BRONISLAW MALINOWSKI El mito en la psicología primitiva




Dedicatoria a Sir James Frazer
De tener yo el poder de evocar el pasado, me gustaría llevarles a ustedes treinta años atrás, a una vieja ciudad universitaria del mundo eslavo, la ciudad de Cracovia, la antigua capital de Polonia y la sede de la más antigua universidad de la Europa oriental. Les mostraría yo entonces a un estudiante que dejaba los edificios medievales de la Facultad con un desánimo evidente, pero que estrechaba bajo sus brazos, como único solaz para sus cuitas, tres volúmenes de color verde con la conocida impresión en oro, un dibujo convencionalmente hermoso del muérdago, el símbolo de La rama dorada.
Se me acababa de ordenar que abandonase por un tiempo mis estudios de física y química a causa de mi mala salud, pero se me permitió continuar lo mi afición intelectual favorita y decidí, por vez, leer una obra maestra en el original inglés. Tal vez mi desánimo se hubiese aliviado de habérseme dejado mirar en el futuro y prever la ocasión presente, en la que tengo el gran privilegio de pronunciar esta alocución en honor de sir James Frazer ante tan distinguida audiencia y en el mismo idioma de La rama dorada.
Porque lo cierto es que tan pronto como comencé a leer esa gran obra me sentí inmerso y dominado por ella. Advertí que la antropología, tal como la presentaba sir James Frazer, es una gran ciencia, digna de tanta devoción como cualquier otra de sus hermanas mayores y más exactas, y me convertí así al servicio de la antropología de Frazer.
Estamos reunidos aquí para celebrar el festival totémico anual de La rama dorada; para reavivar y estrechar los lazos de la unión y para comunicar con la fuente y, símbolo de nuestros intereses y afectos antropológicos. Yo no soy sino el humilde portavoz de ustedes, expresando aquí nuestra admiración común al gran autor y a sus clásicas obras: La rama dorada, Totemism and Exogamy, Folklore in The Old Testament, Psyche's Task y The Belief in Inmortality. Como un verdadero brujo, oficiando en una tribu salvaje, habría hecho, he tenido que recitar la lista entera para que el espíritu de tales obras (su mana) pueda habitar entre nosotros.
En todo esto mi tarea es placentera y, en un sentido, fácil, pues todo lo que yo pueda decir será un tributo implícito a quien yo he considerado siempre como el «Maestro». Por otro lado, esta circunstancia misma hace que mi tarea sea difícil, pues, habiendo recibido tanto, abrigo el temor de no contar con lo bastante para corresponder. Es por ello por lo que he decidido guardar silencio, incluso cuando me estoy dirigiendo a ustedes, para dejar que sea otro quien hable por mi boca, otro que ha sido para sir James Frazer un inspirador y un amigo de por vida, como sir James lo ha sido para nosotros. Ese otro, casi no necesito decírselo a ustedes, es el representante moderno del hombre primitivo, o sea, el salvaje contemporáneo, cuyos pensamientos y sentimientos, e incluso el aliento mismo de su vida, invade todo cuanto Frazer ha escrito.
No trataré, por decirlo de otra manera, de exponer teoría alguna que sea producto mío, sino que les comunicaré a ustedes algunos de los resultados de mi labor antropológica sobre el terreno, labor que he llevado a cabo en el noroeste de Melanesia. Me limitaré, además, a un tema sobre el que sir James Frazer no ha concentrado directamente su atención, pero en el que, como intentaré mostrarles, su influencia es tan fructífera como en tantos otros de los que hizo suyos.*

I. El papel del mito en la vida
Mediante el examen de una cultura típicamente melanesia y el recuento de opiniones, tradición y conducta de los nativos, me propongo mostrar con cuánta profundidad están las tradiciones sacras, o sea, el mito, relacionadas con sus quehaceres y con cuánta fuerza controlan su conducta moral y social. Dicho de otra manera, la tesis del presente trabajo es la existencia de una conexión íntima entre, por una parte, la palabra, el mythos, los cuentos sagrados de una tribu y, por otra, sus actos rituales, acciones morales, organización social e incluso actividades prácticas.
Voy a resumir brevemente, para fundamentar nuestra descripción de los hechos de Melanesia, el presente estado de la ciencia de la mitología. Incluso un examen superficial de la bibliografía sobre el tema nos revela que es imposible quejarse de monotonía por lo que concierne a la variedad de opiniones o a la acritud de la polémica. Si tomamos tan sólo las teorías contemporáneas que se proponen para explicar la naturaleza del mito, la leyenda o el cuento fabuloso, tendríamos que encabezar la lista, al menos por lo que concierne a producción y empaque con la llamada Escuela de la Mitología Natural, la cual florece principalmente en Alemania. Los estudiosos de esta escuela mantienen que el hombre primitivo está profundamente interesado por los fenómenos naturales y que su interés es predominantemente de carácter teórico, contemplativo y poético. Cuando trata de expresar e interpretar las fases de la Luna, o el curso regular y, sin embargo, cambiante del Sol por el firmamento, el primitivo construye rapsodias personificadas que son símbolos. Para los estudiosos de tal escuela todo mito contiene, como núcleo o última realidad, éste o aquel fenómeno de la naturaleza, elaboradamente urdido en forma de cuento hasta un punto tal que en ocasiones casi lo enmascara y borra. No hay gran acuerdo entre esos investigadores sobre qué tipo de fenómeno natural está en el fondo de la mayor parte de las producciones mitológicas. Existen mitólogos selenitas y tan completamente obsesionados por la Luna que no admitirán que ningún otro fenómeno pudiera prestarse a una interpretación poética por parte del salvaje, de no ser nuestro nocturno satélite. La Sociedad para el Estudio Comparado del Mito, fundada en Berlín en 1906 y que cuenta entre sus miembros a estudiosos tan distinguidos como Ehrenreich, Sieke, Winckler y muchos más, llevó a cabo sus investigaciones bajo el signo de la Luna. Otros, como por ejemplo Frobenius, consideraron que el Sol era el único tema sobre el que el hombre primitivo pudiera haber urdido sus simbólicos cuentos. Además está la escuela de los intérpretes meteorológicos, que consideran que la esencia del mito no es otra cosa sino el viento, el clima y los colores del cielo. A ella pertenecen los estudiosos de la última generación tan conocidos como Max Müller y Kuhn. Algunos de estos mitólogos departamentales luchan fieramente para defender su cuerpo o principio celestial; otros poseen un gusto mucho más universal y están preparados a admitir que el primer hombre fabricó su infusión mitológica con todos los cuerpos celestes tomados al mismo tiempo.
He tratado de exponer justa y plausiblemente esta interpretación naturalista de los mitos, pero, de hecho, tal teoría me parece una de las más extravagantes opiniones que cualquier antropólogo o humanista haya sostenido jamás, y ya es decir mucho. La tal ha recibido una crítica absolutamente destructiva por parte del gran psicólogo Wundt y parece absolutamente insostenible a la luz de los escritos de sir James Frazer. Por mi propio estudio de los mitos vivos entre los salvajes debería decir que el hombre primitivo posee en muy pequeña medida interés alguno de índole puramente artística o científica por la naturaleza; no hay sino poco espacio para el simbolismo en sus ideas y cuentos; y el mito, de hecho, no es una ociosa fantasía, ni una efusión sin sentido de vanos ensueños, sino una fuerza cultural muy laboriosa y en extremo importante. Además de ignorar la función cultural del mito esta teoría imputa al hombre primitivo un número de intereses imaginarios y confunde varios tipos de narración, cuento fantástico, leyenda, saga y cuento sagrado o mito que es menester distinguir con claridad.
En fuerte contraste con esta teoría, que hace al mito naturalista, simbólico e imaginario, está la que considera al cuento sagrado como un auténtico registro histórico del pretérito. Tal opinión, sostenida recientemente por la llamada Escuela Histórica de Alemania y América y representada en Inglaterra por el doctor Rivers, cubre tan sólo una parte de la verdad. No puede negarse que la historia, al igual que el entorno natural, ha de haber alejado una huella profunda en todos los productos culturales y, por lo tanto, también en los mitos. Sin embargo, tomar toda la mitología como una mera crónica es tan incorrecto como considerar que es la fabulación del naturalista primitivo. También esta teoría concede al salvaje cierto impulso científico y cierto deseo por conocer. Aunque el primitivo tenga en su composición un poco de anticuario y otro poco de naturalista, lo cierto es que está, por encima de todo, inmerso de modo activo en cierto número de actividades prácticas y le es menester luchar con ciertas dificultades; todos sus intereses están en concordancia con esta visión pragmática general. La mitología, el saber sagrado de la tribu, es para el primitivo, como veremos, un medio poderoso de ayuda, por permitirle hallar suficiencia su patrimonio cultural. Veremos, además, que los servicios inmensos que el mito confiere a la cultura primitiva están relacionados con el ritual religioso, la influencia moral y el principio sociológico. Pues bien, la religión y la moral resultan de intereses en ciencia o historia pasada sólo hasta un punto muy limitado y, de esta manera, el mito se basa en una atmósfera mental del todo diferente.
La íntima conexión entre la religión y el mito, tan descuidada por muchos estudiosos, ha sido reconocida por algunos psicólogos como Wundt, sociólogos como Durkheim y humanistas clásicos como miss Jane Harrison; todos ellos han entendido la profunda asociación entre el mito y el rito, entre la tradición sacra y los moldes de la estructura social. Todos estos estudiosos se han visto influidos, en mayor o menor medida, con la obra de sir James Frazer. Aunque el gran antropólogo británico, como la también mayor parte de sus seguidores, tiene una clara visión de la importancia sociológica y ritual del mito, los hechos que voy a presentar aquí nos permitirán clarificar y formular con mayor precisión los principios fundamentales de una teoría sociológica de aquél.
Podría ofrecerles un examen aún más extenso de las opiniones, divisiones y controversias de los eruditos mitológicos. La ciencia de la mitología ha sido el punto de reunión de varias escuelas: el humanista clásico ha de decidir por sí mismo si Zeus es la Luna o el Sol, o una personalidad estrictamente histórica; o si su consorte de bovinos ojos es la estrella matutina o se trata de una vaca o de una personificación del viento, puesto que la labia de las esposas es proverbial. A continuación, todas estas cuestiones habrán de discutirse de nuevo en el escenario de la mitología por los varios tipos de arqueólogos, el de Caldea y Egipto, el de Judea y China, el de Perú y el de los Mayas. El historiador y el sociólogo, el estudioso de la literatura, el gramático, el germanista y el romanista, el celtista y el eslavista discuten la cosa, cada gremio consigo. Tampoco está la mitología del todo segura frente a la invasión de lógicos y psicólogos, de metafísicos y de epistemólogos, por no decir nada de visitantes como el teósofo, el moderno astrólogo y el fiel de la ciencia cristiana. Por último, tenemos al psicoanalista que, por fin, ha venido a enseñarnos que el mito es el sueño en vigilia de la raza y que sólo podremos explicarlo si nos volvemos de espaldas a la naturaleza, a la historia y a la cultura y nos sumergimos en la profundidad del oscuro estanque del subconsciente, en cuyo fondo yacen los enseres y símbolos de la exégesis psicoanalítica. ¡De manera que cuando el pobre antropólogo y estudioso del folklore llega al festín se encuentra con que a duras penas le han dejado unas migajas!
Si he dado impresión de confusión y caos, si he inspirado un sentimiento de ir a pique ante esta increíble controversia mitológica con el estruendo y polvo que de ella surge, es que he logrado exactamente lo que deseaba. Porque invito a mis lectores a salir del cerrado estudio del teórico al aire libre del campo de la antropología, y a acompañarme en mi lucha mental hasta aquellos años que pasé en Nueva Guinea con una tribu de melanesios. Allí, remando en la laguna, mirando a los nativos cuando cultivaban sus huertos bajo el sol abrasador, yendo con ellos por la jungla y las tortuosas playas y arrecifes, será donde aprenderemos algo de su vida. También, al observar sus ceremonias en el fresco de la tarde o en las sombras del anochecer, al compartir su comida en torno a la hoguera, podremos escuchar sus narraciones.
Y ello es así porque el antropólogo y sólo él entre los muchos participantes en el torneo mitológico tiene la única ventaja de consultar al salvaje siempre que siente que sus doctrinas se tornan confusas y que el flujo de su elocuencia argumentativa va seco. El antropólogo no está atado a los escasos restos de una cultura, como tablillas rotas, deslucidos textos o fragmentarias inscripciones. No precisa llenar inmensas lagunas con comentarios voluminosos, pero basados en conjeturas. El antropólogo tiene a mano al propio hacedor del mito. No sólo puede tomar como completo un texto en el estado en que existe, con todas sus variaciones, y revisarlo tina y otra vez; también cuenta con una hueste de auténticos comentadores de los que puede informarse; y, lo que es más, con la totalidad de la misma vida de la que ha nacido el mito. Y como veremos, hay tanto que aprender en relación al mito en tal contexto vital como en su propia narración.
El mito, tal como existe en una comunidad salvaje, o sea, en su vívida forma primitiva, no es únicamente una narración que se cuente, sino una realidad que se vive. No es de la naturaleza de la ficción, del modo como podemos leer hoy una novela, sino que es una realidad viva que se cree aconteció una vez en los tiempos más remotos y que desde entonces ha venido influyendo en el mundo y los destinos humanos. Así, el mito es para el salvaje lo que para un cristiano de fe ciega es el relato bíblico de la Creación, la Caída o la Redención de Cristo en la Cruz. Del mismo modo que nuestra historia sagrada está viva en el ritual y en nuestra moral, gobierna nuestra fe y controla nuestra conducta, del mismo modo funciona, para el salvaje, su mito.
Limitar el estudio de éste a un mero examen de los textos ha sido fatal para la comprensión de su naturaleza. Las formas del mito que han llegado a nosotros de la Antigüedad clásica, de los vetustos libros sagrados de Oriente y de otras fuentes similares lo han hecho sin el contexto de una fe viva, sin la posibilidad de obtener comentarios de auténticos creyentes, y sin el conocimiento concomitante de su organización social, de la moral que practicaban y de sus costumbres populares; al menos sin la información completa que un investigador moderno, al trabajar sobre el terreno, puede obtener con facilidad. Además, no hay duda alguna de que, en su forma literaria presente, esos cuentos han sufrido una transformación muy considerable a manos de escritores, comentadores, sacerdotes eruditos y teólogos. Es preciso retornar a la psicología primitiva para comprender el secreto de su vida en el estudio de un mito vivo aún, antes de que, momificado en su versión clerical, haya sido guardado como una reliquia en el arca, indestructible aunque inanimada, de las religiones muertas.
Estudiado en vida, el mito, como veremos, no es simbólico, sino que es expresión directa de lo que constituye su asunto; no es una explicación que venga a satisfacer un interés científico, sino una resurrección, en el relato, de lo que fue una realidad primordial que se narra para satisfacer profundas necesidades religiosas, anhelos morales, sumisiones sociales, reivindicaciones e incluso requerimientos prácticos. El mito cumple, en la cultura primitiva, una indispensable función: expresa, da bríos y codifica el credo, salvaguarda y refuerza la moralidad, responde de la eficacia del ritual y contiene reglas prácticas para la guía del hombre. De esta suerte el mito es un ingrediente vital de la civilización humana, no un cuento ocioso, sino una laboriosa y activa fuerza, no es una explicación intelectual ni una imaginería del arte, sino una pragmática carta de validez de la fe primitiva y de la sabiduría moral.
Trataré de probar todas estas afirmaciones mediante el estudio de varios mitos; pero para hacer que nuestro análisis sea concluyente será menester que, en primer lugar, examinemos no sólo el mito, sino también el cuento maravilloso, la leyenda y la narración histórica.
Vayámonos así, en espíritu, a las riberas de una laguna de las islas Trobriand y penetremos en la vida de los aborígenes: veámoslos en el trabajo y el ocio y escuchemos sus relatos. El tiempo húmedo de fines de noviembre ya está llegando. Hay poco que hacer en los huertos, la estación pesquera todavía no está en su altura y el período de navegación por mar abierto está aún por venir, mientras que todavía se mantiene un ánimo festivo tras las danzas y celebraciones de la cosecha. La sociabilidad está en el aire, y los indígenas están desocupados cuando el mal tiempo los hace a menudo quedarse en las cabañas. Entremos en la penumbra de la ya cercana noche en uno de sus poblados y sentémonos junto al fuego, donde la luz vacilante va reuniendo a la gente y la conversación cobra bríos. Más pronto o más tarde un hombre será requerido para que cuente una conseja, porque ésta es la estación de los cuentos maravillosos. Si sabe recitar bien pronto provocará risa, réplicas e interrupciones y su cuento se convertirá en una representación en regla.
En este tiempo del año, en los poblados se recitan habitualmente unos cuentos populares a los que se llaman kukwanebu. Existe la vaga creencia, aunque no se la toma muy en serio, de que su narración comporta una influencia benéfica sobre los nuevos plantíos que recientemente se han llevado a cabo en los huertos. Para producir efecto tal ha de recitarse, como conclusión, una corta cancioncilla en la que se alude a algunas plantas salvajes de gran fertilidad, las kasiyena.
Todo relato tiene un «dueño» entre los miembros de la comunidad. Cada narración, aunque es conocida de muchos, puede ser recitada tan sólo por su «dueño»; sin embargo, éste puede ofrecérsela a algún otro, enseñándosela o autorizándole a que la cuente él. Pero no todos los «dueños» de los relatos saben cómo hacer nacer esa risa calurosa que es uno de los principales propósitos de tales consejas. Un buen narrador tiene que cambiar su voz en los diálogos, cantar las canciones con el temperamento requerido, gesticular y, en general, representar ante un público. Algunos de los cuentos son en realidad chismes «de pésimo gusto»; otros no, y de ellos voy a dar aquí uno o dos ejemplos.
Así tenemos el de la doncella en peligro y su rescate heroico. Dos mujeres salen en busca de huevos de pájaro. Una descubre un nido bajo un árbol y, la otra le advierte: «Ésos son huevos de serpiente, no los toques». «¡Claro que no! Son huevos de pájaro», replica la otra y se los lleva. La serpiente madre retorna, y al ver que su nido está vacío se va en busca de los huevos. Penetra en el poblado más próximo y entona esta cancioncita:

Arrastrándome yo hago mi camino, 
es lícito comer los huevos de los pájaros; 
no tocarás los que son de un amigo.

El viaje dura mucho porque la serpiente va de una localidad a otra y en todas partes tiene que cantar la cancioncilla. Por fin, al entrar en el poblado de las dos mujeres, ve a la culpable asando los huevos, se enrosca en torno suyo y penetra en su cuerpo. La víctima yace afligida y nadie le presta ayuda. Pero el héroe está cerca; un hombre de un poblado vecino ve en sueños esa dramática situación, llega al lugar, extrae la serpiente del cuerpo de la cuitada, la corta en pedazos y desposa a las dos mujeres, obteniendo así una recompensa doble en pago de su hazaña.
En otro cuento trabamos conocimiento con una familia feliz, compuesta por un padre y dos hijas, que navegan desde su hogar, situado en los archipiélagos de coral del norte, y se dirigen hacia el sudoeste, hasta que llegan a los empinados y, agrestes cerros de la pétrea isla de Gumasila. El padre se acuesta en un llano y se duerme, un ogro sale de la jungla, devora al padre y captura y fuerza a una de las hijas mientras la otra consigue escapar. La hermana de los bosques entrega a la cautiva un trozo de caña, y cuando el ogro se acuesta y se duerme le cortan en dos mitades y huyen.
Una mujer vive en el poblado de Okopukopu junto a la fuente de un arroyo, con sus cinco hijos. Una pastinaca mostruosamente grande sube nadando por el riachuelo, cruza deslizándose al poblado, penetra en la cabaña y, al son de una cancioncilla, corta uno de los dedos de la mujer. Uno de los hijos trata de acabar con el monstruo, sin conseguirlo. Cada día tiene lugar la misma escena hasta que al quinto el benjamín consigue matar al pez gigante.
Un piojo y una mariposa salen a volar un rato, el piojo como pasajero y la mariposa como piloto y avión. A la mitad del viaje, mientras vuelan sobre el mar, precisamente entre la playa de Wawela y la isla de Kitava, el piojo emite un agudo chillido, la mariposa se tambalea y el piojo se cae y se ahoga.
Un hombre cuya suegra es caníbal es suficientemente descuidado como para irse y dejar a su cuidado a sus tres hijos. Naturalmente, ella trata de comérselos; sin embargo, se dan a tiempo a la fuga, trepan a una palmera y la entretienen (en una narración un poco larga) hasta que el padre vuelve y acaba con ella. También existe un relato sobre una visita realizada al Sol, otro sobre un ogro que devastaba los huertos, otras sobre una mujer tan voraz que robó toda la comida en unas distribuciones funerarias y muchas otras similares.
En este punto, empero, no estarnos concentrando nuestra atención en el texto de los relatos tanto cuanto en su referencia sociológica. Por Supuesto que el texto es extremadamente importante, pero, sin el contexto resultará inanimado. Como hemos visto, el interés del relato se ve enormemente acrecentado y adquiere el carácter que le es propio gracias a la manera en que se narra. La naturaleza toda de la sesión, la voz y la mímica, el estímulo, y la respuesta del auditorio significan para los nativos tanto como el mismo texto y es de los nativos de donde el sociólogo debiera tomar su guía. Además, la sesión ha de celebrarse a su debido tiempo, a una hora del día y en una estación determinada con el fondo de los huertos en germinación, esperando, la labor futura e influida por la magia de los cuentos maravillosos. También hemos de tener en cuenta el contexto sociológico de la propiedad privada, la función sociable y el papel cultural de esa placentera ficción. Todos estos elementos son igualmente importantes y han de estudiarse tanto como el texto mismo. Los relatos viven en la vida del primitivo y no sobre el papel, y, cuando un estudioso torna nota de ellos sin ser capaz de evocar la atmósfera en que florecen, no nos está ofreciendo sino un pedazo mutilado de su realidad.
Ahora paso a otro tipo de relatos. Éstos no tienen especial estación ni modo estereotipado de narrarse y, su recitado no tiene el carácter de una celebración ni comporta efecto mágico alguno. Y sin embargo, estos cuentos son más importantes que los de la clase anterior, porque se cree que son verdad y que la información que contienen tiene a la vez más valor y más relevancia que la de los kukwanebu. Cuando un grupo parte para una visita lejana o toma velas en expedición, los miembros más jóvenes, agudamente interesados por el paisaje, por nuevas comunidades, por nuevas gentes y, tal vez, incluso por nuevas costumbres, expresarán su admiración y harán preguntas. Los viejos más experimentados les proveerán de informaciones y comentarios y, esto siempre tomará la forma de una narración concreta. Un anciano tal vez contará sus propias experiencias en peleas y expediciones, en magias famosas y en extraordinarios logros económicos. Con esto puede combinar los recuerdos de su padre, cuentos y leyendas que habrá oído narrar y que se han transmitido de generación en generación. De esta manera se conservan por muchos años memorias de grandes sequías y devastadoras hambres, junto con la descripción de las dificultades, luchas y crímenes de la exasperada población.
Se recuerdan también, a guisa de canción o formando leyendas históricas, cierto número de relatos sobre marineros que perdieron su rumbo y desembarcaron en tierra de caníbales o de tribus hostiles. Un tema famoso para canción y relato es el del encanto, habilidad y ejecución de bailarines de renombre. Existen cuentos sobre distantes islas volcánicas, sobre fuentes ardientes en las que, alguna vez, un grupo de descuidados bañistas hirvieron hasta morir, sobre misteriosos países habitados por mujeres y hombres del todo diferentes, sobre extrañas aventuras que les ocurrieron a los marineros en lejanos mares, sobre peces y pulpos monstruosos, sobre rocas que brincan y hechiceros disfrazados. También se encuentran consejas, unas recientes y otras antiguas, sobre videntes y visitantes de la tierra de los muertos, enumerando sus hazañas más significativas y famosas. Además, existen relatos asociados a fenómenos de la naturaleza, como una piragua petrificada, un hombre trocado en roca y una mancha roja que dejaron sobre el coral unas gentes que comieron demasiado betel.
Tenemos aquí una variedad de cuentos que pueden ser subdivididos en narraciones históricas, que el narrador presenció de manera directa o que, por lo menos, garantiza la memoria de alguno; leyendas en las que la continuidad del testimonio está quebrada pero que entran en el ámbito de cosas que ordinariamente experimentan los miembros de la tribu; y, cuentos de oídas sobre países lejanos, o sucesos antiguos de un tiempo que ya cae fuera de lo que es la cultura del presente. Para los nativos, empero, todas estas clases se mezclan imperceptiblemente; se las designa con el mismo nombre, a saber, libwogwo; se considera que tales cuentos son verdad y no se recitan como una celebración, ni se narran como solaz de la tribu en una estación especial. Su tema muestra también una substancial unidad. Se refieren todos ellos a asuntos que estimulan intensamente a los nativos, pues están relacionados con actividades como los quehaceres económicos, la guerra, las aventuras, el éxito de las danzas y en el intercambio ceremonial. Además, como sus relatos constatan singularmente grandes logros en todas esas actividades, redundan en el crédito de algún individuo y de sus descendientes o en el de toda la comunidad, de donde se sigue que la ambición de aquellos cuyos antepasados glorifican los mantiene vivos. Los relatos que se narran para explicar peculiaridades de rasgos del paisaje poseen con frecuencia un contexto sociológico, esto es, mencionan el clan o familia de los que llevaron a cabo la proeza. Cuando éste no es el caso, las narraciones serán comentarios fragmentarios y aislados de algún fenómeno natural, aferrándose a él cual a una reliquia evidente.
Otra vez está claro en todo esto que no podemos entender completamente el significado del texto ni la naturaleza sociológica del relato, ni la actitud de los nativos hacia él y el interés que le consagran, si estudiamos la narración sobre el papel. Estos cuentos, viven en la memoria del hombre, en el modo en que son narrados, y aún más, en el complejo interés que los mantiene vivos, que hace que el narrador los cuente con orgullo o pena, que el auditorio los oiga con tristeza o avidez y que de ellos surjan ambiciones y esperanzas. De este modo la esencia de una leyenda, y con mayor razón de un cuento maravilloso, no se puede encontrar en un mero examen del relato, sino en el estudio combinado de la narración y de su contexto en la vida social y cultural de los indígenas.
Pero es sólo al pasar a la tercera y más importante clase de relatos, a saber, los cuentos sacros o mitos y contrastarlos con las leyendas, cuando la naturaleza de los tres tipos de narración cobra relieve. Los nativos conocen a esta tercera clase con el nombre de liliu y quiero poner el acento en el hecho de que aquí estoy reproduciendo prima facie la propia clasificación y nomenclatura de los aborígenes y que me estoy limitando a unos pocos comentarios de mi cosecha sobre su validez. La tercera clase de relatos está situada en un plano muy diferente del de las otras dos. Si el primer tipo es narrado por solaz, y el segundo lo es para hacer constataciones serias y satisfacer la ambición social, el tercero está considerado no sólo verdadero, sino también venerable y sagrado, y el tal desempeña un papel cultural altamente importante. El cuento popular, como sabemos, es una celebración de temporada y un acto de sociabilidad. La leyenda, originada por el contacto con una realidad fuera de uso, abre la puerta a visiones históricas del pretérito. El mito entra en escena cuando el rito, la ceremonia, o una regla social o moral, demandan justificante, garantía de antigüedad, realidad y santidad.
En los capítulos siguientes de este estudio examinaremos con detalle cierto número de mitos, pero ahora echaremos un vistazo a los temas de algunos de los más típicos. Tomemos como ejemplo la fiesta anual del retorno de los muertos. Para tal celebración se llevan a efecto elaborados preparativos, y primordialmente una gran exposición de alimentos. Cuando la fiesta se acerca se narran relatos sobre cómo la muerte comenzó a castigar al hombre y se perdió de esta manera el poder del eterno remozar. Se cuenta por qué los espíritus han de dejar el poblado y no se quedan junto al fuego y, finalmente, por qué retornan una vez al año. También, en ciertas temporadas de preparación para una expedición por mar, se revisan las piraguas y se construyen otras con acompañamiento de una magia especial. En ello existen alusiones mitológicas en los hechizos, e incluso los actos sagrados contienen elementos que son comprensibles tan sólo cuando se narra la conseja de la canoa volante, con su ritual y su magia. En relación con el comercio ceremonial, las reglas, la magia, incluso las rutas geográficas, están asociadas con su correspondiente mitología. No existe magia importante, ni ceremonia ni ritual alguno que no comporte un credo, y tal credo esta urdido en forma de narración de un concreto precedente. La unión es muy íntima, puesto que el mito no sólo está considerado como un comentario de información adicional, sino que es una garantía, una carta de validez y, con frecuencia, incluso una guía práctica para las actividades con las que está relacionado. Por otro lado, los rituales, las ceremonias, las costumbres y la organización social contienen en ocasiones referencias directas al mito y son vistas como los resultados de algún crítico suceso. El hecho cultural es un monumento en el que esta incorporado el mito, mientras se cree que el mito es la causa real que ha originado la norma moral, el agrupamiento social, el rito o la costumbre. Así todos los relatos constituyen Una parte íntegra de la cultura. Su existencia e influencia no solamente trasciende al acto de contar la narración, no sólo adquiere su substancia de la vida y sus intereses, sino que gobierna y controla muchos aspectos de la cultura y, constituye la espina dorsal de la civilización primitiva.
Éste es quizás el punto principal de la tesis que estoy proponiendo ahora: mantengo que existe una clase especial de narraciones que son consideradas sacras, que están inspiradas en el ritual, la moral y la organización social y que constituyen una parte integrante y activa de la cultura primitiva. Tales relatos no están vivos a causa de un interés ocioso, ni como narraciones imaginarias o incluso verdaderas; sino que son, para los nativos, la constitución de una realidad primordial, más grande y más importante, por la que la vida, el destino y las actividades presentes de la humanidad están determinadas y cuyo conocimiento le proporciona al hombre el motivo del ritual y de las acciones morales, junto con indicaciones de cómo celebrarlas.
Para esclarecer, ya de entrada, este punto, comparemos una vez más nuestras conclusiones con las opiniones al uso en la antropología moderna, no para someterlas a una crítica fuera de lugar, sino para que podamos vincular nuestros resultados al presente estado de tal saber, con el agradecimiento que es de rigor por lo que hemos recibido y la constatación precisa y clara de nuestras diferencias.
Será mejor que citemos aquí una formulación condensada y dotada de autoridad y eligiré para este propósito de definición el análisis que en Notes and Queries on Anthropology ofrecieron la difunta C. S. Burne y el profesor J. L. Myres. Bajo el título de «Narraciones, consejas y canciones», se nos informa que «tal sección incluye muchos esfuerzos intelectuales de los pueblos, "esfuerzos" que representan el intento más temprano para ejercitar la razón, la imaginación y, la memoria». Con algunas aprensiones podemos preguntar aquí: ¿en dónde se ha dejado la emoción, el interés y la ambición, el papel social de todas las narraciones y la profunda conexión con valores culturales de los más serios? Tras una breve clasificación de los relatos en la manera al uso leemos sobre los cuentos sacros: «Los mitos son relatos que, a pesar de ser maravillosos e improbables para nosotros, sin embargo se narran con completa buena fe, puesto que, están destinados, o así lo cree el narrador, a explicar, por medio de algo concreto e inteligible, una idea abstracta o conceptos tan difíciles o vagos como el de Creación y Muerte, o las distinciones de razas o especies animales y las diferentes ocupaciones de hombres y mujeres; los orígenes de ritos y costumbres y de sorprendentes objetos naturales o monumentos prehistóricos; el significado de los nombres de personas y lugares. Tales relatos son en ocasiones descritos como etiológicos porque su propósito es explicar por qué algo existe o sucede».
Tenemos aquí, en pocas palabras, todo lo que la moderna ciencia, en su mejor expresión, tiene que decir sobre ese tema. Sin embargo, ¿estarían nuestros melanesios conformes con tal opinión? Por cierto que no. Ellos no desean «explicar», hacer «inteligible» nada de lo que sucede en sus mitos, y menos aún, una idea abstracta. Que yo sepa no puede hallarse ejemplo alguno de ello, sea en Melanesia o en cualquier otra comunidad salvaje. Las pocas ideas abstractas que los nativos poseen ya llevan su comentario concreto en las palabras mismas que las expresan. Cuando los verbos yacer, estar sentado o en pie describen al ser, cuando la causa y el efecto se expresan por palabras que significan cimiento y el pasado en pie sobre él, cuando varios nombres concretos tienden hacia el significado de espacio, la palabra y la relación con la realidad concreta ya hacen a la idea abstracta suficientemente «inteligible». Tampoco ningún trobriandés u otro nativo estaría conforme con la opinión de que «la Creación, la Muerte, las distinciones de razas o especies animales, y las diferentes ocupaciones de hombres y mujeres» son «conceptos vagos y difíciles». Nada les resulta más familiar a los nativos que las diferencias de ambos sexos; no hay nada que tenga que explicarse en ese plano. Pero aunque sean conocidas, tales diferencias son en ocasiones tediosas, desagradables o por lo menos limitadoras, y existe la necesidad de justificarlas, de respaldarlas en su vetustez y realidad y, en resumen, de sostener su validez. La muerte, por desgracia, no es ni vaga, ni abstracta, ni difícil de entender para ningún ser humano. Es, por el contrario, demasiado obsesionante y real, demasiado concreta, demasiado fácil de comprender para cualquiera que haya sufrido una experiencia que afectara a sus parientes próximos o un presentimiento personal. De ser irreal o vaga, el hombre tendría gusto en hacer mención de ella; pero la idea de la muerte asusta con horror, con un deseo de huir de su amenaza, con la vaga esperanza de que pueda ser, no explicada sino entendida, irrealizada y, de hecho, negada, El mito que garantiza la creencia en la inmortalidad, en la eterna juventud en la vida de ultratumba, no es una reacción intelectual ante un intrincado problema, sino un explícito acto de fe nacido de la intensísima reacción de la emoción y el instinto ante la más formidable y obsesionante de las ideas. No es el caso, tampoco que los relatos sobre «los orígenes de los ritos y costumbres» se narren como mera explicación de los mismos. Los tales nunca explican, en ningún sentido de la palabra; constatan siempre un precedente que constituye un ideal y una garantía para su perpetuación, y, en ocasiones, establecen directrices prácticas para su procedimiento.
De lo dicho se sigue que hemos de estar en desacuerdo, en todo punto, con esa excelente aunque concisa formulación de la opinión mitológica de nuestros días. Tal definición crearía una clase imaginaria e inexistente de relato, a saber, el mito etiológico, que correspondería a un inexistente deseo de explicar y que llevaría una efímera existencia «como esfuerzo intelectual» para permanecer fuera de lo que es la cultura de los nativos y la organización social con sus intereses pragmáticos. Todo ese enfoque nos parece errado porque trata los mitos como meros relatos, porque los considera como una ocupación intelectual de sillón en el primitivo, porque están sacados de su contexto y estudiados por lo que parecen sobre el papel y no por lo que hacen en la vida. Tal definición haría imposible que viéramos con claridad la naturaleza del mito o que lográsemos dar con una clasificación satisfactoria de los cuentos populares. De hecho, también tendríamos que estar en desacuerdo con la definición de leyendas y cuentos fantásticos que los estudiosos de Notes and Queries on Anthropology ofrecen a continuación.
Pero, por encima de todo, tal enfoque sería fatal para un eficiente estudio sobre el terreno, porque satisfaría al observador con la mera constatación escrita de las narraciones. La naturaleza intelectual de un relato se agota en su texto, pero el aspecto cultural, funcional y pragmático de cualquier cuento nativo se manifiesta tanto en su consenso, incorporación y relaciones contextuales como en el texto mismo. Es más fácil escribir la narración que observar los caminos difusos y complejos por los que va a dar a la vida, o estudiar su fuente mediante la observación de las vastas realidades sociales y culturales en las que desemboca. Y ésta es la razón por la que, contando con tantos textos, sabemos tan poco sobre la naturaleza misma del mito.
Podemos, en consecuencia, aprender de los trobriandeses una importante lección y a ellos hemos de volver ahora. Examinaremos algunos de sus mitos con detalle, para que podamos confirmar de manera inductiva, aunque precisa, las conclusiones a las que hemos llegado.

II. Mitos de origen
Será mejor que comencemos por el principio y examinemos algunos mitos de origen. El mundo, dicen los nativos, estaba originariamente poblado en el subsuelo. La humanidad vivía allí una existencia en todo semejante a la vida presente sobre la Tierra. En el subsuelo los hombres estaban organizados por poblados, clanes, comarcas; tenían distinciones de rango, conocían privilegios y poseían derechos, disfrutaban de propiedades y estaban versados en los saberes mágicos. Con ese bagaje salieron a la superficie, establecieron con su acto mismo ciertos derechos en tierra y ciudadanía, en prerrogativas económicas y en actividades mágicas. Trajeron, de este modo, con ellos toda su cultura para continuarla sobre la Tierra.
Existen ciertos lugares grutas, grupos de árboles, cúmulos de piedras, formaciones coralinas, fuentes, cabezas de riachuelos que los nativos conocen como «agujeros» o «casas». De tales «agujeros» surgieron las primeras parejas (una hermana como cabeza de familia y un hermano como su guardián) que tomaron posesión de las tierras y dieron su carácter totémico, artesano, mágico y sociológico a las comunidades fundadas así.
El problema del rango, que desempeña tan importante papel en su sociología, fue solucionado por los seres que surgieron de un hoyo especial llamado Obukula, cerca del poblado de Laba’i. Tal suceso fue notable porque, al revés de lo que acontecía normalmente (o sea, a linaje por agujero) del hoyo de Laba'i surgieron representantes de los cuatro clanes principales, uno tras otro. Sin embargo su advenimiento fue seguido por un hecho en apariencia trivial, pero que en la realidad mítica está dotado de extraordinaria importancia. Surgió en primer lugar el Kaylavasi (iguana), el animal del clan de Lukulabuta, que se arrastró por la tierra cual hacen los iguanas, trepó después a un árbol y permaneció allí como un mero espectador, a lo que siguieron otros sucesos. Pronto surgió en la Tierra el Perro, el tótem del clan Lukuba, que en un principio estaba dotado del rango más alto. A continuación advino el Cerdo, representante del clan Malasi, que detenta ahora la prosapia superior. En último lugar ascendió a la luz el tótem del clan Lukwasisiga, representado en algunas versiones por el Cocodrilo, en otras por la Serpiente, en otras por la Zarigüeya y a veces completamente ignorado. El Perro y el Cerdo corren por las cercanías, y el Perro, al ver el fruto de una planta de noku, lo huele y después se lo come. El Cerdo, entonces, dijo: «Comes noku, comes inmundicia, eres un ser de inferior calidad, eres un plebeyo; el jefe, el guya'u, seré yo». Y desde entonces, el más alto de los subclanes del clan Malasi, los Tabalu, han sido los auténticos jefes.
Para entender este mito no basta con seguir el diálogo entre el Perro y el Cerdo, diálogo que puede parecer sin importancia o incluso trivial. Una vez que se conoce la sociología del nativo, la extrema importancia del rango, el hecho de que el alimento y sus limitaciones (tabúes de rango y clan) son los índices principales de la naturaleza social del hombre, y finalmente la psicología de la identificación totémica, ya se empieza a comprender por qué tal incidente, que aconteció cuando la humanidad se hallaba in statu nascendi, estableció, de una vez para siempre, la relación entre los dos clanes rivales. Para entender este mito ha de contarse con buen conocimiento de su sociología, religión, costumbres y mentalidad. Entonces, y sólo entonces, podremos apreciar lo que tal relato significa para los nativos y de qué modo puede éste vivir en su vida. Si residiéramos con ellos y aprendiéramos su lengua, hallaríamos que ese mito siempre está activo en discusiones y disputas con relación a la superioridad de los distintos clanes y en las conversaciones sobre los varios tabúes relativos al alimento que, con frecuencia, hacen surgir delicadas cuestiones de casuística. Ante todo, digamos que, al entrar en contacto con comunidades en las que el proceso histórico de la extensión de la influencia del clan Malasi está aún en evolución, se topa uno de cara con este mito como si se tratase de una fuerza activa.
Es, en cierta medida, notable que el primero y el último animal en salir a la Tierra, o sea, la iguana y el tótem de los Lukwasisiga hayan sido desde un principio dejados en la sombra, de este modo el principio numérico y la lógica de los acontecimientos no se observan de manera estricta en el razonamiento del mito.
Si el mito principal de Laba’i sobre la superioridad relativa de los dos clanes es una alusión muy frecuente en toda la tribu, los mitos locales menores no son por ello, dentro de cada comunidad, menos vivos y activos. Cuando un grupo llega a algún lejano poblado no sólo oirá los cuentos legendarios históricos que les narrarán, sino, ante todo, la carta de garantía mitológica de esa comunidad, sus habilidades mágicas, su carácter ocupacional, su rango y lugar en la organización totémica. De surgir allí polémicas por la tierra, usurpación de las funciones mágicas, disputas en asuntos mágicos y derechos de pesca u otros privilegios, hallarán referencia en el testimonio del mito.
Mostremos ahora en concreto el modo según el cual un típico mito de los orígenes locales se englobará en el curso normal de la vida de los nativos. Miremos un grupo de visitantes que llegan a uno cualquiera de los poblados de los trobriandeses. Se sentarán enfrente de la casa del cacique, en el centro de la localidad. Muy probablemente el lugar del origen está en las cercanías, marcado por una eflorescencia coralina o por un montón de piedras. Señalarán ese punto, mencionarán los nombres del hermano y hermana que fueron los antepasados y tal vez se dirá que el hombre edificó su casa en el lugar que ocupa la vivienda del actual jefe. Los escuchas nativos sabrán, por supuesto, que la hermana hubo de vivir en una casa diferente de las cercanías porque nunca le fue dado residir entre las mismas paredes que su hermano.
Como información adicional los visitantes tal vez oirán que se les dice que los antepasados trajeron con ellos las substancias, instrumentos y métodos para la industria local. En el poblado de Yakala, por ejemplo, serán procesos para quemar la cal a partir de las conchas. En Okobobo, Obweria y Obowada los antepasados importaron el saber y los implementos para pulimentar la piedra dura. En Bwoytalu serán las herramientas del tallista, un diente afilado engastado en un mango, y el conocimiento de tal arte los que habrán surgido del subsuelo en los antepasados primigenios. En la mayoría de los lugares los monopolios económicos se ven remontados a tal surgimiento autóctono. En los poblados de superior categoría las insignias de la dignidad hereditaria también se trajeron, en otros, algún animal relacionado con el subclán local vino a la tierra. Algunas comunidades comenzaron su carrera de mantenimiento de hostilidades entre sí ya desde el mismo principio. El más importante don que llegó a este mundo desde el otro del subsuelo es siempre la magia, sin embargo esta cuestión será objeto de un posterior estudio realizado además de manera más completa.
Si un espectador europeo se encontrase allí y no oyera sino la información que un nativo proporciona al otro ello significaría muy poco para él. De hecho tal vez le haría caer en falsas interpretaciones. Así la simultánea emergencia de los hermanos le podría hacer concebir sospechas sobre una alusión mitológica al incesto o bien le haría buscar la primera pareja matrimonial y preguntar por el marido de la hermana. La primera sospecha sería del todo errónea y haría ver la relación entre hermano y hermana según una interpretación incorrecta, pues en tal relación el primero es el indispensable guardián de la segunda y ésta es la responsable de la transmisión del linaje. Únicamente un saber completo de las ideas e instituciones matrilineales da cuerpo y significado a la mención desnuda de los dos nombres ancestrales que para un escucha nativo están cargados de tanta significación. Si el europeo hubiese de inquirir quién era el esposo de la hermana y cómo llegó ésta a tener hijos, se hallaría otra vez cara a cara con una urdimbre de ideas que le son del todo foráneas, a saber, la irrelevancia sociológica del padre, la ausencia de cualquier noción de la procreación fisiológica y el extraño y complicado sistema de matrimonio, al mismo tiempo matrilineal y patrilocal.
La importancia sociológica de tales narraciones de los orígenes se vuelve clara tan sólo para el investigador europeo que se ha hecho con las ideas legales de los nativos sobre la ciudadanía local y los derechos hereditarios al territorio, lugares de pesca y empresas locales. Porque, de acuerdo con los principios de la tribu, todos estos derechos son monopolio de la comunidad local y sólo las gentes que descienden en línea femenina de los antepasados primordiales están intituladas para su disfrute. Si al europeo se le dijese además que, aparte de un primer lugar de emergencia existen varios otros «agujeros» en el mismo poblado, se confundiría aún más hasta que, gracias a un atento estudio de los detalles concretos y de los principios de la sociología de los nativos, entrase en conocimiento de la idea de las varias comunidades combinadas del poblado, esto es, comunidades en las que se han fundido varios subclanes.
Está claro entonces que lo que el mito le aporta al nativo es mucho más que el mero relato, que éste proporciona sólo las diferencias locales que de verdad tienen importancia; que el significado real, de hecho la narración íntegra, está contenida en los cimientos tradicionales de la organización tribal, y que el nativo no aprende esto al oír sus fragmentarios relatos míticos, sino al vivir en la textura social de su tribu. Dicho de otro modo, es el contexto de la vida social y la comprensión que va adquiriendo el salvaje de que todo lo que se le manda hacer cuenta con un precedente Y un modelo en los tiempos pasados; y éstos son los que proporcionan la completa información y, el significado completo de sus mitos de origen.
A un observador, por lo tanto, le es preciso trabar conocimiento pleno con la organización social de los nativos, si es que quiere en verdad comprender su aspecto tradicional. Las descripciones cortas como las que se dan con relación a los orígenes sociales se le volverán entonces perfectamente claras. También advertirá distintamente que cada una de ellas no es sino una mera parte, en verdad insignificante, de una narración mucho más amplia que no puede leerse sino desde la propia vida del nativo. Lo que realmente importa en tal narración es su función social. Comporta, expresa y fortalece el hecho fundamental de la unidad local y, de parentela del grupo de gentes descendientes de una misma progenitora ancestral. Combinado con la convicción de que únicamente un descendiente común y un común surgir del suelo dan plenos derechos a éste, el relato de origen contiene, de manera literal, la carta de validez legal de la comunidad. De este modo, incluso cuando el pueblo de una comunidad vencida era expulsado de su territorio por un vecino hostil, tal terreno quedaba siempre intacto para ellos; y siempre podían, tras un lapso de tiempo y una vez que se hubiese concluido la ceremonia de paz, regresar a él, reconstruir el poblado y cultivar de nuevo sus huertos. El sentimiento tradicional de una conexión real e íntima con la tierra; la realidad concreta de ver el sitio auténtico de la emergencia en medio de las escenas de la vida diaria; la continuidad histórica de los privilegios, las ocupaciones y caracteres distintivos que van a dar a los primeros principios mitológicos; todo esto colabora de una manera obvia a la cohesión y el patriotismo local, esto es, a un sentimiento de unión y parentela en la comunidad. Pero, aunque el relato de la emergencia original integra y fusiona la tradición histórica, los principios legales y las distintas costumbres, es menester tener asimismo en mientes que el mito original no es sino una pequeña parte de la compleja totalidad de las ideas tradicionales. Así, por un lado, la realidad del mito está en su función social; por el otro, una vez que se comienza a estudiar la función social y a reconstruir así su significado pleno, se va elaborando gradualmente la teoría completa de la organización social de los nativos.
Uno de los más interesantes fenómenos relacionados con el precedente y con la carta de validez tradicionales es la adaptación del mito y del principio mitológico a casos en los que la cimentación misma de aquél está flagrantemente violada. La violación sucede siempre que los derechos locales de un clan autóctono, esto es, de un clan que ha surgido en el lugar, se ven desbancados por otro clan inmigrante. Se crea entonces un conflicto de principios, pues es obvio que el principio de que tanto tierra como potestad pertenecen a los que literalmente nacieron de ese suelo no deja espacio para los recién llegados. Por otra parte, los autóctonos ─usando este término en el sentido literal de la mitología de los indígenas─ no pueden oponer una resistencia abierta a miembros de un subclán de rango superior que escogen establecerse allí. Resulta de esto el que surja una clase especial de relatos que justifican y dan cuenta de este estado anómalo de cosas. La fuerza de los distintos principios mitológicos y legales se manifiesta en que los mitos de justificación contienen también los hechos y puntos de vista antagónicos y lógicamente irreconciliables y sólo tratan de cubrirlos con un incidente fácilmente reconciliatorio, fabricado evidentemente ad hoc. El estudio de tales relatos es en extremo interesante, no sólo porque nos proporciona una profunda visión de la psicología de la tradición entre los nativos, sino porque nos tienta a reconstruir la historia pasada de la tribu, aunque a tal tentación hayamos de ceder con la precaución y escepticismo que son de rigor.
En las Trobriand nos encontramos con que cuanto más elevado es el rango de un subclán totémico tanto más grande es su poder de expansión. Formulemos en primer lugar los hechos y vayamos a interpretarlos después. El subclán de rango más elevado de todos, el subclán Tabalu del clan Malasi, domina ahora en cierto número de poblados: Omarakana, su principal capital; Kasanayi, el poblado gemelo de la capital y Olivilevi, un poblado fundado unos tres «reinados» atrás, después de la derrota de la capital. Dos poblados más, Omlamwaluwa, extinto ahora, y Dayagila, en donde ya no dominan los Tabalu, también fueron en un tiempo pertenencia suya. El mismo subclán, con el mismo nombre y postulando el mismo abolengo pero sin guardar los mismos tabúes ni estar en posesión de los mismos distintivos, domina ahora los poblados de Oyweyowa, Gumilababa, Kavataria y Kadawaga, todos ellos en la parte oeste del archipiélago, el último mencionado en la islita de Kayleula. El pueblo de Tukwa'ukwa fue conquistado por los Tabalu tan sólo unos cinco «reinados» atrás. Por último, un subclán del mismo nombre y que se dice semejante domina las dos grandes y poderosas comunidades del sur, o sea, Sinaketa y Vakuta.
El segundo hecho de importancia por lo que a tales poblados y señores se refiere es que el clan dominante no pretende haber emergido localmente en ninguna de las comunidades en las que sus miembros poseen el territorio, practican la magia y ostentan el poder. Todos dicen haber surgido del agujero histórico de Obukula, acompañados del cerdo primordial, en la costa noroeste de la isla y cerca del poblado de Laba'i. De acuerdo con su tradición se expandieron desde allí por toda la comarca.
Existen en las tradiciones de este clan ciertos hechos claramente históricos que han de separarse del resto y de los que es menester hacer registro; la fundación del poblado de Olivilevi tres «reinados» atrás, el asentamiento de los Tabalu en Tukwa'ukwa cinco «reinados» atrás, la conquista de Vakuta unos siete u ocho «reinados» atrás. Con el término «reinado» me refiero al período de mando de por vida de un cacique individual. Como en las Trobriand, como sin duda en la mayoría de las tribus matrilineales, el sucesor de un hombre es su hermano más joven, es obvio que, el «reinado» es, por término medio, mucho más corto que el lapso de una generación y también mucho menos seguro como medida de tiempo, aunque en muchos clanes no es preciso que sea más corto. Estos particulares relatos históricos, que dan una completa descripción de cómo, cuándo, por quién y de qué manera se efectuó el asentamiento, son puras descripciones fácticas. Así es posible obtener, a partir de informadores independientes, la completa información de cómo, en el tiempo de sus padres o abuelos respectivamente, el jefe Bugwabwaga de Omarakana, tras una guerra sin éxito, tuvo que huir con su comunidad más hacia el sur, al lugar usual en donde se levantaba un poblado temporal. Dos años más tarde regresó para concluir la ceremonia de paz y reconstruir Omarakana. Su joven hermano, empero, no regresó con él sino que edificó un poblado permanente, Olivilevi, y se quedó allí. Tal descripción, que puede ser confirmada en sus detalles más mínimos por cualquier nativo adulto inteligente de la región, es evidentemente una constatación histórica, tan segura como la que puede obtenerse en cualquier comunidad salvaje. Los datos en torno a Tukwa'ukwa, Vakuta y otros son de naturaleza similar.
Lo que levanta la fiabilidad de tales descripciones por encima de toda sospecha es su fundamentación sociológica. La huida tras la batalla es una regla general de los usos tribales; y, la manera según la que los demás poblados se convierten en sede de los clanes superiores, o sea, por el matrimonio de mujeres de los Tabalu con los caciques de otras comunidades es también característico de su vida social. La técnica de este procedimiento es de considerable importancia y es menester describirla en detalle. El matrimonio es patrilocal en las Trobriand, de suerte que la mujer siempre se traslada a la comunidad de su esposo. Económicamente el matrimonio comporta el cambio al uso entre el alimento ofrecido por la familia de la desposada y los objetos de valor que proporciona el marido. La comida es sumamente abundante en las planicies centrales de Omarakana, Las conchas de adorno dotadas de valor y codiciadas por los jefes se producen en las regiones costeras del oeste y del sur. Económicamente, por lo tanto, la tendencia siempre ha sido, y aún es, el que las mujeres de alto rango desposen caciques influyentes de poblados como Gumilababa, Karataria, Tukwa'ukwa y Vakuta.
Hasta aquí todo sucede estrictamente de acuerdo con la letra de la ley tribal. Pero, en cuanto una mujer de los Tabalu se ha establecido en el poblado de su esposo, se da el caso de que le eclipsa en rango y muy a menudo en influencia. Si tiene uno o varios hijos éstos serán, hasta su pubertad, miembros legales de la comunidad del padre: serán los varones más importantes de ella. El padre, como sucede en las Trobriand, siempre desea tenerlos consigo, incluso después de la pubertad, por razones de su afecto paterno; la comunidad siente que, merced a lo cual, el status del conjunto se eleva. La mayoría lo desea, y la minoría, o sea, los herederos por derecho del cacique, sus hermanos y los hijos de sus hermanas, no osan oponerse. Por lo tanto, si esos hijos de alto rango no cuentan con razones especiales para volver al poblado al que tienen derecho, se quedarán en la comunidad de su padre y serán sus señores. Si tienen hermanas, éstas también pueden quedarse, desposarse dentro del poblado y de esta suerte comenzar una dinastía nueva. Gradualmente, aunque quizás no de una vez, se irán haciendo con todos los privilegios, dignidades y funciones que hasta entonces correspondían a los caciques locales. Se les llamará «amos» del poblado y de sus tierras, presidirán las asambleas locales, decidirán todos los asuntos de la comunidad cuando sea precisa una decisión y, por encima de todo, conquistarán el control de los monopolios y magia locales.
Todos los hechos a los que he pasado revisión son estrictamente observaciones empíricas; echemos ahora un vistazo a las leyendas aducidas para arroparlos. De acuerdo con uno de los relatos, dos hermanas, Botabalu y Bonumakala, surgieron del agujero primordial junto a Laba'i. Se fueron pronto a la región central de Kiriwina y ambas se establecieron en Omarakana. Les dio allí la bienvenida la mujer del lugar que tenía a su cargo la magia y todos los ritos, y de tal suerte se estableció la sanción mitológica para sus pretensiones a la capitalidad. (Luego tendremos que volver sobre este punto.) Cierto tiempo después advino una desavenencia en torno a unas hojas de plátano con las que se confeccionan esas hermosas falditas de fibra que se usan como vestido. La hermana mayor le ordenó entonces a la pequeña que se fuese, lo que entre los nativos constituye un gran insulto. Dijo: «Me quedaré aquí y guardaré todos los estrictos tabúes. Vete y come el cerdo salvaje y el pez katakaiIuva». Ésta es la razón por la que los jefes de las regiones costeras, aunque en realidad poseen el mismo rango, no guardan los mismos tabúes. El mismo relato se cuenta entre los nativos de los poblados de la costa, con la diferencia, sin embargo, de que es la hermana más joven quien ordena a la otra que se quede en Omarakana y guarde todos los tabúes, yéndose ella al oeste.
De acuerdo con una versión de Sinaketa existían tres mujeres primordiales en el subclán de los Tabalu; la mayor se quedó en Kiriwina, la segunda en edad se estableció en Kuboma y la más joven vino a Sinaketa y trajo consigo los discos de concha llamados kaboma, que fueron el origen de la industria local.
Todas estas observaciones se refieren tan sólo a uno de los subclanes del clan Malasi. Los demás subclanes de tal clan, de los que yo he registrado en torno a una docena, son todos de baja alcurnia; son locales, o sea, que no han inmigrado a los territorios que actualmente ocupan; y algunos de ellos, los de Bwoytalu, pertenecen a lo que pudiera llamarse los parias, o categoría especialmente despreciable de gentes. Aunque todos ellos tienen el mismo nombre genérico, el mismo tótem y en ocasiones de ceremonia se coloquen junto a los de rango superior, los nativos consideran que pertenecen a un grupo del todo distinto.
Antes de pasar a la reinterpretación o reconstrucción histórica de estos hechos presentaré otros que se refieren a los demás clanes. El clan Lukuba es tal vez el siguiente en importancia. Entre sus subclanes se cuentan dos o tres que siguen inmediatamente en rango a los Tabalu de Omarakana. Los antepasados de estos subclanes se llaman Mwauri, Mulobwaima y Tudava, y los tres surgieron del mismo agujero principal junto a Laba'i, el agujero del que también emergieron los cuatro animales totémicos. Se trasladaron después a ciertos centros importantes de Kiriwina y de las islas vecinas de Kitava y Vakuta. Como hemos visto, de acuerdo con el principal mito de emergencia, el clan Lukuba era en un principio el de alcurnia más alta, antes de que el incidente del cerdo y el can trastocase el orden. Además, la mayoría de las personalidades o animales mitológicos pertenecen al clan Lukuba. El gran héroe mitológico de la cultura, Tudava, al que se cuenta también como antepasado en el subclán de ese nombre, es un Lukuba. La mayoría de los héroes míticos en conexión con las relaciones intertribales y con las formas ceremoniales del comercio pertenecen también al mismo clan. La mayor parte de la magia económica de la tribu es, asimismo, propiedad de gentes pertenecientes a él. En Vakuta, donde recientemente han sido dominados, si no desplazados por los Tabalu, aún pueden hacerse sentir; todavía mantienen el monopolio de la magia y, al basar su existencia en la tradición mitológica, los Lukuba aún afirman sin dudarlo su superioridad real sobre los usurpadores. Hay muchos menos subclanes de baja alcurnia entre ellos que entre los Malasi.
En cuanto a la tercera gran división totémica, esto es, los Lukwasisiga, hay que decir mucho menos por lo que a su mitología y papel cultural o histórico se refiere. En el principal mito de emergencia o bien quedan completamente de lado o su animal o personaje ancestral desempeña un papel del todo insuficiente. No cuentan en su propiedad con ninguna forma importante de magia y está sospechosamente ausente de toda referencia mitológica. El único papel importante que les es dado representar está en el gran ciclo de Tudava, en el que se hace que el ogro Dokonikan pertenezca al tótem Lukwasisiga. A este clan también pertenece el cacique del poblado de Kabwaku, que a la vez es el jefe de la región de Tilataula. Esta región estuvo siempre en una relación de hostilidad potencial con la de Kiriwina propiamente dicha y los jefes de Tilatanla eran los rivales políticos de los Tabalu, las gentes de más elevada alcurnia. De tiempo en tiempo solían sostener guerras. Fuese cual fuese el perdedor y el que hubiera de huir, la paz se restauraba siempre con una ceremonia de reconciliación y se obtenía otra vez el mismo status de relación entre ambas provincias. Los jefes de Omarakana siempre retuvieron la superioridad de rango y una suerte de control general sobre la región hostil, incluso después de haber sido ésta la victoriosa. Los jefes de Kabwaku estaban hasta cierto punto obligados a cumplir sus órdenes; y sobre todo si una pena de muerte había de ejecutarse en el pretérito, el jefe de Omarakana delegaría en su potencial enemigo para la ejecución de ésta. La superioridad legal de los jefes de Omarakana era debida a su alcurnia. Pero el poder y el miedo que inspiraban a todos los demás nativos se derivaba de la importante magia de sol y lluvia que detentaban. De este modo los miembros de un subclán de los Lukwasisiga eran los enemigos potenciales y los vasallos ejecutadores de los jefes superiores, aunque en la guerra fuesen iguales. Y ello era así porque, del mismo modo que en tiempo de paz la supremacía de los Tabalu no sería puesta en duda, en tiempo de guerra los Toliwaga de Kabwaku eran considerados generalmente como más eficientes y temibles. También se estimaba que los Lukwasisiga eran, en conjunto, una banda de malos marinos (Kulita’odila). Uno o dos subclanes más de este clan también eran de alcurnia notablemente elevada y solían casarse con frecuencia con los Tabalu de Omarakana.
El cuarto clan, esto es, los Lukulabuta, sólo incluye entre sus miembros a subclanes de rango inferior. Son el clan menos numeroso y la única magia con la que están asociados es la brujería.
Cuando pasamos a la interpretación histórica de estos mitos damos de bruces, ya desde el comienzo, con una cuestión fundamental: ¿consideraremos que los subclanes que figuran en el mito y la leyenda representan tan sólo las ramas locales de una cultura homogénea, o podemos atribuirles una significación más ambiciosa y verlos como representantes de culturas distintas, esto es, como unidades de diferentes olas migratorias? Si aceptamos la primera alternativa entonces todos los mitos, los datos históricos y los hechos sociológicos se refieren simplemente a pequeños movimientos y cambios internos, y no hay nada que añadir aparte de lo dicho ya.
Sin embargo, para sostener la hipótesis más ambiciosa sería posible argüir que la principal leyenda de emergencia pone los orígenes de los cuatro clanes en un lugar muy sugestivo. Laba'i está situado en la playa noroccidental, en la única localidad que está abierta a los marinos que habrían llegado de la dirección de los vientos monzónicos predominantes. Además, en todos los mitos, el flujo de una migración, el hilo de influencia cultural, tiene lugar de norte a sur y, generalmente, aunque con menos uniformidad, de oeste a este. Ésta es la dirección que obtenemos en el gran ciclo de los relatos de Tudava; ésta es la dirección que hallamos en los mitos migratorios; ésta es la dirección que se dibuja en las leyendas de Kula. De tal suerte resulta plausible, como suposición, el que una influencia cultural se haya extendido desde las costas norteñas del archipiélago, influencia que puede llevarse tan al este como la isla de WoodIark y tan al sur como el archipiélago de D'Entrecasteux. El elemento de conflicto que hallamos en algunos de los mitos sugiere esta hipótesis, por ejemplo, la disputa entre el cerdo y el can, entre Tudava y Dokonikan y entre el hermano antropófago y el que no lo es. Si aceptamos esta hipótesis en lo que tiene de válida, el siguiente esquema vendrá a continuación: el sustrato primitivo estaría representado por los clanes de Lukwasisiga y Lukulabuta. Este último es el primero en surgir mitológicamente, mientras que los dos son relativamente autóctonos por cuanto que no son marinos, sus comunidades habitan por lo general en el interior y su ocupación más importante es la agricultura. La actitud corrientemente hostil del principal subclán de los Lukwasisiga, esto es, los Toliwaga, hacia los que obviamente habrían sido los últimos inmigrantes, o sea, los Tabalu, también se podría encajar en esta hipótesis. Es plausible asimismo que el monstruo antropófago contra el que pelea el héroe cultural e innovador, Tudava, pertenezca al clan Lukwasisiga.
He dicho expresamente que son los subclanes y no los clanes los que es menester considerar como unidades ele migración. Pues es un hecho incontrovertible que el gran clan, que comprende cierto número de subclanes, no es sino una unidad social laxa, hendida por importantes grietas culturales. El clan Malasi, por ejemplo, incluye el subcIán de más alta alcurnia, o sea, los Tabalu, junto con los más despreciados subcIanes, los de Wabu'a y Gumsosopa de Bwoytalu. La hipótesis histórica de las unidades migratorias tendría aún que explicar la relación existente entre clan y subclán. Da en parecerme que los subclanes menores también han tenido que proceder de una migración previa y que sus asimilaciones totémicas son resultado de un proceso general de reorganización sociológica que aconteció tras la llegada de los fuertes e influyentes inmigrantes de los tipos Tudava y Tabalu.
La reconstrucción histórica requiere, en consecuencia, cierto número de hipótesis auxiliares, siendo preciso que cada una de ellas se considere plausible pero que siga siendo arbitraria; mientras que cada suposición añade un considerable elemento de incertidumbre. Toda la reconstrucción es un juego mental, absorbente y atractivo, que a menudo se le entremete de un modo espontáneo al que investiga sobre el terreno, pero que siempre queda fuera del campo de observación y la conclusión sólidas, esto es, si el investigador controla tanto su poder de observación como su sentido de la realidad. El esquema que he desarrollado arriba es uno en el que los hechos de la sociología, mito y costumbres de los trobriandeses se encajan de forma natural. Sin embargo, yo no le concedo ninguna importancia que sea seria y no creo que incluso un conocimiento muy exhaustivo de una región le permita al etnógrafo otra cosa que no sean reconstrucciones cuidadosas y tentativas. Quizás un cotejo mucho más amplio de tales esquemas podría mostrar su valor o, por el contrario, probar su completa futilidad. Tal vez sea únicamente como hipótesis de trabajo, estimuladoras de más cuidadosas y minuciosas compilaciones de leyendas, de toda la tradición y de las diferencias sociológicas, del modo según el que tales esquemas posean cierta importancia.
Por lo que concierne a la teoría sociológica de esas leyendas, la reconstrucción histórica resulta irrelevante. Sea la que sea la oculta realidad de su irregistrado pretérito, los mitos sirven para arropar ciertas contradicciones creadas por los sucesos históricos y no para un registro exacto de los mismos. Los mitos asociados con la expansión de los poderosos subclanes muestran en ciertos puntos fidelidad a la vida, pues constatan hechos que se contradicen. Los incidentes por los que tal contradicción se ve disimulada, aunque no escondida, son muy probablemente ficticios; hemos visto que ciertos mitos varían de acuerdo con la localidad en la que se narran. En otros casos los incidentes apuntalan títulos y derechos que son inexistentes.
La consideración histórica del mito es interesante, en consecuencia, por cuanto que muestra que el mito, tomado como un todo, no puede ser historia puramente desapasionada, puesto que siempre está hecho ad hoc para cumplir alguna función sociológica, para glorificar a un cierto grupo o para justificar un estado de cosas anómalo. Estas consideraciones nos muestran también que, para la mente del nativo, la historia inmediata, la leyenda semihistórica y el mito en estado puro se interpenetran, forman una secuencia continua y, de hecho, Cumplen cada uno la misma función sociológica.
Y esto nos lleva otra vez a nuestra afirmación primera, o sea, que lo que verdaderamente importa en el mito es su carácter de viva realidad retrospectiva y siempre presente. Para el nativo no es ni un relato ficticio ni una descripción de un pasado muerto; es una constatación de una realidad mayor que aún está parcialmente viva. Está viva en el sentido de que su precedente, su ley, su moral, todavía rigen la vida social de los salvajes. Está claro que el mito funciona de manera primordial allí donde existe una fuerza sociológica, como en asuntos de gran diferencia de alcurnia y poder, de prioridad y subordinación e incuestionablemente allí donde han acontecido cambios históricos profundos. Esto es lo que puede afirmarse como un hecho, aunque siempre haya que dudar hasta qué punto puede llevarse a cabo una reconstrucción histórica del mito.
Ciertamente, podemos descartar todas las interpretaciones explicativas o simbólicas de estos mitos de origen. Los personajes y los seres que en ellos hallamos son los que parecen ser en su superficie y no símbolos de realidades escondidas. En cuanto a la función explicativa de tales mitos, permítasenos decir que no cubren ningún problema, ni satisfacen ninguna curiosidad, ni contienen teoría alguna.

III. Los mitos de muerte y del ciclo periódico de la vida
En ciertas versiones de los mitos de origen, la existencia de la vida o humanidad en el subsuelo se compara con la existencia de los espíritus humanos tras la muerte, en el presente mundo de los espíritus. De esta forma se lleva a cabo una aproximación mitológica entre el pasado primordial y el destino inmediato de cada hombre, otro de los nexos con la vida que nos parece muy importante en la comprensión de la psicología y del valor cultural del mito.
El paralelismo entre la existencia originaria y la espiritual puede llevarse incluso más lejos. Los fantasmas de los difuntos se van tras la muerte a la isla de Tuma. Allí penetran en la tierra por un agujero especial, o sea, un tipo de procedimiento opuesto al de la emergencia originaria. Aún más importante es el hecho de que tras un lapso de existencia espiritual en Tuma, o sea, en el mundo del más allá, el individuo envejece, su cabello se torna blanco y su piel se llena de arrugas, y ha de rejuvenecer mudando la piel. Los seres humanos también lo hacían en los tiempos originarios del pretérito, cuando moraban en el subsuelo. Al principio, cuando vinieron a la superficie, aún no habían perdido esa facultad; hombres y mujeres podían vivir eternamente jóvenes.
Sin embargo, quedaron desprovistos de esa propiedad merced a un incidente en apariencia trivial, pero importante y funesto. Vivía una vez en un poblado de Bwadela una anciana que residía con su hija y su nieta: tres generaciones de auténtica filiación matrilineal. Abuela y nieta fueron un día a bañarse en una calita que la marea había llenado. La niña se quedó en la orilla mientras que la anciana se alejó a cierta distancia y desapareció de su vista. Mudó allí la piel que, arrastrada por la corriente de la marea, fue flotando por el agua hasta que se quedó enredada en un arbusto. Transformada en una jovencita, la anciana volvió junto a su nieta. Ésta no la reconoció, asustóse y le pidió que se marchase. La anciana, mortificada y encolerizada, volvió al lugar en el que se había bañado, buscó su antigua piel, se la puso de nuevo y regresó junto a la nieta, que la reconoció esta vez y la saludó de esta suerte: «Ha venido una muchacha; me asusté y le ordené que se marchase». La abuela replicó: «Nó, es que no quisiste reconocerme. Está bien, tú te volverás vieja y yo me moriré». Volvieron a la casa en donde la hija estaba preparando la comida. Díjole la anciana a ésta: «Me fui a bañar, la marca arrancó mi piel, tu hija no me reconoció y me ordenó que me marchase. Yo no mudaré mi piel. Todos envejeceremos y moriremos después».
Después de esto los hombres perdieron el poder de mudar la piel y de seguir siendo jóvenes. Los únicos que aún detentan tal facultad son los «animales de abajo» ─serpientes, cangrejos, iguanas y lagartos─: esto es así porque los hombres vivieron una vez bajo la tierra. Estos animales surgieron del subsuelo y todavía mudan sus pieles. De haber vivido los hombres por encima, los «animales de arriba» ─los pájaros, los murciélagos bermejizos y los insectos─ también mudarían la piel y renovarían su Juventud.
Aquí termina el mito tal como se narra normalmente. En ocasiones los nativos añadirán otros comentarios, trazando paralelos entre los espíritus y la humanidad primitiva; en ocasiones harán hincapié en el tema de la regeneración de los reptiles; en ocasiones contarán tan sólo el puro incidente de la piel perdida. El relato es, en sí mismo, trivial y baladí, y así le parecería a cualquiera que no lo estudiara en el contexto de las distintas ideas, costumbres y ritos asociados con la vida y la muerte. Es obvio que el mito no es sino la creencia, desarrollada y dramatizada, en el anterior poder de rejuvenecimiento de los seres humanos y en su consiguiente pérdida.
De esta manera, a causa del conflicto entre abuela y nieta, los seres humanos, todos y cada uno, tuvieron que someterse a los procesos de decaimiento y debilidad que comporta la vejez. Esto, sin embargo, no incluía la total incidencia del inexorable destino que es propiedad del hombre, porque la vejez, la ruina del cuerpo y la debilidad no significan la muerte del cuerpo para los nativos. Para comprender el ciclo completo de sus creencias es preciso estudiar los factores de enfermedad, decaimiento y muerte. El nativo de las Trobriand es decididamente un optimista en su actitud hacia la salud y la enfermedad. La fuerza, el vigor y la perfección del cuerpo son para él un estado de cosas natural que sólo un incidente o una causa sobrenatural pueden afectar o destruir. Pequeños accidentes como el cansancio excesivo, una insolación, el empacho o el desabrigo pueden causar trastornos temporales y menores. Una jabalina en la batalla, el veneno o la caída de una roca o un árbol pueden lisiar o matar a un hombre. Ahora bien, para el nativo siempre será una cuestión a debatir si tales accidentes, u otros, como perecer ahogado o por el ataque del tiburón o el cocodrilo, están del todo libres de brujería. Pero no dudará un punto sobre que toda enfermedad seria y ante todo mortal, es debida a distintas formas o mediaciones de aquélla. La más usual en este contexto es la que practican los hechiceros que pueden producir por medio de conjuros y ritos un número de trastornos que cubren todo el cuerpo de la patología ordinaria, con la excepción de las epidemias y enfermedades muy rápidas y fulminantes.
La fuente de la brujería se busca siempre en alguna influencia que viene del sur. Existen dos hogares de las Trobriand de los que se afirma que la brujería tiene en ellos su origen o, por mejor decir, que ha llegado a éstos desde el archipiélago de D'Entrecasteux. Uno de ellos es el bosquecillo de Lawaywo, entre los poblados de Ba'u y Bywotalu, y el otro en la isla meridional de Vakuta. Ambas regiones se consideran todavía como los centros más temibles de la brujería.
La región de Bywotalu ocupa una posición social especialmente baja en la isla, con todo y estar habitada por los mejores tallistas de madera, los trenzadores de fibra más expertos y los comedores de abominaciones tales como la pastinaca y el cerdo salvaje. Estos nativos han sido endógamos por largo tiempo y probablemente representan el sustrato más antiguo de la cultura indígena de esa isla. Un cangrejo fue quien les trajo la brujería desde el archipiélago meridional. Unas veces se dice que ese animal surgió de un agujero en el bosquecillo de Lawaywo y otras que cayó en aquel lugar después de venir por los aires. Por aquel tiempo un hombre y un perro salieron en una ronda. El cangrejo era rojo, puesto que tenía brujería dentro de si. Lo vio el perro e intentó morderlo. Entonces el cangrejo mató al can y, tras hacer esto, procedió a acabar con el hombre. Pero al verle sintió pena, «se removió su vientre», y le devolvió a la vida. Ofrecióle el hombre a su asesino y salvador una importante recompensa, un pokala, y rogó al crustáceo que le hiciera donación de su magia. Así lo hizo. El hombre usó inmediatamente de su brujería para matar al cangrejo, su benefactor. A continuación procedió a matar, de acuerdo con una regla observada o que se cree que se observa desde entonces, a un pariente cercano del lado materno, tras de lo cual quedó en completa posesión de la brujería. Los cangrejos son negros ahora porque la magia los ha abandonado, pero, a pesar de ello, tardan en morirse, puesto que en un tiempo fueron los señores de vida y muerte.
En la isla meridional de Vakuta se narra un tipo semejante de mito. Cuentan de qué manera un ser maligno, de forma, pero no de naturaleza humana, se introdujo en una caña de bambú en algún sitio de la costa norte de la isla del Normanby. Tal caña de bambú fue arrastrada hacia el norte por la corriente hasta que llegó a tierra en el promontorio de Yayvan o Vakuta. Un hombre del vecino poblado de Kwadagita oyó una voz procedente del bambú y dio en abrirlo. Salió el demonio y le instruyó en la brujería. Éste, de acuerdo con los informadores del sur, fue el auténtico origen de la magia negra, la cual pasó a la región de Ba'u, en Bywotalu, desde Vakuta y no directamente desde los archipiélagos meridionales. Otra versión de la tradición de Vakuta mantiene que el Tauva'u llegó allí no en un bambú, sino de otra manera más impresionarte. En Sewatupa, en la costa norte de la isla de Normanby, se alzaba un gran árbol en el que vivían muchos de esos seres malignos. Fue cortado y cayó al mar, de modo que mientras su base seguía estando en Normanby el tronco y las ramas cruzaron el océano y la copa llegó a Vakuta. Por eso la brujería está más extendida en el archipiélago meridional; el mar que medía está lleno de peces que viven en las ramas del árbol, y el lugar desde el que se expansionó la brujería por las Trobriand es la playa sureña de Vakuta. Porque en la copa del árbol estaban tres seres malignos, una hembra y dos machos, y ellos proporcionaron la magia a los habitantes de esa isla.
En estos relatos míticos no tenemos sino un eslabón de la cadena de creencias que rodea el destino final de los seres humanos. Los incidentes míticos pueden entenderse y su importancia ser tomada en cuenta únicamente al ponerlos en relación con todas las creencias acerca del poder y la naturaleza de la brujería y con los sentimientos y aprehensiones que a ella se refieren. Las consejas explícitas sobre el advenimiento de la brujería no agotan ni explican completamente todos los peligros sobrenaturales. Las enfermedades y la muerte rápidas e imprevistas, están causadas, en la creencia de los nativos, no por los hechiceros, sino por unas brujas volantes que se comportan de manera distinta y que están dotadas de un carácter más sobrenatural. No logré encontrar ningún mito inicial sobre los orígenes de este tipo de brujería. Por otro lado, la naturaleza y los procedimientos de estas brujas están rodeados por un ciclo de creencias que forman lo que pudiera llamarse un mito permanente o en uso. No lo repetiré aquí con detalle porque ya di de él una descripción completa en mi libro Los argonautas del Pacífico occidental. Pero es importante advertir aquí que el halo de poderes sobrenaturales que rodea a las personas de las que se cree que son brujas, da lugar a un continuo flujo de relatos. Tales consejas pueden ser consideradas como mitos menores, creados por esa fuerte creencia en los poderes sobrenaturales. Relatos semejantes se cuentan también de los hechiceros varones, los bwaga’u.
Finalmente, las epidemias se adscriben a la acción directa de los espíritus malignos o tauva’u, quienes, como hemos visto, son con frecuencia considerados, mitológicamente, como la fuente de la brujería. Estos seres malignos tienen una morada permanente en el sur. De vez en cuando emigran al archipiélago de las Trobriand e, invisibles a los humanos ordinarios, caminan de noche por los poblados haciendo sonar sus calabazas de caliza y sus espadas de madera. Dondequiera que se oye el sonido, el miedo invade a los habitantes porque aquellos a los que golpean con las espadas de madera perecen y tal invasión está siempre asociada con la muerte en masa. Leria, la enfermedad epidémica, se declara entonces en los poblados. Los espíritus malignos se transforman a veces en reptiles y entonces se tornan visibles a los ojos humanos. No siempre es fácil distinguir tales reptiles a simple vista, pero es muy importante hacerlo porque un tauva’u que ha sido herido o que ha recibido malos tratos se venga con la muerte.
Aquí también, en torno a este mito vigente, entorno a este relato doméstico de un suceso que no se coloca en el pasado, pero que a pesar de ello acontece, se tejen innumerables narraciones concretas. Algunas de ellas incluso ocurrieron estando yo en las Trobriand; en una ocasión estalló una severa disentería y el primer brote de lo que probablemente era la gripe española de 1918. Muchos nativos dijeron que habían oído a los tauva'u. Se vio un lagarto gigante en Wawela; el hombre que lo mató murió poco después y la epidemia estalló en el poblado. Mientras estaba yo en Oburacu y la enfermedad era general allí, un auténtico tauva’u fue visto por la tripulación de la canoa en la que yo remaba; una gran serpiente multicolor apareció en un mangle, pero se escabulló misteriosamente según nos acercábamos. Sólo a causa de mi miopía y quizá también de mi ignorancia acerca del modo en que se buscan los tauva’u no conseguí presenciar tal milagro por mí mismo. Estos relatos y otros similares pueden obtenerse a centenares entre los nativos de todas las localidades. Un reptil de ese tipo habrá de ser erigido en un elevado pedestal y será preciso colocar objetos de valor frente a él; y los nativos me han asegurado que esto se hace con frecuencia, aunque yo nunca he podido presenciarlo en persona. Además, se dice que cierto número de brujas yacen con los tauva’u y se afirmaba positivamente esto de una que aún esta viva.
Vemos cómo, en el caso de esta creencia, se están generando constantemente mitos menores a partir de la gran narración esquemática. De esta suerte y tocante a todas las formas de enfermedad y muerte, el credo, junto con los relatos explicativos que cubren alguna de sus partes y los pequeños sucesos sobrenaturales concretos que constantemente van registrando los nativos, constituye un todo orgánico. Es obvio que estas creencias no son ni una explicación ni una teoría. Por una parte, constituyen el todo completo de las culturales, porque no sólo se cree en la práctica de la brujería, sino que de hecho la brujería, al menos en su forma masculina, se practica. Por otro lado, el complejo que discutimos cubre el total de las reacciones pragmáticas del hombre hacia la enfermedad y la muerte; expresa sus emociones y sus presentimientos o influye en su conducta. También aquí nos parece que la naturaleza del mito está muy lejos de ser una mera explicación intelectual.
Ahora estamos en plena posesión de las ideas del nativo sobre los factores que en el pasado acabaron con el poder que el hombre detentaba para rejuvenecerse y que en el presente acaban con su propia existencia. La relación, sea dicho a propósito, es sólo indirecta. Los nativos creen que aunque cualquier forma de brujería puede alcanzar a un niño, a un joven o a un hombre en lo mejor de su vida, así como a los de edad, los ancianos son con todo los más fácilmente afectados. Así la pérdida del rejuvenecer al menos le preparó el terreno a la brujería.
Sin embargo, aunque hubo un tiempo en el que las gentes envejecían y fallecían, convirtiéndose en espíritus, con todo, el caso era que seguía viviendo en los poblados con los aún vivos; incluso ahora se colocan en torno a las viviendas cuando regresan al poblado en la celebración anual de milamala. Pero un buen día el espíritu de una anciana que vivía con los suyos se agazapó debajo del entablado de la litera. Su hija, que estaba distribuyendo el alimento a los miembros de la familia, dio en derramar un poco de caldo de la taza de coco y quemó al espíritu, quien reconvino y riñó a su hija. Ésta replicó: «Pensaba que te habías ido y que sólo ibas a volver una vez al año, durante los milamala». Los sentimientos del espíritu resultaron heridos y éste le respondió: «Me iré a Tuma y allí viviré bajo tierra». Tomó entonces un coco, lo cortó en dos partes, guardó la que tiene tres ojos, y entregó la otra a su hija. «Te doy la mitad que está ciega, así que no me verás. Me llevo la mitad que tiene ojos y yo te veré a ti cuando vuelva con los demás espíritus.» Ésta es la razón por la que los espíritus, aunque ellos pueden ver a los seres humanos, son invisibles.
Este mito contiene una referencia a la fiesta estacional de los milamala, esto es, el período en el que los espíritus retornan a sus poblados mientras las celebraciones festivas tienen lugar. Un mito más explícito nos explica cómo se instituyeron los milamala. Una mujer de Kitava falleció dejando a una hija encinta. Nació un niño, pero su madre no tenía bastante leche para alimentarle. Como un hombre se moría en una isla vecina la mujer le pidió que transmitiera un mensaje a la madre de ella que moraba en el país de los espíritus, de modo que la difunta pudiera traer comida para su nieto. El espíritu de la mujer llenó su cesto con la comida de los espíritus y retornó clamando lo que sigue: «¿De quién es la comida que traigo? Es de mi nieto, a quien voy a dársela; yo voy a llevarle su alimento». Llegó a Bomagema en la isla de Kitava y dejó el alimento en la playa. Habló así a su hija: «Te traigo la comida; el hombre me dijo que había de traerla. Pero estoy débil; temo que piensen que soy una bruja». A continuación tostó uno de los ñames y se lo dio a su nieto. Se fue al matorral y plantó un huerto para su hija. Pero cuando volvía ésta se asustó porque el espíritu parecía una hechicera. Le ordenó entonces que se marchara, diciendo: «Vuelve a Tuma, al país de los espíritus; las gentes dirán que eres una bruja». El espíritu de la madre protestó: «¿Por qué me echas? Yo pensaba que estaría contigo y plantaría huertos para mi nieto». La hija replicó tan sólo: «Vete, regresa a Tuma». La anciana tomó entonces un coco, lo partió en dos mitades, entregó la parte ciega a su hija y guardó la que tiene ojos para sí. Le dijo que una vez al año volvería con otros espíritus durante la fiesta de los milamala y que vería a la gente de los poblados sin ser vista por ellos. Y así es como la fiesta anual se convirtió en lo que ahora es.
Para comprender estos relatos mitológicos es necesario cotejarlos con la creencia de los nativos sobre el mundo de los espíritus, con sus prácticas en el tiempo de los milamala y con las relaciones entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos tal como existe en las formas salvajes de espiritismo. Todo espíritu, tras la muerte, viaja al mundo del más allá situado en Tuma. A la entrada encontrará a Topileta, el guardián del mundo de los espíritus. El recién llegado le entrega algún objeto de valor, parte espiritual de aquellos otros con los que estuvo ataviado en su lecho de muerte. Al llegar al lugar donde se encuentran los demás espíritus será recibido por sus amigos y parientes muertos y les traerá noticias del mundo de los vivientes. Entonces se establece en la vida espiritual, que es semejante a la existencia terrestre aunque en algunas ocasiones su descripción se vea coloreada por esperanzas y deseos, y convertida en una suerte de auténtico Paraíso. Pero incluso los nativos que la describen de esta forma jamás sienten precipitación alguna por llegar a ella.
La comunicación entre los espíritus y los vivos se lleva a cabo de varias maneras. Muchas gentes han visto espíritus de sus parientes y amigos muertos, sobre todo en la isla de Tuma o en sus proximidades. También existen ahora, y parecen haber existido desde tiempo inmemorial, mujeres y hombres que realizan, sea en trances o durante el sueño, expediciones al mundo del más allá. Toman parte en la vida de los espíritus y traen y llevan mensajes ¡importantes e información. Ante todo, siempre están listos para llevar regalos en forma de comida u objetos de valor de los vivos a los espíritus. Tales gentes persuaden a otros hombres y mujeres de la realidad de aquel mundo. Asimismo confortan sobremanera a los vivos, que siempre están ansiosos por recibir noticias de los fallecidos a los que aman.
Los espíritus vuelven a sus poblados, desde Tuma, en la fiesta anual de los milamala. Se les erige una plataforma especialmente alta, de modo que se sienten en ella y desde la que puedan presenciar las acciones y festejos de sus hermanos. Se celebran grandes exposiciones de comida para alegrar sus corazones, así como los de los ciudadanos vivos de la comunidad. Durante el día se colocan objetos de valor sobre mástiles alzados frente a la cabaña del cacique y de otros personajes. Para salvaguardar a los espíritus de males el poblado ha de observar cierto número de tabúes. No deben derramarse fluidos calientes, porque los espíritus, como la anciana del mito, podrían abrasarse. Ningún nativo ha de sentarse, cortar leña en el poblado, jugar con lanzas y bastones o arrojar venablos, por miedo a herir a un Baloma, o sea, a un espíritu. Los espíritus, además, manifiestan su presencia por medio de signos ya desagradables ya placenteros, y también expresan su insatisfacción o disgusto. Un ligero displacer es manifestado, en ocasiones, por un olor ofensivo, un mal humor de carácter más serio por circunstancias climáticas adversas, accidentes, o daños de la propiedad. En tales ocasiones ─así como cuando un medium importante ha entrado en trance o alguien está agonizando─ el espíritu parece estar muy cerca y ser en extremo real para los nativos. Está claro que el mito encaja en estas creencias como parte integrante suya. Hay un paralelo directo y, cercano entre, por un lado, las relaciones del hombre con el espíritu, tal como se expresan en las creencias y experiencias religiosas del presente, y por otro, los distintos incidentes del mito. También aquí podemos considerar que éste constituye el más alejado telón de fondo de una perspectiva siempre continua que va desde las preocupaciones personales de un individuo, penas y temores por un lado a través de las concreciones consuetudinarias del credo, y de los muchos casos concretos narrados por la experiencia personal y la memoria de las generaciones pasadas, hasta la época en que se imagina que un hecho similar ha ocurrido por primera vez.
He presentado los hechos y contado los mitos de una manera que implica la existencia de un esquema extenso y coherente de creencias. Está claro que este esquema no existe en forma explícita alguna en el folklore de los nativos. Pero corresponde a una realidad cultural definida, puesto que todas las manifestaciones concretas de las creencias, sentimientos y presentimientos de los indígenas con referencia a la muerte y al más allá se conjuntan y constituyen así una gran unidad orgánica. Los distintos relatos e ideas que acabamos de describir de forma sumaria se interpenetran unos en los otros y los nativos descubren de manera espontánea sus paralelismos y conexiones. Los mitos, las creencias religiosas y las experiencias en relación con los espíritus y lo sobrenatural son de hecho parte del mismo tema; la correspondiente actitud pragmática se expresa en el comportamiento merced a los intentos por comunicarse en el mundo del más allá, Los mitos no son sino parte de un todo orgánico; son un explícito desarrollo, en forma de narración, de ciertos puntos fundamentales del credo de los nativos. Cuando examinamos los temas sobre los que de ese modo se han tramado los relatos, hallamos que todos ellos se refieren a lo que podrían llamarse las verdades especialmente displacenteras o negativas: la pérdida del poder de rejuvenecer, el ataque de la enfermedad, la muerte por brujería, el cese de toda comunicación permanente entre los hombres y los espíritus al retirarse éstos y, por último, la comunicación parcial con ellos restablecida. Vernos también que los mitos de este ciclo son más dramáticos y, que también constituyen una descripción más consecutiva, aunque más compleja, que lo que era el caso con los mitos de origen. Sin entrar en profundidades pienso que ello se debe a una referencia metafísica más honda, o, dicho de otro modo, a la atracción fuertemente emotiva que comportan los relatos referidos al destino de los hombres, en cuanto que los comparemos a formulaciones o cartas de validez sociológicas.
En todo caso, vemos que el punto en el que el mito entra en estos temas no ha de explicarse por ninguna gran dosis de curiosidad ni por ningún carácter problemático, sino, contrariamente, por su coloración emotiva y por su importancia pragmática. Hemos hallado que las ideas elaboradas por el mito y trabadas en su narrativa son especialmente dolorosas. En uno de los relatos, el de la institución de los milamala y del retorno periódico de los espíritus, son los tabúes observados para con ellos y la conducta ceremonial del hombre los que están en cuestión. Los temas que los mitos desarrollan están ya bastante claros por sí mismos; no se precisa «explicarlos» y el mito, ni siquiera parcialmente, no cumple esa misión. Lo que de verdad hace es transformar un presentimiento emotivamente abrumador detrás del que, incluso para un salvaje, campea la idea de una fatalidad inevitable e inmisericorde. El mito presenta, ante todo, una clara comprensión de esta idea. En segundo lugar, hace descender una vaga pero enorme aprehensión al pleno de la realidad trivial y doméstica. El ansiado poder de la eterna juventud y de la facultad de rejuvenecer que proporciona inmunidad frente a la decrepitud y los años, fue perdido por un nimio accidente que una mujer o un niño podrían evitar. La separación del ser que amamos tras el óbito se concibe como debida al descuidado ofrecimiento de un coco y a una pequeña discusión. También la enfermedad está concebida como algo que surgió de un animalito y que se originó merced al encuentro de un cangrejo, un hombre y un can. Los elementos del error humano, de la culpa y del infortunio asumen grandes proporciones. Los elementos del hado, del destino y de lo inevitable son, por otro lado, rebajados a la dimensión de las equivocaciones humanas.
Para comprender esto tal vez esté bien que advirtamos que, en su actitud emotiva real hacia la muerte, ya sea la suya o la de los que ama, el nativo no se guíe del todo por sus creencias e ideas mitológicas. Su intenso miedo de morir, su fuerte deseo de posponer tal trance y su profunda tristeza ante la partida de sus parientes queridos desmienten su credo optimista y ese estar al alcance de la mano del más allá que es inherente a las costumbres, ideas y ritual de los nativos. Una vez que la muerte ha tenido lugar, o cuando ésta se aproxima, no se confunde la oscura divisoria de una fe tambaleante. En varias conversaciones con indígenas gravemente enfermos y en especial con mi amigo tuberculoso Bagido’u, sentí, aunque estuviera a medio expresar y, toscamente formulada, la misma tristeza melancólica ante el paso de la vida y de todo lo bueno que hay en ella, el mismo terror ante su fin inevitable y la misma pregunta sobre si tal término iba a alejarse indefinidamente o, cuando menos, posponerse por algunos días más. Pero también a veces esas mismas gentes se aferraban a la esperanza que les proporcionaba su credo y cubrían, con la vívida textura de sus mitos, relatos y creencias sobre el mundo de los espíritus, el vasto vacío emocional que se abría frente a ellos.
IV. Mitos de magia
Tratemos ahora con más detalle otra clase de relatos míticos, a saber, los relacionados con la magia. La magia, desde muchos puntos de vista, es el más importante y misterioso aspecto de la actitud pragmática que el salvaje tiene para con la realidad. Constituye uno de los problemas que ocupan ahora los intereses más vivos y más dados a la discusión de los antropólogos. Sir James Frazer constituyó los cimientos de este estudio, a la vez que edificó, sobre ellos, la fábrica magnífica de su famosa teoría de la magia.
La magia desempeña en el noroeste de Melanesia un papel tan importante que incluso un observador superficial advertiría luego su inmenso poder. Su incidencia, con todo, no está muy clara a primera vista. Aunque parece manifestarse en todas partes, existen sin embargo ciertas actividades altamente importantes y vitales de las que la magia se halla manifiestamente ausente.
Ningún nativo plantaría un huerto de ñame o taro sin contar con la magia. Y sin embargo, está ausente de otros tipos importantes de plantación, como los cocoteros, el cultivo de los plátanos, los mangos y los frutos de pan. La pesca, actividad económica que ocupa sólo un segundo puesto en importancia, tras la agricultura, posee en algunas, de sus formas una magia sumamente importante y desarrollada. Así la pesca de peces tan peligrosos como el tiburón o la captura del incierto kalala o del to'ulam están saturados de magia. El método de pescar con veneno, igualmente vital pero fácil y seguro, no comporta magia alguna. En la construcción de la piragua ─una empresa que está rodeada de dificultades técnicas, que precisa de trabajo organizado y que apunta a un quehacer siempre peligroso─ el ritual es complejo, está profundamente asociado con la misma tarea y se considera que es absolutamente indispensable. En la construcción de cabañas, que técnicamente tiene la misma dificultad que cualquier otra ocupación, pero que no comporta ni azar ni peligro, ni tampoco esas complejas formas de organización que requiere la piragua, no existe magia alguna que esté asociada a ella. La talla de madera, actividad industrial de la mayor importancia, se practica en ciertas comunidades cual si fuese el oficio de todos, aprendido ya desde la infancia y ocupando a cada miembro. En estas comunidades no existe magia alguna referida a la talla. Un tipo diferente de escultura artística en marfil y maderas duras, practicadas por gentes de toda la región con especial habilidad técnica y artística, posee, por el contrario, su propia magia, la cual está considerada como la mejor fuente de inspiración y buen hacer. En el comercio, una forma ceremonial de intercambio conocida con el nombre de Kula está rodeada por una importante magia ritual; mientras que, por el contrario, ciertos trueques menores de naturaleza puramente comercial no tienen magia alguna. Quehaceres como la guerra y el amor, así como ciertas fuerzas del destino y la naturaleza, cual la enfermedad, el viento y el clima, están en la creencia de los nativos completamente gobernadas por poderes mágicos.
Incluso un examen tan rápido como éste nos conduce a una importante generalización que va a servirnos como un conveniente punto de partida. Hallamos la magia allí donde los elementos de azar y accidente y el juego de emociones entre la esperanza y el temor ocupan un lugar amplio y extenso. No encontraremos magia donde los logros están asegurados, donde puede contarse con ellos y se sitúan bajo el control de métodos racionales y de procesos tecnológicos. Además, la magia existe donde el elemento de peligro está de manifiesto. No la encontraremos allí donde una absoluta seguridad elimina todo elemento de aprehensión. Éste es el factor psicológico. Pero la magia es un elemento activo y cumple otra función social determinada e importante. Como he intentado poner a las claras en otro lugar, la magia es un elemento activo en la organización del trabajo y en su disposición sistemática. También proporciona el principal poder controlador en los afanes de la caza. Por consiguiente, la íntegra función cultural de la magia consiste en un colmar vacíos e ineficiencias en actividades que, aparte de ser altamente importantes, no son del todo dominio del hombre. Para lograr tal fin la magia le proporciona al primitivo una firme creencia en su poder de salir con éxito, y, además, una técnica mental y pragmática definida allí donde sus medios le fallan. De este modo encapacita al hombre a llevar a cabo con confianza las más vitales tareas, a mantener su presencia de ánimo y su integridad mental en circunstancias que, sin la ayuda de aquélla, le desmoralizarían en la desesperación y en la angustia, el miedo y el odio, el amor incorrespondido y la aversión impotente.
La magia es, de este modo, afín de la ciencia en que siempre cuenta con fines definidos que están últimamente asociados a los destinos, necesidades y quehaceres de los hombres. El arte de la magia se dirige a la consecución de fines prácticos; como cualquier otro arte u oficio tendrá que estar gobernado por una teoría y por un sistema de principios que dictan el modo según el cual un acto ha de realizarse para que resulte efectivo. De tal suerte, magia y ciencia muestran cierto número de similitudes y podemos, con sir James Frazer, decir con propiedad que la magia es una pseudociencia.
Examinemos ahora más de cerca la naturaleza del arte mágico. La magia, en todas sus formas, se compone de tres ingredientes esenciales. En su celebración entran siempre en juego ciertas palabras habladas o cantadas; ciertas acciones ceremoniales se llevan a efecto siempre; y siempre hay un ministro que oficia la ceremonia. Por consiguiente, al analizar la naturaleza de la magia es menester distinguir entre la fórmula, el ritual y la calidad del oficiante. Puede decirse de seguido que, en la parte de Melanesia de que nos ocupamos, el hechizo es, con mucho, el más importante de los constituyentes de la magia. Para los nativos, conocer la magia significa conocer el hechizo, y en todo acto de brujería el ritual se centra en la pronunciación de éste. El rito y la competencia del oficiante son tan sólo factores condicionantes que sirven a la concreta conservación y celebración del hechizo. Esto es muy importante desde el punto de vista de nuestro presente examen, puesto que el hechizo mágico está en íntima relación con el saber tradicional y, más primordialmente, con la mitología.
En el caso de prácticamente todos los tipos de magia hallamos algún relato que da cuenta de su existencia. Tal relato nos narra cuándo y dónde entró en poder del hombre una particular fórmula mágica, cómo se convirtió ésta en propiedad de un grupo local y cómo fue pasando de uno a otro. La magia nunca se «originó», y jamás fue creada o inventada. Simplemente, toda la magia existía ya desde el principio, como un esencial añadido a aquellas cosas y procesos que interesan vitalmente al hombre y que, sin embargo, eluden los esfuerzos de su razón. El hechizo, el rito y el objeto que éstos gobiernan son, los tres; coevos.
De esta suerte la esencia de la magia consiste en su integridad tradicional. La magia sólo puede ser eficiente si se ha transmitido de una generación a otra sin falta ni pérdida, hasta llegar al presente desde los tiempos primigenios. Por consiguiente, la magia tiene menester de un árbol genealógico, o sea, de una clase de pasaporte tradicional en su viaje por el tiempo. El mito de magia cubre tal necesidad. La manera según la cual éste dota de dignidad y validez a la celebración de aquélla y por la que se funde con la creencia en su eficacia será ilustrada mejor con un ejemplo concreto.
Como sabemos, el amor y las atracciones del otro sexo desempeñan un papel importante en la vida de estos melanesios. Como muchas otras razas de los Mares del Sur, éstos son muy libres y ligeros en su comportamiento, especialmente antes del matrimonio. El adulterio, sin embargo, es un delito punible y las relaciones con el mismo clan totémico están estrictamente prohibidas. Pero el más grave de los crímenes, a los ojos de los nativos, es cualquier forma de incesto. Incluso la sola idea de tal delito entre hermano y hermana los llena de horror. Los dos hermanos, unidos por la más íntima de las parentelas en esta sociedad matriarcal no pueden ni siquiera conversar libremente, jamás habrán de bromear ni sonreírse y cualquier alusión a uno de ellos en presencia del otro está considerada como una muestra de extremo mal gusto. Sin embargo, fuera del clan, la libertad es grande y los afanes amorosos constituyen una variedad de formas interesantes y aun atractivas.
Los salvajes creen que toda la atracción sexual o todo poder de seducción reside en la magia amorosa. La tal está considerada como fundamentada en un suceso trágico acontecido en el pasado y que narra un dramático y extraño mito de incesto entre hermano y hermana, mito al que sólo con brevedad puedo referirme aquí. Estos dos jóvenes vivían con su madre en un poblado y la muchacha inhaló por casualidad una fuerte poción amatoria que su hermano había preparado para otra persona. Loca de pasión dio en perseguirle y le sedujo en la soledad de una playa. Abrumados de vergüenza y de remordimiento los dos jóvenes dejaron de comer y beber, de modo que se murieron juntos en una gruta. Una hierba aromática creció por sus esqueletos enlazados y tal hierba forma hoy el más poderoso ingrediente de las sustancias que se combinan en la magia de amor.
Puede decirse que el mito de magia justifica, incluso más que en el caso con los demás tipos de mito salvaje, las pretensiones sociológicas del que lo detenta, modela el ritual y respalda la verdad del credo al proporcionar el modelo de consiguientes confirmaciones milagrosas.
Nuestro descubrimiento de esta función del mito mágico concuerda en todo con la brillante teoría sobre los orígenes del poder y la realeza que ha desarrollado sir James Frazer en las primeras partes de La rama dorada. De acuerdo con él, los comienzos de la supremacía social se deben primariamente a la magia. Al mostrar de qué modo la eficacia de ésta se asocia con los derechos locales, la afiliación sociológica y el linaje directo, hemos podido forjar un eslabón más de la cadena de causas que conectan la tradición, la magia y el poder social.


V. Conclusión
A lo largo de esta exposición he intentado probar que el mito es, ante todo, una fuerza cultural, pero que no sólo es eso. Resulta obvio que también es un relato, y así posee su aspecto literario, aspecto que la mayoría de los estudiosos han acentuado indebidamente pero que, a pesar de todo, no debería descuidarse de forma completa. Tiene el mito gérmenes de lo que será la épica futura, la novela y la tragedia, pero en estas producciones fue el género creativo de los pueblos y el arte consciente de la civilización quienes dieron en usarlo. Hemos visto que algunos mitos no son sino afirmaciones sucintas y secas que a duras penas poseen nexo alguno y que carecen de incidentes dramáticos; otros, como el mito de amor o el de la magia de las piraguas y la navegación marina, son eminentemente relatos dramáticos. De permitirlo el espacio, repetiría aquí la elaborada y larga saga del héroe cultural Tudava, quien acaba con un ogro, venga a su madre o ejecuta una serie de tareas culturales. Comparando tales relatos resultaría posible mostrar por qué el mito se presta, en alguna de sus formas, a una elaboración literaria ulterior y por qué otras formas son artísticamente estériles. La mera preponderancia sociológica, el título legal y la vindicación del linaje y derechos locales no van muy lejos en el reino de las emociones humanas y, por consiguiente, carecen de los elementos del valor literario. Las creencias, ya mágicas o religiosas, están por el contrario íntimamente asociadas con los más profundos deseos del hombre, con sus temores y esperanzas, con sus pasiones y sus sentimientos. Los mitos de amor y de muerte, los relatos de la pérdida de la inmortalidad, del tránsito de la Edad Dorada y de la expulsión del Paraíso, los mitos del incesto y de brujería, juegan con los mismos elementos que entrarán después en las formas artísticas de la tragedia, la lírica y la narrativa romántica. Nuestra teoría, la teoría de la función cultural del mito, al explicar su relación íntima con la creencia y mostrar la cercana relación existente entre tradición y ritual, nos ayudaría a profundizar nuestra comprensión de la posibilidad literaria del relato salvaje. Pero tal tema, aunque de suyo es fascinante, no puede ya ser elaborado aquí.
En las observaciones con las que abrirnos nuestra exposición desechamos y quitamos crédito a dos teorías en boga sobre el mito: la opinión de que éste es una traducción poética de fenómenos naturales y la doctrina de Audrew Lang según la cual el mito es esencialmente una explicación, o sea, una suerte de ciencia primitiva. Nuestro enfoque ha mostrado que ninguna de esas dos actitudes mentales domina en la cultura primitiva; que ninguna de las dos puede explicar la forma de los relatos sacros de los salvajes, su contexto sociológico y su función social. Pero una vez que hemos advertido que el mito sirve principalmente para establecer una carta de validez en lo sociológico o un modelo retrospectivo de conducta, en lo moral, o el supremo y primordial milagro de la magia, está entonces claro que ambos elementos, el de explicación y el de interés por la Naturaleza, habrán de encontrarse en las leyendas sacras. Y ello es así porque un precedente explica los casos consiguientes aunque haga esto en un orden de ideas del todo distinto de la relación científica de causa y efecto, motivo y consecuencia. También el interés por la naturaleza es evidente si advertimos hasta qué punto es importante la mitología de la magia, y cuán definidamente apunta ésta a las preocupaciones económicas del hombre. Con todo, la Mitología está en esto muy lejos de ser una rapsodia contemplativa sobre los fenómenos de la naturaleza. Entre ésta y mito han de interpolarse dos eslabones: el interés pragmático que el hombre siente por ciertos aspectos del mundo interno y su necesidad de suplir, mediante la magia, el control racional y empírico de ciertos fenómenos.
Permítaseme decir otra vez que, en esta exposición me he referido al mito salvaje y no al mito de la cultura. Creo que el estudio de la Mitología, en cuanto cómo funciona y trabaja ésta en las sociedades primitivas, habría de anticiparse a las conclusiones que se extrajesen del material procedente de civilizaciones superiores. Parte de tal material nos ha llegado únicamente en forma de aislados textos literarios, sin soporte en la vida real y carente de su contexto social. Tal es la Mitología de los pueblos clásicos de la Antigüedad y de las muertas civilizaciones de Oriente. El humanista clásico, en su estudio del mito, habrá de aprender del antropólogo.
La ciencia del mito en las culturas superiores, como las presentes civilizaciones de la India, el Japón o China y, en último lugar, pero sin que se nos olvide, en la nuestra propia, podría muy bien inspirarse en el estudio comparado del folklore primitivo y, a su vez, la cultura civilizada podría proporcionar importantes adiciones y explicaciones a la mitología salvaje. Tal tema desborda, con mucho, el espacio del presente ensayo. Pero, con todo, es mi deseo acentuar el hecho de que la antropología no debería ser el estudio de las costumbres salvajes a la luz de nuestra mentalidad y de nuestra cultura, sino también el estudio de nuestra propia mentalidad en la distante perspectiva que nos presenta el hombre de la edad de piedra. Al habitar, mentalmente y por cierto tiempo, entre gentes de una cultura mucho más sencilla que la nuestra, tal vez seamos capaces de mirarnos a distancia y obtener un nuevo sentido de la proporción en lo que se refiere a nuestras propias instituciones, creencias y costumbres. Si de este modo le fuera dado a la antropología el inspirarnos con cierta inteligencia de la proporción y hacernos regalo de un sentido del humor más fino, podríamos entonces decir con toda justicia que ésta era una gran ciencia.
Ahora ya he completado mi exposición de los hechos y el conjunto de mis conclusiones; sólo me resta resumirlos brevemente. He intentado mostrar que el folklore, esto es, esos relatos que maneja una comunidad primitiva, vive en el contexto cultural de la tribu y no sólo en su narrativa. Entiendo por lo dicho que las ideas, las emociones y los deseos asociados con un relato dado no son experimentados únicamente cuando se narra la conseja, sino también cuando en ciertas costumbres, reglas morales o procedimientos rituales se da consenso a su imagen. Y aquí es donde se descubre una diferencia entre los distintos tipos de relato. Mientras que en el puro cuento que se narra junto a la hoguera el contexto sociológico es angosto, la leyenda ya penetra con mucha mayor profundidad en la vida social de la comunidad y el mito desempeña una función social mucho más importante. El mito, como constatación de la realidad primordial que aún vive en nuestros días y como justificación merced a un precedente, proporciona un modelo retrospectivo de valores morales, orden sociológico y creencias mágicas. No es, por consiguiente, ni una mera narración, ni una forma de ciencia, ni una rama del arte o de la historia, ni un cuento explicativo. El mito cumple una función sui generis íntimamente relacionada con la naturaleza de la tradición y con la continuidad de la cultura, con la relación entre edad y juventud y con la actitud del hombre hacia el pasado. La función del mito, por decirlo brevemente, consiste en fortalecer la tradición y dotarlo de un valor y prestigio aún mayores al retrotraerla a una realidad, más elevada, mejor y más sobrenatural, de eventos iniciales.
El mito es, por lo tanto, un ingrediente indispensable de toda cultura. Como hemos visto, está continuamente regenerándose; todo cambio histórico crea su mitología, la cual no está, sin embargo, sino indirectamente relacionada con el hecho inicial. El mito es un constante derivado de la fe viva que necesita milagros; del status sociológico, que precisa precedentes; de la norma moral, que demanda sanción.
Nuestro intento de dar una nueva definición al mito es, quizás, en exceso ambicioso. Nuestras conclusiones implican un nuevo método de enfocar la ciencia del folklore, pues hemos mostrado que éste no puede ser independiente del ritual, de la sociología o incluso de la cultura material. Los cuentos populares, las leyendas y los mitos han de colocarse, por encima de su existencia plana en el papel, en la tridimensional realidad de la vida plena. Por lo que concierne al trabajo antropológico sobre el terreno, es obvio que lo que estamos pidiendo es un método nuevo de recoger evidencias. El antropólogo ha de renunciar a su cómoda postura en la tumbona de la terraza del recinto misional, de la delegación del Gobierno o del bungalow del hacendado, donde, armado de lápiz y cuaderno y en ocasiones degustando un whisky con soda, se ha ido acostumbrando a recoger relatos y a llenar páginas enteras con textos salvajes. Ha de salir a los poblados y ver a los nativos en el trabajo, en los huertos, en la playa y en la jungla. Habrá de navegar con ellos hasta lejanos bancos de arena y en visita a tribus extrañas, y observarlos en la pesca, el comercio y el ceremonial de sus expediciones marinas. La información habrá de llegarle con el pleno sabor de la vida del aborigen y no estrujándola de informantes que lo son a regañadientes, como si se tratase de una charla más. El trabajo de primera o de segunda mano puede realizarse incluso entre nativos, en medio de sus cabañas de estacas y no lejos de canibalismo y caza de cabezas auténticos. La antropología al aire libre, en cuanto opuesta a la toma de notas de oídas, es una labor dura, pero también llena de atractivo. Sólo una antropología así puede darnos una visión completa del hombre y de la cultura primitiva. El antropólogo nos muestra, por lo que concierne al mito, que, lejos de ser éste un ocioso quehacer mental, constituye un ingrediente vital de la relación práctica del hombre con su entorno.
Estos títulos y méritos, sin embargo, no son míos, sino que, una vez mas, se lo deben a sir James Frazer. La rama dorada contiene ya la teoría de la función ritual y sociológica del mito, a la que yo he hecho sólo una pequeña contribución en cuanto que me fue dado cotejar, probar y documentarme en mis prácticas sobre el terreno: el enfoque de Frazer de la magia ya implica mi teoría, como lo hacen su exposición maestra de la gran importancia de los ritos agrícolas, y el lugar central que los cultos de la vegetación y la virginidad ocupan en los volúmenes de Adonis, Attis y Osiris y en los de The Spirits of the Corn and of the Wild. En estas obras, como en tantos de sus trabajos, Frazer ha establecido la íntima relación entre la palabra y la obra en la fe primitiva; ha mostrado que los vocablos del hechizo y del relato y los actos del ritual y de la ceremonia son los dos aspectos del credo salvaje. La profunda cuestión filosófica que propuso Fausto, en cuanto a la primacía de la palabra o de la obra, nos parece aquí engañosa. El comienzo del hombre es el comienzo del pensamiento articulado y del pensamiento llevado a la acción. Sin las palabras, ya sea en el marco de la conversación puramente racional, en el de los hechizos de la magia, o en el costumario dirigirse a divinidades superiores, el hombre no habría podido embarcarse en su gran odisea de logros y aventuras culturales.

Malinowsky. Bronislaw – Magia, ciencia y religión. Título original: Magic, Science and Religion, and Other Essays (1948). Traducción: Antonio Pérez Ramos. PlanetaAgostini. 

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