RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA - Riverismo


Retrato cubista de Ramón Gómez de la Serna por Diego Rivera (1915)


I

El primer mexicano caracterizado que llegó a Pombo fue Diego María Rivera. ¡Qué tío!

Yo le había conocido hacía años (en la exposición que prepararon en 1907 los discípulos de Chicharro, que fue donde presentó sus primeras cosas), pero cuando llegó a Pombo estaba en la hora de plenitud de su erupción, plenamente monumental como portador de México a la espalda, todo él como un mapa de bulto y en una escala aproximada a la realidad.

Diego María Rivera, el íntegro, el ciclópeo, fue en Pombo algo colosal, que daba de todo explicaciones definitivas e inolvidables. Se sentaba como sobre un pedestal ancho y fuerte y emergía como la figura de un Buda auténtico, vivo, con esa gordura suntuosa de Buda. Siempre con un bastón grande como un árbol -el árbol que le daba sombra cuando era Buda y estaba a la orilla de un camino del bosque mirándose el ombligo-, Diego se apoyaba de vez en cuando en él como un hombre que ve el espectáculo como con algo con que protestar ruidosamente.

En sus ojos, un poco estrábicos, había un punto de dolor de su hígado, ese hígado por el que hacía pasar constantemente un manantial de agua mineral. El estrabismo de sus ojos quizá procedía de la terrible mirada de uno de sus antepasados de raza brutal, de aquella raza tan llena de instintos, que los instintos desviaban sus ojos y los abortaban y los desorbitaban al dar salida a los deseos espantosos.

Su risa era la auténtica risa siniestra. Daba pánico haberla provocado aun cuando fuese para bien y representase algo así como un aplauso y una hilaridad de sus multitudes interiores, las multitudes que llenaban su alma. Es que era la misma para la alegría que para la cólera y había en ella algo así como el silbido de su tremendo bastón zarandeado en el aire. ¡Qué risa! También silbaban en ella los latigazos de la gran serpiente. Por su risa se veía que podía llegar al homicidio, impulsado y frenético por ella. Se comprendía que cuando estuvo en Toledo surgiese en el pueblo levítico la leyenda de que Diego se alimentaba con huesos de niños y hasta llegasen a apedrearle un día.

¡Qué largas y tremendas noches aquellas en que apareció don Diego María Rivera, gran volumen del que las ideas salían con volumen, sobre todo las que se referían a su arte, al arte de la pintura, tan convincentes cuando atacaban a la perspectiva falsa y a la pintura superficial! ¡Qué certidumbre la del cubismo saliendo de su peñón interior! Nos contaba también cosas de México, de las arañas con largos cabellos, de la entrada en los cuerpos de las más sutiles tenias, larvadas solitarias a las que hay que sacar gracias a la música con paciencia extrema, pues ha de salir entero su largo cordón parasitario, ya que al romperse vuelven a desarrollarse de nuevo. Con él siempre aparecía Angelina.

Angelina Beloff, incógnita, silenciosa, bajo un delicado velo casi siempre -un velo que iba muy bien a su espíritu-, Angelina Beloff era la delicadeza trabajando la materia más dura y viril, en contraste con la labor de acuarelistas de casi todas las pintoras. Ante ella se hace necesario fijar bien este contraste de su obra con su ser dulce y débil, de voz delicada -a la que da un tono herido el que la emanación de los ácidos que trabajan las planchas del aguafuerte la ha atacado la garganta-, de ojos azules, de perfil fino y suavemente aguileño, toda ella delgada y vestida de azul -jersey azul en la casa y en la calle traje azul de líneas resueltas-, tan azul todo en ella, tan envolventemente azul, que por eso, además de por su perfil, se la podría llamar el pájaro azul.

Ella me dio la clave de su legitimidad un día en que parecía hablarme desde sus tierras nevadas, alboreantes y lejanas. Recuerdo que en medio de la seguridad de estar en Madrid surgió en mí una turbación como de estar entre dos paisajes distintos, entre dos temperaturas, frente a cúpulas de dos ciudades distintas y bajo un cielo con dos colores diversos, cosido el uno al otro como las franjas dispares de una bandera. Ella había hablado mucho de allí; de que allí «son tan diferentes las estaciones, que parece que uno vive más, porque cada estación tiene su vida propia y diametralmente opuesta»; de aquellos días de allí «en que no hay sol, pero todo es claro»; de «aquellos edificios en gran número del tiempo de Catalina la Grande, de un estilo severo que va tan bien a aquel clima y aquella luz; unos pintados de rojo y otros de blanco y amarillo»; de «el almirantazgo» «con su flecha alta y fina, sobre la que en la luz del alba brilla el navío de oro»; aquellas «noches blancas, en que cuando apenas queda un crepúsculo azul en el poniente, el claro de la nueva aurora aparece en el oriente», y muchas más notas sueltas, hasta que me dijo legitimándose:

-¡Quién sabe si no es a esas noches blancas del Norte, noches de poco calor y de mucho claroscuro a las que yo debo mi predilección por el aguafuerte, predilección acentuada por los paisajes severos de Finlandia, en donde pasaba los veranos y donde una amiga mía pintora, llena de una gran sensibilidad para los colores, decía que no hallaba colores, que lo hallaba todo gris!

Diego está tan lleno de sí, tan lleno de ambiente, de dimensiones, de valuaciones, de matices y de saciedad, que se basta a sí mismo. Por eso Diego María Rivera anda como ebrio, siendo abstemio en verdad, embriagado por las cosas que además hacen a sus ojos un poco estrábicos de tanto como las mira, de tanto como las penetra en toda su sinuosidad, en sus conjunciones, en su espiralidad...

Cuando pinta Diego parece un magnífico y firme marinero sobre un barco, olvidado de todo, dentro de una soledad marina, removiendo así su sensatez, oscilando a uno y otro lado; una oscilación con que parece pesar, balancear y contrabalancear sus juicios; un vaivén que, aun cuando después de dejar el trabajo anda por la tierra firme, no deja de tener. Por su rostro es también un marino norteamericano, o si no holandés, pareciendo hasta su pipa vacía algo así como una inhaladora formidable, por la que le entran en el espíritu saludables y espiritosas ráfagas. ¡Marinero solitario y seguro rodeado como de un elemento fluido, extraño, ubérrimo, lleno de plásticos oleajes!

En la figura de Diego hay una flojedad rara y suntuosa, como si todo pesase sobre él; como si pudiendo con todo, lo llevase todo colgado tranquilamente a sus hombros; como si llevase insistiendo sobre él las más grandes ideas; como si reposase sobre él la responsabilidad de la creación; como si en el fondo de su alma y en el fondo profundo de sus grandes bolsillos llevase cosas materialmente muy grandes, monstruosas, compactas y macizas.


II

Yo tengo en mi despacho mi retrato cubista, pintado por Diego María Rivera, y cada vez noto que me parezco más a él, y sin embargo me parezco menos cada vez a una mascarilla que me hicieron sobre mi mismo rostro, enterrado en yeso como un muerto, durante un cuarto de hora.

¡Éstas son las paradojas del arte burlándose de la propia realidad! ¡Viva el novirretratismo!

Así, por causa de este retrato, no me escribirán esas señoritas banales que escriben al escritor por sus retratos ofreciéndoles ¡una unión para toda la vida! Este retrato cubista es para provocar sentimientos más profundos y menos comprometedores y amenazantes.

Ahí está mi anatomía completa. Heme ahí después de la autopsia que se puede sufrir antes de morir o suicidarse, la autopsia maravillosa y aclaratriz.

El retrato que me hizo Diego es un retrato verdadero, aunque no sea un retrato con el que concursar en los certámenes de belleza. Con ese retrato me siento seguro y desahogado.

La pintura cubista, que ante todo ama el espacio, no me ha embotellado y me ha dejado libre y desenvuelto.

Cuando el gran mexicano pintó mis ojos, por ejemplo, no contempló estos ojos castaños que tengo, y cuya apariencia normal es para los «ritratistas», pero no para un gran pintor como él, sino que los observó como un técnico, como un «óptico» y se dio cuenta de los ojos que necesitaba en el retrato, y que eran complementarios y aclaratorios de los otros. En el ojo redondo está sintetizado el momento de deslumbramiento, y en el ojo entornado y largo, el momento de comprensión.

Así como en los ojos, el pintor se guió en todos los demás detalles por un sentimiento científico de pintor más que por un ingenuo fiarse de las apariencias. Siempre el óptico prodigioso.

Así como el paisajista frente al cartógrafo empequeñece el mundo, completa el paisaje que es sucesión de paisajes, camino de largos y variados paisajes, así los pintores cubistas son los cartógrafos de cada individuo que es en sí un mapa con esos colores con contorno de puzzle que tan simpáticos nos fueron siempre en los mapas.

Para hacernos encarnar con nuestra carne no necesitamos del retrato. Lo necesario es dar nuestra línea más pensativa y más fija.

Tenía algo de proxenetismo la creación del antiguo retrato buido, galante y superficial.

Era absurdo e incapaz que el retrato de un señor que por comodidad lee de perfil no se presentase en toda su capacidad, con los ojos levantados sobre la lectura según la franqueza de su naturalidad.

Wilde ha preestablecido esta salida del arte en este diálogo:

«-Pero ¿qué me dice usted de los retratos modernos ejecutados por pintores ingleses? Se parecen indudablemente a las personas que representan.

»-Sí, es verdad; se parecen de tal modo a los modelos que dentro de cien años nadie creerá en ellos».

Hombres que aparecen con su máscara ideal, la máscara del porvenir que ha de preservarles en esas variaciones de medio que son causa del ahogo en la anticuación.

Bajo el aspecto cubista se está dotado de la escafandra para pasar por las diferencias de tipo y de patillas de las épocas intermedias.

Sólo vestidos de buzos inmortales se podrá penetrar en el aire renovador de la inmortalidad. Todos morirán antes de entrar en el espacio enrarecido si no llevan la escafandra especial de los cuadros cubistas.

Para el pintor cubista el carácter no depende del modelado. Está por encima de los accidentes, y tras eso va el pintor, teniendo en cuenta, más que la figuración de ningún plano, las cantidades, las calidades, lo que le interesa, lo que él siente, el tacto de las cosas, los contrastes de la luz y sombra, el que si hubiera pintado toda la corbata roja le hubiera quitado potencia e interés, y por eso busca el complemento, que es el negro absoluto, y el que para fijar la nariz le basta con la cifra lineal, y el que para hacer la boca le basta con un cruce proporcionado, y el que para sugerir el perfil le es suficiente con un leve claroscuro.

Ellos no hacen obras en que lo menos importante del parecido, lo que hasta desconocemos de nosotros mismos dado con esa profusión, lo que pasamos por alto de las cosas es lo que triunfa opacamente en ellas, cubriendo la vía clara. Ellos no nos abotargan de materia sobrante, de materia estúpida y pegajosa, de todo eso que es vegetación impersonal y que no encubre del todo los retratos usuales porque nos miramos a los ojos y al rictus reconocible. Sin embargo, ¡qué gran desazón sentimos algunas veces queriéndonos quitar la careta sofocante, encarada como todas! Los cubistas llenos de sensatez evitan a sus modelos esa falsa semejanza, sin transpiración y sin ideas, que les haría parecerse demasiado a la especie vergonzosa. Ellos saben que las cabezas son iguales a las cabezas porque hay demasiados elementos deleznables que las asemejan y tienden a prescindir de ellos e intentan el frente, el perfil y la espalda. Afirman la idea del cráneo, y en vez de dar la superficialidad consagran con su reciedumbre y su rotundidad el carácter. Intentan dar la cifra del parecido, la cifra personal e intransferible, siendo, quizá, el retrato lo más hermético de su arte, porque quizá no se debe conocer a quien no se ha revelado antes ante nosotros, por más que este apotegma vaya contra la vanidad del retratado y sobre todo contra los hombres que tienen muchas condecoraciones y una banda de moiré. Sus retratos no se encaran sin distinción ninguna con todo el mundo; están llenos de delicadeza y de reservas, no dando gusto a la muchedumbre que quiere retratos animales de cuya representación y cuya semejanza se pagan algo todos. ¡Sus retratos no serán nunca, además, como esos retratos anónimos cuyo personaje se desconoce y que se quedan idiotizados, mirones, absurdos, teniendo la fácil y grave mirada que quieren los turistas, o los dilettantis suaves y melindrosos!

El hacer caso de la perspectiva clásica es como si en toda cultura hubiese que dar la sensación por delante, y ante todo y sobre todo de cuando no se sabía cómo se presentaba lo que se trataba de definir, cuando la ignorancia era mayor, cuando sólo era un supuesto falso.

Esa consideración palpable, amplia, completa de mi humanidad, dando vueltas alrededor de su eje, es lo que más me complace en este cuadro desgarrado y mapamundial. Si algo hay en nosotros que se pueda llamar alegoría, eso está en estos retratos cubistas. Como un cuadro no es un espacio puro, sino un espacio convencional, establece alguna confusión el que para mostrar las cosas que hay detrás o a un lado se tengan que mostrar buscando en el cuadro los sitios que queden al margen del centro, ocupando un lugar que no es el lugar puro en que debieran estar, sino el que les permite ocupar la imposibilidad de dar al cuadro un valor plástico de otro modo.

Yo, ¡qué queréis!, estoy muy satisfecho de ese retrato, que tiene la condición de que es de perfil y de frente al mismo tiempo, y tengo el gusto de explicarlo con un puntero, como quien explica Geografía, pues somos verdaderos mapas más que trozos de paisaje.

En ese retrato hay más cantidad de elementos que en otros muchos, aunque haya menos uniformes y menos condecoraciones.

Al hacerme ese retrato Diego María Rivera no me sometió a la tortura de la inmovilidad o a la mirada mística hacia el vacío durante más de quince días, como sucede con los demás pintores, ni me puso ese aparato que tanto se parece al garrote vil y que en las fotografías colocan detrás de la nuca. Yo escribí una novela mientras me retrataba, fumé, me eché hacia delante, me eché hacia atrás, me fui un rato de paseo y siempre el gran pintor pintaba mi parecido; tanto, que cuando volvía del paseo -y no es broma- me parecía mucho más que antes de salir.

El pintor tampoco se estaba inmóvil. A veces pintaba de espaldas a mí y, sin darme importancia, mirando con más interés el paisaje del balcón que a mí, o leía un libro como si copiase párrafos de sus páginas con colores de su paleta. Todo el cuadro estaba rebatido sobre el horizonte, hacia la distancia, sin limitar el espacio, sin que el pintor se hiciese el sueco ante ningún problema y sin que dejase de ser peripatético. Él no me podía tratar como a una momia inmóvil ni como quien por verme de frente pudiese hacerse el ignorante de que me conocía de perfil.

Este retrato es el más estupendo retrato mío. Sus colores me animan, y todo él me aparta de lo que de estampa podría haber en mi rostro. Mi retrato cubista no figurará nunca en ese concurso de presumidos a que asiste todo retrato. Con este retrato acabó en mí el poco aire de irresistible que pudiera haber tenido. Este retrato aspira más a la verdad pura y lironda que cualquier otro.

El gran pintor, que tantos triunfos ha tenido en París, donde tuvo su puesto a la derecha de Picasso por derecho consumado y depurado, llegaba por las tardes a mi casa con su pipa apagada como si sólo le sirviese para respirar, o como si fuese la cachimba de brea así como hay el puro y el pitillo embreados.

-¡Hola! -me decía a través del teléfono-trompetilla de su pipa.

-¡Hola! -le contestaba yo, y se ponía a trabajar en un ángulo de la habitación pensando como yo en la realidad, con el mismo encogimiento de hombros para toda otra aspiración. Los dos contestes y tranquilos pensábamos en nuestra realidad tan nuevecita y tan particular, que llega a parecer entonces una pura idealidad.

Me ponía a solas con mis pensamientos, permitiéndome los bostezos de sentirme solo. No estaban excluidos tampoco esos pequeños gestos de delirio, esos cambios de miradas con los objetos, las cosas y las paredes que se tienen en la soledad con un vivo juego de ojos y de torcimientos de cabeza.

No me martirizó con esa mirada inquisitiva y abrumadora de los pintores fotográficos, la misma -aunque ¡mucho más continuada!- que nos lanza la policía cuando escribe en nuestro pasaporte eso de:

Cejas, al pelo.
Nariz, dorso convexo.
Ojos, castaños.
Pelo, oscuro.
Boca, regular.
Color, sano.
Señales particulares, patillas y barbilla cuadrada.

Es absurdo tratar la oreja como un parecido. La oreja se desprende, es una forma que hay que simplificar como arabesco y agujero.

El pensamiento vive en los ojos y toda la figura coincide en el entrecejo.

¡Y cuántas cosas observaba y apuntaba Rivera, de esas que halla más que con fijeza en el modelo, intensidad del talento que descifra! Así apuntó mi ojo redondo, con pestañas en forma de estrellificación de la luz; mi ceja en forma de tilde rabiosa, exaltada, zigzagueante de una ñ (quizá la ñ de pestañas); mi otro ojo apaisado, entornado, rasgado, ojo con el que nivelo -como con un nivel de agua- lo que el otro ve con locura, deslumbramiento, embriaguez y remoción (de mi otra ceja no hablemos, porque está caída y disimulada, ya que lo digno es no tener más que una ceja elevada y disparatada como los Augustos de circo); mi nariz tonta, y mi boca que aunque es un poco tumefacta se salva a su tumefacción gracias a ese gesto que ha recogido Rivera, y que es como una X de aspas curvas. ¡Cuántas cosas resueltas!

Todo es acierto en este retrato, hasta la posición de la mano que tiene la pipa, al fumar, en sus tres momentos: primero el de llevarse la pipa a la boca, segundo el de tenerla en la boca y tercero el de reposar la pipa en el cuenco de las manos, los tres instantáneos, seguidos, casi simultáneos, y con amalgama que él consiguió casi sin el punto muerto del guión entre el uno y el otro, porque era el primer pintor que se daba cuenta de que el arte de pintar es un acto de movimiento.

La pesadez de una parte de mi cuerpo necesitó un color más oscuro y con cierta espesura, así como la levitación de la otra parte es difuminación y color vivo, más vivo de lo que en la apariencia es. Los colores no son mezclas estúpidas y naturalistas, no. Así como una sensación que es ruda e inexplicable en el espectador vulgar, en el literato es una descomposición en palabras distintas y cambiantes, y se vuelve lenta y descifradora alargando y desarrollando el concepto, así sólo es digna de recogerse una apariencia en un concepto artístico cuando la desglosa de un modo extraordinario, sabio, fecundo, desentrañado y auténtico. Dar la autenticidad manifiesta sin la divulgación de los secretos íntimos y profundos de la cosa, es hacer algo inferior que lo exige la declaración excepcional que merece los honores de la publicidad.

En el retrato de Rivera estoy rotativo.

Cuando lo acabó Diego se expuso el lienzo en el escaparate de un sitio céntrico, y tanto público acudió a verle, tan amenazadora era su actitud frente a la luna del escaparate, tan estorbante era aquella muchedumbre para la circulación de la calle, que el gobernador ofició conminatoriamente al dueño de la tienda para que lo retirase del escaparate.

Entre los comentarios que hacía el público abundaba el de que aquél era el historial de un crimen, crimen que había yo cometido matando a mi víctima -cuya cabeza quedaba a mi espalda- con la browning que tenía a mi lado, y degollándola después con esa gran espada con cabellera en el colodrillo del puño, que también se ve en el cuadro.


III

Después, en el París de la guerra les volví a ver, a él y a Angelina, que seguía actuando a su lado como la intercesora que recomienda al Buda poderoso piedad para los hombres, siendo la fuente de dulzura que él se bebía tan incontinentemente como las aguas minerales.

Allí, en París, le temían todos. Yo le vi en una ocasión reñir seriamente con Modigliani borracho, reñir temblando de risa, pero todo su rostro lleno de una amargura terrible que entrecruzaba más sus ojos y aspeaba toda su cara con rictus resueltos.

Fue en el pequeño bar en que consistía la Rotonda en aquel tiempo. Algunos cocheros que oían la discusión volvían la cabeza para dejar de mover el azúcar de su café. Modigliani quería excitar a Diego, que tenía en la mano su bastón que era como el árbol que no pudieron abarcar seis soldados de Hernán Cortés.

La joven blonda, con tipo prerrafaelista, que acompañaba a Modigliani, estaba peinada con dos tortillons sobre las sienes como dos girasoles o dos auriculares para oír mejor la discusión.

Picasso en medio de la disputa tenía la actitud de un señor que espera un tren, el hongo metido hasta los hombros y apoyado en su bastón como si fuese un paciente pescador de caña.

Bajo la guerra en París, Diego pintaba como quien gana batallas, como quien se dedica con encarnizamiento a un problema tan agudo como el de la guerra.

Estar en aquel estudio con grandes cortinas negras me pareció estar en otra clase de trincheras que las trincheras del frente.

Allí se contaban de él leyendas fantásticas: que tenía la facultad de dar de mamar con sus pechos búdicos (o de gran murciélago humano) a los niños; que estaba cubierto de pelo, cosa que debía ser verdad porque en la pared de su estudio, en efecto, dibujado por la rusa, Marionne, que le acompañaba en el trabajo vestida con traje de hombre y con botas de domadoras de tigres, estaba su retrato, desnudo, con las piernas cruzadas y acorazado de pelos anillados. ¡Qué seria obscenidad la de aquel dibujo encarnizado y verdadero!

Diego vivía entonces entre colores y botellas de Vichy que echaba en su hígado voraz, el reloj malo de todos los que problematizan la vida.

En la noche seguía buscando invenciones a la luz de una vela, mientras París iluminaba sus faroles bajo esas pantallas de ala ancha de los quinqués de las conspiraciones de conventículo.

Diego, frente a todos los eslavismos de la pintura que le rodeaban, pensaba ya en su tierra de promisión, en su México cuajado de luz y color.

Su pensamiento llegaba al perihelio en aquellas obras de la época enconada. Su pensamiento rodeaba, valuaba y centraba la tela, alcanzando esa justificación extraordinaria que sólo consigue lo que se nos da un poco en jeroglífico y en simpatía de descomposición y reformación. Todo se nos debe dar así, además de dársenos tanto en concepción, como en composición y como en capricho; todo en un juego directo, mostrando la lejanía irreparable que indica «la perspectiva del espíritu».

Daba los opuestos irrefutables, impresionistas por el contrario de los que creyeron que había que dar los dos componentes e hicieron puntitos de color bastardeando así la materia.

El pintor cubista en vez de trazar los colores con pigmentos ha necesitado del contraste de valores gracias al blanco y el negro y del contraste de colores gracias a todo el resto de la paleta.

Donde coinciden los planos resulta la materialidad cual se la ve, entrando en el teorema el peso de las cosas.

El mismo suelo no puede tener ese segundo término vago que se le da en los cuadros hipócritas; el suelo sale a flote en el cuadro y más si es ajedrezado. El papel de la pared es despreciado en su conjunto y se diría que, como en casa del papelista sólo enseñan una muestra, en el cuadro cubista sólo se ve en detalle un pedazo.

En medio del relámpago que provoca el cubismo se entrevén las sitibundeces de lo pasado.

Se pueden lanzar todas las extrañezas sobre el otro arte y se puede exclamar: «¡Valiente cosa pintarse a sí mismo como quien se afeita!».

Sabiendo que con sólo una mirada no se abraza sino un aspecto de las cosas, ¿por qué ha de ser el cuadro que es producto de una larga meditación sólo una mirada sin parpadeo?

Recuerdo de aquella hora de Rivera como si hubiese tratado a un verdadero inventor que aplicase sus descubrimientos a los cuadros.

Sobre la pintura de los que retrataba ponía una nariz de caucho, manejando con gran puntería y acierto lo que más sobresale del ser humano y que daba plasticidad al cuadro sin imitar la nariz más que en su geometría para que no pareciese nariz de carnaval superpuesta a la tela.

Resultaba aquel retrato como reloj de sol de la expresión humana, el gnomon estilizado del producirse.


IV

A veces pregunto a los que vienen de México.

-¿Aún fuma Diego en su pipa sin tabaco?

-Aún -me responden.

Diego va encontrando su raza como en la excavación de su mente, arquetipándola con respecto a sí mismo.

Subido en altos andamiajes, un día se cae de uno de ellos como si ése fuese el bautizo de aviador que recibe el pintor importante.

En el México renovado por la revolución se agrupan con Rivera artistas como Orozco, Sigueiro, Carlos Mérida y Jean Charlot.

Ese alto sentido moral de trabajo y arte que caracteriza a Rivera le ponen en lo alto del Gólgota, defendiéndose a tiros de ser mártir.

Viste Diego el traje mundial del trabajador, el overall, y en esa humildad de traje de mecánico se resiste al oro norteamericano y ha pegado su pintura a los muros para que no la puedan desprender de ellos los dólares.

Diego trabaja de doce hasta veinticuatro horas seguidas. Su menú se compone de plátanos, tlacoyos, mangos, peras, manzanas y un vaso de agua. Compra su cocina fructariana en los pintorescos mercados mexicanos.

El total de su vida tiene un aire heroico.

Se cuentan de él sucedidos valientes.

-¿A qué debemos el honor de verle por la Academia de Bellas Artes?

-Vengo a m... -respondió el pintor.

Alguien vengativamente le acusa de incendiario en una ocasión.

Diego desprecia a los burgueses y a los políticos de mediocre ideología.

-El día en que los pendejos estén de acuerdo -suele decir- se acabó el mundo.

Se habla mucho de la terrible pistola que Rivera lleva al cinto y que él dice que le sirve para orientar a la crítica. Con esa pistola amenazó un día a un poeta que tardaba en leerle sus poesías. «O me lee, o disparo».

Conoce todas las gamas desde los más delicados colores a los que llamean violentamente en los cráteres.

Con todas las gamas ha pintado los frescos del zodíaco mexicano en pulquerías, juguetes de los niños, cancioneros ambulantes, cacharros de la época precolombina, industrias del país.

Adquiere cada vez más a la vista de todos aquella figura colosal que yo encontré en él desde el primer momento. Lo que ha fundado en México es un nuevo renacimiento que se da la mano con el sano nacimiento del arte azteca. Ha hecho en realidad lo que en pintura se puede asemejar a la pirámide escultórica.

Es un amigo de los indios, de los agrarios, del pueblo de perfiles acusados y por eso en las estaciones de su país se indigna con los «coches especiales» que usan los paniaguados.

Toda su obra está llena de figuras representativas que cantan los corridos burlones, revolucionarios; esas estrofas octosílabas que nacen de la improvisación de los corros, en medio de una melodía «corrida» que sostiene la guitarra sin eclipsar al rapsoda.

Dan la una, dan las dos
y el rico siempre pensando
cómo le hará a su dinero
para que vaya doblando.


V

Ahora, como final de esta silueta, un breve resumen itinerario cronológico.

Diego nace en México en la ciudad de Guanajuato en 1886 y se establece con sus padres en la capital de México en 1891. En 1897 comienza a tomar lección de dibujo siguiendo su aprendizaje hasta que en 1907 va a España donde, estudia y trabaja mucho asistiendo al taller de Eduardo Chicharro.

En 1908 y 1910 viaja por Francia, Bélgica, Holanda e Inglaterra y en octubre de 1910 vuelve a México, donde permanece hasta junio de 1911 asistiendo al movimiento zapatista.

En 1911 vuelve a París donde recibe influencia de Seurat y de Cézanne, apareciendo en 1914 unido al grupo cubista, aunque siempre hay en sus cuadros influencias exóticas mexicanas.

En 1921 viaja por Italia y se dedica a copiar los primitivos cristianos, volviendo a México en septiembre del
mismo año. Decora por entonces el anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria, y del 1923 al 1926 acaba los decorados murales de la Secretaría de Educación Pública y Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo, obra monumental que comprende ciento sesenta y ocho frescos.

Después hace un viaje a Europa. Ya no pasa por España, cuya temporada toledana fue en él ejemplarizadora de heroicidades montuosas, de planos a lo Greco, de alpinismos espirituales.

En ese viaje a Europa pasa por la Rusia de los Soviets donde quieren contratarle para que ornamente los muros de la nueva República.

Rivera sale encantado del color rojo que tiene todo en Moscú y encuentra un peregrino parecido entre la capital rusa y Sevilla.

Apenas toca dos días en París y vuelve a su México prodigioso, a pintar auroras, frutas, mujeres y hombres.

Madrid, enero de 1931.

Publicado en Sur [Publicaciones periódicas]. Otoño 1931, Año I, Buenos Aires



1 comentario:

Anónimo dijo...

nice post. thanks.

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