezas en compañía de su perro no puede dejar de encontrarse con un minúsculo animal que, colgado de una ramilla, espera a su presa, hombre o animal, para dejarse caer sobre la víctima y saciarse con su sangre… En el momento de salir del huevo, no está todavía completamente formado: le faltan un par de patas y los órganos genitales. Pero en este estadio es ya capaz de atacar a los animales de sangre fría, como la luciérnaga, apostándose en la punta de un hilo de hierba. Después de algunas mudas sucesivas, adquiere los órganos que le faltaban y puede así dedicarse a la caza de animales de sangre caliente. Cuando la hembra es fecundada, se arrastra con sus ocho patas hasta la extremidad de una pequeña rama, para precipitarse desde la altura justa sobre los pequeños mamíferos de paso o salir al encuentro de animales de mayor envergadura”. (Uexküll, 85-86)
Tratemos de imaginar, siguiendo las indicaciones de Uexküll, a la garrapata suspendida en su arbusto en un bello día de verano, inmersa en la luz solar y envuelta por todas partes por los colores y los perfumes de la flores del campo, por el zumbido de las abejas y de los otros insectos, por el canto de los pájaros. Mas, con todo, el idilio ya ha terminado, porque la garrapata no percibe absolutamente nada de todo eso.
“Este animal carece de ojos y sólo puede dar con su lugar de acecho gracias a la sensibilidad de su piel a la luz. Este salteador de caminos es completamente ciego y sordo y sólo el olfato le permite percibir la cercanía de su presa. El olor del ácido butírico, que emana de los folículos sebáceos de todos los mamíferos, actúa sobre él como una señal que le impulsa a abandonar su posición y a dejarse caer ciegamente en la dirección de la presa. Si la buena suerte le hace caer sobre algo caliente (que percibe gracias a un órgano sensible a una temperatura determinada), eso significa que ha logrado su objetivo, el animal de sangre caliente, y que ya no tiene necesidad más que del sentido táctil para encontrar un sitio que esté lo más limpio posible de pelos y hundirse hasta la cabeza en el tejido cutáneo del animal. Ahora ya puede chupar lentamente un chorro de sangre caliente”. (Ibid., 86-87)
Sería lícito suponer, llegados a este punto, que la garrapata ama el gusto de la sangre o que posee al menos un sentido para percibir su sabor. Pero no es así. Uexküll nos hace saber que los experimentos llevados a cabo en laboratorios en los que se utilizaban membranas artificiales llenas de líquidos de todo tipo, demuestran que la garrapata carece por completo del sentido de gusto: absorbe ávidamente cualquier líquido que tenga la temperatura justa, es decir, los treinta y siete grados correspondientes a la temperatura de la sangre de los mamíferos. Sea como fuere, el banquete de sangre de la garrapata es también su festín fúnebre, porque ya no le queda otra cosa que hacer que dejarse caer al suelo, depositar en él los huevos y morir. El ejemplo de la garrapata manifiesta con claridad la estructura general del ambiente que es propia de todos los animales. En este caso particular, la Umwelt se reduce a tres únicos portadores de significado o Merkmalträger: 1) el olor del ácido butírico contenido en el sudor de todos los mamíferos; 2) la temperatura de treinta y siete grados correspondiente a la de la sangre de los mamíferos; 3) la tipología de la piel propia de los mamíferos, provista en general de pelos e irrigada por vasos sanguíneos. Pero la garrapata está inmediatamente unida a esos tres elementos en una relación tan intensa y apasionada como acaso no sea posible encontrar en las relaciones que vinculan al hombre con su mundo, muchísimo más rico en apariencia. La garrapata es esta relación y no vive más que en ella y para ella.
Solo en este punto Uexküll nos hace saber además que en el laboratorio de Rostock se mantuvo con vida durante dieciocho años sin alimentación a una garrapata, es decir, en condiciones de absoluto aislamiento con respecto a su medio. El autor no ofrece ninguna explicación de este hecho singular, y se limita a suponer que en este “período de espera” la garrapata se encuentra en “una especie de sueño semejante al que nosotros experimentamos cada noche”, salvo para extraer después la consecuencia de que “sin un sujeto viviente el tiempo no puede existir”(Uexküll, 98). Pero ¿qué pasa con la garrapata y su mundo en este estado de suspensión que dura dieciocho años? ¿Cómo es posible que un ser vivo, que consiste enteramente en su relación con el medio, pueda sobrevivir cuando se le priva absolutamente de él? ¿Y qué sentido tiene hablar de “espera” si no hay tiempo ni mundo?

12. Pobreza de mundo

El comportamiento del animal no es nunca un aprender algo como tal algo. 
Martín Heidegger

En el semestre invernal de 1929-30, Martín Heidegger desarrolló en la Universidad de Friburgo un curso que llevaba como título Die Grundbegriffe der Metaphysik. Welt-Endlichkeit-Ein-samkeit. En 1975, un año antes de su muerte, al autorizar la publicación del curso (que sólo aparecería en 1983, como volumen XXIX-XXX de la Gesamtausgabe), incluyó una dedicatoria in limine a Eugen Fink, en la que recordaba que este "había expresado reiteradamente el deseo de que este curso se publicará antes que todo los demás". Por parte del autor, es sin duda un modo discreto de subrayar la importancia que él mismo debía de haber atribuido-y aún seguía atribuyendo- a aquellas lecciones ¿Qué justifica, en el plano de la teoría, este privilegio cronológico? ¿Por qué estas elecciones preceden idealmente todas las otras, es decir, a los 45 volúmenes que, según el proyecto de la Gesamtausgabe, debían recoger los cursos de Heidegger?
No hay que dar por supuesta la contestación, sobre todo por el curso, por lo menos a primera vista, no se corresponde con su título y no se presenta en modo alguno como una introducción a los conceptos fundamentales de una disciplina a pesar de ser esta tan especial como la "filosofía primera". Está dedicado en primer lugar a un amplio análisis, de cerca de 200 páginas, del "aburrimiento profundo" como tonalidad emotiva fundamental e, inmediatamente después, a una investigación todavía más amplia de la relación del animal con su medio ambiente y de la del hombre con su mundo. Heidegger se sirve de la relación entre la "pobreza del mundo"  (Weltarmut) del animal y el hombre "formador de mundo" (weltbildend), para tratar de situar la propia estructura fundamental del Dasein -el ser-en-el mundo- en relación con el animal y, de este modo, interrogar el origen y el sentido de esa apertura que se ha producido lo viviente con el hombre. Heidegger, como es bien sabido, rechaza constantemente la definición metafísica del hombre como animal racional, el viviente que posee el lenguaje (o la razón), como si el ser del hombre fuera determinable por medio de la adición de algo a lo "simplemente viviente". En los párrafos 10 y12 de Sein und Zeit, pretende mostrar que la estructura de ser-en-el mundo propia del Dasein está ya siempre presupuestan cualquier concepción (filosófica o científica) de la vida, de forma que ésta se obtiene siempre en verdad "por medio de una interpretación privativa" a partir de aquella.
La vida es una forma de ser peculiar, pero por esencia accesible sólo en el "ser ahí". La ontología de la vida se desarrolla sólo por el término de una exégesis privativa; es decir, determinar lo que necesita ser, para que pueda hacer, lo que se dice "tan-sólo-vida" [nur-noch-Leben]. Vivir no es ni puro "estar disponible", ni tampoco "ser ahí". Éste, a su vez, no quedará nunca definido. Lógicamente, si se empieza por considerarlo como vida (no definida ontológicamente, por su parte) y como algo más, encima. (Heidegger 1972, 87)
Es este juego metafísico de presuposición y remisión, privación y suplemento entre el animal y el hombre, lo que las lecciones de 1929-30 cuestionan temáticamente. El parangón con la biología – que en Sein und Zeit se había liquidado en pocas líneas – se recupera ahora, en el intento de pensar de un modo más radical la relación entre lo simplemente viviente y el Dasein. Pero justamente lo que aquí se ventila se revela decisivo, hasta el punto de hacer comprensible la exigencia de que estas lecciones se publicaran antes que todas las demás. Porque en el abismo ( y a la vez en la singular proximidad) que la sobria prosa del curso abre entre lo animal y lo humano, no es sólo la animalitas la que pierde toda familiaridad y se presenta como “lo que es más difícil de pensar”, sino que también la humanitas aparece como algo inasible y ausente, suspendida como está entre un “no-poder-permanecer” y un “no-poder-abandonar-el-lugar”.
El hilo rojo que guía la exposición de Heidegger está constituido por esta triple tesis: “la piedra es sin mundo[weltlos], el animal es pobre de mundo [weltbildend]. Puesto que la piedra (lo no viviente) – en cuanto que carece de cualquier acceso posible a lo que la rodea – se deja aparte de forma expeditiva, Heidegger puede empezar su indagación con la tesis segunda, y afrontar inmediatamente el problema de qué hay que entender por “pobreza de mundo”. El análisis filosófico está orientado por completo en este punto de acuerdo con las investigaciones de la biología y de la zoología contemporáneas, en particular de as de Hans Driesch, Kart von Baer, Johannes Müller y, sobre todo, de las del alumno de éste Jacob von Uexküll. Así, las investigaciones de Uexküll no sólo son definidas explícitamente como “lo más fructífero que la filosofía puede obtener de la biología dominante hoy”, sino que su influjo sobre los conceptos y sobre la terminología de las lecciones es incluso más amplio de lo que el propio Heidegger reconoce al escribir que las palabras de que se sirve para definir la pobreza de mundo del animal no expresan nada que sea diferente de lo que Uexküll caracteriza con los términos Umwelt e Innenwelt(Heidegger 1983, 383). Heidegger llama das Enthemmende, el desinhibidor, a lo que Uexküll definía como “portador de significado” (Bedeutungsträger, Merkmalträger) yEnthemmungsring, círculo desinhibidor, a lo que el zoólogo denominaba Umwelt, medio ambiente. El Wirkorgan de Uexkülltiene su correspondencia en Heidegger en el Fähigsein zu, “el-ser-capaz-de”, que define el órgano con relación al simple medio mecánico. El animal está encerrado en el círculo de sus desinhibidores exactamente igual que lo está, en Uexküll, en los pocos elementos que definen su mundo perceptivo. Por esto mismo, como en Uexküll, el animal, “ si entra en relación con otro, sólo puede encontrar lo que sacude al ser-capaz y le pone así en movimiento. Todo los demás no está a priori en condiciones de penetrar en el círculo del animal”. (Heidegger 1983, 369)
Pero en la interpretación de la relación del animal con su círculo desinhibidor y en la indagación del modo de ser de esta relación, Heidegger se aleja de su modelo y elabora una estrategia en que la comprensión de la “pobreza de mundo” y la del mundo humano proceden al unísono.
El modo de ser propio del animal, que define su relación con el desinhibidor, es el aturdimiento (Benommheit). Heidegger juega aquí, con una figura etimológica reiterada, con el parentesco entre los términos benommen ( aturdido, alelado, pero también privado, impedido), eingenommen ( metido dentro, absorto, atrapado) y Benehmen (comportamiento), todos los cuales remiten al verbonehmen, tomar, coger (de la raíz indoeuropea nem, que significa compartir, repartir, adjudicar). En tanto que está esencialmente aturdido y totalmente absorto en el propio desinhibidor, el animal no puede “actuar” (handeln) verdaderamente o “tener conducta” (sich verhalten) con respecto a él: sólo puede “comportarse” (sich benehmen).
El comportamiento como forma de ser sólo es posible en general en virtud del estar atrapado [Eingenommenheit] en sí mismo del animal. Definimos el específico estar-ante-sí del animal – que nada tiene de la ipseidad [Selbsheit] del hombre, que tiene una conducta en tanto que persona -, esta absorción en sí mismo del animal que hace posible cualquier género de comportamiento, con el término aturdimiento. El animal sólo puede comportarse en la medida en que, por su propia esencia, está aturdido… El aturdimiento es la condición de posibilidad gracias a la cual el animal, por su propia esencia, se comporta en un medio ambiente, pero nunca en un mundo [in einer Umgebung sich benimmt, aber nie in einer Welt] (Heidegger 1983, 347-348)
Con la ilustración del aturdimiento que no puede nunca abrirse a un mundo, Heidegger se refiere al experimento (ya descrito por Uexküll) en el que una abeja, en el laboratorio, es colocada ante una taza llena de miel. Si, una vez que la abeja ha empezado a chupar, se le secciona el abdomen, sigue chupando tranquilamente mientras se ve cómo le sale la miel por el abdomen abierto.
Esto muestra de forma convincente que la abeja no advierte en absoluto que hay un exceso de miel. No advierte este exceso, ni siquiera la falta de su abdomen. De ningún modo, aunque prosiga con su actividad institual [Treiben], precisamente porque no se da cuenta de que todavía hay miel. La abeja está sencillamente atrapada en el alimento. Esta forma de absorción sólo es posible allí donde hay un “hacia” de carácter instintivo [treibhaftes Hinzu]. Pero, al mismo tiempo, el estar prendida en esa actividad excluye la posibilidad de una constatación de lo que tiene ante sí [Vorhandensein]. Es precisamente el estar atrapado en el alimento lo que impide que el animal se ponga frente [sich gegenüberstellen] a él. (Ibid., 1983, 352-353)
Es en este momento cuando Heidegger se interroga sobre el carácter de apertura propio del aturdimiento, y empieza así al mismo tiempo a perfilar como una forma en hueco la relación entre el hombre y su mundo. ¿A qué está abierta la abeja? ¿Qué es lo que conoce el animal cuando entra en relación con su desinhibidor?
Prosiguiendo su juego con los compuestos del verbo nehmen, escribe que no nos encontramos aquí ante un percibir (vernehmen), sino ante un comportamiento instintivo (benehmen), en tanto que al animal le es sustraída (genommen) “la posibilidad misma de percibir algo en tanto que algo, y no aquí y ahora, sino sustraída en el sentido de no dada en absoluto” (Heidegger 1983, 360). Si el animal está aturdido es porque esta posibilidad le ha sido negada radicalmente: 
El aturdimiento [Benommenheit] del animal significa por tanto: sustracción esencial [Genommenheit] de toda percepción de algo en tanto que tal algo, y en consecuencia, un estar atrapado por [Hingenommenheit]…; el aturdimiento del animal significa pues sobre todo un modo de ser conforme al cual al animal le es sustraída, o, como también suele decirse, le es impedida [benommen], en su relación con otra cosa, la posibilidad de relacionarse con ella, o de referirse a ella, en cuanto tal o tal cosa en general, en cuanto está presente, en cuanto que es. Y precisamente porque al animal le es sustraída esta posibilidad de percibir aquello con que se relaciona en tanto que algo, precisamente por esto, puede ser absorbido por esa otra cosa de modo absoluto. (Ibid., 360)
Después de haber introducido de esta manera el ser en negativo – por medio de su sustracción – en el ambiente del animal, Heidegger, en unas páginas que se cuentan entre las más densas del curso, trata de precisar ulteriormente la condición ontológica particular de aquello a lo que el animal se refiere en el aturdimiento.
En el aturdimiento el ente no es revelado [offenbar], no es abierto, pero precisamente por eso no es tampoco cerrado. El aturdimiento está fuera de esta posibilidad. No podemos decir: el ente está cerrado al animal. Eso sólo podría ser así en el caso de que hubiera alguna posibilidad, por mínima que fuese, de apertura. Pero el aturdimiento del animal le pone, por su propia esencia, fuera de la posibilidad de que el ente le esté abierto o le esté cerrado. El aturdimiento es la esencia del animal, es decir: el animal, en tanto que tal, no se encuentra en una desvelabilidad del ente. Ni lo que se llama su medio ambiente, ni él mismo son revelados en cuanto entes. (Ibid., 361)

La dificultad procede aquí del hecho de que el modo de ser que hay que aprehender no está ni abierto ni cerrado, de forma que el estar en contacto con él no es definible propiamente como una verdadera relación, como una implicación.
Puesto que a causa de su aturdimiento y del conjunto de sus capacidades el animal se agita sin tregua en el seno de una multiplicidad institual, carece por principio de la posibilidad de entrar en relación con el ente que él mismo no es, así como con el ente que él mismo es. En virtud de este agitarse sin tregua, el animal se encuentra, por así decirlo, suspendido entre él mismo y el medio ambiente, sin poder experimentar en cuanto ente ni lo uno ni lo otro. Pero este no tener posibilidad de que el ente se le manifieste es, al mismo tiempo, en cuanto sustracción de tal posibilidad, un estar atrapado en … Debemos decir en consecuencia que el animal está en relación con… , que el aturdimiento y el comportamiento muestran una apertura a… ¿A qué?¿Cómo hay que caracterizar lo que, en la apertura específica del estar absorto, va a dar de alguna manera en la agitación del aturdimiento instintual?
La definición ulterior del estatuto ontológico del desinhibidor conduce al corazón mismo de la tesis sobre la “pobreza de mundo” como carácter esencial del animal. La incapacidad de implicación no es algo puramente negativo: es, en rigor, de alguna manera una forma de apertura y, más precisamente, una apertura que sin embargo no desvela nunca al desinhibidor como ente.
Si el comportamiento no es una relación con el ente, ¿es entonces una relación con la nada? ¡No! Pero si no es una relación con nada, es una relación con algo, que debe en consecuencia ser y que es. Por supuesto. Pero el problema es precisamente saber si el comportamiento no es justamente una relación con… en la que aquello con lo que el comportamiento se relaciona como un no implicarse está, para el animal, en cierto modo abierto [offen], lo que no quiere decir en absoluto desvelado [offenbar] en cuanto ente. (Heidegger 1983, 368)
El estatuto ontológico del medio animal puede ser definido así: estáoffen (abierto) pero no offenbar (desvelado, literalmente abrible). El ente, para el animal, está abierto pero no es accesible; es decir, está abierto en una inaccesibilidad y una opacidad, o sea, de algún modo, en una no-relación. Esta apertura sin desvelamiento define la pobreza de mundo del animal con respecto a la formación de mundo que caracteriza a lo humano. El animal no está simplemente privado de mundo porque, en tanto que está abierto en el aturdimiento, debe – a diferencia de la piedra, privada de mundo – prescindir de él, carecer de él (enthehren); es decir, puede estar determinado en su ser por una pobreza y una falta: precisamente porque el animal, en su aturdimiento, tiene relación con todo lo que encuentra en el círculo desinhibidor, precisamente por esto no se encuentra en el lado de lo humano, precisamente por esto no tiene mundo. Mas este no tener mundo tampoco confina al animal – y por una razón esencial – en el lado de la piedra. En efecto, el instintivo ser-capaz del aturdimiento absorbido, es decir, del estar atrapado en lo que desinhibe, es un estar abierto a…, aunque sea con la marca de no relacionarse con ello. La piedra, por el contrario, no tiene ni siquiera esta posibilidad. En efecto, el no tener una implicación presupone un estar abierto… El animal, en su esencia, posee este estar abierto. La apertura en el aturdimiento es un tener esencial del animal. En virtud de este tener el animal puede carecer [enthehren], ser pobre, estar determinado en su ser por la pobreza. Este tener, ciertamente, no es tener un mundo, sino un estar atrapado en el círculo que desinhibe, es tener el desinhibidor. Pero dado que este tener es el estar abierto a lo que desinhibe, y dado que a esta apertura le es sustraída, sin embargo, precisamente la posibilidad de que el desinhibidor se le manifieste en cuanto ente, el tener propio de tal estar abierto es un no tener, y precisamente un no tener un mundo, si es cierto que al mundo pertenece la desvelabilidad del ente en cuanto tal. (Ibid., 391-392)

[Extracto correspondiente a los capítulos del 1 al 12, de los 20 que componen el ensayo]


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