George Bernard Shaw – Vuelta a Matusalén (Pentateuco Metabiológico) [Prefacio]



La aurora del darwinismo
Un día, allá por el año 1860 y pico, yo, que era entonces un niño, estaba con mi niñera comprando algo en una modesta papelería y librería de Camden Street, Dublín, cuando entró un caballero de cierta edad, grave y solemne, que avanzó hasta el mostrador y preguntó pomposamente:
-¿Tiene usted las obras del celebrado Bufón? Mis propias obras no habían sido escritas todavía; si no, es posible que la empleada hubiera tenido de mí una idea tan errónea como para ofrecerle un ejemplar de Hombre y Superhombre. Pero sabía perfectamente lo que se le pedía, pues eso ocurrió antes de que la Ley de Educación de 1870 hubiera producido empleados de comercio que saben leer y no saben nada más. El celebrado Bufón no era un humorista, sino el famoso naturalista Buffon. Todo chico que sabía leer en aquel tiempo conocía la Historia Natural de Buffon tan bien como las fábulas de Esopo. Y ninguno había oído el nombre que desde entonces ha borrado a Buffon en la mente popular: el nombre de Darwin.
Pasaron diez años. El celebrado Buffon quedó olvidado; yo había duplicado mis años y mi estatura y prescindido de la religión de mis antepasados. El más rico y más consecuentemente dogmático de mis tíos entró un día en un restaurante donde yo estaba comiendo y se encontró, muy contra su voluntad, en conversación con el más discutible de sur sobrinos. Yo, tratando de hacerme agradable, le hablé del pensamiento moderno y de Darwin. Mi tío dijo:
-¡Ah!, ése es el individuo que quiere demostrar que todos tenemos cola, como los monos.
Intenté explicarle que en lo que Darwin había insistido a ese respecto era que algunos monos no tienen cola. Pero mi tío era tan impermeable a lo que Darwin dijo realmente, como lo es en nuestros tiempos cualquier neodarwiniano. Murió impenitente y no me mencionó en su testamento.
Pasaron veinte años. Si mi tío hubiera vivido habría sabido de Darwin todo lo que se podía saber, y lo habría sabido mal. A pesar de los esfuerzos de Grant Allen para poner a Dartoin en el sitio que le correspondía, mi tío lo hubiera aceptado como el descubridor de la Evolución, de la Herencia y de la modificación de las especies por la Selección. Pues la era predarwiniana había llegado a ser considerada como una Edad Oscura en que los hombres seguían creyendo en el libro del Génesis como en un tratado científico standard, y en que las únicas adiciones a dicho libro eran la demostración que hizo Galileo de una simple observación de Leonardo de Vinci, cuando dijo que la tierra es una luna del sol; la teoría de Newton sobre la gravitación; la invención de la lámpara de seguridad por Sir Humphry; el descubrimiento de la electricidad; la aplicación del vapor en la industria, y el franqueo de cartas de un penique. Igualmente, las dos o tres personas en cuyas manos cayeron los escritos de Nietzsche lo tuvieron por el primer hombre a quien se le ocurrió que la mera moralidad, legalidad y urbanidad no llevan a ninguna parte, como si Bunyan jamás hubiera escrito Badman. A Schopenhauer se le atribuyó la invención entre el Pacto de Gracia y el Pacto de Obras que turbó a Cromwell en su lecho de muerte. La gente hablaba como si no hubiera habido música dramática o descriptiva antes de Wagner; ni pintura impresionista antes de Whistler; en cuanto a mí mismo, yo estaba encontrando que la manera más segura de producir un efecto de audaz innovación y originalidad era la de reavivar la antigua tradición de los largos discursos retóricos, seguir muy de cerca los métodos de Moliére, y sacar físicamente los personajes de las páginas de Charles Dickens.
El advenimiento de los neodarwinianos 
Esta clase especial de ignorancia no importa siempre o a menudo. Pero en el caso de Darwin tuvo importancia. Si Darwin hubiera llevado realmente al mundo de un salto desde el libro del Génesis hasta la Herencia, la Modificación de las Especies por la Selección, y la Evolución, habría sido un filósofo y un profeta a la vez que un eminente naturalista profesional, con la geología como entretenimiento. La falsa ilusión de que realmente había logrado esa hazaña no hizo daño al principio, porque si bien las opiniones de la gente son sólidas, sobre la evolución o cualquier otra cosa, importa un bledo que a quien les revela sus opiniones lo llamen Tom o Dick. Pero esos errores, aparentemente desdeñables, traen más tarde extrañas consecuencias. La inmensa mayoría que no lee sus libros dio a Darwin una impresionante fama no sólo como a un evolucionista, sino como al evolucionista. Y llevó a los que no leen otros libros a concentrarse exclusivamente en la Selección Circunstancial como explicación de todas las transformaciones y adaptaciones que eran la prueba de la Evolución. Pronto su especialización aisló a estos últimos de la mayoría que no conocían a Darwin sino por su espuria reputación, de tal manera que se vieron obligados a distinguirse, no como darwinianos, sino como neodarwinianos.
Antes de que pararan otros diez años, los neodarwinianos estaban dirigiendo prácticamente la ciencia del momento. Estábamos en 1906, yo tenía cincuenta años; había publicado mi propia opinión sobre la evolución en una comedia titulada Hombre y Superhombre; y veía que la mayoría de la gente era incapaz de comprender cómo podía ser yo un evolucionista y no neodarwiniano, o por qué me burlaba habitualmente del neodarwinismo, como de una espantosa idiotez y atacaba despiadadamente a sus profesores en los debates públicos. En la esperanza de que yo aclarara el asunto, la Fabian Society, que estaba entonces organizando una serie de conferencias sobre los profetas del siglo XIX, me pidió que diera una sobre el profeta Darwin. La di; y trozos de aquella conferencia, que nunca se han publicado, dan variedad a estas páginas. 
El animal humano es inadecuado políticamente
Pasaron diez años más. El neodarwinismo en política había producido una catástrofe europea de una magnitud tan espantosa y de un alcance tan imprevisible, que cuando yo escribo estas líneas, en 1920, sigue estando muy lejana la seguridad de que nuestra civilización sobreviva. Las circunstancias de esta catástrofe, el romanticismo de adolescentes nutridos en películas cinematográficas que hizo posible imponerla a la gente como una cruzada, y especialmente la ignorancia y los errores de los victoriosos de la Europa occidental cuando pasó su fase violenta y llegó la hora de la reconstrucción, confirmaron una duda que había ido creciendo constantemente en mi espíritu durante los cuarenta años que yo llevaba trabajando públicamente como socialista: la duda de si el animal humano, tal como existe actualmente, es capaz de resolver los problemas sociales planteados por su propia agregación, o, como él dice, su civilización.
Cobardía de los irreligiosos
Otra observación que yo había hecho era que los hombres de buen carácter y sin ambiciones son cobardes cuando carecen de religión. Los dominan y explotan no sólo los hombrecitos codiciosos y a menudo medio tontos que no viven más que a medias, que hacen cualquier cosa por tener cigarros de hoja, champaña y automóviles y poder gastar dinero de la manera más infantil y egoísta, sino también los gobernantes competentes y sensatos que lo único que pueden hacer con aquéllos es dominarlos y explotarlos. Los términos gobierno y explotación se convierten en sinónimos en esas circunstancias; y el mundo lo gobiernan finalmente los infantiles, los bandidos y los canallas. A los que se niegan a hacer lo que se les dice se les persigue y en ocasiones se los ejecuta cuando molestan a los explotadores; y los explotados caen en la pobreza cuando carecen de específicas habilidades lucrativas. En el momento actual media Europa, que ha tumbado a la otra media, trata de matarla a puntapiés, y es posible que lo consiga; procedimiento que, en pura lógica, es sólidamente neodarwiniano. Y la mayoría de personas de buen carácter contempla eso horrorizada y sin poder hacer nada, o se deja persuadir, por los diarios de sus explotadores, de que el pateo es no sólo una sólida inversión comercial, sino también un acto de divina justicia de que ellos son ardorosos instrumentos.
Pero si el hombre es realmente incapaz de organizar una gran civilización y no puede organizar bien, ni mucho menos, una aldea o una tribu, ¿para qué sirve darle una religión? Una religión puede darle hambre y sed de justicia; pero, ¿lo dotará de la capacidad práctica para satisfacer ese apetito? Las buenas intenciones no llevan consigo ni un grano de ciencia política, que es una ciencia muy complicada. Que yo sepa, los estudiosos más incansables, desinteresados y dedicados a esta ciencia en Inglaterra son mis amigos Sydney y Beatrice Webb. Y les ha llevado cuarenta años de trabajo preliminar, en el curso de los cuales han publicado varios tratados comparables con La riqueza de las naciones, de Adam Smith, el formular una construcción política adecuada a las necesidades existentes. Si esta es la medida de lo que pueden conseguir en toda una vida una extraordinaria capacidad, una penetrante aptitud natural, unas oportunidades excepcionales y la falta de preocupación de tener que ganarse el pan, ¿qué vamos a esperar del parlamentario para quien la ciencia política es tan remota y de tan mal gusto como el cálculo diferencial y para quien una cuestión tan elemental, pero vital, como la ley de la renta económica es un pons asinorum al que no hay que acercarse y mucho menos cruzar? ¿O de los electores corrientes, la mayoría de los cuales tienen que trabajar tanto para ganarse la vida que no pueden ponerse a leer sin que a los cinco minutos les entre el sueño?
¿Hay alguna esperanza en la educación? 
La respuesta habitual es que debemos educar a nuestros maestros, esto es, que debemos educarnos nosotros mismos. Debemos enseñar ciudadanía y ciencia política en la escuela. Pero, ¿debemos enseñarla? No hay "debemos" que valga, pues la dura realidad es que no debemos enseñar ciencia política o ciudadanía en la escuela. El maestro que intentara enseñarla se vería pronto en la calle sin dinero y sin alumnos, si no en el banquillo de los acusados y defendiéndose contra una acusación, pomposamente redactada, de sedición contra los explotadores. Nuestras escuelas enseñan la moral del feudalismo corrompida por el comercialismo y defendida por el conquistador militar, por el barón bandido y por el especulador, como modelos de personas ilustres y triunfantes. Los profetas que ven a través de esta impostura predican y enseñan en vano un evangelio mejor: los individuos a quienes convierten desaparecen fatalmente al cabo de pocos años; y las nuevas generaciones se ven llevadas otra vez en las escuelas a la moral del siglo XV y se creen liberales cuando defienden las ideas de Enrique VII y caballerosos cuando oponen a ellas las ideas de Ricardo III. Así, el hombre educado es un fastidio mucho mayor que el ineducado: en realidad, es la ineficiencia y la falsía del aspecto educativo de nuestras escuelas (a las que, de no ser por obligación, los padres no mandarían a sus hijos si las escuelas no sirvieran de prisiones donde los inmaduros no pueden molestar a los maduros) la que nos salva de estrellarnos contra las rocas de la falsa doctrina en vez de ir a la deriva en la corriente de la mera ignorancia. A través del maestro no hay salida.
Educación homeopática
En verdad, a la humanidad no se la puede salvar desde fuera, ni por maestros de escuela ni por ninguna otra clase de maestros; lo único que pueden hacer esos maestros es lisiarla y esclavizarla. Dicen que si se lava a un gato, no se vuelve a lavar jamás: lo que es cierto es que si a un hombre se le enseña algo, no lo aprenderá nunca; y si se le cura de una enfermedad no sabrá curarse la próxima vez que la enfermedad lo ataque. Por lo tanto, quien quiera ver limpio a un gato debe volcarle encima un balde de barro, y el gato se tomará entonces un trabajo extraordinario para limpiarse a lengüetazos y acabará por quedar más limpio que antes. De la misma manera, cuando los médicos que "están al día" (digamos un 0,0005 por ciento de los autorizados a ejercer, y el 20 por ciento de los no autorizados) quieren librarnos de una enfermedad o un síntoma, nos inoculan esa enfermedad o nos dan una droga que produce el síntoma, para provocar nuestra resistencia, como el barro provoca al gato para que se lave a sí mismo.
Ahora bien, una persona aguda preguntará instantáneamente por qué, si eso es así, nuestra falsa educación no provoca a nuestros hombres cultos para que encuentren la verdad. La respuesta es, en parte, que los provoca. Voltaire fue discípulo de los jesuitas; Samuel Butler fue discípulo de un sacerdote rural irremediablemente convencional y equivocado. Pero Voltaire era Voltaire, y Butler era Butler, es decir, tenían una mentalidad tan anormalmente poderosa que pudieron eliminar todas las dosis de veneno que paralizan a las mentalidades ordinarias. Cuando los médicos inoculan y los homeópatas dosifican, dan una dosis infinitamente atenuada. Si dieran un virus de plena potencia vencerían nuestra resistencia y producirían su efecto directo. Las dosis de doctrina falsa que se dan en las escuelas preparatorias y en las universidades son tan grandes que vencen la resistencia que una dosis diminuta provocaría. El estudiante normal se corrompe irremisiblemente, y al genio que resiste no le queda más remedio que irse del país, si puede. Byron y Shelley tuvieron que huir a Italia mientras Castlereagh y Eldon dirigían los asuntos. A Rousseau lo acosaron en frontera tras frontera; Karl Marx pasó hambre en el exilio en una habitación de Sobo; a Ruskin le rechazaron artículos las revistas (era demasiado rico para que lo pudieran perseguir de otro modo). Mientras tanto, unos don nadie ya olvidados gobernaban el país, mandaban a la gente a las cárceles o al cadalso por blasfemia y sedición (por decir la verdad acerca de la Iglesia y del Estado) y laboriosamente acumulaban el mal y la corrupción social que de vez en cuando estallaba en unos diviesos gigantescos que había que sajar con un millón de bayonetas. Este es el resultado de la educación alopática. No se ha ensayado oficialmente todavía la educación homeopática, que sería evidentemente un asunto delicado. Un cuerpo de maestros de escuela que incitara a sus discípulos a pecaditos infinitesimales con objeto de provocarlos a exclamar "¡Atrás Satanás!", o que les dijera inocentes mentirillas sobre historia para que contradijeran, insultaran y refutaran, haría ciertamente menos daño que nuestros actuales educadores alópatas; pero entonces nadie abogaría por la educación homeopática. La alopatía ha producido la venenosa ilusión de que ilumina en vez de oscurecer. Lo que sugiero puede explicar, sin embargo, por qué mientras la mente de la mayoría de las personas sucumbe a la inculcación y al ambiente, unos pocos -las personas sinceras y decentes procedentes de tugurios propios de ladrones, y los escépticos y realistas procedentes de casas rurales- reaccionan vigorosamente.
La diabólica eficiencia de la educación técnica
Entretanto —y ahora viene lo horrible de todo ello nuestra instrucción técnica es honrada y eficiente. Al chico que asiste a las escuelas preparatorias para estudios universitarios se le ciega, engaña y corrompe minuciosamente en lo referente a una sociedad basada en aprovecharse de todo para hacer dinero; y el chico aprende a disparar tiros y a cabalgar y a mantenerse en buen estado físico, con toda la ayuda y guía que se le pueden procurar con el sincero deseo de que haga esas cosas bien y, si es posible, superlativamente bien. En el ejército aprende a volar, a tirar bombas y a manejar ametralladoras lo mejor que pueda. El descubrimiento de explosivos potentes trae recompensas y honores; la instrucción en la manufactura de armas, acorazados, submarinos y baterías terrestres que aplican destructivamente aquellos explosivos es muy sincera: los instructores saben lo que enseñan y se proponen que los aprendices aprendan de verdad. El resultado es que los poderes de destrucción que no se podrían confiar sin cierta intranquilidad ni a la infinita prudencia unida a la infinita benevolencia, se ponen en manos de patriotas románticos con alma de chicos de escuela, quienes, por generosos que sean por naturaleza, son por educación unos ignorantones, unos engañados, unos snobs y unos deportistas para quienes la lucha es una religión y el matar una hazaña; mientras que el poder político, inútil en esas circunstancias, excepto para los imperialistas militaristas presas de crónico terror de la invasión y la subyugación, los imbéciles pomposos y vacuos, los aventureros comerciales para quienes la organización de los servicios industriales de la nación por ella misma equivaldría a perder la partida, los financieros parásitos del mercado del dinero, y los simplemente estúpidos conservadores de todo lo que existe por la mera razón de que están acostumbrados a ello, se obtiene mediante la herencia, la simple compra, sosteniendo periódicos y fingiendo que son órganos de la opinión pública, mediante arterías de mujeres seductoras, y prostituyendo el talento ambicioso para llevarlo al servicio de los especuladores, quienes son los que marcan el paso porque, después de haberse asegurado todo el botín que han podido, son los únicos que pueden pagar al gaitero. Ni los gobernantes ni los gobernados entienden la alta política. No saben ni siquiera que es una rama de la ciencia política; pero entre todos pueden coaccionar y esclavizar con una eficacia fatal y llegar hasta borrar una civilización, por haber sido instruidos sincera y eficazmente para matar. En esencia, todos los gobernantes son deficientes; y no hay nada peor que el gobierno de deficientes que cuentan con irresistibles poderes de coacción física. Las personas vulgares y sensatas se someten y obligan a los demás a someterse porque se les ha enseñado eso como un artículo de f e o puntillo de honor. Aquellos en quienes unas luces naturales han reaccionado contra la educación artificial se someten porque se ven obligados a someterse, pero si no fueran unos cobardes se resistirían y acabarían por resistirse eficazmente. Son unos cobardes porque, no profesando ninguna religión oficial o establecida ni un puntillo de honor reconocido generalmente, forcejeando contra sus convicciones particulares se ven obligados a mandar a sus hijos a escuelas donde los corromperán, porque no hay otras. Los gobernantes se sienten igualmente intimidados por la inmensa extensión y abaratamiento de los medios de matanza y destrucción. El gobierno inglés teme a Irlanda, ahora que los submarinos, las bombas y los gases venenosos son baratos y fáciles de hacer, más de lo que temía al Imperio alemán antes de la guerra; en consecuencia, la antigua cautela inglesa, que mantenía un equilibrio de fuerzas mediante su dominio de los mares, se intensifica hasta convertirse en un terror que no ve seguridad más que en el absoluto dominio militar sobre el mundo entero, es decir, en una imposibilidad que en detalle les parecerá, sin embargo, posible a los soldados y a los insulares y parroquiales patriotas civiles.
Endeblez de la educación
Esta situación se ha planteado ya tan a menudo en lo pasado, siempre con el mismo resultado de un hundimiento de la civilización (el profesor Flinders Petrie ha revelado el secreto de previos hundimientos), que los ricos gritan instintivamente: "Comamos y bebamos, pues mañana moriremos", y los pobres: "¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?" Esto no significa que si el hombre no puede encontrar el remedio no se va a encontrar un remedio: la fuerza que produjo al hombre cuando el mono dejó que desear puede producir un ser de más talla que el hombre si el hombre deja que desear. Lo que significa es que si se ha de salvar el hombre, se debe salvar él mismo. Le falta mucho para ser un ser ideal.
Dentro de lo mejor que sea actualmente, muchos de sus modos de obrar son tan desagradables que no se pueden mencionar en la sociedad cortés, y padece tanto que se ve obligado a fingir que el dolor es a veces un bien. La naturaleza se desentiende del experimento humano, que se mantendrá o caerá por sus propios resultados, Si el hombre no sirve, la naturaleza ensayará otro experimento.
¿Qué esperanza hay en la mejoría humana? Según los darwinianos, y llegando hasta los mecanicistas, ninguna, pues la mejoría no puede producirse sino mediante un accidente sin sentido, que, según el promedio de estadísticas de accidentes, quedará pronto eliminado por algún otro accidente que igualmente carecerá de sentido. 
Evolución creadora
Pero este triste credo no desalienta a quienes creen que el impulso productor de evolución es creador. Han observado el simple hecho de que la voluntad de hacer una cosa cualquiera, al llegar a cierto punto de intensidad provocado por la convicción de su necesidad crea y organiza un nuevo tejido biológico para hacerla. Para ellos, por lo tanto, la humanidad no está acabada todavía, ni mucho menos. Si el atleta que levanta pesas puede "hacerse un músculo" cuando lo mueve el trivial estímulo de la competencia atlética, parece razonable creer que un filósofo igualmente convencido y que se ponga a ello en serio pueda "hacerse un cerebro". Ambos siguen una dirección vital para un propósito determinado. La evolución nos indica esa dirección haciendo toda clase de cosas: da al centípedo cien pies y priva totalmente de pies al pez, construye pulmones y brazos para su uso en tierra y agallas y aletas para el mar, hace que el mamífero geste sus hijos dentro de su cuerpo y que el ave incube los suyos fuera de sí; y nos ofrece a elección, por decirlo así, toda clase de medios corporales para mantener nuestra actividad y aumentar nuestros recursos.
Longevidad voluntaria
Entre otros asuntos aparentemente cambiables a voluntad está la duración de la vida individual. Weismann, biólogo muy inteligente y sugestivo a quien desgraciadamente el neodarwinismo redujo a la idiotez, señaló que la muerte no es una eterna condición de la vida, sino un expediente introducido para producir una continua renovación y evitar el exceso de población. Ahora bien, la Selección Circunstancial no explica la muerte natural; sólo explica la sobrevivencia de especies cuyos individuos tienen suficiente sentido común para decaer y morir deliberadamente. Pero los individuos no parecen haber calculado muy razonablemente: nadie puede explicar por qué un loro vive diez veces más tiempo que un perro y que una tortuga sea casi inmortal. En el caso del hombre se ha pasado de la raya, y el hombre no vive bastante tiempo; para todos los fines de la civilización el hombre es simplemente un niño cuando muere; y nuestros Primeros Ministros, considerados como hombres hechos y derechos, dividen su tiempo entre el campo de golf y la banca de la Tesorería en el Parlamento. Es de presumir, sin embargo, que la misma fuerza que cometió este error pueda remediarlo. Si, por razones de oportunismo, el Hombre fija ahora el término de su vida en setenta años, lo mismo puede fijarlo en trescientos o en tres mil, o hasta el límite fijado por la auténtica Selección Circunstancial, que sería hasta que un accidente, tarde o temprano inevitablemente fatal, termine con el individuo. Todo lo que se necesita para hacerle extender su término actual es que las tremendas catástrofes, como la de la última guerra, lo convenzan, si la raza se ha de salvar, de la necesidad de dejar atrás su afición al golf y a fumar puros. Esto no es una especulación fantástica; es biología deductiva, si existe la ciencia llamada biología. Aquí, pues, hay una piedra a la que hemos dejado sin darle vuelta y es posible que valga la pena de dársela. Para hacer que la sugestión sea más entretenida que lo que sería para la mayoría de la gente en forma de un tratado de biología, he escrito Vuelta a Matusalén como contribución a la Biblia moderna.
Sin embargo, muchas personas pueden leer tratados y no pueden leer Biblias. Darwin no podía leer a Shakespeare. A algunos que pueden leer a Shakespeare y Biblias les gusta conocer la historia de sus ideas. A otros su ignorancia en historia los enmaraña tanto en la actual confusión entre la Evolución Creadora y la Selección Circunstancial, que cualquier distinción entre las dos les deja perplejos. En consideración a ellos debo exponer aquí una breve historia del conflicto entre el criterio sobre Evolución adoptado por los darwinianos (aunque no del todo por el propio Darwin) y llamado Selección Natural, y el que está emergiendo, bajo el título de Evolución Creadora, como la genuina religión científica que todos los hombres discretos esperan con ansiedad.
Los primeros evolucionistas
La idea de la Evolución, o Transformación, como ahora se le llama a veces, no fue concebida por primera vez por Charles Darwin o por Al f red Russel Wallace, quien observó el funcionamiento de la Selección Circunstancial al mismo tiempo que Charles. El celebrado Buffon fue mejor evolucionista que ninguno de los dos; y, dos mil años antes de que naciera Buffon, el filósofo griego Empódocles opinaba que todas las formas de la vida son transformación de cuatro elementos: Fuego, Aire, Tierra y Agua, efectuada por dos fuerzas innatas de atracción y repulsión, o amor y odio. Tan tarde como 1860, a mí mismo, siendo un chico, me enseñaron que todo se componía de esos cuatro elementos. Los empedocleanos y los evolucionistas se oponían a quienes creían en la creación separada de todas las formas de vida tal como la describe el Génesis. Este "conflicto entre la religión y la ciencia", como se decía entonces, no dejó absolutamente nada perpleja a mi mente infantil; yo sabía perfectamente, sin saber que lo sabía, que la validez de una explicación no es lo mismo que la ocurrencia de un hecho. Pero a medida que fuí creciendo me encontré con que tenía que elegir entre la Evolución y el Génesis. Si se creía que los perros, los gatos, las serpientes, los pájaros, los escarabajos, las ostras, las ballenas, los hombres y las mujeres fueron ideados y hechos y se les puso un nombre en el Paraíso Terrenal en el comienzo de los tiempos, no se era evolucionista. Si uno creía, por el contrario, que las distintas especies son modificaciones, variaciones y elaboraciones de un material primario, o hasta de unos pocos materiales primarios, uno era evolucionista. Pero no era necesariamente darwiniano; pues se podía haber sido evolucionista moderno veinte años antes de que naciera Darwin y durante el término de toda una vida antes de que publicara su Origen de las Especies. En cuanto a eso, cuando Aristóteles agrupó como parientes consanguíneos a los animales con columna vertebral, inició el género de clasificación que, llevada por Darwin hasta el mono y el hombre, disgustaba tanto a mi tío.
El Génesis fue dueño del terreno hasta la época del famoso botánico Linneo (1707-1778). Entretanto, se había inventado el microscopio, que reveló un mundo nuevo de seres hasta entonces invisibles, llamados infusorios, porque se pudo saber que el agua era una infusión de ellos. En el siglo XVIII los naturalistas se interesaron mucho por las amebas infusorias y les sorprendió muchísimo la manera de portarse y desarrollarse de los miembros de esa antigua familia. Pero todavía siguió siendo posible que Linneo empezara un tratado diciendo: "Hay exactamente tantas especies como fueron las formas creadas en el principio", aunque entonces vivían centenares de vulgares jardineros escoceses y de criadores de palomas y de ganado que estaban mejor informados que él. El propio Linneo llegó a estar mejor informado antes de morir. En su última edición de su Sistema de la Naturaleza empezó a preguntarse si no sería posible la transmutación de las especies por la variación. Entonces apareció el gran poeta que saltó por encima de los hechos a la conclusión. Goethe dijo que todas las formas de la creación eran primas; que debía de haber un común material primario del que procedían todas las especies; y que fue el ambiente aéreo el que produjo el águila, el ambiente acuático el que produjo la foca, y el ambiente terrestre el que produjo el topo. No podía decir cómo había ocurrido eso, pero adivinó que había ocurrido. Erasmus Darwin, abuelo de Charles, llevó mucho más adelante la teoría ambiental, señalando caso tras caso de modificaciones ocurridas en las especies, al parecer para adaptarlas a las circunstancias y al ambiente; por ejemplo, diciendo que los brillantes colores del leopardo, que lo hacen tan conspicuo en Regent's Park, lo ocultan en una selva tropical. Finalmente escribió como declaración de fe: "El mundo es producto de evolución, no de creación; ha surgido poco a poco de un principio pequeño y ha aumentado mediante la actividad de fuerzas elementales encarnadas en sí mismo, por lo que más que producto completo del conjuro de una palabra todopoderosa es resultado de un crecimiento. ¡Sublime idea del infinito poder del gran Arquitecto, Causa de todas las causas, Padre de todos los padres, Ens Entium! Porque si comparáramos el Infinito, seguramente se necesitaría un Infinito más grande para producir las causas y los efectos que para producir los efectos mismos." En esto, publicado en el año 1794, está definida con precisión la Evolución tal como se la entendía en el siglo XIX. No fue Erasmus Darwin su único apóstol, La evolución estaba entonces en el aire. Un biólogo alemán llamado Treviranus, cuyo libro apareció en 1802, escribió: "En todo ser vivo existe una capacidad. para infinitas diversidades de forma. Cada uno posee el poder de adaptar su organización a las variaciones del mundo externo." Ahí tienen ustedes la evolución del Hombre desde la ameba, completa mientras todavía navegaba Nelson. Y en 1809, antes de la batalla de Waterloo, un soldado francés llamado Lamarck, que convirtió su mosquetón en un microscopio y se hizo zoólogo, dijo que las especies eran una ilusión producida por la brevedad de nuestras vidas individuales y que están constantemente cambiando y fundiéndose unas con otras para convertirse en nuevas formas, lo que se podía decir con tanta seguridad como que las agujas de un reloj se mueven continuamente aunque por moverse muy despacio nos parezca que están quietas. Desde entonces hemos empezado a pensar que su actividad no es tan continua; que el reloj se para por mucho tiempo y de pronto le "da cuerda" una mano misteriosa. Pero no nos ocupemos de esto por el momento.
Advenimiento de los neolamarckianos 
Llamo especialmente la atención sobre Lamarck porque más tarde hubo neolamarckianos así como neodarwinianos. Yo fui neolamarckiano. Lamarck fue más adelante en el concepto de la Evolución como ley general en el sentido que la expuso Charles Darwin, que era el método evolutivo. Mientras hacía muchas ingeniosas sugestiones acerca de la reacción de las causas externas sobre la vida y las costumbres, tales como los cambios de clima, abastecimiento de alimentos, trastornos geológicos y demás, Lamarck sostuvo seriamente, como proposición fundamental, que los organismos vivos cambiaban porque querían cambiar. Tal como lo expuso, el gran factor en la Evolución es el uso y el desuso. Si no se tienen ojos y se quiere ver y se insiste en intentar ver, se acaba teniendo ojos, Si, como el topo o pez subterráneo, se tienen ojos y no se quiere ver, se acaba perdiendo los ojos. Si le gustan a uno las hojas tiernas de la punta de los árboles lo suficiente para hacerle concentrar todas sus energías en alargar el cuello, acabará teniendo un cuello largo, como la jirafa. Esto les parece absurdo a quienes, en el primer rubor, no se paran a pensar; pero todos sabemos, por propia experiencia, que, exactamente por este mismo proceso, un niño que anda dando tumbos en el suelo acaba por ser un chico que camina erguido; o que un hombre de bruces en la carretera con una barbilla contusionada, o en posición supina sobre el hielo con un occipucio estropeado, se convierte en un ciclista o en un patinador. El proceso no es continuo, como lo sería si la mera práctica tuviera algo que ver en él, pues aunque durante la lección pueda uno progresar en cada una de las lecciones de ciclismo, al empezar la siguiente no se empieza en el punto en que quedó la anterior, sino que, al parecer, se retrotrae uno al comienzo. Finalmente se consigue de pronto montar bien y no hay recaída. Más milagroso aún: los nuevos conocimientos se aplican inconscientemente, Aunque uno esté adaptando la rueda delantera al propio equilibrio con tanto cuidado y actividad que si se agarrota el manubrio por un segundo la bicicleta lo tira a uno al suelo, y aunque cinco minutos antes le era imposible hacerlo, lo hace uno tan inconscientemente como le crecen a uno las uñas. Tiene uno una nueva facultad, y hay que crear un nuevo tejido corporal para que le sirva de órgano. Y lo ha conseguido simplemente con la voluntad. Porque en esto no se puede hablar de la Selección Circunstancial o de la supervivencia de los más aptos. El hombre que está aprendiendo a andar en bicicleta no tiene en la lucha por la vida ninguna superioridad sobre el no ciclista. Ha adquirido un nuevo hábito, un hábito automático e inconsciente, simplemente porque quería adquirirlo y no ha cesado de quererlo hasta que se le ha añadido.
Cómo se heredan los conocimientos adquiridos
Pero cuando su hijo, a su vez, intenta patinar o andar en bicicleta, su habilidad no empieza allí donde terminó la del padre, como no nace con seis pies de estatura, barba y sombrero de copa. Y de nuevo vuelve a ocurrir el salto atrás que ocurría entre lección y lección. La raza aprende exactamente igual que el individuo. El hijo del ciclista tiene una recaída, no hasta el mismísimo principio, pero sí hasta un punto que ningún método mortal de medidas puede distinguir del comienzo. Ahora bien, esto es extraño; porque ciertos hábitos de uno, igualmente adquiridos (para el Evolucionista, por supuesto, todos los hábitos son adquiridos), igualmente inconscientes, igualmente automáticos, se trasmiten sin ninguna perceptible recaída. Por ejemplo, el primer acto de su hijo cuando entra en el mundo como individuo separado es berrear con indignación, con el berrido que según Shakespeare es el más trágico y lamentable de todos los sonidos. En el acto de berrear empieza a respirar: otro hábito que ni siquiera es necesario, pues el fin de respirar se puede alcanzar de otros modos, como lo alcanzan los peces de profundidades marinas. El niño hace que circule su sangre bombeándola con su corazón. Pide de comer y procede inmediatamente a efectuar con la comida que traga las más complicadas operaciones químicas. Manufactura dientes, prescinde de ellos y los reemplaza con otros nuevos. Comparados con estas hazañas habituales, el andar, el tenerse erguido y el montar en bicicleta son meras bagatelas; sin embargo, si puede estar erguido, andar o montar en bicicleta es porque quería y ha insistido en quererlo, mientras que los otros hábitos, mucho más difíciles y complejos, no sólo no los quiere ni los intenta conscientemente, sino que se opone a ellos consciente y vigorosamente. Fíjense en el temprano hábito de echar dientes; ¿los echaría el niño si pudiera evitarlo? Fíjense en el otro hábito más tardío, de decaer y eliminarse mediante la muerte-otro hábito adquirido, recuérdenlo. ¡Cómo lo aborrece el hombre! Sin embargo, el hábito ha llegado a estar tan enraizado y a ser tan automático, que debe cumplirlo a pesar de sí mismo y aun a costa de su propia destrucción.
Tenemos aquí una rutina que, si se le da tiempo bastante para que opere, acabará por producir las formar más complicadas de vida organizada siguiendo las líneas lamarckianas sin ninguna intervención de la Selección Circunstancial. Si se puede transformar a un peatón en un ciclista o a un ciclista en un pianista o violinista, sin intervención de la Selección Circunstancial, se puede transformar a una ameba en un hombre o a un hombre en un superhombre sin aquella intervención. Todo lo cual es una crasa herejía para el neodarwiniano, quien imagina que si se detiene la Selección Circunstancial, no sólo se detiene el desarrollo, sino que se inaugura una rápida y desastrosa degeneración.
Grabemos bien en la mente el proceso evolutivo lamarckiano. Uno está vivo y quiere estar más vivo. Quiere una extensión de la conciencia y de las facultades. En consecuencia, quiere nuevos órganos, o nuevos usos de los órganos que tiene, es decir, nuevos hábitos. Uno los adquiere porque los desea con tal intensidad que no cesa de tratar de conseguirlos hasta que los consigne. Nadie sabe cómo, nadie sabe por qué; lo único que sabemos es que eso ocurre. Entre esfuerzo y esfuerzo recaemos triste mente hasta que se modifica el antiguo órgano o se crea uno nuevo, momento en que lo imposible se hace posible y se forma el hábito. En el momento que lo formamos queremos desprendernos de lo que tiene de consciente, para economizar nuestra conciencia para nuevas conquistas en la vida, pues todo lo consciente significa preocupación y obstrucción. Si tuviéramos que pensar en respirar, en digerir o en hacer que circule la sangre, no podríamos fijar la atención en nada más, como nos damos cuenta, a nuestra costa, cuando algo no anda bien en esas operaciones. Tanto queremos ejecutarlas inconscientemente como queríamos adquirirlas, y finalmente conseguimos lo que queríamos. Pero la inconsciencia en nuestros hábitos la ganamos a costa de perder nuestro dominio sobre ellos; y también nos hacemos una nueva costumbre y la correspondiente modificación funcional de nuestros órganos en otros, y así llegamos a depender de nuestros viejos hábitos. La consecuencia es que tenemos que persistir en ellos aunque nos hagan daño. No podemos dejar de respirar para evitar un ataque de asma o para no ahogarnos. Podemos perder una costumbre o descartar un órgano cuando ya no lo necesitamos, exactamente igual que como los adquirimos; pero este proceso es lento e interrumpido por recaídas; y las reliquias del órgano y el hábito sobreviven mucho tiempo a su utilidad. Y si sobre los órganos de que queremos descartarnos se han construido otros hábitos y modificaciones todavía indispensables, antes de demoler el antiguo órgano debemos suministrar la base para ellos. Este es también un proceso lento y muy curioso.
El milagro de la recapitulación condensada
Las recaídas entre los esfuerzos para adquirir un habito son importantes porque, como hemos visto, no sólo ocurren entre esfuerzo y esfuerzo en el caso del individuo, sino entre generación y generación en el caso de la raza, La recaída de generación en generación es una invariable característica en el caso de la raza. Aunque Rafael, por ejemplo, descendía de ocho ininterrumpidas generaciones de pintores, tuvo que aprender a pintar como si ningún Sanzio hubiera manejado jamás un pincel, Pero también tuvo que aprender a respirar, a digerir y a hacer que le circulara la sangre. Aunque su padre y su madre eran adultos plenamente desarrollados cuando lo concibieron, no lo concibieron ni nació completamente crecido; tuvo que volverse atrás y empezar por un puntito de protoplasma y luchar a través de toda una vida embriónica durante parte de la cual no se le distinguía de un perro embriónico y carecía de cráneo y de columna vertebral. Cuando al fin adquirió estos artículos le quedó durante algún tiempo la duda de si era un pájaro o un pez, En nueve meses tuvo que comprimir incontables siglos de desarrollo antes de ser lo suficientemente humano como para desprenderse y empezar una vida independiente. Y aun entonces era tan incompleto que sus padres hubieran podido muy bien exclamar: "¡Santos cielos! ¿No has aprendido nada de nuestra experiencia, puesto que vienes al mundo en este estado ridículamente elemental? ¿Por qué no sabes hablar, andar, pintar y portarte decentemente?" El niño Rafael no tenía respuesta para estas preguntas, Lo único que podía haber dicho es que así es como ocurre la evolución o transformación. Quizá llegue la época en que la misma fuerza que comprime el desarrollo de millones de años en nueve meses pueda comprimir muchos más millones en un espacio aún más breve; por lo que es posible que nazcan Rafaeles pintores como nacen ahora sabiendo respirar y hacer circular la sangre, Pero siempre empezarán por ser puntitos de protoplasma, y la facultad de pintar la adquirirán en el seno de su madre en una etapa muy posterior de su vida embriónica. Tendrán que condensar la historia de la humanidad en sus propias personas, por muy brevemente que la condensen.
Nada hubo en los descubrimientos de los embriólogos tan asombroso y significativo, ni tan absurdamente poco apreciado, como esta recapitulación, como se le llama ahora: este poder de apresurar en unos meses un proceso que en otro tiempo fue tan largo y tedioso que el contemplarlo se les hace insoportable a los hombres cuya vida dura setenta años. Amplió las posibilidades humanas hasta el punto de darnos la esperanza de que las operaciones más largas y difíciles de nuestra mente puedan efectuarse un día instantáneamente, o, como decimos nosotros, instintivamente. Dirigió también nuestra atención a ese acumular siglos en segundos que nos salta a los ojos en todas direcciones. En el momento en que escribo estas líneas los diarios se ocupan de las hazañas de un niño de ocho años que acaba de derrotar a veinte ajedrecistas adultos en veinte partidas simultáneas y que después ha podido reconstruir las veinte sin ningún esfuerzo aparente de memoria. La mayoría de las personas, incluso yo mismo, juegan al ajedrez (si juegan) de una jugada a otra y apenas si pueden recordar la penúltima 0 prever las dos siguientes. Igualmente, cuando yo tengo que hacer un cálculo aritmético lo tengo que hacer paso a paso con lápiz y papel, y con tan poca confianza en el resultado, que no me atrevo a basarme en ese cálculo sin "hacer la prueba" de la suma con más cálculos que implican más cifras. Pero hay hombres que no saben leer ni escribir palabras ni cifras, para quienes la respuesta a las sumas que yo soy capaz de hacer es instantáneamente obvia sin ningún cálculo consciente; y el resultado es infalible. Pero algunos de estos aritméticos natos tienen un vocabulario reducido, se sienten perdidos cuando tienen que encontrar palabras para todo lo que no sean las ocasiones cotidianas más simples, y ni poniendo toda su alma pueden describir las operaciones mecánicas que efectúan diariamente en el curso de su oficio o profesión; mientras que a mí todo el vocabulario de la literatura inglesa, desde Shakespeare hasta la última edición de la Enciclopedia Británica, me acude tan completa e instantáneamente que jamás he tenido que consultar ni siquiera un diccionario de sinónimos más que una o dos veces cuando por alguna razón quería un tercero o cuarto sinónimo. Igualmente, aunque he intentado, fracasando, dibujar retratos reconocibles de personas a quienes he visto diariamente durante muchos años, Bernard Partridge obtiene un parecido exacto y lleno de vida sin más que ver a una persona una vez ni más esfuerzo que el necesario para comer un sandwich. El teclado de un piano es para mí un dispositivo que nunca he podido dominar, pero Cyril Scott lo usa con la misma exactitud que yo mis dedos; y para Sir Edward Elgar una partitura orquestal es tan inteligible a primera vista como para mí una página de Shakespeare. Un hombre no puede, después de intentarlo muchos años, tocar con facilidad la flauta. Otro toma una flauta cuyas llaves están ordenadas según una nueva invención, y la toca en el acto sin cometer una pifia. Todos conocemos personas para quienes el escribir es tan difícil que prefieren firmar su nombre con un signo, y al lado de ellas hay otras que dominan la taquigrafía e improvisan nuevos sistemas propios con la misma facilidad con que aprendieron el alfabeto. Estos contrastes se ven a derecha e izquierda y no tienen nada que ver con diferencias de inteligencia general, ni siquiera con la inteligencia especial correspondiente a la facultad en cuestión: por ejemplo, ningún compositor o autor dramático ha pretendido jamás ser capaz de ejecutar todas las partes que escribe para los cantantes, actores e instrumentistas que son sus ejecutantes. Eso sería lo mismo que esperar que Napoleón fuera un buen esgrimista o que el Astrónomo Real sepa mejor que su contable cuántos porotos suman cinco. Ni siquiera el excepcional dominio del lenguaje implica la posesión de ideas: Mezzofanti, que dominaba cincuenta y ocho idiomas, tenía menos que decir en ellos que Shakespeare con su poco latín y menos griego; y la vida pública es el paraíso de los hueros volubles.
Todos estos ejemplos, que se podrían multiplicar por millones, son casos en que el largo, laborioso, consciente y detallado proceso de la adquisición de hábitos se ha condensado en uno instintivo e inconsciente con el cual se nace. Factores que antes había que considerar uno por uno se integran en lo que parece un factor único y simple. Series de problemas difícilmente solubles se han comprimido en uno que se resuelve a sí mismo en el momento que se plantea, Es más: se los ha empujado atrás (o adelante, si se prefiere) y de ser prenatales pasan a ser prenatales, El niño puede tardar, en la matriz, tiempo en resolverlos, pero un tiempo milagrosamente corto.
El fenómeno implicado en cuanto al tiempo es curioso y sugiere que, o estamos equivocados acerca de nuestra historia, o exageramos enormemente los períodos requeridos por la adquisición prenatal de hábitos. En el siglo XIX hablábamos con gran volubilidad sobre períodos geológicos y de la manera más señorial tirábamos millones de monedas en nuestra reacción contra la cronología del arzobispo Ussher. Teníamos la manía de las grandes cifras y nos gustaba positivamente creer que el progreso que hacía el niño en la matriz estaba representado por eras y eras en la época prehistórica. Insistíamos en que la Evolución avanzaba más despacio de lo que se arrastra un caracol y que la Naturaleza no procede a saltos. Todo eso estaba muy bien mientras nos ocupábamos de hábitos adquiridos tales como los de respirar y digerir. Era posible creer que la lenta adquisición de esos hábitos había durado docenas de épocas. Pero cuando tenemos que considerar el caso de un hombre que nace no sólo como un perfecto metabolista, sino con tal aptitud para manipular con la taquigrafía o el teclado de un piano, que para cuando puede dirigir inteligentemente sus manos tiene ya por lo menos cinco sextos de taquígrafo o pianista, nos vemos obligados a sospechar que el teclado del piano y la taquigrafía son invenciones más antiguas de lo que suponemos, o que esas "adquisiciones" se pueden asimilar y almacenar como dotes congénitas en mucho menos tiempo del que creemos; por lo que, como entre Lyell y el arzobispo Ussher, es posible que Lyell no pueda reírse tan estrepitosamente como parecía hace cincuenta años.
La herencia es un viejo asunto
Es evidente que el proceso evolutivo es hereditario, o, para decirlo menos secamente, que la vida humana es continua e inmortal. Los evolucionistas tomaron la herencia como la cosa más natural. Lo mismo hizo todo el mundo. La mente humana está empapada de herencia desde los tiempos a los que podemos remontarnos. La aristocracia hereditaria, las monarquías hereditarias y las castas, profesiones y clases hereditarias eran las instituciones sociales más conocidas, y en algunos casos engorros públicos. Los hombres con pedigree contaban los perros con pedigree entre sus posesiones más apreciadas. Lejos de sentirse inconscientes o escépticos acerca de la herencia, se tenía en ella una credulidad loca: no sólo se creía en la trasmisión de las cualidades y los hábitos de generación en generación, sino que se esperaba que el hijo empezara mentalmente donde se había detenido su padre.
Esta creencia en la herencia llevó naturalmente a practicar la Selección Intencionada. La buena sangre y el buen origen eran buscados ávidamente en el matrimonio. Tratándose de plantas y animales, la selección con vistas a la producción de nuevas variedades se venía ya practicando desde que los hombres los cultivaban y criaban. Mi predarwiniano tío sabía tan bien como Darwin que el caballo de carreras y el caballo de tiro no eran creaciones separadas procedentes del Paraíso Terrenal, sino la adaptación, mediante la deliberada selección hecha por el hombre, del caballo guerrero medieval al moderno transporte deportivo e industrial. Sabía que hay cerca de doscientas clases distintas de perros, todos ellos capaces de producir uno con otro variedades que Adán no conocía. Sabía que lo mismo ocurre con las palomas. Sabía que los jardineros habían pasado la vida tratando de producir tulipanes negros, claveles verdes y orquídeas inverosímiles y habían producido flores que a Eva le hubieran parecido tan extrañas como ésas. Su disputa con los evolucionistas no consistía en que no admitía las pruebas de la evolución: la había aceptado, antes de haber oído hablar de ella, lo suficiente para probar más de diez veces que existía. Lo que repudiaba era el parentesco con el mono, que implicaba la sospecha de que tenía una cola rudimentaria, porque le ofendía en su sentido común y dignidad y pensaba que los monos eran ridículos y que las colas eran diabólicas cuando se las asociaba a la postura erecta. Creía también que la Evolución era una herejía que implicaba la destrucción del cristianismo, del que, como miembro de la Iglesia Irlandesa (la seudoprotestante), se consideraba como un pilar. Pero eso no se debía más que a su ignorancia; porque un hombre puede negar que desciende de un mono y ser elegible para el cargo de churchwarden, sin dejar por eso de ser un convencido evolucionista.
El descubrimiento anticipado por la adivinación
Es más, las personas religiosas pueden decir que se contaron entre los primeros evolucionistas. Weismann, con todo lo neodarwiniano que era, dedicó un largo pasaje en su Historia de le Evolución a la Filosofía de la Naturaleza, de Lorenz Oken, publicada en 1809, Oken definió la ciencia natural como "la ciencia de las sempiternas trasmutaciones del Espíritu Santo en el mundo".
Su religión lo puso desde un principio en el buen camino, y no sólo lo llevó a pensar todo un esquema de Evolución en términos abstractos, sino que le guió la puntería en un disparo científico significativamente bueno que lo llevó dentro de la esfera de Weismann. No sólo definió como protoplasma, o, como él decía, limo primitivo (Urschleim),la sustancia original de que se han desarrollado todas las formas de la vida, sino que dijo que este limo tomó la forma de vesículas, de las cuales procede todo el universo. Aquí estaba la moderna célula morfológica adivinada por un pensador religioso mucho antes de que el microscopio y el escalpelo la impusieran a la visión de los meros trabajadores de laboratorio incapaces de pensar y carentes de religión. Los trabajadores de laboratorio trabajaban muchísimo para averiguar lo que le ocurriría a un perro al que le obturaran los conductos biliares, o al mono si la mitad de sus sesos se los quemaba un hombre que carecía totalmente de ellos, del mismo modo que un niño le arranca las patas a una mosca para ver lo que le pasa a su vuelo, Lorenz Oken pensó mucho para averiguar lo que le pasaba al Espíritu Santo, y de ese modo aportó una contribución de extraordinaria importancia a nuestra comprensión de los seres que no tienen nada anormal en sus conductos biliares o en su sesera. El hombre que era suficientemente científico para ver al Espíritu Santo en todos los hechos más prosaicos de la vida se puso fácilmente a la cabeza de los zoquetes que no saben más que pecar contra Él. De ahí que mi tío, al burlarse de la Evolución, volviera la espalda a una compañía muy respetable, y, si alguien le hubiera señalado el solecismo que cometía, se habría retractado y disculpado inmediatamente.
El lado metafísico de la Evolución no era, pues, una novedad cuando llegó Darwin. Aunque Oken no hubiera vivido jamás, siempre habría habido millones de personas a quienes desde la niñez se les había enseñado a creer que a todos nos lleva continuamente hacia arriba una fuerza llamada Voluntad de Dios. Schopenhauer publicó en 1819 su tratado El mundo como voluntad y representación, que es el complemento metafísico de la historia natural de Lamarck, pues demuestra que la fuerza impulsora que actúa detrás de la Evolución es la voluntad de vivir, y de vivir, como dijo Cristo mucho antes, más abundantemente. Y los primeros filósofos, desde Platón hasta Leibniz, habían mantenido la mente humana abierta al pensamiento de que tras las transformaciones físicamente perceptibles del universo hay una idea.
Fechas corregidas acerca del descubrimiento de la evolución
Todo esto, recuérdenlo, era el estado de cosas en el período predarwiniano, que a muchos nos sigue pareciendo que es un período preevolutivo. El evolucionismo se puso en boga antes de que la reina Victoria subiera al trono. Permítaseme, para fijar esta cronología, repetir lo que contó Weismann de la revolución de julio de 1830 en París, cuando los franceses se desembarazaron de Carlos X. Goethe vivía todavía, y un amigo francés que fue a visitarlo lo encontró muy agitado.
-¿Qué piensa usted del gran acontecimiento? -le preguntó Goethe-. El volcán está en erupción, es todo llamas. Ya no puede haber conversaciones a puertas cerradas.
El francés contestó que la cosa era terrible; pero, ¿qué se podía esperar de tal ministerio y de tal rey?
-No diga bobadas -contestó Goethe-. No estoy pensando en esa gente, sino en la franca ruptura entre Cuvier y St. Hilaire en la Academia Francesa, Tiene una grandísima importancia para la ciencia.
La ruptura a que se refería Goethe era acerca de la Evolución; Cuvier sostenía que había cuatro especies, y St. Hilaire que no había más que una.
Entre 1830, cuando Darwin era un chico de diecisiete años que aparentemente no prometía nada, y 1859, en que lió vuelta al mundo con su Origen de las Especies, el Evolucionismo decayó algo. La primera generación de sus entusiastas iba envejeciendo y muriéndose; y a sus sucesores se les enseñaba el libro del Génesis, exactamente igual que a Eduardo VI (y que a Eduardo VII, si vamos a eso). Ninguno de los que conocían la teoría le añadió nada. Este decaimiento no sólo realzó la impresión de completa novedad cuando Darwin puso otra vez la cuestión en primer término; probablemente le impidió también comprender lo mucho que habían hecho ya otros, incluso su propio abuelo, contra quien se le acusó de ser injusto. Además, no sólo prosiguió el negocio familiar. Era un trabajador completamente original y seguía una nueva pista, como veremos en seguida. En todo caso, jamás hubiera pensado mucho, como naturalista práctico que era, en las especulaciones más o menos místicas de los deístas de 1790-1830. Los trabajadores científicos estaban entonces muy cansados del leísmo. Habían dejado de lado el enigma de la Gran Causa Primera por considerarlo insoluble y, en consecuencia, se llamaban a sí mismos Agnósticos. Abandonando la inescrutable cuestión de por qué existían las cosas, se habían puesto al trabajo de azada de descubrir qué ocurría realmente en el mundo y cómo ocurría,
Con toda su atención puesta en esa dirección, Darwin notó pronto que de una manera totalmente no mística y hasta sin sentido ocurrían muchas cosas que los antiguos deisto-evolucionistas habían tenido muy poco o nada en cuenta. Hoy, cuando disgustados y desilusionados nos volvemos del Neodarwinismo y el Mecanicismo al Vitalismo y a la Evolución Creadora, es difícil imaginar cómo este nuevo punto de partida de Darwin pudo parecerles a sus contemporáneos emocionante, agradable y, sobre todo, lleno de esperanzas. Permítaseme, pues, evocar un poco del ambiente de aquel tiempo, describiendo una escena, muy característica de sus supersticiones, en que yo tomé una parte que entonces fue considerada como inmencionable e indignante.
El desafío al rayo: un experimento frustrado
Una noche de hacia 1878, estando yo, que tenía entonces veinte y pico de años, en una reunión de solteros en casa de un médico en el barrio de Kensington, en Londres, se pusieron a hablar del reavivamiento del fervor religioso y alguien contó la anécdota de un hombre a quien, por haberse burlado incautamente de la misión de Moody y Sankey, entonces famoso dueto de evangelistas norteamericanos, lo tuvieron que llevar subsiguientemente en camilla a casa, herido, por blasfemo, por la venganza divina. Una tímida minoría, sin llegar a aventurarse a poner en tela de juicio que el incidente fuera cierto -pues, naturalmente, no querían correr el riesgo de que también a ellos los tuvieran que llevar a casa en camilla- se pusieron a buscarles las cosquillas a quienes les parecía magnífico; y empezó algo que se acertaba a una discusión. Al fin, el más evangélico de los discutidores adujo que en una ocasión Charley Bradlaugh, el ateo más formidable de la tribuna secularista, sacó su reloj en público y desafió al Todopoderoso a que, si realmente existía y desaprobaba su ateísmo, lo hiciera caer muerto antes de que pasaran cinco minutos. El principal bromista rechazó eso acaloradamente como una torpe calumnia, diciendo que Bradlaugh lo había contradicho repetidamente con indignación, e implicando que el paladín del ateísmo era un hombre demasiado piadoso para proferir tal blasfemia. La exquisita confusión de ideas despertó en mí el sentido de lo cómico. Para mí era muy claro que el desafío atribuido a Charles Bradlaugh era un experimento científico simple, directo y adecuado para comprobar si la expresión de opiniones ateas llevaba consigo algún riesgo personal. Era ciertamente el método que enseña la Biblia, donde Elías confundió a los profetas de Baal exactamente de la misma manera, zahiriendo burlonamente a su dios cuando dejó de mandar fuego desde el cielo. Conforme a eso, yo dije que si la cuestión que se debatía era la de si el castigo por poner en duda la teología de Moody y Sankey consistía en que una deidad indignada lo hiciera a uno caer muerto, de ninguna otra manera podía quedar zanjada más convenientemente que mediante el obvio experimento atribuído a Bradlaugh; y que, por lo tanto, si no lo hizo debía haberlo hecho. La omisión, añadí, se podía remediar fácilmente en aquel mismo momento, pues daba la casualidad de que yo compartía las opiniones de Bradlaugh en cuanto a lo absurdo de creer en esas violentas intromisiones de una deidad supernatural, y de cutis demasiado fino, en el orden de la naturaleza. Por lo tanto, al llegará eso saqué mi reloj.
El resultado fue electrizante. Ni los escépticos ni los devotos estaban preparados para soportar el resultado del experimento. Yo insté en vano a los piadosos a que confiaran en la buena puntería de su deidad con el rayo y en la justicia de su discriminación entre los inocentes y el culpable. En vano di ;e también a los escépticos que aceptaran el lógico resultado de su escepticismo. Pronto se vio que cuando se trataba de rayos no había escépticos. Nuestro anfitrión, viendo que sus huéspedes desaparecían precipitadamente si se profería el impío desafío, dejándolo solo con un solitario infiel bajo sentencia de exterminación en cinco minutos, intervino y prohibió el experimento, rogando al mismo tiempo que se cambiara de tema de conversación. Yo, por supuesto, accedí, pero no pude menos de decir que aunque no se habían pronunciado las temibles palabras, ya que las había formulado en mi mente era muy dudoso que las consecuencias se pudieran evitar sellando mis labios. Sin embargo, los demás dieron la impresión de que estaban seguros de que el juego se jugaría conforme a las reglas y que, mientras no dijera nada, importaba muy poco lo que yo pensara. Pero a mí me pareció que el principal del grupo evangélico estuvo un poco preocupado hasta que pasaron los cinco minutos y el tiempo siguió en calma.
En busca de la primera causa
Otro recuerdo. En aquellos tiempos pensábamos en términos de tiempo y espacio, de causa y efecto, como seguimos pensando, pero ahora no pedimos a la religión que explique completamente el universo en términos de causa y efecto y nos presente el mundo como artículo fabricado y propiedad particular de su Fabricante, Entonces sí, Nos inspiraba compasión el engaño en que vivían los paganos que creían que al mundo lo sostiene un elefante a quien sostiene una tortuga. Mahoma decidió que las montañas son pesos grandes que impiden que el mundo desaparezca volando en el espacio, Pero a aquellos orientales los refutábamos triunfalmente preguntándoles sobre qué se sostenía la tortuga. Los librepensadores preguntaban qué vino primero; la gallina o el huevo. A nadie se le ocurrió decir que, puesto que el problema final de la existencia es evidentemente insoluble y hasta impensable en términos causales, el problema de causa y efecto no podía existir, Para los religiosos esto hubiera sido puro ateísmo, pues partían de que Dios debe ser una Causa, y a veces lo llamaban la Gran Causa Primera, o, en lenguaje más selecto, la Causa Primaria. Para los racionalistas hubiera equivalido a renunciar a la razón, Aquí y allí, un hombre confesaría que estaba como con una linterna mortecina entra una densa niebla y que veía muy poco en ninguna dirección hacia el infinito. Pero no creía realmente que lo infinito fuera infinito o que la causa eterna fuera sempiterna; y suponía que todas las cosas, las conocidas y las desconocidas, obedecían a una causa.
De ahí que yo me encontrara un día, a fines de la séptima década del siglo pasado, en una celda del antiguo Oratorio de Brompton, discutiendo con un jesuita a quien había llamado uno de su rebaño para que intentara convertirme al catolicismo, El universo existe, me dijo el Padre; alguien ha debido hacerlo. Si ese alguien existe, contesté, alguien ha debido hacerlo a él. Se lo admito para seguir discutiendo, dijo el jesuita. Le concedo que haya quien ha hecho a Dios. Le concedo la larga lista de autores de Dios que usted quiera, pero es impensable y absurdo que el número de ellos sea infinito: no es más difícil creer en el primero que en el cincuenta milésimo o en el cincuenta millonésimo. ¿Por qué no aceptar el primero y no seguir más, puesto que el intentar seguir adelante no va a eliminar su dificultad lógica? Con permiso de usted, le repliqué, a mí se me hace tan difícil creer que el universo se ha hecho a sí mismo como que su autor se hizo a sí mismo; en realidad, mucho más fácil, pues el universo existe visiblemente y se va haciendo a medida que sigue existiendo, mientras que lo de su hacedor es una hipótesis. Naturalmente, no pudimos seguir discutiendo. El jesuita se levantó y dijo que él y yo éramos como dos hombres que manejaban una sierra, uno empujándola hacia adelante y otro tirando de ella hacia atrás, y sin cortar nada; pero después que habíamos dejado de hablar de aquel tema, y cuando atravesábamos el refectorio, el jesuita volvió a hablar de lo mismo y dijo que él se volvería loco si perdiera la fe. Yo, regodeándome en la robusta indiferencia de la juventud y el espíritu de lo cómico, me sentía muy a gusto y se lo dije; pero su evidente sinceridad no dejó de emocionarme.
Estas dos anécdotas son superficialmente triviales y hasta cómicas, pero debajo de ellas hay un abismo de terror. Revelan un estado de ánimo tan totalmente irreligioso, que la religión no significa sino la creencia en el fantasma del cuarto de niños, y su incongruencia se demuestra por un dilema lógico planteado en broma, pues ni el fantasma ni el dilema tienen nada que ver con la religión, ni son lo suficientemente serios para impresionar o confundir a ningún niño de más de seis años debidamente instruido. Apenas sabe uno qué es más espantoso: si lo abyecto de la credulidad o la frivolidad del escepticismo. El resultado era inevitable. Todos los que tenían el suficiente vigor mental se quedaron aislados en una negación vacuamente desdeñosa y discutieron, si discutieron, como yo con el jesuita. Pero su posición no era cómoda intelectualmente. Un miembro del Parlamento expresó lo incómodo que se sentía cuando, oponiéndose a que se admitiera a Charles Bradlaugh en el Parlamento, dijo:  “¡Qué caramba, un hombre debe creer en algo o en alguien!” Era fácil tirar el fantasma al tacho de basura, pero, así y todo, el mundo, nuestro rincón del universo, no parecía ser un puro accidente: manifestaba en todas direcciones pruebas de que existía un designio. Detrás de él había una mente y un propósito. Como hubiera dicho el parlamentario que se oponía a Bradlaugh, detrás de algo debe haber alguien: ningún ateo podía saltar por encima de eso.
El reloj de Paley
Paley había expuesto el argumento en una forma al parecer incontrovertible. Si uno encontrara un reloj lleno de un mecanismo exquisitamente adaptado para producir una serie de operaciones conducentes a cumplir un propósito central midiendo para la humanidad el trascurso del día y la noche, ¿podría creer que no era la obra de un hábil artífice que lo había ideado y hecho para aquel fin? Pues bien, aquí teníamos algo más admirable que un reloj: un hombre con sus órganos maravillosamente dispuestos, con cuerdas y equilibradores, vigas y pilares, sistemas circulatorios con caños y válvulas, membranas indicadoras, retortas químicas, carburadores, ventiladores, enchufes y desenchufes, trasmisores telefónicos en los oídos, lentes y registradoras de luz en los ojos; ¿era concebible que fuera la obra del azar, que ningún artífice hubiera intervenido, que no hubiera en él ningún propósito, designio ni inteligencia rectora? Eso era increíble, En vano dijo Helmholtz que "el ojo tiene todos los defectos que se pueden encontrar en un instrumento óptico y hasta algunos que le son peculiares" y que "si un óptico intentara venderme un instrumento que tuviera todos esos defectos, yo me consideraría muy justificado para reprocharle en los términos más fuertes su desidia y devolverle su instrumento". Desacreditar la destreza del óptico no era desembarazarse de el. El ojo podría no estar hecho tan inteligentemente como pensaba Paley, pero se hizo de algún modo, y lo hizo alguien.
Y en ese punto volvía a repetirse mi discusión con el jesuita. Era fácil decir que todo hombre se hace sus propios ojos; en realidad, los embriólogos lo habían sorprendido cuando se los estaba haciendo. Y del evidente propósito que lo movía a hacérselos, ¿qué? ¿Para qué quería ver sino para extender su conciencia, su conocimiento y su poder? Ese propósito actuaba en todas partes, y tenía que ser algo más grande que el hombre individual que se hacía sus propios ojos, Pero el admitir eso parecía implicar que al fantasma se le permitía volver; tan inextricablemente habíamos conseguido mezclar la creencia en la existencia del fantasma con la creencia en que en el universo existía un designio.
El irresistible grito de ¡orden, orden! 
Los jóvenes y desdeñosos leones científicos y filosóficos de hoy no deben reprochar a la Iglesia Anglicana el ser la causa de esta confusión ideológica. En 1562, convocada en Londres "para evitar la diversidad de opiniones y establecer el consenso acerca de la verdadera religión", proclamó en primer término, como artículo de fe, que Dios carece de "cuerpo, partes o pasiones", o, como decimos nosotros, que es un Elan Vital o Fuerza Vital, Desgraciadamente, ni a los padres de familia, ni a los sacerdotes, ni a los pedagogos, se les pudo inducir a que adoptaran ese artículo. San Juan pudo decir que "Dios es espíritu"; nuestra reina Elizabeth pudo ratificar dicho artículo una y otra vez; nuestros teólogos serios podían pensar, con toda la hondura de que eran capaces, que un Dios con cuerpo, partes y pasiones no podía ser más que un ídolo antropomórfico. Nada de eso importaba; la mayoría de la gente no podía concebir un Dios que no fuera antropomórfico, y, aferrándose a las leyendas del Antiguo Testamento acerca de un Dios cuyas partes vio uno de los patriarcas, finalmente opuso contra la Iglesia un Dios que, lejos de carecer de cuerpo, partes y pasiones, no se componía más que de eso, y las pasiones eran además muy malas. Aquella gente le impuso en la práctica este ídolo a la Iglesia misma, a pesar del Primer Artículo, y con ello produjo homeopáticamente el ateo, cuyo rechazo de Dios era simplemente un rechazo del ídolo y una manifestación contra una idolatría insoportable y nada cristiana. El ídolo, como señaló Shelley, a quien por eso lo echaron de Oxford, era un malvado todopoderoso con mala fama y un ilimitado poder, rencoroso, cruel, celoso, vengativo y físicamente violento, Los maestros de escuela más viles y los padres de familia más tiránicos se quedaban muy cortos al intentar imitarlo. Pero no fueron sus defectos sociales los que desacreditaron aquella idea, Lo que la hizo intolerable científicamente es que estaba dispuesta a trastornar en cualquier momento todo el orden del universo con la provocación más insolente, bien deteniendo el sol en el valle de Ajalón, bien mandando muerto a casa al ateo sobre una camilla improvisada (la camilla improvisada era indispensable para recalcar que el ateo no estaba preparado y que, no pudiendo salvarse arrepintiéndose en su lecho de muerte, subsiguientemente se achicharró por toda la eternidad en llamas sulfurosas). Fue ese desorden, esta negativa a obedecer las leyes de la naturaleza, la que creó la necesidad científica de destruirlo, La ciencia no podía tolerar un dios injusto; y la naturaleza estaba llena de padecimientos e injusticias. Pero un dios desordenado era imposible. En la Edad Media se llegó a una transacción mediante la cual se reconocieron dos clases diferentes de verdad, la religiosa y la científica, para que un hombre ilustrado pudiera decir que dos y dos eran cuatro sin que por eso lo quemaran por hereje. Pero el siglo XIX se imbuyó de una ignorancia entrometida, presuntuosa, de simple saber leer y escribir, social y políticamente poderosa, pero que ni Santo Tomás de Aquino ni siquiera Roger Bacon hubieran podido concebir; y la ciencia fue estrangulada por unos fanáticos ignorantones que invocaban la infalibilidad para su interpretación de la Biblia, que era considerada, no como literatura, ni siquiera como libro, sino en parte como un oráculo que respondía a todas las cuestiones y las zanjaba, y en parte como un talismán que los soldados tenían que llevar en sus bolsillos del pecho o que las personas que temían a los fantasmas debían poner debajo de la almohada, En las vidrieras se exhibían Biblias marcadas por balazos, regalos hechos por madres a sus hijos y con los que les salvaron la vida, pues los fusiles de aquel tiempo, que se cargaban por la boca, no podían perforar con un proyectil tantas páginas.
El momento y el hombre
Esta superstición de un continuo y caprichoso desorden en la naturaleza, de un legislador que era también un infractor de las leyes, creó ateos en todas direcciones entre la gente inteligente y de mente ágil, Pero el ateísmo no explicaba el reloj de Paley. El ateísmo no explicaba nada, e incumbía a la ciencia explicar todo lo que fuera fácilmente explicable. A la ciencia no le servía para nada la mera negación; lo que se quería entonces, sobre todo, era la demostración de que las pruebas de un designio se podían explicar sin recurrir a la hipótesis de un artífice personal. El genio que admitiendo los hechos de Paley le demostrara su insensatez descubriendo un método por el que los relojes pueden existir sin relojero, podía estar seguro de que los pensadores de su tiempo lo acogerían como jamás se había acogido hasta entonces a ningún filósofo natural.
Cuando maduró el tiempo apareció el genio: se llamaba Charles Darwin. Ahora bien, ¿qué fue lo que Darwin descubrió realmente?
Me temo que aquí voy a necesitar una vez más la ayuda de la jirafa, o camileopardo, como se le llamaba en tiempo del celebrado Buffon, No recuerdo cómo se impuso ilustrativamente este animal en la controversia sobre la Evolución, pero entonces no se podía prescindir de él y yo soy lo suficientemente anticuado para no poder prescindir de él ahora, ¿Cómo llegó a tener su cuello largo? Lamarck hubiera dicho que queriendo alcanzar las hojas más tiernas de la copa de un árbol e intentándolo hasta que consiguió el cuello largo que quería tener. Había también otra respuesta posible: que algún criador Prehistórico quiso producir una curiosidad natural y seleccionó los animales de cuello más largo que pudo encontrar y siguió produciéndolos hasta que al fin la selección intencionada, exactamente igual que en los caballos de carrera o en los pavos reales, produjo un animal con un cuello anormalmente largo. Pero observarán ustedes que ambas explicaciones implican una idea consciente, voluntad, designio, propósito, bien por parte del propio animal, bien por parte de una inteligencia superior que fiscaliza su destino. Darwin señaló -y eso nada más fue su famoso descubrimiento- que había una tercera explicación que no implicaba ni propósito ni designio por parte del animal ni por parte de nadie. Si el cuello de uno es demasiado corto para alcanzar el alimento, uno se muere. Esta puede ser la simple explicación del hecho de que todos los animales que han sobrevivido y que se alimentan de hojas de árboles tienen un cuello o una trompa suficientemente larga para alcanzarlas. Ahí queda destruida la creencia de que los cuellos han tenido que ser ideados para que alcancen la comida. Pero Lamarck no creía que los cuellos hubieran sido ideados así en un principio, sino en que fueron producto del deseo y de los esfuerzos. No necesariamente, dijo Darwin. Consideren el efecto de la multiplicación natural del número de jirafas según Malthus. Supongan que la estatura media de los animales que comen hojas es de cuatro pies y que su numero va aumentando hasta que llega un momento en que ya se han comido todos los árboles que no se alzan más que cuatro pies del suelo. Entonces los animales a los gane les faltan una o dos pulgadas para tener la estatura media se morirán de hambre. Los demás, que tienen una o dos pulgadas más de estatura que el promedio, se alimentarán mejor y serán más fuertes que los otros. Se asegurarán las parejas más fuertes y altas, y su progenie sobrevivirá mientras los que tienen una estatura media y por bajo de la media se extinguirán. Este proceso, mediante el que las especies ganan, digamos, una pulgada en alcance, se repetirá hasta que el cuello de la jirafa sea tan largo como para poder encontrar siempre comida a su alcance, punto en el que, por supuesto, el proceso selectivo se detiene y se detiene también el crecimiento del cuello de la jirafa. De otro modo, crecería hasta que pudiera mordiscar los árboles de la luna. Y esto, obsérvenlo ustedes, sin intervención de un criador divino o humano y sin intención, propósito, designio, ni siquiera idea consciente más allá del ciego deseo de saciar el hambre. Es cierto que este ciego deseo, que en realidad es voluntad de vivir, pone todo al descubierto, pero, en fin, comparado con el desear e intentar con los ojos abiertos, de Lamarck, el proceso darwiniano se puede describir como un capítulo de accidentes. Como tal, parece sencillo porque no se comprende desde un principio todo lo que implica. Pero en cuanto empieza uno a ver todo lo que significa, el corazón se le convierte a uno en un montoncito de arena. Encierra un horrible idealismo, reduce espantosa y condenablemente la belleza e inteligencia de la fuerza y del propósito, del honor y la aspiración, a cambios tan pintorescamente accidentales como los de un alud en un paisaje o un accidente ferroviario en una figura humana. Llamar a eso Selección Natural es una blasfemia, posible para muchos para quienes la Naturaleza no es sino una agregación casual de materia inerte y muerta, pero eternamente imposible para los espíritus y almas de los justos. Si no es una blasfemia, sino una verdad científica, no podemos seguir invocando las estrellas del cielo, las lluvias y el rocío, el invierno y el verano, el fuego y el calor, las montañas y las colinas, para exaltar al Señor con nuestro encomio, La obra de todos esos elementos consiste en todas las cosas haciendo que se muera de hambre o asesinando todo lo que no tenga suficiente suerte para sobrevivir en la lucha universal por la pitanza.
El borde del abismo sin fondo
Así llegó el cuello de la jirafa a cruzar todos los cielos y a hacer creer a los hombres que lo que veían era el crepúsculo de los dioses, Pues si este género de selección podía transformar a un antílope en una jirafa, era concebible que transformara a un pozo lleno de amebas en la Academia Francesa. Aunque la manera de Lamarck, la manera de vivir, la voluntad, la aspiración y el logro seguían siendo posibles, también era posible la nueva manera indicada del hambre, la muerte, la estupidez, la falsa ilusión, la casualidad y la mera supervivencia, que era ciertamente la manera en que habían ocurrido muchas transformaciones al parecer inteligentemente ideadas. Si yo no hubiera empezado por el preludio de la aparentemente ociosa narración de cómo verifiqué el método controversional de Elías, se me preguntaría cómo fue que al explorador que abrió ese abismo de desesperación, lejos de lapidarlo o crucificarlo como destructor del honor de la raza y del propósito del mundo, se lo aclamó como Liberador, Salvador, Profeta, Redentor, Iluminador, Rescatador, Esperanzador y Hombre que hizo Época, mientras al pobre Lamarck se le dejó de lado como tosco y fracasado adivinador que apenas era digno de que se le mencionara como a un precursor equivocado, A la luz de mi anécdota, la explicación es obvia.
Lo primero que hizo el abismo fue, tragarse a Paley, y al Desordenado Ideador y al Enemigo Todopoderoso de Shelley, y a todo el resto de estupideces seudorreligiosas que habían obstruido el camino arriba y adelante desde que todas las esperanzas del hombre se habían vuelto hacia la ciencia como Salvadora. Parecía una tumba tan conveniente que al principio nadie notó que no era sino un abismo sin fondo, que ahora se ha convertido en un verdadero terror. Porque aunque Darwin dejó a su alrededor un sendero para su alma. sus seguidores cavaron en seguida en toda su amplitud. Pero por el momento no hubo más que una loca alegría, una festiva celebración científica. Nos había oprimido tanto la idea de que todo lo que ocurría en el mundo era el acto personal y arbitrario de un dios de carácter tan peligrosamente celoso y y cruel, que hasta el aliviar los dolores de parto y utilizar el cloroformo en la mesa de operaciones era considerado como algo a que había que oponerse como una intromisión en sus disposiciones, que lo disgustaría, que nos precipitamos al encuentro de Darwin, Cuando le preguntaron a Napoleón qué iba a ocurrir cuando muriera, dijo que Europa expresaría su intenso alivio con un gran "¡Uf!" Pues bien; cuando Darwin mató al dios que se oponía al cloroformo, todos los que habían pensado en eso exclamaron; "¡Uf!" Paley quedó enterrado a mucha profundidad con su reloj, al que ya se le había encontrado una explicación completa sin ningún artífice. Todos nos alegramos tanto de habernos desembarazado de los dos, que no nos paramos a pensar en las consecuencias. Cuando un preso ve abierta la puerta de su mazmorra, se apresura a salir sin pararse a pensar dónde conseguirá la comida afuera. En el momento que averiguarnos que podíamos prescindir intelectualmente del enemigo todopoderoso de Shelley, el preso se dirigió al abismo, que no parecía ser más que un tacho de basura, con una decisión que hizo de nuestras vidas uno de los períodos más asombrosos de la historia. Si yo le hubiese dicho a mi tío que antes de que pasaran treinta años desde el día de nuestra conversación me expondría yo a las sospechas de la más grosera superstición poniendo en tela de juicio la suficiencia de Darwin, manteniendo la realidad del Espíritu Santo, y declarando que el fenómeno del Verbo que se hace Carne ocurre todos los días, me hubiera tenido por el loco más absurdo que jamás había producido nuestra familia. Pero así era. En 1906 podía yo haber vituperado a Jehová hasta con más vehemencia que Shelley, sin provocar protesta alguna en ningún círculo de pensadores ni sorprender desagradablemente a ningún público acostumbrado a las discusiones modernas; pero cuando describí a Darwin como "un inteligente y diligente criador de palomas", esa irreverencia blasfema, como pareció, fue recibida con horror e indignación. La marea ha cambiado, y cualquier atrevidillo puede decir lo que quiera sobre Darwin; pero quien quiera saber lo que era ser lamarckiano en el último cuarto del siglo XIX, no tiene más que leer los recuerdos que de Samuel Butler escribió Festing Jones, para ver basta qué punto un hombre genial podía quedar aislado por ser antagonista de Darwin, por un lado, y de la Iglesia por otro.
Por qué Darwin convirtió a la multitud
 Me doy perfecta cuenta de que al describir el efecto que Darwin produjo en los naturalistas y las personas capaces de reflexionar sobre la naturaleza y atributos de Dios dejo de lado a la vasta masa del público inglés.
He dicho en otra parte que la nación inglesa no se compone de ateos y Plymouth Brothers; y no voy a pretender que alguna vez se compuso de darwinianos y lamarckianos. El ciudadano medio es irreligioso y acientífico; se le puede hablar de cricket y de golf, de precios de mercado y de política de partidos, pero no de evolución y relatividad, de transustanciación y predestinación. Nadie le meterá en la cabeza la fatal distinción entre la Evolución, como la promulgó Erasmus Darwin, y la Selección Circunstancial (llamada Natural) que reveló su nieto. Con todo, la doctrina de Charles le llegó al ciudadano medio, mientras que la de Erasmus le pasó por encima de la cabeza. ¿Por qué no popularizó Erasmus Darwin la palabra Evolución con tanta eficacia como Charles?
La razón fue, creo yo, que la Selección Circunstancial es más fácil de entender, más visible y concreta que la evolución lamarckiana, La evolución como filosofía y fisiología de la voluntad es un proceso místico que sólo puede comprender el pensador preparado, apto y comprensivo. Aunque los fenómenos del uso y desuso, del querer algo e intentar conseguirlo, de la manufactura de hombres forzudos transformando hombres de fuerza corriente, son bastante familiares como hechos, son extremadamente desconcertantes como temas de pensamiento y lo llevan a uno a la metafísica en el momento en que trata de encontrarles una explicación. Pero los aficionados a las palomas y a los perros, los jardineros, los criadores de ganado y los mozos de cuadra pueden comprender la Selección Circunstancial porque se ocupan de producir transformaciones imponiendo sobre flores y animales una Selección Desde Afuera. Lo único que Darwin tenía para decirles era que el mero capítulo de accidentes está haciendo constantemente en una inmensa escala lo que ellos hacen en una escala muy pequeña. Apenas hay en ninguna casa de campo inglesa un peón que no haya llevado una lechigada de gatitos o perritos al balde para ahogarlos a todos menos al que le parece más prometedor. Lo único que un hombre de ésos tiene que aprender en cuestión de supervivencia de los más aptos es que actúa de más maneras que las que él ha observado; porque sabe perfectamente, como lo pueden comprobar ustedes si no son demasiado orgullosos para hablar con él, que esta clase de selección ocurre también naturalmente (en el sentido darwiniano); y que, por ejemplo, un invierno duro matará a un niño débil como el balde de agua mata a un cachorro débil. Además, allí está el labrador. El Touchstone shakesperiano se llevó una desagradable sorpresa al ver en el pastor un filósofo natural y dijo que por nada del mundo tomaría él parte en la selección sexual de carneros y ovejas. En cuanto a la producción de nuevas especies mediante la selección de variaciones, no es nada nuevo para el jardinero. Por eso, para quien le sean familiares estos tres procesos -la sobrevivencia de los más aptos, la selección sexual, y la variación que lleva a nuevas especies, no hay en Darwin nada que lo deje perplejo.
Ese fue el secreto de la popularidad de Darwin. Nunca dejó perplejo a nadie. Si pocos hemos leído El origen de las especies del principio al fin, no es porque recargue demasiado nuestro cerebro, sino porque lo vemos en conjunto y estamos dispuestos a aceptarlo mucho antes de que hayamos llegado al último de los innumerables casos e ilustraciones en que principalmente consiste el libro. Darwin llega a hacerse aburrido de la misma manera que un hombre que insiste en seguir demostrando su inocencia después que lo han absuelto. Se le asegura que no queda ni una mancha en su reputación y se le ruega que se vaya del juzgado, pero le parecerá que las pruebas siguen siendo insuficientes y le hará oír a uno todas las que existen en el mundo. Darwin era un hombre diligentísimo. Su paciencia, su perseverancia, su conciencia, llegaban al límite humano. Pero nunca penetró debajo de los hechos ni se elevó por encima de ellos más de lo que lo pudiera seguir un hombre corriente. No se dio cuenta de que suscitó una cuestión estupenda, porque, aunque se suscitó instantáneamente, no era eso lo que le interesaba. Tenía plena conciencia de haber descubierto un proceso de transformación y modificación que explicaba gran parte de la historia natural. Pero no lo expuso como si explicara toda ella. Lo puso bajo el título de Evolución, aunque, aun en el mejor de los casos, no era sino una seudoevolución; pero lo reveló como un método de la evolución, no como el método de la evolución. No pretendía que excluía otros, ni que fuera el principal. Aunque demostró que muchas transformaciones que habían sido consideradas como adaptaciones funcionales (la frase corriente para la evolución lamarckiana) se debían ciertamente o era concebible que se debieran a la Selección Circunstancial, puso cuidado en no proclamar que había reemplazado a Lamarck o que desaprobaba la Adaptación Funcional. En pocas palabras, no era darwiniano, sino un honesto naturalista que trabajaba en su tarea con tan poca preocupación por la especulación teológica, que jamás disputó con la pequeña secta evangélica en cuya f e había nacido, y siguió siendo hasta el fin el alma simpática y de fácil trato social que había sido en su adolescencia, cuando sus padres dudaban de si serviría para gran cosa en el mundo.
Cómo corrimos hacia abajo por una pendiente muy inclinada
No nos pasó lo mismo a nosotros, los demás intelectuales. Todos empezamos a irnos al diablo con la mayor alegría. Todo el que tenía una mentalidad capaz de cambiar de modo de pensar, cambió. Sólo Samuel Butler, sobre quien Darwin actuó homeopáticamente, reaccionó furiosamente contra él, izó al tope del mástil la bandera lamarckiana, manifestó con penetrante exactitud que Darwin había "desterrado del universo a la mente", y hasta, no pudiendo soportar el hecho de que el autor de una doctrina tan aborrecible fuera un hombre simpático y recto, atacó su fama personal, Nadie le prestó atención. La creciente marea del darvinismo lo sumergió tan completamente, que cuando Darwin quiso aclarar la confusión en que Butler basaba sus ataques personales, sus amigos, muy tontamente y por snobismo, lo convencieron de que Butler era un hombre de demasiada mala intención y demasiado desdeñable para que se le contestara. Importaba poco que fueran incapaces de reconocer que Butler era un hombre genial; lo que importaba era que no podían comprender la provocación que lo enfurecía. Entendían que desterrar del universo a la mente era una gloriosa iluminación y emancipación que hacía que Butler fuera un ignorante desagradecido. Aun hoy, cuando la eminencia de Butler es indiscutible y su biógrafo, Destin Jones, goza de una boga como la de Boswelll o Lochart, sus memorias lo muestran más bien como un desagradable ejemplo de los malos modales polémicos de un sacerdote rural que como un profeta que intentó llevarnos atrás cuando, bailando alegremente, íbamos a nuestra condenación por el puente de arco iris que el darwinismo había tendido sobre el abismo que separa a la vida y la esperanza de la muerte y la desesperación. Nosotros éramos unos intelectuales embriagados con la idea de que el mundo podía hacerse a sí mismo sin designio, propósito, destreza o inteligencia: en pocas palabras, sin vida. Pasábamos completamente por alto la diferencia entre la modificación de las especies mediante la adaptación a su ambiente y la aparición de nuevas especies: añadíamos la palabra "variaciones" o la palabra "deportes" (es curioso que un científico llamara deporte a un factor desconocido, en vez de llamarlo x) y dejábamos que se "acumularan" y nos explicaran la diferencia entre una cacatúa y un hipopótamo. Frases así nos dejaban en libertad de regodearnos demostrando a los Vitalistas y adoradores de la Biblia que en cuanto admitimos la existencia de cualquier clase de fuerza y estiramos el pasado hasta considerarlo como un tiempo ilimitado en que esa fuerza pueda actuar accidentalmente, se puede concebir que, por acción de la Selección Circunstancial, esa fuerza produzca un mundo en que cada función tenga un órgano perfectamente adaptado para ejercerla y que, por lo tanto, presente todo el aspecto de haber sido ideado para ese fin, como el reloj de Paley, por un artífice consciente e inteligente. Encontrábamos un perverso placer en alegar, sin sospechar lo más mínimo que nos reducíamos a nosotros mismos al absurdo, que todos los libros de la biblioteca del Museo Británico pudieron haber sido escritos palabra por palabra, tal como estaban en los estantes, aunque ningún ser humano hubiera tenido jamás conciencia de ellos, exactamente igual que los árboles, sin darse cuenta, hacen cosas admirables en los bosques.
Y los darwinianos fueron mucho más allá al negar conciencia a los árboles, Weismann insistió en que el pollito sale automáticamente de su cáscara; en que la mariposa, al lanzarse al aire para evitar el ataque del lagarto "no quiere evitar la muerte, ignora la muerte", y que lo que ocurre es simplemente que un instinto de vuelo, producido por la Selección Circunstancial, reacciona prontamente a una impresión visual producida por los movimientos del lagarto. Su prueba es que la mariposa se posa inmediatamente otra vez sobre la flor y repite su actuación cada vez que se le abalanza el lagarto, con lo que indica que en la experiencia no aprende nada -termina Weismann- y que hace inconscientemente lo que hace.
A un observador tan curioso no se le debía haber escapado que cuando el gato salta a la mesa del comedor, si se le pone en el suelo, instantáneamente vuelve a subir a ella, y finalmente establece su derecho a un puesto sobre el mantel, convenciéndolo a uno de que si se lo pone en el suelo cien veces, subirá de un salto a la mesa una vez más; de modo que el que quiera tener su compañía durante la comida, no la puede tener más que aceptando sus propias condiciones. Si Weismann pensaba realmente que los gatos obran así inconscientes de todo propósito, inmediato o ulterior, debía de conocer muy poco a los gatos. Un weismannista concienzudo, si de aquellos tiempos de locura sobrevive alguno, argüiría que en este momento no tengo yo plena conciencia de lo que estoy haciendo; que el que yo escriba estas líneas y ustedes las lean son efectos de la Selección Circunstancial; y que la prueba de que estoy escribiendo inconscientemente es que, llevando ya cuarenta años de escribir de esta misma manera, sin producir, que yo vea, ningún efecto visible en la opinión pública, debo de ser incapaz de aprender en la experiencia, y por lo tanto un mero autómata. Y la demostración weismannista de esto sería, por supuesto, otro efecto, igualmente inconsciente, de la Selección Circunstancial.
El darwinismo es irrefutable en última instancia
No se apresuren a decir que eso es inconcebible. Para la Selección Circunstancial todas las reacciones mecánicas y químicas son posibles, con tal que se acepten los cálculos de los geólogos acerca de la gran era de la tierra y, por lo tanto, se conceda tiempo suficiente para que actúen las circunstancias. Es cierto que la mera sobrevivencia de los más aptos en la lucha por la existencia, más la selección casual, fracasa tan irremisiblemente al explicar la obra de toda la vida del propio Darwin como al explicar mis habilidades como ciclista; pero, ¿quién puede probar que no hay otros factores sin alma inobservados e indescubiertos, que no requieren sino imaginación suficiente para ajustarlos a la evolución de un Jesús o un Shakespeare automáticos? Cuando le dicen a uno que es producto de la Selección Circunstancial, no lo puede uno refutar definitivamente. Lo único que puede uno decirle, desde el fondo de su convicción, al que se lo dice, es que es un necio y un embustero. Pero como esto, aunque sea inglés, es descortés, es más prudente ofrecerle la contraseguridad de que uno es producto de la evolución lamarckiana, que antes se llamaba Adaptación Funcional y ahora Evolución Creadora, y desafiarlo a que lo refute, cosa que él no puede refutar mejor de lo que puede uno refutar la Selección Circunstancial, pues esconcebible que ambas fuerzas sean capaces de producir cualquier cosa si se les da suficiente tiempo. También se le puede desafiar a que obre, nada más que por una hora, partiendo de la suposición de que puede cruzar Oxford Street en un estado de inconsciencia, confiando en que sus reflejos reaccionarán automáticamente y con prontitud a la impresión visual producida por un autobús y a la audible producida por su claxon. Pero si se permite uno desafiarle a que explique mediante la Selección Circunstancial un acto cualquiera de uno mismo, si el contradictor es bastante ingenioso y se esfuerza en encontrar una explicación, debería poder encontrar alguna que se ajustara bien al caso. Darwin encontró varias de esas explicaciones en sus controversias, Todo el que realmente quiere creer que el universo ha sido producido por la Selección Circunstancial en colaboración con una fuerza tan inhumana como a nosotros nos parece el magnetismo, puede encontrar, si se esfuerza, una excusa lógica para su creencia.
Tres ratones ciegos
El entontecimiento y la estupidez resultantes se pueden ilustrar comparando la facilidad y certidumbre con que Butler llegó a conclusiones humanas e inspiradoras partiendo de las grotescas estupideces y crueldades de la ociosa y tonta controversia que se suscitó entre los darwinianos acerca de si los hábitos adquiridos se pueden trasmitir de padres a hijos. Consideren ustedes, por ejemplo, cómo se puso a trabajar Weismann sobre este asunto. Un evolucionista dotado de una mente viva tendría que empezar por dejar caer la expresión popular "hábitos adquiridos", porque para él no hay ni puede haber otros, pues un hombre no es sino una ameba con adquisiciones. Después tendría que considerar detenidamente el proceso mediante el cual él mismo ha adquirido sus hábitos. Tendría que suponer que los hábitos con que nació debieron ser adquiridos por un proceso similar. Tendría que saber qué es un hábito, es decir, un acto intentado voluntariamente hasta que ha llegado a ser más o menos automático e involuntario; y nunca debería ocurrírsele que exista la posibilidad de que lesiones o accidentes causados por fuentes externas, contra la voluntad de la víctima, puedan establecer un hábito; que, por ejemplo, una familia adquiera el de morir en accidentes ferroviarios.
Sin embargo, Weismann se puso a investigar ese punto portándose como la mujer del carnicero del viejo cuento. Juntó una colonia de ratones y les cortó la cola. Luego esperó a ver si sus hijos nacían sin cola. No nacieron así, como se lo podía haber dicho Butler de antemano. Entonces les cortó la cola a los hijos y esperó a ver si los nietos nacían al menos con colas más cortas. Tampoco ocurrió así, como se lo podía haber vaticinado yo; y, con la paciencia y diligencia de que los científicos se jactan, les cortó también la cola a los ratones nietos y esperó, lleno de esperanzas, a que los bisnietos nacieran sin cola. Pero las colas que trajeron al mundo fueron las corrientes, como se lo podía haber profetizado a Weismann cualquier lerdo. Weismann infirió entonces que los hábitos adquiridos no se pueden trasmitir. Sin embargo, Weismann no era un imbécil nato. Era un hombre excepcionalmente inteligente y estudioso que no carecía de raíces de imaginación y filosofía, que el darvinismo había matado en él como malas hierbas. ¿Cómo pudo ser que no viera que no estaba experimentando con hábitos o características? ¿Cómo se le pasó por alto el hecho evidentísimo de que su experimento se había hecho durante muchas generaciones en China con los pies de las mujeres, sin que produjera la menor tendencia por su parte a nacer con pies anormalmente pequeños? Debía de estar enterado de lo de los pies fuertemente vendados, aunque ignorara las mutilaciones y el corte de orejas y de rabos que los criadores de perros y de caballos venían practicando durante muchas generaciones de desdichados animales. Esa asombrosa ceguera y estupidez, por parte de un hombre que no era ciego ni estúpido por naturaleza, es una expresiva ilustración de lo que Darwin hizo inintencionadamente en las mentes de sus discípulos cuando dirigió su atención tan exclusivamente hacia el principio de que la parte que la Evolución desempeña en la Evolución por accidente y violencia opera con total indiferencia hacia el padecimiento y el sentimiento.
Una vital concepción de la Evolución le hubiera enseñado a Weismann que los problemas biológicos no se resuelven agrediendo a ratones. La forma científica de su experimento debía haber sido algo como lo siguiente: Primero, debía haberse procurado una colonia de ratones muy susceptibles a la sugestión hipnótica. Después, debía haberlos hipnotizado hasta inculcarles la urgente convicción de que el destino del mundo ratonil dependía de la desaparición de su cola, como algún antiguo y olvidado experimentador parece que convenció a los gatos de la isla de Man. Habiendo así conseguido que los ratones desearan con una intensidad de vida-o-muerte perder sus colas, pronto habría visto unos pocos ratones nacidos con una cola corta o sin cola. Éstos hubieran sido reconocidos por los demás ratones como seres superiores y hubieran gozado de privilegios en la distribución de comida y en la selección sexual. Finalmente, a los ratones con cola los ejecutarían sus compañeros por monstruos, y quedaría completamente logrado el milagro de los ratones rabones.
La objeción a este experimento no es que parezca demasiado gracioso para que se lo tome en serio, ni suficientemente cruel para espantar a la plebe, sino simplemente que es imposible, porque el experimentador humano no puede llegar a la mente del ratón. Y eso es lo que tienen de malo todas las crasas crueldades de los laboratorios. Los secuaces de Darwin no pensaron en eso. Su única idea de la investigación consistía en imitar a la "Naturaleza" perpetrando violentas e insensatas crueldades, y en observar su efecto con un fatalismo paralizante que les impedía el esfuerzo mas pequeño para utilizar sus cuchillos y sus ojos, con lo que establecieron la abominable tradición de que el hombre que titubea en ser tan cruel como la propia Selección Circunstancial es un traidor a la ciencia. Porque el experimento de Weismann con los ratones era una mera broma en comparación con las atrocidades cometidas por otros darwinianos en sus ensayos para demostrar que las mutilaciones no se podían trasmitir. No hay duda de que los peores de estos experimentos no tenían nada de tales, sino que eran crueldades cometidas por hombres crueles a quienes atraía al laboratorio el hecho de que era un refugio secreto, tolerado por la ley y la superstición pública, para el aficionado a torturar apasionadamente. Pero no hay razón para sospechar de que Weismann era un sádico. El cortar la cola a varias generaciones de ratones no es bastante voluptuoso para tentar a un Nerón científico. No era más que una muestra de lo que produce el ver sólo con un ojo; y fue Darwin el que le saltó a Weismann el ojo humano y sensato. Darwin cegó y paralizó también a otros muchos ojos. Desde que proclamó que el creador y gobernador del universo es la Selección Circunstancial, el mundo científico ha sido la ciudadela de la estupidez y la crueldad. Por mucho que los hebreos temieran al dios tribal, ninguno se estremecía al pasar por delante de la pequeña Bethel o de la más orgullosa catedral que consagra las guerras, como nos estremecemos nosotros ahora al pasar por delante de un laboratorio fisiológico. Si temíamos al sacerdote y desconfiábamos de él, por lo menos le podíamos impedir la entrada a nuestra casa; pero, ¿qué podemos hacer con el moderno cirujano darwinista a quien tememos y de quien desconfiamos diez veces más, pero en cuyas manos tenemos que ponernos de cuando en cuando? La religión la habían envilecido lamentablemente, pero al menos proclamaba que las relaciones de cada uno de nosotros con nuestros semejantes eran las de un compañerismo en que todos éramos iguales y miembros uno de otro ante la justicia de nuestro padre común. El darwinismo proclamó que nuestra verdadera relación es de competidores y combatientes en una lucha por la mera sobrevivencia, y que todo acto de compasión o de lealtad al antiguo compañerismo es una vana y pícara tentativa para amenguar la severidad de la lucha y preservar variedades inferiores frente a los esfuerzos de la Naturaleza para extirparlas. Hasta en las Sociedades socialistas que existían únicamente para sustituir a la ley de la competencia con la del compañerismo y al método de precipitarse violentamente por una pendiente al mar con el de la previsión y prudencia, me vi yo considerado como un blasfemo y un sentimental ignorante, porque cuando se predicaba la doctrina neodarwiniana yo no intentaba ocultar mi desdén intelectual hacia su ciega tosquedad y su superficialidad lógica, ni mi natural aborrecimiento de lo que tiene de asqueantemente inhumana.
La más grande de las cualidades es el autodominio
Como en el darwinismo no hay sitio para la voluntad libre, ni para ninguna clase de libertad, los neodarwinianos sostienen que lo que se conoce con el nombre de autodominio no existe. Sin embargo, la única cualidad que la Selección Circunstancial debe invariable e inevitablemente desarrollar a la larga es el autodominio. Las cualidades no fiscalizadas se pueden seleccionar para la sobrevivencia y desarrollo durante ciertos períodos y bajo ciertas circunstancias. Por ejemplo, siendo los glotones ingobernables quienes más se esfuerzan para conseguir comida y bebida, sus esfuerzos desarrollarían su fuerza y astucia en un período de gran escasez en que por más que se esforzaran no conseguirían comer demasiado. Pero un cambio de circunstancias que implicara una abundante provisión de comida los destruiría. Vemos que eso mismo ocurre bastante a menudo en el caso del hombre pobre sano y vigoroso que en uno de los accidentes de nuestro comercio competitivo se hace millonario e inmediatamente procede a cavar su fosa con sus dientes. Pero el hombre que se domina a sí mismo sobrevive a todos esos cambios de circunstancias, porque se adapta a ellas y no come, ni tanto como lo que le cabe ni tan poco como para ir simplemente tirando, sino la cantidad que le sienta bien. ¿Qué es el autodominio? No es sino un sentido vital muy desarrollado que domina y regula los meros apetitos. Pasar por alto la existencia misma de este supremo sentido, no caer en la obvia inferencia de que es la cualidad que distingue a los más aptos para sobrevivir; en pocas palabras, omitir el más alto título moral de la Selección Evolutiva: todo esto, que los neodarwinianos hacían en nombre de la Selección Natural, demostraba la más lamentable falta de dominio de su propio asunto, la más pobre falta de observación de las fuerzas sobre las que actúa la Selección Natural.
Una muestra de invectiva lamarcko-shawiana
Los filósofos vitalistas no cometieron errores como ésos. Nietzsche, por ejemplo, cuando estaba incubando su gran verdad central de la Voluntad de Poder, en vez de ponerse a cortar colas a los ratones no encontró ninguna dificultad para llegar a la conclusión de que el objetivo final de esta Voluntad era el poder sobre uno mismo, y que los que buscan el poder sobre otros y bienes materiales seguían una pista falsa.
Naturalmente, el entontecimiento se fue agudizando a medida que iban muriendo los primeros darwinianos. El prestigio de estos exploradores, que para construir disponían de la precedente cultura evolutiva y en realidad no eran más darwinianos, en el sentido moderno, que el propio Darwin, dejó de deslumbrarnos cuando murieron Huxley, Tyndall, Spencer y Darwin y no nos quedaron más que personas de menor cuantía que aquéllos, que empezaron en Darwin y no tomaron nada más. En consecuencia, veo que en el año 1906 me dejé llevar por mi temperamento para lanzar invectivas a los neodarwinianos en los siguientes términos:
"Realmente no quiero insultar, pero cuando pienso en estos pobres lerdos que se asen precariamente al ángulo de la evolución que hasta un escarabajo puede comprender, con su cortejo de Torquemadas de tres al cuarto que chapalean en las infamias del laboratorio del vivisector y nos ofrecen solemnemente, como descubrimientos que hacen época, sus demostraciones de que los perros se debilitan y mueren si no se les da de comer, que el dolor intenso hace sudar a los ratones y que si a un perro se le amputa una pata el perro de tres patas tiene un hijo de cuatro, me pregunto qué es lo que ha hechizado a hombres inteligentes y humanos para dejarse impresionar por esta pandilla de necios, granujas, impostores, falsarios, mentirosos, y, aún peor, tontos conscientemente crédulos, Sería mil veces mejor que volvieran Moisés y Supergeon (un famoso predicador de entonces). Al fin y al cabo, a Moisés no se le puede entender sin imaginación ni a Spurgeon sin metafísica; pero sin imaginación, metafísica, poesía, conciencia o decencia se puede ser un perfecto neodarwiniano. Porque la Selección Natural carece de significación moral: trata de la parte de la evolución que carece de propósito y de inteligencia y a la que mejor se le podría llamar selección accidental, y, aún mejor, Selección No Natural, pues nada hay menos natural que un accidente. Si se pudiera demostrar que todo el universo es producto de una selección así, sólo los tontos y los granujas podrían soportar la vida."
Los humanitarios y el problema del mal
Pero los humanitarios se pusieron al principio tan contentos como el que más. Estaban perplejos ante el Problema del Mal y la Crueldad de la Naturaleza. Eran shelleyanos, pero no ateos. Quienes creían en Dios se encontraban en gran desventaja con los ateos, No podían negar la existencia de hechos naturales tan crueles, que atribuírselos a la voluntad de Dios es hacer de Dios un demonio. A toda persona que pensara un poco se le hacía imposible creer en Dios sin creer también en el Diablo. El Diablo pintado, con sus cuernos, su cola barbada y su morada de azufre ardiente, era un fantasmón increíble, pero el mal que se le atribuía era real; y los ateos argüían que o el autor del mal, si existe, tenía fuerza bastante para triunfar de Dios, o Dios es responsable moralmente de todo lo que le permite al Diablo hacer. Ninguna de estas conclusiones nos libraba del horror de atribuir la crueldad de la naturaleza a la actuación de una mala voluntad, ni la conciliaba con nuestros impulsos hacia la justicia, la caridad y una vida superior.
La Selección Circunstancial ofreció una completa liberación, es decir, un método mediante el que, teniendo los horrores todo el aspecto de ser elaboradamente planeados por un arbitrista inteligente, no son sino accidentes que carecen totalmente de significado moral. Supongamos que un observador ve desde una estrella un espantoso accidente de dos trenes que, llenos de viajeros, chocan a toda velocidad, ¿Cómo podría suponer que una catástrofe producida por unas maquinarias tan complicadas, tan ingeniosamente preparadas, tan hábilmente dirigidas y con un espíritu tan vigilante, había sido inintencionada? ¿No llegaría a la conclusión de que los señaleros eran unos diablos?
Pues bien, la Selección Circunstancial es en gran parte una teoría de choques, esto es, una teoría de la inocencia de muchas cosas al parecer diabólicamente ideadas. De esta manera les trajo Darwin a los humanitarios un gran alivio, así como un conocimiento más amplio de los hechos, Destruyó, para ellos, la omnipotencia de Dios, pero también disculpó a Dios de la horrible acusación de que era cruel. Reconozcamos que el consuelo fue superficial, y que una reflexión más honda mostraría que peor que todas las diabólicas deidades es un ciego, sordo, mudo, desalmado e insensato cúmulo de fuerzas que golpean como golpea un árbol cuando lo derriba el viento, o como hiere un rayo al propio árbol. Esto no se les ocurrió por el momento a los humanitarios: la gente no reflexiona mucho en el primer transporte de alegría por haber escapado de una situación intolerablemente opresiva. Como el peregrino de Bunyan, no podían ver el portón de mimbre, ni el Cenagal del Abatimiento, ni el castillo del Gigante Desesperación; pero vieron al fin del sendero la luz brillante y se dirigieron alegremente hacia ella como Evolucionistas.
Y tenían razón, porque el problema del mal se somete fácilmente a la Evolución Creadora. Si el poder impulsante detrás de la Evolución no es impotente sino en el sentido de que no parece haber límite a lo que puede lograr en último extremo, y si entretanto debe luchar con la materia y las circunstancias por el método de tanteo y error, el mundo debe de estar lleno de experimentos fracasados. Cristo puede encontrarse con un tigre, o un Gran Sacerdote mano a mano con un Gobernador romano, y ser los menos aptos para sobrevivir en esas circunstancias. Mozart puede ser un hombre genial que prevalece sobre emperadores y arzobispos, y tener unos pulmones que sucumben frente a una deletérea cualidad de un aire viciado, Si nuestras calamidades son accidentes o errores de quienes su autor se arrepiente sinceramente, no hay ninguna malicia en la Crueldad de la Naturaleza ni un Problema del Mal en el sentido en que se entendía en tiempo de la reina Victoria. A la teología de las mujeres que nos dijeron que se hicieron ateas cuando miraron a las cunas de sus hijos y los vieron estrangulados por la mano de Dios, le ha sucedido la teología de Blanco Posnet, con su: "Me figuro que f ué al principio cuando Hizo el crup. No se Le ocurrió entonces nada mejor; pero cuando se le estropeó en Sus manos, nos hizo a ti y a mí para que lucháramos en Su nombre contra el crup."
Cómo un toque de darwinismo establece el parentesco de todas las cosas
Otro interés humanitario en el darwinismo era que Darwin popularizó la Evolución en general, además de aportar su propia contribución. Ahora bien, el concepto general de la Evolución proporciona al humanitario una base científica porque establece la igualdad fundamental de todos los seres vivos, Hace que el matar un animal sea un crimen, exactamente en el mismo sentido que hace que el matar a un hombre sea un crimen. Es necesario a veces matar hombres, como es siempre necesario matar a los tigres; pero la Evolución ha borrado la antigua distinción teórica entre esos dos actos. Cuando yo era niño y me dijeron que nuestro perro y nuestro loro, con quienes yo estaba en las relaciones más íntimas, no eran seres como yo sino seres brutos, mientras yo era racional, no sólo no lo creí, sino que consciente e intelectualmente me formé la opinión de que la distinción era falsa; tanto que más tarde, cuando me revelaron por primera vez las opiniones de Darwin, dije inmediatamente que todo aquello lo había averiguado por mí mismo antes de cumplir diez años; y estoy muy lejos de tener la seguridad de que mi arrogancia juvenil no estaba justificada, pues lo único que se necesita para hacer que la Evolución sea no sólo una teoría concebible, sino también inspiradora, es este sentido del parentesco de todas las formas de la vida. San Antonio estaba maduro para la teoría de la Evolución cuando predicó a los peces, y San Francisco cuando llamó hermanitos a los pájaros. Nuestra vanidad y nuestro concepto snob de que la Divinidad, como la realeza terrenal, es una suprema distinción de clase en vez de ser la roca sobre que se asiente la Igualdad, nos han llevado a insistir en que Dios nos ha ofrecido unas condiciones especiales al ponernos aparte y por encima del resto de sus criaturas. La Evolución nos quitó esa vanidad, y aunque ahora matemos una pulga sin el menor remordimiento, al menos sabemos que hemos matado a una prima nuestra. Indudablemente, la pulga se lleva una horrorosa sorpresa cuando el ser a quien una todopoderosa Pulga Celestial creó para que sirva de alimento a las pulgas destruye a la saltarina señora de la creación con su cortante y enorme uña del dedo pulgar; pero ninguna pulga será tan necia como para predicar que el Hombre, al matar pulgas, aplica un método de Selección Natural que acabará por producir una pulga tan veloz que no habrá hombre capaz de atraparla, y con una constitución tan vigorosa que el polvo matainsectos no le hará más efecto que la estricnina a un elefante.
Por qué Darwin contentó a los socialistas 
No fueron los humanitarios los únicos, entre los agitadores, en acoger bien a Darwin. Darwin tuvo la suerte de complacer a todo el que quería ventilar algunas opiniones. Los militaristas fueron tan entusiastas como los humanitarios, los socialistas y los capitalistas. A los socialistas los animaba especialmente la insistencia de Darwin en la influencia del ambiente, Quizá el baluarte moral más firme del capitalismo sea la creencia en la eficacia del sentido individual de lo justo, Robert Owen hizo desesperados esfuerzos para convencer a los ingleses de que sus masas de criminales, borrachos, ignorantes y estúpidos eran víctimas de las circunstancias; de que si estableciéramos su nuevo mundo moral veríamos que las masas nacidas en una colectividad ilustrada y moral serían también ilustradas y morales. La respuesta natural a esto se encuentra en la Vida de Goethe, por Lewes. Lewes se burló de la idea de que al carácter lo gobiernan las circunstancias, La semejanza de las circunstancias difícilmente se puede llevar a un nivel más desoladamente muerto que en el caso de los individuos que nacen en casas de campo inglesas y luego los mandan primero a Eton o Harrow y después a Oxford o Cambridge para que les formen la mente y los hábitos. Si algo pudiera destruir la individualidad, sería eso. Sin embargo, de una educación como ésa salen individuos tan distintos como Pitt y Fox, Lord Russell y Lord Curzon, Winston Churchill y Lord Robert Cecil. Si la jirafa puede desarrollar su cuello a fuerza de intentarlo, un hombre puede desarrollar su carácter de la misma manera. La vieja frase de que "querer es poder" condensa en un proverbio la teoría lamarckiana de la adaptación funcional. Esto les pareció a los espíritus fuertes alentadoramente moral, y tranquilizadoramente piadoso a los espíritus débiles. Entonces la réplica más eficaz a un socialista era decirle que se reformara a sí mismo antes de pretender reformar la sociedad, Al rico le era muy agradable pensar que su superioridad la debía a su propio carácter, La revolución industrial había hecho monstruosamente ricos a numerosos codiciosos sin ningún talento. Nada podía ser para ellos más humillante y amenazador que la opinión de que la lluvia de oro que les había entrado en sus bolsillos era tan meramente accidental, en nuestro sistema industrial, como la lluvia de agua que caía sobre sus paraguas, Nada, tampoco, más halagador y fortificante que la suposición de que eran ricos porque eran virtuosos.
El darwinismo barrió ese concepto individual de lo justo, e hizo más que justificar a Robert Owen: descubrió que el ambiente ejerce en un organismo una influencia más patente que la que decía Owen, Esa influencia implica que los haraposos callejeros son producto de tugurios y no del pecado original; que las prostitutas son producto de salarios de hambre y no de la concupiscencia femenina. Volcó también la autoridad de la ciencia sobre el socialista que dijo que quien quiera reformarse a sí mismo debe empezar por reformar la sociedad. Sugirió que para que haya ciudadanos sanos y ricos se necesitan ciudades sanas y ricas, y que éstas no pueden existir sino en países sanos y ricos, Así se podía llegar a la conclusión de que el tipo de persona indiferente al bienestar de sus vecinos mientras su propio apetito quede satisfecho es un tipo desastroso, y que el tipo de persona que se preocupa hondamente de su ambiente es el único posible para una colectividad permanentemente próspera, Mostró que los sorprendentes cambios que Robert Owen produjo en niños que trabajaban en fábricas, cambios que ahora no nos parecen demasiado generosos, no era nada en comparación con los cambios -no sólo de hábitos sino de especies, no sólo de especies sino de órdenes- concebibles por la actuación del ambiente sobre los individuos sin carácter y sin que intelectualmente se den cuenta de que ocurren. No es de extrañar que los socialistas recibieran a Darwin con los brazos abiertos.
Darwin y Karl Marx
Además, los socialistas tenían su propio profeta evolutivo, que desacreditó a Manchester como Darwin desacreditó al Paraíso Terrenal. Karl Marx había proclamado en 1848, en su Manifiesto Comunista (que ahora goza de autoridad evangélica en Rusia), que la civilización es un organismo que evoluciona irresistiblemente bajo la selección circunstancial. En 1867 publicó el primer tomo de Das Kapital. La rebelión contra la idolatría antropomórfica, que fue, como hemos visto, el secreto del éxito de Darwin, fue acompañada de una rebelión contra la respetabilidad convencional que cubría no sólo el bandidaje y piratería de los barones feudales, sino también la hipocresía, lo inhumano, el snobismo y la codicia de la burguesía, corrompida hasta el tuétano por identificar diabólicamente el éxito en la vida con las grandes ganancias. En el momento en que Marx mostró que la relación de la burguesía con la sociedad era crasamente inmoral y desastrosa y que la encalada pared de las pecheras almidonadas ocultaba y defendía la más infame de las tiranías y el más vil de los latrocinios, se convirtió en un profeta inspirado para todas las almas generosas a quienes les llegó el libro. Marx dijo y demostró lo que esas almas querían que demostrara, y después no estaban dispuestas a oír nada contra él, Ahora bien, Marx no era infalible: sus principios económicos, medio tomados de otros, medio hechos en casa por un amateur literario, no eran, si se seguían, ni siquiera favorables al socialismo. Su teoría de la civilización la había promulgado ya Buckle en su Historia de la Civilización, libro que para sus lectores fu¿ tan trascendental como Das Kapital. En el primer tomo de Das Kapital, que se leyó mucho, no se hablaba de socialismo; sus referencias a los obreros y a los capitalistas mostraban que Marx no había respirado jamás el aire industrial, y que su argumentación la había extraído de publicaciones oficiales en el Museo Británico. Comparado con Darwin, no parecía tener facultades de observador: en Das Kapital no había ni un solo hecho que no hubiera sacado de algún libro, ni un argumento no iniciado por otro en algún folleto. Eso no tenía ninguna importancia, pues Darwin expuso a la burguesía y acabó con su prestigio moral. Bastaba con eso para que por el momento, como Darwin, tuviera a la Voluntad Mundial agarrada de una oreja. Marx tenía, además, lo que Darwin no tenía: un implacable y fino don literario judío, con una terrible fuerza de odio, invectiva, ironía y todas las amargas cualidades engendradas por la opresión que un sistema social incompatible con él sometió a un joven genial y un tanto mimado (Marx era el hijo mimado de una familia de buena posición) y después por el exilio y la pobreza. Así, Marx y Darwin derribaron juntos dos ídolos estrechamente relacionados y se convirtieron en profetas de dos nuevos credos.
Por qué Darwin gustó también a los aprovechadores
Pero, ¿cómo, si eso era así, consiguió Darwin triunfar también entre los capitalistas? No es fácil contentar a dos mundos cuando uno de ellos predica la guerra de clases y el otro la practica vigorosamente, La explicación es que el darwinismo estaba tan estrechamente ligado con el capitalismo, que Marx lo consideró más como un producto económico que como una teoría biológica, Darwin tomó su principal postulado -la presión de la población sobre los medios de subsistencia disponibles -del tratado de Malthus sobre la Población, como tomó del geólogo Lyell, quien deshizo el cálculo bíblico que el arzobispo Ussher hizo de la edad de la tierra, diciendo que contaba 4004 años anteriores a Cristo más los años posteriores, el otro postulado de que para que aquella presión sea efectiva se necesita un tiempo prácticamente ilimitado. Los tratados de los economistas ricardianos sobre la Ley de la Renta Decreciente, que no era más que la versión que la escuela manchesteriana dio de la jirafa y los árboles, fueron atacados violentamente cuando Darwin era un hombre joven. En realidad, el descubrimiento de los fisiócratas franceses en el siglo XVIII sobre el efecto económico de la Selección Comercial en los suelos y los sitios, y el de Malthus acerca de la competencia por la subsistencia -que se atribuía a la presión de la población sobre los medios disponibles- había llevado ya la ciencia política al irrespirable ambiente de fatalismo que es la plaga característica de Darwin. Mucho antes de que Darwin publicara ni una línea, los economistas ricardo-malthusianos predicaban la doctrina fatalista del Fondo de Salarios y aseguraban a los obreros que el sindicalismo es un vano desafío a las inexorables leyes de la economía política, como los neodarwinianos nos aseguraron poco después que la legislación contra el alcoholismo era un vano desafío a la Selección Natural y que la verdadera manera de combatir el alcoholismo consiste en dejar que la ginebra barata inunde el país y que sobrevivan los más aptos. El cobdenismo no consiste, al fin y al cabo, sino en encomendar el comercio a la Selección Circunstancial.
Sería difícil exagerar la importancia que una vasta propaganda política y clerical del ambiente moral del darwinismo tuvo para su preparación. Nunca en la historia, que yo sepa, se había intentado persuadir a la especie humana tan resueltamente, con tantos subsidios, con tal organización política, de que todo el progreso, toda la prosperidad, toda la salvación, individual y social, dependen de una incontenida lucha por comida y dinero, de la supresión y eliminación de los débiles por los fuertes, del Librecambio, de la Libertad de Contratar y Competir, de la Libertad Natural, del Laisser-faire: en suma, de "hundir impunemente al prójimo" declarando que son "contrarias a las leyes económicas" toda intromisión de un gobierno guía, toda organización excepto la policial para proteger el fraude legalizado si la gente empieza a pegar puñetazos, todo intento de introducir en el torbellino industrial un designio, una previsión y un propósito humanos, Hasta los proletarios simpatizaban con eso, aunque para ellos la libertad capitalista sólo significaba la esclavitud del salario sin las salvaguardias legales de que gozaban los siervos. La gente estaba cansada de gobiernos, reyes, sacerdotes y providencias y quería ver cómo arreglaría la Naturaleza las cosas si se le dejara sola, Y lo vieron, a su propia costa, cuando Lancashire consumió nueve generaciones de esclavos asalariados en una generación de amos, Pero sus amos, que cada día eran más ricos, estaban muy contentos; y Bastiat demostró convincentemente que la Naturaleza había establecido Armonías Económicas que resolverían los problemas sociales mucho mejor que las teocracias, las aristocracias y las plebecracias, pues el verdadero deus ex machina era la plutocracia sin frenos.
La poesía y la pureza del materialismo
Así lucharon las estrellas, en su curso, a favor de Darwin. Toda facción extrajo de él una moral: todo católico, que odiaba las facciones, basó en él una esperanza; todo canalla se sintió justificado por él; todo santo se sintió estimulado por él. La idea de que una doctrina tan espléndidamente luminosa pudiera producir algún daño parecía tan tonta como la de que los ateos nos iban a robar las cucharas. Los físicos fueron más allá que los darwinianos. Tyndall dijo que veía en la Materia la promesa y potencia de todas las formas de vida, y con su gráfica lucidez irlandesa pintó un cuadro de un mundo de átomos magnéticos, cada uno con un polo positivo y otro negativo, que se organizaba a sí mismo, mediante la atracción y la repulsión, en una ordenada y cristalina estructura. Un cuadro así es peligrosamente fascinador para los pensadores oprimidos por los sangrientos desórdenes del mundo que conocemos. Ansiosos de temas de meditación más puros, encuentran en la contemplación de cristales y magnetismos una felicidad más dramática y menos infantil que la que encuentran los matemáticos en los números abstractos, porque ven en los cristales belleza y movimiento sin los corruptores apetitos de la vitalidad carnal. En un materialismo como el de Lucrecio y de Tyndall hay una nobleza que produce poesía: John Davidson encontró en él su más alta inspiración. Ni el pesimismo que contempla el enfriamiento del sol y el retorno de los hielos degrada al pesimista; por ejemplo, los Quincy Adams, con su insistencia en que la moderna degradación democrática es un inevitable resultado del achicamiento del sol, no son tan inhumanos como los viviseccionistas. Quizá nadie sea en el fondo tan bobo como para creer que la vida está a merced de la temperatura: a Dante le tuvo sin cuidado la objeción de que ni Brunetto pudo haber vivido en el fuego ni Ugolino en el hielo.
Pero los físicos se encontraron con que su visión intelectual del mundo era incomunicable a quienes no hubieran nacido teniéndola. Al público le llegó simplemente como Materialismo, y el materialismo perdió su peculiar pureza y dignidad cuando entró en la reacción darwiniana contra el fetichismo de la Biblia. Entre los dos hicieron cisco la religión; y donde había habido un dios, una causa, una f e en que el universo era un universo ordenado, por inexplicable que su orden nos pudiera parecer, quedó un vacío total. El caos volvió otra vez. Su primer efecto fue embriagador: nosotros sentimos la impresión de la libertad que siente el niño que se escapa de casa, antes de que empiece a sentir hambre, soledad y miedo. En esta fase no queríamos que volviera nuestro Dios. Imprimimos los versos en que William Blake, el más religioso de nuestros grandes poetas, llamó Viejo Papádenadie al ídolo antropomórfico y lo escarneció en términos que el impresor tuvo que dejarnos adivinar en espacios en blanco. Oíamos al sacerdote que tronaba diciendo que no hay que burlarse de Dios, y nos divertimos mucho riéndonos de Él a gusto sin que nos ocurriera nada malo, Pero no se nos ocurría que, en vez de ser una ficción ridícula, el Viejo Papádenadie podía ser sólo un impostor, y que el poner de manifiesto a este Capitán Koespenick de los cielos, lejos de demostrar que no existía un verdadero capitán, más bien demostraba lo contrario; y que, para resumir, Papádenadie no habría podido personificar a nadie si no hubiera habido un Papádealguien a quien personificar. No veíamos el significado del hecho de que en la última ocasión en que a Dios se le "expulsó con un bieldo", hombres tan distintos como Voltaire y Robespierre dijeran: uno, que si Dios no existe habría que inventarlo, y el otro, que después de intentar sinceramente prescindir de un Ser Supremo en la política práctica, la hipótesis de su existencia era completamente indispensable y no se le podía reemplazar con la simple Diosa Razón. Si se citaban estas dos opiniones, se citaban como bromas a costa de Papádenadie. Por el momento estábamos seguros de que cualquiera que fuese el resto de superstición que obsesionara a aquellos hombres del siglo XVIII, nosotros, los darwinianos, podíamos vivir sin Dios y nos habíamos desembarazado de él para siempre.
Los virreyes del Rey de Reyes
Ahora bien, en política es mucho más fácil prescindir de Dios que prescindir de sus virreyes, vicarios y lugartenientes; y mucho antes de que empezáramos a echar de menos a su principal empezamos a echar de menos a sus lugartenientes. Los católicos hacen lo que les dicen sus confesores, sin molestar a Dios; y los monárquicos se contentan con adorar al rey y llamar al agente de policía. Pero a los más fieles lugartenientes de Dios les faltan a veces credenciales, Pueden ser unos ateos declarados, que son también hombres honrados y dotados de un alto espíritu público. La vieja creencia de que a Dios le importa mucho que un hombre se crea ateo o no, y que la importancia que a eso da se puede expresar con exactitud con una sola maldición, era un error; porque la divinidad está en la honra y en el espíritu público, no en un credo o non credo de labios afuera. Las consecuencias de este error fueron graves cuando la aptitud de un hombre para un cargo público se probaba, no con su honradez y espíritu público, sino preguntándole si creía en Papádenadie o no. Si decía que sí, se le consideraba apto para el cargo de Primer Ministro, aunque, como dijo nuestro sacerdote más competente, lo que aquella afirmación implicaba era que quien la profería era un lerdo, un fanático o un mentiroso. Darwin destruyó esa prueba de aptitud, pero cuando impensadamente se prescindió de ella no quedó ninguna otra; y la puerta de acceso a la confianza pública quedó abierta para el hombre que no tenía sentido de Dios porque no tenía sentido de nada que no fueran sus propios intereses, apetitos personales y ambiciones. El resultado fu¿ que la gente que no veía ningún inconveniente en no ser gobernada más por Papádenadie, se encontró de pronto ante la seria inconveniencia de que le gobernaran tontos y aventureros comerciales. Se habían olvidado no sólo de Dios, sino también de Goldsmith que les advirtió de que "allí donde el comercio prevalece mucho tiempo se hunde la decencia".
Los lugartenientes de Dios no siempre son personas: algunos de ellos son ficciones legales y parlamentarias. Uno de ellos es la Opinión Pública. A los estadistas y publicistas predarwinianos no los frenaba directamente Dios; se frenaban a sí mismos levantando una imagen de una Opinión Pública que no toleraría ninguna tentativa de intromisión en las libertades inglesas. Su manera favorita de decirlo era que un gobierno que se propusiera infringir tal o cual libertad inglesa no duraría ni una semana, Esto no era cierto; no había tal opinión pública, ni límite alguno a lo que el pueblo inglés aguantaría en abstracto; ni privaciones, dentro de no empezar inmediatamente a pasar hambre, que no aguantaría en concreto. Pero este mismo desvalimiento del pueblo había obligado a sus gobernantes a fingir que el pueblo no era impotente y que la certidumbre de la resistencia popular impedía que se jugara con la Carta Magna o los derechos individuales o la autoridad del Parlamento. Ahora bien, la realidad detrás de esta ficción era que la libertad es una necesidad vital para el progreso humano. En consecuencia, aunque era un tanto difícil efectuar una reforma política, a su adversario más exaltado no le quedaba, después de aprobada por el Parlamento, ninguna esperanza en que el gobierno la abrogaría o la archivaría, o de que se le pudiera sobornar para que dejara de aplicarla. Desde Walpole hasta Campbell Bannerman, no hubo ningún Primer Ministro a quien se le hubiera podido ocurrir que se podía renegar de una política o recurrir al soborno, aunque fueron muchos los que recurrieron a corromper, sin pararse en barras, para conseguir los votos de miembros del Parlamento para su política.
Oportunismo político in excelsis
En el momento en que Papádenadie murió asesinado por Darwin, la Opinión Pública, como delegada de la divinidad, perdió su santidad. Los políticos dejaron de decirse que el público inglés no toleraría esto o aquello; y se permitieron saber que para sus propios fines personales, que se limitan a permanecer diez o veinte años en las primeras bancas del Parlamento, al público inglés se le puede llevar con supercherías a creer y aguantar todo lo que a los políticos les resulta lucrativo imponerles, y que cualquier falsa disculpa puede servir para un paso impopular si no se da el brazo a torcer durante una quincena, es decir, hasta que se olviden los términos de la disculpa. El pueblo, al que no se le ha enseñado o se le ha enseñado mal, es políticamente tan ignorante e incapaz que esto no importaría mucho en sí; porque a un político que les dijera la verdad no lo entenderían, y de hecho los desorientaría más que si hablara teniendo en cuenta su ceguera en vez de su propia sabiduría. Pero aunque en este respecto no hay ninguna diferencia entre el mejor demagogo y el peor, puesto que los dos tienen que exponer su caso en iguales términos melodramáticos, hay una enorme diferencia entre el estadista que con supercherías induce al pueblo a que le dejen hacer la voluntad de Dios, sea cualquiera el disfraz con que se le pueda presentar, y el que con supercherías no persigue sino su ambición personal y los intereses comerciales de los plutócratas dueños de los diarios y que lo apoyan en términos de reciprocidad. Y hay casi una diferencia tan grande entre el estadista que hace eso ingenua y automáticamente, o que hasta lo hace diciéndose a sí mismo que es ambicioso, egoísta e inescrupuloso, y el que lo hace por principios, creyendo que si todos siguen la línea de menor resistencia el resultado será la sobrevivencia de los más aptos en un universo perfectamente armonioso. En cuanto se produce un ambiente de fatalismo por principio, poco importa cuáles puedan ser las opiniones o supersticiones de los estadistas individuales en cuestión. Los ejecutantes de la política pueden ser un Kaiser lector devoto de sermones, un Primer Ministro que canta himnos emocionado, o un general católico fanático; pero la política será de un oportunismo carente de principios; y todos los gobiernos serán como el vagabundo que siempre camina a favor del viento y acaba en la miseria, o como la piedra que rueda por una montaña y acaba siendo un alud: su camino es el camino a la destrucción.
La traición de la civilización occidental 
Antes de que pasaran sesenta años desde la publicación de El origen de las especies, de Darwin, el oportunismo político había llevado al descrédito a los Parlamentos; había creado una demanda popular de acción directa por los obreros organizados ("Sindicalismo"); y había destruido el centro de Europa en un paroxismo de terror crónico mutuo, de la cobardía de los irreligiosos, que, tras la máscara de bravura del patriotismo militar, había dominado a las potencias como una pesadilla desde la guerra franco-prusiana de 1870-71. El antiguo y recio liberalismo cosmopolita desapareció casi inadvertidamente. En el momento actual todas las ordenanzas para el gobierno de nuestras colonias de la Corona contienen, como la cosa más natural, prohibiciones de toda crítica, hablada o escrita, de sus funcionarios gobernantes, prohibiciones que hubieran escandalizado a Jorge III y provocado folletos liberales de Catalina II. Los estadistas temen a los suburbios, a los diarios, a los especuladores, a los diplomáticos, a los militaristas, a las casas de campo, a los sindicatos obreros, a todo lo efímero del mundo, salvo a las revoluciones que provocan; y temerían a éstas si no ignoraran demasiado la sociedad y la historia para apreciar el riesgo y saber que una revolución siempre parece sin esperanzas e imposible el día antes de que estalle y en realidad no estalla hasta que parezca imposible y sin esperanzas; porque los gobernantes a quienes les parece posible se aseguran contra el riesgo gobernando razonablemente. Esto trae una situación fatal para la estabilidad política: la de que no se sabe dónde poner a los políticos, Si sintieran temor de Dios, tal vez sería posible llegar a un acuerdo general acerca de lo que Dios desaprueba; y Europa podría organizarse sobre esa base. Pero el pánico actual, en que los Primeros Ministros van a la deriva de elecciones en elecciones, sea luchando, sea escapándose de todo el que les muestra el puño, hace que una civilización europea sea imposible. La paz y prosperidad de que gozamos antes de la guerra dependía de la lealtad de los Estados occidentales a su propia civilización. Aquella lealtad no podía encontrar expresión práctica sino en una alianza de las Potencias occidentales altamente civilizadas contra las primitivas tiranías del Este. Inglaterra, Alemania, Francia y los Estados Unidos hubieran podido imponer la paz en el mundo y fomentar la civilización moderna en Rusia, Turquía y los Balcanes. Toda mezquina consideración debía haber dejado paso a esta necesidad de solidaridad de la civilización más alta. Lo que ocurrió de hecho fue que Francia e Inglaterra, a través de sus empleados los diplomáticos, hicieron una alianza con Rusia para defenderse contra Alemania; Alemania se alió con Turquía para defenderse contra los tres; y esas dos combinaciones suicidas y nada naturales chocaron en una guerra que se acercó más a ser la guerra de exterminio que ninguna otra desde los tiempos de Timur el Tártaro; mientras que los Estados Unidos se mantuvieron apartados todo el tiempo que pudieron y los demás Estados hicieron lo mismo o se unieron a la refriega llevados por la coacción, el soborno o su propio juicio acerca de cuál era el sol que más iba a calentar, Y en el momento actual, aunque la lucha principal ha cesado después de la rendición de Alemania en condiciones que los victoriosos nunca han soñado en cumplir, subsiste la exterminación por el bloqueo y el hambre, que fue lo que obligó a Alemania a rendirse, aunque se puede tener la seguridad de que si los vencidos se mueren de hambre también se van a morir de hambre los victoriosos y Europa liquidará sus asuntos, no declarándose en quiebra, sino en el caos.
Se observará que, fundamentalmente, todo esto no era sino una idiota tentativa por parte de cada país beligerante para asegurarse para sí la ventaja de la supervivencia de los más aptos a través de la Selección Circunstancial. Si las Potencias occidentales hubieran seleccionado a sus aliados inteligentemente, vitalmente, con un fin, ad majorem Dei gloriam, como buenos europeos, como decía Nietzsche, hubiera habido una Sociedad de Naciones y no hubiera habido una guerra. Pero como la selección que se buscó fué una selección oportunista puramente circunstancial, por lo que las alianzas fueron simplemente matrimonios de conveniencia, han resultado, no sólo tan malas como se podía esperar, sino mucho peores de lo que el pesimismo más sombrío hubiera podido imaginar. 
La selección circunstancial en las finanzas
No sabemos todavía cómo terminará todo eso. Cuando los lobos se conciertan para matar un caballo, la muerte del caballo no hace sino ponerlos a luchar uno con otro por los pedazos más sabrosos. Los hombres no son mejores que los lobos cuando no tienen mejores principios, por lo que vemos que el armisticio y el Tratado no nos han sacado de la guerra. Un puñado de asesinos serbios nos la echó encima, como un hombre tosco que quiere divertirse echa un perro de presa a un gato; pero el Consejo Supremo, con todas sus victoriosas legiones y su prestigio no sabe sacarnos del atolladero, aunque estamos hartos y cansados de todo ello y ahora sabemos muy bien que no se debió haber permitido que estallara la guerra. Pero ante un pizarrón lleno de cifras de las Deudas Nacionales nos encontramos impotentes. Como no hay dinero para pagarlas, porque todo se gastó en la guerra (las guerras se pagan al contado), lo sensato sería pasar el trapo por el pizarrón y dejar que los Estados forcejeantes distribuyan lo que puedan, partiendo del sano principio comunista de "de cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades". Pero, no: no nos quedan principios, ni siquiera comerciales, pues ¿qué comercialista cuerdo decretaría que Francia no debe pagar por no haber sabido defender su territorio; que Alemania debe pagar por haber conseguido llevar la guerra a territorio enemigo; y que como Alemania no tiene dinero para pagar y bajo nuestro sistema comercial no puede hacerlo sino convirtiéndose de nuevo en el competidor comercial de Inglaterra y Francia, cosa que ninguno de estos dos países permitirá, tiene que pedir prestado el dinero a Inglaterra, o a Estados Unidos, o hasta a Francia: arreglo mediante el cual los victoriosos acreedores se pagarán uno a otro y esperarán, a que les devuelvan su dinero, hasta que Alemania sea bastante fuerte para negarse a pagar o arruinada hasta el punto de que le sea imposible pagar? Entretanto, Rusia, reducida a un pedacito de pescado y a un poco de sopa de repollo al día, ha caído en manos de gobernantes que ven que el Comunismo Materialista es en todo caso más eficaz que el Nihilismo Materialista, y están intentando avanzar de una manera inteligente y ordenada, poniendo en práctica una enérgica Selección Intencionada de obreros como más aptos para sobrevivir que los ociosos; entretanto las Potencias occidentales van a la deriva entre choques y naufragios contra rocas, en la esperanza de que, si siguen haciendo lo peor que puedan, conseguirán que sobrevivan los Seleccionados. Naturalmente sin tomarse la molestia de pensar en ello.
La homeopática reacción contra el darwinismo
Cuando la fuerza bruta de una subida de salarios que no alcanza a la subida de precios les haga ver a nuestros nihilistas, como les hizo ver a los rusos, que se están seleccionando naturalmente para la destrucción, tal vez recuerden aquello de "el despreocuparse llevó a un triste final", y empiecen a buscar una religión. El único propósito de este libro es indicarles dónde la pueden encontrar. Porque, a través del chapaleo sin dios del infiel del siglo XIX, el darwinismo ha venido actuando no sólo directamente, sino homeopáticamente, y su veneno ha congregado nuestras fuerzas vitales no sólo para resistirlo y expulsarlo, sino para llegar a una nueva Reforma y poner en su lugar una religión creíble y sana. Samuel Butler fue el primero en reaccionar contra el desprenderse de creencias, pero la cuestión la complicaron los fisiólogos, que en este asunto se dividieron en Mecanicistas y Vitalistas. Los mecanicistas dijeron que la vida no es sino acción física y química; que eso lo han demostrado en muchos casos de fenómenos llamados vitales; y que no hay razón para dudar de que, mejorando los métodos, pronto podrán demostrarlo en todos los casos. Los vitalistas dijeron que un cuerpo muerto y un cuerpo vivo son idénticos física y químicamente, ya que la diferencia no se puede explicar más que con la existencia de una Fuerza Vital. Esto parece simple, pero los antimecanicistas se opusieron a que les llamaran vitalistas (evidentemente el nombre más adecuado para ellos) Por dos razones contradictorias. Primero, porque la vitalidad es inadmisible científicamente, pues no se puede aislarla ni experimentar con ella en el laboratorio. Segundo, porque la fuerza, que por definición es todo lo que puede alterar la velocidad o dirección de la materia en movimiento (en pocas palabras, que puede vencer a la inercia) es un concepto esencialmente mecanicista. Con esto vimos al Nuevo Vitalista medio librándose del Antiguo Vitalista, oponiéndose a que se le llamara de ninguna de las dos maneras, e incapaz de orientar claramente en la nueva dirección. No podía haber un antagonismo más profundo. Al postular una fuerza vital, los Antiguos Vitalistas establecían un concepto relativamente mecánico contra la divina idea de la vida que se le insufló a Adán por la nariz de arcilla, con lo que adquirió un alma viva. Los nuevos vitalistas, imbuídos, por sus experimentos de laboratorio, de un sentido de lo milagroso de la vida, que iba mucho más allá que la imaginación, relativamente mal informada, de los autores del Libro del Génesis, miraron a los Antiguos Vitalistas como a mecanicistas que habían intentado llenar el abismo que hay entre la vida y la muerte con una frase huera que denotaba una fuerza física imaginaria, Estas luchas profesionales entre facciones son efímeras, y no tenemos por qué ocuparnos aquí de ellas. El antiguo vitalista, que en esencia era materialista, evolucionó hasta convertirse en el nuevo vitalista, quien, como en último término debe ser todo científico genuino, es en último término un metafísico. Y a medida que el nuevo vitalista se vuelva de las disputas de su juventud al futuro de su ciencia, dejará de resistirse al nombre de vitalista o al inevitable, antiguo, popular y buen uso del término Fuerza, para denotar lo que metafísica y físicamente vence a la inercia.
Desde el descubrimiento de la Evolución como método de la Fuerza Vital, la religión del vitalismo metafísico ha venido ganando la precisión y determinación que se necesitaba para hacer que pueda asimilarla el hombre ilustrado y crítico. Pero en realidad siempre ha existido entre nosotros. Las religiones populares, desacreditadas por sus cardenales y obispos oportunistas, han podido mantener su prestigio gracias a santos canonizados cuyo secreto era el concepto que tenían de sí mismos de ser los instrumentos y vehículos de una aspiración y un poder divinos, concepto que en algunos momentos se convierte en una experiencia real de que están en estática posesión de dicho poder. Y encima y debajo de todo ello ha habido millones de personas humildes y oscuras, a veces totalmente analfabetas, a veces inconscientes de que tenían una religión, a veces creyentes, en su sencillez, en que los dioses, los templos y los sacerdotes defendían el concepto que ellos instintivamente tenían de lo justo, y que han conservado viva la tradición de que los buenos siguen a una luz que brilla dentro, encima y delante de ellos, que los malos no se ocupan más que de sí mismos, y que los buenos se salvan y son bienaventurados y los malos se condenan y desgracian. El protestantismo fué un movimiento hacia la consecución de una luz llamada luz interior, porque todo hombre debe verla con sus propios ojos y no aceptar la explicación que de ella le dé ningún sacerdote ni ninguna religión. Para resumir: no se trata de una nueva religión, sino más bien de redestilar el eterno espíritu de la religión y extraerla de los pringosos restos de temporalidades y leyendas que hacen imposible el creer aunque en ellas descansan todas las Iglesias y todas las escuelas.
Religión y romance
Es la adulteración de la religión por la romántica palabrería sobre milagros y paraísos y cámaras de tortura la que hace que se tambalee al impacto de todo progreso científico, en vez de aclararla. Si a un chico de una aldea inglesa se le enseña que profesar una religión significa creer que los cuentos del Arca de Noé y del Paraíso Terrenal son literalmente ciertos por autoridad del propio Dios, y ese chico se hace artesano y va a la ciudad a vivir entre el escéptico proletariado de las ciudades, cuando las burlas de sus compañeros de trabajo le hacen pensar y ve que aquellos cuentos no pueden ser literalmente ciertos y se entera de que ni siquiera ningún obispo ingenuo finge que cree en ellos, no hace distinciones finas: inmediatamente dice que la religión es un fraude y que los sacerdotes y los maestros son unos hipócritas y unos mentirosos. Si tiene poca conciencia se vuelve indiferente, y si tiene mucha, su indignación lo hace hostil a la religión.
La misma rebelión contra las falsas doctrinas predicadas desenfrenadamente está ocurriendo todos los días en las clases profesionales cuyo recreo es la lectura y cuyo deporte intelectual es la controversia. Destierran la Biblia de sus casas y a veces ponen en manos de sus desdichados hijos unos tratados de ética y racionalismo, obligando a los desgraciados niños a tragarse de una sentada discursos de conferenciantes secularistas (yo mismo he pronunciado algunos de ellos) que los matan de aburrimiento por ser de una longitud que la costumbre prohíbe ahora en los púlpitos regulares. Nuestras mentes han reaccionado con tal violencia hacia teoremas demostrablemente lógicos y hacia hechos mecánicos o químicos demostrables, que hemos llegado a ser incapaces de comprender la verdad metafísica y tratamos de desprendernos de mentiras increíbles y estúpidas, recurriendo a mentiras creíbles e inteligentes, llamando a Satanás para que expulse a Satanás y cayendo cada vez más en sus garras en el proceso. Así, al mundo lo conservan cuerdo no tanto los santos como la vasta masa de los indiferentes, que ni actúan ni reaccionan en este asunto. La predicación que Butler hizo del evangelio de Laodicea fu¿ una muestra de sentido común basada en que había observado eso.
Pero la indiferencia no guiará a las naciones a través de la civilización hasta que se establezca la perfecta ciudad de Dios. Un estadista indiferente es una contradicción de términos; y un estadista que es indiferente por principio, un doctrinario Laisser-Faire o Avanzar a Trancas y Barrancas, nos hace a la larga una mala pasada. Nuestros estadistas deben tener una religión por las buenas o las malas, y, como hemos aceptado el sufragio universal, debe ser una religión que se pueda vulgarizar. El pensamiento expresado por primera vez con palabras por los Mill cuando dijeron: "No hay Dios, pero esto es un secreto de familia", y que los estadistas y los diplomáticos aristocráticos han sostenido mucho tiempo, sin decirlo, no nos sirve ahora; porque a la civilización no se la puede reavivar, después de la guerra, mediante la respiración artificial: es indispensable la fuerza impulsante de un consentimiento popular que no esté engañado; y será imposible hasta que el estadista pueda apelar a los instintos vitales del pueblo en términos de una religión común. El éxito del grito de "¡Ahorcad al Kaiser!" en las últimas elecciones generales, nos indica, y da miedo, cómo la demagogia miope puede utilizar una irreligión común; y la irreligión común destruirá la civilización, a menos que se le oponga la religión común.
El peligro de la reacción
Y aquí surge el peligro de que cuando comprendamos eso haremos exactamente lo mismo que hace medio siglo y que lo que hizo en The Pilgrim's Progress cuando Christian lo desembarcó en el Fangal del Abatimiento; es decir, volver corriendo y llenos de terror a nuestras antiguas supersticiones. Saltamos de la sartén al fuego, y, ahora que sentimos más calor que nunca, tan probable es que volvamos a saltar a la sartén. La historia registra muy pocas cosas acerca de la actividad mental de las masas humanas, excepto una serie de carreras desde los errores afirmativos hasta los errores negativos y vuelta a empezar. Por lo tanto, hay que decir con mucha precisión y claridad que la bancarrota del darwinismo no significa que Papádenadie sea Papádealguien con "cuerpo, partes y pasiones"; que, después de todo, el mundo fue hecho en el año 4004 antes de Cristo; que la condenación significa una eternidad de azufre ardiente; que la Inmaculada Concepción significa que el sexo es pecaminoso y que a Cristo lo trajo partenogenéticamente al mundo una virgen que, de la misma manera, descendía de Eva en una larga línea de vírgenes; que la Trinidad es un monstruo antropomórfico de tres cabezas que, sin embargo, no son más que una; que en Roma el pan y el vino se convierten en el altar en carne y sangre, y que en Inglaterra, de un modo aun más místico, se convierten y no se convierten; que la Biblia es un manual científico infalible, una crónica histórica exacta y una guía completa para la conducta; que podemos mentir, estafar y asesinar y después volver a ser inocentes lavándonos en la sangre del cordero el domingo al precio de un credo y un penique puesto en la bandeja, y así sucesivamente. A la civilización no la puede salvar una gente que, además de ser tan rudimentaria como para creer esas cosas, es suficientemente irreligiosa para creer que esas creencias constituyen una religión. La educación de los niños no se puede dejar con seguridad en sus manos. Si sectas languidecientes como la Iglesia de Inglaterra, la Iglesia de Roma, la Iglesia Griega y las demás, persisten en atiborrar la mente humana dentro de los límites de estas grotescas perversiones de verdades naturales y metáforas poéticas, hay que expulsarlas inexorablemente de las escuelas hasta que perezcan envueltas en el desprecio general o descubran que el alma se oculta detrás de todos los dogmas. La verdadera guerra de clases será una guerra de clases intelectuales; y sus conquistas serán las almas infantiles.
Una piedra de toque para el dogma
La prueba de un dogma es su universalidad. Mientras la religión anglicana siga predicando una única doctrina que el brahmán, el budista, el musulmán, el parsi y otros sectarios que son súbditos ingleses no pueden aceptar, carece de un puesto legítimo en los consejos de la Comunidad Británica de Naciones y seguirá siendo lo que es ahora: una corruptora de la juventud, un peligro para el Estado y un obstáculo para la fraternidad del Espíritu Santo. Esto no se ha sentido nunca con tanta fuerza como ahora, después de una guerra en que a la Iglesia le faltó totalmente el valor de la doctrina que profesa y vendió sus lirios por los laureles de los soldados condecorados con la Cruz Victoria. Todos los gallos de la cristiandad han cantado la vergüenza de eso; y no se salvará a causa de los dos o tres fieles que se encontraron aun entre los obispos. ¡Que la Iglesia se guíe por autoridades en la materia, incluso por la mía (como fabricante profesional de leyendas) si no puede ver la verdad por sus propias luces: ningún dogma puede ser una leyenda!
Una leyenda puede pasar como tal una frontera étnica, pero no como verdad; mientras que la única frontera para la moneda de un dogma sensato es la de la capacidad para comprenderlo.
Esto no significa que debamos tirar la leyenda, la parábola y el drama: son los vehículos naturales del dogma; pero, ¡ay de las Iglesias y los gobernantes que sustituyen el dogma con la leyenda, la historia con la parábola y la religión con el drama! Es mucho mejor declarar que el trono de Dios está vacío, que sentar en él a un mentiroso y lerdo, Las llamadas guerras de religión son siempre guerras para destruir la religión, afirmando la verdad histórica o la realidad material de alguna leyenda y matando a quienes se niegan a aceptarla como histórica o real. Pero, ¿quién se ha negado jamás a aceptar con deleite una leyenda como leyenda? Las leyendas, las parábolas, los dramas, se cuentan entre los tesoros más selectos de la humanidad. Nadie se cansa nunca de oír narraciones de milagros. En vano repudió Mahoma los que se le atribuían; en vano regañó furiosamente Cristo a quienes le pidieron que los hiciera como demostración de un ilusionista; en vano manifestaron los santos que Dios no los elogió por sus facultades, sino por sus flaquezas, para exaltar al humilde y repudiar al orgulloso. La gente quiere tener sus milagros, sus cuentos, sus héroes y heroínas y santos y mártires y divinidades, para ejercer sus dones de afecto, admiración, asombro y adoración, y sus judas y diablos que les permitan indignarse y pensar que hacen bien en indignarse. Cada una de estas leyendas es la herencia común de la raza humana, y para su sano disfrute no ponen más que una inexorable condición: que nadie crea en ellas literalmente. El leer cuentos y deleitarse en ellos hizo de Don Quijote un caballero: el creer literalmente en ellos hizo de él un loco que mató ovejas en vez de darles de comer. En la Inglaterra de hoy se leen ávidamente los buenos libros de leyendas religiosas orientales; y los protestantes y los ateos leen con placer leyendas católicas. Pero ese manjar lo rechazan los hindúes y los católicos, Los librepensadores leen la Biblia; en realidad, parecen ser actualmente sus únicos lectores, además de los sacerdotes que la leen a regañadientes en las iglesias comunicando su desagrado a los feligreses al gargarizar con palabras de una manera tan poco natural como repulsiva e ininteligible. Y esto es porque el imponer las leyendas como verdades literales las transforma instantáneamente de parábolas en falsedades. El sentimiento contra la Biblia ha llegado al fin a ser tan fuerte, que las personas ilustradas no sólo se niegan a ofender a su conciencia intelectual leyendo la leyenda del arca de Noé con su divertido principio sobre los animales y su exquisito final sobre los pájaros, sino que ni siquiera leen la crónicas del rey David, que muy bien pueden ser ciertas, y son ciertamente más sinceras que las biografías de nuestros monarcas contemporáneos.
Qué hacer con las leyendas
Lo que deberíamos hacer, pues, es juntar nuestras leyendas y hacer una deliciosa colección de folklore religioso sobre una base honesta para toda la humanidad. Liberadas nuestras mentes de ficciones y falsedades, podríamos aceptar la herencia de todas las religiones. China compartiría sus sabios con España y España sus santos con China. El ulsteriano que ahora da implacablemente una paliza a su hijo si tiene tan poco tacto como para preguntar cómo pudo anochecer y amanecer en el primer día, antes de que fuera creado el sol, o si revela un inocente amor de adolescente a la Virgen María, le compraría un libro lleno de leyendas de la creación y de las madres de Dios de todas partes del mundo y se alegraría de ver que esas cosas le interesaban tanto como las bolitas o el juego de policías y ladrones. Eso sería mejor que sacar del chico a palos todo buen sentimiento acerca de la religión y entenebrecerle el espíritu enseñándole que los adoradores de las santas vírgenes, sean las del Partenón o la de San Pedro, son unos paganos e idólatras que están condenados al fuego eterno. Toda la dulzura de la religión pasa al mundo a través de las manos de los cuentistas e imaginistas. Sin sus ficciones, las verdades de la religión no serían para la multitud inteligibles ni asequibles; y los profetas profetizarían y los maestros enseñarían en vano. Y al pueblo y las ficciones sólo los separa la estúpida falsedad de que las ficciones son verdades literales y que en la religión hay sólo ficciones.
Una lección de la ciencia a las religiones 
Que se pregunten las Iglesias por qué no hay una rebelión contra los dogmas matemáticos, aunque hay una contra los dogmas religiosos. No es que los dogmas matemáticos sean más comprensibles. La ley de la atracción física en razón inversa al cuadrado de la distancia entre los cuerpos es para el hombre corriente tan incomprensible como el credo atanasiano. No es que en la ciencia no haya leyendas, brujerías, milagros, desaforadas biografías de charlatanes como si fueran héroes y santos o de granujas como si fueran exploradores y descubridores. Al contrario: la iconografía y la hagiografía del cientificismo son tan copiosas como sórdidas en gran parte. Pero a ningún estudiante de ciencias se le ha enseñado aún que la gravedad específica consiste en creer que Arquímedes saltó de la bañera y corrió desnudo por las calles de Siracusa gritando Eureka, Eureka, o que la ley de la atracción física en razón inversa del cuadrado de la distancia entre los cuerpos hay que descartarla si alguien puede probar que Newton no estuvo en su vida en un manzanal. Cuando un bacteriólogo inusitadamente concienzudo o emprendedor lee los folletos de Jenner y descubre que hubiera podido escribirlos cualquier niñera ignorante pero observadora, y que no era posible que los hubiera podido escribir ninguna persona que tuviera una preparación científica, no piensa que todo el edificio de la ciencia se ha hundido y reducido a escombros y que no haya viruela. Es posible que llegue a eso, pues a medida que la higiene se va abriendo el camino a nuestras escuelas, se enseña en ellas tan falsamente como la religión; pero en las matemáticas y la física la fe se conserva pura, y, sin que le sospechen a uno de hereje, se puede tomar la ley y dejar las leyendas. En consecuencia, la torre del matemático se sostiene inconmovible, mientras el templo del sacerdote tiembla hasta en sus cimientos.
El arte religioso del siglo XX
La Evolución Creadora es ya una religión, hasta el punto de ser inconfundiblemente la religión del siglo XX, surgida de nuevo de las cenizas del seudocristianismo, del mero escepticismo y de las desalmadas afirmaciones y ciegas negaciones de los mecanicistas y neodarwinianos. Pero no puede llegar a ser una religión popular hasta que tenga sus leyendas, sus parábolas, sus milagros. Y cuando digo popular no quiero decir que sea comprensible únicamente para los aldeanos. Quiero decir comprensible también para los ministros. Es irrazonable buscar en el político y administrador profesional una luz y una guía en religión. No es un filósofo ni un poeta: si lo fuera, estaría filosofando y profetizando, y no descuidando eso por la aburrida rutina del gobierno práctico. Sócrates y Coleridge no siguieron siendo soldados, ni John Stuart Mill pudo seguir siendo el representante de Westminster en la Cámara de los Comunes, aunque estaba dispuesto a ello. Los electores de Westminster admiraban a Mill porque les dijo que gran parte de la dificultad en ocuparse de ellos provenía de que eran unos empedernidos mentirosos. Pero no tuvieron ganas de votar por segunda vez a favor del hombre que no temía romper la corteza de la mendacidad sobre la que todos estaban bailando, pues careciendo de su filosófica convicción de que a fin de cuentas el terreno más firme es la verdad, les parecía que debajo había un abismo volcánico. El gobernante será siempre un explotador de la religión o irreligión popular. Como no es un perito, debe tomarla tal como la encuentra, y antes de tomarla necesita que en la infancia se le hayan contado cuentos sobre esa religión o irreligión y tener ante sí durante toda su vida una complicada iconografía de ellas producida por escritores, pintores, escultores, arquitectos de templos y artistas de las artes más elevadas. Aun si, como ocurre a veces, tiene un poco de amateur en metafísica, como en su calidad de político profesional, debe seguir gobernando de acuerdo a la iconografía popular, y no de acuerdo a sus propias interpretaciones personales, si ocurre que éstas son heterodoxas.
Se verá, pues, que el reavivamiento de la religión sobre una base científica no significa la muerte del arte, sino su glorioso renacimiento, En realidad, el arte nunca ha sido grande cuando no ha proporcionado una iconografía para una religión viva. Y nunca ha sido totalmente despreciable más que cuando ha imitado a la iconografía después que la religión se había convertido en superstición. Toda la pintura italiana desde Giotto hasta Carpaccio es religiosa; y nos emociona profundamente y tiene verdadera grandeza. Compáresela con las tentativas de nuestros pintores de hace un siglo para conseguir mediante la imitación los efectos de los antiguos maestros, cuando debían haber estado ilustrando una religión propia, Contemplen, si pueden soportarlos, los apagados brochazos de Hilton y Haydon, quienes de dibujo, amortiguación de colores, relleno de superficies, perspectiva, anatomía y del "maravilloso escorzo", sabían mucho más que Giotto, a quien, sin embargo, eran indignos de desatarle los cordones de los zapatos. Compárese la Flauta Mágica de Mozart, la Novena Sinfonía de Beethoven, el Anillo de Wagner, que se dirigían hacia el nuevo arte vitalista, con los aburridos y seudosagrados oratorios y cantatas compuestos por no mejor razón que la de que Handel llegó de ese modo a alturas espléndidas, o con los rancios caramelos de Spohr y Mendelssohn, Stainer y Parry, en su mayoría demasiado aspirantes a la piedad para poder gustarlos alegremente, que difundieron la indigestión en nuestros festivales de música, hasta que yo le dije públicamente a Parry la apabullante verdad sobre su Job y lo desperté a la convicción de que estaba pecando, Compárese a Flaxman y Thorwaldsen y Gibson con Fidias y Praxiteles, a Stevens con Miguel Ángel, la Virgen de Bouguereau con la de Cimabue, o los mejores Cristos de ópera de Scheffer y Müller con los peores Cristos que los peores pintores pudieron pintar antes del siglo XV, y se llega a la impresión de que hasta que tengamos un gran movimiento religioso no podemos esperar un gran movimiento artístico. El desilusionado Rafael pudo pintar una madre y su hijo, pero no una reina del Cielo que hombres mucho menos hábiles pudieron pintar en tiempos de su bisabuelo; sin embargo, adelantarse hasta el siglo XX y pintar una Transfiguración del Hijo del Hombre como aquéllos no hubieran podido. Hagan también el .favor de observar que pudo decorar bellísimamente para un cardenal una casa de placer con voluptuosas imágenes de Cupido y Psique; Porque este género sencillo de vitalismo nos acompaña siempre y, como la pintura de retratos, proporciona temas al artista en los intervalos entre los períodos de fe ; por lo que los escépticos Rembrandt y Velázquez no se ven obligados a pintar fachadas de tiendas a falta de otras cosas en que pueden creer realmente.
Los artistas-profetas
Y siempre hay ciertas anticipaciones raras, pero interesantísimas. Miguel Ángel no podía creer realmente en Julio II o León X, o en mucho de lo que ellos creían; pero pudo pintar el Superhombre trescientos años antes de que Nietzsche escribiera Así hablaba Zaratustra y Strauss le pusiera música. Miguel Ángel ganó la primacía entre todos los pintores y escultores modernos sólo con su poder de mostrarnos sus personas sobrehumanas. Sólo por el vigor de su sentido decorativo y su colorido apenas hubiera podido sobrevivir veinte años a su propia muerte, y ni su dibujo hubiera tenido más que un interés académico; pero como pintor de profetas y sibilas es el más grande entre los más grandes de su arte, porque nosotros aspiramos a un mundo de profetas y sibilas. Beethoven jamás oyó hablar de radioactividad ni de electrones que bailan en vórtices de inconcebible energía; pero, ¿puede alguien explicar su sonata para piano Opus 106 más que como un cuadro musical de esos electrones en torbellino? Sus contemporáneos dijeron que estaba loco, en parte porque era muy difícil para tocar; pero nosotros, que podemos hacer que una pianola nos la toque tantas veces como queramos hasta que nos sea tan familiar como Pop Goes the Weasel, sabemos que era cuerda y metódica. Como tal, debe representar algo; y como todas las obras serias de Beethoven representan algún proceso que se efectuaba dentro de sí mismo, alguna tempestad de nervios o de alma, y la tormenta en esa sonata es claramente de movimiento físico, me gustaría mucho saber qué otra tormenta que no fuera la atómica pudiera haberlo llevado a la más rara de las muchas expresiones de energía ciclónica que le han granjeado entre los músicos la misma distinción de que goza Miguel Ángel entre los dibujantes.
En tiempo de Beethoven se entendía que el tema del arte era "lo sublime y hermoso". En nuestros días ha caído a ser lo imitativo y voluptuoso. En ambos períodos se ha empleado libremente la palabra "apasionado", pero en el siglo XVIII la pasión significaba un irresistible impulso del género más elevado, por ejemplo la pasión por la astronomía o por la verdad. Para nosotros ha llegado a significar concupiscencia, y nada más. Al arte europeo se le podría decir lo que dijo Antonio al cadáver de César; "¿Y todas tus conquistas, glorias, triunfos y botines se han encogido hasta esto tan pequeño?" Pero de hecho es la mente de Europa la que se ha encogido, por estar, como hemos visto, totalmente preocupada con una afanosa limpieza de primavera para librarse de sus supersticiones antes de ajustarse al nuevo concepto de la Evolución.
La evolución en el teatro
En el escenario (y aquí llego al fin a mi función particular en el asunto) la comedia, como arte destructor, burlón, crítico, negativo, mantuvo el teatro abierto cuando la tragedia sublime pereció. Desde Moliére hasta Oscar Wilde tuvimos una serie de comediógrafos que si no tenían nada fundamentalmente positivo que decir, por lo menos se rebelaron contra la falsedad y la impostura, y no sólo, como proclamaron, "castigaron la moral con el ridículo", sino que, según frase de Johnson, limpiaron de hipocresías las mentes, mostrando así en presencia del error una inquietud que es el síntoma más seguro de la vitalidad intelectual. Entretanto tomaban el nombre de tragedias las obras en que todos se morían en el último acto, como, a pesar de Moliére, tomaron el nombre de comedias las obras en que todos se casaban en el último acto. Shakespeare no hizo Hamlet con la matanza final, ni La doceava noche con el casamiento final, Y no pudo ser el iconógrafo consciente de una religión, porque carecía de religión consciente. Tuvo, pues, que ejercitar sus extraordinarios dones naturales en el entretenidísimo arte de la imitación, dándonos su famosa "delineación de carácter" que hace que sus obras, como las novelas de Scott, Dumas y Dickens, sean tan deliciosas. Desarrolló también el curioso y discutible arte de hacernos un refugio contra la desesperación, disfrazando de bromas las crueldades de la Naturaleza, Pero, con todos sus dones, subsiste el hecho de que jamás tuvo inspiración para escribir una obra original. Rehizo obras viejas, adaptó cuentos populares y capítulos de historia de la Crónica de Holinshed y de las biografías de Plutarco, y los llevó a escena. Todo esto lo hizo (o no lo hizo, pues en el álgebra del arte hay cantidades negativas) con un desenfado que mostró que su oficio quedaba muy lejos de su conciencia. Es cierto que nunca toma sus personajes de un relato ajeno, porque se le hacía menos trabajoso y más divertido crearlos de nuevo; pero, no obstante, mete sin escrúpulo los crímenes y villanías del relato ajeno en sus propias creaciones, esencialmente mansas, por incongruentes que puedan ser. Y en todo ese tiempo su vital necesidad de una filosofía lo empuja a buscar una por el extraño procedimiento de introducir filósofos como personajes de sus obras y hasta haciendo que sus héroes sean filósofos; pero cuando salen al escenario no tienen filosofía que exponer: son única mente pesimistas y burlones; y sus ocasionales tiradas con aspiraciones a filosóficas, como Las siete edades del hombre y el Soliloquio sobre el suicidio, indican cuán a oscuras estaba Shakespeare en lo tocante a filosofía. Se impuso a que se le contara entre los grandes dramaturgos, sin haber entrado jamás en la región en que son grandes Miguel Ángel, Beethoven, Goethe y los poetas dramáticos de la antigua Grecia. Realmente no hubiera tenido nada de grande si no fuera porque era lo suficientemente religioso para darse cuenta de que su situación de irreligioso era una situación desesperada, Su obra más grande, Lear, no sería más que un melodrama, a no ser por su expresa admisión de que del universo no se puede decir más que lo que Hamlet tiene que decir, "como las moscas para el chico travieso somos nosotros para los dioses; nos matan para divertirse".
Desde Shakespeare, los dramaturgos han venido luchando con la misma falta de religión; y muchos de ellos se han visto obligados a dar gusto con el sensacionalismo, aunque tenían ambiciones más altas, porque no han podido encontrar mejores asuntos. Desde Congreve hasta Sheridan fueron tan estériles a pesar de su ingenio, que entre todos ellos no produjeron en tanta cantidad como en el tiempo que vivió Moliére; y todos ellos se avergonzaban de su profesión (no sin motivo) y prefirieron que se les tuviera simplemente como hombres que seguían la moda en una profesión pícara. La única alma que se salvó en aquel pandemonium fué Goldsmith.
Los principales de mis propios contemporáneos (actualmente veteranos) se agarraron a problemas sociales menores prefiriéndolos a escribir sin ningún otro fin que el de ganar dinero y fama. Uno de ellos me expresó su envidia de los antiguos dramaturgos griegos porque los atenienses no les pedían un disfraz "nuevo y original" de la media docena de argumentos pelados del teatro moderno, sino la lección más profunda que pudieran extraer de las leyendas familiares y sagradas de su país. "Pongámonos todos a escribir una Electra, una Antígona, un Agamenón -me dijo-, y demostremos lo que podemos hacer con esos temas." Pero no escribió ninguna de esas obras porque esas leyendas no son ya religiosas: Afrodita, Artemis y Poseidón están más muertos que sus estatuas. Otro, que ocupaba una posición de predominio y conocía al dedillo todas las triquiñuelas de la farsa inglesa y del drama parisiense, acabó por no poder escribir sin un sermón que predicar, y sin embargo no podía encontrar textos más fundamentales que las hipocresías de un puritanismo hipocritón o las especulaciones sobre el matrimonio que hacen que nuestras actrices jóvenes se preocupen tanto de su reputación como de su cutis. Un tercero, de corazón demasiado tierno, para domarnos el espíritu con las realidades de la amarga experiencia, extraía del nuboso país de hadas que existe entre él y el cielo vacío un angustiado patetismo y una fina gracia. Los gigantes del teatro de nuestro tiempo, Ibsen y Strindberg, no ofrecían al mundo más consuelo que el que les ofrecemos nosotros; en realidad le ofrecían menos, pues nos negaban hasta el consuelo shakesperiano-dickensiano de la risa ante las dificultades que se llama certeramente alivio cómico. Nuestros emancipados y jóvenes sucesores nos desprecian con mucha razón. Pero no podrán hacer nada mejor que nosotros mientras el drama siga siendo preevolutivo. Que consideren la gran excepción de Goethe. No más rico que Shakespeare, Ibsen o Strindberg en el talento específico de dramaturgo, Goethe está en el empíreo mientras ellos están rechinando los dientes en una furia impotente en el barro, o, en el mejor de los casos, encontrando un amargo placer en la ironía de su situación. Goethe es olímpico: los otros gigantes son infernales en todo menos en su veracidad y su repudiación de la irreligión de su tiempo; es decir, están llenos de amargura y desesperación. No se trata simplemente de fechas. Goethe era evolucionista en 1830; a muchos dramaturgos, incluso a los jóvenes, no les ha tocado todavía, en 1920, la Evolución Creadora. Ibsen se darwinizó hasta el punto de explotar la herencia en escena tanto como los antiguos dramaturgos griegos explotaron las Euménides; pero en sus obras no hay huella de ninguna religión ni conocimiento de la Evolución Creadora como hecho científico moderno, aunque la aspiración poética se ve claramente en su Emperador o Galileo; y como urna de las grandes distinciones de Ibsen es que para él nada más que la ciencia era válida, dejó detrás de él como un sueño utópico aquella visión del futuro, que su augur romano llama "el tercer Imperio", cuando se puso a afrontar seriamente las realidades en sus obras acerca de la vida moderna con las que se impuso en Europa y rompió las polvorientas ventanas de todos los teatros podridos que existían desde Moscú hasta Manchester.
Mi propia parte en el asunto
Este estado de cosas me pareció intolerable en mis propias actividades como dramaturgo. El teatro de moda prescribía un tema serio, el adulterio clandestino, el más aburrido de los temas para un autor serio, sea lo que sea para los auditorios que leen las noticias policiales y se saltan las reseñas y los artículos importantes. Yo probé a escribir comedias sobre la propiedad de tugurios, el amor libre doctrinario (seudoibsenismo), la prostitución, el militarismo, el matrimonio, la historia, la política corriente, el cristianismo natural, el carácter individual y nacional, las cuestiones de conciencia, los engaños e imposturas profesionales, y produje una serie de comedias de costumbres a la manera clásica, que entonces se consideraba muy anticuada, pues en el teatro eran de rigueur las triquiñuelas parisienses de "construcción". Pero esto, que me ocupó y me estableció profesionalmente, no hizo de mí un iconógrafo de la religión de mi tiempo, con lo que hubiera cumplido mi función natural como artista. Yo me daba plena cuenta de ello, porque siempre había sabido que tener una religión es cuestión de vida o muerte para la civilización; y a medida que se fue desarrollando el concepto de la Evolución Creadora, vi que al fin estábamos a la vista de una fe que cumplía la primera condición de todas las religiones que se han apoderado de la humanidad: que debe ser, en primer lugar y fundamentalmente, una ciencia metabiológica. Este fu¿ para mí un momento culminante, porque había visto que el fetichismo bíblico, después de resistir a las baterías racionalistas de Hume, Voltaire y los demás, se hundió ante el ataque de evolucionistas mucho menos dotados, simplemente porque lo desacreditaron como documento biológico; por eso desde aquel momento perdió su fuerza y dejó a la cristiandad ilustrada sin fe. Mi irlandesismo siglo XVIII hizo que me fuera imposible creer en algo hasta que pudiera concebirlo como una hipótesis científica, aun cuando las abominaciones, charlatanerías, imposturas, venalidades, credulidades y falsas ilusiones del campo de los seguidores de la ciencia, y las crasas mentiras y las ficciones sacerdotales de los curanderos seudocientíficos, todas ellas arteramente inculcadas en la "en señanza secundaria", eran tan monstruosas que a veces me vi obligado a hacer una distinción verbal entre la ciencia y el conocimiento, para no descarriar a mis lectores. Pero nunca olvidé que, sin conocimiento, hasta la sabiduría es más peligrosa que la mera ignorancia oportunista, y que alguien tiene que hacerse cargo del Paraíso Terrenal y limpiarlo bien de cizaña.
En consecuencia, en 1901 tomé la leyenda de Don Juan en su forma mozartiana y la transformé en parábola dramática de la Evolución Creadora. Pero como entonces estaba en la cúspide de mi inventiva y talento de comediógrafo, la decoré con demasiada brillantez y riqueza. La rodeé con una comedia de que sólo era un acto (era un sueño que no afectaba a la acción de la obra) y ese acto era tan episódico que la comedia podía desprenderse de él y representarse sola: en realidad la obra no se podía representar entera, por sus enormes dimensiones, aunque esa hazaña la realizó cinco veces en Escocia el señor Esme Percy, que dirigió una de las perdidas esperanzas del teatro avanzado de aquel tiempo. Al publicar la obra la puse en un impresionante marco que consistía en un prólogo, un apéndice titulado Manual del revolucionario y un despliegue final de fuegos artificiales aforísticos. El efecto fue tan vertiginoso, al parecer, que nadie notó la nueva religión en el centro del remolino intelectual, Ahora lamento no haber cortado aquellas cabriolas cerebrales que hice por mera exuberancia inconsiderada. Las hice porque el peor convencionalismo de la crítica del teatro corriente en aquel tiempo era que la seriedad intelectual estaba fuera de su sitio en el escenario; que el teatro era un lugar de entretenimiento superficial; que la gente iba al teatro para descansar de la tremenda tensión intelectual de haber pasado un día en la City: en pocas palabras, que el oficio del dramaturgo consiste en hacer caramelos malsanos con emociones baratas. Mi respuesta a esto fue poner todos mis bienes intelectuales en la vidriera bajo el rótulo de Hombre y Superhombre. Esa parte de mi designio tuvo éxito. Con buena suerte y buenos actores, la comedia triunfó en el escenario, y del libro se habló mucho. Desde entonces el punto de vista caramelero del teatro ha ido perdiendo prestigio y sus exponentes críticos se han visto obligados a adoptar una actitud intelectual que, aunque a veces más cargante que su antigua y nihilista vulgaridad intelectual, reconoce al menos la dignidad del teatro, para no mencionar la utilidad de quienes viven de criticarlo. Y los comediógrafos jóvenes no sólo toman en serio su arte, sino que también a ellos se les toma en serio, El crítico que debería ser vendedor de diarios es ahora relativamente raro.
Ahora me siento inspirado para escribir una segunda leyenda de la Evolución Creadora sin distracciones y embellecimientos, Se me va acabando mi arena; la exuberancia de 1901 ha envejecido y se ha convertido en la garrulería de 1920; y la guerra ha sido una seria intimación de que es un asunto que no se debe tomar en broma. Abandono la leyenda de Don Juan, con sus asociaciones eróticas, y me vuelvo a la leyenda del Paraíso Terrenal. Exploto el eterno interés de la piedra filosofal que permite a los hombres vivir eternamente, Espero que no me hago más ilusiones que las humanamente inevitables en cuanto a la tosquedad de este mi comienzo de una Biblia de la Evolución Creadora. Hago lo mejor que puedo a mi edad. Mis facultades se van desvaneciendo; tanto mejor para quienes me encontraban insoportablemente brillante en mi mejor tiempo. Tengo la esperanza de que centenares de parábolas más aptas y elegantes escritas por manos más jóvenes dejarán pronto las mías tan atrás como los cuadros religiosos del siglo XV dejaron los primeros ensayos iconográficos de los primeros cristianos. En esa esperanza, me retiro y levanto el telón.


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