THEODOR W. ADORNO – Teoría estética




Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia. El arte todo se ha hecho posible, se ha franqueado la puerta a la infinitud y la reflexión tiene que enfrentarse con ello. Pero esta infinitud abierta no ha podido compensar todo lo que se ha perdido en concebir el arte como tarea irreflexiva o aproblemática. La ampliación de su horizonte ha sido en muchos aspectos una autentica disminución. Los movimientos artísticos de 1910 se adentraron audazmente por el mar de lo que nunca se había sospechado, pero este mar no les proporcionó la prometida felicidad a su aventura. El proceso desencadenado entonces acabó por devorar las mismas categorías en cuyo nombre comenzara. Factores cada vez más numerosos fueron arrastrados por el torbellino de los nuevos tabúes, y los artistas sintieron menos alegría por el nuevo reino de libertad que habían conquistado y más deseo de hallar un orden pasajero en el que no podían hallar fundamento suficiente. Y es que la libertad del arte se había conseguido para el individuo pero entraba en contradicción con la perenne falta de libertad de la totalidad. En esta el lugar del arte se ha vuelto incierto. Tras haber sacudido su función cultual y haber desechado a los imitadores tardíos de la misma, la autonomía exigida por el arte se alimentó de la idea de humanidad. Pero esta idea se desmoronó en la medida en que la sociedad se fue haciendo menos humana. A causa de su misma ley de desarrollo fueron palideciendo sus bases constitutivas, bases que habían ido creciendo a partir del ideal de humanidad. Con todo la autonomía ha quedado como realidad irrevocable. Las dudas que surgieron y la expresión de esas dudas no pudieron ser allanadas. Fracasaron todos los intentos de solventarlas acudiendo a la función social del arte: la autonomía comienza a mostrar síntomas de ceguera. Y aunque esta ceguera ha sido siempre propia del arte, sin embargo en la época de su emancipación ensombrece todo lo demás, no sabemos si por causa de la perdida ingenuidad o a pesar de ella. Me refiero a la pérdida de la ingenuidad a la que no puede sustraerse desde la intuición de Hegel. Pero ahora el arte venda sus ojos con una ingenuidad al cuadrado al haberse vuelto incierto el para-qué estético. Ya no se sabe si el arte sin más es posible; si ha socavado y aun perdido sus propios presupuestos tras la plena emancipación. La pregunta sobre lo que el arte fue en otro tiempo se vuelve punzante. Las obras de arte se salen del mundo empírico y crean otro mundo con esencia propia y contrapuesto al primero, como si este nuevo mundo tuviera consistencia ontológica. Por esto se orientan a priori hacia la afirmación, por más que se presenten en la forma más trágica posible. Los clichés del resplandor de reconciliación que el arte hace irradiar sobre la realidad son repulsivos; constituyen la parodia de un concepto del arte, un tanto enfático, por medio de una idea que procede del arsenal burgués, y lo sitúan entre las instituciones dominicales destinadas a derramar sus consuelos. Pero sobre todo remueven la herida misma del arte. Este se ha desvinculado inevitablemente de la teología y de la palmaria exigencia de la verdad de la salvación. Sin esta secularización, el arte nunca habría podido desarrollarse. Pero este proceso le ha condenado, tras su liberación de la esperanza en otra realidad distinta, a dar buenos consejos a lo real y a lo establecido, los cuales robustecen el avance de todo aquello de lo que la autonomía del arte quisiera liberarse. Y el mismo principio de autonomía se hace sospechoso de favorecer tales buenos consejos: al no producir este principio una totalidad que proceda de él mismo, al no crear algo acabado y cerrado en sí mismo, esta imagen se traslada al mundo en el que vive el arte y en el que alcanza su madurez. Por su renuncia a lo empírico, renuncia que no es mero escapismo en su concepto, sino una ley inmanente del mismo, está sancionando la prepotencia de esa misma realidad empírica. Helmut Kuhn nos dice en un trabajo escrito a favor del arte que cada una de sus obras tiene el sentido de la alabanza, de la exaltación. Su tesis sería verdad si fuera una tesis crítica. Si consideramos la esencia afirmativa del arte, imprescindible para él en relación con ese estado de degeneración a que ha llegado la realidad, nos encontramos con que se ha convertido en algo insoportable. Por esto tiene que revolverse contra aquello que forma su mismo concepto y se convierte así en algo incierto hasta en sus fibras más íntimas. Y no puede salir de esta situación mediante una negación abstracta de sí mismo. Al tener que atacar ese estrato fundamental que toda la tradición consideraba como asegurado, se está modificando cualitativamente y se convierte en otra cosa. El arte puede realizar este cambio porque a lo largo de los tiempos, gracias a la forma que le es propia, pudo volverse contra lo meramente existente, contra lo que estaba establecido; y también venir en su ayuda gracias a la conformación que da a sus elementos. Ni se le puede encerrar en las fórmulas generales del consuelo, ni tampoco en sus contrarias. 
E1 arte extrae su concepto de las cambiantes constelaciones históricas. Su concepto no puede definirse. No podemos deducir su esencia de su origen, como si lo primero en él fuera el estrato fundamental sobre el que se edificó todo lo subsiguiente o se hundió cuando ese fundamento fue sacudido. La fe en que las primeras obras de arte fueron las más elevadas y las más puras es sólo romanticismo tardío; con el mismo derecho se podría sostener que los más antiguos productos artísticos, todavía no separados de prácticas mágicas, de objetivos pragmáticos y de nuestra documentación histórica sobre ellos, productos sólo perceptibles en amplios períodos por la fama o por nuestra trompetería, son turbios e impuros; la concepción clasicista se sirvió de buena gana de tales argumentos. Considerados de forma groseramente histórica, los datos se pierden en una enorme vague-dad. El intento de subsumir ontológicamente la génesis histórica del arte bajo un motivo supremo se perdería necesariamente en algo tan confuso que la teoría del arte no retendría en sus manos más que la visión, ciertamente relevante, de que las artes no pueden ser incluidas en la identidad sin lagunas del arte en cuanto tal. En las reflexiones y trabajos dedicados a los άρχαί estéticos se mezclan de forma brutal la reunión positivista de materiales y las especulaciones tan odiadas por la ciencia; el máximo ejemplo sería Bachofen. Y si en vez de esto se intentase, de acuerdo con el uso filosófico, separar categóricamente la llamada cuestión del origen, considerada como cuestión de la esencia, de la cuestión genética de la historia primitiva, entonces se caería en la arbitrariedad de emplear el concepto de origen de forma contraria a lo que dice el sentido de la palabra. La definición de aquello en que el arte pueda consistir siempre estará predeterminada por aquello que alguna vez fue, pero sólo adquiere legitimidad por aquello que ha llegado a ser y más aún, por aquello que quiere ser y quizá puede ser. Aun cuando haya que mantener su diferencia de lo puramente empírico, sin embargo ésta se modifica cualitativamente en sí misma; algunas cosas, pongamos las figuras cultuales, se transforman con el correr de la historia en realidades artísticas, cosa que no fueron anterior-mente, y algunas que antes eran arte han dejado de serlo. Plantear des-de arriba la pregunta de si un fenómeno como el cine es o no arte no conduce a ninguna parte. El arte, al irse transformando, empuja su propio concepto hacia contenidos que no tenía. La tensión existente ente aquello de lo que el arte ha sido expulsado y e1 pasado del mismo es lo que circunscribe la llamada cuestión de la constitución estética. Sólo puede interpretarse el arte por su ley de desarrollo, no por sus invariantes. Se determina por su relación con aquello que no es arte. Lo que en él hay de específicamente artístico procede de algo distinto: de este algo hay que inferir su contenido: y sólo este presupuesto satisfaría las exigencias de una estética dialéctico-materialista. Su especificidad le viene precisamente de distanciarse de aquello por lo que llegó a ser; su ley de desarrollo es su propia ley de formación. Sólo existe en relación con lo que no es él, es el proceso hacia ello. Para una estética que ha cambiado de orientación es axiomática la idea desarrollada por el último Nietzsche en contra de la filosofía tradicional, de que también puede ser verdad lo que ha llegado a ser. Habría que invertir la visión tradicional demolida por él: verdad es únicamente lo que ha llegado a ser. Lo que se muestra en la obra de arte como su interna legalidad no es sino el producto tardío de la interna evolución técnica y de la situación del arte mismo en medio de la creciente secularización; no hay duda de que las obras de arte llegan a ser tales cuando niegan su origen. No hay que conservar en ellas la vergüenza de su antigua dependencia respecto de vanos encantadores, servicio de señores o ligera diversión; ha desaparecido su pecado original al haber ellas aniquilado retrospectivamente el origen del que proceden. Ni la música para banquetes es inseparable de la música liberada, ni fue nunca un servicio digno del hombre del que el arte autónomo se ha liberado tras anatematizarIe. Su despreciable murga no mejora por el hecho de que la parte más importante de cuanto hoy conmueve a los hombres como arte haya hecho callar el eco de aquellos ruidos. 
La perspectiva hegeliana de una posible muerte del arte está de acuerdo con su mismo devenir. El que lo considerase perecedero y al mismo tiempo lo incluyese en el espíritu absoluto armoniza bien con el doble carácter de su sistema, pero da pie a una consecuencia que él nunca habría deducido: el contenido del arte, lo absoluto de él según su concepción, no se agota en las dimensiones de su vida y muerte. El arte podría tener su contenido en su propia transitoriedad. Puede imaginarse, y no se trata de ninguna posibilidad abstracta, que la gran música, como algo tardío, sólo fuese posible en un determinado período de la humanidad. La sublevación del arte, presente teleológicamente en su «actitud respecto de la objetividad» y sucedida en la historia del mundo, se ha convertido en la sublevación del mundo contra el arte; huelga profetizar si será capaz de sobrevivir. La crítica de la cultura no tiene porqué hacer callar los gritos más agudos del pesimismo cultural reaccionario: su escándalo ante la idea, que ya Hegel tomó en cuenta hace ciento cincuenta años, de que el arte podría haber entrado en la era de su ocaso. Hace cien años, la tremenda creación de Rimbaud cumplió en sí misma, de forma anticipatoria, la historia del arte nuevo hasta el último extremo; pero su silencio posterior, su trabajo como asalariado, anticipó también la tendencia del arte nuevo. Hoy la estética no tiene poder ninguno para decidir si ha de convertirse en la nota necrológica del arte y ni siquiera le está permitido desempeñar el papel de orador fúnebre; en general sólo puede de-jar constancia del fin, alegrarse del pasado y pasarse a la barbarie, da lo mismo bajo qué título. La barbarie no es mejor que la cultura que se ha ganado a pulso tal barbarie como retribución de sus bárbaros abusos. El contenido del arte del pasado, aunque ahora el arte mismo quede destruido, se destruya a sí mismo, desaparezca o continúe de forma desesperada, no es forzoso que decaiga. El arte podría sobrevivir en una sociedad que se librase de la barbarie de su cultura. No sólo se trata de formas; también son innumerables las materias que hoy han muerto del todo: la literatura sobre el adulterio que llena el período victoriano del siglo XIX y de los comienzos del XX es hoy apenas inmediatamente imitable tras la disolución de la pequeña familia de la alta burguesía y el relajamiento de la monogamia; sólo en la literatura vulgar de las revistas ilustradas sigue arrastrando una vida débil y vuelve de vez en cuando. También hay que decir, en sentido contrario, que hace ya tiempo que lo auténtico de Madame Bovary, hundido otras veces en su contenido, ha sobrevolado por encima de su ocaso. Pero esto no debe desviarnos hacia el falso optimismo histórico-filosófico de la fe en el espíritu invencible. El mismo contenido material, lo que es mucho más, puede quebrarse en su caída. El arte y las obras de arte son caducas no sólo por su heteronomía, sino también en la constitución misma de su autonomía. En este proceso, que sirve como prueba de que la sociedad des la que convierte al espíritu en factor de trabajo diferencial y en magnitud separada, el arte no es sólo arte sino también algo extraño y contrapuesto a él mismo. En su concepto mismo está escondido el fermento que acabará con él. 
En la refracción estética es imprescindible aquello que se refracta, como en la imaginación aquello que se imagina. Esto mismo vale ante todo para la objetividad inmanente del arte. En su relación con la realidad empírica, sublima el principio del sese conservare y lo convierte en el ideal de la mismidad de sus obras; como Schonberg dice, se pinta un cuadro, no lo que representa. De por sí toda obra de arte busca la identidad consigo misma, esa identidad que en la realidad empírica, al ser el producto violento de una identificación impuesta por el sujeto, no se llega a conseguir. La identidad estética viene en auxilio de lo no idéntico, de lo oprimido en la realidad por nuestra presión identificadora. La separación de la realidad empírica que el arte posibilita por su necesidad de modelar la relación del todo y las partes es la que convierte a la obra de arte en ser al cuadrado. Las obras de arte son imitaciones de lo empíricamente vivo, aportando a esto lo que fuera le está negando. Así lo liberan de aquello en lo que lo encierra la experiencia exterior y cosista. La línea de demarcación entre el arte y lo empírico no debe borrarse por un proceso de idealización del artista. Aunque esto es así, las obras de arte poseen una vida sui generis. No se trata solamente de su destino externo. Las que tienen sentido hacen siempre salir a la luz nuevos estratos, envejecen, se enfrían, mueren. Es una tautología decir que ellas, como artefactos y realizaciones humanas que son, no tienen la inmediatez vital de los hombres. Pero la acentuación del aspecto de artefacto propio del arte cuadra menos con su carácter de realización que con su propia estructura, con independencia de la manera en que ha llegado a ser. Son vi-vas por su lenguaje y de una manera que no poseen ni los objetos naturales ni los sujetos que las hicieron. Su lenguaje se basa en la comunicación de todo lo singular que hay en ellas. Forman contraste con la dispersión de lo puramente existente. Y precisamente al ser artefactos, productos de un trabajo social, entran en comunicación con lo empírico, a lo que renuncian y de lo que toman su contenido. El arte niega las notas categoriales que conforman lo empírico y, sin embargo, oculta un ser empírico en su propia sustancia. Aunque se opone a lo empírico en virtud del momento de la forma -y la mediación de la forma y el contenido no se puede captar sin hacer su diferenciación-, con todo hay que buscar de alguna manera la mediación en el hecho de que la forma estética es un contenido sedimentado. Las formas aparentemente más puras, como tradicionalmente se considera a las musicales, se pueden datar retrospectivamente hasta sus más pequeños detalles en algo que no pertenece a la forma, sino al contenido, como es la danza. Los ornamentos fueron quizá en un tiempo símbolos culturales. Habría que emprender el estudio de las relaciones de las formas estéticas con sus contenidos y de una manera más amplia que como lo ha hecho la escuela del Instituto de Warburg respecto al tema específico de la pervivencia de la Antigüedad. Sin embargo, la comunicación de las obras de arte con el exterior, con el mundo al que, por suerte o por desgracia, se han cerrado, se da por medio de la no comunicación, y en ello precisamente aparecen como refracciones del mismo. Es fácil pensar que lo común entre su reino autónomo y el mundo exterior son sólo los elementos que le ha pedido prestados y que entran en un contexto completamente distinto. Sin embargo, tampoco se puede discutir esa trivialidad perteneciente a la historia de la cultura de que el desarrollo de las conductas artísticas, tal como se resumen por lo general bajo el concepto del estilo, se corresponde con el desarrollo social. Aun la más sublime obra de arte ocupa un lugar determinado en relación con la realidad empírica al salirse de su camino no de una vez para siempre, sino en forma concreta, en forma inconscientemente polémica frente a la situación en que se halla esa realidad en una hora histórica. El hecho de que las obras de arte, como mónadas sin ventanas, tengan una «representación» de lo que no es ellas mismas apenas puede comprenderse si no es por el hecho de que su propia dinámica, su propia historicidad inmanente como dialéctica entre naturaleza y dominio de la naturaleza, posee la misma esencia que la dialéctica exterior y además se parece a ésta sin imitada. La fuerza de producción estética es la misma que la del trabajo útil y tiene en sí la misma teleología; y lo que podemos llamar relaciones estéticas de producción, todo aquello en lo que se hallan encuadradas las fuerzas productivas y sobre lo que trabajan, no son sino sedimentos o huellas de los niveles sociales de las fuerzas de producción. El doble carácter del arte como autónomo y como fait social está en comunicación sin abandonar la zona de su autonomía. En esta relación con lo empírico las obras de arte conservan, neutralizado, tanto lo que en otro tiempo los hombres experimentaron de la existencia como lo que su espíritu expulsó de ella. También toman parte en la clarificación racional porque no mienten: no disimulan la literalidad de cuanto habla desde ellas. Son reales como respuestas a las preguntas que les vienen de fuera. Los estratos básicos de la experiencia, que constituyen la motivación del arte, están emparentados con el mundo de los objetos del que se han separado. Los insolubles antagonismos de la realidad aparecen de nuevo en las obras de arte como problemas inmanentes de su forma. Y es esto, y no la inclusión de los momentos sociales, lo que define la relación del arte con la sociedad. Las tensiones de la obra de arte quedan cristalizadas de forma pura en ella y encuentran así su ser real al hallarse emancipadas de la fachada factual de lo externo. El arte, χωρίς de la existencia empírica, se relaciona con el argumento hegeliano frente a Kant: la colocación de una barrera hace que se supere la barrera por el hecho mismo de la colocación y así se avanza y se capta aquello contra lo que la barrera había sido levantada. Y esto solamente, y no moralismo alguno, es la crítica del principio de l' art pour l' art, el cual crea el χωρισμός del arte hacia su unidad y totalidad mediante una negación puramente abstracta. La libertad de las obras de arte, de la que ellas se precian y sin la que no sería nada, es una astucia de su propia razón. Todos sus elementos están encadenados con esa cadena cuya rotura constituye la felicidad de las obras de arte y en la que están amenazadas de volver a caer en cualquier momento. En su relación con la realidad empírica recuerda aquel teologúmeno de que en el estado de salvación todo es como es y, sin embargo, completamente distinto. También es inequívoca su analogía con la tendencia de la profanidad a secularizar el ámbito sacral hasta que éste, ya secularizado, se conserve por sí mismo; el ámbito sacral queda de alguna manera objetivado, rodeado por una valla, ya que su propio momento de falsedad está esperando la secularización con la misma intensidad con que trata de defenderse de ella. Según esto, el puro concepto del arte no sería un ámbito asegurado de una vez para siempre, sino que continuamente se estaría produciendo a sí mismo en momentáneo y frágil equilibrio, para usar la comparación, que es más que comparación, con el equilibrio entre el Yo y el Ello. El proceso de la autorepulsión tiene que renovarse constantemente. Toda obra de arte es un instante; toda obra de arte conseguida es una adquisición, un momentáneo detenerse del proceso, al manifestarse éste al ojo que lo contempla. Si las obras de arte son respuestas a sus propias preguntas, también se convierten ellas por este hecho en preguntas. Ha venido dándose hasta hoy la tendencia, que no se ha visto dañada por el fracaso evidente del tipo de educación en el que se encuadra, a percibir el arte de forma extraestética o preestética; aunque esta idea es bárbara, retardataria o responde a una necesidad de retrógrados, hay, sin embargo, algo en el arte que está de acuerdo con ella: si se quiere percibir el arte de forma estrictamente estética, deja de percibirse estéticamente. Únicamente en el caso de que se perciba lo otro, lo que no es arte, y se lo perciba como uno de los primeros estratos de la experiencia artística, es cuando se lo puede sublimar, cuando se pueden di-solver sus implicaciones materiales sin que la cualidad del arte de ser una para-sí se convierta en indiferencia. El arte es para sí y no lo es, pierde su autonomía si pierde lo que le es heterogéneo. Los grandes poemas épicos que aun hoy sobreviven al olvido fueron confundidos en su tiempo con narraciones históricas y geográficas. Paul Valery mostró la gran cantidad de materiales no fundidos en el crisol de la legalidad formal que existían en los poemas homéricos, en los germánicos primitivos y en los cristianos, sin que esto les hiciera perder su rango frente a creaciones carentes de tales escorias. A la tragedia, de la que podría inferirse la idea de la autonomía estética, le sucedió algo semejante. Fue imitación de acciones culturales consideradas entonces como relaciones de causas reales. La historia del arte, aunque es la 
historia del progreso de su autonomía, no ha podido extirpar este momento de dependencia y no sólo por causa de las cadenas que se han echado sobre el arte. La novela realista, en su plenitud formal del siglo XIX tenía algo de aquel rebajamiento a que la han obligado las teorías del llamado realismo socialista, tenía algo de reportaje, de anticipación de lo que la ciencia social proporcionaría con posterioridad. El fanatismo por una perfecta educación lingüística en Madame Bovary está probablemente en función del fanatismo contrario y la unidad de ambos es la que constituye su actualidad no marchita. El criterio de las obras de arte es doble: conseguir integrar los diferentes estratos materiales con sus detalles en la ley formal que les es inmanente y conservar en esa misma integración lo que se opone a ella, aunque sea a base de rompimientos. La integración en cuanto tal no asegura la calidad de una obra de arte; en la historia se han separado muchas veces ambos momentos. Ninguna categoría, por única y escogida qué sea, ni siquiera la categoría estética central de la ley formal, puede constituir la esencia del arte ni es suficiente para que se emitan juicios sobre sus obras. A su concepto pertenecen esencialmente ciertas notas que contradicen a un concepto cerrado de la misma, el elaborado por una filosofía artificial. La estética hegeliana del contenido ha reconocido ese momento inmanente del arte que es su ser otro y ha sobrepujado a la estética formal, que aparentemente opera con un concepto más puro del arte. Sin embargo, la estética formal libera los desarrollos históricos que quedaron bloqueados por la estética de contenido de Hegel y Kierkegaard como lo quedan por obra de la pintura abstracta. Pero al mismo tiempo la dialéctica idealista de Hegel se vuelve regresiva al considerar la forma como contenido y cae en una cruda dialéctica preestética. Confunde el tratamiento imitativo o discursivo de la materia con la cualidad ser-otro constitutiva del arte. Por así decir, Hegel se pierde a sí mismo ante la auténtica dialéctica de la estética, dando lugar a unas consecuencias imprevisibles para él; impulsó el cambio de clave del arte para convertirle en ideología de dominación. A la inversa, el momento de lo inexistente, de lo irreal en el arte, no es libre respecto a lo existente. Ese momento no se establece arbitrariamente, no es pura invención como lo convenu, sino que se estructura a partir de las proporciones en lo existente, proporciones que están exigidas por la incompleción, necesidad y contradicción de lo existente; exigidas por potencialidades. En esas proporciones siguen latiendo conexiones reales. El arte se porta respecto a su ser-otro como el imán respecto a un campo de limaduras de hierro. No sólo sus elementos, sino también su constelación, lo específicamente estético, lo decisivo para su espíritu, se encuentran orientados hacia su ser-otro. La identidad de la obra de arte con la realidad existente es también la identidad de su fuerza centralizante la que reúne sus membra disiecta, huellas de lo existente, y se asemeja al mundo por medio del principio que le sirve de contraste a él y por el que el Espíritu ha ordenado al mundo mismo. Y la síntesis por medio de la obra de arte no es sólo una imposición hecha a sus elementos, sino que repite por su lado una parte de su ser-otro, repite lo que sus elementos tienen de común. La síntesis tiene su fundamento en el lado material de la obra, en el lado alejado del espíritu, en aquello de lo que se ocupa y no sólo en sí misma. Esto es lo que sirve de unión entre el momento estético de la forma y la ausencia de violencia. La obra de arte se constituye necesariamente en su diferencia de la existencia por la relación a aquello que, en cuanto obra de arte, no es pero que la érea como tal. La insistencia en la falta de intención del arte la podemos observar en algún momento de la historia como simpatía con sus manifestaciones inferiores: en Wedekind que se burlaba del «arte-artista», en Apollinaire y también en el origen del cubismo. Esta insistencia nos deja ver una autoconsciencia no consciente del arte de su participación en su contrario; esa auto conciencia fue la que motivó el cambio crítico del arte cuando se evadió de la ilusión de su ser puramente espiritual. 
El arte es la antítesis social de la sociedad y no se puede deducir inmediatamente de ella. Su ámbito se corresponde con el ámbito interior de los hombres, con el espacio de su representación; previamente participa de la sublimación. Por ello es plausible determinar qué es el arte mediante una teoría de la vida anímica. La doctrina psicoanalítica se muestra escéptica respecto a las invariancias antropológicas, pero es más fiable desde el punto de vista psicológico que des-de el estético. Para ella las obras de arte son esencialmente proyecciones del Inconsciente, de aquellas pulsiones que las han producido, y olvida las categorías formales en la hermenéutica de la materia, enfocando con una trivialidad propia del médico de espíritu fino el objeto para el que están menos capacitados, llámese Leonardo o Baudelaire. No obstante su acentuación del sexo, hay que desenmascarar todo su espíritu pequeño-burgués. Trabajos competentes nos fuerzan a señalar como neuróticos a muchos retoños de la moda biográfica, a artistas cuya obra es la objetivación sin censura de la negatividad de lo existente. El libro de Laforgue atribuye a Baudelaire con toda seriedad que padecía de un complejo materno. Pero nunca se suscita la cuestión de si él habría podido escribir Les Fleurs du Mal en estado de salud psicológica, para no decir nada de si la neurosis había estropeado sus versos. Se convierte vergonzosamente en criterio la vida anímica normal aun en los casos en que, como en Baudelaire, su rango estético está condicionado por la ausencia de la mens sana. Si hacemos caso a las monografías psicoanalíticas, el papel afirmativo del arte vendría a contrapesar y neutralizar la negatividad de la experiencia. Y su momento negativo ya no se considera como la huella de ese proceso de represión que ciertamente penetra en las obras de arte. A los ojos del psicoanálisis, éstas son sueños diurnos; las confunde con documentos de sus investigaciones, las sitúa en el ámbito de sueños mientras que, por otro lado, al pretender dar satisfacción a la esfera extramental que han dejado vacía, las reduce a elementos materiales en bruto, quedándose en esto detrás de la auténtica teoría freudiana del «trabajo del sueño». Sobrevaloran también desmesuradamente el momento de ficción propio de las obras de arte acudiendo a la supuesta analogía con los sueños, en forma semejante a como lo hacen todos los positivistas. Pero las proyecciones del artista en el proceso de producción son sólo un factor de la obra hecha y no el definitivo; el lenguaje, los materiales, tienen su propio peso y más que ellos la obra misma de la que la imaginación de los psicoanalistas suele ocuparse poco. Si nos fijamos, por ejemplo, en la tesis psicoanalítica de que la música es una defensa contra la paranoia, veremos que clínicamente es bastante acertada pero nada nos dice sobre el rango y el contenido de una sola composición musical. Su teoría del arte es preferible a la idealista porque hace salir a la luz todo aquello que en el interior mismo del arte no es artístico. Nos ayuda a liberar al arte del carril del Espíritu Absoluto. Animada de una actitud de clarificación racional se enfrenta con el idealismo vulgar que querría conservar al arte, como en cuarentena, en una pretendida esfera superior, y que rezuma encono contra los conocimientos psicoanalíticos, especialmente contra el que quiere vincular el proceso artístico con pulsiones pasionales. Cuando trata de descifrar el carácter social que habla desde la obra de arte y en el que se manifiesta de forma múltiple el carácter del artista nos está proporcionando elementos de la mediación concreta entre la estructura de las obras y la de la sociedad. Pero a la vez está ensanchando una vía semejante a la del idealismo, la de un sistema absoluto de signos subjetivos que sirven a las pulsiones pasionales del sujeto. Nos da la clave de no pocos fenómenos, pero no la del fenómeno mismo del arte. Según la teoría psicoanalítica, las obras de arte no son más que hechos, pero pasa por alto su objetividad específica, su ajuste, su nivel formal, sus impulsos críticos, su relación con la realidad no psíquica: su idea, en fin, de verdad. A aquella pintora que, en la plena sinceridad entre analizada y analizador, se burlaba de los malos grabados sobre Viena que afeaban las paredes de la casa de éste, le explicó el analizador que este juicio no era más que agresividad por parte de ella. Las obras de arte reflejan la interioridad del artista muchísimo menos que lo que se imagina el médico, que solamente le conoce en el sofá psicoanalítico. Tan sólo los diletantes retrotraen todo lo que es arte al inconsciente. Su sensibilidad, tan aséptica, no hace sino repetir manidos clichés. En el proceso de la producción artística los movimientos del inconsciente aportan impulso y material, pero entre otros muchos impulsos y materiales. Penetran en la obra de arte a través de la mediación de la ley de la forma; el sujeto mismo que realiza la obra no es otra cosa que un intermediario. Las obras de arte no son un thematic apperception test del artista. Parcialmente culpable de esta broma es el culto que rinde el psicoanálisis al principio de la realidad: cuanto no obedezca a este principio es sólo y siempre «maldición», mientras que la adaptación a la realidad es el summum bonum. Pero la realidad nos ofrece tan sobrado fundamento real para huir de ella como para que sea honesto acudir al argumento de la maldición, al que sustenta una ideología de armonización; aun psicológicamente hablando, el arte podría ser legitimado mejor que lo que hace la psicología. Es verdad que la imaginación es una maldición, pero no completamente: lo que trasciende el principio de la realidad hacia algo superior está también debajo de ella; poner el dedo aquí es una actitud maliciosa. Se deforma la imago del artista, al que se convierte en ser tolerado: el neurótico de una sociedad de división del trabajo. Los artistas de rango máximo, Beethoven o Rembrandt, unieron una agudísima conciencia de realidad a un alejamiento de la misma; este hecho sería un digno objeto de la psicología del arte. Su labor sería descifrar la obra de arte no sólo como una magnitud igual al artista, sino también como desigual, como trabajo sobre algo que se resiste. Si el arte tiene raíces psicoanalíticas, son éstas de la fantasía de su omnipotencia. En la fantasía está el deseo de la obra, que es también la de producir un mundo mejor. De esta forma queda en franquía la verdadera dialéctica, mientras que la idea de la obra de arte como lenguaje puramente subjetivo del Inconsciente no llega ni siquiera a ella. 
La teoría kantiana del arte es la antítesis de la freudiana, que es la del arte como satisfacción de deseos. En la analítica de lo bello, el momento primero del juicio estético es la complacencia desinteresada. Al interés «se le llama complacencia, la misma que unimos a la representación de la existencia de un objeto». No está claro si con la «representación de la existencia de un objeto» se quiere hacer referencia al objeto tratado por una obra de arte como materia de la misma o a la obra de arte en cuanto tal; un bonito desnudo o la dulce melodía de notas musicales pueden ser kitsch, pero también momentos integrales de calidades artísticas. El acento puesto sobre la «representación» es una consecuencia del sentido pregnante de la tendencia subjetivista de Kant que busca calladamente la cualidad estética en el efecto de la obra de arte sobre quien 1a contempla, de acuerdo con la tradición racionalista, especialmente la de Moses Mendelssohn. En la Crítica del Juicio es revolucionario el estrechamiento que da a la vieja estética del efecto por medio de la crítica inmanente, aun cuando no abandone el ámbito de esa estética. Todo el subjetivismo kantiano, de forma análoga, tiene su peso específico en la intención objetiva qué le es propia, en el intento de salvar la objetividad por medio del análisis de los elementos subjetivos. El desinterés, que él subraya, le aleja del efecto inmediato al que la complacencia quiere conservar, y esto prepara la quiebra de la supremacía de esa complacencia. Si de ella quitamos lo que Kant entiende por interés, se convierte en algo tan indeterminado que ya no sirve para la determinación de lo bello. La doctrina de la complacencia desinteresada es pobre ante el fenómeno estético, lo reduce a lo formal, algo tan cuestionable en su aislamiento, o a los llamados objetos sublimes de la naturaleza. La sublimación hasta la forma absoluta olvida el espíritu de las obras de arte, bajo cuyo signo se ha hecho la sublimación. La nota a pie de página que Kant se ve forzado a introducir afirmando que el juicio sobre un objeto de complacencia puede ser desinteresado y ser sin embargo interesante, y suscitar por tanto interés, aunque un interés sin fundamento, atestigua claramente, y sin que Kant lo quiera, lo que acabamos de decir. En él el sentimiento estético -y también virtualmente, según su concepción, el arte mismo-está separado de los deseos que se orientaban a la «representación de la existencia de un objeto»; pero la complacencia en esa representación tiene «siempre a la vez relación con los deseos”. De Kant procede por primera vez el reconocimiento, nunca después desmentido, de que la conducta estética está libre de deseos inmediatos; Kant liberó el arte de ese deseo trivial que siempre quiere tocarlo y gustarlo. Al mismo tiempo, este motivo kantiano no es ajeno a la teoría psicológica del arte: también Freud cree que las obras de arte no son satisfacciones inmediatas de deseos, sino transformaciones de una libido, primariamente insatisfecha, en rendimiento socialmente productivo, aun siendo claro que así se presupone sin crítica el valor social del arte por un respeto ingenuo de su validez pública. El hecho de que Kant haya subrayado mucho más enérgicamente que Freud la diferencia entre el arte y los deseos pasionales contribuye a la idealización del mismo; pero también hace que el arte quede constituido por la separación entre la esfera estética y la esfera empírica. Esta constitución, que es histórica, ha sido considerada por Kant como trascendental y ha sido identificada de acuerdo con una lógica muy simple con la esencia de lo artístico, sin importarle que los componentes pulsionales subjetivos del arte vuelvan a aparecer transfigurados aun en las más elevadas formas artísticas. La teoría freudiana de la sublimación ha percibido mucho más claramente el carácter dinámico de lo artístico. Pero el precio que ha pagado por ello no es menor que el de Kant. Si la esencia espiritual de la obra de arte brota vigorosa en Kant, no obstante su preferencia por la intuición sensible, de la diferenciación entre la conducta estética y las conductas práctica y pasional, la adaptación freudiana de la estética a la doctrina de los impulsos pasionales, en cambio, le cierra el camino hacia esa esencia. Las obras de arte, aun como sublimaciones, apenas son otra cosa que representantes de los movimientos sensuales a los que han modificado mediante un trabajo semejante al de los sueños hasta hacerlos irreconocibles. La confrontación de estos dos pensadores tan heterogéneos (Kant rechazó no sólo el psicologismo filosófico, sino toda la psicología a medida que avanzaba en edad) es permisible porque ambos tienen algo en común que pesa más que la constitución del sujeto trascendental en el uno y que el recurso a lo psicológico experimental en el otro. En el fondo, ambos están orientados subjetivamente en su juicio de las facultades pasionales, tanto si éste es positivo como negativo. Para ellos sólo existe propiamente la obra de arte en relación con quien la contempla o con quien la produce. Mediante un mecanismo que también actúa en su filosofía moral, Kant se ve forzado a considerar al individuo existente de una forma óntica, bastante más de lo que puede compaginarse con la idea del sujeto trascendental. Ninguna complacencia sin seres vivos a los que el objeto agrade; el escenario de toda la Crítica del Juicio son los «Konstituta», de los que sin embargo no se trata expresamente. Por eso, cuanto estaba planeado como puente entre la razón pura teórica y la razón pura práctica no es respecto de ellas sino άλλο γέγνος. El tabú del arte -siempre que se defina el arte se está respondiendo a un tabú, las definiciones son tabúes racionales-prohíbe que se vaya hacia el objeto de forma animal, que se desee apoderarse de él en persona. Pero a la fuerza del tabú responde la del hecho sobre el que tabú versa, No hay arte que no contenga en sí, en forma de negación, aquello contra lo cual choca. Al desinterés propio del arte tiene que acompañarle la sombra del interés más salvaje, si es que el desinterés no quiere convertirse en indiferencia, y más de un hecho habla en favor de que la dignidad de las obras de arte depende de la magnitud de los intereses a los que están sometidas. Kant niega rotundamente esto por un concepto de libertad que percibe heteronomia en todo lo que no sea absolutamente propio del sujeto. Su teoría del arte queda desfigurada por la insuficiencia de la doctrina de la razón práctica. El pensamiento de que lo bello posea algo de autonomía frente al yo soberano o pudiera llegar a tenerla, es considerado por su filosofía como deshonesta desviación hacia mundos inteligibles. El arte, al igual que aquello de lo que antitéticamente brotó, queda así desposeído de cualquier contenido y en su lugar se coloca algo tan puramente formal como la complacencia. Su estética se convierte, de forma bastante paradójica, en hedonismo castrado, en placer sin placer. No hace justicia ni a la experiencia estética, en la que ciertamente juega un papel la complacencia aunque no sea todo, ni al interés presente, a las necesidades reprimidas e insatisfechas que siguen vibrando en su negación estética y convierten a las obras de arte en algo más que en modelos vacíos. El desinterés estético es el que ha ampliado el interés más allá de su particularismo. El interés en la totalidad estética desearía ser, objetivamente, interés por una exacta estructuración de todo. No tiende hacia la plenificación individual, sino hacia la ilimitada posibilidad, la cual sin embargo no podría darse sin la planificación individual. Correlativa con las debilidades de la teoría kantiana del arte, la de Freud es también más idealista de lo que se cree. Al situar las obras de arte puramente en la inmanencia psicológica, quedan alienadas con respecto a la antítesis del no-yo. Los aguijones de la obra de arte no llegan a tocarle porque agotan su fuerza en dominar psíquicamente las pulsiones reprimidas y finalmente en adaptadas. Se puede entender bien el psicologismo estético acudiendo a la idea filistea de la obra de arte como fuerza que sojuzga armónicamente a los contrarios, como sueño de una vida mejor sin pensar en lo malo de lo que se ha librado. La aceptación conformista por parte del psicoanálisis de esa opinión al uso que considera la obra de arte como un positivo bien cultural se corresponde en él con un hedonismo estético que priva al arte de toda negatividad para situar a ésta en los conflictos pasionales de su génesis sin dejarla aparecer en los resultados. Pero cuando se consigue la deseada sublimación de la obra de arte y su integración en el uno y en el todo, pierde la fuerza por la que supera la existencia externa, por la que se desliga de ella en su propia forma de ser. Pero si conserva la negatividad de la realidad y toma posición respecto de ella, se modifica entonces el concepto del desinterés. Las obras de arte implican en sí mismas una relación entre el interés y la renuncia al mismo, en contra de la interpretación kantiana y de la freudiana. La misma contemplación de las obras de arte, separada forzosamente de objetivos de acción, se experimenta a sí misma como interrupción de la praxis inmediata, y por ello como algo práctico en sí mismo, al estar resistiendo a la participación activa. Sólo las obras de arte que pueden ser percibidas como formas de comportamiento tienen su raison d' étre. El arte no es sólo el pionero de una praxis mejor que la dominante hasta hoy, sino igualmente la crítica de la praxis como dominio de la brutal autoconservación en medio de lo establecido y a causa de ello. Denuncia como mentirosa a una producción por la producción misma, opta por una praxis más allá del trabajo. Promesse de bonhear quiere decir algo más que esa desfiguración de la felicidad operada por la praxis actual: para ella, la felicidad estaría por encima de la praxis. La fuerza de la negatividad en la obra de arte es la que mide el abismo entre praxis y felicidad. Kafka no excita ciertamente un deseo pasional. Pero la angustia real que crean obras suyas en prosa como La metamorfosis o La colonia penitenciaria (el shock de encogimiento, el asco que sacude la physis) todo ello, como forma de defensa, tiene más que ver con la pasión que con el antiguo desinterés que él recoge y que tras él perdura. Pero el desinterés es groseramente inadecuado para dar cuenta de sus escritos. Sirve para que el arte se hunda en vertical hasta convertirse en eso que Hegel desprecia, en el juego agradable o útil del Ars Poetica horaciana. La estética de la época idealista, a la vez que el arte mismo, se han liberado de él. La experiencia artística sólo es autónoma cuando rechaza el paladeo y el goce. El camino hacia ello atraviesa el hito del desinterés; la emancipación del arte respecto de los productos de la cocina y la pornografía es irrevocable. Pero no queda tranquila en el mero desinterés, porque esta etapa sigue reproduciendo, aunque modificado, el interés. Toda ήδονή es falsa en un mundo falso. A causa de la felicidad se renuncia a la felicidad. Así sobrevive el deseo en el arte. En el desinterés kantiano se disfraza, apenas reconocible, el goce artístico. Pero este goce, tal como lo entienden la conciencia común y una estética complaciente, tomando como modelo el goce real, probablemente no existe. La participación del sujeto empírico en la experiencia artística telle quelle es sólo limitada y modificada, y podría disminuir a medida que creciera el rango de las obras. Quien goza de ellas de forma demasiado concreta es un hombre trivial; las palabras como deleite de los oídos le extraviaron. Pero si se extirpase hasta la última huella del goce, la cuestión de para qué existen en definitiva las obras de arte nos llevaría a confusiones. Tanto menos se goza de las obras de arte cuanto más se entiende de ellas. Anteriormente, la forma tradicional de enfrentarse con las obras de arte, forma que tiene su importancia para la explicación de las mismas, era la de la admiración: las obras de arte son así en sí mismas, no para el que las contempla. Lo que de ellas venía hacia él y le arrebataba era su verdad, lo mismo que en los tipos kafkianos, en quienes la verdad sobrepuja a cualquier otro aspecto. No eran meros instrumentos de un goce de orden superior. La relación con el arte no era la de la posesión del mismo, sino que, al contrario, era el observador el que desaparecía en la cosa. Por el contrario, las obras modernas atropellan a cualquiera como locomotoras de cine. Si se pregunta a un músico si la música produce alegría, contestaría lo que los violoncelistas gesticulantes bajo la dirección de Toscanini en la anécdota americana; dirán: I just hate music. Quien tiene respecto del arte esa relación genuina en la que él mismo desaparece, nunca considera el arte como objeto. Aunque no podría soportar que le privasen de él, sin embargo sus manifestaciones individuales no le causan placer. Es indiscutible que nadie se ocuparía del arte si no tuviera, como dicen, algo que ver con él, pero no es verdad que se pueda hacer el balance de cosas como éstas: he oído esta tarde la Novena Sinfonía, he tenido tales y tales placeres. Y, sin embargo, esta idiotez se considera como sano sentido común. El ciudadano medio desea un arte voluptuoso y una vida ascética, y sería mejor lo contrario. La conciencia cosificada retrotrae el arte a su propia esfera como sustitución del inmediato placer sensual que no' tiene, aunque su lugar no sea ése. Aparentemente, la obra de arte atrae al consumidor a una cercanía física debido a su fuerza de atracción sensual, pero en realidad lo que hace es alejarse de él: ha sido convertida en mercancía que le pertenece y que teme constantemente perder. La falsa relación con el arte es hermana de la angustia por la propiedad. La idea del bien puede perder valor, tal como la entiende la psicología vulgar, se corresponde estrictamente con la idea fetichista de la obra de arte como posesión que puede tenerse y que puede ser destruida por la reflexión. Pero si el arte es por su propio concepto algo que ha llegado a ser, entonces también lo será su cualidad de medio para el goce. Esas formas, predecesoras de las obras de arte, de la magia y del animismo que formaban parte de la praxis ritual, no habían llegado todavía a su autonomía, pero no se prestaban a ser gozadas, ni siquiera como formas sacras. La espiritualización de las obras de arte ha aguijoneado el rencor de los excluidos de la cultura y ha iniciado el género del arte para consumistas. Por otro lado, la repulsión que este tipo de arte ha levantado en los artistas los ha impulsado hacia una espiritualización cada vez más desconsiderada. Ningún desnudo griego ha sido una pin-up. La simpatía moderna por lo muy antiguo y por lo exótico no debería ser explicada más que de esta forma: los artistas abogan por la abstracción de los objetos naturales en cuanto deseables. Por lo demás, Hegel no ha olvidado esa calidad no sensual de lo antiguo al hablar de la construcción del «arte simbólico». El punto de placer que ofrece la obra de arte, aunque es una protesta contra el universal carácter de mediación de las mercancías, tiene también un cierto carácter de mediación: quien desaparece en la obra de arte queda así dispensado de la miseria de una vida siempre demasiado mezquina. Tal placer puede crecer hasta la embriaguez y el pobre concepto del goce tampoco vale para explicar este estado. Valdría más para quitarle a uno el deseo del goce. Es notable además que esta estética, que tanto insiste en la impresión subjetiva como fundamento de toda hermosura, nunca haya analizado seriamente esa impresión. Indudablemente sus descripciones son casi triviales, quizá porque su actitud subjetiva le cegaba para comprender que en la experiencia artística sólo puede conseguirse algo acertado relacionándose con la cosa y no mediante el gaudium del amante. El concepto del goce artístico fue un parco compromiso entre la dimensión social y la antisocial de la obra de e arte. Aun cuando el arte no sirve para la cuestión de la autoconservación (la conciencia burguesa nunca se lo ha perdonado del todo), por lo menos tiene que hacerse valer mediante una especie de valor de uso que es la imitación del placer sensual. Así se falsea también esa viva plenificación, porque sus productos no pueden proporcionarla. Queda hipostasiada la idea de que quien sea incapaz de una diferenciación sensible, quien no pueda distinguir un sonido hermoso de un sonido sin nervio, ni un color luminoso de otro apagado, difícilmente será capaz de experiencia artística. Es verdad que esta experiencia percibe agudamente las diferencias sensibles y las cree un medio de la formación de la obra de arte, pero el placer que la acompaña es sólo algo que se abre camino en ella un poco en contra de su tendencia principal. La importancia del placer es variable en el arte; en períodos que siguen a otros ascéticos como el Renacimiento, se hace especial-mente vivo y se convierte en órgano de liberación, al igual que en el impresionismo encarnaba su reacción antivictoriana; otras veces, la tristeza de ser criatura se manifestaba como contenido metafísico al quedar embebidas las formas artísticas de atractivo erótico. El placer tiene, pues, una fuerza de repulsión respecto a lo pasado, pero también tiene algo de infantil, sobre todo cuando aparece sin haber sido sometido a un proceso de modificación. Cuando no está imitado y sigue siendo un efecto inmediato, el arte absorbe plenamente el placer en el recuerdo y en el deseo. Tales períodos en los que lo placentero y la forma no quieren entrar en comunicación quedan vaciados por su alergia hacia lo groseramente sensual, y quizá no sea ésta la última causa por la que fue rechazado el impresionismo. 
La verdad del hedonismo estético queda destruida por el hecho de que, en el arte, los medios no quedan totalmente absorbidos en el fin. En la dialéctica entre ambos, los medios conservan una cierta autonomía que les ha llegado por una mediación. La presencia, esencial á la obra de arte, adquiere una cierta unidad homogénea gracias al agrado sensible que crea. Este agrado, según la expresión de Alban Berg, es parte de su objetividad, es la prueba de que en lo creado artísticamente no sobresalen los clavos ni huele malla cola: la dul. zurra de expresión de muchas piezas de Mozart está recordando la dulzura de la voz humana. Lo sensible en las obras importantes, que brillan por su exquisito arte, se convierte en algo espiritual, lo mismo que la singularidad abstracta que crea el espíritu de las grandes obras, por más que parezca indiferente respecto a su manifestación, adquiere brillo sensible. A veces, hay obras de arte perfectamente formadas y articuladas que actúan, aunque de forma secundaria, por medio de su lenguaje formal sobre lo sensiblemente agradable. La disonancia, signo de todo lo moderno, conserva un atractivo sensible aun en sus equivalencias ópticas, transfigurando el atractivo en su antítesis, en dolor: es el originario fenómeno estético de la ambivalencia. Llama poderosamente la atención la enorme importancia que ha adquirido lo disonante para el arte moderno desde Baudelaire y Tristán, de forma que se ha convertido en una cierta constante de lo moderno. La razón de esta importancia está en que en la disonancia convergen el juego de fuerzas de la obra de arte y la realidad externa cuyo poder sobre el sujeto ha ido creciendo de forma paralela a la autonomía del arte. La disonancia en el interior de la obra de arte es lo que la sociología vulgar llama su alienación social. Ciertamente, las obras de arte convierten en tabú la suavidad espiritual a la que sirven de intermediarias, porque la hacen demasiado parecida a la suavidad vulgar. El desarrollo posterior podría contribuir a la agudización de los tabúes sensuales, aunque a veces sea difícil distinguir hasta qué punto este tabú se basa en una ley formal y hasta qué punto es solo impericia en el oficio. Pero ésta es una cuestión semejante a otras que han surgido en las controversias estéticas y no han aportado frutos especiales. El tabú sensual desemboca finalmente en lo contrario del agrado porque se le siente, aun desde una gran lejanía, como la negación específica de sí mismo. Tal forma de reacción aproxima peligrosamente la disonancia a su contrapuesto, la reconciliación, y se vuelve muy frágil ante cualquier destello de lo humano, que no es sino la ideología de lo inhumano, y por eso se pone con gusto del lado de la conciencia cosificada. La disonancia se enfría hasta convertirse en material indiferente de una nueva forma de inmediatez sin el más mínimo recuerdo del origen de que procedió. La disonancia se hace sorda y falta de calidad. Cuando una sociedad no deja ya lugar ninguno para el arte y se asusta de cualquier reacción contra él, es el-arte mismo el que se escinde en posesión cultural degenerada y cosificada y en el placer propio del cliente que tiene poco que ver con el objeto artístico. El placer subjetivo en la obra de arte se aproximaría entonces al estado de quien ha sido arrojado del ámbito de lo empírico como totalidad de interferencias, pero no a lo empírico mismo. Podría haber sido Schopenhauer el primero en haberlo visto. La felicidad en las obras de arte es una fuga precipitada, pero no tiene nada de aquello de lo que el arte se escapa; es siempre accidental, es menos esencial para el arte que la misma felicidad de su conocimiento: hay que demoler el concepto del goce artístico como constitutivo del arte. Si, de acuerdo con la idea de Hegel, en todo sentimiento del objeto artístico hay algo aleatorio (normalmente una proyección psicológica), esto exige del que lo tiene un conocimiento, un conocimiento de lo justo: hay que ser consciente de su verdad y de su falta de verdad. Al hedonismo estético habría que oponer ese pasaje de Kant en su doctrina sobre lo sublime cuando, de forma partidista, lo exime del arte: la felicidad en las obras de arte sería en todo caso el sentimiento de lo resistente transmitido por ellas. Esto vale más para la totalidad del ámbito estético que para cada obra singular. 

(1969)

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