ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ - El discreto encanto 
de la greguería


Ramón Gómez de la Serna

En el prólogo al Prólogo a la obra de Silverio Lanza, de Ramón Gómez de la Serna (1888-1963), y sin acusar la advertencia de la juguetona tautología de introducir un prefacio –libro recogido como uno de los cien volúmenes de su Biblioteca Personal–, Jorge Luis Borges apunta que la "iridiscente greguería" ramoniana le fue inspirada por los regards de Jules Renard. Si eso es verdad y no otra artera ficcionalización borgiana, son de ju(z)garse ciertas coincidencias entre Ramón y el autor francés, quien se definió a sí mismo como "siempre feliz, nunca contento": el distante gesto a la colonización de su arte, la dedicación minuciosa a tareas de registro cotidiano, la renuncia final a toda monumentalidad: "la note me suffit", escribirá Renard. En todo caso, la greguería sí es, como apunta Borges, "una revelación momentánea", tiene algo de la burbuja que en ella vio César Fernández Moreno, y si Gómez de la Serna "las prodigaba sin el menor esfuerzo", como socarronamente asienta el autor de El Aleph, acaso sea posible explicar la facilidad del proceso atendiendo a la naturaleza misma de la prosa de Ramón, profundamente permeable a la fulminante conciencia de que la literatura tiene algo de epitafio: ritual de frases lapidarias o fórmulas mágicas. No es extraño, en este sentido, que el epígrafe del Prólogo... sea uno de los conceptos más totalizantes de la filosofía heracliteana: "vivimos la muerte de otros y morimos la vida ajena", donde el sentimiento predominante es uno que siempre acompañó a Gómez de la Serna: la noción de que vanamente poseemos las cosas; de que los objetos, los otros y nosotros mismos no pertenecemos a nadie; la idea de que ningún adjetivo es tan mentiroso como el que acompaña a la palabra vida cuando decimos nuestra vida.

Tapas de ediciones de Greguerías en 1917, 1940 y 1960.

El dilatado prólogo que encabeza el (casi) total de greguerías, menos que escritas, atrapadas por Gómez de la Serna –cerca de quince mil–, se dedica en buena medida a perorar la apología de su patente: harto de tanto ser plagiado, reproducido sin crédito, tergiversado por sospechosas erratas y, sobre todo, calumniado de no haber sido el "inventor" de la greguería, Ramón despotrica desde el potro recalcitrante de su vanidad de padre que lleva las cuentas: nadie sino él pudo fecundar a la lengua para hacerla parir esas "microideas" de placentera placenta y sonrisa a flor de labios.
Si resulta a veces molesta la modesta paranoia que lleva a Ramón a defenderse del descrédito y la acusación desaprobatoria (la greguería ya la practicaba Jules Renard; se parece a las sentencias de Max Jacob; se trata sólo de máximas o aforismos con alguna gracia), es evidente que la personalidad humorística de Gómez de la Serna marca inequívocamente el perfil de estas frases. En el enconado empeño con que desvincula la greguería del mundo del concepto y la idea para atraerla al de la ocurrencia y la desproporción, puede rastrearse el protagonismo que ocupa en su obra y la preocupación con que delimita sus alcances: "No son reflexiones ni tienen nada que ver con ellas, porque hay que desconfiar de las reflexiones." En la literatura de Ramón, todo pensamiento serio pertenece a un código ajeno y tramposo, que se agazapa aun tras su apariencia risueña; las greguerías, en cambio, tienen la gratuidad de lo que se da para todos. En este sentido, el que no todos seamos gregueristas no significa incapacidad intelectual sino recelo a un ocio atrapamoscas, aversión que nos impide abandonarnos a la relativización de todo.
Para Gómez de la Serna, colector, recolector, seleccionador y editor de sus propias greguerías, habría sido fácil ordenarlas en cada nueva publicación. Salvo ediciones particulares, como las trescientas a propósito del mar, nunca persiguió tal desatino, que contradiría por completo un ejercicio totalmente libre, sostenido por sus propias leyes, decantado poco a poco y al que Ramón no exige nada. Se puede improvisar una novela, pero nunca una greguería, le gustaba decir. De tal modo que, para dar cuenta de su riqueza, sólo bastará glosar, reconocer, atisbar a doce de sus formas representativas (el número es un capricho de la sinrazón, del azar destinado a lazarlas), doce entradas en las que se pueda intuir la raíz de una conducta frecuente o la impronta de un procedimiento típico en la elaboración de greguerías, ese acoplamiento sinuoso del humor y la metáfora que apunta la definición canónica del propio autor.

1. La plagiaria
No todas las greguerías son originales. Algunas recuerdan aforismos o sentencias, trueques y retruécanos de otros poetas o artistas a los que Gómez de la Serna rinde homenaje y de quienes no espera reconocimiento ni indignación por plagio: inscribirse en su órbita no significa invadir propiedad privada –en literatura no existe el minifundio, acaso sólo el infundio– sino compartir una estética, un punto de vista. Así, aquélla que dice: "Morirse es meterse por sorpresa en un vagón de carga vacío" recuerda la frase de Jardiel Poncela que apunta: "Suicidarse es subirse en marcha a un coche fúnebre"; o incluso esta otra que, siendo de Ramón, Borges habría firmado: "Hay una taza entre las tazas que será en la que pediremos la última tisana."

2. La objetualizante
Descubrirnos inermes, sin respuestas, abrumados por un mundo cuya explicación escapa cuidadosamente a cualquier teoría; sentirnos arrollados por la ingente incapacidad de estar seguros de nada, es el propósito de numerosas greguerías como esta: ."Cuando nos quedamos solos en una sala de museo dudamos si somos cuadro, momia o persona".
El mundo, entonces, es un escenario de objetos que interrogan, tramposa tramoya de flecos flemáticos, cortinas en cuyos pliegues se esconde la perplejidad. El contacto verdadero con casi cualquier cosa es revelador de incógnitas, presunción de que la inseguridad ontológica está a la vuelta de un frasco que se niega a ser abierto o en la incertidumbre de un ascensor en el que no se sabe si se sube o se baja:
"Ante el micrófono –y eso es lo que nos emociona frente a él– está al mismo tiempo nuestra presencia y nuestra ausencia."

3. La retiniana
Algunas de las pocas greguerías de la primera época, esos casi minicuentos que sobrevivieron en el Total de greguerías, tienen la virtud de recordar el origen del género: antes de ser una frase sintética constituyeron una situación fotografiable: "Es muy íntimo y debe ser anotado ese gesto de las manos con que la mujer se quita los pendientes sobre la almohada y los pone sobre una punta de la mesilla... La mujer se queda entonces más desnuda, blanca y sincera y como sin el precio."
Las greguerías visuales son de las que más seducen al monóculo del autor. Las hay de todos los tamaños y aparecen bajo numerosos tipos de contrastes y desde diversas perspectivas. La siguiente, de las más antologadas, acude (como imagen de un collage entrevisto muchas veces) a nuestra mente educada por los felices encuentros surrealistas: "Cuando una bicicleta pasa por lo alto del camino parece que el paisaje se ha puesto los lentes." O esta otra, que sabe denunciar el eco que se hacen los objetos en el objetivo de los buenos fotógrafos: "La mujer con diadema hace competencia a la luna."
La visualidad llega al extremo de volver plástico al verbo, desdeñando la oralidad del signo y penetrando en su ser pictográfico hasta conformar una imagen, un rostro de actitudes reconocibles en la palabra, en la letra: "La eñe tiene el ceño fruncido"; o aquella que hasta ruido hace: "rrrrrrrr. (Un regimiento en marcha)." Las letras, materia prima del ingenio greguerístico de Ramón, son dóciles a la mirada fulminante que las objetualiza, les da cuerpo, aristas, volumen a voluntad: "Iniciales: nombres vistos por una rendija o de perfil."

4. La aliterante
En sus dos vertientes, como ludibrio verbal y como estado de ánimo digno de ser fecundado y defendido, la greguería establece un juego que aprovecha a veces el sonido del término para vigorizar una definición que tiene que ver con la práctica del placer, del ocio humorístico, como fin supremo: "El epicúreo es ese al que no le pican las preocupaciones." Ésta, que se antoja la verdadera etimología de la voz "epicúreo", se sostiene en la atinada proporción entre dos pic y dos p...reo, fonemas bien distribuidos en la definición.
Otras veces, al vacilar entre dos términos paronomásicos cuya similitud fónica sonríe ante la distancia semántica, Ramón construye greguerías-puente que atan una situación con el nudo que reúne dos realidades irreconciliables sujetas de los fonemas que comparten: "El aprendiz de sabio en la tienda de ultramarinos: –Deme una lata de Salomón."

5. La macabra

La nota quevedesca del humor ramoniano va señalada por esas greguerías que juegan a atenuar la desgracia ajena como estrategia de ingenio para no solapar una lástima imprudente o una solidaridad mezquina adosada al silencio, al falaz engaño de lo que de todos modos es evidente: "Los cojicortos que llevan un zapato como una plancha de carbón parece que andan sobre el féretro de su pie." El sarcasmo (gracia siniestra de la ternura) no niega su color en esta greguería de contornos lábiles y espíritu proteico: "El tirano negro hace su café con núbiles negras bien molidas."

6. La onírica

Es casi una redundancia del género: en rigor, estas frases habitan una somnolencia similar a la del mundo nebuloso e imprecisable de lo que está más allá de la duermevela: "La sábana no debe apretar las alas del sueño", vale decir, el objeto vecino al trasmundo cumplirá mejor su papel en tanto facilite el traslado, el diálogo entre ambas escenografías, la de la vigilia y la de la imaginación.
La greguería onírica es a Freud lo que el surrealismo al psicoanálisis: la predilección por materializar la imagen y dejarla hablar, antes que por someterla a la tortuosa teorización: "La pesadilla es un sueño equivocado, que en vez de soñarlo con las circunvoluciones del cerebro se sueña con las de las tripas."

7. La fúnebre
Con esa conciencia, profundamente realista, de que todo es trabajo de la muerte, de que compadecer es rechistar contra lo inevitable, Ramón gregueriza y juega verbalmente con el sino fatal de la hija de la Noche, que sabe de breves plazos y destinos que se cumplen implacables. Cuando se va a entregar el equipo, como reza la frase popular, no vienen al caso largos discursos: "La Parca es parca en palabras." El respeto a la muerte y sus cadáveres, el amor al ars moriendi que protagoniza algunos de los libros ramonianos (pienso en Los muertos, las muertas y otras fantasmagorías, en el destino de El torero Caracho, pero, sobre todo, en su fastuosa Automoribundia), queda sellado por esta greguería en que la consideración a la sensibilidad del difunto ofende a nuestra modernidad acostumbrada a mirarlos como desperdicio, los huesos que quedaron en el plato luego de la gran comilona: "Tengo suprimido el paréntesis de (q.e.p.d.) porque no hay nada que ponga más nerviosos a los muertos." La muerte es, también, una idea: la conciencia de su inevitable plenitud: "Lo malo para los que no piensan en la muerte es que la muerte no deja de pensar en ellos."

8. La siamesa
Una sola imagen, con frecuencia, da para dos o más greguerías: "La lluvia cayendo en el estanque imita juncos de agua", recuerda a esa otra que reformula, como con una cámara colocada abajo y no arriba: "El estanque bajo la lluvia es acerico de largos alfileres."

9. La especular

No reconocerse en la imagen proyectada, en ese espectro de nosotros mismos con el que los demás nos confunden, es un principio inquebrantable del nihilismo ramoniano que, a lo largo de su obra, se negó a pactar con la indiferenciación entre la apariencia y el ser, la sombra y la luz interior: "¡No somos los de los espejos! ¡No somos los de los espejos! ¡Nos han engañado!" Eternos guardianes de una vida prestada, feroces carniceros que cuecen el tiempo en su azogue, los espejos –otro tema borgiano– amenazan con vivir para siempre, sobrevivir al mundo que desdoblan. La fragilidad es el precio de su longeva existencia, modesta revancha de la efímera vida humana que en la voz (acaso angustiada) de Ramón se pregunta: "Cuando la tierra haya acabado, ¿quién cerrará los ojos a los espejos?"

10. La estrellada

El mundo del cielo, de los astros, de lo que tan poco se conoce por su natural independencia de los preceptos y pueriles coerciones de la razón humana, es el que más se presta a la metafísica lúdica de Ramón: "Si no las vigilasen los astrónomos, las estrellas variarían de sitio todos los días." El sutil homenaje a la pobre herramienta de indagación planetaria contrasta con la espléndida riqueza visual que es capaz de evocar este amante de la oscuridad, que escribía de madrugada y concelebraba los sábados a altas horas, en el café de Pombo, la orgía perpetua de su generoso ensimismamiento: "Cuando cae una estrella se le corre un punto a la media de la noche."

11. La heterodoxa

La parodia de los objetos de arte que la historia ha solemnizado es la vuelta de tuerca al kitsch que se apropia de la obra, la consume (la merma) y sólo nos vende la cáscara: "En resumidas cuentas, el Pensador de Rodin será el hombre que más tiempo ha estado sentado en el retrete." En la misma línea está la recuperación de gestos anquilosados por el mimetismo humano, a través de una mirada que no quiere perder de vista la frescura de todo comportamiento no comprometido con la interpretación unívoca y pedante: "Hay personas que se agarran la nariz mientras piensan, como si evitasen una hemorragia de ideas."

12. La del estribo

Sencilla como es, la siguiente greguería destapa la reflexión que cierra estos comentarios: "Lo malo es cuando el amor del hombre pierde la erre." Perder significa abandonar un orden anterior, un caos precedente. Si el amor apaga una de sus señales, los amantes sienten, por más insignificante que haya sido la pérdida, que su historia se oscurece. La greguería, ¡qué duda cabe!, es el ejercicio amoroso que durante casi sesenta años cultivó Gómez de la Serna con denuedo. Su biografía, asimismo, es una constancia de fidelidad a la mujer (Colombine, en su etapa madrileña; Luisa Sofovich hasta el fin de sus días en Argentina) y a su paciente admiración por las cosas y los encuentros insólitos. Si el amor pierde la "r", su finalidad desaparece, el rumbo de su trayectoria sufre un apócope funesto. Es la última letra del amor, la de su rabia, la de su fuerza final, la que no debe fugarse.
Pero por otra parte –y éste debe ser el sentido esencial de la sentencia–, si el amor pierde su "r" final se vuelve amo, dueño, señor, mandatario. Ya no el que complace sino el que ordena. Ya no el que goza sino el que sufre el destino de imponerse al otro. No hay amor en eso que el amo inspira al súbdito. No hay amor en el sometimiento. La obra –que es lo que, al final, queda de un autor– es el producto amoroso que el artista deja tras de sí. La de Gómez de la Serna, por fortuna, no ha extraviado su erre: sus greguerías son desinencia que conjuga el juego del amor a la literatura y al lector que siempre profesó.

Fuente: JORNADA

1 comentario:

Liliana Savoia dijo...

Maravilloso el artículo. Me ha servido de mucho para aclarar dudas.
Gracias

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