HENRI PIRENNE - La formación de las ciudades y la burguesía en la Edad Media




En ninguna civilización la vida urbana se ha desarrollado independientemente del comercio y de la industria. La diversidad de climas, razas o religiones, así como de las épocas, no afectan en nada a este hecho, que se impuso en el pasado en las ciudades de Egipto, Babilonia, Grecia, el imperio romano o el árabe, como se impone en nuestros días en la Europa o América, India, Japón o China. Su universalidad se explica en función de su necesidad.
En efecto, una aglomeración urbana sólo puede subsistir mediante la importación de productos alimenticios que obtiene de afuera. Pero esta importación, por parte, debe responder a la exportación de productos manufacturados que constituye su contrapartida o contravalor. Queda instituida de esta manera, entre la ciudad y sus alrededores, una relación permanente de servicios. El comercio y la industria son indispensables para el mantenimientos de esta dependencia recíproca: sin la importación que asegura al aprovisionamiento y sin la exportación que la compensa gracias a los objetos de cambio, la ciudad desaparecería.
Este estado de cosas implica evidentemente un sinnúmero de matices. Según las épocas y los lugares, la actividad comercial y la industrial han sido más o menos preponderantes en las poblaciones urbanas. Es bien sabido que en la Antigüedad una parte considerable de ciudades se componía de propietarios hacendados que vivían de un trabajo o de la renta de las tierras que poseían en el exterior. Pero no es menos cierto que a medida que las ciudades se agrandaron, fueron más numerosos los artesanos y los comerciantes. La economía rural, más antigua que la urbana, continuó coexistiendo a su lado sin impedir para nada su desarrollo.
Las ciudades medievales nos ofrecen un espectáculo muy distinto. El comercio y la industria las conformaron tal como fueron, y no dejaron de desarrollarse bajo su influencia. En ninguna época se ha podido observar un contraste tan acentuado como el que enfrenta la organización social y  económica de las ciudades medievales a la organización social y económica del campo. Según parece, jamás hubo en el pasado un tipo de hombre tan específico y claramente urbano como el que compuso la burguesía medieval.
Es imposible dudar que el origen de las ciudades se vincula directamente, como el efecto a su causa, al renacimiento comercial del que ya hablamos en los capítulos precedentes. La prueba es la chocante coincidencia que aparece entre la expansión del comercio y la del movimiento urbano. Italia y los Países Bajos, donde la expansión comercial se manifestó en primer lugar, son precisamente los países en los que el movimiento urbano se originó y se afirmó con más rapidez y vigor. Es obvio señalar que las ciudades se multiplican a medida que progresa el comercio y que aparecen a lo largo de todas aquellas rutas naturales por las que éste se expande. Nacen, por así decirlo, tras su paso. Inicialmente las encontramos al borde de costas y ríos. Más tarde, al ampliarse la penetración comercial, se fundan sobre los caminos que unen entre si estos primeros centros de actividad. El ejemplo de los Países Bajos es en este sentido un caso típico. A partir del siglo x comienzan a fundarse las primeras ciudades al borde del mar o en las riberas del Mosa y el Escalda; la región intermedia, Brabante, no posee todavía ninguna. Hay que esperar al siglo XII para verlas aparecer a lo largo de la ruta que se establece entre los dos grandes ríos. Y se podrían destacar en todas partes casos análogos. Un mapa de Europa en donde se resaltara la importancia relativa de las vías comerciales, coincidiría, sin apenas diferencias, con otro que mostrara la importancia relativa de las aglomeraciones urbanas.
Las ciudades medievales presentan una variedad extraordinaria. Cada una de ellas posee una fisonomía y un carácter propios. Se diferencian entre sí, igual que se diferencian los hombres, se puede, sin embargo, agruparlas por familias conforme a ciertos tipos generales, que, a su vez, se parecen entre sí por sus trazos esenciales. Por consiguiente, resulta posible, tal y como se intentará hacer aquí, describir la evolución de la vida urbana en el Occidente europeo. El cuadro que se obtendrá de esta manera presentará necesariamente un carácter demasiado esquemático y no se ajustará exactamente a ningún caso particular. En él sólo podremos hallar los caracteres comunes, hecha la abstracción de los individuales. Únicamente aparecerán los grandes rasgos como si se tratara de un paisaje contemplado desde lo alto de una montaña.
Sin embargo, el tema es menos complicado que lo que pudiera parecer a primera vista. Efectivamente, es inútil, en un ensayo sobre el origen de las ciudades europeas, dar cuenta de la infinita complejidad que presentan. La vida urbana en un principio sólo se desarrolló en un número bastante restringido de localidades pertenecientes tanto a la Italia septentrional como a los Países Bajos y regiones vecinas. Bastará con tener en cuenta estas ciudades primitivas, no considerando las formaciones posteriores que por mucho interés que tengan no son en suma más que simples repeticiones. Además se concederá, en las páginas siguientes, un lugar privilegiado a los Países Bajos, debido a que proporcionan al historiador, en lo referente a las primeras épocas de la evolución urbana, más claridad que cualquier otra región de Europa Occidental.
La organización comercial de la Edad Media, tal y como se ha intentado describir, hacía indispensable el establecimiento en puntos fijos de viajante de comercio sobre los que descansase esa organización. En los intervalos de sus viajes y sobre todo cuando el mal tiempo hacía inabordable el mar, los ríos, los caminos, debían necesariamente congregarse en ciertos puntos del territorio. Naturalmente en un primer momento se concentraron en aquellos lugares cuya situación facilitaba las comunicaciones y donde podían al mismo tiempo guardar con seguridad su dinero y sus bienes. Por consiguiente, se dirigieron hacia aquellas ciudades o burgos que mejor respondían a estas condiciones. 
Su número era considerable. El emplazamiento de las ciudades venía impuesto por el relieve del suelo o la dirección de los cursos fluviales, en una palabra, por las circunstancias naturales que precisamente determinaban la dirección del comercio y de esta manera dirigían hacia ellas a los mercaderes. En cuanto a los burgos, destinados a oponerse al enemigo o a proporcionar un refugio a las poblaciones, no dejaron de construirse en lugares cuyo acceso fuese especialmente fácil. Por estas mismas rutas eran por donde pasaban los invasores y circulaban los comerciantes, y por esta razón las fortalezas levantadas contra aquellos eran excelentes lugares para atraer a estos al interior de las murallas. Sucedió por lo tanto, que las primeras aglomeraciones comerciales se establecieron en los lugares que la naturaleza predisponía a ser, no a volver a ser, centros de circulación económica.
Se podría creer, y efectivamente así lo han creído ciertos historiadores, que los mercados (mercatus, mercata), cuyo número es tan extraordinariamente elevado a partir del siglo ix, han sido la causa de estas primeras aglomeraciones.
Esta opinión, por seductora que parezca a primera vista, no resiste a un examen. Los mercados de la época caloringia eran simples mercados locales, frecuentados por los campesinos de los alrededores y por algunos buhoneros. 
Tenían como único fin el de solucionar el aprovisionamiento de las ciudades y de los burgos. Sólo se reunían una vez por semana y sus transacciones estaban limitadas por las necesidades domésticas de unos habitantes muy poco numerosos, para cuyo servicio habían sido establecidos.
Mercados de esta clase han existido siempre y hoy en día aún existen en miles de pequeñas ciudades y pueblos. Su poder de atracción no era ni lo bastante poderoso, ni lo bastante extenso, como para que una población comercial se fijara a su alrededor. Por lo demás, se conocen infinidad de lugares que aunque están provistos de esta clase de mercados jamás consiguieron el rango de ciudades. Así ocurrió por ejemplo, en los que el obispo de Cambrai y el abad de Reichenau establecieron, uno en el año 1001 y Cateau-Cambrésis y el otro en el año 1100 en Radolfzell. Ahora bien Radolfzell y Cateau siempre fueron localidades insignificantes y el fracaso de las tentativas de que fueron objeto demuestra perfectamente cómo los mercados estaban desprovistos de esta influencia que a veces se la ha querido conceder.
Otro tanto se puede decir de las ferias (fora) y, sin embargo, las ferias, a diferencia de los mercados, fueron intituidas para servir de lugares de reunión periódicos a los comerciantes profesionales, para ponerles en contacto entre sí y para hacer que las visitasen en determinadas épocas.  De hecho, la importancia de muchas de estas ferias ha sido considerable. En Flandes, las de Thorout Y Mesines y en Francia las de Bar-sur-Aube y Lagny figuran entre los centros principales del comercio medieval hasta finales del siglo xviii aproximadamente. Puede, pues, resultar extraño a primera vista que ninguna de estas localidades se haya convertido en una ciudad digna de este nombre, pero las transacciones que allí se realizaban carecían del carácter permanente indispensables para la radicación del negocio. Los comerciantes se dirigían hacia ellas porque estaban situadas en la gran vía de tránsito que iba desde el mar del Norte hasta Lombardía y porque los príncipes territoriales las habían dotado de franquicias y privilegios. 
Eran los centros de reunión y los lugares de intercambio donde se encontraban vendedores y compradores procedentes del norte y del mediodía; luego unas semanas más tarde, la exótica clientela se dispersaba para no volver hasta el año siguiente.
Indudablemente ocurrió, incluso con cierta frecuencia, que una feria se radicara en un lugar donde más tarde existió una aglomeración comercial. Este es, por ejemplo, el caso de Lille, Ypres, Troyes, etc. La feria seguramente debió favorecer el desarrollo de estas ciudades, pero es imposible admitir que lo hayan provocado. Numerosas ciudades importantes proporcionan fácilmente la prueba. Worms, Spira, Maguncia, no fueron jamás sede de una feria; Tournai no celebró ninguna hasta 1284, Leyde hasta 1304 y Gante únicamente en el siglo XV.
Se deduce pues, que la situación geográfica, unida a la presencia de una ciudad o un burgo fortificado, se muestra como condición esencial para un establecimiento comercial.
No hay nada menos artificial que la formación de un establecimiento de este tipo. Las necesidades primordiales de la vida comercial, la facilidad de comunicaciones, y la necesidad de seguridad dan cuenta de ello de la manera más natural. En una época más avanzada, cuando la técnica permitió al hombre vencer a la naturaleza e imponer su voluntad a pesar de los obstáculos del clima o del relieve, fue posible sin lugar a dudas edificar las ciudades allí donde el espíritu de empresa y la búsqueda de intereses determinan su emplazamiento. Pero las cosas discurren de otra manera en un momento en que la sociedad no ha adquirido todavía el vigor suficiente para dominar el medio ambiente. Obligada a adaptarse, es este medio precisamente el que marca la pauta de su habitat. La formación de las ciudades en la edad media es un fenómeno casi tan claramente determinado por el medio geográfico y social como lo está el curso de los ríos por el relieve de las montañas y la dirección de los valles.
A medida que se acentúa, a partir del siglo x, el renacimiento comercial de Europa, las colonias mercantiles, instaladas en las ciudades o al pie de los burgos, van creciendo ininterrumpidamente. Su población se acrecienta en función de la vitalidad económica. El movimiento ascendente que se evidencia desde sus orígenes continuará de manera ininterrumpida hasta finales del siglo XIII. Era imposible que ocurriera de otra manera. Cada uno de los nudos del tránsito internacional participaba naturalmente de la actividad de este y de la multiplicación de los comerciantes tenía necesariamente como consecuencia el crecimiento de su número en todos los lugares donde se había asentado inicialmente, porque esos lugares eran precisamente los más favorables para la vida comercial. Si estos lugares atrajeron a los comerciantes antes que otros fue porque respondía a sus necesidades profesionales mejor que los demás. Así se puede explicar de la manera más satisfactoria porqué, por regla general, las ciudades comerciales más importantes de una región son también las más antiguas.
Sobre las primeras aglomeraciones comerciales solo poseemos datos cuya insuficiencia está muy lejos de satisfacer nuestra curiosidad. La historiografía del siglo X y Xi se desinteresó por completo de los fenómenos sociales y económicos. Escrita exclusivamente por clérigos y monjes, medían naturalmente la importancia de los hechos en función de lo que éstos representaban para la iglesia. La sociedad laica llamaba su atención sólo en la medida en que mantenía relaciones con la sociedad religiosa. No podían  omitir el relato de las guerras y de los conflictos políticos que ejercían una repercusión sobre ella, pero ¿cómo habrían de tomarse la molestia de precisar los orígenes de la vida urbana para la que carecían de comprensión y simpatía?. Algunas alusiones hechas al azar, algunas anotaciones fragmentarias, con ocasión de alguna revuelta o sublevación, es prácticamente todo con lo que, en la mayoría de los casos, se tiene que contentar el historiador. Hace falta llegar hasta el siglo XII para hallar esporádicamente en algún extraño laico metido a escribir, una información un poco más abundante. Los mapas y los relatos nos permiten suplir en cierta medida esta indigencia, pero, a pesar de todo, son muy raros en la época de los orígenes. Hasta finales del siglo xi no comienzan a proporcionar informaciones más abundantes. En cuanto a las fuentes de origen urbano, me refiero a las escritas y compuestas por burgueses, no hay ninguna anterior al final del siglo XII. En cualquier caso estamos obligados a ignorar muchas cosas y a recurrir con demasiada frecuencia, en el apasionante estudio del origen de las ciudades, a la comparación y la hipótesis. 
Los detalles de cómo se pueblas las ciudades se nos escapan. No se sabe de que manera se instalaron los primeros comerciantes, si en medio o al lado de la población preexistente. Las ciudades, cuyos recintos comprendían con frecuencia espacios vacíos ocupados por campos y jardines, debieron proporcionarles inicialmente un lugar que pronto llegaría a ser demasiado reducido. Es cierto que, desde el siglo x, en muchas de ellas se les obligo a instalarse extramuros. En Verdún construyeron un recinto fortificado (negociatorum claustrum), unido a la ciudad por dos puentes; en Ratisbona, la ciudad de los comerciantes (urbs mercatorum) se levanta en las inmediaciones de la ciudad episcopal, e igual ocurre con Utrecht, Estraburgo, etc. En Cambrai los recién llegados se rodean de una empalizada de madera que, al poco tiempo, es sustituida por una muralla de piedra. Sabemos que el recinto urbano de Marsella debió ser ampliado a comienzos del siglo XI.
Sería fácil multiplicar estos ejemplos que muestran de forma inapelable la rápida expansión adquirida por las viejas ciudades que, desde el período romano, no habían conocido ninguna expansión.
En asiento de la población en los burgos se debió a la misma situación que el de las ciudades, pero se produjo en condiciones bastantes distintas. En estos, efectivamente, falta espacio disponible para los que llegaban. Los burgos eran únicamente fortalezas cuyas murallas encerraban un perímetro extraordinariamente limitado, y por esta razón, desde un principio, los comerciantes se vieron obligados a instalarse, por la falta de sitio, en el exterior de ese perímetro.
Construyeron un burgo de extramuros a su lado, es decir un suburbio (forisburgus, suburbium). Este suburbio es llamado por otros textos también burgo nuevo (novus burgus), por oposición al burgo feudal o burgo viejo (vetus burgus) al que estaba adosado.
Para designarle encontramos en Inglaterra y en los Países Bajos, un término que responde admirablemente a su naturaleza: portus.
En el lenguaje administrativo del imperio romano se llamó portus, no a un puerto marino, sino a un recinto ceremonial que sirve de almacén para las mercancías de paso. La expresión pasó, sin transformarse apenas, a las épocas merovingia y carolingia. Resulta fácil comprobar cómo todos aquellos lugares a los que se aplica están situados en cursos fluviales y todos tienen un telonio establecido.
Eran, pues, desembarcaderos en los que se acumulaban, en virtud del juego de la circulación, mercancías destinadas a ser transportadas más lejos. Entre un Portus y un mercado o una feria la diferencia es muy clara. Mientras que en éstos dos últimos son centros de reunión periódica de compradores y vendedores, aquél es una plaza comercial permanente, un centro de transito ininterrumpido. Desde el siglo vii, Dinant, Huy, Maestricht, Valenciennes y Cambrai eran sedes de portus y, por consiguientes, lugares de tránsito. La decandencia económica del siglo viii y las invaciones normandas arruinaron el negocio. Hay que esperar al siglo x para ver, no sólo como se reaniman los antiguos portus sino también como se fundan, al mismo tiempo, otros nuevos en numerosos sitios; Brujas, Gante, Ypres, Saint-Omer, etc. En la misma fecha descubrimos en los textos anglosajones, la aparición de la palabra port empleada como sinónimo de las palabras latinas urbs y civitas, y ya sabemos con qué frecuencia se emplea la desinencia port en los nombres de todos los paises de habla inglesa. No hay nada que demuestre con mayor claridad la estrecha conexión que existe entre el renacimiento económico de la edad media y los comienzos de la vida urbana. Están tan estrechamente emparentados que la misma palabra que designa un establecimiento comercial ha servido, en uno de los más importantes idiomas europeos, para designar también el de la ciudad. El antiguo neerlandés presenta además un fenómeno análogo. La palabra poort y la palabra poorter son empleadas en este idioma, la primera con el significado de ciudad, la segunda, con el de burgués. 
Podemos concluir casi con absoluta seguridad que los portus, mencionados tan frecuentemente durante los siglos  X y XI  junto a los bourgs de Flandes y regiones vecinas, son conglomerados de mercaderes. Algunos pasajes de las crónicas o de las vidas de los santos que nos proporcionan varios detalles al respecto, no dejan que subsista la menor duda en este sentido. Me limitaré a citar aquí el curioso relato de los Miracula Sancti Womari, escrito hacia el 1060 por un monje testigo de los acontecimientos que narra. Habla de un grupo de religiosos que llegan en procesión a Gante. Los habitantes salen a su encuentro «como enjambre de abejas». En primer lugar conducen a los piadosos visitantes a la iglesia de Santa Farailda, situada en el recinto del burgus. Al día siguiente, salen de éste para dirigirse a la iglesia de San Juan Bautista, construida recientemente en el portus. Parece, pues, que nos encontramos aquí con la yuxtaposición de dos centros de población de origen y naturaleza diversos. Uno, el más antiguo, es un fortaleza, el otro, el más reciente, es una localidad comercial. De la  fusión gradual de estos dos elementos, en la que el primero será lentamente absorbido por el segundo, surgirá la ciudad.
Observemos antes de ir más lejos cuál ha sido la suerte de aquellas ciudades y burgos a los que su emplazamiento no les ha reservado la fortuna de convertirse en centros comerciales. Por ejemplo, para no salir de los Países Bajos, el caso de la ciudad de Teruana o el de los burgos construidos alrededor de los monasterios de Stavelot, Malmédy, Lobbes, etc.
En el período agrícola y señorial de la Edad Media, todos estos lugares se distinguieron por su riqueza y su influencia. Pero, alejados en exceso de las grandes vías de comunicación, no fueron alcanzados por el renacimiento económico, ni, si es que se puede decir de esta manera, fecundadas por él. En medio del florecimiento que éste provocó, permanecieron estériles como semillas arrojadas entre las piedras. Ninguna de ellas se erigió, antes de la época moderna, por encima del rango de una simple aldea semi-rural. Y no se necesita más para precisar el papel jugado en la evolución urbana por las ciudades y los burgos. Adaptados a un orden social muy distinto del qué vio crecer las ciudades, no provocaron su aparición. No fueron, por hablar de alguna manera, sino los puntos de cristalización de la actividad comercial. Esta no procede de ellos, llega de fuera cuando las circunstancias favorables del emplazamiento la hacen confluir allí. Su papel es esencialmente pasivo. En la historia de la formación de las ciudades, el faubourg comercial sobrepasa en mucho la importancia del bourg feudal. Aquél es el elemento activante y gracias a él, como se podrá ver, se explica el renacimiento de la vida municipal que no es sino la consecuencia del renacimiento económico.
Las aglomeraciones comerciales se caracterizan, a partir del siglo x, por su crecimiento ininterrumpido. Por esta misma razón presentan un gran contraste con la inmovilidad en la que persisten las ciudades y los burgos en cuya base se han asentado. Atraen continuamente a nuevos habitantes. Se dilatan con su constante movimiento cubriendo un espacio cada vez mayor de forma que, a comienzos del siglo XII, en un buen número de lugares, rodean ya por todas partes a la primitiva fortaleza en torno a la cual construyen sus casas. Desde el comienzo del siglo XI, se hizo indispensable crear nuevas iglesias y repartir la población en nuevas parroquias. En Gante, Brujas, Saint-Omer y otros muchos lugares, los textos señalan la construcción de iglesias debidas frecuentemente a la iniciativa de comerciantes enriquecidos. En cuanto a la instalación y disposición de estos arrabales, sólo podemos hacernos una idea de conjunto en la que falta precisar los detalles. El modelo original es generalmente muy sencillo. Un mercado, situado junto al río que atraviesa la localidad o bien en su centro, es el punto de intersección de sus calles (plaieae) que, partiendo desde allí, se dirigen hacia las puertas que dan acceso al campo; porque el suburbio comercial, y es importante destacar este hecho con especial atención," se rodea en seguida de construcciones defensivas.
Era imposible que fuera de otro modo en una sociedad a la que, a pesar de los esfuerzos de los príncipes y de la Iglesia, la violencia y la rapiña azotaban de manera permanente. 
Antes de la disolución del imperio carolingio y de las invasiones normandas, el poder real había conseguido bien que mal garantizar la seguridad pública y parece que los portus de aquella época, o al menos una gran mayoría, fueron lugares abiertos. Pero ya a mediados del siglo ix no existe para la propiedad mobiliaria otra garantía que el refugio de las murallas. Un texto del 845-846 indica claramente que las personas más ricas y los escasos comerciantes que aún subsistían buscaron refugio en las ciudades. El renacimiento comercial sobreexcitó de tal modo los ánimos de los bandidos de todo tipo, que la imperiosa necesidad de protegerse contra ellos se despertó en todas las zonas comerciales. Por la misma razón que los mercaderes no se atrevían á viajar sin armas, convirtieron sus residencias colectivas en plazas fuertes. Los establecimientos que fundaron al pie de las ciudades o de los burgos recuerdan, con gran exactitud, los fuertes y los blocs-houses construidos por los emigrantes europeos, en los siglos xvii y xyiii, en las colonias de América y Canadá Como éstos, en la mayoría de los casos, estaban defendidos únicamente por una sólida empalizada de madera flanqueada por puertas y rodeada por un foso. Se puede hallar todavía un recuerdo de estas primeras fortificaciones urbanas, en la costumbre, conservada en heráldica durante mucho tiempo, de representar una ciudad por una especie de vallado circular.
Esta burda cerca de madera no tenía otro fin que el de prevenir un asalto por sorpresa. Constituía una garantía contra los bandidos, pero no hubiese podido resistir un sitio en toda regla. En caso de guerra había que quemarla para evitar que el enemigo se emboscara en ella, y refugiarse en la ciudad o en el burgo, como en una poderosa ciudadela. A partir del siglo XII la creciente prosperidad de las colonias mercantiles permitió aumentar su seguridad rodeándolas de muros de piedra, flanqueados por torres, capaces de resistir cualquier ataque. Desde entonces fueron fortalezas. El viejo recinto feudal o episcopal, que continuaba todavía erigiéndose en su centro perdió de esta manera toda su razón de ser. Paulatinamente se fueron abandonando los muros inútiles, sobre los que se construyeron casas que los cubrieron. Ocurrió incluso que las ciudades los rescataron del conde o del obispo, para quienes sólo representaba un capital estéril. Fueron destruidos y transformado el espacio que habían ocupado en solares para edificar.
La necesidad de seguridad que tienen los mercaderes nos explica, pues, el carácter esencial de fortaleza que muestran las ciudades medievales. En aquella época no era posible concebir una ciudad sin murallas: era un derecho. o. empleando el modo de hablar de aquella época, un privilegio que no falta a ninguna de ellas. También aquí la heráldica es fiel reflejo de la realidad al encabezar los blasones de las ciudades con una corona de muros.
Pero el recinto urbano no ha servido solamente para el emblema de la ciudad, de él también proviene el nombre que se utilizó, y que todavía hoy se utiliza, para designar la población. En efecto, por el hecho de constituir un lugar fortificado, la ciudad se convertía en un burgo. El área comercial, ya lo dijimos, era conocida, por oposición al viejo burgo primitivo, con él nombre de nuevo burgo. Y de ahí les viene a sus habitantes, desde comienzos del siglo xi ( a más tardar, el nombre de burgueses (burgenses). La primera mención que yo conozco de esta palabra corresponde a Francia, donde aparece a partir del 1007. La encontramos en Flandes, en Saint-Omer, en el 1056; posteriormente se difunde por el Imperio a través de la región del Mosa donde se la ve citada en el 1066 en Huy. Por tanto, son los habitantes del burgo nuevo, es decir, del burgo comercial, los que recibieron, o más probablemente los que se dieron, la denominación de burgués. Resulta curioso observar cómo jamás se aplica a los habitantes del burgo viejo, que aparecen con el nombre de castellani o de castrenses. Esta es una prueba más, y especialmente significativa, de las razones que existen para buscar el origen de la población urbana, no entre la población de las fortalezas primitivas, sino entre la población inmigrada que el comercio hace afluir en torno a ellas y que, desde el siglo xi, comienza a absorber a los antiguos habitantes.
La denominación de burgués no fue utilizada en un principio por todo el mundo. Junto a ella se ha seguido empleando la de cives según la antigua tradición. En Inglaterra y en Flandes se encuentran también los términos poortmanni y poorters, que cayeron en desuso hacia finales de la Edad Media, pero que confirman a la vez la total identidad, que ya hemos constatado, entre el poríus y el nuevo burgo. A decir verdad, las dos palabras significan una y la misma cosa, y la sinonimia que establece la lengua entre el poortmannus y el burgensis bastaría para atestiguarlo, si no hubiésemos proporcionado las pruebas suficientes.
¿Bajo qué apariencia conviene representarse a la burguesía primitiva de las aglomeraciones comerciales? Es evidente que no se componía exclusivamente de mercaderes viajeros como los que hemos descrito en el capítulo precedente. Debía incluir, junto a éstos, a un número más o menos considerable de individuos empleados en el desembarco y transporte de mercancías, en el aparejo y aprovisionamiento de barcos, en la confección de vehículos, toneles y cajas, en una palabra, de todos aquellos accesorios indispensables para la práctica de los negocios. Esta atría necesariamente hacia la naciente ciudad a las gentes de los alrededores que buscaban trabajo. Se puede percibir claramente, desde comienzos del siglo xi, una verdadera atracción de la población rural por la población urbana. Cuanto más aumentaba la densidad de ésta, más intensificaba la acción que ejercía a su alrededor. Para cubrir sus necesidades cotidianas necesitaba no sólo una cantidad, sino una variedad creciente de gentes con oficio. Los escasos artesanos de las ciudades y de los burgos no podían evidentemente responder a las exigencias cada vez mayores de los recién llegados. Por consiguiente, hizo falta que vinieran de fuera los trabajadores de las profesiones más indispensables: panaderos, cerveceros, carniceros, herreros, etc.
Pero el comercio a su vez fomentaba la industria. En todas aquellas regiones en las que ésta había sido instalada en el campo, aquél se esforzó e inicialmente consiguió atraerla, y después concentrarla, en las ciudades. En este sentido Flandes nos proporciona uno de los ejemplos más instructivos. Ya se ha visto cómo, tras la época céltica, el oficio de tejedor no dejó de difundirse ampliamente. Los paños confeccionados por los campesinos habían sido transportados a zonas alejadas, antes de las invasiones normandas, por la navegación frisona. Los mercaderes de las ciudades no debieron, por su parte, pasar por alto la oportunidad de sacar partido. Desde finales del siglo x sabemos que transportaban paño a Inglaterra. Aprendieron pronto a distinguir la excelente calidad de la lana inglesa y la introdujeron en Flandes donde la trabajaron. De esta manera se transformaron en creadores de puestos de trabajo y naturalmente atrajeron a las ciudades a los tejedores del país. 
Estos tejedores perdieron desde entonces su carácter rural para convertirse en simples asalariados al servicio de los mercaderes. El aumento de la población favoreció evidentemente la concentración industrial. Gran número de pobres afluyeron hacia las ciudades donde la tejeduría, cuya actividad crecía en función del desarrollo comercial, les garantizaba un medio de subsistencia. En todo caso parece que llevaron una existencia miserable, la competencia que se hacían los unos a los otros en el mercado de trabajo permitía a los mercaderes pagarles un precio bajo. Los datos que de ellos poseemos, los más antiguos son del siglo xi, nos los describen con el aspecto de una plebe brutal, inculta y descontenta. Los terribles conflictos sociales que la vida industrial haría surgir en el Flandes de los siglos XII y xiv, están ya en germen en la época de la formación de las ciudades. La oposición del capital y del trabajo es tan antigua como la burguesía.
En cuanto a la vieja tejeduría rural se puede decir que desaparece rápidamente. No puede competir con la de las ciudades, surtida convenientemente de materia prima por el comercio y con una técnica más avanzada, ya que los mercaderes no dejan de mejorar, en función de la venta, la calidad de las telas que exportan, organizando y dirigiendo personalmente los talleres donde se tejían y teñían. En el siglo XII consiguen que sus telas no tengan rival en los mercados europeos gracias a la finura del tejido y a la belleza de los colores. Además aumentan las dimensiones.
Los antiguos «mantos» (pallia) de forma cuadrada, que fabrican los tejedores del campo, fueron reemplazados por piezas de paño de 30 a 60 varas, de confección más económica y de exportación más fácil.
Los paños de Flandes se convirtieron de esta manera en una de las mercancías más buscadas del gran comercio. La concentración de su industria en las ciudades siguió siendo, hasta el final de la Edad Media, la causa principal de la prosperidad de éstas y contribuyó a darlas ese carácter de grandes centros manufactureros que confieren a Douai, Gante e Ypres una originalidad tan acentuada.
Si la industria del tejido gozó en Flandes de un prestigio incomparable, no se restringió evidentemente a este país. Una gran cantidad de ciudades del norte y del mediodía francés, de Italia y de la Alemania renana se dedicaron a ella, con provecho. Los paños alimentaron el comercio medieval más que cualquier otro producto manufacturado. La metalurgia gozó de una importancia mucho menor, ya. que se limitaba casi exclusivamente a trabajar el cobre, al que deben su fortuna un cierto número de ciudades, entre las que hay que citar especialmente a Dinant en el valle del Mosa. Pero, sea cual sea el tipo de industria, en todas partes obedece a aquella ley de concentración que ya hemos señalado en Flandes. En todas partes las áreas urbanas atraen hacia ellas, gracias al comercio, a la industria rural.
En la época de la economía señorial, cada centro de explotación, fuera pequeño o grande, cubría de la mejor manera todas sus necesidades. El gran propietario mantenía en su «corte» a artesanos siervos, lo mismo que cada campesino construía su propia casa o confeccionaba con sus propias manos los muebles o los útiles que le eran indispensables. Los buhoneros, los judíos y los pocos comerciantes que venían de tiempo en tiempo se encargaban del resto. Se vivía en una situación bastante parecida a la que se produce actualmente en muchas regiones de Rusia. Todo esto cambia cuando las ciudades comienzan a ofrecer a los habitantes del campo el medio de conseguir en ellas toda clase de productos industriales. Y así se establece entre la burguesía y la población rural ese intercambio de servicios del que ya hablamos anteriormente. Los artesanos, de los que se abastece la burguesía, encuentran también en el campesinado una clientela asegurada El resultado fue una división del trabajo muy diferenciada entre las ciudades y el campo.
Este se dedicó exclusivamente a la agricultura y aquéllas a la industria y el comercio, y este estado de cosas se mantuvo durante toda la Edad Media.
Esta situación resultaba mucho más ventajosa para la burguesía que para el campesinado. Por esta razón las ciudades se dedicaron enérgicamente a mantenerlo. No dejaron jamás de combatir toda tentativa de introducir la industria en el campo. Defendieron celosamente el monopolio que garantizaba su existencia. Hay que aguardar a la época moderna para que se resignen a renunciar a un exclusivismo incompatible en ese momento con el desarrollo económico.
La burguesía, cuya doble actividad comercial e industrial acabamos de esbozar, se encuentra desde el principio con múltiples dificultades que sólo consigue superar con el tiempo. Nada estaba preparado para recibirla en las ciudades y burgos donde se instala. Se la debió considerar como causa de perturbación y se podría llegar a afirmar que fue acogida por lo general con muestras de desagrado. En primer lugar tuvo que llegar a un acuerdo con los propietarios del suelo, que eran unas veces el obispo, otras un monasterio, un conde o un señor, y que además de poseer la tierra eran los encargados de la justicia. También ocurría con frecuencia que el espacio ocupado por el portus o el nuevo burgo dependía parcialmente .de muchas jurisdicciones o señoríos. Estaba destinado a la agricultura y la inmigración de los recién llegados lo transformaba repentinamente en solares edificables. Tuvo que pasar algún tiempo antes de que los poseedores de tierras se percatasen del beneficio que podían sacar. En un principio se quejaban fundamentalmente de los inconvenientes de la llegada de estos colonos cuyo género de vida escapaba a sus hábitos o chocaba con las ideas tradicionales.
Inmediatamente estallaron conflictos. Eran inevitables si tenemos en cuenta que los recién llegados, en su calidad de extranjeros, no estaban dispuestos a respetar intereses, derechos y costumbres que les incomodaban. Bien que mal hubo que hacerles un sitio y, a medida que su número iba creciendo, sus usurpaciones fueron cada vez más sutiles.
En 1099, en Beauvais, el Capítulo llevó a cabo un proceso contra los tintoreros que habían ensuciado de tal manera el curso del río que no podían funcionar sus molinos. En otros lugares vemos a un obispo o a un monasterio disputando a los burgueses las tierras que ocupan. A pesar de todo, de buen grado o por la fuerza, no hubo más remedio que entenderse. En Arras, la abadía de Saint-Vaast acabó por ceder sus «cultivos» y dividirlos en parcelas. Se encuentran hechos análogos en Gante y en Douai y se puede admitir la generalidad de negociaciones de este tipo a pesar de la penuria de nuestros datos. Todavía hoy, los nombres de las calles, en muchas ciudades, recuerdan la fisionomía agrícola que presentaban en su origen. En Gante, por ejemplo, una de las arterias principales se conoce actualmente con el nombre de «calle de los Campos» (Veldstraat) y en sus aledaños encontramos la plaza de Kouter (cultura).
A la diversidad de propietarios respondía la diversidad de regímenes a los que estaban sometidas las tierras. Unas estaban sujetas a censos o corveas, otras a prestaciones destinadas al mantenimiento de los caballeros que formaban la guarnición permanente del viejo burgo, otras a los derechos percibidos por el castellano, por el obispo o por el abogado a título de representantes de la alta justicia. En resumen, todos estaban marcados por una época en la que tanto la organización económica como la política estaban basadas exclusivamente en la posesión de tierras. A esto hay que añadir las formalidades y las tasas exigidas por la costumbre cuando se producía la transmisión de inmuebles, que complicaban extraordinariamente si es que no llegaban a hacer imposible su compra o su venta. En tales condiciones, la tierra, inmovilizada por la pesada armadura de los derechos adquiridos que pesaba sobre ella, no podía ser comercializada, adquirir un valor mercantil o servir de base a un crédito.
La multiplicidad de jurisdicciones complicaba aún más una situación ya de por sí embarullada. Era muy raro que el terreno ocupado por los burgueses perteneciera a un solo dueño. Cada uno de los propietarios entre los que se repartía poseía su corte señorial, única competente en materias relativas a la tierra. Algunas de estas cortes practicaban además la alta o la baja justicia. La superposición de competencias agravaba aún más la de las jurisdicciones. Ocurría que un mismo hombre dependía a la vez de varios tribunales según se tratara de un asunto de deudas, crímenes o simplemente de posesión de tierras. Las dificultades eran tanto más grandes cuanto que estos tribunales no tenían todos su sede en la ciudad y. por tanto, era necesario trasladarse lejos para celebrar la causa. Y por si fuera poco, se diferenciaban entre sí por su composición y por el tipo de derecho empleado. Junto a las cortes señoriales, subsistía casi siempre un antiguo tribunal de regidores situado en la ciudad o en el burgo. La corte eclesiástica de la diócesis se interesaba no sólo en los asuntos concernientes al derecho canónico, sino también en todos aquellos en los que algunos miembros del clero estaban interesados, esto sin contar la gran cantidad de cuestiones de sucesión, estado civil, matrimonio, etc.
Si se atiende a la condición de las personas, la complejidad se muestra aún mayor. El medio urbano en formación presenta, en este sentido, todo tipo de contrastes y de matices. Nada más curioso que la naciente burguesía. Los comerciantes, ya lo vimos más atrás, eran tratados efectivamente como hombres libres. Pero no ocurría lo mismo con un gran número de inmigrantes que, atraídos por el deseo de encontrar trabajo, afluían "hacia la ciudad, ya que procedentes casi siempre de los alrededores, no podían disimular su estado civil. El señor de cuyo dominio se habían escapado podía dar con ellos fácilmente: las gentes de su pueblo les reconocían cuando venían a la ciudad. Se conocía a sus padres, se sabía que eran siervos, ya que la servidumbre era la condición general de las clases rurales, y, por consiguiente, les resultaba imposible reivindicar, como los mercaderes, una libertad que estos últimos disfrutaban gracias únicamente a la ignorancia que se tenía de su anterior condición. Así la mayoría de los artesanos conservaba en la ciudad su servidumbre original. Existía, si es que se puede decir así, incompatibilidad entre su nueva condición social y su condición jurídica tradicional. A pesar de haber dejado de ser campesinos, no podían borrar la mancha con la que la servidumbre había marcado a la clase rural. Si intentaban disimularla, no faltaban quienes los llamasen bruscamente a la realidad. Bastaba con que un señor los reclamase, para que fueran obligados a seguirle y a reintegrarse al dominio del que habían huido.
Los propios mercaderes eran afectados indirectamente por los golpes de la servidumbre. Si se querían casar, la mujer que elegían pertenecía casi siempre a la clase servil. Solamente los más ricos podían ambicionar el honor de casarse con la hija de algún caballero a quien habían pagado sus deudas. Para los demás, su unión con una sierva tenía como consecuencia la no libertad de sus hijos. En efecto, la tradición atribuía a los hijos el derecho de su madre en virtud del adagio partus ventrem sequitur, y es fácilmente com-prensible la incoherencia que esto suponía para las familias. La libertad que el mercader disfrutaba para sí no podía trasmitir a sus hijos. Por el matrimonio reintegraba la servidumbre a su hogar. Cuántos rencores, cuántos conflictos surgieron fatalmente de una situación tan contradictoria. Evidentemente, el derecho antiguo, al pretender imponerse en un medio social al que ya no estaba adaptado, estaba abocado a estos absurdos e injusticias que pedían irresistiblemente una reforma.
Por otra parte, mientras que la burguesía nacía y adquiría fuerza por su número, la nobleza retrocedía paulatinamente ante ella y le cedía su puesto. Los caballeros, establecidos en el burgo o en la ciudad, no tenían ninguna razón para permanecer allí desde que la importancia militar de sus viejas fortalezas había desaparecido. Se puede percibir con mucha claridad, al menos en el norte de Europa, cómo se retiran al campo y abandonan las ciudades. Solamente en Italia y en el mediodía francés continúan residiendo en ellas.
Sin duda, hay que atribuir este hecho a la conservación en estos países de las tradiciones y, en cierta medida, de la organización municipal del Imperio Romano. Las ciudades de Italia y de Provenza habían estado demasiado estrechamente vinculadas a los territorios de las que eran sus centros administrativos como para no mantener con ellos, en el momento de la decadencia económica de los siglos VIII y IX, unas relaciones más estrechas que en cualquier otra parte. La nobleza, cuyos feudos se esparcían por todo el campo, no adquirió ese carácter rural que caracterizó a la de Francia, Alemania o Inglaterra. Fijó su residencia en las ciudades donde vivía de las rentas de sus tierras. En ellas construyó, desde la alta Edad Media, aquellas torres que aún hoy en día dan un aspecto tan pintoresco a las viejas ciudades de Toscana. No se desembarazó de la impronta urbana con la que la antigua sociedad estaba tan profundamente marcada. El contraste entre la nobleza y la burguesía parece menos chocante en Italia que en el resto de Europa. En la época del renacimiento comercial, vemos cómo los nobles se integran incluso en los negocios de los mercaderes y comprometen en ellos una parte de sus rentas. Quizá por esta razón el desarrollo de las ciudades italianas difiere profundamente del de las ciudades del norte.
En estas últimas, sólo de manera excepcional puede hallarse de vez en cuando, aislada y como perdida en medio de la sociedad burguesa, una familia de caballeros. En el siglo XII se ha cumplido en casi todas partes el éxodo de la nobleza hacia el campo. Pero éste es un problema aún muy poco conocido y del que hay que esperar que investigaciones ulteriores arrojen un poco más de luz. Se puede suponer entre tanto que la crisis económica con la que tuvo que enfrentarse la nobleza en el siglo XII a causa de la disminución de sus rentas influyó en su desaparición de las ciudades. Debió encontrar ventajoso vender a los burgueses los fondos que poseía y cuya transformación en solares edificables había aumentado enormemente su valor.

La situación del clero no se modificó sensiblemente por el flujo de la burguesía a las ciudades y a los burgos. Si les produjo algunos inconvenientes, también tuvo ventajas. Los obispos tuvieron que luchar para mantener intactos, frente a los recién llegados, sus derechos jurídicos y señoriales. Los monasterios y los capítulos se vieron obligados a permitir que se construyeran casas en sus campos y sus «cultivos». A pesar de todo, el régimen patriarcal y señorial al que estaba habituada la Iglesia se encontró bruscamente enfrentado a reivindicaciones y necesidades inesperadas que provocaron de inmediato un período de malestar y de inseguridad.
Sin embargo, no faltaban las compensaciones. El dinero obtenido por los lotes de terreno cedidos a los burgueses proporcionaba una fuente de ingresos cada vez más abundante. El aumento de la población suponía el aumento correspondiente de los alimentados eventualmente a costa de bautismos, matrimonios y fallecimientos. Los mercaderes y los artesanos se agrupaban en cofradías devotas afiliadas a una iglesia o monasterio por medio de rentas anuales. La fundación de nuevas parroquias, a medida que aumentaba la cifra de los habitantes, multiplicaba el número y los recursos del clero secular. En cuanto a las abadías, sólo a título excepcional las vemos aún establecerse en las ciudades a partir del siglo XI. No hubiesen podido acostumbrarse a una vida demasiado bulliciosa y atareada y además les hubiera resultado imposible encontrar el sitio adecuado para una gran casa religiosa con los servicios accesorios que requería. La orden del Cister, que se extendió tan ampliamente por toda Europa en el curso del siglo XII, sólo se estableció en el campo.
Habría que esperar al siglo siguiente para que los monjes, en condiciones completamente diferentes, vuelvan a emprender el camino de las ciudades. Las órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos, que entonces se asentaron en ellas, no obedecen solamente a la nueva orientación del fervor religioso. El principio de pobreza les hace romper con la organización señorial que había sido hasta entonces el soporte de la vida monástica. A través de estas órdenes el monasterio se encuentra maravillosamente adaptado al medio urbano. Sólo pidieron a los burgueses sus limosnas. En vez de encerrarse en el interior de vastos recintos silenciosos, construyeron sus conventos a lo largo de las calles; participaron en todas las agitaciones y miserias de los artesanos y, al compenetrarse con todas sus aspiraciones, merecieron convertirse en sus directores espirituales.
Capítulo 6 de Pirenne Henri, Las ciudades de la edad media. El libro de bolsillo, Alianza Editorial, Madrid, 1983. Título original:  Les villes du Mayen Age Traductor:  Francisco Calvo.



No hay comentarios:

Related Posts with Thumbnails