GILLES DELEUZE - Del juego ideal




Décima serie de Lógica del sentido


No solamente Lewis Carroll inventa juegos, o transforma las reglas de juegos conocidos (tenis, croquet), sino que invoca una especie de juego ideal del que; a primera vista, es difícil encontrar el sentido y la función: así, en Alicia, la carrera de conjurados, en la que se empieza cuando se quiere y se termina a voluntad; y la partida de croquet, en la que las bolas son erizos, los mazos flamencos rosas, los aros soldados que no dejan de desplazarse de un lugar a otro de la partida. Estos juegos tienen esto en común: son muy movidos, parecen no tener ninguna regla precisa y no implican ni vencedor ni vencido. No «conocemos» juegos tales, que parecen contradecirse ellos mismos.

Nuestros juegos conocidos responden a un cierto número de principios que pueden ser objeto de una teoría. Esta teoría conviene tanto a los juegos de destreza como a los de azar; sólo difiere la naturaleza de las reglas. 1 °) Un conjunto de reglas deben preexistir al ejercicio del juego; en cualquier caso, y cuando se juega, tienen un valor categórico; 2 °) estas reglas determinan hipótesis que dividen el azar, hipótesis de pérdida o ganancia (lo que ocurre si...); 3 °) estas hipótesis organizan el ejercicio del juego en una pluralidad de tiradas, real y numéricamente distintas, realizando cada una distribución fija que cae bajo tal o cual caso (incluso cuando se juega en una tirada, esta tirada no vale sino por la distribución fija que realiza y por su particularidad numérica); 4 °) las consecuencias de las tiradas se ordenan según la alternativa «victoria o derrota». Los caracteres de los juegos normales son pues las reglas categóricas preexistentes, las hipótesis distributivas, las distribuciones fijas y numéricamente distintas, los resultados consecuentes. Estos juegos son parciales por un doble motivo: porque no ocupan sino una parte de la actividad de los hombres, y porque, incluso llevados al absoluto, solamente retienen el azar en ciertos puntos, y dejan el resto al desarrollo mecánico de las consecuencias o a la destreza como arte de la causalidad. Es pues obligado que, siendo ellos mismos mixtos, remitan a otro tipo de actividad, el trabajo o la moral, de la que son la caricatura o la contrapartida, pero cuyos elementos integran también en un nuevo orden. Ya sea el hombre que apuesta de Pascal, o el Dios que juega al ajedrez de Leibniz, el juego sólo es tomado explícitamente como modelo en la medida en que él mismo tiene modelos implícitos que no son juegos: modelo moral del Bien o de lo Mejor, modelo económico de las causas y de los efectos, de los medios y de los fines.

No basta con oponer un juego «mayor» al juega menor del hombre, no un juego divino al juego humano; hay que imaginar otros principios, incluso inaplicables en apariencia, donde el juego se vuelva puro. 1 °) No hay reglas preexistentes; cada tirada inventa sus reglas, lleva en sí su propia regla. 2 °) En lugar de dividir el azar en un número de tiradas realmente distintas, el conjunto de tiradas afirma todo el azar y no cesa de ramificarlo en cada tirada. 3 °) Las tiradas no son pues, en realidad, numéricamente distintas. Son cualitativamente distintas, pero todas son las formas cualitativas de un solo y mismo tirar, ontológicamente uno. Cada tirada es en sí misma una serie, pero en un tiempo más pequeño que el mínimo de tiempo continuo pensable; a este mínimo serial le corresponde una distribución de singularidades.1 Cada tirada emite puntos singulares, los puntos de los dados. Pero el conjunto de tiradas está comprendido en el punto aleatorio, único tirar que no cesa de desplazarse a través de todas las series, en un tiempo más grande que el máximo de tiempo continuo pensable. Las tiradas son sucesivas unas respecto de otras, pero simultáneas respecto a este punto que cambia siempre la regla, que coordina y ramifica las series correspondientes, insuflando el azar a todo lo largo de cada una. El tirar único es un caos, del que cada tirada es un fragmento. Cada tirada opera una distribución de singularidades, constelación. Pero en lugar de repartir un espacio cerrado en resultados fijos conforme a las hipótesis, son los resultados móviles que se reparten en el espacio abierto del tirar único y no repartido: distribución nómada y no sedentaria, en el que cada sistema de singularidades comunica y resuena con los otros, a la vez implicado por los otros e implicándolos en el tirar mayor. Es el juego de los problemas y de la pregunta, y no de lo categórico y lo hipotético.

4 .º) Un juego tal, sin reglas, sin vencedores ni vencidos, sin responsabilidad, juego de la inocencia y carrera de conjurados en el que la destreza y el azar ya no se distinguen, parece no tener ninguna realidad. Además, no divertiría a nadie. Seguramente, no es el juego del hombre de Pascal, ni del Dios de Leibniz. Cuánta trampa en la apuesta moralizante de Pascal, qué mala tirada en la combinación económica de Leibniz. Con seguridad, todo esto no es el mundo como obra de arte. El juego ideal del que hablamos no puede ser realizado por un hombre o por un dios. Sólo puede ser pensado, y además pensado como sin sentido. Pero precisamente es la realidad del pensamiento mismo. Es el inconsciente del pensamiento puro. Es cada pensamiento que forma una serie en un tiempo más pequeño que el mínimo de tiempo continuo conscientemente pensable. Es cada pensamiento que emite una distribución de singularidades. Son todos los pensamientos que se comunican en un Largo pensamiento, que hace que se correspondan con su desplazamiento todas las formas o figuras de la distribución nómada, insuflando el azar por doquier y ramificando cada pensamiento, reuniendo «en una vez» el «cada vez» para «todas las veces». Porque afirmar todo el azar, hacer del azar un objeto de afirmación, sólo el pensamiento puede hacerlo. Y si se intenta jugar a este juego fuera del pensamiento, no ocurre nada, y si se intenta producir otro resultado que no sea la obra de arte, nada se produce. Es, pues, el juego reservado al pensamiento y al arte, donde ya no hay sino victorias para los que han sabido jugar, es decir, afirmar y ramificar el azar, en lugar de dividirlo para dominarlo, para apostar, para ganar. Este juego que sólo está en el pensamiento, y que no tiene otro resultado sino la obra de arte, es también lo que hace que el pensamiento y el arte sean reales y trastornen la realidad, la moralidad y la economía del mundo.

En nuestros juegos conocidos, el azar está fijado en ciertos puntos: en los puntos de encuentro entre series causales independientes, por ejemplo, el movimiento de la ruleta y de la bola lanzada. Una vez producido el encuentro, las series confundidas siguen un mismo carril, al abrigo de cualquier nueva interferencia. Si un jugador se inclinara bruscamente y soplara con todas sus fuerzas, para acelerar o frenar la bola, sería detenido, expulsado y la tirada anulada. Sin embargo, ¿qué habría hecho excepto reinsuflar un poco de azar? Es así como J.

L. Borges describe la lotería de Babilonia: «Si la lotería es una intensificación del azar, una periódica infusión del caos en el cosmos, ¿no convendría que el azar interviniera en todas las etapas del sorteo y no en una sola? ¿No es irrisorio que el azar dicte la muerte de alguien y que las circunstancias de esa muerte -la reserva, la publicidad, el plazo de una hora o de un siglo- no estén sujetas al azar?... En la realidad el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras. Los ignorantes suponen que infinitos sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad basta que el tiempo sea infinitamente subdivisible,

como lo enseña la famosa parábola del Certamen con la Tortuga.»2* La pregunta fundamental que nos propone este texto es: ¿Cuál es este tiempo que no precisa ser infinito, sino solamente «infinitamente subdivisible»? este tiempo es el Aión. Hemos visto que el pasado, el presente y el futuro no eran en absoluto tres partes de una misma temporalidad, sino que formaban dos lecturas del tiempo, cada una completa y excluyendo a la otra: de una parte, el presente siempre limitado, que mide la acción de los cuerpos como causas, y el estado de sus mezclas en profundidad (Cronos); de otra parte el pasado y el futuro esencialmente ilimitados que recogen en la superficie los acontecimientos incorporales en tanto que efectos (Aión). La grandeza del pensamiento estoico consiste en mostrar a la vez la necesidad de las dos lecturas y su exclusión recíproca. Tan pronto se dirá que sólo existe el presente que reabsorbe o contrae en él al pasado y al futuro, y, de contracción en contracción cada vez más profundas, alcanza los límites del Universo entero para convertirse en un vivo presente cósmico. Basta entonces con proceder según el orden de las decontracciones para que el Universo vuelva a comenzar y todos sus presentes sean restituidos: el tiempo del presente es, pues, siempre un tiempo limitado, pero infinito en tanto que cíclico, en tanto que anima un eterno retorno físico como retorno de lo Mismo, y una eterna sabiduría moral como sabiduría de la Causa. Tan pronto, por el contrario, se dirá que únicamente subsisten el pasado y él futuro, que subdividen cada presente hasta el infinito por más pequeño que sea, y lo alargan sobre su línea vacía. La complementariedad del pasado y el futuro aparece claramente: y es que cada presente se divide en pasado y en futuro, hasta el infinito. O mejor, un tiempo así no es infinito, porque nunca vuelve sobre sí mismo sino que es ilimitado, en tanto que pura línea recta cuyas dos extremidades dejan de alejarse en el pasado, de alejarse en el porvenir. ¿Acaso no hay ahí, en el Aión, un laberinto completamente diferente que el de Cronos, todavía más terrible, y que ordena otro eterno retorno y otra ética (ética de los Efectos)? Pensemos de nuevo en las palabras de Borges: «Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta... para la otra vez que lo mate le prometo este laberinto, que consta de una sola línea recta y que es invisible, incesante.»3

En un caso, el presente es todo y el pasado y el futuro sólo indican la diferencia relativa entre dos presentes, uno de menor extensión, otro cuya contracción implica una extensión mayor. En el otro caso, el presente no es nada, puro instante matemático, ente de razón que expresa el pasado y el futuro en los que se divide. En una palabra: dos tiempos, uno de los cuales se compone sólo de presentes encajados, y el otro no hace sino descomponerse en pasado y futuros alargados. Uno de ellos está siempre definido, activo o pasivo, y el otro, eternamente Infinitivo, eternamente neutro. Uno es cíclico, mide el movimiento de los cuerpos, y depende de la materia que lo limita y lo llena; el otro es una pura línea recta en la superficie, incorporal, ilimitado, forma vacía del tiempo, independiente de toda materia. Una de las palabras esotéricas del Jabberwocky contamina los dos tiempos: wabe («alloinde», según Parisot). Porque, en un primer sentido, wabe debe entenderse a partir del verbo swab o soak, y designa el césped empapado por la lluvia, que rodea a un reloj de sol: es el Cronos físico y cíclico del presente vivo y variable. Pero, en otro sentido, es el camino que se extiende a lo lejos, delante y detrás, way-be, «a long way before, a long way behind»: es el Aión incorporal que se ha desenrollado, se ha vuelto autónomo al desembarazarse de su materia, huyendo en los dos sentidos a la vez del pasado y del futuro, y donde incluso la lluvia es horizontal, según la hipótesis de Silvia y Bruno. Ahora bien, este Aión en línea recta y forma vacía, es el tiempo de los acontecimientos-efecto. Cuanto más mide el presente la efectuación-temporal del acontecimiento, es decir, su encarnación en la profundidad de los cuerpos actuantes, su incorporación en un estado de cosas, tanto más carece de presente el acontecimiento por sí mismo y en su impasibilidad, su impenetrabilidad, sino que retrocede y avanza en los dos sentidos a la vez, objeto perpetuo de una doble pregunta: ¿Qué va ha ocurrir? ¿Qué acaba de ocurrir? Esto es lo que tiene de angustioso el acontecimiento puro, que siempre es algo que acaba de pasar y que va a pasar, a la vez, nunca algo que pasa. La x de la que se siente que eso acaba de pasar, es el objeto de la «novela corta»; y la x que siempre va a pasar, es el objeto del «cuento». El acontecimiento puro es cuento y novela corta, nunca actualidad. Es en este sentido que los acontecimientos son signos.

Entre los que han comentado el pensamiento estoico, Victor Goldschmidt ha analizado particularmente la coexistencia de las dos concepciones del tiempo: una, la de los presentes variables; otra, la de la subdivisión ilimitada en pasadofuturo (Le Système stoïcien et l'idée de temps, Vrin, 1953, págs. 36-40). Ha mostrado también, en los estoicos, la existencia de dos métodos y de dos actitudes morales. Pero la cuestión de saber si estas dos actitudes se corresponden con los dos tiempos, aún está oscura: no parece que sea así, según el comentario del autor. Con mayor razón, la cuestión de los dos eternos retornos tan diferentes, correspondientes a su vez a los dos tiempos, no aparece (al menos directamente) en el pensamiento estoico. Regresaremos sobre estos puntos.

Los estoicos llegan a decir que los signos están siempre presentes, y son signos de cosas presentes: de aquel que está mortalmente herido, no se puede decir que ha sido herido y que morirá, sino que está habiendo sido herido, y que está teniendo que morir. Este presente no contradice el Aión: al contrario, es el presente como ser de razón lo que se subdivide hasta el infinito en algo que acaba de pasar y algo que va a pasar, huyendo siempre en los dos sentidos a la vez. El otro presente, el presente vivo, pasa y efectúa el acontecimiento. Pero no por ello el acontecimiento contiene menos una verdad eterna, en el Aión que lo divide eternamente en un pasado próximo y un futuro inminente, y que no deja de subdividirlo, rechazando tanto al uno como al otro sin por ello hacerlos nunca menos apremiantes. El acontecimiento es que nunca muere nadie, sino que siempre acaba de morir y siempre va a morir, en el presente vacío del Aión, eternidad. Describiendo un asesinato tal como debe ser representado, pura idealidad, Mallarmé dice: «Decepcionante ahora, memorable luego, en el futuro, en el pasado, bajo una falsa apariencia de presente; así obra el Mimo, cuyo juego se limita a una perpetua alusión sin romper el espejo.»4 Cada acontecimiento es el tiempo más pequeño, más pequeño que el mínimo de tiempo continuo pensable, porque se divide en pasado próximo y futuro inminente. Pero es también el tiempo más largo, más largo que el máximo de tiempo continuo pensable, porque constantemente es subdividido por el Aión que lo iguala a su línea ilimitada. Entendámonos: cada acontecimiento en el Aión es más pequeño que la subdivisión más pequeña del Cronos; pero es también más grande que el divisor mayor del Cronos, es decir, el ciclo entero. Por su subdivisión ilimitada en los dos sentidos a la vez, cada acontecimiento recorre todo el Aión, y se hace coextensivo a su línea recta en los dos sentidos. ¿Sentimos entonces la proximidad de un eterno retorno que ya no tiene nada que ver con el ciclo, la entrada de un laberinto, mucho más terrible por ser el de la línea única recta y sin espesor? El Aión es la línea recta que traza el punto aleatorio; los puntos singulares de cada acontecimiento se distribuyen sobre esta línea, siempre en relación con el punto aleatorio que lo subdivide hasta el infinito, y los hace comunicar por ello a unos y otros, los extiende, los estira a lo largo de la línea. Cada acontecimiento es adecuado al Aión entro, cada acontecimiento comunica con todos los otros, todos forman un solo y mismo Acontecimiento, acontecimiento del Aión donde tienen una verdad eterna. Este es el secreto del acontecimiento: que está sobre el Aión, y, sin embargo, no lo satura. ¿Cómo podría saturar lo incorporal a lo incorporal y lo impenetrable a lo impenetrable? Únicamente los cuerpos se penetran, sólo Cronos es saturado por los estados de cosas y los movimientos de objetos que mide. Pero el Aión, forma vacía y desenrollada del tiempo, subdivide hasta el infinito lo que le acecha sin habitarlo jamás, Acontecimiento para todos los acontecimientos; por ello, la unidad de los acontecimientos o de los efectos entre sí es de un tipo completamente distinto que la unidad de las causas corporales entre sí.

El Aión es el jugador ideal o el juego. Azar insuflado y ramificado. El es el tirar único del que se distinguen cualitativamente todas las tiradas. Juega o se juega en dos mesas por lo menos, en la bisagra de dos mesas. Allí es donde traza su línea recta, bisectriz. Recoge y reparte en toda su longitud las singularidades correspondientes a los dos. Las dos mesas o series son como el cielo y la tierra, las proposiciones y las cosas, las expresiones y las consumiciones; Carroll diría: la tabla [table] de multiplicar y la mesa [table] de comer. El Aión es exactamente la frontera entre las dos, la línea recta que las separa, pero igualmente la superficie plana que las articula, vidrio o espejo impenetrable. Hasta tal punto circula a través de las series, que no deja de reflejar y ramificar, haciendo de un solo y mismo acontecimiento lo expresado de las proposiciones por una cara, el atributo de las cosas por la otra. Es el juego de Mallarmé, es decir, «el libro»: con sus dos tablas (la primera y la última hoja de un mismo pliego doblado), sus series múltiples interiores dotadas de singularidades (pliegos móviles permutables, constelaciones-problemas), su línea recta de dos caras que refleja y ramifica las series («pureza central, «ecuación bajo un dios Jano»), y sobre esta línea el punto aleatorio que se desplaza sin cesar, apareciendo como casilla vacía por un lado, objeto supernumerario por el otro (himno y drama, o bien «algo de cura, algo de bailarina», o también el mueble de laca con casilleros y el sombrero fuera del estante, como elementos arquitectónicos del libro). Ahora bien, en los cuatro fragmentos un poco elaborados del libro de Mallarmé, algo resuena en el pensamiento mallarmeano, vagamente conforme con las series de Carroll. Un fragmento desarrolla la serie doble, cosas o proposiciones, comer o hablar, alimentarse o ser presentado, comer a la dama que invita o responder a la invitación. Un segundo fragmento extrae la «neutralidad firme y benevolente» de la palabra, tanto neutralidad del sentido respecto de la proposición como del orden expresado respecto de quien lo escucha. Otro fragmento muestra en dos figuras femeninas entrelazadas la línea única de un Acontecimiento siempre en desequilibrio, que presenta una de sus caras como sentido de las proposiciones, y la otra como atributo de los estados de cosas. Finalmente, otro fragmento muestra el punto aleatorio que se desplaza sobre la línea, punto de Igitur o del Coup de dés, indicado doblemente por un viejo muerto de hambre y un niño nacido de la palabra: «porque muerto de hambre le da el derecho de volver a empezar».5


1 Sobre la idea de un tiempo más pequeño que el mínimo de tiempo continuo, véase Apéndice II.

2 J. L. Borges, Ficciones, Alianza Ed., págs. 76-77. (El «conflicto con la Tortuga» parece una alusión no sólo a la paradoja de Zenón, sino a la de Lewis Carroll que hemos visto anteriormente, y que Borges resume en Discusión, Alianza Ed.)

* El subrayado es de G. Deleuze. (Original, pág. 77.)

3 Borges, Ficciones, págs. 162-163. {En su Historia de la eternidad, Borges no va tan lejos, y no parece concebir otra forma de laberinto más que circular o cíclico.)

4 Mallarme, «Mimique», OEuvres, Pléiade, Gallimard, pág. 310.

5 Le «Livre» de Mallarmé, Gallimard: véase el estudio de Jacques Scherer sobre la estructura del «libro», y particularmente sobre los cuatro fragmentos (págs. 130-138). Ido parece, a pesar de las semejanzas entre las dos obras y de ciertos problemas en común, que Mallarmé haya conocido a Lewis Carroll: incluso las Nursery Rhymes de Mallarmé que recuerdan a Humpty Dumpty, provienen de otras fuentes.


Deleuze Gilles, Lógica del sentido. Barral editores, Barcelona, 1971. Págs. 81-90. Traducción de Ángel Abad



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