WILLIAM BECKFORD - Vathek (Cuento árabe)




Vathek, noveno Califa de la estirpe de los Abbassidas, era hijo de Motassem y nieto de Haroun Al-Rachid. Subió al trono en la flor de la edad. Las grandes cualidades que ya entonces poseía daban a sus subditos la esperanza de que su reinado iba a ser largo y feliz. Su rostro era agradable y majestuoso; pero cuando se encolerizaba uno de sus ojos se hacía tan terrible que su mirada resultaba intolerable: el desgraciado sobre quien la fijaba caía de espaldas y, a veces, incluso expiraba en aquel mismo instante. De modo que, temiendo despoblar sus estados y convertir su palacio en un desierto, el príncipe sólo se encolerizaba muy de tarde en tarde.
Era bastante aficionado a las mujeres y a los placeres de la mesa, su generosidad no tenía límites y sus orgías eran desmesuradas. No creía, como Ornar Ben Abdalaziz que fuese necesario convertir este mundo en un infierno para ganar el paraíso en el otro.
Sobrepasó en magnificencia a todos sus predecesores. El palacio de Alkorremi, construido por Motassem en la colina de los caballos píos, y que dominaba toda la ciudad de Samarah, no le pareció suficiente. Le añadió cinco alas o mejor dicho, cinco palacios más, y destinó cada uno de ellos a la satisfacción de uno de los sentidos.
En el primero de aquellos palacios las mesas estaban siempre repletas de los manjares más exquisitos. Se renovaban noche y día, a medida que iban enfriándose. Los más delicados vinos y los mejores licores manaban a chorros  de cien fuentes que jamás se secaban. Aquel palacio se llamaba Festín eterno o Insaciable.
El segundo palacio se llamaba Templo de la melodía o Néctar del alma. En él se albergaban los mejores músicos y poetas de aquellos  tiempos, que tras haber ejercitado sus talentos en aquel lugar, se dispersaban por grupos y hacían resonar con sus cantos los alrededores.
El palacio denominado Delicias de los ojos o Soporte de la memoria, era un continuo encantamiento. Se hallaban allí, en profusión y buen orden, rarezas traídas de todos los rincones del mundo. Podía verse una galería de cuadros del célebre Mani y estatuas que parecían animadas. Allí una perspectiva bien buscada encantaba la vista; aquí, la magia de la óptica la engañaba placenteramente; acullá se hallaban todos los tesoros de la naturaleza. En una palabra, Vathek, el más curioso de los hombres, no había omitido en aquel palacio nada de cuanto podía satisfacer la curiosidad de quienes lo visitaban.
El palacio de los perfumes, que se llamaba también Aguijón de la voluptuosidad, estaba dividido en varias salas. Antorchas y lámparas aromáticas estaban siempre encendidas, incluso en pleno día. Para disipar la agradable embriaguez que aquel lugar producía, se bajaba a un vasto jardín en el que la unión de todas las flores hacía respirar un aire suave y restaurador.
En el quinto palacio llamado Reducto de la alegría o El peligroso, se hallaban varios, grupos de muchachas. Eran hermosas y obsequiosas  como Hurís y jamás se cansaban de dispensar buena acogida a quienes el califa quería admitir en su compañía.
Pese a todas las voluptuosidades en las que Vathek se sumía, aquel príncipe no era por ello menos amado ni menos querido por sus subditos. Se creía que un soberano entregado  al placer es, por lo menos, tan apto para gobernar como aquel que se declara su enemigo. Pero su carácter ardiente e inquieto no le permitió limitarse a eso. Mientras su padre vivía, había estudiado tanto, para no aburrirse, que sabía en exceso; quiso, finalmente, saberlo todo, incluso las ciencias que no existen. Le gustaba discutir con los sabios; pero éstos no debían llevar demasiado lejos la contradicción. A unos les cerraba la boca por medio  de regalos; aquellos cuya tozudez resistía su liberalidad eran enviados a prisión para calmar sus ímpetus; remedio que con frecuencia tenía éxito.
Vathek quiso también intervenir en las querellas teológicas, y no se declaró a favor de la opinión tenida por lo general como ortodoxa. Por esta razón, todos los devotos se pusieron contra él; entonces les persiguió, pues quería tener razón al precio que fuera.
El gran profeta Mahoma, de quien los califas son los Vicarios, estaba indignado, en el séptimo cielo, por la irreligiosa conducta de uno de sus sucesores. Dejémosle hacer, decía a los genios que se hallan siempre dispuestos a recibir sus órdenes: veamos hasta dónde llega su locura y su impiedad; si va demasiado lejos, sabremos castigarle convenientemente. Ayudadle a levantar la torre que, imitando a Nemrod, ha comenzado a construir; no, como ese gran guerrero, para salvarse del nuevo diluvio, sino por la insolente curiosidad de penetrar en los secretos del Cielo. ¡Por mucho que haga, jamás adivinará el destino que le aguarda!
Los genios obedecieron; y cuando los obreros levantaban un codo la torre, durante el día, ellos añadían dos durante la noche. La rapidez con la que se construyó aquel edificio halagó la vanidad de Vathek. Creía que la propia materia insensible se prestaba a sus designios. Aquel príncipe no tenía en cuenta, pese a toda su ciencia, que los éxitos del insensato y del malvado se convierten en las primeras varas con las que son golpeados.
Su orgullo llegó al colmo cuando, tras haber subido por primera vez los once mil escalones de su torre, miró hacia abajo. Los hombres le parecieron hormigas, las montañas, conchas y las ciudades, panales de abejas. La idea que tal elevación le produjo de su propia grandeza acabó trastornándole del todo la cabeza. Quería adorarse a sí mismo, cuando, al levantar los ojos, advirtió que los astros estaban tan lejos de él como si se hallara al nivel del suelo. Se consoló, sin embargo, del involuntario sentimiento de su pequeñez, con la idea de parecer grande a los ojos de los demás; se jactó, por otra parte, de que las luces de su espíritu sobrepasarían el alcance de sus ojos, y haría revelar a las estrellas  los secretos de su destino.
A tal efecto pasaba la mayoría de las noches  en lo alto de su torre y, creyéndose iniciado en los misterios astrológicos, imaginó que los planetas le anunciaban maravillosas aventuras. Un hombre extraordinario debía llegar, de un país del que jamás se había oído hablar, y ser su heraldo. Entonces multiplicó la atención para con los extranjeros e hizo proclamar  al son de la trompa, por las calles de Samarah, que ninguno de sus subditos retuviera ni alojara viajero alguno; quería que todos  fueran llevados a su palacio.
Algún tiempo después de esta proclamación, apareció un hombre cuyo rostro era tan espantoso que los guardias que le detuvieron se vieron obligados a cerrar los ojos mientras le conducían a palacio. El propio Califa pareció asombrado ante su horrible aspecto; pero  la alegría ocupó pronto el lugar de aquel involuntario espanto. El desconocido mostró al príncipe rarezas que jamás había visto y cuya existencia ni siquiera había podido concebir.
Nada, en efecto, era más extraordinario que las mercancías del extranjero. La mayoría de sus joyas estaban tan bien trabajadas como magníficas eran. Tenían, además, una virtud particular, descrita en un rollo de pergamino unido a cada pieza. Había pantuflas que ayudaban a los pies a caminar; cuchillos que cortaban sin el movimiento de la mano; sables que herían al menor gesto: todo enriquecido con piedras preciosas que nadie conocía.
Entre aquellas curiosidades había unos sables cuyas hojas brillaban cegadoramente. El Califa quiso poseerlos y se prometió descifrar a placer los desconocidos caracteres que habían grabado en ellos. Sin preguntar al mercader cuál era su precio hizo que depositasen ante él todo el oro en monedas del tesoro y le dijo que tomara cuanto quisiera. Este tomó muy poco, manteniendo un profundo silencio.
Vathek no dudó en absoluto de que el silencio del desconocido fuese provocado por el respeto que su presencia le inspiraba. Le hizo avanzar con benevolencia y le preguntó, con aire afable, quién era, de dónde venía y dónde había adquirido tan hermosos objetos. El hombre, o mejor dicho, el monstruo, en vez de responder a estas preguntas frotó tres veces su frente, más negra que el ébano, se golpeó tres veces el vientre, cuya circunferencia era enorme, abrió de par en par unos ojos que parecían dos ascuas y se echó a reír con una risa horrenda, mostrando grandes dientes de color ámbar estriado de verde.
El Califa, algo sobrecogido, repitió su pregunta; pero no recibió otra respuesta. Entonces, el príncipe comenzó a impacientarse y gritó: ¿Sabes, desgraciado, quién soy yo? ¿Sabes de quién te estás riendo? Y dirigiéndose a sus guardias les preguntó si le habían oído hablar. Respondieron que había hablado, pero que no había dicho gran cosa. Que hable de nuevo, pues, continuó Vathek, que hable como pueda y que me diga quién es, de dónde viene y dónde obtuvo las extrañas curiosidades que me ofrece. Juro por la burra de Balaam que, si sigue callando, haré que se arrepienta de su obstinación. Y diciendo estas palabras, el Califa no pudo evitar lanzar sobre el desconocido una de sus peligrosas miradas; éste ni se inmutó: el ojo asesino no le produjo el menor efecto.
Imposible imaginarse el asombro de los cortesanos cuando advirtieron que aquel mercader incivil aguantaba semejante prueba. Ellos se habían arrojado de cara al suelo, y habrían permanecido así si el Califa no les hubiese dicho con voz furiosa: ¡Levantaos, poltrones, y coged a este miserable! ¡Que lo arrojen a un calabozo y lo custodien mis mejores soldados! Puede llevarse todo el dinero que acabo de darle; que se lo quede, pero que hable. Al oír estas palabras, se arrojaron de todas partes sobre el extranjero; le cargaron de fuertes cadenas y le condujeron a la prisión de la gran torre. Siete cercas de barrotes de hierro, con puntas largas y aceradas como asadores, le rodeaban por todas partes.
El Califa permaneció, sin embargo, en la más violenta agitación. No hablaba ya; apenas si quiso sentarse a la mesa y sólo comió treinta y dos platos de los trescientos que le servían cada día. Aquella dieta, a la que no estaba acostumbrado, hubiera podido por sí sola impedirle dormir. Imaginad qué efecto debió de producirle, unido a la inquietud que ya le poseía. De modo que, en cuanto fue de día, corrió a la prisión para hacer nuevos esfuerzos ante el tozudo desconocido.
Pero su rabia fue indescriptible cuando vio que ya no estaba allí, que las rejas de hierro habían sido rotas y los guardias estaban sin vida. El más extraño delirio se apoderó de él. Comenzó a dar grandes patadas a los cadáveres que le rodeaban y prosiguió golpeándolos del mismo modo durante todo el día. Sus cortesanos y sus visires hicieron cuanto pudieron para tranquilizarle; pero al ver que no podían conseguirlo, gritaron todos juntos: ¡El Califa se ha vuelto loco! ¡El Califa se ha vuelto loco!
El grito fue pronto repetido en todas las calles de Samarah. Llegó por fin a oídos de la princesa Carathis, madre de Vathek. Acudió ésta muy alarmada, para intentar utilizar el poder que tenía sobre el espíritu de su hijo. Sus llantos y sus brazos consiguieron fijar al Califa en un mismo lugar, y cediendo pronto a sus ruegos, se dejó llevar de nuevo a su palacio.
Carathis no quiso abandonarle ante sí mismo. Tras haber ordenado que le metieran en el lecho, se sentó a su lado e intentó consolarse  y tranquilizarle con sus palabras. Nadie podía conseguirlo mejor. Vathek la amaba y la respetaba como a una madre, pero también como a una mujer dotada de una inteligencia superior. Era griega y le había hecho adoptar los sistemas y las ciencias de aquel pueblo, muy respetado entre los buenos musulmanes. La astrología judiciaria era una de aquellas ciencias, y Carathis la dominaba a la perfección. Su primer esfuerzo fue, pues, hacer que su hijo recordara lo que las estrellas le habían  prometido, y propuso consultarlas de nuevo. ¡Ay!, le dijo el Califa en cuanto pudo hablar, soy un insensato, no por haber dado cuarenta mil patadas a mis guardias, que se han dejado matar estúpidamente, sino por no haber adivinado que ese hombre extraordinarío era el que los planetas me habían anunciado. En vez de maltratarle hubiera debido intentar ganármelo por medio de la suavidad y las caricias. El pasado no puede volver, respondió  Carathis; hay que pensar en el porvenir; tal vez veamos de nuevo a quien añoráis; tal vez los escritos que hay en las hojas de los sables os darán noticias suyas. Comed y dormid, querido hijo; mañana veremos lo que debe hacerse.
Vathek siguió el prudente consejo, se levantó en mejor estado de ánimo e hizo que le trajeran los sables maravillosos. Para que su brillo no le deslumbrara, los miró a través de un vidrio colorado y se esforzó en descifrar los caracteres; pero fue en vano: por más que se golpeó la frente no reconoció una sola letra. Aquel contratiempo le hubiera llevado a sus furores iniciales si Carathis no hubiese entrado  justo a tiempo.
Tened paciencia, hijo mío, le dijo; sin duda domináis todas las ciencias. Saber idiomas es una bagatela destinada a los pedantes. Prometed  recompensas dignas de vos a quienes expliquen las bárbaras palabras que no comprendéis, y cuya comprensión está por debajo de vos; pronto, estaréis satisfecho. ¡Es posible!, dijo el Califa; pero mientras, tendré que soportar una multitud de sabios a medias que lo intentarán tanto para tener el placer de charlar conmigo como para obtener la recompensa. Tras un momento de reflexión, añadió: Quiero evitarme este inconveniente. Haré matar a quienes  no me satisfagan; pues, gracias al Cielo, tengo bastante juicio para ver si se traduce o se inventa.
¡Oh, eso no lo dudo!, respondió Carathis. Pero hacer morir a los ignorantes es un castigo algo severo y que puede tener enojosas consecuencias. Contentaos con ordenar que les quemen las barbas; las barbas no son, en un Estado, tan necesarias como los hombres. El Califa se plegó una vez más a las razones de su madre e hizo llamar a su  primer visir. Morakanabad, le dijo, haz que un pregonero público anuncie, en Samarah y en todas las ciudades de mi imperio,  que quien descifre esos caracteres, de apariencia indescifrables, tendrá pruebas de mi liberalidad conocida por todo el mundo; pero que si no tiene éxito, se le quemarán las barbas hasta el último pelo. Que se anuncie también que daré cincuenta hermosas esclavas y cincuenta cajas de albaricoques  de la isla de Kirmith a quien me dé noticias del extraño hombre a quien deseo ver de nuevo.
Los subditos del Califa, siguiendo el ejemplo de su señor, gustaban mucho de las mujeres y de las cajas de albaricoques de la isla de Kirmith, Estas promesas les hicieron la boca  agua, pero no las probaron, pues nadie sabía qué había sido del extranjero. No sucedió lo mismo con la primera solicitud del Califa. Los sabios, los medio-sabios y todos cuantos no eran ni una cosa ni la otra, pero creían serlo todo, fueron valerosamente a arriesgar su barba, y todos la perdieron. Los eunucos no hacían otra cosa que quemar barbas; lo que les daba un olor a chamusquina tan molesto para las mujeres del serrallo que fue necesario ofrecer a otros el empleo.
Por fin, cierto día, se presentó un anciano cuya barba sobrepasaba en un codo y medio todas las que habían visto. Los oficiales del palacio, al introducirle, se decían unos a otros: ¡Qué lástima! ¡Qué gran lástima quemar una barba tan hermosa! El Califa pensó lo mismo; pero no tuvo que hacerlo. El anciano leyó sin esfuerzos los caracteres y los explicó, palabra por palabra, del siguiente modo: «Hemos sido hechos donde todo se hace bien; somos la menor de las maravillas de una región en la que todo es maravilloso y digno del mayor Príncipe de la tierra!» ¡Oh!, lo has traducido a la perfección, gritó Vathek; conozco al que designan estos caracteres. Que se dé a este anciano tantos vestidos de gala y tantos millares de cequíes como palabras ha pronunciado: ha limpiado mi corazón de una parte de la inquietud que lo dominaba.
Tras estas palabras, Vathek le invitó a cenar e, incluso, a pasar algunos días en su palacio.
A la mañana siguiente, el Califa le hizo llamar y le dijo: léeme de nuevo lo que me leíste; no me cansaría de escuchar estas palabras que parecen prometerme el bien por el que suspiro. El anciano se puso en seguida sus anteojos verdes. Pero éstos le cayeron de la nariz cuando advirtió que los caracteres de la víspera habían dejado su lugar a otros. — ¿Qué te pasa?, le preguntó el Califa; ¿qué significan estas muestras de asombro? — Soberano del mundo, los caracteres de estos sables no son ya los mismos. — ¿Qué me dices?, continuó Vathek; pero qué importa; si puedes, explícame su significado. — Este es, señor, dijo el anciano: «Desgracia para el temerario que quiere  saber lo que debiera ignorar y emprender lo que supera su poder.» — ¡Desgracia sobre ti mismo!, gritó el Califa fuera de sí. ¡Sal de mi presencia! Sólo te quemarán la mitad de la barba, porque ayer tradujiste bien; por lo que se refiere a mis presentes, jamás tomo lo que ya he dado.
El anciano, bastante prudente como para pensar que había salido bien librado de la tontería que había cometido diciendo a su señor una verdad desagradable, se retiró en seguida y ya no reapareció.
Vathek no tardó en arrepentirse de su ímpetu. Puesto que no dejaba de examinar aquellos caracteres, descubrió que, efectivamente, cambiaban todos los días; y nadie se presentó para explicárselos. Tan inquieta ocupación inflamó su sangre, le produjo vértigos, deslumbramientos y tan gran debilidad que apenas si podía sostenerse; en tal estado, no dejaba de ordenar que le llevaran a la torre, esperando leer algo agradable en los astros; pero aquélla  fue una esperanza engañosa. Sus ojos, ofuscados por los vapores de su cabeza, lo confundían; sólo veía una nube negra y espesa: un augurio que le parecía de los más funestos.
Agotado por tantas preocupaciones, el Califa perdió por completo el valor; la fiebre se apoderó de él, el apetito le abandonó y, en vez de seguir siendo el mayor comedor de la tierra, se convirtió en el más decidido bebedor. Una sed sobrenatural le devoraba; y su boca, abierta como un embudo, recibía noche y día torrentes  de líquido. Entonces aquel desgraciado príncipe, al no poder saborear ningún placer, ordenó cerrar los Palacios de los cinco sentidos, dejó de aparecer en público, de mostrar su magnificencia, de impartir justicia a su pueblo y se retiró al interior del serrallo. Siempre había sido buen marido; sus mujeres se desconsolaban ante su estado, no se fatigaban de pronunciar votos por su salud y de darle de beber.
Mientras, la princesa Carathis sufría el más vivo dolor. Se encerraba todos los días con el visir Morakanabad, para buscar los medios de curar o, al menos, de aliviar al enfermo. Persuadidos de que había en ello algún encantamiento, hojeaban juntos los libros de magia y hacían buscar por todas partes al horrible extranjero, a quien acusaban de ser el autor del hechizo.
A poca millas de Samarah había una alta montaña cubierta de tomillo y serpol; una deliciosa llanura coronaba su cima; podía confundírsela  con el paraíso destinado a los fieles musulmanes. Cien bosquecillos de arbustos aromáticos y otros tantos bosques en los que el naranjo, el cedro y el limonero ofrecían, entrelazándose  con la palmera, la viña y el granado, igual satisfacción al gusto y al olfato. La tierra estaba salpicada de violetas; matas de alhelíes embalsamaban el aire con sus suaves aromas. Cuatro fuentes claras, y tan abundantes que hubieran podido saciar la sed de diez ejércitos, parecían fluir en aquel lugar sólo  para mejor imitar el jardín del Edén, regado por ríos sagrados; en sus verdeantes orillas el ruiseñor cantaba el nacimiento de la rosa, su bienamada, y se lamentaba de la poca duración de sus encantos. La tórtola lloraba la pérdida de placeres más reales mientras la alondra saludaba con sus trinos la luz que reanima la naturaleza: allí, más que en ningún otro lugar del mundo, el gorjeo de los pájaros revelaba sus diversas pasiones; los deliciosos frutos que picoteaban a placer parecían darles una doble energía.
A veces, Vathek era llevado a la cima de aquella montaña para que pudiera respirar aire puro y beber a voluntad de las cuatro fuentes. Su madre, sus esposas y algunos eunucos eran los únicos que le acompañaban. Todos se apresuraban a llenar grandes copas de cristal de roca presentándoselas de inmediato; pero aquel celo no podía saciar su avidez; a menudo se tendía en el suelo para beber el agua a lengüetadas.
Cierto día en que el infeliz príncipe había permanecido mucho tiempo en tan vil postura, una voz ronca, pero fuerte, se dejó oír, y le increpó así: ¿Por qué haces el ejercicio de un perro? ¡Oh, Califa, tan orgulloso de tu dignidad y de tu poder!; ante aquellas palabras, Vathek levanta la cabeza y ve al extranjero causa de tantas penas. Al verle se turba, la cólera inflama su corazón; grita: ¿y tú, maldito Giaour, qué estás haciendo aquí? ¿No te sientes satisfecho con haber convertido a un príncipe ágil y dispuesto en algo parecido a un odre? ¿No ves que muero, tanto por haber bebido demasiado como por mi necesidad de beber?
—Bebe pues, este nuevo trago, le dijo el extranjero, presentándole un frasco lleno de un licor rojizo; y entérate, para calmar la sed de tu alma, tras la de tu cuerpo, que soy indio, pero pertenezco a una región que nadie conoce.
Una región que nadie conoce... Estas palabras  fueron un rayo de luz para el Califa. Eran el cumplimiento de una parte de sus deseos; y creyendo que iban a ser todos satisfechos, tomó el licor mágico y lo bebió sin dudar. Al instante se halló restablecido, saciada su sed, y su cuerpo se hizo más ágil que nunca. Su alegría fue entonces muy grande; saltó al cuello del espantoso indio, y besó sus feos belfos abiertos y babosos con tanto ardor como  si fueran los labios de coral de sus más hermosas mujeres.
Estos transportes no habrían finalizado si la elocuencia de Carathis no le hubiera devuelto la calma. Ella convenció a su hijo de que regresara a Samarah y él hizo que le precediera  un heraldo proclamando, con todas sus fuerzas: ¡El maravilloso extranjero ha reaparecido, ha curado al Califa, ha hablado, ha hablado!
De inmediato, todos los habitantes de aquella gran ciudad salieron de sus casas. Grandes y pequeños corrían en masa para ver pasar a Vathek y al indio. No se cansaban de repetir: ¡Ha curado a nuestro soberano, ha hablado, ha hablado! Aquellas palabras se hicieron las palabras del día, y no fueron olvidadas en las fiestas públicas que se dieron aquella misma noche en señal de gozo; los poetas las convirtieron en el estribillo de todas las canciones que compusieron sobre tan hermoso tema.
Entonces, el Califa hizo abrir de nuevo los Palacios de los Sentidos; y como estaba más ansioso de visitar el del Gusto que ningún otro, ordenó que se sirviera en él un espléndido  festín al que fueron admitidos sus favoritos y todos los grandes oficiales. El indio colocado junto al Califa fingió creer que, para merecer tanto honor, no podía comer en demasía, ni beber en demasía, ni hablar en demasía. Los manjares desaparecían de la mesa en cuanto eran servidos. Todo el mundo se miraba con asombro; pero el indio, sin aparentar advertirlo, bebía grandes tragos a la salud de todo el mundo, cantaba a voz en grito y hacía improvisaciones que hubieran sido aplaudidas de no ser declamadas con tan horrendas muecas; durante toda la comida charló más que veinte astrólogos, comió más que cien mozos de cuerda y bebió en proporción.
Pese a que la mesa se había llenado treinta y dos veces, el Califa sufría por la voracidad de su vecino. Su presencia se le hacía insoportable y apenas si podía ocultar su malhumor y su inquietud; finalmente halló el modo  de decir al oído del jefe de su eunucos: ¡Ya ves, Babalouk, que este hombre lo hace todo a lo grande! ¡Qué ocurriría si pudiera llegar hasta mis esposas! Ve, redobla la vigilancia y, sobre todo, presta atención a mis circasianas, que le gustarían más que todas las demás.
El pájaro de la mañana había renovado por tres veces su canto cuando sonó la hora del Diván: Vathek había prometido presidirlo en persona. Se levantó de la mesa y se apoyó  en el brazo de su visir, más aturdido por el estruendo de su ruidoso huésped que por el vino que había bebido; el pobre príncipe apenas si podía sostenerse.
Los visires, los oficiales de la Corona, la gente de leyes se colocaron alrededor de su soberano, en semicírculo y guardando respetuoso  silencio; mientras el indio, con tanta sangre fría como si permaneciera en ayunas, iba a situarse sin miramiento alguno en uno de los escalones del trono y reía, por lo bajo, ante la indignación que su atrevimiento producía a todos los espectadores.
Entretanto, el Califa, que tenía la cabeza bastante confusa, dictaba de cualquier modo su justicia. El primer visir lo advirtió y recordó, de pronto, un ardid que le permitió interrumpir la audiencia y salvar el honor de su señor. Le dijo en voz baja: Señor, la princesa Carathis ha pasado la noche consultando los planetas; ella me manda deciros que os amenaza un acuciante peligro. Cuidad de que este extranjero, cuyas joyas mágicas pagáis con tantas atenciones, no haya atentado contra vuestra vida. Su licor parece haberos curado; tal vez se trate sólo de un veneno cuyo efecto será repentino. No desechéis tal sospecha; preguntadle al menos, de qué está compuesto, de dónde lo ha sacado y mencionad los sables que parecéis haber olvidado.
Fatigado por las insolencias del indio, Vathek respondió a su visir con un gesto de cabeza y, dirigiéndose a aquel monstruo: Levántate, le dijo, y declara en pleno Diván de qué drogas está compuesto el licor que me has dado a beber; aclara, sobre todo, el enigma de los sables que me vendiste: ¡agradece así las bondades con que te he colmado!
El Califa se calló tras estas palabras, que pronunció en tono tan moderado como le fue posible. Pero el indio, sin responder ni dejar su lugar, renovó sus carcajadas y sus horribles muecas. Entonces, Vathek no pudo contenerse; de una patada le arrojó del estrado, le persiguió y le golpeó con tal rapidez que todo el Diván se sintió incitado a imitarle. Todos  los pies se levantaron; en cuanto le daban un golpe todos parecían verse obligados a repetirlo.
El indio se dejaba hacer. Siendo pequeño se había encogido como si fuera una bola y rodaba  bajo los golpes de sus atacantes, que le seguían por todas partes con inaudito encarnizamiento. Rodando así de sala en sala, de habitación en habitación, la bola atraía tras de sí a cuantos encontraba. El palacio, en plena confusión, resonaba bajo el más espantoso estruendo. Las sultanas, aterrorizadas, miraron a través de los cortinajes; y en cuanto apareció la bola, no pudieron contenerse. En vano, para detenerlas, los eunucos las pellizcaban hasta hacer brotar sangre; ellas escaparon de sus manos y los fieles guardianes, medio muertos de espanto, no podían tampoco evitar seguir la pista de la bola fatal.
Tras haber recorrido así los salones, las habitaciones, las cocinas, los jardines y las cuadras del palacio, el indio tomó por fin el camino de los patios. El Califa, más encarnizado que los demás, le seguía de cerca dándole tantas patadas como podía: su celo motivó  que recibiera él mismo algunas de las coces dirigidas a la bola.
Carathis, Morakanabad y dos o tres visires, cuya prudencia había hasta entonces resistido a la general atracción, queriendo impedir que el Califa diera tal espectáculo, se arrojaron a sus rodillas para detenerle; pero saltó por encima de sus cabezas y continuó su carrera. Ordenaron entonces a los muecines que llamaran al pueblo a la oración. Tanto para sacarlo del camino como para que evitaran, con sus rezos, tal calamidad; todo fue inútil. Bastaba con ver la infernal bola para sentirse atraído por ella. Los propios muecines, aunque sólo la vieran de lejos, bajaron de sus minaretes y se unieron a la muchedumbre. Esta aumentó de tal modo que, pronto, no quedaron en las casas de Samarah más que paralíticos, tullidos, moribundos y niños de pecho cuyas nodrizas se habían desembarazado de ellos para correr con más rapidez: incluso Carathis, Morakanabad y los demás se habían unido por fin a la partida. Los gritos de las mujeres escapadas de sus serrallos; los de los eunucos que se esforzaban en no perderlas de vista; las blasfemias de los maridos que, mientras corrían, se amenazaban unos a otros; las patadas dadas y devueltas; las caídas a cada paso, todo, en fin, hacía que Samarah pareciera una ciudad tomada al asalto y entregada al saqueo. Por fin, el maldito indio, hecho una bola, tras haber recorrido calles, plazas públicas, dejó la ciudad desierta, tomó el camino de la llanura de Catoul y se dirigió a un valle al pie de la montaña de las cuatro fuentes.
Uno de los flancos de este valle estaba bordeado por una alta colina; al otro lado se abría un espantoso abismo formado por la caída de las aguas. El Califa y la multitud que les seguía temieron que la bola fuera a arrojarse en él y renovaron sus esfuerzos para alcanzarla, pero fue en vano; rodó por el abismo y desapareció reció como un rayo.
Sin duda Vathek se hubiera precipitado tras el pérfido Giaour de no haber sido detenido  como por una mano invisible. La muchedumbre se detuvo también; todo volvió a la calma. Se miraron con aire asombrado, y, pese  al ridículo de la situación, nadie se rió. Todos, con los ojos bajos, el aspecto confuso, tomaron  el camino de Samarah y se ocultaron en sus casas, sin pensar que una fuerza irresistible podía, por sí sola, producir la extravagancia que se reprochaban; pues justo es que los hombres que se vanaglorian del bien del que son sólo instrumento, se atribuyan también las tonterías que no han podido evitar.
Sólo el Califa no quiso abandonar el valle. Ordenó que plantaran sus tiendas; y, pese a las reprensiones de Carathis y de Morakana-bad, se apostó al borde del abismo. Por más que le dijeran que, en aquel lugar, el terreno podía desplomarse y que, por otra parte, se hallaba demasiado cerca del hechicero, sus consideraciones fueron inútiles. Tras haber hecho encender mil antorchas y ordenar que las mantuvieran continuamente encendidas, se tumbó en los fangosos bordes del abismo e intentó, al favor de las artificiales claridades, ver a través de las tinieblas que todas las lámparas del imperio no hubieran podido penetrar. Creía unas veces oír voces que hablaban desde el fondo del abismo, otras imaginaba descubrir  entre ellas el acento del indio; pero era sólo el rugido de las aguas y el ruido de las cataratas que caían de las montañas a grandes borbotones.

Vathek pasó la noche en tan forzada situación. En cuanto el día comenzó a nacer, se retiró a su tienda, y allí, sin haber comido nada, se durmió y sólo despertó cuando la oscuridad cubrió el hemisferio. Regresó entonces al lugar de la víspera y no lo dejó en varias noches. Se le veía caminar a grandes pasos y mirar las estrellas con aire furioso, como si les reprochara haberle engañado.
De pronto, desde el valle hasta más allá de Samarah, en el azul del cielo se mezclaron largos brazos sanguinolentos; aquel horrible fenómeno nómeno parecía llegar a la gran torre. El califa quiso subir, pero sus fuerzas le abandonaron, y, transido de terror, se cubrió la cabeza con un pliegue de su vestido.
Aquellos aterrorizadores prodigios no hacían más que excitar su curiosidad, de modo que, en vez de serenarse, persistió en el designio  de permanecer donde había desaparecido el indio.
Una noche, mientras hacía su solitario paseo por el llano, la luna y las estrellas se eclipsaron  de pronto; espesas tinieblas reemplazaron la luz y escuchó, brotando de la tierra que temblaba, la voz del Giaour, gritando en un estruendo más poderoso que el trueno: ¿Quieres entregarte a mí, adorar las influencias terrestres  y renunciar a Mahoma?; con estas condiciones te abriré el palacio del fuego subterráneo. Allí, bajo inmensas bóvedas, verás los tesoros que las estrellas te han prometido; de allí saqué mis sables; allí reposa Suleiman, hijo de Daud, rodeado de los talismanes que subyugan al mundo.
El Califa, asombrado, respondió tembloroso so, pero en el tono del hombre acostumbrado a las aventuras sobrenaturales: ¿Dónde estás? ¡Muéstrate a mis ojos! ¡Disipa estas tinieblas de las que estoy cansado! Tras haber quemado tantas antorchas para descubrirte, lo menos que puedes hacer es mostrarme tu espantoso rostro. — Abjura, pues, de Mahoma, repitió el indio; dame pruebas de tu sinceridad o no me verás nunca.
El desgraciado Califa lo prometió todo. De inmediato el cielo se esclareció y, a la luz de los planetas que parecían inflamados, Vathek vio entreabierta la tierra. En sus profundidades apareció un portal de ébano. El indio, tendido delante, mantenía en su mano una llave de oro y la hacía sonar contra las cerraduras.
¡Ah!, gritó Vathek. ¿Cómo puedo bajar hasta aquí sin romperme el cuello? Ven a buscarme y abre en seguida tu puerta.— ¡Más despacio!, respondió el indio: entérate que tengo mucha sed y que sólo podré abrir cuando la haya saciado. Necesito la sangre de cincuenta niños: tómalos de entre los hijos de tus visires y los grandes de tu Corte... Ni mi sed ni tu curiosidad estarán satisfechas. Regresa, pues, a Samarah; tráeme lo que deseo; arrójalo  tú mismo a este abismo; entonces verás.
Tras estas palabras, el indio le volvió la espalda; y el Califa inspirado por los demonios, se decidió a hacer el horrendo sacrificio. Simuló, pues, haber recuperado su tranquilidad y se encaminó hacia Samarah entre las aclamaciones de un pueblo que todavía le amaba. Disimuló bien el involuntario trastorno de su alma, hasta el punto de que Carathis y Morakanabad fueron engañados como los demás. Ya sólo se habló de fiestas y alegría. Se puso, incluso, sobre el tapete la historia de la bola, de la que nadie había osado todavía hablar: se reía por todas partes; sin embargo no todo el mundo tenía motivos de risa. Varios eran los que permanecían aún en manos de los cirujanos a consecuencia de las heridas recibidas en aquella memorable aventura.
Vathek se sentía muy contento de que el asunto se tomara de tal modo, porque veía que aquello facilitaría sus abominables proyectos. Se mostraba afable con todo el mundo, sobre todo con sus visires y los grandes de su Corte. A la mañana siguiente les invitó a una suntuosa  comida. Poco a poco fue llevando la conversación hacia sus hijos y preguntó, en tono benevolente, cuál de ellos tenía más hermosos muchachos. De inmediato, todos los padres se apresuraron a colocar a los suyos por encima de los demás. La discusión se caldeó; y hubieran llegado a las manos de no estar presente el Califa, que fingió querer juzgar por sí mismo.
Pronto vieron llegar un grupo de aquellos desgraciados niños. La ternura materna les había acicalado con todo aquello que pudiera realzar su belleza. Pero mientras la brillante juventud atraía los ojos y los corazones, Vathek la examinó con una pérfida avidez y eligió cincuenta para sacrificarlos al Giaour. Entonces, con aire bonachón propuso dar a sus pequeños favoritos una fiesta en la llanura. Debían, dijo, alegrarse más que todos los demás de que él hubiese recuperado la salud. La bondad del Califa los conmovió y pronto fue conocida en toda Samarah. Se prepararon literas, camellos, caballos en los que mujeres, niños, ancianos, jóvenes, todos se colocaron a su gusto. El cortejo se puso en marcha, seguido por todos los confiteros de la ciudad y sus alrededores; el pueblo siguió a pie, en inmensa muchedumbre; todo el mundo estaba contento y ni uno solo recordaba lo que tomar ese camino costó a muchos la última vez.
El atardecer era hermoso, el aire fresco, el cielo sereno; las flores exhalaban sus perfumes. La naturaleza, en reposo, parecía alegrarse bajo los rayos del sol poniente. Su dulce luz doraba la cima de la montaña de las cuatro fuentes; embellecía su ladera y coloreaba los rebaños saltarines. Sólo se escuchaba el ruido de las fuentes, el sonido de los caramillos y las voces de los pastores llamándose por las colinas.
Las infelices víctimas, que iban a ser inmoladas dentro de poco, realzaban más todavía la conmovedora escena. Llenas de inocencia y seguridad, los niños avanzaban hacia la llanura sin dejar de retozar; uno corría persiguiendo mariposas, otro cortaba flores o recogía  pequeñas piedrecillas relucientes; varios se alejaban con paso ligero para tener el placer de alcanzarse e intercambiar mil besos.
Ya, a lo lejos, se veía el horrendo abismo en cuyo fondo se hallaba el portal de ébano que, como un trazo negro, cortaba por la mitad la llanura. Morakanabad y sus compañeros lo tomaron por una de aquellas extravagantes obras que tanto complacían al Califa; ¡Infelices!, no imaginaban a qué estaba destinada. Vathek, no deseando que se examinase de muy cerca el lugar fatal, detiene la marcha y hace trazar un gran círculo. La guardia de los eunucos avanza para medir la palestra destinada a las carreras pedestres y para preparar los anillos que las flechas deben atravesar. Los cincuenta jóvenes se desnudan apresuradamente; se admira su agilidad y los agradables contornos de sus delicados miembros. Sus ojos chispean con una alegría que se refleja en los de sus padres. Cada cual ruega por el pequeño combatiente que más le interesa: todo el mundo permanece atento a los juegos de aquellos seres amables e inocentes.
El Califa elige ese momento para alejarse de la muchedumbre, avanza hacia el borde del abismo y escucha, no sin estremecerse, al indio que dice, rechinando los dientes: ¿Dónde están, dónde están? ¡Implacable Giaour!, responde Vathek turbado, ¿no hay modo de satisfacerte sin el sacrificio que exiges? ¡Ah!, si vieras la belleza de estos niños, su gracia, su ingenuidad, te enternecerías. — ¡Al diablo con tu enternecimiento, charlatán!, gritó el indio; ¡dame, dámelos pronto!, o mi puerta te estará cerrada para siempre. — No grites tanto, replicó el Califa ruborizándose.— ¡Oh!, de acuerdo, dijo el Giaour con una sonrisa de ogro; no te falta ánimo; tendré paciencia y aguardaré todavía un momento.
Durante aquel horrible diálogo, los juegos se hallaban en pleno desarrollo. Terminaron, por fin cuando el crepúsculo cubrió las montañas. Entonces, el Califa, incorporándose al borde de la enorme grieta, gritó con todas sus fuerzas: ¡Que mis cincuenta pequeños favoritos  se acerquen a mí y que vengan en el orden en que han triunfado en los juegos. Al primero de los vencedores le daré mi brazalete de diamantes, al segundo mi collar de esmeraldas, al tercero mi cinturón de topacios, y a cada uno de los demás algunas piezas de mi vestido, hasta llegar a mis pantuflas.
Al oír aquellas palabras, las aclamaciones se hicieron más fuertes; la bondad del príncipe era ensalzada hasta las nubes ya que se despojaba de sus vestidos para divertir a sus subditos y alentar a la juventud. Entre tanto, el Califa, desnudándose poco a poco y levantando el brazo tanto como podía, hacía relucir cada uno de los premios; pero mientras con una mano lo entregaba al niño que se apresuraba a recibirlo, con la otra le empujaba al abismo donde el Giaour, siempre refunfuñando, repetía sin cesar: ¡Más, más...!
Esta horrible artimaña era tan rápida que el niño que se acercaba no podía sospechar la suerte de quienes le habían precedido; y por lo que se refiere a los espectadores, la oscuridad y la distancia les impedían ver. Finalmente Vathek, tras haber precipitado a la víctima que hacía el número cincuenta, creyó que el Giaour vendría a buscarle y presentarle la llave de oro. Imaginaba ya ser tan grande como Suleiman, y no tener que rendir cuentas, cuando, con gran sorpresa por su parte, la grieta se cerró, y sintió bajo sus pies la tierra tan firme como era de ordinario. Su rabia y su desesperación fueron inexpresables. Maldecía la perfidia del indio; le llamaba con los más infames apelativos y golpeaba con el pie como  si hubiera perdido el juicio. Sus visires y los grandes de la corte, más próximos a él que los demás, creyeron al principio que se había sentado en la hierba para jugar con los niños; pero una especie de inquietud les embargó y, avanzando, vieron al Califa solo que les dijo con aire de extravío: ¿Qué queréis? ¡Nuestros hijos, nuestros hijos!, gritaron. Qué graciosos sois, les respondió, queréis hacerme responsable de los accidentes de la vida, vuestros hijos han caído, jugando, en el precipicio que se abrió en este lugar, y yo mismo habría caído de no haber dado un salto hacia atrás.
Al oír estas palabras, los padres de los cincuenta niños lanzaron desgarradores gritos, que las madres repitieron una octava más alta; mientras, los demás, sin saber de qué gritaban, intentaban sobrepasarles con sus aullidos. Pronto se dijo por todas partes: ¡Es una jugada que nos ha hecho el Califa para complacer a su maldito Giaour; castiguémosle por su perfidia, venguémonos, venguemos la sangre inocente. Arrojemos a este cruel príncipe en la catarata y que incluso su memoria sea aniquilada.
Carathis, aterrada por tal rumor, se acercó a Morakanabad. Visir, le dijo, habéis perdido dos hermosos niños, debéis ser el más desolado de los padres; pero sois virtuoso, salvad a vuestro señor. Sí, Señora, respondió el visir; intentaré, con peligro de mi vida, sacarle del peligro en que se halla; luego le abandonaré a su funesto destino. Bababalouk, prosiguió la mujer, poneos a la cabeza de vuestros eunucos; apartemos a la muchedumbre; llevemos, si es posible, a este infeliz príncipe a su palacio. Bababalouk y sus compañeros, por primera vez, se felicitaron de que les hubieran arrebatado la posibilidad de ser padres. Obedecieron al visir, y éste, secundándoles lo mejor que pudo, llevó a cabo por fin su generosa empresa. Entonces, se retiró para llorar a sus anchas.
En cuanto el Califa hubo regresado, Carathis hizo que cerraran las puertas de palacio. Pero viendo que el tumulto aumentaba y que de todos lados brotaban imprecaciones, le dijo a su hijo: ¡No importa si tenéis razón o no!, hay que salvar vuestra vida. Retirémonos a vuestros apartamentos; desde allí pasaremos por el subterráneo, que sólo conocemos vos y yo, y llegaremos a la torre donde, ayudados por los mudos que jamás han salido de allí, resistiremos. Bababalouk creerá que seguimos en el palacio y defenderá la entrada por su propio  interés; entonces, sin preocuparnos de los consejos del llorón Morakanabad, veremos lo que puede hacerse.
Vathek no respondió una sola palabra a cuanto su madre le decía y se dejó conducir como ella quiso; pero, mientras caminaba repetía: ¿Dónde estás, horrible Giaour? ¿No has devorado todavía a esos niños? ¿Dónde están tus sables, tu llave de oro, tus talismanes? Aquellas palabras permitieron a Carathis adivinar parte de la verdad. Cuando su hijo, ya en la torre, se hubo tranquilizado, un poco, no le costó sonsacársela por completo. Y no sintió escrúpulo alguno, pues era tan malvada como pueda serlo una mujer, que ya es decir, porque este sexo se vanagloria de sobrepasar en todo al que le discute la superioridad. El relato del Califa no produjo, pues, a Carathis ni sorpresa ni horror; le impresionaron tan sólo las promesas del Giaour, y dijo a su hijo: Debe reconocerse que el tal Giaour es algo sanguinario; sin embargo, las potencias terrestres deben ser más terribles todavía; pero las promesas del uno y los dones de los otros bien valen algunos pequeños esfuerzos; ningún crimen debe parecemos costoso cuando tales tesoros son su recompensa. Dejad, pues, de quejaros del indio; me parece que no habéis cumplido todas las condiciones que pone a sus servicios. No dudo que debe ser necesario hacer un sacrificio a los genios subterráneos y tendremos que pensar en ello cuando se haya apaciguado el motín; voy a restablecer la calma y, por mi parte, no temería vuestros tesoros puesto que tendremos muchos más. Aquella princesa, que poseía por completo el arte de persuadir, volvió a recorrer el subterráneo y, llegando a palacio, se mostró al pueblo desde la ventana. Lo arengó mientras Bababalouk arrojaba oro a manos llenas. Ambos métodos tuvieron éxito, el motín se. apaciguó: Todos regresaron a sus casas y Carathis recorrió de nuevo el camino de la torre.
Anunciaban la plegaria del amanecer cuando Carathis y Vathek subieron los innumerables escalones que conducían a la cúspide de la torre y, aunque la mañana fuera triste y lluviosa, permanecieron allí algún tiempo. Aquella sombría luminosidad gustaba a sus malvados corazones. Cuando vieron que el sol iba a atravesar las nubes, hicieron plantar un pabellón para ponerse al abrigo de sus rayos. El Califa, abrumado por la fatiga, no pensó, primero, más que en reposar, y con la esperanza de tener visiones significativas, se entregó al sueño. Por su parte, la activa Carathis, seguida de una parte de sus mudos, bajó para preparar el sacrificio que debía llevarse a cabo la noche siguiente.
Por pequeños escalones tallados en el espeso muro y que sólo conocían ella y su hijo, bajó a pozos misteriosos que guardaban las momias de los antiguos faraones, arrancadas de sus tumbas; se dirigió a una galería donde, custodiados por cincuenta negras mudas y tuertas del ojo derecho, se conservaba el aceite de las serpientes más venenosas, cuernos de rinoceronte y maderas de sofocante olor cortadas por magos en lo más profundo de las Indias; sin mencionar mil horribles rarezas más. La misma Carathis había reunido aquella colección, con la esperanza de tener, un día u otro, algún trato con las potencias infernales a las que amaba apasionadamente y cuyos gustos conocía. Para acostumbrarse a los horrores que meditaba, permaneció algún tiempo con sus negras que bizqueaban atractivamente del único ojo que poseían y miraban con delicia las calaveras y los esqueletos. A medida que iban sacándolos de los armarios, hacían espantosas contorsiones, y, admirando a la princesa, chillaban hasta aturdiría. Por fin, ahogándose por el hedor, Carathis se vio obligada a abandonar la galería tras haberla despojado de sus monstruosos  tesoros.
Entre tanto, el Califa no había tenido las visiones que esperaba; pero había recuperado en aquellas elevadas regiones su voraz apetito. Pidió comida a los mudos y, tras haber olvidado por completo que eran sordos, les pegó, les mordió y les pellizcó porque no se movían. Por fortuna para aquellas miserables criaturas, Carathis llegó para poner fin a tan indecente escena. «¿Qué es esto, hijo mío?, dijo sin aliento; me ha parecido oír el grito de mil murciélagos expulsados de su cubil, y son sólo esos pobres mudos a quienes estáis maltratando: realmente no merecéis las excelentes provisiones que os traigo. — ¡Dádmelo, dádmelo!, gritó el Califa; me muero de hambre. — ¡A fe mía!, buen estómago tendríais, dijo, si pudierais digerir todo lo que aquí tengo.— Apresuraos, repitió el Califa. ¡Pero, cielos! ¡Qué horror! ¿Qué queréis hacer? Estoy a punto de vomitar. — Vamos, vamos, replicó Carathis, no seáis tan delicado, ayudadme a ordenar todo esto; ya veréis cómo los mismos objetos que ahora os dan asco, os harán feliz. Preparemos la pira para el sacrificio de esta noche, y no penséis en comer hasta que la hayamos levantado. ¿Ignoráis que todos los ritos solemnes deben ser precedidos por un ayuno riguroso?»
El Califa, sin atreverse a replicar, se abandonó al dolor y a las ventosidades que comenzaban a asolar sus entrañas, mientras su madre seguía con sus ocupaciones. Pronto estuvieron dispuestos, en las balaustradas de la torre, los frascos de aceite de serpiente, las momias y las osamentas. La pira empezó a elevarse y, en tres horas, tuvo veinte codos de altura. Por fin llegaron las tinieblas y Carathis, gozosa, se despojó de sus vestiduras: palmeaba y blandía una antorcha de grasa humana; los mudos la imitaron; pero Vathek, extenuado de hambre, no pudo aguantar más tiempo y cayó desvanecido.
Ya los ardientes goterones de las antorchas encendían la madera mágica, el aceite envenenado arrojaba mil brillos azulados, las momias se consumían lanzando torbellinos de un humo negro y opaco; por fin las llamas llegaron a los cuernos de rinoceronte, se propagó  un hedor tan infecto que el Califa volvió sobresaltado en sí y recorrió con ojos extraviados la llameante escena. El aceite inflamado corría a grandes regueros y las negras, que no dejaban de traer más, unían sus aullidos a los gritos de Carathis. Las llamas se hicieron tan violentas y el acero pulido las reflejaba con tanta vivacidad que el Califa, sin poder soportar ya su ardor ni su brillo, se refugió bajo el estandarte imperial.
Sorprendidos por la luz que iluminaba toda  la ciudad, los habitantes de Samarah se levantaron apresuradamente, subieron a sus techos, vieron la torre incendiada y bajaron a la plaza medio desnudos. El amor por su soberano  despertó de nuevo en aquel momento y, creyendo que iba a abrasarse en su torre, no pensaron más que en salvarle. Morakanabad salió de su retiro enjugando sus lágrimas y gritando fuego como los demás. Bababalouk, cuya nariz estaba más habituada a los olores mágicos, sospechaba que Carathis estaba llevando a cabo uno de sus hechizos y aconsejó a todo el mundo que permaneciera tranquilo. Le trataron de perezoso y de insigne traidor, hicieron avanzar los camellos y los dromedarios cargados de agua; pero ¿cómo entrar en la torre?
Mientras se obstinaban en forzar sus puertas, un furioso viento se levantó del noroeste e hizo llegar las llamas muy lejos. Primero, el pueblo retrocedió, luego redobló su celo. Los infernales hedores de los cuernos y las momias, llenándolo todo, apestaban el aire, y varias personas, casi sofocadas, cayeron a suelo. Quienes permanecían en pie decían a sus vecinos: Alejaos, os envenenaréis. Morakanabad, más enfermo que los demás, daba lástima; en todas partes la gente se tapaba la nariz. Pero nada detuvo a quienes derribaban las puertas. Ciento cuarenta de los más robustos y más determinados lo consiguieron. Ganaron la escalera y recorrieron un buen trecho en un cuarto de hora.
Carathis, alarmada por las señales de sus mudos y sus negras, avanza hacia la escalera, baja algunos escalones y oye varias voces que gritan: ¡Aquí hay agua! Bastante ágil para su edad, regresa rápidamente a la plataforma y dice a su hijo: Un momento; suspended el sacrificio; pronto tendremos algo para hacerlo más hermoso. Algunos, imaginando sin duda que el pueblo estaba en la torre, han tenido la temeridad de romper las puertas, hasta ahora  inviolables, y se acercan llevando agua. Debe reconocerse que son muy bondadosos al haber olvidado vuestra falta; pero ¡qué importa! Dejémosles subir, les sacrificaremos al Giaour. A nuestros mudos no les falta ni fuerza ni experiencia. — Sea, respondió el Califa, terminemos de una vez y comamos.
Aquellos infelices no tardaron en aparecer. Sin aliento tras haber subido tan de prisa once mil escalones, desesperados al ver sus cubos medio vacíos, no habían hecho más que llegar cuando el brillo de las llamas y el hedor de las momias ofuscaron simultáneamente todos sus sentidos. Fue una lástima, pues no vieron la agradable sonrisa con la que los mudos y las negras les ponían la cuerda al cuello; pero no todo se había perdido ya que aquellas agradables personas no gozaron por ello menos de tal escena. Nunca nadie había estrangulado con mayor facilidad; todos caían sin resistencia y expiraban sin lanzar un grito; de modo  que Vathek se halló pronto rodeado por los cuerpos de sus más fieles subditos que fueron arrojados a la pira. Carathis, que estaba en todo, creyó tener ya bastante; hizo tensar las cadenas y cerrar las puertas de acero que se hallaban en el corredor.
Apenas fueron ejecutadas aquellas órdenes cuando la torre tembló; los cadáveres desaparecieron y las llamas, de oscuro carmesí, se volvieron de hermoso color rosa. Un vapor suave hizo sentir sus delicias; las columnas de mármol arrojaron armoniosos sones y los cuernos licuados exhalaron un encantador perfume. Carathis, en éxtasis, gozaba por adelantado el éxito de sus conjuros; mientras, los mudos y las negras, a quienes los buenos olores  daban cólicos, se retiraron a sus cubiles refunfuñando.
En cuanto se hubieron marchado, la escena cambió. La pira, los cuernos y las momias dejaron paso a una mesa magníficamente servida. En ella se veía, entre una multitud de exquisitos manjares, frascos de vino, jarros de Fagfouri donde un excelente sorbete reposaba sobre nieve. El Califa se arrojó sobre todo ello como un buitre y comenzó a devorar un lechal con alfóncigos; pero Carathis, ocupada en otras cosas, extraía de una urna afiligranada un pergamino enrollado del que no se veía el final y que su hijo ni siquiera había advertido. Terminad de una vez, glotón, le dijo en tono imponente, y escuchad las magníficas promesas  que os hacen; entonces leyó en voz alta lo que sigue:
«Vathek, mi bien amado, has sobrepasado mis esperanzas; mi nariz ha saboreado el aroma  de tus momias, de tus excelentes cuernos y, sobre todo, de la sangre humana que has derramado  sobre la pira. Cuando la luna alcance su plenitud, sal de tu palacio rodeado de todas las señales de tu poder; que los coros de tus músicos te precedan al son de clarines y redoble de timbales, haz que te siga la flor y nata de tus esclavos y tus más queridas esposas, hazte acompañar de mil camellos suntuosamente cargados y toma el camino de Istakhar. Allí te espero; allí, ceñido por la diadema de Gian Ben Gian y nadando en toda clase de delicias, los talismanes de Suleiman y los tesoros  de los sultanes preadamitas te serán entregados ; pero ay de ti si en el camino aceptas asilo alguno.»
El Califa, pese a su cotidiano lujo, jamás había cenado tan bien. Se entregó a la alegría que le inspiraban tan buenas nuevas y bebió de nuevo. Carathis no odiaba el vino y aceptaba de buena gana todos los brindis que, por ironía, hacía su hijo a la salud de Mahoma. Aquel pérfido licor le llenó de impía confianza. Blasfemaba; el asno de Balaam, el perro de los siete Durmientes y los demás animales que se hallan en el paraíso del Santo Profeta fueron blanco de sus escandalosas bromas. En ese estado bajaron alegremente los once mil escalones, burlándose de los rostros inquietos que veían, en la plaza, a través de los tragaluces de la torre; llegaron al subterráneo y se dirigieron a los apartamentos reales. Bababalouk paseaba por ellos con aire tranquilo, dando órdenes a los eunucos que avivaban las velas y pintaban los hermosos ojos de las circasianas. En cuanto divisó al Califa dijo: ¡Ah, ya veo que no os habéis abrasado!; lo sospechaba.— Qué nos importa lo que has pensado o lo que has dejado de pensar, gritó Carathis. Ve, corre, di a Morakanabad que queremos hablarle y, sobre todo, no te entretengas haciendo tus insípidas reflexiones.
El gran visir llegó de inmediato, Vathek y su madre le recibieron con mucha gravedad diciéndole, en tono plañidero, que el fuego de la cúspide de la torre había sido apagado; pero que, por desgracia, había costado la vida a los valientes que habían acudido en su auxilio.
¡Nuevos infortunios!, gritó gimiendo Morakanabad: ¡Ah! Comendador de los Fieles; nuestro santo el Profeta está sin duda irritado con nosotros; a vos os toca apaciguarle. Le apaciguaremos, respondió el Califa con una sonrisa que no anunciaba nada bueno. Tendréis tiempo suficiente para dedicarlo a vuestras plegarias; este lugar me echa a perder la salud, quiero cambiar de aires; la montaña de las cuatro fuentes me aburre, tengo que beber  en el riachuelo de Rocnabad y complacerme en los hermosos valles que riega. En mi ausencia vos gobernaréis el Estado de acuerdo con los consejos de mi madre, y le procuraréis cuanto precise para sus experiencias; pues bien sabéis que nuestra torre está llena de cosas preciosas para las ciencias.
Aquella torre no gustaba demasiado a Morakanabad; su construcción había agotado preciosos tesoros y nunca había visto que se llevaran a ella otra cosa que negras, mudos y abominables drogas. Tampoco sabía qué pensar de Carathis que, como un camaleón, tomaba todos los colores. Su maldita elocuencia había puesto a menudo entre la espada y la pared al pobre musulmán; pero si ella no valía gran cosa, su hijo era todavía peor, y se alegraba viéndose libre de él. Fue pues a tranquilizar al pueblo y a prepararlo todo para el viaje de su señor.
Vathek, esperando complacer más todavía a los espíritus del palacio subterráneo, quiso que su viaje fuera de inaudita magnificencia. Para ello, confiscó a diestro y siniestro los bienes  de sus subditos, mientras su digna madre visitaba los harenes y los despojaba de sus pedrerías. Todas las costureras, todas las bordadoras de Samarah y otras grandes ciudades a cincuenta leguas a la redonda, trabajaron sin descanso en los palanquines, sofás, canapés y literas que debían embellecer el cortejo del monarca. Se tomaron todas las hermosas telas de Masulipatan y se empleó tanta muselina para adornar a Bababalouk y los demás eunucos negros que no quedó una sola alna en todo el Irak babilonio.
Mientras se hacían tales preparativos, Carathis daba pequeñas cenas para hacerse agradable a las potencias tenebrosas. Fueron invitadas las damas más famosas por su belleza. Buscó, sobre todo, las más blancas y las más delicadas. Nada era más elegante que aquellas cenas; pero, cuando la alegría se hacía general, sus eunucos soltaban bajo la mesa víboras y vaciaban cestos llenos de escorpiones. Puede imaginarse que todo aquello mordía a maravilla. Carathis fingía no advertirlo y nadie se atrevía a moverse. Cuando veía que los comensales  iban a expirar, se divertía curando algunas heridas con un excelente teriaca de su invención; pues aquella buena princesa sentía horror por la ociosidad.
Vathek no era tan laborioso como su madre. Pasaba el tiempo alimentando sus sentidos en los palacios que les estaban dedicados. Ya no se le veía ni en el Diván ni en la mezquita; y mientras la mitad de Samarah seguía su ejemplo, la otra mitad se lamentaba de los progresos  de la corrupción.
Entretanto regresó la embajada que se había enviado a La Meca en tiempos más piadosos. La componían los más reverendos mu-llahs. Su misión había sido perfectamente llevada a cabo y traían una de aquellas preciosas  escobas que habían limpiado la sagrada Cahaba: era un regalo realmente digno del mayor príncipe de la tierra.
El Califa se hallaba, en aquel momento, retenido en un lugar poco adecuado para recibir embajadores. Escuchó la voz de Bababalouk que gritaba detrás de la puerta: Aquí están el excelente Edris Al Shafei y el seráfico Mouhateddin que traen la escoba de La Meca y que, con lágrimas de alegría desean ardientemente presentarla a Vuestra Majestad. — Que me traigan aquí esa escoba, dijo Vathek; es posible que me sea de alguna utilidad. ¿Cómo?, respondió Bababalouk fuera de sí.— ¡Obedece!, replicó el Califa, ésta es mi suprema voluntad; quiero recibir aquí, y en ninguna otra parte, a esa buena gente que te extasía.
El eunuco se fue murmurando y dijo al venerable cortejo que le siguiera. Una santa alegría recorrió a los respetables ancianos y, aunque algo fatigados por su largo viaje, siguieron a Bababalouk con una agilidad que parecía milagrosa. Enfilaron los augustos pórticos y les pareció muy halagador que el Califa no les recibiera, como a la gente ordinaria, en la sala de audiencias. Pronto llegaron al interior del serallo donde, a través de gruesos cortinajes de seda, creyeron percibir grandes y hermosos ojos azules y negros que iban y venían como relámpagos. Llenos de respeto y de asombro, poseídos de su misión celeste, avanzaron en procesión hacia estrechos corredores  que parecían no llevar a parte alguna y que les condujeron a la pequeña celda donde les aguardaba el Califa.
¿Estará enfermo el Comendador de los Fieles?, decía en voz baja Edris Al Shafei a su compañero. — Sin duda está en su oratorio, respondió Al Mouhateddin. Vathek, que escuchaba aquel diálogo, les gritó: ¿Qué os importa dónde estoy?, seguid avanzando. Entonces, sacó su mano a través de las cortinas y pidió la sagrada escoba. Todos se prosternaron respetuosamente, tanto como se lo permitió el corredor, e incluso en un semicírculo bastante correcto. El respetable Edri Al Shafei sacó la escoba de entre los lienzos bordados y perfumados que ocultaban su vista a los ojos del vulgo, se adelantó a sus compañeros y avanzó pomposamente hacia el pretendido oratorio. ¡Qué sorpresa y qué horror se apoderaron de él! Vathek, con una risa burlona, le arrebató la escoba que mantenía con mano temblorosa y, mirando algunas telas de araña suspendidas del azulado techo, las barrió sin dejar una.
Los ancianos, petrificados, no osaban levantar sus barbas del suelo. Lo veían todo, ya que Vathek había corrido negligentemente la cortina que les separaba de él. Sus lágrimas humedecieron el mármol. Al Mouhateddin se desmayó de despecho y fatiga, mientras el Califa se dejaba caer de espaldas, riendo y palmeando sin misericordia. Moreno mío, dijo por fin a Bababalouk, ofrece a esta buena gente mi vino de Shiraz. Puesto que pueden vanagloriarse  de conocer mi palacio mejor que nadie, ningún honor es demasiado para ellos. Diciendo tales palabras les arrojó a la cara la escoba y fue a reírse con Carathis. Bababalouk hizo cuanto pudo para consolar a los ancianos, pero dos de los más débiles murieron de inmediato; los otros, no queriendo ya ver la luz, se hicieron llevar a sus lechos de donde no salieron jamás.
A la noche siguiente, Vathek y su madre subieron a lo más alto de la torre para consultar a los astros sobre su viaje. Las constelaciones se hallaban en una posición de las más favorables y el Califa quiso gozar de tan halagador espectáculo. Cenó alegremente en la plataforma, ennegrecida todavía por el horrendo sacrificio. Durante la comida se escucharon grandes carcajadas que resonaban en la atmósfera y de las que dedujo el más favorable augurio.
Todo estaba en movimiento en el palacio. Las luces no se apagaban en toda la noche, el estruendo de los yunques y los martillos, la voz de las mujeres y de sus guardianes que cantaban mientras bordaban, todo interrumpía el silencio de la naturaleza y complacía infinitamente a Vathek, que creía estar ya subiendo, triunfante, al trono de Suleiman.
El pueblo no se alegraba menos que el Califa. Todos ponían manos a la obra para apresurar el instante que debía liberarles de la tiranía de tan extravagante señor.
El día que precedió a la partida de aquel príncipe insensato, Carathis creyó prudente renovarle  sus consejos. No cesaba de repetir los decretos del pergamino misterioso, que había aprendido de memoria, y recomendarle, sobre todo, que no entrara durante el viaje en casa alguna. Ya sé, le decía, que te gustan los buenos platos y las muchachas; pero conténtate con tus antiguos cocineros, que son los mejores  del mundo, y recuerda que en tu serrallo ambulante hay, por lo menos, tres docenas de hermosos rostros a los que Bababalouk no ha levantado todavía el velo. Si mi presencia no fuera necesaria aquí, yo misma vigilaría tu conducta, me apetecería mucho ver el palacio subterráneo, lleno de objetos interesantes para gente de nuestra condición; nada me complace más que las cavernas; tengo un gusto decidido por los cadáveres y las momias, y apuesto a que encontrarás la quintaesencia de este género. No me olvides, pues, en cuanto estés en posesión de los talismanes que deben darte la realeza de los metales perfectos y abrirte el centro de la tierra, no dejes de enviarme algún genio de confianza para que venga a recogerme con mi gabinete. El aceite de las serpientes, a las que he pellizcado hasta la muerte, será un hermoso presente para nuestro Giaour, que debe apreciar este tipo de golosinas.
Cuando Carathis hubo terminado tan hermoso discurso, el sol se ocultó tras la montaña de las cuatro fuentes y dejó paso a la luna. El astro, entonces en todo su esplendor, cobraba una belleza y una circunferencia extraordinarias a los ojos de las mujeres, de los eunucos y los pajes que ardían en deseos de partir. La ciudad hervía de gritos gozosos y fanfarrias. Sólo se veían plumas flotando en todos los pabellones y penachos brillando a la dulce claridad de la luna. La gran plaza parecía un arriate esmaltado de los más bellos tulipanes de Oriente.
El Califa, vestido de ceremonia, apoyándose en su visir y en Bababalouk, descendió la gran rampa de la torre. Toda la multitud estaba prosternada y los camellos, magníficamente cargados, se arrodillaron ante él. El espectáculo era soberbio y el propio Califa se detuvo para admirarlo. Todo guardaba un respetuoso silencio que, sin embargo, se vio algo turbado por los gritos de los eunucos de retaguardia. Estos vigilantes servidores habían advertido que algunos de los palanquines de las damas se inclinaban demasiado hacia un costado; algunos mozos se habían hábilmente introducido en ellos; pero pronto fueron expulsados de allí y entregados, con precisas instrucciones, a los cirujanos del serrallo.
Tan mínimos incidentes no interrumpieron la majestad de la augusta escena, Vathek saludó a la luna con aire de complicidad, y los doctores de la ley se escandalizaron ante tal idolatría, así como los visires y los grandes, reunidos para gozar de las últimas miradas de su soberano. Por fin, los clarines y las trompetas dieron, desde lo alto de la torre, la señal de partida. Aunque perfectamente afinados, se creyó, sin embargo, advertir algunas disonancias; era Carathis que cantaba himnos al Giaour mientras las negras y los mudos le hacían la segunda voz. Los buenos musulmanes creyeron escuchar el bordoneo de insectos nocturnos de mal augurio y suplicaron a Vathek que cuidara de su sagrada persona.
Se enarbola el gran estandarte del califato; veinte mil lanzas brillan tras de él, y el Califa, pisando majestuosamente los tejidos de oro extendidos a su paso, sube a la litera entre las aclamaciones de sus subditos. Entonces, se abre la marcha en el mejor orden y en tan gran silencio que se oyen cantar las cigarras en los matorrales de la llanura de Cacoult. Recorrieron seis buenas leguas antes del alba, y la estrella de la mañana brillaba todavía en el firmamento cuando el numeroso cortejo llegó a orillas del Tigris, donde se levantaron las tiendas para reposar el resto de la jornada.
Tres días transcurrieron del mismo modo. Al cuarto, el airado cielo estalló en mil llamaradas: el rayo produjo un espantoso estruendo y las circasianas, temblorosas, se asían a sus inmundos guardianes. El Califa comenzó a echar de menos el Palacio de los Sentidos; sentía un gran deseo de refugiarse en el gran burgo de Ghulchiffar, cuyo gobernador había acudido a ofrecerle un refrigerio. Pero tras mirar sus tablillas, se dejó, intrépidamente, empapar hasta los huesos, pese a los ruegos de sus favoritas. Su empresa le importaba demasiado y las grandes expectativas mantenían su valor. Muy pronto el cortejo se perdió; se hizo venir a los geógrafos para saber dónde estaban. Pero sus empapados mapas se hallaban en un estado tan lamentable como su persona; además, desde Haroun Al-Rachid no se habían hecho más viajes y no sabían hacia dónde dirigirse. Vathek, que poseía grandes conocimientos sobre la situación de los cuerpos celestes, ignoraba en qué lugar de la tierra se encontraba. Rugía con más fuerzas aún que el trueno y soltaba, de vez en cuando, la palabra horca, que no sonaba agradablemente en lo oídos literarios. Por fin, no queriendo seguir más que sus propias ideas, ordenó cruzar los escarpados roquedales y tomar el camino que, según creía, iba a conducirle en cuatro días a Rocnabad; por más que se le hicieron algunas objeciones, su decisión estaba tomada.
Los eunucos y las mujeres, que jamás habían visto nada semejante, se estremecían ante el aspecto de las gargantas montañosas y lanzaban lamentables gritos viendo los horribles precipicios que bordeaban el pendiente sendero en el que se encontraban. La noche cayó antes de que el cortejo llegase a la cima del más alto roquedal. Entonces, un viento impetuoso hizo jirones las cortinas de los palanquines y las literas, y dejó a las pobres damas entregadas a todos los furores de la tempestad. La oscuridad del cielo acentuó el terror de aquella noche desastrosa; así que todo eran lamentos de los pajes y llantos de las muchachas.
Además, para mayor desgracia, se escucharon espantosos rugidos y pronto se divisaron, en la espesura de los bosques, ojos llameantes que sólo podían pertenecer a diablos o tigres. Los exploradores, que preparaban el camino del mejor modo posible, y una parte de la vanguardia fueron devorados antes de poder advertirlo. La confusión era extrema; los lobos, los tigres y demás carniceros, invitados por sus compañeros, acudían de todas partes. Se escuchaban crujidos de huesos y, en el aire, un espantoso aleteo; los buitres comenzaban a añadirse al festín.
El espanto llegó por fin al gran contingente de tropas que rodeaba al monarca y su serrallo, que se hallaba a dos leguas de distancia. Vathek, amparado por sus eunucos, no se había dado cuenta todavía de nada; estaba perezosamente tendido en los cojines de seda de su amplia litera; y mientras dos pequeños pajes, más blancos que el esmalte de Franguistan, le espantaban las moscas, dormía profundamente y veía, en sus sueños, brillar los tesoros de Suleiman. Los clamores de sus mujeres le despertaron y, en vez de al Giaour con su llave de oro, vio a Bababalouk tembloroso y consternado: Sire, gritó el fiel servidor del más poderoso de los monarcas, las desgracias han llegado al colmo; las bestias feroces, que no os respetarían más que a un asno muerto, han caído sobre vuestros camellos. Treinta de los más ricamente cargados han sido devorados con sus conductores; vuestros panaderos, vuestros cocineros y los que acarreaban vuestras provisiones de boca han sufrido la misma suerte y, si nuestro Santo Profeta no nos protege, no volveremos a comer en toda nuestra vida. Al oír la palabra comer, el Califa perdió todo comedimiento, aulló y se dio grandes golpes. Bababalouk, viendo que su señor había perdido por completo la cabeza, se tapó los oídos para evitar al menos el escándalo del serrallo. Y, puesto que las tinieblas aumentaban y el estruendo se hacía cada vez más grande, tomó una decisión heroica. Vamos, señoras y compañeros, gritó con todas sus fuerzas; pongamos manos a la obra, démosle pronto al pandero. Que no se diga que el Comendador de los verdaderos Creyentes ha servido de pasto a infieles animales.
Aunque había entre las bellas no pocas rebeldes y caprichosas, todas se sometieron en esa ocasión. En un abrir y cerrar de ojos, aparecieron llamas en todas las literas. Diez mil antorchas se encendieron de inmediato, todo el mundo se armó de grandes cirios e incluso el mismo Califa lo hizo. Estopas empapadas en aceite y ardiendo en la punta de largos venablos arrojaban tanta luz que las rocas parecían iluminadas como en pleno día. El aire se llenó de torbellinos chisporroteantes, y el viento, que los llevaba a todas partes, hizo que el fuego prendiera en los heléchos y los matorrales. Poco tiempo después, el incendio hizo rápidos progresos; se vieron serpientes reptando por todas partes, llenas de desesperación, que buscaban sus nidos dando espantosos silbidos. Los caballos, encabritados, relinchaban, coceaban y pataleaban sin cesar.
Uno de los bosques de cedros que bordeaba el camino se incendió y las ramas que colgaban hacia el sendero comunicaron sus llamas a las finas muselinas y a las bellas telas que cubrían los palanquines de las damas, que se vieron obligadas a salir de ellos aun a riesgo de romperse el cuello. Vathek, vomitando mil blasfemias, se vio obligado, como los demás, a poner en tierra sus sagrados pies.
Jamás había ocurrido nada igual. Las damas que no sabían salir del apuro caían en el barro llenas de despecho, de vergüenza y de rabia. ¡Yo, caminar yo!, decía una de ellas; ¡mojarme yo los pies!, decía otra; ¡ensuciar mis ropas!, gritaba la tercera; ¡odioso Bababalouk!, decían todas a la vez. ¡Basura del infierno! ¿Qué necesidad tenías de antorchas? Mejor verse devoradas por los tigres que encontrarnos en el estado en que estamos. Henos aquí perdidas para siempre. No habrá descargador en el ejército, ni limpiador de camellos que no pueda vanagloriarse de haber contemplado una parte de nuestro cuerpo y, lo que es peor, nuestros rostros. Diciendo estas palabras, las más púdicas se arrojaron de bruces sobre el camino. Las que tenían algo más de valor guardaron rencor a Bababalouk; pero él, que las conocía y que era delicado, puso pies en polvorosa con sus cofrades, sacudiendo sus antorchas y redoblando sus timbales.
El incendio expandió luz tan viva como la del sol en el más hermoso día de la canícula, y daba un calor proporcional. ¡Oh, colmo de horror! ¡El Califa estaba atollado como un simple mortal! Sus sentidos comenzaban a adormecerse; ya no podía caminar. Una de sus mujeres etíopes (pues las tenía en gran variedad) se compadeció de él, le tomó en brazos, le cargó sobre sus hombros y, viendo que el fuego avanzaba por todas partes, salió como mo un rayo pese a su cargamento. Las demás damas, a quienes el peligro había devuelto el uso de las piernas, la siguieron con todas sus fuerzas; los guardas echaron a galopar tras ellas y los palafreneros azuzaron a los camellos, tropezando unos con otros.
Llegaron por fin al lugar donde las bestias feroces habían comenzado la carnicería; pero éstas eran demasiado inteligentes como para no haberse retirado al oír tan tremendo escándalo, habiendo además cenado a las mil maravillas. Bababalouk se apoderó sin embargo de dos o tres de las más gordas, que se habían atiborrado de tal modo que no podían ya moverse: comenzó a despellejarlas con limpieza; y, puesto que estaban ya bastante alejados del incendio como para que el calor fuera tan sólo moderado y agradable, decidieron detenerse en el lugar donde se hallaban. Recogieron jirones de tapices; enterraron los restos del banquete de los lobos y los tigres; se vengaron con unas docenas de buitres ahitos, y, tras haber hecho recuento de los camellos, que tranquilamente se disponían a producir sal de amoníaco, se encestó a las damas de cualquier modo y se plantó la tienda imperial sobre terreno menos pedregoso.
Vathek se tendió sobre sus colchones de pluma y comenzó a recuperarse de las sacudidas de la etíope; ¡aquélla había sido una ruda montura! El descanso reavivó su acostumbrado apetito; pidió comida pero, ¡ay!, aquellos delicados panecillos que se cocían en hornos de plata para su real boca, aquellos exquisitos pasteles, sus ambarinas confituras, aquellos frascos de vino de Shiraz, aquellas porcelanas llenas de nieve, aquellos excelentes racimos de uva que crecían a orillas del Tigris, todo había desaparecido. Bababalouk sólo  podía ofrecerle un gran lobo asado, buitres adobados, hierbas amargas, setas venenosas, cardos y raíces de mandragora que llagaban la garganta y hacían pedazos la lengua. Por todo licor poseía sólo algunas botellas de mal aguardiente que los marmitones habían ocultado en sus babuchas. No es difícil imaginar que una comida tan detestable desesperase a Vathek; se tapaba la nariz y masticaba con espantosas muecas. Sin embargo, comió bastante y se durmió para digerir mejor.
Mientras, las nubes habían desaparecido del horizonte. El sol era ardiente y sus rayos, reflejándose en las rocas, abrasaban al Califa, pese a las cortinas que le rodeaban. Un enjambre de hediondos mosquitos color absenta le picaban hasta hacerle sangrar. Sin poder resistirlo más, despertó sobresaltado y, fuera de sí, no sabía qué hacer y se debatía con todas  sus fuerzas, mientras Bababalouk seguía roncando, cubierto de aquellos horribles insectos que cortejaban su nariz. Los pajecillos habían dejado en el suelo sus abanicos. Estaban medio muertos y empleaban sus expirantes voces en hacer amargos reproches al Califa que, por primera vez en su vida, escuchó la verdad.
Reinició entonces sus imprecaciones contra el Giaour y comenzó incluso a hacer algunas alabanzas a Mahoma. ¿Dónde estoy?, gritó; ¡qué horrendas rocas son éstas! ¡Qué tenebrosos  valles! ¿Hemos llegado al horrible Caf? ¿Vendrá la Simorga a sacarme los ojos para vengar mi impía expedición? Y diciendo esto, pasó la cabeza por una abertura del pabellón; pero, ¡ay!, qué paisajes se presentaron a su vista. Por un lado, una llanura de negra arena cuyo fin no podía percibirse; por el otro, declives de rocas cubiertas de aquellos abominables cardos que le escocían aún en la lengua. Creyó, sin embargo, descubrir, entre abrojos y espinas, algunas flores gigantescas; se engañaba: no eran más que jirones de tapices y restos de su magnífico cortejo. Como en la roca se veían varias grietas, Vathek aguzó el oído con la esperanza de oír el rumor de algún torrente, pero sólo escuchó el sordo murmullo de la gente, que maldiciendo su viaje, pedía agua. Los había incluso que gritaban contra él: ¿Por qué nos habéis conducido hasta aquí? ¿Tiene nuestro Califa que construir otra torre? ¿O tal vez los Afritas implacables, que Carathis tanto ama, tienen aquí su morada?
Al oír el nombre de Carathis, Vathek recordó ciertas tablillas que ella le había dado, aconsejando que recurriera a ellas en casos desesperados.  Mientras las ojeaba, escuchó un grito de júbilo y algunas palmadas; las cortinas del pabellón se abrieron y vio a Bababalouk seguido de un grupo de sus favoritas. Le traían dos enanos de un codo de altura que llevaban  un gran cesto lleno de melones, de naranjas y granadas, y que con voz argentina cantaban: «Vivimos en la cima de estos roquedales, en una cabana hecha de cañas y juncos; las águilas envidian nuestra morada; una pequeña fuente nos proporciona el medio de hacer el Abdesto y jamás pasa un día sin que recitemos las plegarias prescritas por nuestro  Santo Profeta. ¡Os amamos, oh Comendador de los Fieles! Nuestro señor, el buen emir Fakreddin, os ama también; reverencia en vos al Vicario de Mahoma. Por más pequeños que seamos, tiene confianza en nosotros; sabe que nuestros corazones son tan buenos como despreciables son nuestros cuerpos, y nos ha ordenado permanecer aquí para socorrer  a quienes se pierden en estas tristes montañas. Estábamos, la noche pasada, ocupados en nuestra pequeña celda leyendo el santo Corán, cuando los impetuosos vientos apagaron de pronto nuestras luces e hicieron temblar nuestra habitación. Transcurrieron dos horas en las más profundas tinieblas; entonces escuchamos, a lo lejos, unos sonidos que nosotros  habíamos tomado por los de las campanillas de una Cáfila atravesando las rocas. Pronto unos gritos, unos rugidos y el sonido de los timbales llegaron a nuestros oídos. Helados de espanto, pensamos que el Deggial, con sus ángeles exterminadores, venía a esparcir sus plagas por la tierra. En medio de estas reflexiones, llamas sanguinolentas se elevaron en el horizonte, y un instante después nos vimos cubiertos de chispas. Fuera de nosotros mismos ante tan aterrorizador espectáculo, nos arrodillamos, abrimos el libro dictado por las bienaventuradas inteligencias y, a la luz de los incendios que nos rodeaban, leímos el versículo que dice: Sólo debe confiarse en la misericordia del cielo; sólo hay socorro en el Santo Profeta; la misma montaña de Caf puede temblar, sólo el poder de Allah es inquebrantable. Tras haber pronunciado estas palabras, una calma celestial se apoderó de nuestras almas; se hizo un profundo silencio y nuestros oídos escucharon claramente, en el aire, una voz que decía: Servidores de mi fiel Servidor, calzaos vuestras sandalias y bajad al hermoso valle que habita Fakreddin; decidle que se presenta una ocasión ilustre de satisfacer la sed de su corazón hospitalario: El Comendador  de los verdaderos Creyentes vaga en persona por estas montañas; hay que socorrerle. Alegremente, obedecimos a la angélica voz; y nuestro dueño, lleno de piadoso celo, cogió con sus propias manos estos melones, estas naranjas, estas granadas; nos sigue con cien dromedarios cargados de las aguas más límpidas de sus fuentes; viene a besar el borde de vuestras sagradas vestiduras y a suplicaros que entréis en su humilde morada , engarzada en estos áridos desiertos como  una esmeralda en plomo.» Los enanos, tras haber hablado de este modo, permanecieron de pie con las manos cruzadas sobre el estómago y en un profundo silencio.
Durante tan florida arenga, Vathek se había apoderado del cesto y, mucho tiempo antes de que la hubieran terminado, los frutos habían desaparecido en su boca. A medida que iba comiendo se iba haciendo piadoso, recitaba sus plegarias y pedía al mismo tiempo el Corán y azúcar.
En esta disposición de ánimo se hallaba cuando le saltaron de la vista las tablillas que había dejado al aparecer los enanos. Volvió a cogerlas, pero creyó desplomarse al ver, en grandes caracteres rojos trazados por la mano de Carathis, estas palabras muy apropiadas para hacerle temblar:
«Guárdate mucho de los viejos doctores y de sus pequeños mensajeros que no miden más de un codo; desconfía de las piadosas supercherías; en vez de comer sus melones es mejor asarlos. Si eres bastante débil como para entrar en su casa, la puerta del palacio subterráneo se cerrará y su movimiento te hará pedazos. Escupirán sobre tu cuerpo; los murciélagos  anidarán en tu vientre.»
¿Qué significa este galimatías espantoso?, gritó el Califa: ¿Es preciso que muera de sed en estos desiertos arenosos mientras puedo refrescarme en el feliz valle de los melones y los pepinos? ¡Maldito sea el Giaour con su portal de ébano! Ya me ha fastidiado bastante; además, ¿quién puede dictarme leyes? Dicen que no puedo entrar en casa de nadie; ¿acaso existe algún lugar que no me pertenezca? Bababalouk, que no perdía una sola palabra de este soliloquio, lo aplaudía con todo su corazón y las damas compartieron su opinión; cosa que nunca había sucedido hasta entonces.
Se agasajó a los enanos, se les acarició, se les acomodó en pequeños cuadraditos de satén, se admiró la simetría de su diminuto cuerpo, querían verlo todo y se les obsequió con bombones y pequeñas joyas; pero lo rechazaron con admirable gravedad. Treparon al estrado del Califa y, colocándose en sus hombros, le murmuraron plegarías en ambos oídos. Sus lengüecillas se movían como hojas de álamo y la paciencia de Vathek se estaba agotando, cuando las aclamaciones de las tropas anunciaron la llegada de Fakreddin acompañado de cien vejestorios, otros tantos Coranes y otros tantos dromedarios. Hicieron rápidamente las abluciones y recitaron el Bismillah. Vathek se desembarazó de sus inoportunos mentores e hizo lo mismo; pues sentía que los pies le ardían.
El buen Emir, que era rey religioso a ultranza y gran cumplidor, hizo una arenga cinco veces más larga y cinco veces menos interesante que la de sus pequeños precursores. El Califa, no pudiendo soportarlo más, gritó: ¡Por el amor de Mahoma!, terminemos, querido Fakreddin, y vayamos a vuestro verde valle para comer los hermosos frutos que os ha donado el Cielo. Tras estas palabras se pusieron en marcha; los ancianos avanzaban con alguna lentitud; pero Vathek, a escondidas, había ordenado a los pajecillos que espolearan los dromedarios. Las cabriolas que hacían estos animales y los problemas de sus octogenarios caballeros eran tan divertidos que sólo se escuchaban carcajadas en todos los palanquines.
Con todo, llegaron felizmente al valle por grandes escaleras que el Emir había hecho tallar en la roca; y comenzaba ya a escucharse el murmullo de los riachuelos y los estremecimientos de las hojas. El cortejo tomó un sendero bordeado de arbustos florecidos que desembocaba en un gran bosque de palmeras cuyas ramas daban sombra a un vasto edificio de piedra tallada. Este edificio estaba coronado  por nueve cúpulas y adornado con otros tantos portales de bronce en los que se había grabado con esmaltes las siguientes palabras: «Este es el asilo de los peregrinos, el refugio de los viajeros y el depósito de los secretos de todos los países del mundo.»
Nueve pajes, hermosos como el día y decentemente vestidos con largas túnicas de lino de Egipto, se hallaban en cada puerta. Recibieron a la comitiva con expresión franca y acariciadora. Cuatro de los más amables colocaron  al Califa en una magnífico tecthraval; otros cuatro, algo menos graciosos, se encargaron de Bababalouk que se estremecía de gozo  al ver la feliz yacija que iba a tener: el resto del cortejo fue atendido por los demás pajes.
Cuando todo lo que era macho hubo desaparecido, la puerta de un gran recinto que se veía a la derecha giró sobre sus armoniosos goznes y salió por ella una joven personita de ligero talle y cuya cabellera, de un rubio ceniza, flotaba al capricho de los céfiros crepusculares. Una banda de muchachas, parecidas a las Pléyades, la seguía de puntillas. Acudieron a los pabellones donde se hallaban las sultanas, y la damisela, inclinándose con gracia, les dijo: Mis encantadoras princesas, os esperamos; hemos dispuesto lechos de reposo y llenado vuestras estancias de jazmín: ningún insecto apartará el sueño de vuestros párpados; nosotros los espantaremos con un millón de plumas. Venid, pues, amables damas, a refrescar vuestros delicados pies y vuestros miembros de marfil en baños de agua de rosas; y a la dulce claridad de lámparas perfumadas nuestras servidoras os contarán cuentos. Las sultanas aceptaron con gran placer tan encantadoras ofertas y siguieron a la damisela hasta el harén del Emir; pero debemos dejarlas por unos instantes para regresar al Califa.
El príncipe había sido conducido bajo una gran cúpula, iluminada por mil lámparas de cristal de roca. Otros tantos jarrones de la misma materia, llenos de deliciosos sorbetes, brillaban sobre una gran mesa en la que había gran profusión de delicados manjares. Se veía allí, entre otras cosas, arroz con leche de almendras, potajes al azafrán y corderillo con nata, que al Califa le gustaba mucho. Comió con exceso, testimonió su gran amistad hacia el Emir con el júbilo de su corazón, e hizo bailar, contra su voluntad, a los enanos; pues los pequeños devotos no se atrevieron a deso bedecer al Comendador de los Fieles. Por fin, se tendió en el sofá y durmió con más tranquilidad que nunca en su vida.
Reinaba bajo aquella cúpula un apacible silencio sólo interrumpido por el ruido de las mandíbulas de Bababalouk, rehaciéndose del triste ayuno al que se había visto condenado en las montañas. Como estaba de excesivo buen humor para dormir y no le gustaba permanecer desocupado, quiso ir de inmediato al harén para cuidar a sus damas, ver si se habían frotado convenientemente con bálsamo de La Meca, si sus cejas y las demás cosas se mantenían en orden; en una palabra, para proporcionales  todos los pequeños servicios que necesitaban.
Buscó durante mucho tiempo, aunque sin éxito, la puerta que llevaba al harén. Temiendo despertar al Califa, no se atrevía a gritar y nadie se movía en el palacio. Comenzaba ya a desesperarse por no poder llevar a cabo su propósito, cuando escuchó un pequeño cuchicheo; eran los enanos que habían regresado a su antigua ocupación y que, por noningentésima  novena vez, leían el Corán. Invitaron, muy cortésmente, a Bababalouk a que les escuchara; pero él tenía muchas otras cosas que hacer. Los enanos, aunque un poco escandalizados, le indicaron el camino de los apartamentos que buscaba. Era preciso, para llegar a ellos, pasar por cien corredores bastante oscuros. Los recorrió a tientas y, por fin, en el extremo de una larga avenida, comenzó a escuchar el agradable susurrar de las mujeres, y su corazón  se alegró de sobremanera. ¡Ah, ah!, todavía  no dormía, gritó, dando grandes pasos; no creáis que he abdicado de mis cargos; sólo  me había detenido un instante para comer los restos de nuestro señor. Dos eunucos negros, al oír hablar en voz tan alta, se separaron apresuradamente de los demás, con el sable en la mano; pero pronto se escuchó por todas partes: ¡No es mas que Bababalouk, no es más que Bababalouk! En efecto, el vigilante guardián avanzó hacia unos cortinajes de seda  encarnada, que dejaban traslucir una agradable claridad que" le permitió distinguir un gran baño de pórfido oscuro, de forma oval. Amplias cortinas, cayendo en grandes pliegues, rodeaban el baño; estaban entreabiertas y permitían entrever grupos de jóvenes esclavas, entre las que Bababalouk reconoció a sus antiguas pupilas, distendiendo perezosamente los brazos, como para estrechar el agua perfumada y reponerse  de sus fatigas. Las miradas lánguidas y tiernas, las palabras murmuradas al oído, las encantadoras sonrisas que acompañaban sus pequeñas confidencias, el suave olor de las rosas, todo inspiraba una voluptuosidad contra la que Bababalouk mismo se defendía a duras penas.
Mantuvo sin embargo un aspecto muy serio ordenó, en tono magistral, que hicieran salir a las bellas del agua y las peinaran cuidadosamente. Mientras daba estas órdenes, la joven  Nouronihar, hija del Emir, gentil como una gacela y llena de viveza, indicó por señas a una de sus esclavas que bajara despacio el gran columpio que se hallaba sujeto al techo por cordones de seda. Mientras llevaban a cabo el manejo, se dirigió, también por señas, a las mujeres que estaban en el baño y que, muy molestas al verse obligadas a abandonar sus morosos juegos, enredaron sus cabellos para dar trabajo a Bababalouk y le hicieron otras mil jugarretas.
Cuando Nouronihar le vio al límite de su paciencia, se acercó a él con fingido respeto y le dijo: Señor, no está bien que el jefe de los eunucos del Califa, nuestro soberano, se mantenga así de pie; dignaos reclinar vuestra gentil persona en este sofá, que se quebrará desesperado si no tiene el honor de acogeros. Encantado ante tan halagadores acentos, Bababalouk respondió con galantería: Delicia de mis ojos, acepto la proposición que mana de vuestros azucarados labios; y, a decir verdad, mis sentidos se han debilitado ante la admiración que me ha causado el resplandeciente esplendor de vuestros encantos.
—Descansad, pues —continuó la bella colocándole  en el pretendido sofá.
De pronto, la máquina se puso en marcha como un rayo. Todas las mujeres, viendo entonces de qué se trataba, salieron desnudas de su baño y comenzaron a empujar como locas  el columpio. En un instante, cruzó de un lado a otro la elevada cúpula, cortando la respiración  al desgraciado Bababalouk. A veces rozaba el agua y otras iba a dar de narices contra los cristales; en vano enardecía el aire con sus gritos y voz, que sonaba como una olla rota; las carcajadas no permitían oírla. Nouronihar, ebria de juventud y de alegría, estaba muy habituada a los eunucos de los harenes ordinarios; pero jamás había visto uno  tan repugnante y de tal realeza;  de modo que se divertía más que las otras. Finalmente comenzó a parodiar versos persas y cantos: «Dulce y blanca paloma que vuela por los aires, concede una mirada a tu fiel compañera. Gorjeante ruiseñor, yo soy tu rosa; cántame algunas agradables estrofas.»
Las sultanas y las esclavas, animadas por tales bromas, empujaron tanto el columpio que la cuerda se rompió y el pobre Bababalouk cayó como una tortuga en medio del baño. Se escuchó un grito general; doce puertecillas que no se veían se abrieron y todas escaparon de prisa, tras haberle arrojado a la cabeza todos los trapos y haber apagado las luces.
El deplorable animal, con agua hasta el cuello y a oscuras, no podía desembarazarse del montón de tela que le habían arrojado y escuchaba, muy  a  su pesar, carcajadas por doquier. En vano se debatía para salir del baño; el borde, cubierto de aceite que se había derramado de las lámparas rotas, le hacía resbalar y caer de nuevo con un sordo ruido que resonaba en la cúpula. A cada caída las malditas carcajadas volvían a comenzar. Creyendo que el lugar estaba habitado por demonios y no por mujeres, tomó la decisión de no tantear más y de permanecer tristemente en el baño. Su malhumor se expresó en soliloquios repletos de imprecaciones, de los que sus maliciosas vecinas, negligentemente acostadas juntas, no perdían una sola palabra. La mañana le sorprendió en tan airosa postura; lo sacaron por fin de bajo el montón de lencería, medio ahogado y empapado hasta los huesos. El Califa lo había hecho buscar por todas partes y se presentó ante su señor cojeando y castañeteando los dientes. Al verle en aquel estado Vathek gritó: ¿Qué te pasa?, ¿quién te ha puesto en remojo? ¿Y a  vos quién os ha hecho penetrar en tan mala morada?, preguntó a su vez Bababalouk. ¿Acaso un Monarca como vos debe meterse con su harén en casa de un Emir vejestorio que no sabe vivir? ¡Graciosas damiselas las que tiene aquí! Imaginad que me han empapado como una corteza de pan y me han hecho bailar toda la noche en su maldito columpio, como un saltimbanqui. ¡Qué buen ejemplo para vuestras sultanas a quienes   tanto   comedimiento   había   inspirado yo!
Vathek, sin comprender nada de tal discurso, se hizo explicar toda la historia. Pero en vez de compadecer al pobre diablo, se rió con todas sus fuerzas del aspecto que debía tener en el columpio. Bababalouk se ofendió y faltó poco para que le perdiera todo el respeto. Reíd, reíd, señor, dijo; me gustaría que esta Nouronihar os hiciera también alguna jugarreta; y es lo bastante malvada como para no respetaros ni siquiera a vos.
Estas palabras no hicieron al principio gran impresión al Califa; pero las recordó más tarde.
En mitad de esta conversación, llegó Fakreddin para invitar a Vathek a las solemnes plegarias y a las abluciones que se llevaban a cabo en un vasto prado, regado por innumerables riachuelos. El Califa halló fresca el agua, pero mortalmente aburridas las plegarias. Se divirtió, sin embargo, con la multitud de calenderos, santones y derviches que iban y venían por la llanura. Los bramanes, los faquires y otros mojigatos llegados de las Indias y que en su viaje se habían detenido en casa del Emir, le divirtieron mucho. Todos tenían alguna bobería favorita: unos arrastraban una gran cadena, otros un orangután, otros iban armados de disciplinas, y todos ejecutaban a maravilla sus distintos ejercicios. Veíanse algunos que trepaban a los árboles, mantenían un pie en el aire, se balanceaban sobre una hoguera y se daban de latigazos sin piedad. Los había también que gustaban de los parásitos, que tan convenientemente respondían al agasajo que se les hacía. Los santones ambulantes daban náuseas a los derviches, los calenderos y los beatos. Los habían puesto juntos con la esperanza de que la presencia del Califa los curaría de su locura y los convertiría a la fe musulmana; pero, ¡ay!, estaban muy equivocados. En vez de sermonearles, Vathek los trató como a bufones, les ordenó que presentaran sus respetos a Vishnú y a Ixhora, y se encaprichó de un gran vejestorio de la isla de Seremdib, que era el más ridículo de todos ellos. ¡Hombre!, le dijo, por amor de tus dioses, haz algún truco que me divierta.
El anciano, ofendido, rompió a llorar; y como era un detestable llorón, Vathek le dio la espalda. Bababaluok, que seguía al Califa con una sombrilla, le dijo entonces: Tenga cuidado vuestra majestad con esta canalla: ¡Qué diabólica idea la de reunirlos aquí! Acaso un gran monarca debe regalarse con el espectáculo, de estos bonzos más sarnosos que perros! Si yo fuera vos haría encender una gran hoguera y libraría a esta tierra del Emir, de su harén y de todo su bestiario. ¡Cállate!, respondió Vathek. Todo esto me divierte mucho y no dejaré el prado sin haber contemplado todos los animales que lo habitan.
A medida que el Califa iba avanzando, se le presentaban toda clase de lamentables objetos: ciegos, tuertos, desnarizados, damas sin orejas, todo para mostrar la gran caridad de Fakreddin que, con sus vejestorios, distribuía en derredor cataplasmas y emplastes. A mediodía hizo su entrada una soberbia colección de tullidos y pronto se vieron en la llanura multitudes de tarados. Los ciegos, tanteando, se hallaban junto a los ciegos; los cojos cojeaban  juntos y los mancos gesticulaban con el único brazo que les quedaba. A orillas de una gran cascada estaban los sordos; los de Pegu tenían las más hermosas y anchas orejas, y gozaban del placer de oír aún menos que los demás. Aquel lugar era, también, el punto de reunión de toda clase de futilidades como bocios, jorobas e, incluso, cuernos, algunos muy bruñidos.
El Emir quiso solemnizar la fiesta y honrar en lo posible a su ilustre huésped; en consecuencia, hizo tender sobre el césped gran cantidad de pieles y manteles. Se sirvieron toda clase de pilafs de todos los colores, y otros manjares ortodoxos para los buenos musulmanes. Vathek, que era vergonzosamente tolerante, había tenido la precaución de encargar algunos  platillos abominables que escandalizaron a los fieles. Muy pronto, toda la santa asamblea se puso a comer a dos carrillos. El Califa sintió deseos de hacer lo mismo; y, pese a todas las admoniciones del jefe de los eunucos, quiso comer en aquel mismo lugar. Inmediatamente el Emir hizo disponer una mesa a la sombra de los sauces. Como primer plato se sirvió un pescado extraído de un arroyuelo  que corría sobre arena dorada, al pie de una colina bastante alta. El pescado era asado a medida que lo iban capturando y se sazonaba luego con finas hierbas del monte Sina; ya que en la mansión del Emir todo era tan piadoso como excelente.
Estaban en el entrante del festín cuando, de pronto, el melodioso sonido de unos laúdes, repetido por los ecos, se dejó escuchar en la colina. El Califa, lleno de asombro y de placer, levantó la cabeza y recibió en el rostro un ramillete de jazmín. Mil carcajadas siguieron a la pequeña travesura y, a través de los matorrales, pudieron percibirse las elegantes formas de varias muchachas que brincaban como cervatillos. El aroma de sus cabelleras perfumadas llegó hasta Vathek; suspendió su comida y, como hechizado, dijo a Bababalouk: ¿Acaso las Pairikas han bajado de sus esferas? ¿Ves aquella de delicado talle que con tanta intrepidez corre al borde de los precipicios y que, girando su cabeza, parece ocuparse sólo de los graciosos pliegues de su vestido? ¡Con qué hermosa impaciencia disputa su velo a los matorrales! ¿Será ella la que me ha arrojado los jazmines?
¡Oh!, ciertamente es ella, respondió Bababalouk, y es una muchacha capaz de arrojaros a vos del roquedal; la reconozco: es mi buena amiga Nouronihar, que con tanta amabilidad me prestó su columpio. Vamos, mi querido señor y dueño, permitidme que vaya a azotarla puesto que os ha faltado al respeto. El Emir no podrá quejarse; ya que, salvo lo que su piedad merece, comete un gran error dejando en las montañas a un rebaño de damiselas; el aire libre da excesiva actividad a los pensamientos. ¡Paz, blasfemo!, dijo el Califa; no hables así de la que atrae mi corazón hacia esas montañas. Consigue, mejor, que mis ojos se fijen en los suyos y que yo pueda respirar su dulce aliento. ¡Con qué gracia y ligereza corre palpitante por el campo!
Y diciendo estas palabras, Vathek tendió sus brazos hacia la colina y, levantando sus ojos con una agitación que jamás había sentido, intentó no perder de vista a la que ya le había cautivado. Pero su carrera era tan difícil de seguir como el vuelo de una de aquellas hermosas mariposas azuladas de Cachemira, tan raras y retozonas.
Vathek, no satisfecho con ver a Nouronihar, quiso también escucharla, y dispuso con avidez el oído para distinguir sus acentos. Por fin, la oyó decir a una de sus compañeras, cuchicheando tras el pequeño matorral desde donde había arrojado el ramo: Hay que reconocer que un Califa es algo hermoso de contemplar: pero mi pequeño Gulchenrouz es mucho más amable; una trenza de su dulce cabellera vale por todos los ricos bordados de las Indias; prefiero sus dientes mordisqueándome maliciosamente el dedo que el más hermoso anillo del tesoro imperial. ¿Dónde le has dejado, Sutlememe? ¿Por qué no está aquí?
El Califa, inquieto, hubiera querido oír algo más; pero ella se alejó con todas sus esclavas. El enamorado monarca la siguió con los ojos hasta verla desaparecer, y permaneció como un viajero perdido durante la noche, y a quien las nubes le ocultan la constelación que le sirve de guía. Una cortina de tinieblas parecía haberse corrido ante él; todo le parecía desvaído, todo había cambiado de aspecto. El rumor del arroyo llenó su alma de melancolía y sus lágrimas cayeron en los jazmines que había albergado en su ardiente seno. Tomó, incluso, algunos guijarros para recordar el lugar donde había sentido los primeros impulsos de una pasión que hasta entonces le era desconocida. Mil veces intentó alejarse de ella, pero fue en vano. Una dulce languidez se apoderó de su alma. Tendido a orillas del riachuelo, dirigió los ojos hacia la azulada cima de la montaña. ¿Qué me ocultas, implacable roca?, gritaba: ¿Qué se ha hecho de ella? ¿Qué ocurre en tus soledades? ¡Cielos! ¡Quizá en estos momentos vaga por tus grutas con su feliz Gulchenrouz!
Mientras, el relente comenzó a caer. El Emir, preocupado por la salud del Califa, hizo avanzar la litera imperial; Vathek se dejó llevar  sin advertirlo y fue devuelto al soberbio salón donde había sido recibido la víspera.
Pero dejemos al Califa entregado a su nueva pasión y sigamos por los roquedales a Nouronihar, que se ha reunido por fin con su querido y pequeño Gulchenrouz. Este Gulchenrouz era el único hijo de Alí Hassan, hermano del Emir, además de ser la criatura más delicada y amable del universo. Hacía diez años que su padre había partido para viajar por mares desconocidos y le había confiado a los cuidados de Fakreddin. Gulchenrouz sabía escribir en distintos caracteres con una precisión maravillosa, y pintaba sobre vitela los más hermosos arabescos del mundo. Su voz era dulce y la combinaba con el laúd del modo más enternecedor. Cuando cantaba los amores de Meignoun y Leilah, o de otros amantes desgraciados de antiguos siglos, las lágrimas bañaban los ojos de su auditorio. Sus versos (pues, como Meignoun, era poeta) inspiraban una languidez y una suavidad muy peligrosas para las mujeres. Todas le amaban con locura; y pese a que tenía trece años ya, no habían podido todavía sacarle del harén. Su baile era ligero como el de las pelusas que los céfiros hacen danzar en el aire de primavera. Pero sus brazos, que tan graciosamente se entrelazaban con los de las muchachas cuando bailaba, no eran capaces de lanzar dardos en las cacerías, ni domar los fogosos caballos que su tío criaba en sus pastaderos. Tiraba, sin embargo, al arco con mano segura, y habría vencido a todos los muchachos en la carrera, si se hubiera atrevido a romper los vínculos de seda que le unían a Nouronihar.
Los dos hermanos se habían prometido sus hijos el uno al otro, y Nouronihar amaba a su primo más aún que a sus propios ojos, por muy hermosos que fueran. Ambos tenían los mismos gustos y las mismas ocupaciones, las mismas miradas profundas y lánguidas, la misma cabellera, la misma blancura; y cuando Gulchenrouz se vestía con las ropas de su prima, parecía más mujer que ella misma. Si por azar salía un momento del harén para ir al encuentro de Fakreddin, lo hacía con la timidez del cervatillo separado de la cierva. Con todo, era bastante travieso como para burlarse de los solemnes vejestorios; de modo que, a veces, éstos le reprendían sin piedad. Entonces él se ocultaba trastornado en el interior del harén, corría tras de sí todos los cortinajes y se refugiaba sollozando en los brazos de Nouronihar. Ella amaba sus defectos más que lo que ha podido amarse nunca a una virtud.
Pues bien, Nouronihar, tras haber dejado al Califa en la pradera, corrió con Gulchenrouz por las montañas alfombradas de césped que protegían el valle en donde Fakreddin tenía su residencia. El sol abandonaba ya el horizonte; y aquellos jóvenes, cuya imaginación era viva y exaltada, creyeron ver en las hermosas nubes del poniente las cúpulas de Shaddukkian y de Ambreabad, donde tenían las Pairikas su morada. Nouronihar se había sentado en la ladera de la colina y mantenía la perfumada cabeza de Gulchenrouz en sus rodillas. Pero la llegada imprevista del Califa y el lujo que le rodeaba habían turbado ya su ardiente alma; arrastrada por su vanidad no pudo evitar dejarse ver por el príncipe. Ella había advertido que él recogía los jazmines que le había arrojado, y su amor propio se sintió halagado. De modo que se turbó mucho cuando Gulchenrouz le preguntó qué había sucedido con el ramito que él había cogido. Por toda respuesta bajó la frente y, tras levantarse presurosa, caminó a grandes pasos, presa de una agitación y de una inquietud indescriptibles.
Mientras la noche avanzaba, el puro oro del sol poniente había dado paso a un rojo cruento; colores semejantes a los de un horno ardiente se reflejaban en las encendidas mejillas de Nouronihar. El pobre y pequeño Gulchenrouz lo advirtió. Se sobresaltó hasta lo más profundo de su alma ante la gran agitación de su dulce prima.
Retirémonos, le dijo con voz tímida, hay algo funesto en los cielos. Estos tamarindos tiemblan más de lo común y este viento me hiela el corazón. Vamos, retirémonos; este atardecer es muy lúgubre. Y diciendo estas palabras, tomó la mano de Nouronihar y la arrastró con todas sus fuerzas. Ella le siguió sin saber qué estaba haciendo. Mil extrañas ideas se agitaban en su espíritu. Pasó junto a una gran mata de madreselva, a la que tenía gran cariño, sin prestarle atención; sólo Gulchenrouz, aunque corriera como si una bestia salvaje le pisara los talones, no pudo evitar arrancar algunos tallos.
Las muchachas, viéndoles venir tan de prisa, creyeron que, según acostumbraban, querían bailar. Inmediatamente formaron un círculo tomándose de las manos; pero Gulchenrouz, sin aliento, se dejó caer sobre el musgo. Entonces, la consternación se apoderó de aquella retozona banda; Nouronihar, casi fuera de sí y tan fatigada por el tumulto de sus pensamientos como por la carrera que acababa de dar, se arrojó sobre el muchacho. Tomó sus heladas y pequeñas manos, las calentó en su seno y frotó sus sienes con una pomada  aromática. Por fin, él volvió en sí, y cubriéndose la cabeza con las vestiduras de Nouronihar, le suplicó que no volvieran todavía al harén. Temía que Shaban, su cuidador, viejo eunuco arrugado y no muy complaciente, le riñera. A aquel avinagrado guardián le hubiera parecido mal haber interrumpido el habitual paseo de Nouronihar. El grupo se sentó, pues, formando un círculo en el césped y comenzaron  mil juegos infantiles. Los eunucos se colocaron  a cierta distancia y  se entretuvieron juntos. Todo el mundo estaba alegre, pero Nouronihar permaneció pensativa y abatida. La nodriza lo advirtió y comenzó a narrar hermosos cuentos con los que Gulchenrouz, que había olvidado ya todas sus inquietudes,  se complació mucho. Reía, palmeaba y hacía mil pequeñas jugarretas a todo el grupo, incluso a los eunucos, a quienes quiso a toda costa hacer correr para perseguirle, pese a su edad y su decrepitud.
Mientras, la luna se levantó; la noche era deliciosa y se encontraban tan bien que decidieron cenar al aire libre. Uno de los eunucos corrió a buscar melones; los otros hicieron llover almendras frescas sacudiendo los árboles  que daban sombras a la amable concurrencia. Sutlememe, que hacía muy bien las ensaladas, llenó grandes fuentes de porcelana con las hierbas más delicadas, huevos de pajarillos, leche cuajada, jugo de limón y rebanadas de pepinos, y lo sirvió todo con una gran cuchara de Cocknos. Pero Gulchenrouz acurrucado, como solía, en el seno de Nouronihar cerraba sus pequeños labios bermejos cuando Sutlememe le presentaba alguna cosa. No quería recibir nada que no procediera de la mano de su prima y se prendía de su boca como  una abeja que se embriaga con el néctar de las flores.
En medio de aquella alegría general, se divisó una luz en la cima de la más alta montaña. Dicha luz difundía una dulce claridad, y hubiérase tomado por la de la luna llena si el astro no hubiese estado en el horizonte. El espectáculo causó general emoción; se agotaron  en conjeturas. No podía ser el efecto de un incendio, pues la luz era clara y azulada. Jamás se había visto meteoro de tal color ni de tal tamaño. Por momentos la extraña claridad palidecía; instantes después se reanimaba. Primero la creyeron fija en la cima de la roca; de pronto dejó su lugar y brilló en un tupido bosque de palmeras; desde allí, deslizándose a lo largo de los torrentes, fue a detenerse por fin a la entrada de un estrecho y tenebroso vallecillo. Gulchenrouz, cuyo corazón temblaba ante todo lo imprevisto y extraordinario, se estremecía de miedo. Tiraba de las vestiduras de Nouronihar y le suplicaba que regresaran al harén. Las mujeres hicieron lo mismo; pero la curiosidad de la hija del Emir era excesivamente fuerte y venció. Fuera lo que fuese, quiso correr tras el fenómeno.
Mientras disputaban así, brotó de la luz un trazo de fuego tan deslumbrante que todo el mundo huyó dando grandes gritos. Nouronihar dio también unos pasos; pero pronto se detuvo y avanzó hacia el fenómeno. El globo  se había detenido en el vallecillo y ardía allí en majestuoso silencio. Nouronihar, cruzando entonces las manos sobre el pecho, dudó unos momentos. El miedo de Gulchenrouz, la profunda soledad en que se hallaba por primera vez en su vida, la imponente calma de la noche: todo contribuía a asustarla. Más de mil veces estuvo a punto de dar la vuelta; pero el globo luminoso brillaba siempre frente a ella. Empujada por un impulso irresistible se acercó a través de abrojos y espinas, y pese a todos los obstáculos que debían haberla detenido.
Cuando se halló a la entrada del vallecillo, espesas tinieblas la rodearon de pronto y sólo advirtió un débil brillo a lo lejos. El ruido de las cascadas, el rumor de las ramas de las palmeras y los gritos fúnebres y discontinuos de los pájaros que vivían en los troncos de los árboles; todo eso llenaba de terror a su alma. A cada instante creía pisar algún reptil venenoso. Las historias que le habían
contado de malignos Divos y sombríos Ghuls, regresaron a su memoria. Se detuvo por segunda  vez; pero la curiosidad venció de nuevo, y tomó valerosamente un tortuoso sendero que conducía hacia el resplandor. Hasta entonces siempre había sabido dónde se hallaba; pero en cuanto se hubo internado por el sendero, se perdió. ¡Ay!, decía, por .qué no estaré en las estancias seguras y bien iluminadas, donde transcurrían mis veladas con Gulchenrouz. ¡Niño querido, cómo palpitarías si vagaras como yo por tan profundas soledades! Y hablando de este modo, seguía avanzando. De pronto, unos escalones practicados en la roca se presentaron ante sus ojos; la luz aumentaba y parecía detenida, sobre su cabeza, y en lo más alto de la montaña. Subió audazmente los escalones. Cuando hubo llegado a cierta altura, la luz le pareció provenir de una especie de antro; sones dolientes y melodiosos  se escuchaban: eran como voces que formaran una especie de canto, parecido a los himnos que se entonan sobre las tumbas. Un ruido, semejante al que se hace cuando se llenan los baños, llegó al mismo tiempo a sus oídos. Descubrió grandes cirios llameantes, plantados en distintos lugares por entre las grietas de la roca. Aquel mundo la heló de espanto; sin embargo, continuó subiendo; el sutil y violento olor que exhalaban los cirios la reanimó y llegó así a la entrada de la gruta. En aquella especie de éxtasis echó una ojeada al interior y vio una gran bañera de oro, llena de un agua cuyo suave vapor dejaba en su rostro una lluvia de esencia de rosas. Una dulce sinfonía resonaba en la caverna; en los bordes de la bañera se veían vestiduras reales, diademas y plumas de garza real, relucientes de carbúnculos. Mientras admiraba aquella magnificencia, la música cesó y se dejó oír una voz que decía: ¿Para qué monarca se han encendido estos cirios, se ha preparado este baño y estas vestiduras que sólo convienen a los soberanos, no sólo de la tierra sino también de las potencias talismánicas? — Para la encantadora hija del Emir Fakreddin, respondió una segunda voz. — ¡Cómo!, continuó la primera, para aquella locuela que pierde su tiempo con un niño veleidoso, hundido en la molicie, y que nunca será más que un lamentable marido. — ¡Qué estás diciendo!, replicó la otra voz; ¿cómo podría divertirse con tales tonterías cuando el Califa arde de amor por ella? El Soberano del mundo, aquel que debe gozar los tesoros de los Sultanes preadamitas, un príncipe de seis pies de altura y cuya mirada penetra hasta la médula de las muchachas. No, ella no podrá rechazar una pasión que la colma de gloria y despreciará su infantil chuchería;  entonces, todas las riquezas que están aquí, así como el carbúnculo de Giamchid, le pertenecerán. — Creo que tienes razón, dijo la primera voz, y voy a Istakhar para preparar el palacio del fuego subterráneo que recibió a los dos esposos.
Las voces callaron, las antorchas se extinguieron, la más espesa oscuridad sucedió a la brillante claridad y Nouronihar se halló tendida cuan larga era en un sofá del harén de su padre. Dio unas palmadas y acudieron, de inmediato, Gulchenrouz y las mujeres, que se desesperaban por haberla perdido y habían enviado a los eunucos para que la buscaran por todas partes. También compareció Shaban, que la riñó con severidad. Pequeña impertinente, dijo, o tenéis llaves falsas o algún Ginn os ama y os ha dado una ganzúa. Ya averiguaré cuál es vuestro poder; entrad inmediatamente en la habitación de los dos tragaluces y no contéis con que Gulchenrouz os acompañe. Vamos, andando, Señora, voy a encerraros con doble llave. Ante estas amenazas, Nouronihar levantó su altiva cabeza y abrió a Shaban sus negros ojos, muy agrandados tras el diálogo de la gruta maravillosa. Ve, le dijo, y habla de este modo a las esclavas; pero respeta a quien ha nacido para dar leyes y someterlo todo a su imperio.
Iba a continuar en el mismo tono, cuando se oyó gritar: ¡Aquí está el Califa, aquí está el Califa! Todas las cortinas se corrieron de inmediato, las esclavas se prosternaron en dos hileras y el pobre y pequeño Gulchenrouz se ocultó bajo un estrado. Primero se vio aparecer una hilera de eunucos negros, arrastrando tras ellos largas colas de muselina recamada en oro; llevaban en las manos unas cazoletas que difundían un suave perfume de madera de áloe. Luego caminaba gravemente Bababalouk, que no estaba muy contento de la visita y movía  la cabeza. Vathek magníficamente vestido, le seguía de cerca. Su porte era noble y resuelto; se hubiera admirado su buen aspecto aun cuando no hubiese sido el Soberano del mundo. Se acercó a Nouronihar y, cuando hubo mirado sus resplandecientes ojos, que sólo había entrevisto, se sintió fuera de sí. Nouronihar  se dio cuenta y los bajó en seguida; pero su confusión aumentaba su belleza e inflamaba más todavía el corazón de Vathek.
Bababalouk, experto en esos asuntos, pensó que al mal tiempo había de poner buena cara, y ordenó a todo el mundo que se retirara. Recorrió todos los rincones de la sala para comprobar que nadie se había ocultado y vio unos pies que surgían del estrado. Bababalouk tiró de ellos sin ceremonia y, viendo que eran los de Gulchenrouz, lo cargo sobre sus hombros y se lo llevó haciéndole mil odiosas caricias. El pequeño gritaba, se debatía, sus mejillas enrojecieron como la flor del granado y sus húmedos ojos brillaron de despecho. En su desesperación dirigió una significativa mirada a Nouronihar que el Califa advirtió, diciendo: ¿Acaso es éste vuestro Gulchenrouz? — Soberano del mundo, respondió ella, perdonad a mi primo, cuya inocencia y dulzura no merecen vuestra cólera. — Tranquilizaos, respondió Vathek sonriendo; está en buenas manos; Bababalouk ama a los niños y tiene siempre  bombones y confituras. La hija de Fakreddin, aturdida dejó que se llevaran a Gulchenrouz sin añadir una palabra. Sin embargo, el movimiento del seno de Nouronihar revelaba la agitación de su corazón. Vathek se sentía transportado y se entregó al delirio de su más viva pasión; sólo se le oponía una débil resistencia cuando el Emir, entrando de pronto, se arrojó a los pies del Califa con la frente en el   suelo.  Comendador  de  los  Creyentes,  le dijo, no os rebajéis ante vuestra esclava. — No, Emir, respondió Vathek, por el contrario, la elevo hasta mí. La declaro mi esposa, y la gloria de vuestra familia se extenderá de generación en generación. — ¡Ay!, Señor, respondió Fakreddin arrancándose algunos pelos de  la barba, abreviad los días de vuestro fiel servidor antes de que éste falte a su palabra. Nouronihar  fue solemnemente prometida a Gulchenrouz, el hijo de mi hermano Ali Hassan; sus corazones están unidos; se han dado mutuamente la palabra:   tan  sagrados juramentos no pueden ser violados. — ¡Cómo!, replicó bruscamente el Califa, quieres entregar esta divina belleza a un marido aún más femenino que ella! ¡Crees que permitiré que se marchiten sus encantos bajo manos tan cobardes y débiles! ¡No; debe pasar la vida en mis brazos; éste es mi deseo! Retírate y no turbes una noche que consagro al culto de su belleza. El  Emir, ultrajado,  desenvainó entonces  su sable, lo presentó a Vathek y, ofreciendo su cuello, le dijo en tono firme: Señor, herid a vuestro infortunado huésped; demasiado ha vivido ya, puesto que tiene la desgracia de ver cómo el Vicario del Profeta viola las sagradas leyes de la hospitalidad. Nouronihar, que había permanecido cohibida durante toda la escena, no pudo seguir soportando la lucha de las distintas pasiones que se repartían su alma. Cayó desfallecida, y Vathek, tan asustado por su vida como furioso de que le opusieran resistencia, dijo a Fakreddin: ¡Socorred a vuestra hija!, y se retiró lanzándole su terrible mirada rada. El desgraciado Emir cayó inmediatamente de espaldas, bañado en mortal sudor.
Gulchenrouz, por su parte, había escapado de las manos de Bababalouk y regresaba en aquellos instantes, cuando vio a Fakreddin y su hija tendidos en el suelo: pidió socorro tanto como pudo. El pobre niño intentaba reanimar a Nouronihar por medio de sus caricias. Pálido y jadeante, no dejaba de besar la boca de su amante. Por fin, el dulce calor de sus labios la hizo volver en sí y pronto se recuperó por completo. Cuando Fakreddin se hubo repuesto de la mirada del Califa, se sentó en el lecho y, mirando a su alrededor para comprobar  que el peligroso príncipe había salido, hizo llamar a Shaban y a Sutlememe y, llevándoselos  a parte, les dijo: Amigos míos, a grandes males grandes remedios. El Califa trae el horror y la desolación a mi familia; no podré resistir su poder; otra de sus miradas me llevaría a la tumba. Que me den aquel polvo adormecedor que un derviche trajo del Arracan. Haré tomar un poco a estos dos niños para que el efecto dure tres días. El Califa los creerá muertos. Entonces, fingiendo enterrarles, les llevaremos a la caverna de la venerable Maimoune, al comienzo del gran desierto, junto a la cabana de mis enanos; y, cuando todo el mundo se haya retirado, vos, Shaban, con cuatro eunucos elegidos, los transportaréis a orillas del lago, adonde habréis hecho llevar provisiones para un mes. Un día para la sorpresa, cinco para los llantos, una quincena para la reflexión, y el resto para preparar de nuevo  la marcha; éste es, según mis cálculos, el tiempo que Vathek permanecerá aquí, y luego quedaré en paz.
—La idea es buena, dijo Sutlememe; hay que sacar de ella el máximo partido posible. Me parece que a Nouronihar le gusta el Califa. Tened la seguridad de que mientras permanezca aquí, pese a su afecto por Gulchenrouz, no podremos retenerla en aquellas montañas. Persuadámosle de que está realmente muerta, al igual que Gulchenrouz, y de que ambos han sido transportados a aquellos roquedales para que expíen las pequeñas faltas que el amor les ha hecho cometer. Nosotros les diremos que nos hemos matado por desesperación, y vuestros pequeños enanos, a quienes no han visto jamás, les parecerán personajes extraordinarios. Los sermones que les prodigarán producirán gran efecto en ellos y apuesto que todo saldrá del mejor modo posible. — Apruebo tu idea, dijo Fakreddin; pongamos manos a la obra.
Fueron en seguida a buscar el polvo; lo pusieron en un sorbete y Nouronihar y Gulchenrouz, sin sospechar nada, tragaron la mezcla. Una hora después sintieron náuseas, palpitaciones del corazón. Un entumecimiento total se apoderó de ellos. Se levantaron y, subiendo dificultosamente al estrado, se tendieron en el sofá. Caliéntame, querida Nouronihar, decía Gulchenrouz, manteniéndola estrechamente  abrazada; pon tu mano en mi corazón: está helada. ¡Ah, estás tan helada como yo! ¿Nos habrá matado a los dos el Califa, con su terrible mirada? Muero, respondió Nouronihar con voz débil, abrázame; que al menos exhale mi alma en tus labios. El tierno Gulchenrouz suspiró profundamente, sus brazos cayeron y ya no dijeron nada más; ambos quedaron como muertos.
Entonces, grandes gritos resonaron en el harén. Shaban y Sutlememe representaron con mucha habilidad su papel de desesperados. El Emir, enojado por tener que llegar a tales extremos, experimentaba por primera vez el polvo y no necesitaba fingir su aflicción. Se habían apagado las luces. Dos lámparas arrojaban una triste luminosidad sobre el rostro de aquellas hermosas flores que se habían marchitado, según se creía, en la primavera de su vida; y las esclavas, que habían acudido de todas partes, permanecieron inmóviles ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Se trajeron las vestiduras funerarias, se lavaron los cuerpos con agua de rosas, los revistieron con togas más blancas que el albatros, y sus hermosas trenzas, anudadas juntas, fueron perfumadas con los más exquisitos aromas.
Iban a depositar en sus cabezas dos coronas  de jazmín, su flor favorita, cuando el Califa, que acababa de enterarse del trágico acontecimiento, llegó. Estaba tan pálido y huraño como los Ghuls que vagan de noche entre las sepulturas. En aquellas circunstancias se olvidó de sí mismo y del mundo entero; se precipitó por entre las esclavas, se prosternó a los pies del estrado y, golpeándose el pecho, se calificaba de atroz asesino y hacía contra sí mismo mil imprecaciones. Pero cuando con mano temblorosa hubo levantado el velo que cubría el pálido rostro de Nouronihar, lanzó un gran grito y cayó al suelo como muerto. El jefe de los eunucos hizo horribles muecas y se lo llevó de inmediato, diciendo: Ya le había prevenido de que Nouronihar le haría alguna jugarreta.
En cuanto el Califa estuvo lejos, el Emir comenzó el velatorio e hizo que se prohibiera la entrada al harén. Se cerraron todas las ventanas; se rompieron todos los instrumentos de música y los Imanes comenzaron a recitar plegarias. Los llantos y los lamentos redoblaron durante la noche que siguió al lúgubre día. Por lo que se refiere a Vathek, gemía en silencio. Había sido forzoso adormecer las convulsiones de su rabia y su dolor dándole pócimas calmantes.
Al alba del día siguiente, se abrieron los grandes batientes de las puertas del palacio y el cortejo se puso en marcha en dirección a la montaña. Los tristes gritos del Leillah-Illei-lah llegaron hasta el Califa. Quiso, a toda costa, infligirse heridas y seguir al fúnebre séquito; jamás hubieran logrado disuadirle si su gran debilidad le hubiese permitido caminar; pero cayó al primer paso y fue necesario meterle en cama, donde permaneció varios días en un estado de insensibilidad que daba pena incluso al Emir.
Cuando la procesión llegó a la gruta de Maimoune, Shaban y Sutlememe despidieron a todo el mundo. Los cuatro eunucos conjurados permanecieron con ellos, y tras haber descansado unos momentos junto a los dos ataúdes, construidos de forma que tuvieran aire suficiente, hicieron que los llevaran a orillas de un pequeño lago bordeado de musgo  grisáceo. Aquel lugar era refugio de garzas reales y de cigüeñas que pescaban continuamente pececillos azules. Los enanos, advertidos por el Emir, no tardaron en llegar y, con la ayuda de los eunucos, construyeron cabanas de cañas y juncos; trabajo que sabían hacer a la perfección. Levantaron también un almacén para las provisiones, un pequeño oratorio para sí mismos y una pirámide de madera. Esta estaba hecha con troncos colocados con mucha exactitud, y servía para el mantenimiento del fuego; pues en las hondonadas de aquellas  montañas hacía frío.
Por la noche se encendieron dos grandes hogueras al borde del lago; se sacaron los dos hermosos cuerpos de sus ataúdes y fueron delicadamente colocados en la misma cabana, sobre un lecho de hojas secas. Los dos enanos comenzaron a recitar el Corán con sus voces claras y argentinas. Shaban y Sutlememe se mantenían de pie, a poca distancia, y aguardaban con mucha inquietud que cesara el efecto de los polvos. Por fin, Nouronihar y Gulchenrouz extendieron débilmente los brazos y, abriendo los ojos, miraron con el mayor asombro cuanto les rodeaba. Intentaron incluso levantarse; pero faltándoles las fuerzas, cayeron de nuevo sobre su lecho de hojas. Sutlememe les hizo beber, en seguida, un tónico que el Emir les había proporcionado.
Entonces Gulchenrouz despertó por completo, estornudó con mucha fuerza y se levantó con una rapidez que indicaba su sorpresa. Cuando estuvo fuera de la cabana, olfateó el aire con extremada avidez y gritó: Respiro, escucho sonidos, veo un firmamento constelado de estrellas. ¡Todavía existo! Al escuchar tan queridos acentos, Nouronihar se desprendió de las hojas y corrió a estrechar entre sus brazos a Gulchenrouz. Las largas túnicas con las que iban vestidos, sus coronas de flores y sus pies desnudos fueron las primeras cosas que les llamaron la atención. Ella ocultó el rostro entre las manos para reflexionar. La visión del baño encantado, la desesperación de su padre y el majestuoso rostro de Vathek se agitaban en su espíritu. Recordaba haber estado enferma y moribunda, al igual que Gulchenrouz; pero todas aquellas imágenes se confundían en su cabeza. Aquel lago singular, las llamas que se reflejaban en las apacibles aguas, los pálidos colores de la tierra, aquellas extrañas cabanas; los juncos que se balanceaban tristemente por sí mismos; aquellas cigüeñas cuyos lúgubres gritos se mezclaban con la voz de los enanos; todo la convenció de que el ángel de la muerte le había abierto la puerta de alguna nueva existencia.
Gulchenrouz, por su parte, presa de mortales angustias, se había pegado a su prima. Se creía también en el país de los fantasmas y le aterrorizaba el silencio que ella mantenía. Habla, le dijo por fin, ¿dónde estamos? ¿Ves aquellos espectros que remueven las ardientes brasas? ¿Son acaso Monkir y Nekir que van a arrojarnos a ellas? ¿Atravesará el puente fatal este lago, cuya tranquilidad nos oculta tal vez un abismo de agua en el que no dejaremos de hundirnos durante siglos?
—No, hijos míos, les dijo Sutlememe acercándose a ellos, tranquilizaos; el ángel exterminador que ha conducido nuestras almas junto a las vuestras nos ha asegurado que el castigo de vuestra perezosa y voluptuosa vida se limitará a pasar una larga serie de años en este triste lugar, donde apenas si se muestra el sol y en el que la tierra no produce frutos ni flores. Aquéllos son nuestros guardianes — continuó señalando a los enanos; ellos atenderán nuestras necesidades, pues almas tan profanas como las nuestras conservan todavía algo de su grosera existencia. Comeréis arroz por todo alimento y vuestro pan estará mojado en las nieblas que cubren sin cesar este lago.
Ante tan triste perspectiva, los pobres niños se deshicieron en lágrimas. Se prosternaron ante los enanos que, representando perfectamente bien su papel, les hicieron, según costumbre, un hermoso y largo discurso sobre el camello sagrado que, pasados algunos miles de años, les llevaría al paraíso.
Terminado el sermón, hicieron las abluciones, loaron a Allah y al Profeta, cenaron frugalmente y regresaron a las hojas secas. Nou-ronihar y su pequeño primo se sintieron muy reconfortados al ver que los muertos dormían en la misma cabana. Como habían dormido ya bastante, pasaron el resto de la noche hablando de lo que había ocurrido mientras el miedo a los espíritus les hacía abrazarse sin cesar.
A la mañana siguiente, que fue oscura y lluviosa, los enanos treparon a las largas pértigas plantadas como si fueran minaretes, y llamaron a la oración. Toda la congregación se reunió: Sutlememe, Shaban, los cuatro eunucos, algunas cigüeñas que se aburrían pescando y los dos niños. Estos se habían arrastrado lánguidamente fuera de su cabana y, como sus espíritus se hallaban llenos de ternura y melancolía, hicieron con fervor sus devociones. Después Gulchenrouz preguntó a Sutlememe y a los demás cómo habían logrado morir tan oportunamente. — Nos hemos matado desesperados por vuestra muerte, respondió Sutlememe. Nouronihar, que pese a todo lo que había ocurrido no había olvidado su visión, gritó: ¿Y el Califa? ¿Habrá muerto también de dolor? ¿Vendrá también aquí? Los enanos tenían la palabra y respondieron con gravedad: Vathek está condenado sin remedio. Así lo creo, gritó Gulchenrouz, y estoy muy contento; pues pienso que fue su horrible mirada la que nos envió aquí, para comer arroz y escuchar sermones.
Transcurrió una semana, casi del mismo modo, a orillas del lago. Nouronihar pensaba en las grandezas que su enojosa muerte le había hecho perder; y Gulchenrouz hacía cestos de junco con los enanos, que le agradaban mucho.
Mientras tenía lugar esta escena de inocencia en el corazón de las montañas, el Califa representaba otra en casa del Emir. En cuanto hubo recuperado el uso de sus facultades, con una voz que sobresaltó a Bababalouk, gritó: ¡Pérfido Giaour!, tú mataste a mi querida Nouronihar; renuncio a ti y pido perdón a Mahoma; él me la habría conservado si yo hubiera sido más prudente. Vamos, dadme agua para hacer mis abluciones y que el buen Fakreddin venga aquí, para reconciliarme con él y orar juntos. Tras ello, iremos ambos a visitar el sepulcro de la infeliz Nouronihar. Quiero hacerme eremita y pasar mis días en aquella montaña para expiar mis crímenes.— ¿Y qué comeréis?, le dijo Bababalouk. — No lo sé, prosiguió Vathek; ya te lo diré cuando tenga hambre, lo que, según creo, no sucederá hasta dentro de mucho tiempo.
La llegada de Fakreddin interrumpió esta conversación. En cuanto Vathek lo vio, le saltó al cuello y le bañó en sus lágrimas diciendo tan piadosas cosas que el Emir lloraba de alegría y se felicitaba, en voz baja, por la admirable conversión que acababa de conseguir. Como se comprenderá, no se atrevió a oponerse a la peregrinación de la montaña; cada uno de ellos ocupó, pues, sus literas y partieron.
Pese a la atención con que se cuidaba al Califa, no se pudo evitar que se hiciera algunos arañazos en el lugar donde decían que Nouronihar estaba enterrada. Costó mucho arrancarle de allí y él juró solemnemente que regresaría todos los días, lo que no complació demasiado a Fakreddin; pero suponía que el Califa no se arriesgaría más allá y que se contentaría haciendo sus plegarias en la caverna de Meimoune; por otra parte, el lago se hallaba tan oculto por las rocas que no creía posible que lo encontrara. Esta seguridad del Emir se veía confirmada por la conducta de Vathek. Cumplía tan a rajatabla su resolución y volvía de la montaña tan devoto y contrito, que los vejestorios se sentían extasiados.
Nouronihar, por su parte, no estaba tampoco muy contenta, aunque amaba a Gulchenrouz y le habían dejado en libertad con él para aumentar su ternura; le miraba como una baratija que  no le impedía desear ardientemente el rubí de Giamchid. Incluso algunas veces tenía dudas sobre su estado, y no podía comprender que los muertos siguieran teniendo las necesidades y las fantasías de los vivos. Una mañana, para aclararlo, se levantó suavemente del lado de Gulchenrouz, mientras todos seguían todavía durmiendo, y tras haberle  dado un beso, siguió la orilla del lago y vio que éste se perdía bajo una roca cuya cima no le parecía inaccesible. Subió en seguida lo mejor que pudo y, viendo el cielo al descubierto, se puso a correr como una gacela huyendo del cazador. Aunque saltara con la ligereza del antílope se vio, sin embargo, obligada a sentarse a la sombra de unos tamarindos para recuperar el aliento. Estaba haciendo sus pequeñas reflexiones y creía reconocer los lugares cuando, de pronto, Vathek apareció. Aquel príncipe, inquieto y agitado, se había adelantado a la aurora. Cuando divisó a Nouronihar permaneció inmóvil. No se atrevía a acercarse a aquella figura temblorosa, pálida y todavía encantadora. Por fin, Nouronihar, con un aire ora contento y ora afligido, elevó ante él sus hermosos ojos y le dijo: Señor, ¿venís pues a comer conmigo el arroz y a escuchar sermones? — Sombra querida, gritó Vathek, ¡habláis! ¡Seguís teniendo las mismas formas elegantes, la misma espléndida mirada! ¿Sois también palpable?
Y diciendo estas palabras la besó con todas sus fuerzas, repitiendo sin cesar: Pero si esto es carne, y animada por una dulce calidez. ¿Qué significa tal prodigio?
Nouronihar respondió con modestia: Ya sabéis, Señor, que morí la misma noche en que me honrasteis con vuestra visita. Mi primo dijo que había sido una de vuestras miradas, pero yo no lo creo; no me parecieron tan terribles. Gulchenrouz murió conmigo y ambos fuimos transportados a un paraje muy triste y donde se vive con mucha estrechez; si habéis muerto también y veníais a reuniros con nosotros, os compadezco pues os aturdirán los enanos y las cigüeñas. Además, es enojoso para vos y para mí haber perdido los tesoros del palacio subterráneo que nos habían sido prometidos.
Al oír el nombre del palacio subterráneo, el Califa cesó en sus caricias, que habían ido ya bastante lejos, para poder explicarse lo que Nouronihar quería decir. Entonces, ella le contó su visión, lo que a continuación había sucedido y la historia de su pretendida muerte; le describió el lugar de expiación, de donde había escapado, de un modo  que le habría dado risa de no hallarse tan ocupado en cosas más  serias. En cuanto  ella  dejó  de hablar, Vathek, volviendo  a tomarla en sus brazos, le  dijo:  Vamos, luz de mis  ojos, todo está claro. Ambos estamos llenos de vida; vuestro padre es un bribón que nos ha engañado para separarnos; y el Giaour, que según creo entender quiere hacernos viajar juntos, no vale mucho más. ¡Mucho tiempo ha de pasar antes de que nos tenga en su palacio de fuego! Concedo mayor valor a vuestra hermosa persona que a todos los tesoros de los sultanes preadamitas; y quiero poseerla a mi voluntad y al aire libre, durante muchas lunas, antes de hundirme bajo tierra. Olvidad al tontuelo de Gulchenrouz, y... — Señor, no le hagáis ningún daño, interrumpió Nouronihar. — No, no, continuó Vathek. Ya os dije que no temierais nada; está demasiado ahito de leche y azúcar para sentirme celoso, le dejaremos con los enanos (que, entre paréntesis, son mis antiguos conocidos);   es una compañía que le conviene más que la vuestra. Por lo demás, no regresaré a casa de vuestro padre; no quiero oírle, ni a él ni a sus vejestorios, lloriquearme al oído que violo las leyes de la hospitalidad, como si no fuera mayor honor para vos desposaros con el Soberano del mundo que con una joven-cita vestida de muchacho.
Nouronihar no desaprobó tan elocuente discurso. Ella hubiera deseado, tan sólo, que el enamorado Monarca hubiese mostrado algo más de ardor hacia el rubí de Giamchid, pero pensó que todo llegaría a su tiempo y estuvo de acuerdo en todo, con la más comprometedora sumisión.
Cuando el Califa lo juzgó oportuno, llamó a Bababalouk, que dormía en la caverna de Meimoune, soñando que el fantasma de Nouronihar había vuelto a colocarle en el columpio y le daba tanto impulso que tan pronto volaba por encima de las montañas como rozaba los abismos. Al oír la voz de su dueño, despertó sobresaltado, corrió jadeante y a punto estuvo de caer de espaldas cuando creyó ver el espectro con el que acababa de soñar. ¡Ah, Señor!, gritó dando diez pasos atrás y cubriéndose los ojos con la mano: ¿Acaso desenterráis a los muertos? ¿Actuáis también como un Ghul? No esperéis comeros a esta Nouronihar; tras lo que ella me hizo sufrir la considero bastante malvada como para comeros a vos.
—Deja de hacer el imbécil — dijo Vathek; pronto te convencerás de que la que tengo en mis brazos es Nouronihar, vivita y coleando. Haz que planten mis tiendas en un valle que descubrí cerca de aquí; quiero fijar en él mi morada junto a este bello tulipán cuyos colores reavivaré. Haz que nos provean de cuanto es necesario para llevar una vida voluptuosa hasta nueva orden.
Las noticias de tan enojoso incidente llegaron pronto a oídos del Emir. Desesperado por el fracaso de su estratagema se abandonó al dolor y se embadurnó, convenientemente, el rostro con ceniza; sus fieles vejestorios hicieron lo mismo y su palacio cayó en el más horrendo desorden. Todo estaba en el mayor abandono; ya no se acogía a los viajeros, ya no se hacían emplastos; y, en vez de la caritativa actividad que reinaba en aquel asilo, quienes lo habitaban no mostraban ya más que rostros de más de un codo de largo; todo eran gemidos y embadurnamientos.
Mientras, Gulchenrouz había quedado petrificado al no encontrar a su prima. Los enanos no estaban menos sorprendidos que él. Sólo Sutlememe, más aguda que todos ellos, sospechó desde un principio lo que había ocurrido. Distrajeron a Gulchenrouz con la halagadora esperanza de que volvería a encontrar a Nouronihar en un paraje de las montañas donde la tierra, cubierta de flores de azahar y de jazmines, ofrecería lechos más agradables que los de las cabanas, donde cantaría al son de los laúdes y perseguiría a las mariposas.
Sutlememe estaba en lo más vivo de sus descripciones cuando uno de los cuatro eunucos se la llevó aparte y le esclareció la historia de la fuga de Nouronihar, comunicándole las órdenes del Emir. Mantuvo en seguida consejo con Shaban y los enanos; se hizo el equipaje, se colocó todo en una chalupa y navegaron tranquilamente. Gulchenrouz se adaptaba a todo; pero cuando llegaron al lugar donde el lago se perdía bajo la bóveda rocosa, cuando la barca entró en ella y Gulchenrouz se halló en perfecta oscuridad, se sintió presa de un terrible miedo y prorrumpió en agudos gritos, pues creía que iban a condenarle por completo por haber hecho demasiado el pillo con su prima.
Mientras, el califa y la que reinaba sobre su corazón vivían días felices. Bababalouk había hecho plantar las tiendas y cerrar las dos entradas del valle con magníficos biombos, forrados de tela de las Indias y custodiados por esclavos etíopes sable en mano. Para conservar el césped del hermoso reducto en perpetua frescura, los eunucos no dejaban de dar vueltas con regaderas de plata sobredorada. El aire, junto al pabellón imperial, era agitado sin cesar por el movimiento de los abanicos; una tierna claridad que pasaba a través de las muselinas iluminaba aquel lugar voluptuoso, y el Califa gozaba plenamente de los encantos de Nouronihar. Ebrio de delicias, escuchaba transportado su hermosa voz y los acordes de su laúd. Por su parte, ella se sentía encantada al escuchar las descripciones que él le hacía de Samarah y su torre llena de maravillas, se complacía, sobre todo, haciéndole repetir la aventura de la bola y la de la grieta, en la que el Giaour se mantenía junto al portal de ébano.
El día transcurría en estas conversaciones y, por la noche, los amantes se bañaban juntos en una piscina de mármol negro contra la que destacaba, admirablemente, la blancura de Nouronihar. Bababalouk, en quien había hallado de nuevo gracia la bella, cuidaba de que sus comidas fueran servidas con la mayor delicadeza; siempre había algún manjar nuevo e hizo buscar en Shiraz un vino espumeante y delicioso, que había sido embodegado antes del nacimiento de Mahoma. En pequeños hornos practicados en la roca se cocían panecillos amasados con leche, lo que les daba un sabor tan del gusto de Vathek que olvidaba los estofados que sus demás esposas le habían hecho; de modo que las pobres abandonadas morían de pesadumbre en casa del Emir.
La sultana Dilara, que hasta entonces había sido la favorita, se tomaba muy a pecho aquella negligencia, con toda la energía de su carácter. Mientras era la favorita se había imbuido de las extravagantes ideas de Vathek, y ardía en deseos de ver las tumbas de Istakhar y el palacio de las cuarenta columnas. Criada, además, entre humaredas, se alegraba de ver al Califa dispuesto a entregarse al culto del fuego. De modo que la vida vuluptuosa y de holgazanería que él llevaba con su rival, la afligía por partida doble. La pasajera piedad de Vathek la había alarmado vivamente; esto era peor todavía. Tomó, pues, la decisión de escribir a la princesa Carathis para comunicarle que todo iba mal, que se habían incumplido claramente las condiciones del pergamino, que se había comido, dormido y provocado jaleo en casa de un viejo Emir, cuya santidad era muy temible, y que finalmente no parecía que fueran jamás a poseer los tesoros de los sultanes preadamitas. Aquella carta fue confiada a dos leñadores que cortaban leña en uno de los grandes bosques de la montaña, y que, conocedores de los más cortos atajos, llegaron en diez días a Samarah.
La princesa Carathis jugaba al ajedrez con Morakanabad cuando llegaron los mensajeros. Desde hacía algunas semanas había abandonado los demás lugares de su torre, porque todo le parecía confuso entre los astros cuando los consultaba para su hijo. Por más que repitiera sus fumigaciones, por más que se tendiera sobre los techos con la esperanza de tener visiones místicas, sólo soñaba en piezas de brocado, en ramos de flores y otras boberías semejantes. Aquello le había producido un abatimiento del que no podían arrancarla las drogas que componía, y su último recurso era Morakanabad, bonachón, lleno de honesta confianza, pero que, en su compañía, no se sentía en el mejor de los mundos.
Como nadie tenía noticias de Vathek, corrían a su cuenta mil ridiculas historias. Se imaginará, pues, con qué vivacidad abrió Carathis la carta y cuál fue su cólera cuando se enteró de la cobarde conducta de su hijo. ¡Ah, ah!, dijo; moriré o penetrará en el palacio del fuego; muera yo en las llamas y reine Vathek en el trono de Suleiman. Diciendo estas palabras, hizo tan mágica y espantosa pirueta, que Morakanabad retrocedió aterrorizado; ordenó que prepararan su gran camello Alboufaki y que hicieran venir a la horrenda Nerkes y la implacable Cafour: No quiero más cortejos, dijo al visir; voy por asuntos urgentes, así que nada de desfiles; cuidaos del pueblo; desplumadlo bien en mi asuencia; gastamos mucho y no sabemos qué puede suceder.
La noche era muy oscura y soplaba, de la llanura de Catoul, un viento malsano que hubiera hecho retroceder a cualquier viajero por mucha prisa que tuviera; pero Carathis se complacía mucho en todo lo que fuera funesto, Nerkes pensaba lo mismo y Cafour sentía particular predilección por las pestilencias. Por la mañana, aquella gentil caravana, guiada por los dos leñadores, se detuvo a orillas de un gran pantano del que brotaba un vapor mortífero que habría matado cualquier otro animal que no fuera Alboufaki que, naturalmente, venteaba con placer aquellos malignos hedores. Los campesinos suplicaron a las damas que no durmieran en aquel lugar. ¡Dormir, gritó Carathis, buena idea! Yo no duermo nunca sino para tener visiones; y, por lo que se refiere a mi séquito, están demasiado ocupadas como para cerrar el único ojo que poseen. Aquella pobre gente, que comenzaba a no sentirse a gusto en tal compañía, quedó con la boca abierta.
Carathis puso pie en tierra, así como las negras que llevaba en la grupa; y quedándose todas en camisa y calzones, corrieron bajo el ardiente  sol para recoger hierbas venenosas que abundaban a orillas del pantano. Esta provisión estaba destinada a la familia del Emir y a todos aquellos que pudieran oponer el menor impedimento  al viaje hacia Istakhar. Los leñadores se morían de miedo viendo corretear a los tres horrendos fantasmas y no saboreaban demasiado la compañía de Alboufaki. Mucho peor fue cuando Carathis les ordenó ponerse en camino, aunque fuera mediodía e hiciese un calor capaz de calcinar las piedras; pese a todo lo que dijeron, fue preciso obedecer.
Alboufaki, que  gustaba mucho  de la soledad, olfateaba cuando advertía la menor morada, y Carathis, mimándolo a su modo, la evitaba en  seguida. Aquello motivó  que los campesinos no pudieran tomar el menor alimento en el camino. Las cabras y las ovejas que la Providencia parecía enviarles y cuya leche hubiera podido refrescarles un poco, huían a la vista del horrendo animal y su extraña carga. Para Carathis no eran necesarios aquellos alimentos comunes, pues había inventado desde hacía mucho tiempo un opiato que le bastaba y que compartía con sus queridas mudas.
Al caer la noche, Alboufaki se detuvo de pronto y pateó el suelo. Carathis conocía sus mañas y comprendió que debían hallarse en la vecindad de un cementerio. En efecto, la luna arrojaba una pálida luminosidad que pronto les hizo entrever un largo muro y una puerta entreabierta, tan alta que permitía el paso de Alboufaki. Los miserables guías que estaban llegando al fin de sus días, rogaron entonces humildemente a Carathis que les enterrara, puesto que ahora le sería fácil, y entregaron su alma. Nerkes y Cafour bromearon a su modo sobre la imbecilidad de aquella gente, hallaron muy de su gusto el aspecto del cementerio y muy alegres los sepulcros; había, por lo menos, dos mil en la ladera de una colina. Carathis, demasiado ocupada en sus grandes proyectos como para contemplar aquel espectáculo, por encantador que fuera a sus ojos, quiso sacar partido de la situación. Seguramente, se dijo, tan hermoso cementerio es visitado por los Ghuls; esta especie no carece de inteligencia; como, por falta de atención, he dejado morir a mis imbéciles guías, preguntaré el camino a los Ghuls y, para atraerles, les invitaré a regalarse con esos cadáveres frescos. Tras tan prudente monólogo, habló con los dedos a Nerkes y a Cafour, diciéndoles que fueran a golpear las tumbas e hicieran oír en ellas su hermoso gorjeo.
Las negras, muy satisfechas de aquella orden y prometiéndose mucho placer en compañía de los Ghuls, partieron con aire de conquista y comenzaron a hacer ¡toc, toc! sobre los sepulcros. A medida que iban golpeando se oían sordos ruidos en la tierra, la arena se removía y los Ghuls, atraídos por el frescor de los cadáveres recientes, salían de todas partes con la nariz al aire. Todos se dirigieron hacia un ataúd de mármol blanco donde Ca-rathis  estaba sentada entre los dos cuerpos de sus infortunados conductores. Aquella princesa recibió a sus invitados con distinguida cortesía y, tras haber cenado, charlaron de negocios. Pronto supo lo que quería saber y, sin perder tiempo, quiso reemprender la marcha: las negras, que habían iniciado relaciones afectivas con los Ghuls, le suplicaron con todos sus dedos que esperara al menos la llegada del alba; pero Carathis, que era la encarnación de la virtud y enemiga jurada de amores y molicie, rechazó su juego y, montando en Alboufaki, les ordenó que tomaran en seguida su lugar. Durante cuatro días y cuatro noches continuó sin detenerse su viaje. Al quinto atravesó montañas y bosques quemados a medias y al sexto llegó ante los hermosos biombos que ocultaban a todos los ojos los voluptuosos extravíos de su hijo.
Amanecía: los guardias roncaban en sus puestos, ajenos a todo; el trote largo de Alboufaki les despertó sobresaltados; creyeron ver espectros salidos del negro abismo y huyeron sin más ceremonia. Vathek estaba en el baño con Nouronihar; escuchaba cuentos y se burlaba de Bababalouk que los narraba. Alarmado por los gritos de sus guardias, salió del agua; pero volvió en seguida a ella cuando vio aparecer a Carathis; ella avanzó con sus negras y, montada todavía en Alboufaki, desgarraba las muselinas y las finas cortinas del pabellón. Ante tan súbita aparición, Nouronihar, que no dejaba de sentir remordimientos, creyó llegado el momento de la venganza celeste y se abrazó amorosamente al Califa. Entonces Carathis, sin bajar de su camello y espumeante de rabia ante el espectáculo que se ofrecía a su casta vista, estalló sin precaución. ¡Monstruo de dos cabezas y cuatro piernas!, gritó, ¿qué significa este hermoso amontonamiento? ¿No te da vergüenza abrazar este pimpollo en vez de los cetros de los sultanes preadamitas? ¿A causa de esta baratija has roto alocadamente las condiciones del Giaour? ¿Consumes con ella tan preciosos momentos? ¿Este es el fruto que sacaste de los grandes conocimientos que te di? ¿Es éste el fin de tu viaje? Despréndete de los brazos de esta tontuela; ahógala en el agua y sigúeme.
En un primer movimiento de furor, Vathek había sentido deseos de destripar a Alboufaki, y rellenarlo con las negras, e incluso con Carathis; pero las ideas del Giaour, del palacio de Istakhar, de los sables y los talismanes hirieron su espíritu con la rapidez del relámpago. Dijo, pues, a su madre, en tono cortés aunque resuelto: Temible dama, seréis obedecida; pero no ahogaré a Nouronihar. Es más dulce que el mirobálano confitado. Le gustan mucho los carbúnculos y, en especial, el de Giam-chid que le ha sido prometido; vendrá con nosotros, pues pretendo que duerma en los sofás de Suleiman; ya no puedo dormir sin ella. — ¡Sea en buena hora!, respondió Carathis, posando los pies en tierra y dejando a Alboufaki al cuidado de sus negras.
Nouronihar, que no  se había soltado, se tranquilizó un poco y dijo tiernamente al Califa: Querido soberano de mi corazón, os seguiré, si es preciso, más allá del Caf, al país de los Afritas; no temeré escalar para vos el nido de la Simorga que, después de vuestra madre, es el ser más respetable que haya sido creado. He aquí, dijo Carathis, una jovencita con valor y conocimiento. Nouronihar ciertamente los tenía; pero pese a toda su firmeza, no podía evitar pensar algunas veces en las gracias de su pequeño Gulchenrouz y en los días de ternura que con él había pasado; unas lágrimas mojaron sus ojos y no escaparon a la atención del Califa; incluso llegó a decir en voz alta y sin advertirlo: ¡Ay!, mi tierno primo, ¿qué será de ti? Ante aquellas palabras, Vathek frunció el entrecejo y Carathis gritó: ¿Qué significan estas muecas, qué ha dicho? El Califa respondió: Suspira a destiempo por un muchachuelo, de lánguidos ojos y dulces trenzas que la amaba. — ¿Dónde está?, prosiguió Carathis; tengo que  conocer a  esa hermosa  criatura; pues, prosiguió en voz baja, quiero antes de partir congraciarme con el Giaour; nada será más apetitoso para él que el corazón de un niño delicado que se abandona a los primeros impulsos del amor.
Vathek, saliendo del baño, ordenó a Bababalouk que reuniera sus tropas, sus esposas y los demás miembros de su serrallo, y lo dispusiera todo para partir en tres días. Por lo que se refiere a Carathis, se retiró sola a una tienda donde el Giaour la distrajo con alentadoras visiones. Al despertar, vio a sus pies a Nerkes y Cafour que, por signos, le dijeron que tras haber llevado a Alboufaki hasta la orilla de un pequeño lago para que mordisqueara un musgo gris, pasablemente venenoso, había vista pescados azulados, como los del estanque de la torre de Samarah. — ¡Ah, ah!, dijo, quiero ir ahora mismo a este lugar. Por medio de una pequeña operación, puedo convertir en oraculares esos peces; me esclarecerán muchas cosas y me dirán dónde está este Gulchenrouz que quiero inmolar a toda costa. E, inmediatamente, se puso en marcha con su negro cortejo.
Y como hacia las malas empresas, siempre se va de prisa, Carathis y sus negras no tardaron en llegar al lago. Quemaron drogas mágicas que llevaban siempre consigo y, tras haberse desnudado por completo entraron en el agua hasta que les llegó al cuello. Nerkes y Cafour sacudieron antorchas encendidas mientras Carathis pronunciaba bárbaras palabras. Entonces, todos los peces sacaron la cabeza del agua, que agitaban fuertemente con sus aletas; y obligados por el poderío del encantamiento, abrieron sus lamentables bocas y dijeron a la vez: Os pertenecemos de la cabeza a la cola; ¿qué queréis de nosotros? — Peces, dijo Carathis, os conjuro por vuestras brillantes escamas a que me digáis dónde está el pequeño Gulchenrouz. — Al otro lado de esta roca, Señora, respondieron todos los peces a coro: ¿Estáis satisfecha? Pues nosotros no lo estamos en absoluto manteniendo la boca abierta al aire libre. — Sí, prosiguió la princesa, ya veo que no estáis acostumbrados a los largos discursos; os dejaré descansar, pues, aunque podría haceros muchas otras preguntas. Tras ello, el agua se calmó y los peces desaparecieron.
Carathis, llena de venenosos proyectos, escaló en seguida el roquedal y vio, bajo una frondosa   enramada, al amable Gulchenrouz que dormía, mientras los dos enanos velaban junto a él murmurando sus oraciones. Los pequeños personajes tenían el don de adivinar cuando algún enemigo de los buenos musulmanes se aproximaba; sintieron, pues, acercarse a Carathis que, deteniéndose de pronto, se dijo a sí misma: ¡Con qué suavidad inclina su cabecita! Este es precisamente el niño que necesito. Los enanos interrumpieron aquellas hermosas reflexiones arrojándose sobre ella y arañándola con todas sus fuerzas. Nerkes y Cafour tomaron en seguida la defensa de su ama y pellizcaron con tanta fuerza a los enanos que éstos entregaron el alma, rogando a Mahoma que hiciera caer su venganza sobre aquella malvada mujer y toda su familia.
El ruido que el extraño combate hacía en el valle despertó a Gulchenrouz que dio un furioso salto, trepó a una higuera y, llegando a la cima del roquedal, corrió sin detenerse para tomar aliento; finalmente cayó como muerto entre los brazos de un anciano y buen Genio que adoraba a los niños y sé ocupaba por completo de protegerles. Aquel Genio, al hacer su ronda por los aires, se había arrojado contra el cruel Giaour, mientras gruñía en su horrible hendidura, y le había arrebatado los cincuenta muchachitos que Vathek tuvo la impiedad de sacrificarle. Educaba a tan interesantes criaturas en nidos colocados por encima de las nubes, y él mismo habitaba en un nido mayor que todos los demás reunidos, del que había expulsado a los Rocs que lo habían construido.
Aquellos seguros refugios se hallaban protegidos contra los Divos y los Afritas por banderolas flotantes en las que se había escrito, en caracteres de oro brillantes como relámpagos, los nombres de Allah y el Profeta. Entonces Gulchenrouz, que no se había desengañado todavía de su pretendida muerte, se creyó en las moradas de la paz eterna. Se abandonó sin temor a las caricias de sus amiguitos; todos se reunieron en el nido del venerable Genio y según sus deseos, besaron la lisa frente y los hermosos párpados de su nuevo compañero. Allí, alejado de las preocupaciones terrenales, de la impertinencia de los harenes, de la brutalidad de los eunucos y de la inconstancia de las mujeres, halló su verdadero lugar. Feliz, como sus compañeros, los días, los meses, los años transcurrieron en tan apacible compañía; pues el Genio, en vez de colmar a sus pupilos de perecederas riquezas y vanos conocimientos, les gratificaba con el don de la perpetua infancia.
Carathis, que no estaba habituada a ver escapar su presa, se encolerizó espantosamente contra las negras, a las que acusaba de no haber cogido en seguida al niño y de haberse divertido pellizcando hasta matarlos a los pequeños enanos que nada significaban. Regresó, murmurando, al valle; y viendo que su hijo no se había levantado todavía del lecho que compartía con su bella, arrojó su mal humor sobre él y sobre Nouronihar; se consoló, sin embargo, con la idea de partir al día siguiente hacia Istakhar y de conocer al propio Eblis, gracias a los buenos oficios del Giaour; pero el destino lo había dispuesto de otro modo.
Aquella noche, cuando la princesa conversaba con Dilara, a la que había hecho venir y que le   complacía mucho, Bababalouk vino a decirle que el cielo se veía muy iluminado en dirección a Samarah y parecía anunciar algo funesto. Ella tomó inmediatamente sus astrolabios y sus instrumentos mágicos, midió la altura de los planetas, hizo sus cálculos y vio, con gran descontento, que había en Samarah una formidable revuelta; que Motavekel, aprovechando el horror que su hermano inspiraba, había amotinado al pueblo, se había apoderado del palacio y estaba sitiando la gran torre a la que Morakanabad se había retirado con un pequeño número de hombres que permanecían fieles todavía. ¡Cómo!, gritó, perderé mi torre, mis mudos, mis negras, mis momias y, sobre todo, mi gabinete de experimentaciones que tantos desvelos me ha costado; y todo sin saber si mi aturdido hijo llevará a buen fin su aventura. No, no seré tan tonta; parto ahora mismo para socorrer a Morakanabad con mis terribles artes y hacer llover clavos y chatarra ardiente sobre los conspiradores; abriré mis almacenes de serpientes y tremielgas, que se hallan bajo las grandes bóvedas de la torre y que deben estar enloquecidas de hambre, y veremos si resistirán contra tales atacantes. Tras hablar así, Carathis se dirigió corriendo al encuentro de su hijo, que se daba el gran festín con Nouronihar en su hermoso pabellón encarnado. ¡Qué tragón eres!, le dijo; sin mis cuidados pronto no serías más que el comendador de las tortas; tus Creyentes han renegado de la fe que te habían jurado; Motovekel, tu hermano, reina ahora en la colina de los caballos píos; y si no poseyera yo ciertos pequeños recursos en nuestra torre, no sería fácil hacerle soltar la presa. Pero para no perder tiempo, sólo te diré unas palabras: Levanta tus tiendas, parte esta misma noche y no te detengas neciamente en parte alguna. Aunque no hayas cumplido las condiciones del pergamino, tengo todavía algunas esperanzas; pues hay que reconocerlo, violaste sobradamente las leyes de la hospitalidad, seduciendo a la hija del Emir tras haber comido su pan y su sal. Este tipo de conducta sólo puede complacer al Giaour; y si cometes aún algunos pequeños crímenes más, todo irá bien y entrarás triunfante en el palacio de Suleiman. ¡Adiós!  Alboufaki y mis negras me esperan a la puerta.
El Califa no puso inconveniente alguno a todo ello; deseó buen viaje a su madre y terminó de cenar. A medianoche levantó el campo a los sones de las fanfarrias y las trompetas; pero por mucho que se timbaleara no podía evitarse escuchar los gritos del Emir y sus vejestorios que, a fuerza de llorar, se habían quedado ciegos y ya no tenían un solo pelo. Nouronihar, a quien aquella música entristecía, se sintió muy aliviada cuando no pudo escucharla más. Iba con el Califa en la litera imperial y ambos se divertían imaginando las magnificencias que muy pronto iban a rodearles. Las demás mujeres se mantenían entristecidas en sus palanquines, y Dilara se cargaba de paciencia pensando que iba a celebrar los ritos del fuego en las augustas terrazas de Istakhar.
Cuatro días después, se hallaban en el alegre valle de Rocnabad. La primavera estaba en todo su esplendor y las grotescas ramas de los almendros en flor se recortaban contra el azul  de un cielo  resplandeciente. La tierra, sembrada de jacintos y junquillos, exhalaba un suave aroma; millares de abejas y casi tantos santones habían fijado allí su morada. Alternativamente alineados a orillas del riachuelo se veían colmenas y oratorios, cuya limpieza y blancura destacaban sobre el verde amarronado de los altos cipreses. Los piadosos solitarios se entretenían cultivando pequeños huertos llenos de frutos, sobre todo de melones perfumados, los mejores de Persia A veces se les veía diseminados en la pradera, alimentando pavos reales mas blancos que la nieve y tórtolas azuladas. Estaban ocupados en ello cuando la vanguardia del cortejo imperial dijo a grandes gritos: Habitantes de Rocnabad, prosternaos junto a vuestras límpidas fuentes y dad gracias al Cielo que os muestra un rayo de su gloria; pues aquí llega el Comendador de los Creyentes.
Los pobres santones, llenos de sagrada prisa, se apresuraron a encender cirios en todos los oratorios, abrieron sus Coranes en facistoles de ébano y se presentaron ante el Califa con cestillos llenos de higos, miel y melones.
Mientras avanzaban en procesión y acompasadamente, los caballos, los camellos y los guardias hacían un horrible estropicio entre los tulipanes y lás demás flores del valle. Los santones no podían evitar mirar compadecidos aquellos destrozos con un ojo, mientras con el otro miraban al Califa y al Cielo. Nouronihar, encantada con tan hermosos lugares, que le recordaban las amables soledades de su infancia, rogó a Vathek que se detuviera; pero el príncipe, pensando que aquellos pequeños oratorios podrían pasar, en el espíritu del Giaour, por una habitación, ordenó a sus exploradores que los demolieran. Los santones quedaron petrificados mientras se ejecutaba la bárbara orden; derramaban ardientes lágrimas y Vathek les hizo expulsar a patadas por los eunucos. Salió entonces, con Nouronihar, de su litera y ambos pasearon por la pradera, recogiendo flores y diciéndose bellas palabras; pero las abejas, que eran buenas musulmanas, se creyeron obligadas a vengar la ofensa recibida por sus queridos dueños, los santones, y tanto se encarnizaron picándoles, que se sintieron muy felices de tener las tien-das dispuestas a recibirles.  Bababalouk, a quien no había pasado desapercibido la lozanía de pavos reales y tórtolas, hizo que fueran asadas, de inmediato, algunas docenas y se prepararan otras tantas en pepitoria. Comieron, rieron, brindaron, blasfemaron a placer cuando todos los Mullahs, todos los Cheiks, todos los Cadis y todos los Imanes de Shiraz, que aparentemente no habían encontrado a los santones, llegaron con asnos adornados de guirnaldas, cintas y cascabeles de plata, y cargados con cuanto de más preciado había en la región. Presentaron sus ofrendas al Califa suplicándole que honrara la ciudad y sus mezquitas con su presencia. ¡Oh, en cuanto a esto, dijo Vathek, me guardaré mucho  de hacerlo!;  acepto vuestros presentes y os ruego que me dejéis tranquilo pues no me gusta resistir la tentación; pero como no es decente que gente tan respetable como vosotros regrese a pie, y tenéis aspecto de ser jinetes bastante malos, mis eunucos tomarán la precaución de ataros sobre vuestros asnos y cuidarán, sobre todo, de que no me deis la espalda; pues conocen la etiqueta. Había entre ellos vigorosos cheiks que, creyendo que Vathek estaba loco, formulaban en voz alta su opinión: Bababalouk se encargó de que les ataran con doble cuerda, y, espoleando a los asnos con espinas, les hizo partir a galope tendido, coceando y entrechocando del modo más divertido. Nou-ronihar y su Califa gozaron, a cual mejor, de tan indigno espectáculo; prorrumpían en grandes carcajadas cuando los ancianos caían de sus cabalgaduras al arroyo, y unos quedaban cojos, otros mancos, otros perdían los dientes o algo mucho peor todavía.
Pasaron en Rocnabad dos días bastante deliciosos, sin que nuevas embajadas les turbaran. Al tercero se pusieron de nuevo en marcha; dejaron Shiraz a la derecha y llegaron a una gran llanura desde donde se veía, en el horizonte, las negras cimas de las montañas de Istakhar.
Al verlas, el Califa y Nouronihar no pudieron contener los transportes de sus almas, saltaron de la litera y prorrumpieron en exclamaciones que asombraron a todos los que pudieron oírlas. ¿Vamos a palacios resplandecientes de luz, se preguntaban el uno al otro, o a jardines más deliciosos que los de Sheddad? ¡Pobres mortales!, así se perdían en conjeturas; el abismo de los secretos del Todopoderoso les estaba vedado.
Mientras, los buenos Genios que velaban un poco todavía sobre la conducta de Vathek, se dirigieron al séptimo cielo junto a Mahoma, y le dijeron: Misericordioso Profeta, tended vuestros propicios brazos a vuestro Vicario, o caerá sin remedio en las trampas que los Divos, nuestros enemigos, le han preparado; el Giaour le aguarda en el abominable palacio del fuego subterráneo; si pone los pies en él está perdido sin remedio. Mahoma respondió con indignación: Demasiado ha merecido que se le abandone a sí mismo; sin embargo, permito que hagáis un nuevo esfuerzo para desviarle de su empresa.
Repentinamente un buen Genio tomó el aspecto de un pastor, más famoso por su piedad que todos los derviches y santones del país; se colocó en la ladera de una pequeña colina, junto a un rebaño de blancas ovejas, y comenzó a tocar en un instrumento desconocido melodías cuyas conmovedoras notas penetraban en el alma, despertaban los remordimientos y borraban todo pensamiento frivolo. A sus enérgicos sones, el sol se cubrió con una sombría nube y las aguas de un pequeño lago, más claras que el cristal, se tornaron rojas como la sangre. Todos los que componían el pomposo cortejo del Califa fueron atraídos, a su pesar, hacia la colina, todos bajaron los ojos y quedaron consternados; cada uno de ellos se reprochaba el mal que había hecho, el corazón de Dilara palpitaba; y el jefe de los eunucos, con aire contrito, pedía perdón a las mujeres por haberlas atormentado con frecuencia por simple placer.
Vathek y Nouronihar palidecieron en su litera y, mirándose con ojos huraños, se reprochaban a sí mismos, el uno, mil crímenes de los más negros, mil proyectos de impía ambición; la otra, la desolación de su familia y la pérdida de Gulchenrouz. Nouronihar creyó escuchar en aquella música fatal los gritos de su padre moribundo y Vathek los sollozos de los cincuenta niños que había sacrificado al Giaour. En medio de tales angustias seguían siendo atraídos hacia el pastor. Su fisonomía tenía algo tan imponente que, por primera vez en su vida, Vathek perdió el dominio de sí mismo, mientras Nouronihar ocultaba el rostro entre sus manos. La música cesó y el Genio, dirigiéndose al Califa, dijo: Príncipe insensato, a quien la providencia confió el cuidado de los pueblos, ¿así respondes a tu misión? Has llevado al colmo tus crímenes; ¿te apresuras ahora a correr hacia tu castigo? Sabes que más allá de estas montañas Eblis y sus malditos Divos tienen su funesto imperio y, seducido por un maligno fantasma, vas a entregarte a ellos. Este es el último instante de gracia que te ha  sido concedido;  abandona tu atroz designio, vuelve sobre tus pasos, devuelve Nouronihar a su padre, que conserva todavía una chispa de vida, destruye la torre con todas sus abominaciones, aléjate de Carathis, sé justo para con tus subditos, respeta a los Ministros del Profeta, repara tus impiedades por medio de una vida ejemplar y, en vez de consagrar tus días a la voluptuosidad, ve a llorar tus crímenes sobre la tumba de tus piadosos antepasados. ¿Ves estas nubes que te ocultan el sol? Cuando el astro aparezca de nuevo, si tu corazón no ha cambiado, habrá pasado para ti el tiempo de la misericordia.
Vathek, titubeando y lleno de temor, estuvo a punto de prosternarse ante el pastor que, bien se veía, debía ser de naturaleza superior a la del hombre; pero su orgullo venció y, levantando audazmente la cabeza, le lanzó una de sus terribles miradas. Seas quien seas, le dijo, deja de darme inútiles consejos. O quieres engañarme o te engañas a ti mismo; si lo que he hecho es tan criminal como pretendes no podría haber para mí un momento de gracia; he nadado en un mar de sangre para conseguir un poder que hará temblar a tus semejantes; no esperes, pues, que retroceda a la vista del puerto, ni que abandone a quien me es más querida que la vida y que tu misericordia. ¡Reaparezca el sol, ilumine mi camino, no importa dónde termine! Y diciendo estas palabras, que hicieron estremecer al mismo Genio, Vathek se arrojó en los brazos de Nouronihar y ordenó que se obligara a los caballos a reemprender la marcha.
No fue difícil ejecutar aquella orden; la atracción ya no existía, el sol había recuperado todo el esplendor de su luz y el pastor había desaparecido lanzando un lamentable grito. La fatal impresión de la música del Genio había permanecido, sin embargo, en el corazón de la mayoría de la gente de Vathek; se miraban con terror unos a otros. Aquella misma noche casi todos escaparon y no quedó, de aquel numeroso cortejo, más que el jefe de los eunucos, algunos esclavos idólatras, Dilara y un reducido número de mujeres que, como ella, practicaban la religión de los Magos.
El Califa, devorado por la ambición de dictar leyes a las inteligencias tenebrosas, se preocupó poco de aquella deserción. El ardor de su sangre le impedía dormir y ya no acampó como  de ordinario.  Nouronihar, cuya impaciencia sobrepasaba, si es posible, la del Califa, le acicateaba para que apresurara la marcha y, para aturdirle, le prodigaba mil tiernas caricias. Ella se creía ya más poderosa que Balkis e imaginaba a los Genios prosternándose ante el estrado de su trono. Avanzaron así, al claro de luna, hasta ver las dos rocas enlazadas que formaban una especie de portal a la entrada del valle cuya extremidad estaba ocupada por las vastas ruinas de Istakhar. Casi en la cumbre de la montaña se hallaba la fachada de varios sepulcros de reyes, cuyo horror era acrecentado por las sombras de la noche. Pasaron por dos villorios casi desiertos. No quedaban en ellos más que dos o tres ancianos que, al ver los caballos y las literas, se arrodillaron gritando:  ¡Cielos!, ¿son otra vez estos fantasmas que nos atormentan desde hace seis meses?  ¡Ay!, nuestra gente, asustada por las extrañas apariciones y el ruido que se oye bajo las montañas, nos abandonó a merced de los espíritus malignos. Tales lamentos parecieron de mal augurio al Califa; hizo que sus caballos pasaran sobre el cuerpo de los pobres ancianos y llegó por fin al pie de la gran  terraza de mármol negro. Allí bajó de su litera junto a Nouronihar. Con el corazón palpitante y dirigiendo miradas extraviadas a todos los objetos, aguardaron con un involuntario temblor la llegada del Giaour, pero nada lo anunciaba todavía. Un fúnebre silencio reinaba en la atmósfera y la montaña. La luna proyectaba en la gran plataforma la sombra de las altas columnas que se elevaban de la terraza hasta casi tocar las nubes. Aquellos tristes fanales, cuyo número apenas si podía contarse, no estaban protegidos por techo alguno; y sus capiteles, de una arquitectura desconocida en los anales de la tierra, servían de cubil a los pájaros nocturnos que, alarmados al ver acercarse tanta gente, huyeron graznando.
El jefe de los eunucos, transido de miedo, suplicó a Vathek que permitiera encender fuego y tomar algún alimento. No, no, respondió el Califa, no es tiempo ya de pensar en tales tonterías; quédate donde estás y aguarda mis órdenes. Diciendo en tono firme estas palabras, ofreció su mano a Nouronihar y subiendo los escalones de una gran rampa, llegó a la terraza que estaba empedrada con losas de mármol y parecía un tranquilo lago en el que no pudiera crecer hierba alguna. A la derecha se hallaban las teas, alineadas ante las ruinas de un palacio inmenso, cuyos muros se hallaban cubiertos de distintas figuras; al frente se veían las gigantescas estatuas de cuatro animales, mezcla de grifo y leopardo, que inspiraban espanto; no lejos de ellos se distinguían, a la luz de la luna que iluminaba particularmente aquel lugar, algunos caracteres parecidos a los que se hallaban en los sables del Giaour; poseían la misma virtud de cambiar a cada instante; por fin, se fijaron en letras árabes y el Califa leyó estas palabras:
«Vathek, no cumpliste las condiciones de mi pergamino; merecerías que te expulsara: pero en favor de tu compañera y de cuanto hiciste por adquirirla, Eblis permite que se te abra la puerta de su palacio y que el fuego subterráneo te cuente entre sus adoradores.»
Apenas habían leído estas palabras cuando la montaña contra la que estaba adosada la terraza tembló y los faros parecieron derrumbarse sobre sus cabezas. La roca se entreabrió y dejó ver, en su seno, una escalera de mármol pulido, que parecía llegar al abismo. En cada escalón había dos grandes cirios, parecidos a los que Nouronihar había contemplado en su visión, y cuyo humo alcanforado se elevaba en torbellinos bajo la bóveda.
Aquel espectáculo, en vez de asustar a la hija de Fakreddin, le devolvió el valor; ni siquiera se dignó despedirse de la luna y del firmamento y, sin dudar, abandonó el aire puro de la atmósfera para hundirse en las exhalaciones infernales. El paso de ambos impíos era orgulloso y decidido. Bajando a la viva luz de aquellas antorchas, se admiraban uno al otro y se encontraban tan resplandecientes que se creían inteligencias celestiales. Sólo les inquietaba que los escalones parecían no terminar nunca. Como se apresuraban con febril impaciencia, sus pasos se aceleraron hasta el punto de que más que caminar, parecían caer velozmente en un precipicio. Al fin, se vieron detenidos por un gran portal de ébano que al Califa no le costó reconocer; allí les esperaba el Giaour con  una llave de oro en la mano. Sed bien venidos a despecho de Mahoma y de todo su séquito, les dijo con horrenda sonrisa; voy a introduciros en este palacio, pues bien habéis sabido ganaros un lugar en él. Diciendo estas palabras, tocó con su llave la cerradura esmaltada e, inmediatamente, los dos batientes se abrieron con un estruendo más fuerte que el trueno canicular, cerrándose con idéntico ruido cuando hubieron entrado.
El Califa y Nouronihar se miraron con asombro al verse en un lugar que, aunque abovedado, era tan espacioso y alto que les pareció al principio una inmensa llanura. Sus ojos se habituaron por fin a la magnitud de los objetos, descubrieron hileras de columnas y arcadas que iban disminuyendo y terminaban en un punto radiante como el sol cuando lanza al mar sus últimos rayos. El pavimento, sembrado de polvo de oro y de azafrán, exhalaba un aroma tan sutil que aturdía. Avanzaron sin embargo, y advirtieron una infinidad de cazoletas donde ardían ámbar gris y maderas de áloe. Entre las columnas había mesas cubiertas de innumerable variedad de manjares y toda clase de vinos que burbujeaban en jarras de cristal. Una multitud de Ginhs y otros Espíritus juguetones de ambos sexos danzaban lascivamente, en grupos, al son de una música que resonaba bajo sus pasos.
Por aquella inmensa sala paseaba una multitud de hombres y mujeres que llevaban la mano derecha sobre el corazón, no prestaban atención a objeto alguno y mantenían un profundo silencio. Todos estaban pálidos como cadáveres y sus ojos, hundidos en sus rostros, parecían las fosforescencias que se perciben de noche en los cementerios. Unos espumeaban de rabia y corrían por todos lados, como tigres heridos por un dardo envenenado; todos se evitaban, y, aunque en medio de una muchedumbre, cada  uno   erraba  al  azar como si estuviera solo.
A la vista de tan funesta compañía, Vathek y Nouronihar se sintieron helados de espanto. Preguntaron inoportunamente al Giaour qué significaba todo aquello y por qué los espectros ambulantes no quitaban jamás la mano derecha de encima de su corazón. No os preocupéis por tantas cosas ahora, les respondió bruscamente; lo sabréis dentro de poco: apresurémonos a presentarnos a Eblis. Continuaron, pues, su marcha a través de aquella muchedumbre; pero pese a su primera seguridad, no tenían el valor de prestar atención a las perspectivas de las salas y las galerías que se abrían a derecha y a izquierda: todas estaban iluminadas por ardientes antorchas y por braseros cuya llama se elevaba en pirámide hasta el centro de la bóveda. Llegaron por fin a un lugar en el que largas cortinas de brocado carmesí y oro caían de todos lados, en imponente confusión: allí no se escuchaban ya los coros de la música ni las danzas; la luz que penetraba parecía venir de lejos.
Vathek y Nouronihar se abrieron paso a través de aquellas colgaduras y entraron en un vasto tabernáculo tapizado  de pieles de leopardo. Un número infinito de ancianos de larga barba, de Afritas en armadura completa, estaban prosternados ante las gradas de un estrado en lo alto del cual, sobre un globo de fuego, estaba sentado el temible Eblis. Su rostro era el de un joven de veinte años, cuyos rasgos nobles y regulares parecían haberse marchitado a causa de  malignos vapores. La desesperación y el orgullo estaban pintados en sus grandes ojos, y su ondulante cabellera tenía algo aún de la de un ángel de luz. En su delicada mano, aunque ennegrecida por el rayo, mantenía el cetro de bronce que hacía temblar al monstruo Duranbad, a los Afritas y a todas las potencias del abismo.
Ante aquella visión, el Califa perdió toda serenidad y se prosternó con el rostro en tierra. Nouronihar, aunque aterrorizada, no pudo evitar admirar la forma de Eblis, pues esperaba ver algún gigante espantoso. Eblis, con voz más dulce de lo que hubiera podido suponerse, pero que contenía la negra melancolía del alma, les dijo: Criaturas de arcilla, os recibo en mi imperio; os contáis entre el número de mis adoradores; gozad de cuanto este palacio ofrece a vuestras miradas, de los tesoros de los sultanes preadamitas, de sus sables fulminantes y de los talismanes que forzarán a los Divos a abriros los subterráneos de la montaña de Caf, que se comunican con éstos. Encontraréis allí lo necesario para satisfacer vuestra insaciable curiosidad. Sólo de vosotros dependerá entrar en la fortaleza de Ahernan y en las salas de Argenk, donde están pintadas todas las criaturas razonables y los animales que habitaron la tierra antes de la creación de este ser despreciable que vosotros llamáis el padre de los hombres.
Vathek y Nouronihar se sintieron consolados y tranquilizados por tal arenga. Dijeron con vivacidad al Giaour: Conducidnos rápidamente al lugar donde se hallan estos preciosos talismanes. — Venid, respondió aquel malvado Divo con su pérfida mueca, venid, poseeréis cuanto nuestro dueño os promete, y mucho más. Les hizo entonces enfilar una larga avenida que comunicaba con el tabernáculo; caminaba delante, a grandes pasos, y sus infelices discípulos le seguían gozosos. Llegaron a una espaciosa sala, cubierta por una cúpula muy elevada y a cuyo alrededor se veían cincuenta puertas de bronce, cerradas con candados de acero.
Reinaba en aquel lugar una fúnebre oscuridad y, en lechos de un cedro incorruptible, se hallaban tendidos los descarnados cuerpos de los famosos Reyes preadamitas, antaño Monarcas universales de la Tierra. Tenían todavía vida bastante para comprender su deplorable estado; sus ojos conservaban un triste movimiento; se miraban entre sí, los unos a los otros, con languidez y todos mantenían la mano derecha sobre su corazón. A sus pies se veían las inscripciones que narraban los acontecimientos de su reinado, su poder, su orgullo y sus crímenes. Solimán Raad. Solimán Daki y Solimán llamado Gian Ben Gian, que tras haber encadenado a los Divos en las tenebrosas cavernas de Caf, se hicieron tan presuntuosos que; dudaron   de la suprema potencia, tenían allí un rango, aunque no co man Ben-Daoud. Aquel rey tan famoso por su prudencia y hallaba en el más alto estrado y directamente bajo la cúpula. Parecía tener más vida que los demás, y, aunque lanzaba de vez en cuando profundos suspiros y tenía, comó sus  compañeros, la mano derecha sobre el corazón, su rostro estaba más sereno y parecía atento al ruido de una catarata de negras aguas que se percibía a través de una de las puertas que estaba enrejada. Ningún otro ruido interrumpía el silencio de aquellos lúgubres lugares. Una hilera de vasijas de bronce rodeaba el estrado. Levanta las tapas de estos receptáculos cabalísticos, dijo el Giaour a Vathek; toma los talismanes que romperán todas estas puertas de bronce y te harán dueño de los tesoros que encierran y de los espíritus que los custodian.
El Califa, a quien había desconcertado por completo este aparato siniestro, se acercó a las vasijas titubeando y creyó expirar de terror cuando escuchó los gemidos de Suleiman, pues en su turbación le había tomado por un cadáver. Entonces, una voz brotó de la lívida boca del profeta y articuló estas palabras: Ocupé durante mi vida un trono magnífico. Tenía a mi derecha doce mil sitiales de oro, en los que patriarcas y profetas escuchaban mi doctrina; a mi izquierda, los sabios y los doctores, en otros tantos tronos de plata, asistían a mis juicios. Mientras administraba justicia de este modo a innumerables muchedumbres, los pájaros, volando en círculos sin cesar sobre mi cabeza, me servían de dosel contra los ardores del sol. Mi pueblo florecía; mis palacios se elevaban hasta las nubes: construí un templo al Muy-Alto, que fue la maravilla del universo; pero me dejé arrastrar cobardemente por el amor a las mujeres y por una curiosidad que no se limitó a las cosas sublunares. Escuché los consejos de Aherman y de la hija del Faraón; adoré el fuego y los astros; y, dejando la ciudad sagrada, ordené a los Genios que construyeran los soberbios palacios de Istakhar y la terraza de las luminarias, cada una de las cuales estaba dedicada a una estrella. Allí, durante un tiempo, gocé plenamente del esplendor del trono y de las voluptuosidades; no sólo los hombres sino también los Genios estaban sometidos a mí. Comencé a creer, como lo hicieron estos infelices Monarcas que me rodean, que la venganza celestial se había adormecido, cuando el rayo derribó mis edificios y me precipitó en este lugar. No estoy, sin embargo, como todos los que lo habitan, desprovisto   por  completo  de esperanza. Un ángel de luz me hizo saber que, en consideración a la piedad de mis años jóvenes, mis tormentos terminarán cuando esta catarata, ¡cuento sus gotas!, deje de correr; pero, ¡ay!, ¿cuándo llegará este día tan deseado? Sufro; un implacable fuego devora mi corazón.
Y diciendo estas palabras, Suleiman elevó sus dos manos al cielo en señal de súplica y el Califa vio que su seno era de cristal transparente, a través del cual se descubría su corazón ardiendo entre las llamas. Ante tan terrible visión Nouronihar cayó como petrificada en brazos de Vathek: ¡Oh, Giaour!, gritó el infeliz príncipe, ¿a qué lugar nos has traído? Déjanos salir; te considero liberado de todas tus promesas. ¡Oh, Mahorna!, ¿no hay ya misericordia para nosotros? — No, ya no la hay, respondió el maligno Divo; sabe que ésta es la morada de la desesperación y la venganza; tu corazón arderá como el de todos los adoradores de Eblis; se te han concedido pocos días antes de que llegue el fatal término, empléalos como quieras; acuéstate en montones de oro, da órdenes a las potencias infernales, recorre a tu gusto estos inmensos subterráneos, ninguna puerta te estará cerrada; por lo que a mí respecta, he cumplido mi misión y te abandono aquí mismo. Diciendo estas palabras desapareció.
El Califa y Nouronihar quedaron en un estado de mortal abatimiento; sus lágrimas no podían brotar, apenas si podían sostenerse; por fin, se tomaron tristemente de la mano y salieron titubeando de aquella sala funesta, sin saber adonde ir. Todas las puertas se abrían cuando se acercaban, los Divos se prosternaban a su paso, almacenes de riquezas se ofrecían a sus ojos; pero no sentían ya ni curiosidad, ni orgullo, ni avaricia. Con igual indiferencia escucharon los coros de los Ginhs y vieron las soberbias comidas que se les ofrecían por todas partes. Iban errando de habitación en habitación, de sala en sala, de avenida en avenida, tantos lugares sin fondo y sin límite, iluminados todos por una sombría claridad, adornados con la misma triste magnificencia, fatigados por gentes que buscaban descanso y consuelo; pero lo buscaban en vano, puesto que llevaban a todas partes su corazón atormentado por las llamas. Evitados por todos esos infelices que, con su mirada, parecían decirse unos a otros: Tú me sedujiste, tú me corrompiste, se mantenían al margen y aguardaban con angustia el instante que los haría semejantes a tales objetos de terror.
¡Cómo!, decía Nouronihar, ¿llegará un tiempo en el que arrancaré mi mano de la tuya? — ¡Ah!, decía Vathek, ¿dejarán un día mis ojos de beber a largos tragos, en los tuyos, la voluptuosidad? ¿Los dulces momentos que pasamos juntos me producirán horror? No, no has sido tú la que me has llevado a este lugar detestable, son los principios impíos con que Carathis pervirtió mi juventud los que han causado mi pérdida y la tuya: ¡Ah, que al menos ella sufra con nosotros! Y diciendo estas dolorosas palabras, llamó a un Afrita que atizaba un brasero y le ordenó que arrebatara a la princesa Carathis del palacio de Samarah y se la trajera.
Tras haber dado esta orden, el Califa y Nou-ronihar continuaron  caminando   entre  la  silenciosa muchedumbre, hasta que oyeron voces en el extremo de una galería. Suponiendo que serían infelices que, como ellos, no habían recibido todavía su sentencia final, se dirigieron hacia donde sonaban las voces y vieron que surgían de una pequeña habitación cuadrada en la que, sobre divanes, estaban sentados cuatro jóvenes de buen aspecto y una hermosa mujer conversando tristemente a la luz de una lámpara. Todos tenían aire triste y abatido, y dos de ellos se abrazaban con mucha ternura. Al ver entrar al Califa y a la hija de Fakreddin, se levantaron cortésmente, les saludaron y les dejaron sitio. Luego, el que parecía más distinguido de todos ellos, dirigiéndose al Califa  dijo: Extranjero que, sin duda, estáis en la misma horrible espera que nosotros, puesto que no lleváis todavía la mano derecha sobre el corazón, si pensáis pasar con nosotros los horrendos momentos que deben transcurrir hasta que llegue nuestro castigo, dignaos contar las aventuras que conducido a este lugar fatal y nosotros taremos las nuestras, que bien merecen ser escuchadas.  Recordar  los  propios  crímenes, aunque no sea ya tiempo de arrepentirse, es la única ocupación que conviene a infelices como nosotros.
El Califa y Nouronihar aceptaron esta proposición y Vathek, tomando la palabra, les hizo, no sin gemir, un sincero relato de cuanto le había acontecido. Cuando hubo terminado la penosa narración, el joven que había hablado comenzó la suya del modo siguiente:
Historia de los dos Príncipes amigos, Alasi y Firoux, encerrados en el palacio subterráneo.
Historia del Príncipe Borkiarokh, encerrado en el palacio subterráneo.
Historia del Príncipe Kalilah y de la Princesa Zulkais, encerrados en el palacio subterráneo.
Se hallaba el tercer Príncipe a la mitad de su relato, cuando fue interrumpido por un estruendo que hizo temblar y entreabrirse la bóveda. Pronto un vapor que fue disipándose poco a poco dejó ver a Carathis, a hombros del Afrita, que se quejaba horriblemente de su carga. Saltó a tierra y, acercándose a su hijo, le dijo: ¿Qué haces en esta pequeña habitación? Viendo que los Divos te obedecían he creído que estabas ya sobre el trono de los Reyes preadamitas.
—¡Mujer execrable, respondió el Califa, maldito sea el día en que me arrojaste al mundo! Ve, sigue a este Afrita, él te conducirá a la sala del profeta Suleiman; allí sabrás a qué está destinado este palacio que tan deseable te ha parecido, y cuánto debo odiar los impíos conocimientos que me diste. — El poderío que has logrado te ha transtornado la cabeza, replicó Carathis. No pido otra cosa que ofrecer mis homenajes al profeta Suleiman. Sin embargo, es preciso que sepas que, habiéndome dicho el Afrita que ni tú ni yo regresaríamos a Samarah, le he rogado que me diera tiempo para poner en orden mis asuntos y él ha tenido la cortesía de consentirlo; no he dejado de aprovechar estos instantes; he incendiado nuestra torre, en la que he quemado vivos a los mudos y a las negras, a las serpientes y a las tremielgas, que, sin embargo, me habían prestado muy buenos servicios, y lo mismo habría hecho con el gran visir si no me hubiera abandonado para seguir a Motavekel. Por lo que se refiere a Bababalouk, que había cometido la imbecilidad de regresar a Samarah y, estúpidamente, encontrar allí maridos para tus mujeres, le hubiera torturado si hubiese tenido tiempo; pero como tenía prisa, sólo hice que le colgaran, tras haberle tendido una trampa para atraerle a mi lado, así como a tus mujeres; hice que mis negras las enterraran vivas, éstas han empleado así sus últimos momentos con plena satisfacción. Dilara, que siempre me ha gustado, demostró su valor poniéndose, muy cerca de aquí, al servicio de un mago, y pienso que pronto será de los nuestros. Vathek estaba demasiado consternado como para expresar la indignación que le producía tal discurso; ordenó al Afrita que alejara a Carathis de su presencia, y permaneció en una triste ensoñación que sus compañeros no se atrevieron a turbar.
Mientras, Carathis penetró bruscamente en la cúpula de Suleiman y, sin prestar la menor atención a los suspiros del Profeta, levantó audazmente la tapadera de los receptáculos y se apoderó de los talismanes. Entonces, levantando una voz como jamás se había escuchado en aquellos lugares, forzó a los Divos a que le enseñaran los más ocultos tesoros, los más profundos depósitos que ni el mismo Afrita había visto jamás. Pasó por empinadas pendientes que sólo Eblis y sus más poderosos favoritos conocían, y penetró por medio de aquellos talismanes hasta las entrañas de la tierra de donde sopla el sanfar, helado viento de la muerte; nada asustaba su indomable corazón. Encontró sin embargo, en toda aquella gente que llevaba la mano derecha sobre el corazón, una pequeña peculiaridad que no le gustaba.
Cuando salía de uno de aquellos abismos, Eblis se presentó a sus ojos. Pero pese a su imponente majestad no perdió el dominio e, incluso, le cumplimentó con mucha presencia de ánimo; aquel soberbio monarca le respondió: Princesa, cuyos conocimientos y crímenes merecen un elevado lugar en mi imperio, bien hacéis en emplear el tiempo que os resta; pues las llamas y los tormentos que se apoderarán pronto de vuestro corazón os mantendrán bastante ocupada.
Y diciendo esto desapareció entre las colgaduras de su tabernáculo.
Carathis quedó algo desconcertada; pero resuelta a proseguir hasta el fin y a escuchar el consejo de Eblis, reunió todos los coros de Ginhs y todos los Divos para recibir sus homenajes. Caminaba así, en triunfo, a través de los vapores de los perfumes y entre las aclamaciones de todos los espíritus malignos a los que, en su mayoría, conocía. Iba, incluso, a destronar a uno de los Solimanes para ocupar su lugar, cuando una voz, saliendo del abismo de la muerte, gritó: ¡Todo se ha cumplido! De inmediato, la orgullosa frente de la intrépida princesa se cubrió con las arrugas de la agonía. Lanzó un grito doloroso y su corazón se convirtió en un ardiente brasero: Se llevó la mano al corazón para no retirarla ya nunca.
En aquel estado de delirio, olvidando sus ambiciosos deseos y su sed de los conocimientos que deben permanecer ocultos a los mortales, derribó las ofrendas que los Ginhs habían depositado a sus pies, y, maldiciendo el instante de su nacimiento y el seno que la había albergado, se puso a correr para no detenerse ya ni gozar de un solo instante de reposo.
Aproximadamente al mismo tiempo, la misma voz había anunciado al Califa, a Nouronihar, a los cuatro príncipes y a la princesa el decreto irrevocable. Sus corazones acababan de inflamarse; y entonces, perdieron el más precioso de los dones del Cielo, la esperanza. Aquellos infelices se separaron lanzándose furiosas miradas. Vathek no veía ya en los ojos de Nouronihar más que rabia y venganza; ella no veía ya en los suyos más que aversión y desesperanza. Los dos príncipes amigos que, hasta aquel instante, se habían mantenido tiernamente abrazados, se alejaron, estremeciéndose, uno de otro. Kalilah y su hermana se dirigieron mutuamente un gesto de imprecación. Los otros dos príncipes testimoniaron, con espantosas contorsiones y ahogados gritos, el horror que ellos mismos se producían. Todos se confundieron con la muchedumbre maldita para errar con ella en una eternidad de penas.
Este fue, éste debe ser, el castigo de las pasiones desenfrenadas y de las acciones atroces; éste será el castigo de la ciega curiosidad, que desea penetrar más allá de los límites que el Creador puso a los conocimientos humanos; de la ambición que, deseando adquirir ciencias reservadas a más puras inteligencias, sólo adquiere un insensato orgullo y no ve que el estado del hombre es ser humilde e ignorante.
Así, el Califa Vathek que, para llegar a una vana pompa y a un poder prohibido, se había ennegrecido con mil crímenes, se ve presa de remordimientos y víctima de un dolor sin fin y sin límites, y así el humilde, el despreciado Gulchenrouz, pasó siglos en la dulce calma y felicidad de la infancia.

William Beckford. Vathek, cuento árabe. Editorial Bruguera, 1982. Traducción: Manuel Serrat Crespo. 

William Beckford
Nació en 1759 en Fonthill Giard (Inglaterra). Era el único hijo legítimo de sir William Beckford. Lord Mayor del reino, de quien heredó una inmensa riqueza. En 1796 comenzó a construir en Fonthill un fantástico palacio que albergaría su colección de manuscritos y objetos artísticos. Beckford fue un bibliófilo único en su época. Tras haber gastado buena parte de su fortuna en manuscritos e incunables, murió en Bath en 1844. Su única hija, la duquesa de Hamilton. donó una parte de la colección a la Biblioteca de Berlín. El resto se subastó en Londres, entre 1882 y 1884, alcanzándose precios nunca pagados hasta entonces por una biblioteca privada.




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