ROMAN GUBERN - La pulsión aventurera





Capitán Ahab (1851), Flash Gordon (1934), Indiana Jones (1981)


Titanes del mar

Herman Melville será para siempre un enigma en la historia de la literatura norteamericana, empujado tal vez por su timidez e infortunios personales al precipicio sin fondo de la aventura marina, fogueado en la caza de las ballenas y huésped de una tribu caníbal, poeta frustrado y oscuro funcionario de aduanas en su ocaso y, al decir de Somerset Maugham, homosexual reprimido. Y si él fue y sigue siendo un enigma para nosotros, no lo es menos su monumental Moby Dick (1851), incomprendida en su época y admirada después de la Primera Guerra Mundial, novela filosófica inspirada en los relatos del hundimiento del ballenero Essex a causa del ataque de un cachalote el 20 de noviembre de 1820, que constituye a la vez un viaje accidentado por los océanos del espíritu, pero que no por ello deja de ser también una fascinante novela de aventuras. Cuando Melville escribió su relato, la pesca de la ballena ocupaba ya a más de sesenta mil hombres y era una actividad próspera y en expansión. Pero la pesca de la ballena es casi un pretexto argumental en su libro, en el que se mezclan con bastante desorden varios géneros literarios: el documento naval, el tratado de cetología, el relato de aventuras, el poema en prosa, el relato bíblico, la reflexión sobre la condición humana... Las extensas partes descriptivas acerca de la vida de los cetáceos, del arte de navegar o de la industria ballenera, que Melville había conocido personalmente, parecen haber sido insertadas para autentificar su fabulación imaginaria y otorgarle verosimilitud. Y cumplen perfectamente tal función.
Moby Dick está narrada en primera persona por el marinero presbiteriano Ismael, omnividente como un dios incorpóreo, quien se embarca en Nantucket a bordo del ballenero Pequod, en compañía de su nuevo amigo, el indígena polinesio y arponero Queequeg. Su nombre no es caprichoso. Ismael fue el nombre del hijo de Agar, la sierva egipcia de Sara, y de Abraham, quien la expulsó al desierto cuando le estaba gestando en su seno. También el Ismael de Melville es huérfano. A punto de perecer de sed en el desierto de Bersabé, el Ismael bíblico fue salvado por una intervención celestial. El Ismael del Pequod a punto de perecer en el océano, se salva cuando emerge del fondo de las aguas el ataúd de Queequeg, que se le ofrece como salvavidas. Por eso cita el narrador en el encabezamiento del epílogo el Libro de Job: «Y sólo yo sobreviví para contártelo.» Las referencias no son casuales, como no lo es el relato bíblico de Jonás engullido por la ballena, en el que Ismael cree a pies juntillas. La mayor parte de la tripulación del Pequod está formada por cuáqueros y las referencias religiosas en el texto y los diálogos son muy abundantes. Así, el anciano capitán Bilbad le prodiga un consejo antes de zarpar: «No pesquéis demasiado durante los días del Señor, pero tampoco perdáis una buena oportunidad, porque eso es rechazar los dones del cielo.»1
La lucha del terco y vengativo capitán Ahab contra el cachalote Moby Dick, que le devoró una pierna en un viaje anterior, ocupa sólo los tres últimos capítulos del libro y transcurre a lo largo de tres días. El mismo periodo en que Jonás estuvo en el vientre de la ballena y el que tardó Jesucristo en emerger de su tumba. Al tercer día, cuando los vigías avistan la odiada ballena blanca, Melville escribe: «instantáneamente los gritos de las tres cofas surgieron como si los hubiesen voceado las lenguas de fuego».2
Moby Dick constituye un ejemplo modélico de novela en la que el antagonista, como objeto a destruir físicamente, se erige en motor y sentido de la acción aventurera, convirtiendo al protagonista en peregrino esclavizado y guiado permanentemente por la pulsión de la venganza. Toda la conducta de Ahab está activada por el potente motor vengativo, hasta el punto de que su primer oficial, Starbuck, le reprocha que su viaje esté motivado por la venganza y no por el negocio: «¡Venganza contra un animal! ¡Que sólo le hirió por sus ciegos instintos! ¡Locura! ¡Estar enfurecido por algo irracional, capitán Ahab, parece blasfemo!»3 Por eso el doblón de oro español clavado en el mástil para quien aviste a Moby Dick es un estímulo de la codicia económica de sus hombres que Ahab no posee, pues su motivación está por encima de lo material.
En Moby Dick se entrelazan mitos arcaicos, como la rebelión de Prometeo y el periplo de Ulises. Por su textura mítica constituye cabalmente una novela-sueño, en la que el autor ataca frontalmente el mito romántico de la naturaleza bondadosa y el de su armonía con el ser humano. Y mucho antes de que el psicoanálisis nos explicara que el mar es un símbolo del subconsciente, poblado por fantasmas, Melville lo intuyó de un modo espontáneo y vital. Pero su universo simbólico convierte a su novela en una epopeya metafísica y tal vez criptorreligiosa, con su terror teológico derivado del terror biológico, que culmina en un final de apocalipsis, del que sólo se salva el inocente huérfano Ismael. Melville había detestado a los misioneros cristianos que reprimían el paganismo sensual de los indígenas con los que convivió en las islas Marquesas. Tal vez exista también en Moby Dick un ajuste de cuentas con sus doctrinas.
Pero, como en la buena literatura, las cosas están sugeridas e insinuadas, para que el lector las elabore en su imaginación. Por ejemplo, será siempre un misterio lo que representa la ballena para Melville, para Ahab y para Ismael. Se puede postular que es una imagen paterna o materna, Dios, el mal, el destino o la energía cósmica enfrentada al hombre. Seguramente Melville no quiso ser tan específico, ni el crítico puede serlo, lo que no obsta para que en más de una ocasión se haya supuesto que la ballena es la imagen de Dios. En efecto, no faltan en el texto pistas para hacer que esta interpretación sea plausible. El capitán Mayhew, del Jeroboam, explica como un marinero místico e iluminado de su barco, Gabriel, afirma que Moby Dick es un dios encarnado, el dios de los Temblones, y que no debe ser atacado. Y narra que un oficial que dirigió su captura fue muerto por ella sin causar daño a su bote.4 En varios lugares del libro se manifiesta la creencia de que Moby Dick es inmortal y ubicua, como la divinidad.5 Es imposible disociar su excepcionalidad de las leyendas religiosas que este animal ha protagonizado e Ismael, con rara erudición, evoca la divinidad india Visnú, quien se encarnó en una ballena para sumergirse en el fondo de los mares y recuperar los sagrados Libros Vedas.6 Y en algunas mitologías la ballena soporta al mundo sobre su espalda.
Para complicar las cosas, Melville añade el atributo de su blancura. Coleridge había otorgado ya a este color un significado maléfico en 1798, al proponer su blanco albatros, y Edgar Poe, en sus Aventuras de Arthur Gordon Pym (1837) también le dio una connotación desasosegante con la blanca región de Tekeli-li. Melville cita en su libro al albatros de Coleridge y conocía la obra de Poe, de manera que la filiación está clara. Ismael equipara la blancura de Moby Dick con una mortaja blanca7 y blanco es el color atribuido en la iconografía popular a los fantasmas. Y en otro lugar Melville pone en la pluma de Ismael que «hay algo esquivo en lo más profundo de la idea de este color que produce más pánico al alma que el rojo que aterroriza con la sangre».8 Paul Coates ha escrito que, puesto que Dios es un misterio invisible, la blancura expresa muy bien la ausencia de todo signo y permite cualquier proyección imaginaria.9 Y Ahab compara a Moby Dick con la pared que encierra al prisionero: «Para mí la ballena blanca es esa pared, empujada cerca de mí. Algunas veces creo que más allá no hay nada.»10
Pero, con parecida facilidad, puede postularse que Moby Dick es una imagen demoníaca y no sólo por su fealdad (se insiste mucho en su frente arrugada y en su joroba) y en su ferocidad. Ismael llama muchas veces al cetáceo leviatán, aludiendo al monstruo de la mitología fenicia, introducido en la cultura hebrea y presente en su Biblia, que representaba al mal en forma de monstruo o dragón marino, y que los exegetas interpretan como una regresión al caos primordial. Ismael sostiene esta equivalencia y cita en su apoyo al profeta Ezequiel: «Eres como un león de las aguas y como un dragón del mar.»11 Está, además, el episodio bíblico de Jonás engullido por la ballena, por no cumplir el encargo divino de predicar en Nínive, y vomitado al tercer día, episodio que el padre Mapple comenta a sus feligreses al principio del libro y que Ismael evoca en varios lueares de su relato. En este caso, las fauces de la ballena constituirían un símbolo de las puertas del infierno. En la mitología griega, Perseo mató al monstruo marino que iba a devorar a la princesa Andrómeda. Y la ballena, como símbolo del demonio, figura en un bestiario anglosajón del siglo IX. La referencia luciferina aparece todavía en una comparación de Ismael, quien en el combate final contra el cetáceo escribe que «parecía que Moby Dick estaba poseída por todos los ángeles que cayeron del cielo».12
También el capitán Ahab encarna pulsiones muy elementales, que invitan a ver en él un símbolo con resonancias míticas. Al capitán Ahab los marineros le llaman el Viejo Trueno porque su aspecto es temible, con su pata de marfil que reemplaza la que le arrancó Moby Dick y cuyo extremo inserta en un agujero perforado en la cubierta, para mantenerse en pie. Sus descripciones son siempre siniestras y tremendistas. Ismael propone una imagen suya inequívocamente satánica, al escribir que «tenía el aspecto de un hombre arrancado a la hoguera a quien el fuego ha recorrido todos los miembros sin llegar a consumirlos o sin llevarse una partícula de la compacta robustez de sus años».13 A esta textura ígnea se añade una siniestra cicatriz blanquecina que le recorre todo el cuerpo, desde lo alto de su cabeza, como una marca diabólica. En otro lugar Ismael le compara a un oso pardo salvaje, que al igual que este plantígrado se refugia en periodos de hibernación, en los que «el alma de Ahab se encerraba en el tronco ahuecado de su cuerpo alimentándose de las sombrías garras de sus tinieblas».14 Y el capitán Peleg lo describe como «un hombre grande, impío y como un dios», que lleva el nombre de un rey malvado de la antigüedad.15 El monarca aludido por Peleg es Ajab, un rey israelí del siglo IX antes de Jesucristo que se dejó arrastrar al culto de los ídolos por su esposa fenicia, Jezabel, y fue acusado de impiedad por el profeta Elias.
Esta caracterización de resonancia infernal tiene su confirmación en la ceremonia del bautizo del arpón ballenero que ha fraguado el herrero del barco, pues Ahab pincha la carne de tres marineros paganos para templar el arma con su sangre, pronunciando a la vez la frase Ego non baptizo te in nomine patris, sed in nomine diaboli.16 En un episodio anterior, y en concordancia con este rito diabólico, un marinero asegura que el oriental Fedallah es el demonio disfrazado y que está ayudando a Ahab a encontrar a Moby Dick.17 Y el protagonista parece confirmar su condición maligna cuando especula acerca de su caza de la odiada ballena blanca. En una ocasión proclama: «La cazaré doblando el cabo de Buena Esperanza, doblando el de Hornos y doblando el Maelstrom de Noruega, y doblando las llamas de la perdición antes de abandonar la empresa.»18 Y poco después añade: «¡Dios nos cace a todos si no cazamos a Moby Dick hasta la muerte!»19 En vísperas de enfrentarse a la ballena, Ahab entona una invocación al fuego repleta de resonancias demoníacas, hasta el punto de que Starbuck le advierte que Dios está en contra de él.20
Por fin, tras meses de afanosa búsqueda del monstruo albino a lo largo y ancho de los océanos, Ahab se enfrenta con terca ferocidad a Moby Dick. Tal como describe Melville su postrer enfrentamiento se trata de un verdadero duelo de titanes, que no puede reducirse a un mero conflicto entre el hombre y la naturaleza. En la refriega Starbuck le dice al vengativo Ahab: «¡En el nombre de Jesús, basta ya de esto que es peor que la locura del diablo! (...) ¡El seguir cazándola es impiedad y blasfemia!» Pero Ahab le replica: «Soy un lugarteniente de los hados, actúo bajo órdenes.»21 Y Starbuck opinará más tarde que «me parece que desobedezco a mi Dios al obedecerle a él».22 Tras un combate feroz, en el fragor de la lucha una cuerda rodea el cuello de Ahab, le estrangula y le arrastra hasta la ballena, para hundirse en las aguas del océano. Nada nos dice Melville de la suerte del cetáceo, acaso mortalmente herido, acaso inmortal, como especulan los marineros.
Se trata, como se dijo, de un verdadero duelo de titanes, pero queda flotando en el aire la pregunta de quién representa al Bien y quién representa al Mal, en el supuesto de que encarnen efectivamente estos valores trascendentes. A Melville no le interesó aclarar más el asunto, tras haber sembrado tantas pistas metafísicas en su texto, mientras que enfatizó en cambio la airada voluntad de venganza de Ahab, hasta convertir su obsesión en su destino. Moby Dick es la historia de un peregrinaje obsesivo en pos de una ballena odiada, pero también es la historia de un destino nimbado de malignidad, de modo que Ahab y Moby Dick constituyen dos monstruos en cierto modo simétricos, un par reflectante que encarna con estruendo el principio de la nemesis. Su epopeya se convierte, finalmente, en un rito de iniciación o de paso para Ahab, camino del más allá de los titanes, y para Ismael en el conocimiento del mal que comparten el hombre y la naturaleza, de la que éste procede.
Ya dijimos que el libro de Melville no comenzó a ser apreciado hasta los años veinte y fue entonces, durante el cine mudo, cuando empezó a ser adaptado a la pantalla. Warner Bros eligió impropiamente, para interpretar al capitán Ahab, al atractivo galán John Barrymore, al que se apodaba admirativamente the Profile, quien le dio vida en dos films titulados en España La fiera del mar, en el mudo The Sea Beast (1926), de Millard Webb, y en el sonoro Moby Dick (1930), de Lloyd Bacon, ambos con el añadido de inadecuadas tramas amorosas. Después de la Segunda Guerra Mundial Orson Welles intentó infructuosamente adaptar Moby Dick al cine o al teatro. Por fin, en 1955 consiguió montar en Londres, en decorados muy austeros, su pieza Moby Dick-Rehearsed, en la que una compañía teatral de finales del siglo XIX ensayaba una adaptación de la novela en versos blancos, en los intervalos que le permitían sus representaciones regulares de El rey Lear. Por esta época intentó también Welles crear una versión televisiva. Finalmente pudo rodar Welles en 1971 una versión condensada de aquella pieza teatral, con la particularidad de que interpretó en ella a todos los personajes, como había hecho ya en algunas emisiones radiofónicas de los años treinta.
John Huston quiso filmar desde 1942 este libro, que era su novela favorita, y que sería protagonizada por su padre, el actor Walter Huston. Pero hasta la siguiente década no pudo ponerla en pie sobre un guión escrito con Ray Bradbury, producida por Warner Bros y rodada en estudios británicos y parajes irlandeses y portugueses, con Gregory Peck interpretando al capitán Ahab, Richard Basehart a Ismael, Leo Genn a Starbuck y Orson Welles en la breve pero imponente aparición del padre Mapple en su pulpito en forma de proa naval. Se inicia el film con una escena de Ismael caminando por el campo, quien durante un instante mira la cámara, disparando esta interpelación visual al espectador su voz en off, con la frase que inicia el libro: «Llamadme Ismael.» La fotografía de Oswald Morris se plasmó en una gama de colores fríos, simulando la tonalidad de la fotografía del siglo XIX, para lo que se añadió una capa gris a la emulsión. Huston afirmaría en sus memorias que se trató de su película más difícil,23 y que padeció un rodaje sumamente accidentado. Robert Benayoun ha asegurado que Huston interpretó que la ballena representaba a Dios, declarándole que «Ahab es el hombre que ha comprendido la impostura de Dios, destructor del hombre, y su búsqueda no tiende más que a confrontarle cara a cara bajo la forma de Moby Dick, para arrancarle su máscara».24 En la escena final, Huston nos ofrece un estremecedor primer plano del ojo del cachalote y cuando emerge con Ahab enredado en las cuerdas que rodean al cetáceo, la postura de su cuerpo sugiere una crucifixión. Moby Dick se estrenó en 1956 y le valió a Huston el premio al mejor director por parte de la Motion Picture National Board of Review y el New York Film Critics Award.
Gregory Peck reaparecería en el Moby Dick (1991) de Franc Roddam, serie televisiva coproducida entre Australia e Inglaterra, en la que encarnó al padre Mapple, mientras el papel del capitán Ahab era confiado en esta ocasión a Patrick Stewart.


La saga del espacio

Si el océano era el medio natural del capitán Ahab, el imaginario planeta Mongo será en el siglo siguiente el territorio aventurero de Flash Gordon. En 1851 todavía no podía hablarse de cultura de masas, mientras que en 1934, cuando nació Flash Gordon en la prensa norteamericana, la masscult estaba en pleno desarrollo, vehiculada por la radio, el cine, las revistas ilustradas, los cómics y la publicidad comercial. Por lo que atañe a los cómics, en 1929 se iniciaron sus series de aventuras, dibujadas con estilo gráfico naturalista, coincidiendo con la consolidación del cine sonoro. Entre 1929 y 1934 quedaron formalizadas en el mercado periodístico las series de aventuras exóticas en parajes coloniales, de ciencia ficción, de intriga policial, de aviación y de western, apareciendo poco después las de aventuras medievales (Prince Valiant, de Harold Foster, en 1937). Así, durante la desesperanza colectiva de la Depresión, los cómics norteamericanos de aventuras propusieron a los atribulados ciudadanos unas euforizantes fugas imaginativas desde la ingrata realidad del presente a lejanos y exóticos países (el mundo colonial de la anteguerra), a los cielos (series de aviación), al pasado (Edad Media, western), al futuro y a otros universos galácticos (ciencia ficción) y a profesiones muy estimulantes (detective, agente secreto, piloto). Esta enérgica tarea de evasión imaginaria y de consolación social tuvo su natural complemento y refuerzo en la industria cinematográfica y en la radio, con las que los cómics interactuaron trasvasando con frecuencia sus temas y personajes.
El 7 de enero de 1929 había aparecido la primera serie dibujada de ciencia ficción espacial, Buck Rogers, con guión de Philip Nowlan y dibujada por Dick Calkins. Para competir con ella, Joe Connolly, de la agencia periodística King Features Syndicate, propuso en 1933 a Alex Raymond la creación de otra del mismo género. Nacido en 1909, Alex Raymond (Alexander Gillespie Raymond) poseía formación académica por haber estudiado en la Grand School of Art de Nueva York, y había hecho su aprendizaje en el medio trabajando como ayudante de Russ Westover, Chic Young y Lyman Young. Propuso Raymond a Connolly un viaje en cohete alrededor de la Tierra en veinticuatro horas, pero su idea fue rechazada, a la vez que se tomaba como punto de partida el argumento de la novela When the Worlds Collide (1932), de Philip Wylie y Edwin Balmer. Con este origen empezó a publicar Raymond la saga dominical de Flash Gordon el 7 de enero de 1934, el mismo día en que aparecía también su serie protagonizada por Jungle Jim, cazador en las selvas de Sumatra, Borneo y Malaysia, y, el 22 del mismo mes, añadió todavía la serie Secret Agent X-9, escrita por Dashiell Hammett, que abandonó en noviembre de 1935. Raymond escribió y dibujó las primeras entregas de Flash Gordon, pero pronto tuvo que pedir ayuda a Don Moore, en calidad de guionista. Moore había sido editor de la revista Argosy, en la que había publicado relatos espaciales de Edgar Rice Burroughs y Abraham Merritt, cuyos barrocos universos imaginarios (más que los de Verne o H. G. Wells) influyeron en la configuración de la serie. Junto con la saga de Tarzán, la serie de Raymond inició la épica heroica en el medio, combinando las tiras diarias dibujadas por Austin Briggs desde 1940 y las suyas dominicales en color, que concluyeron en 1944, al incorporarse Raymond al ejército como capitán de marines, y que son las que aquí tomaremos en consideración.
Reproduciendo el argumento de When the Worlds Collide, la serie empieza con la amenaza de un planeta que se precipita contra la Tierra. El científico Hans Zarkov trata de evitarlo y emprende un viaje en cohete para chocar contra él, embarcando a bordo en el último momento a Flash Gordon —graduado en Yale y jugador de polo— y a Dale Arden, quienes víctimas de un accidente aéreo causado por un meteorito desprendido del planeta fueron a parar a sus dominios. De esta manera queda configurado el terceto protagonista Flash-Dale-Zarkov que va a parar al planeta Mongo. Flash es el héroe, musculoso y de perfil anglosajón, que lidera el equipo, como ocurre en otros colectivos protagonistas en estas series, en los que destaca la figura de la «novia eterna», la compañera idealizada y a veces asexuada del héroe, pues jamás se dice de ellos que estén casados o abriguen proyectos matrimoniales (lo que resultaría prosaico y burgués), sin que haya tampoco constancia de que se acuesten juntos (lo que resultaría demasiado permisivo). Dale Arden no tiene profesión ni estatuto familiar conocido y, además de ser la fiel «novia eterna» de Flash, es también una «eterna celosa», por los numerosos devaneos del héroe con reinas y princesas competidoras. Y Hans Zarkov (a quien las censuras de Mussolini y de Franco despojaron de su sonoridad rusa transformándolo en Zarro) supone una reconversión del clásico «sabio loco», quien, como deuteragonista, pone el saber científico al servicio del héroe. Es rechoncho, barbudo y con claros en el cabello, para no competir estéticamente con el héroe, de quien es su humilde auxiliar.
El antagonista principal de Flash es el emperador Ming, quien reina despóticamente en el planeta Mongo, un imperio multirracial en el que Flash tejerá alianzas y se enfrentará a antagonismos diversos. Ming es un trasunto de los emperadores totalitarios del Extremo Oriente, aunque viste suntuosos trajes de vago estilo renacentista europeo, con capa o sin ella. Su nombre y su fisonomía son orientales, de piel amarilla y ojos oblicuos, aunque sus puntiagudas orejas remiten más bien a la iconografía maligna de Nosferatu. Para completar el cuadro, su ídolo principal se llama Tao y su lugarteniente es el general Lin Chu. Ming encarna, en definitiva, el llamado por entonces «peligro amarillo» (yellow peril), consolidado en el imaginario occidental con la rebelión de los bóxers en China, pero cuya memoria histórica se remontaba a las amenazas de los hunos en Europa y al expansionismo posterior de Genghis Kan. El peligro amarillo se había ya manifestado en la cultura popular con las novelas de Sax Rohmer sobre el perverso Doctor Fu Manchu, líder de la sociedad secreta Si-Fan que aspiraba a dominar el mundo. La serie se inició en 1913 y, en los años veinte, empezó a ser trasvasada al cine con el actor Harry Agar Lyons. En 1929 se iniciaron sus versiones sonoras con Warner Oland protagonizando al villano en tres films. Pero en 1932 pasó a interpretarlo Boris Karloff en La máscara de Fu Manchú (The Mask of Fu Manchú), de Charles Brabin, y llama la atención la similitud de la caracterización del actor, con sus largos bigotes cayendo a ambos lados de la boca, con la dibujada por Raymond. El emperador Ming fue, en pocas palabras, un perverso Fu Manchú galáctico, que ilustró a la perfección el imperativo metonímico de la serie, en la que el físico expresaba la catadura moral de los sujetos.
Al principio la serie se estructuró con una simetría antagónica activada por el deseo sexual, pues Ming pretendía a Dale Arden, mientras que su hija Aura (quien pronto perdió sus rasgos orientales) acosaba a Flash, de manera que los pretendientes sexuales eran los malvados extraterrestres y los acosados los terráqueos. Ming conseguiría en 1940 raptar a Dale pero, agotado este filón erótico, la acción cederá luego el paso a intrigas de palacio y guerras dinásticas en otras regiones de Mongo.
Un erotismo controlado, acorde con las normas de la época, recorre toda la serie. Hay erotismo en los (des)vestidos de la princesa Aura, de Dale Arden y de las restantes féminas con mando en el planeta, que portan trajes vaporosos o atuendos de odaliscas. En una viñeta de junio de 1935 Dale, con la espalda desnuda, es azotada por una esclava de la princesa Azura, quien contempla la escena con delectación. Gratificando el ego masculino del lector, Flash es deseado por hermosas mujeres a lo largo de la serie. En mayo de 1935 Azura le da a beber una droga que le produce amnesia para poder seducirle. Al año siguiente la reina Undina, de Coralia, le secuestra bajo el mar. En 1938 enamora a la condesa Sonja, quien le da un beso por sorpresa, causando celos a Dale. Y, al no ser correspondida, libera por despecho al emperador Ming, que Flash había hecho prisionero (abril de 1938). También la reina Fria, de Frigia, se enamora de Flash y quiere retenerle, causando celos en Dale (junio de 1939). Atrapado en enredos amorosos que le desbordan, Raymond escribe: «Anonadado con la complejidad de las emociones femeninas, Flash decide emplear sus energías en reparar el equipo» (10 de septiembre de 1939). La bella Rena se enamora de Flash y decide seducirle, disfrazándose de chico para poder acompañarle en una expedición, pero a causa de una explosión tiene que quitarse el capuchón y le abraza con pasión (20 de octubre de 1940). También Desira, reina de Trópica, se enamora de Flash (febrero de 1942). Todo esto es posible porque la princesa Aura, la hija de Ming, ha desviado su inicial atención amorosa de Flash hacia el príncipe Barin, a quien Ming usurpó su trono, y con quien acaba casándose para convertirse ambos en los reyes de Arboria, el Reino del Bosque (17 de noviembre de 1935). Esta boda la convierte en enemiga de su padre y Ming trata de raptar a su hijo, nacido en noviembre de 1938.
El atractivo que irradia Flash Gordon deriva de su físico atlético, rubio y de tipología nórdica, que le convierte en un caballero andante del espacio, y cuando lucha contra los temibles dragones que pueblan Mongo evoca en el imaginario del lector, con su perfil ario y titánico, el mito germano de Sigfrido. No posee, ciertamente, los superpoderes de Sigfrido, pero en cada situación de peligro se le ocurre una idea brillante para sortearlo. A veces ha sido calificado como un «Robin Hood de Mongo», por sus hazañas altruistas en un mundo que posee estructuras de poder feudales.
En efecto, Mongo aparece como un mundo mucho más avanzado científicamente que la Tierra, pero mucho más atrasado políticamente, aunque Raymond no pivota la aventura en sus aspectos tecnocientíficos, en contraste con las ficciones clásicas de Julio Verne o H. G. Wells. En su universo se mezcla el futurismo de sus astronaves y lanzacohetes con el arcaísmo de sus túnicas, espadas y lanzas, para generar un sugestivo arcaicofuturismo, formando una amalgama de épica occidental y de tabulaciones y bestiarios propios de las mitologías orientales, con sus hombres-halcones, hombres-león, tigrones unicornios, lobos acorazados, hombres-pantera, dáctilo-murciélagos, octopinzas, serpientes cornudas, constrictosaurios, peces korvia, devorosaurios, ratardillas voladoras, magnodermos, hombres-colmillo, tridentauros, turtodones gigantes, dragones vampiro y cavernosaurios. En la panoplia tecnológica, el diseño de los aparatos futuristas ofrece, en cambio, el delicioso aroma del gusto estético de los años treinta, con sus espaciogiros, rayos acetilenos, cohetes submarinos, hidrociclos, espaciógrafos (televisores), nitrocañones, optoscopios, rayos antiexplosivos, bombas atómicas (en 1935), rayos paralizadores, armotanques, termitones, submarinos aéreos, rotoplanos (helicópteros), rayos antiexplosivos, pistolas caloríficas, visógrafos, pantallas de rayos mentales, aerotorpedos, cañas sónicas, fusiles químicos, cañones ultrasónicos, etc.
En este universo arcaico-futurista, de cartografía caprichosa y exuberante, se desarrolló la saga de Flash Gordon, más próxima a las fabulaciones de «mundos perdidos» que a las ficciones científicas propiamente dichas. Con razón ha situado Francis Lacassin a la serie «en los confines de la space opera, del melodrama interplanetario y de las fabulaciones maravillosas».25
Con su textura onírica, la serie se convirtió en un verdadero laboratorio gráfico para Raymond y su estilo fue evolucionando y depurándose. A partir de 1935 su dibujo adquirió la suntuosidad propia de las ilustraciones de los magazines. Y en 1938 abandonó los globos con diálogos inscritos, colocando el texto en la parte baja o alta de la viñeta, para que no estorbara su composición. Con una acción trepidante, sin pausas ni remansos reflexivos, la calidad del dibujo casi siempre redimió la puerilidad y el maniqueísmo de las aventuras, pues la anécdota era menos importante que su escenificación plástica. Sus imágenes demostraron que con arquetipos elementales y situaciones redundantes podía construirse un brillante espectáculo visual, con paisajes y arquitecturas grandiosas, otorgando primacía a la ilustración sobre la literatura, en un medio al que conviene más la definición de «figuración narrativa» que la de «literatura dibujada» que a veces se le otorga. Aunque es obvio que la sustancia mística y la tensión poética de Moby Dick aquí han desaparecido en favor de la plástica de la acción física, reflejo de los nuevos valores del capitalismo maquinista.
Con su sensibilidad manierista, Alex Raymond desplegó su virtuosismo dibujando figuras en acción violenta. Oreste del Buono se ha referido con pertinencia a la «belleza estatuaria» de sus figuras, señalando que su manierismo heroico enlaza con la tradición del dibujo inglés prerromántico de figuras titánicas, como la representada por Blake y Fuseli.26 Ante su despliegue de violencia física estetizada, Del Buono se pregunta también si hay gran diferencia entre su fastuoso mito, de corte muy marinettiano, y los que inculcaba el régimen de Mussolini en su adolescencia.27 Es una pregunta pertinente, que nos obliga a abordar la dimensión política del mito.
La serie no fue impermeable a los dramáticos avatares de la política internacional. Inicialmente, la estructura política de Mongo era plenamente medieval, regida por un emperador pero fragmentada en numerosos reinos, principados, ducados y condados, calcados del mosaico arcaico europeo. Pero en 1937 se produce una paulatina transición de este mundo feudal y se pasa a un imperio totalitario regido cruelmente por Ming, con algunas alusiones políticas antinazis desde el año siguiente, como los cascos de sus soldados. El 12 de enero de 1941 Raymond presenta un campo de concentración cuyos guardianes llevan estampadas calaveras en el pecho, como eco del emblema de las SS alemanas, y se saludan alzando la palma, al modo fascista (2 de marzo de 1941). A la semana siguiente Flash consigue infiltrarse disfrazado de guardián y llega hasta la sección de presos políticos, en la que se hallan Dale y Zarkov. La tiranía de Ming conduce a una revuelta popular liderada por Flash, con el apoyo de Barin y Aura, quienes consiguen liberar al planeta de la dictadura y encerrar a su policía secreta en un campo de concentración. El protagonista puede finalmente proclamar la república de Mongo, fundada en los principios de libertad y justicia para todos (15 de junio de 1941). Faltaba entonces una semana para que Hitler invadiera la Unión Soviética y seis meses para que Estados Unidos entrara en la guerra mundial.
El 22 de junio, coincidiendo con el ataque a la URSS, Zarkov consigue interceptar en Mongo mensajes de la Tierra que informan acerca de la guerra. La noticia captada afirma que Stukin, la espada roja, está en marcha. ¿Se trata de una alusión al «rojo» Stalin? Flash le dice a Dale: «¡No habrá paz hasta que todos los hombres sean libres!» y decide volver a la Tierra. El 6 de julio Flash, junto con Dale y Zarkov, regresan a la Tierra, son recogidos en el océano por un destructor norteamericano y arrestados como sospechosos. Engañados por un científico desleal, pasan a trabajar en la fabricación de armas secretas para el enemigo, pero consiguen desenmascararle. A partir de este momento todo resulta muy confuso, incluso después del ataque japonés a Pearl Harbor en diciembre. La confusión deriva de que los enemigos no son identificados como japoneses ni como alemanes, pues si bien en octubre de 1941 comparece un capitán Von Noz (de nombre y aspecto germano), pero que saluda con el puño cerrado, también en su bando se hallan el almirante Krogoff y el comandante Gorin (de nombres rusos), mucho después de que el pacto germano-soviético hubiera sido hecho trizas. Y el 7 de diciembre de 1941, el día del ataque japonés a Pearl Harbor, Raymond se desenmascara atribuyendo a un avión ruso de combate la condición de enemigo. ¿Figuraba Raymond en el bando de quienes creían que el «enemigo principal» era la URSS y no Alemania? Probablemente sí. Pero el ataque japonés sirvió para que Flash fuera nombrado mayor del cuerpo de aviación (21 de diciembre de 1941) y el presidente Rooseveit, de espaldas, le condecorase (28 de diciembre).
Raymond se sintió incómodo en aquella guerra, en la que no habían ni dragones ni princesas enamoradizas y en la que su país combatía al lado de la URSS, y su héroe decidió que para ganarla se necesitaba radium para el cañón de rayos, y para conseguirlo regresó a Mongo con Dale y Zarkov el 11 de enero de 1942. Regresó en realidad al planeta porque era ya su hábitat natural, en el que se desenvolvía a gusto, mientras que la guerra terrestre no permitía los fantasiosos barroquismos de sus aventuras planetarias. En definitiva, su intervalo terráqueo duró desde el 13 de julio de 1941 al 11 de enero de 1942: sólo seis meses. Pero sus nuevas aventuras planetarias carecieron de fuste y resultaron sosas y repetitivas.
En 1935 Flash Gordon se convirtió en protagonista de un serial radiofónico y en 1936 la productora cinematográfica Universal Pictures Co. compró a King Features Syndicate los derechos de un lote de sus personajes dibujados, entre los que estaba incluido. Ese mismo año apareció la producción británica La vida futura (Things to Come), dirigida por William Cameron Menzies, quien era ya por entonces un prestigioso escenógrafo, y cuyos espectaculares decorados aparecían contaminados por la estética de la serie. La Universal produjo en el mismo 1936 su primer serial sobre este personaje, titulado Flash Gordon, en trece episodios dirigidos por Frederick Stephani y protagonizados por el nadador olímpico Larry «Buster» Crabbe, un émulo de Johnny Weissmuller, y por Jean Rogers como una virginal Dale Arden. Con un coste de 500.000 dólares, en su producción se reutilizaron decorados de La novia de Frankenstein, de James Whale. En 1938 produjo la Universal Flash Gordon Trip to Mars, en quince episodios dirigidos por Ford Beebe y Robert Hill. Y en 1940 apareció Flash Gordon Conquers the Universe, en doce episodios realizados por Ford Beebe y Ray Taylor, que concluían con la derrota definitiva de Ming y la proclamación de Flash como conquistador del universo. Los dos primeros seriales fueron luego condensados en formato de largometraje con los títulos respectivos de Rocketship y Marte ataca a la Tierra (Mars Attacks the World), este segundo editado en 1939 para aprovechar la polvareda publicitaria que había originado Orson Welles con su emisión sobre la guerra de los mundos en octubre de 1938. En 1974 apareció la parodia erótica Flesh Gordon, de Michel Bienveniste y Howard Ziehn, en la que el rayo destructor de Ming producía el efecto de excitar sexualmente a los personajes. Y en 1980 Diño de Laurentiis produjo en Inglaterra un suntuoso Flash Gordon con Sam Jones en el papel protagonista, una erótica Ornella Muti en el de la princesa Aura, Melody Anderson en el de Dale Arden y Max von Sydow en el del emperador Ming. Con buenos efectos especiales, ofreció el look de un peplum planetario, adornado con música de rock en la banda sonora.


El héroe meritocratico

En 1981, en el reflujo conservador que siguió a una década políticamente turbulenta, apareció en las pantallas cinematográficas el arqueólogo aventurero Indiana Jones, que muy pronto se convirtió en un icono popular de la sociedad meritocrática. En su primera aparición en la pantalla, En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981), su irrupción inicial en el encuadre estuvo precedida por la aparición de su látigo en acción. Su látigo fue, en efecto, un símbolo emblemático de su habilidad y de su poder, preferido por el protagonista a las armas de fuego. El látigo era signo de destreza y de dominación a la vez, aunque no podían ignorarse sus estimulantes connotaciones sadomasoquistas. Detrás del látigo aparecía inmediatamente después en la pantalla Harrison Ford, elegido por el director Steven Spielberg y el productor ejecutivo George Lucas como protagonista a raíz de su éxito en La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977), tras descartar a Tom Selleck. En la última entrega del ciclo, titulada Indiana Jones y la última cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, 1989), se mostraría al adolescente Indiana Jones como boy-scout en Utah, en 1912, para explicar el origen de su habilidad con el látigo, utilizado in extremis para hacer frente a un león tras caer, al ser perseguido, en el vagón de un circo.
El látigo era un adminículo importante en la caracterización de Indiana Jones, que se sumaba a otros accesorios significativos para definir su tipología. Su sombrero procedía del que Humphrey Bogart portaba en El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, 1948), el admirable film de John Huston, añadiéndole un aura cinéfila. Bajo el sombrero aparecía su rostro mal afeitado, acorde con la moda del «desafeitado» de la época —con antecedentes tan ilustres como Clark Gable—, como signo positivo de virilidad. Su cazadora de cuero y su zurrón complementaban su caracterización en los parajes agrestes del Tercer Mundo que frecuentaba en sus arriesgadas expediciones. Eran, en una palabra, los atributos de su uniforme aventurero.
Spielberg y Lucas eran dos cineastas amamantados por la cultura de la imagen, como no lo habían sido los directores de generaciones precedentes, que venían preferentemente del teatro, de los espectáculos de variedades o de los meritoriajes en el show business. Por eso Indiana Jones nació como una destilación iconofílica de los héroes dibujados o filmados que habían alimentado su imaginación desde su adolescencia. Indiana Jones era una abstracción, una suma de atributos procedentes de la familia de los héroes de la cultura de masas del siglo, acumulando erudición, astucia, decisión, sangre fría, habilidad, valentía, agilidad... y una pizca de cinismo que alejaba toda «voluntad heroica». Su nombre, que era el del perro de Lucas, combinaba un prosaico apellido de americano medio con otro que evocaba el mundo aventurero de la conquista del Oeste y que había servido para designar a un estado de la América profunda.
Pero Indiana Jones era también, como tantos héroes de la cultura de masas, un héroe con una doble identidad (como Superman, el Zorro o la Sombra), pues por una parte era un apacible profesor universitario —con atuendo (corbata, gafas, afeitado impecable) y modales académicos— y por otra un arqueólogo en funciones de aventurero audaz, dibujando el perfil de un héroe meritocrático. Como profesor era reflexivo y erudito, admirado por sus alumnas, y como aventurero era arrojado, agresivo y acrobático, evocando acaso a algunos famosos intelectuales que en el pasado siglo fueron también ejemplares hombres de acción, como Ernest Hemingway, Antoine de Saint-Exupéry y André Malraux. De este modo se cincelaba en la pantalla el nuevo héroe meritocrático, movilizado por su sabiduría académica, pero cuyas dotes prácticas se plasmaban simbólicamente en su hábil manejo de un arcaico látigo, que expresaba factualmente su competencia ejecutiva.
Era Indiana Jones, como se dijo, una destilación de la iconografía y de las situaciones extremas que se prodigaron en los pulp magazines y los seriales cinematográficos de aventuras de serie B de los años treinta y cuarenta, aunque esta vez comparecían en color, con medios abundantes y con los sofisticados trucajes aportados por la Industrial Light and Magic de Lucas, en películas cuyos presupuestos no bajaban de los veinte millones de dólares. Las películas de Indiana Jones, cuyas intrigas transcurrieron en unos años treinta en que el mundo colonial era todavía exótico y no turístico como ahora, interpelaron eficazmente la memoria cinéfila de las viejas aventuras maniqueas que protagonizaban Errol Flynn, Randolph Scott, Lex Barker o Larry «Buster» Crabbe, en selvas u océanos, a mayor gloria de sus invictos héroes. Y no es casual que apareciesen durante el neoconservadurismo de los años ochenta, plasmado en la presidencia de un ex actor de aquellos films, Ronald Reagan, y de apogeo de la moda retro en la cultura de masas. En la época evocada por estas películas, que se alimentaban del imaginario de otras películas, todavía podían aparecer héroes aventureros en los escenarios del mundo colonial sin padecer mala conciencia política.
Pero los cambios producidos desde entonces, que imponían muchos tabúes en la representación del mundo colonial, explican que Spielberg optase por convertir de nuevo a los alemanes nazis, enemigos políticos inequívocos, en referentes de malignidad eterna, transhistórica e irredimible, lo que por demás tenía pleno sentido para un director judío y con la ventaja de que el espectador sabía que al final perderían la partida. Los alemanes nazis fueron los enemigos en la primera y en la tercera entrega del ciclo, mientras que en la segunda el mal estuvo representado por la barbarie pagana de una sociedad colonial, lo que justificaba la dominación política y civilizadora británica. Y, por encima de estas contingencias políticas, Spielberg y Lucas optaron por colocar como metas de cada aventura objetivos de naturaleza religiosa y sobrenatural, propios del judaismo en la primera entrega, del hinduismo en la segunda y del cristianismo en la tercera, aureolados siempre de atmósferas esotéricas. El atrasado mundo colonial aparecía así como el depositario del misterio y de la sabiduría antigua.
El esquema narrativo de estas películas, a las que resultan enteramente aplicables los modelos estructurales propuestos por Vladimir Propp para los cuentos infantiles, está asentado en el itinerario-búsqueda, en el que el héroe debe superar una serie de pruebas para conseguir su objetivo. Como en las viejas leyendas, el objetivo es algún tesoro que significa poder, pero también conocimiento o sabiduría. Y en esta búsqueda Indiana Jones se enfrentará con dificultades naturales y con la competencia de sus rivales humanos. De ahí deriva la violencia de sus acciones, en escenas hipercinéticas, que encuentra finalmente su fuente de legitimación en la cultura e incluso en la espiritualidad. Pero el motor de la exigencia académica convierte también a Indiana Jones en un paradójico «héroe involuntario», al que las circunstancias involucran, sin desearlo, en batallas sin cuento. En las tres aventuras comparece alguna mujer atractiva en su proximidad, pero nunca se desarrolla seriamente una historia de amor —lo que más se acerca a ello es la segunda entrega—, pues aunque Indiana Jones es un héroe heterosexual, una parte de su fascinación deriva de que es un «duro» atractivo pero inconquistable, lo que preserva su libertad de acción y su disponibilidad futura. De todas formas, la biografía de Indiana Jones está hecha de muchas biografías simultáneas, pues desde 1981 vivió una vida (¿paralela?, ¿complementaria?) en viñetas de cómics mensuales, editados por la Marvel Comic.28
En la primera entrega, En busca del arca perdida, Indiana Jones competía con los nazis en la busca en Oriente Medio del Arca de la Alianza hebrea, en la que se depositaron las tablas de la ley mosaicas y que, según el Libro de Josué, obró el prodigio de derribar las murallas de Jericó. Los alemanes deseaban utilizar su poder como un arma secreta al servicio de los intereses militares de un Hitler que, como es sabido, estaba fascinado por el esoterismo y las prácticas mágicas. El arqueólogo francés Rene Belloq (Paul Freeman), rival de Indiana Jones y aliado con los nazis, define al Arca de la Alianza como un «transmisor para hablar con Dios». Apresados Indiana Jones y su amiga Marion por los alemanes, al final, en una gruta que sirve como base naval alemana en el océano índico, se procede a abrir el Arca con un ritual judío oficiado por Belloq. Pero del arca surgen unos rayos terribles y unos efluvios de energía mortífera que destruyen a los que la rodean, mientras Indiana Jones le pide a Marion, como Lot a su mujer, que cierre los ojos y no mire aquella devastación de origen divino. El Arca de la Alianza se ha convertido en una caja de Pandora, que lanza en su entorno el fuego divino que arrasó Sodoma. Se trata, en definitiva, de una venganza teológica y política hebrea contra los nazis, puesta pertinentemente en escena por un director judío.
La segunda entrega, titulada Indiana Jones y el templo maldito (Indiana ]ones and the Temple of Doom, 1984), fue la más endeble y se escoró hacia el género terrorífico, pues mostró a Indiana Jones en Asia, a la busca de una piedra sagrada, pero esta búsqueda le conducía finalmente a aliarse con los fusileros británicos en la India para destruir una sanguinaria secta de adoradores de Kali, que raptaba niños y efectuaba sacrificios humanos. En esta ocasión se mostraba el paternalismo civilizador occidental contrapuesto a la barbarie indígena en la India, aunque la historia no podía tomarse muy en serio, pues contenía escenas tan inverosímiles, propias de una viñeta de cómic, como la que mostraba la caída del protagonista desde un avión usando una lancha hinchable a modo de paracaídas.
El ciclo fue clausurado por Indiana ]ones y la última cruzada, en donde el protagonista buscaba el Santo Grial, compitiendo de nuevo con los alemanes nazis. Retomando un hilo del ciclo artúrico, Spielberg presentaba por vez primera al distante y frío padre del héroe, interpretado por Sean Connery, en el papel de un sabio arqueólogo que ha conseguido localizar su paradero y que es raptado por los alemanes para arrebatarle su información. La elección de Sean Connery, con cincuenta y nueve años, aureolado en la memoria cinéfila por su actuación como James Bond, permitió formular una elipsis imaginaria desde el espionaje electrónico a la búsqueda de la trascendencia. Por otra parte, Indiana Jones era un hijo cultural de James Bond en el imaginario cinéfilo y su relación se complicaba en este film porque ambos se habían acostado con la perversa Elsa (Alison Doody), Eva sexuada y traidora al servicio de los nazis que seducía a padre e hijo, creando una rivalidad pseudoedípica entre ellos.
Para Indiana Jones, la búsqueda del Grial pasaba entonces por la búsqueda del padre perdido —la búsqueda del buscador—, doblemente perdido (afectivamente y físicamente), en una tarea que vinculaba la divinidad oculta a la paternidad perdida. Al final el cáliz era hallado en el interior de una cueva, la tercera gruta-útero de la serie, tras la caverna en que se abrió el Arca de la Alianza y la gruta de los sacrificios humanos en el segundo film. Su padre, malherido, se curaba al beber agua en el sagrado cáliz y se producía la reconciliación paternofilial, de modo que si en el film anterior Indiana Jones se había convertido en generoso padre funcional de los niños secuestrados por la secta de Kali, en esta ocasión era sujeto pasivo de la bendición de un padre recuperado. Como ocurría con el Arca de la Alianza que se resistía a la apropiación, el esquivo cáliz caía por un precipicio y el padre del protagonista le pedía que no insistiera en su búsqueda. Entonces la caverna se derrumbaba, en un final que constituía un eco moral del apocalipsis ígneo que clausuraba En busca del arca perdida. Spielberg nos reiteraba el mensaje de que los seres humanos jamás podrán poseer ni dominar a la divinidad.


Notas 

1. Moby Dick, de Herman Melville, Penguin, Londres, 1994, Pp. 114-115.
2. Ibidem, p. 527.
3. Ibidem, p. 167.
4. Ibidem, p. 307.
5. Ibidem, pp. 182, 184, 254.
6. Ibidem, p. 350.
7. Ibidem, p. 197.
8. Ibidem, p. 190.
9. The Double and the Other. Identity and Ideology in Post-romantic Fiction, op. cit., p. 111.
10. Moby Dick, op. cit., p. 167.
11. Ibidem, p. 349.
12. Ibidem, p. 530.
13. Ibidem, p. 129.
14. Ibidem, p. 157.
15. Ibidem, pp. 92-93.
16. Ibidem, p. 462.
17. Ibidem, p. 315.
18. Ibidem, p. 166.
19. Ibidem, p. 170.
20. Ibidem, p. 478.
21. Ibidem, p. 524.
22. Ibidem, p. 527.
23. An Open Book, de John Huston, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1980, p. 251.
24. John Huston, de Robert Benayoun, Seghers, Paris, 1966, p. 80.
25. Pour un neuvième art. La bande dessinée, de Francis Lacassin, Union Genérale d’Éditions, Paris, 1971, p. 282.
26. «Il disegno sublime», en Enciclopedia del fumetto I, Milano Libri Edizioni, Milán, 1969, p. 69.
27. «Gli stivali di Flash Gordon», en Enciclopedia del fumetto I, p. 67.
28. He efectuado un análisis mitológico pormenorizado de las tres películas protagonizadas por Indiana Jones en Espejo de fantasmas. De John Travolta a Indiana Jones, Espasa, Madrid, 1993, pp. 207-218.



Román Gubern. Máscaras de la ficción. Editorial Anagrama, Barcelona, 2002.

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