Fernand Braudel - La Historia frente al presente




Longevidad de las civilizaciones 
Lo que quizá conozcamos mejor que cualquier otro observador de lo social es la fundamental diversidad del mundo. Todos nosotros sabemos que toda sociedad, todo grupo social, participan en alto grado, con relaciones íntimas o lejanas, en una civilización, o más exactamente, en una serie de civilizaciones superpuestas, mutuamente vinculadas y a veces muy dispares; y que cada una de ellas y su conjunto nos introduce en un movimiento histórico inmenso, de muy larga duración, que constituye para cada sociedad el manantial de una lógica interna, que le es propia, y de innumerables contradicciones. Todos hemos hecho la experiencia de cómo utilizar la lengua francesa como instrumento preciso, de cómo tratar de adueñarse de su vocabulario, de conocerlo, a partir de los orígenes, de las raíces de sus palabras, a cientos y miles de años de distancia. Pero la lengua no es más que un ejemplo entre una multitud de otros. Por tanto, lo que el historiador de las civilizaciones puede afirmar, mejor que cualquier otro, es que las civilizaciones son realidades de muy larga duración. No son «mortales», sobre todo a escala de nuestra vida individual, a pesar de la frase demasiado célebre de Paul Valéry. Quiero decir que los accidentes mortales, si existen —y existen, claro está, e incluso son capaces de dislocar sus constelaciones fundamentales—, les afectan infinitamente menos de lo que con frecuencia se cree. En muchos casos, se trata simplemente de letargos transitorios. Por lo general, sólo son perecederas sus flores más exquisitas, sus éxitos más excepcionales; pero las raíces profundas subsisten a muchas rupturas, a muchos inviernos. 
Las civilizaciones —realidades de larga, de inagotable duración, readaptadas sin fin a su destino— sobrepasan, pues, en longevidad a todas las demás realidades colectivas y les sobreviven. De la misma manera que en el espacio rebasan los límites de las sociedades precisas (que se ven así sumidas en su mundo por lo general más amplio que ellas y que reciben de él, sin ser siempre conscientes de ello, un impulso o impulsos particulares), así en el tiempo se afirma a su favor un exceso, que Toynbee ha puesto claramente de relieve y que les transmite extrañas herencias, incomprensibles para quien se contenta con observar, con conocer al «presente» en el sentido más reducido de la palabra. Dicho de otra forma, las civilizaciones sobreviven a las conmociones políticas, sociales, económicas y hasta ideológicas, que, por lo demás, son quienes las determinan insidiosa y hasta poderosamente a veces. La Revolución francesa no supuso un corte total en el destino de la civilización francesa, como tampoco lo supuso la Revolución de 1917 en el de la civilización rusa, a la que algunos califican —para ampliarla aún más— de civilización ortodoxa oriental. 
Tampoco acepto, en lo que a las civilizaciones se refiere, la existencia de rupturas o de catástrofes sociales irremediables. No nos apresuremos, pues, a decir demasiado categóricamente, al igual que Charles Seignobos sostuvo en una ocasión(1938) en una discusión amistosa con el autor de estas líneas, que la civilización francesa es impensable sin una burguesía; lo que Jean Cocteau tradujo a su manera cuando dijo: «...La burguesía es el origen de Francia... detrás de toda obra de nuestra patria hay una casa, una lámpara, sopa, un hogar, vino y una pipa». Y no obstante, al igual que las demás, la civilización francesa, puede, en último extremo, cambiar de soporte oficial o crearse uno nuevo. Si pierde esta burguesía, es incluso plausible que se asista al nacimiento de otra. Con este motivo, cambiaría todo lo más de color en relación a sí misma, pero conservaría casi todos sus matices o peculiaridades con relación a otras civilizaciones; se mantendría, en suma, en la mayoría de sus «virtudes» y de sus «errores». O, por lo menos, así lo creo. 
Por tanto, para quien pretende inteligir el mundo actual, y a mayor abundamiento para quien pretenda participar en su transformación, el saber discernir sobre el mapa del mundo las civilizaciones hoy en vigencia, fijar sus límites, determinar los centros y periferias, las provincias y el aire que en ellas se respira, las «formas» particulares y generales que conviven y se asocian en ellas, constituye una tarea «rentable». De no ser así, ¡a cuántos desastres y a cuántas equivocaciones no estaremos obligados .a asistir en el futuro, como fue ya tradicional en el pasado! Dentro de cincuenta o de cien años, por no decir que dentro de dos o tres siglos, las civilizaciones se mantendrán todavía, con toda verosimilitud, aproximadamente en el mismo lugar del mapa del mundo, les hayan o no favorecido los avatares de la Historia; manteniéndose, por lo demás, las restantes cosas iguales, como dice la prudencia de los economistas, y salvo en el caso, naturalmente, de que la humanidad, no se haya entre tanto suicidado, para lo cual cuenta hoy, por desgracia, con los medios necesarios. 
Nuestro primer impulso, por tanto, es creer en la heterogeneidad y en la diversidad de las civilizaciones del mundo, en la permanencia y en la supervivencia de sus personajes; lo que equivale a colocar en primera fila de lo actual el estudio de los reflejos adquiridos, de las actitudes carentes de gran flexibilidad, de las costumbres arraigadas, de los gustos profundos que sólo una historia lenta, antigua y poco consciente consigue explicar (semejantes a los antecedentes que el psicoanálisis coloca en lo más profundo del comportamiento del adulto). Convendría interesar en ello a los niños desde el colegio; pero los pueblos suelen complacerse demasiado en su propia imagen, descuidando a los demás. En realidad, este conocimiento insustituible continúa siendo bastante poco frecuente. Obligaría a tomar en consideración —al margen de la propaganda, válida tan sólo y aún así a corto plazo— todos los graves problemas de las relaciones culturales, a encontrar, de civilización en civilización, el vocabulario aceptable que respete y favorezca posiciones diferentes, incluso cuando son difíciles de reducir las unas a las otras. 
El lugar de Francia. Francia constituyó, en el pasado, ese lenguaje aceptable, que todavía hoy continúa siéndolo. Ha sido el «helenismo moderno» (Jacque Berque) del mundo musulmán. Ha sido la educadora de toda América latina —esa otra América, ella también tan atractiva. En África, por mucho que se diga, ha sido y continúa siendo una antorcha eficaz. En Europa, la única iluminación común: un viaje a Polonia o a Rumania lo prueba de sobra; un viaje a Moscú o a Leningrado lo prueba con razón. Todavía podemos ser una necesidad del mundo si el mundo acepta el vivir sin destruirse y el comprenderse sin irritarse. A muy largo plazo, este porvenir continúa siendo nuestra oportunidad, casi nuestra razón de ser. Incluso aunque políticos miopes sostengan lo contrario. 

Permanencia de la unidad y de la diversidad a través del mundo 
Y, no obstante, todos los observadores, todos los viajeros, entusiastas o malhumorados, nos hablan de la uniformización creciente del mundo. ¡Apresurémonos a viajar antes de que la tierra ofrezca por doquier el mismo aspecto! En apariencia, nada se puede replicar a estos argumentos. Antes, el mundo abundaba en pintoresquismos, en matices; hoy todas las ciudades, todos los pueblos, en cierta manera se parecen: Río de Janeiro ha sido invadido desde hace más de veinte años por los rascacielos; Moscú hace pensar en Chicago; por todas partes, el mismo paisaje de aviones, de camiones, de automóviles, de vías férreas, de fábricas; los trajes típicos desaparecen, unos tras otros. Sin embargo, ¿no se está cometiendo, más allá de evidentes constataciones, una serie de errores bastante graves? El mundo de ayer tenía ya sus uniformidades; la técnica —ya que es ella quien por doquier deja su impronta— no es con toda seguridad más que un elemento de la vida de los hombres: sobre todo, no debemos arriesgarnos, una vez más, a confundirla con la o las civilizaciones. 
La tierra no deja de achicarse y los hombres se encuentran, más que nunca, «bajo un mismo  techo» (Toynbee), obligados a vivir juntos. En estos contactos se ven forzados a repartirse los bienes, los instrumentos y quizá hasta ciertos prejuicios comunes. Por todas partes, la civilización ofrece sus servicios, sus stocks, sus diferentes mercancías. Las ofrece, pero no siempre las da. Si tuviéramos ante los ojos un mapa de la distribución de las grandes fábricas, de los altos hornos, de las centrales eléctricas y, en un futuro próximo, de las fábricas atómicas, o también un mapa del consumo en el mundo de los productos esenciales, no nos sería difícil constatar que estas riquezas y estos instrumentos se encuentran muy desigualmente repartidos entre las diferentes regiones de la tierra. Hay, por una parte, los países industrializados y, por otra, los subdesarrollados, que tratan de cambiar su suerte con más o me-nos éxito. La civilización no está equitativamente repartida. Ha propalado posibilidades y promesas, suscita codicias y ambiciones. En realidad, se ha iniciado una carrera, que ha de tener triunfadores, competidores mediocres y derrotados. Al abrir el abanico de las posibilidades humanas, el progreso ha aumentado la gama de las diferencias. Todos los concursantes alcanzarían al pelotón si el progreso hiciera un alto en el camino : pero no es ésa la impresión que da. De hecho, sólo las civilizaciones y las economías capaces de soportar la competencia participan en la prueba. 
En suma, aunque efectivamente existe una inflación de la civilización, sería pueril considerar que, más allá de su triunfo, elimine a las diferentes civilizaciones, verdaderos personajes, siempre vigentes y dotados de larga vida. Son ellos quienes, a propósito del progreso, emprenden la carrera, cargan sobre sus espaldas el esfuerzo a realizar, le confieren —o no— un sentido. Ninguna civilización ha dicho que no al conjunto de estos bienes nuevos; pero cada una de ellas le confiere un significado particular. Los rascacielos de Moscú no son los buildings de Chicago. Los hornos fruto de la improvisación y los altos hornos de la China Popular no son, a pesar de las semejanzas, los altos hornos de nuestra Lorena o los brasileños de Minas Gerais o Volta Redonda. Existe el contexto humano, social, político y hasta místico. La herramienta es muy importante, pero el obrero también lo es, así como la obra y e] interés que en ella se pone o no se pone. Habría que estar ciego para no sentir el peso de esta transformación masiva del mundo. Pero no se trata de una transformación omnipresente; y allí donde se realiza, lo hace de forma y con una amplitud y una resonancia humanas rara vez semejantes. Lo que equivale más o menos a decir que a técnica no lo es todo, cosa que un viejo país como Francia ya sabe sin duda demasiado bien. El triunfo de la civilización en singular no supone el desastre de los plurales. Plurales y singulares dialogan, se agregan y también se distinguen, a veces a primera vista y sin que sea necesario prestar una especial atención. Conservo el recuerdo del chófer árabe que, en los caminos interminables y desiertos del sur de Argelia, entre Laghouat y Ghardaïa, quitaba el contacto del autobús a las horas precisas, dejaba entregados a los pasajeros a sus pensamientos y se dedicaba, a algunos metros de ellos, a sus rezos rituales. 
Estas y otras imágenes nos sirven de demostración. Sin embargo, la vida es, con frecuencia, contradictoria: el mundo se encuentra violentamente impulsado hacia la unidad, pero al mismo tiempo continúa estando fundamentalmente dividido. Ya ocurría en un pasado reciente que la unidad y la heterogeneidad cohabitaran. Para invertir durante un momento el problema, insistimos sobre esa unidad de antaño que tantos observadores niegan tan categóricamente como afirman la unidad de hoy. Argumentan que la diversidad del mundo de ayer obedecía a la inmensidad y a la dificultad de las distancias: montañas, desiertos, extensiones oceánicas y fajas de bosques constituían otras tantas barreras reales. En este universo de compartimientos estancos, la civilización suponía forzosamente diversidad. Sin duda. Pero si el historiador que se vuelve hacia esas edades caducadas extiende su mirada al mundo entero, percibe también, a miles de leguas de distancia, semejanzas asombrosas, ritmos muy análogos. La China de los Ming, tan cruelmente abierta a las guerras de Asia, está sin duda alguna más cercana de la Francia de los Valois que la China de Mao Tsé-Tung de la Francia de la V República. No olvidemos, además, que también en esta época viajaban las técnicas. Los ejemplos serían innumerables. Los molinos de viento de China de ruedas horizontales se corresponden con los molinos de Europa de alas verticales. Pero no reside en ellos el gran artífice de la uniformidad. El hombre, en realidad, sigue siendo prisionero de un límite del que no es capaz de evadirse. Este límite es sensiblemente el mismo de un extremo a otro de la tierra; este límite es el que marca con un sello uniforme todas las experiencias humanas, cualquiera que sea la época considerada. En la Edad Media, e incluso en el siglo XVI, la mediocridad de las técnicas, de las herramientas y de las máquinas, así como la escasez de los animales domésticos, imponían que toda actividad se redujera al hombre mismo, a sus fuerzas, a su trabajo; ahora bien, también el hombre escasea, es frágil, de vida endeble y corta. Todas las actividades, todas las civilizaciones se extienden, así, en un campo reducido de posibilidades. Estas constricciones envuelven toda aventura, la restringen de antemano, le confieren en profundidad un aire de parentesco a través del espacio y del tiempo, ya que éste tardó en desplazar los lindes. 
La revolución, la conmoción esencial del tiempo presente, consiste precisamente en el estallido de esas «envolturas» antiguas, de esas múltiples coacciones. Nada escapa a esta conmoción. Es la nueva civilización que pone a prueba a todas las civilizaciones. 

Las revoluciones que definen el tiempo presente 
Hay que precisar, en primer lugar, qué entendemos por tiempo presente. No debemos juzgarlo a escala de nuestras vidas individuales, tomando como referencia esas fracciones cotidianas tan nimias, insignificantes y traslúcidas que constituyen nuestras existencias personales. A escala de las civilizaciones, e incluso a escala de todo tipo de construcciones colectivas, hay que utilizar, para su comprensión y aprehensión, otras medidas. El presente de la civilización de hoy está constituido por esa enorme masa de tiempo cuyo amanecer estaría señalado por el siglo XVIII y cuya noche no estaría aún próxima. Hacia 1750, el mundo, con sus múltiples civilizaciones, se convirtió en el objeto de una serie de conmociones y de catástrofes en cadena (que no constituyen únicamente el patrimonio de la civilización occidental). En ella nos encontramos hoy. 
Esta revolución, estas perturbaciones repetidas, fueron determinadas no sólo por la revolución industrial, sino también por una revolución científica (que no afecta, sin embargo, más que a las ciencias objetivas, lo que da lugar a un mundo que seguirá cojeando mientras las ciencias del hombre no hayan encontrado su verdadero camino de eficacia) y por una revolución biológica, de causas múltiples pero de resultado evidente, siempre el mismo: una inundación humana como el planeta nunca había conocido. Pronto se alcanzará la cifra de tres mil millones de hombres: apenas se llegaba a los trescientos millones en 1500. 
De atreverse uno a hablar de movimiento de la historia, nunca podrá hacerse con más propiedad que a propósito de estas mareas conjugadas y omnipresentes. El poder material del hombre levanta al mundo y al hombre, lo arranca a sí mismo, lo empuja hacia una vida inédita. Un historiador habituado a una época relativamente próxima —el siglo XVI, por ejemplo— tiene la sensación, a partir del siglo XVIII, de acceder aun planeta nuevo. Los viajes aéreos de la actualidad nos han acostumbrado, precisamente, a la falsa idea de los límites infranqueables que un buen día son franqueados: la barrera del sonido, el límite del magnetismo terrestre que rodearía a la tierra a 8.000 km. de distancia. Barreras semejantes pobladas de monstruos separaban, a fines del siglo XV, el espacio a conquistar del Atlántico. Ahora bien, parece como si la humanidad, sin ser siempre consciente de ello, hubiera franqueado desde el siglo XVIII a nuestros días una de esas zonas difíciles, una de estas barreras que, por lo demás, se yerguen aún ante ella en determinadas partes del mundo. Hace muy poco tiempo que Ceilán conoce, gracias a las maravillas de la medicina, la revolución biológica que conmueve al mundo; en suma, la prolongación milagrosa de la vida. Pero el descenso del índice de natalidad, que suele acompañar a esta revolución, todavía no ha alcanzado a la isla, en laque este índice permanece muy alto, natural, en su máximo. Este fenómeno es observable en muchos otros países, como Argelia. Tan sólo hoy asiste China a su verdadera entrada, masiva, en la vida industrial, mientras que nuestro país se sume en ella a rienda suelta. 
No es necesario decir que este tiempo nuevo rompe con los viejos ciclos y las tradicionales costumbres del hombre. Si me alzo tan vehementemente contra las ideas de Spengler y de Toynbee es porque hacen volver con obstinación a la humanidad a sus antiguos momentos caducados, a lo ya visto. Cuando se acepta que las civilizaciones de hoy repiten el ciclo de la de los incas o de cualquier otra, hay que haber admitido previamente que ni la técnica ni la economía ni la demografía tienen nada que ver con las civilizaciones. 
De hecho, el hombre cambia de ritmo. Como resultado de ello, la civilización, las civilizaciones, todas nuestras actividades —las materiales, las espirituales, las intelectuales— se ven afectadas.¿Quién puede prever lo que serán el día de mañana el trabajo humano y su extraño compañero, el ocio, y lo que será su religión, presa entre la tradición, la ideología y la razón?; ¿quién puede prever en qué se convertirán, más allá de las fórmulas actuales, las explicaciones de la ciencia objetiva de mañana, el aspecto que revestirán las ciencias humanas, que hoy todavía se encuentran en la niñez? 

Allende las civilizaciones 
En el amplio presente todavía en «devenir», se está realizando, pues, una enorme «difusión». Tal difusión no sólo hace más intrincadas a las articulaciones antiguas y apacibles de las civilizaciones las unas con relación a las otras; complica también el mecanismo de cada una de ellas con relación a sí misma. Todavía llamamos a esta difusión, en nuestro orgullo de occidentales, irradiación de nuestra civilización sobre el resto del mundo. Apenas puede exceptuarse de esta irradiación, a decir de experto, a los indígenas del centro de Nueva Guinea o a los del este del Himalaya. Pero esta difusión en cadena, si ha sido alentada por Occidente, con toda evidencia se le escapa de ahora en adelante. Esas revoluciones existen hoy día al margen de nosotros. Son la ola que engrosa desmesuradamente a la civilización de base del mundo. El tiempo presente está constituido, ante todo, por esta inflación de la civilización y, al parecer, por la revancha, cuyo término no se vislumbra, del singular sobre el plural. 
Parece ser. Porque —ya lo he dicho e insisto en ello— esta nueva coacción o esta nueva liberación —en todo caso, este nuevo manantial de conflictos y esta necesidad de adaptaciones—, aunque afectan al mundo entero provocan en él movimientos muy dispares. No cuesta trabajo imaginar las conmociones a que esta brusca irrupción de la técnica y de todas las aceleraciones que provoca pueden dar lugar en el juego interno de cada civilización, en el interior de sus propios límites, materiales o espirituales. Pero este mecanismo no es claro; varía con cada civilización, y cada civilización se encuentra colocada respecto a él, sin quererlo, en una posición particular, en virtud de realidades muy antiguas y resistentes, puesto que constituyen su misma estructura. Cada pueblo construye diariamente su destino, su «actualidad», con el conflicto —o el acuerdo— entre actitudes antiguas y nuevas necesidades. 
¿Qué civilizaciones son las que están llamadas a amansar, a domesticar, a humanizar a la máquina y también a esas técnicas sociales de las que hablaba Karl Mannheim en el pronóstico lúcido y prudente, un poco triste, que intentó en 1943, esas técnicas sociales que el gobierno de masas necesita y provoca, pero que aumentan, 
peligrosamente, el poder del hombre sobre el hombre? ¿Se pondrán esas técnicas al servicio de las minorías, de los tecnócratas, o al servicio de todos y —por tanto— de la libertad? Entre las civilizaciones y la civilización se ha empeñado, bajo diversos nombres y en diversos frentes, una lucha feroz, ciega. Se trata de domar, de canalizar a ésta, de imponerle un nuevo humanismo. En este combate de una amplitud sin precedentes —no se trata ya de sustituir de un pequeño empujón a una aristocracia por una burguesía, o a una burguesía antigua por otra casi nueva, o a muchos pueblos insoportables por un imperio prudente y lúgubre, o a una religión que se defenderá siempre por una ideología universal— muchas estructuras culturales, o todas a la vez, pueden fallar. La conmoción ha alcanzado a grandes profundidades y a todas las civilizaciones, tanto a las más antiguas —o, mejor dicho, a las más gloriosas— como a las más modestas. 
Desde este punto de vista, el espectáculo contemporáneo más excitante para el espíritu es, sin duda, el de las culturas «en tránsito» de la in-mensa África Negra, entre el nuevo Océano Atlántico, el viejo Océano Indico, el muy viejo Sahara y, hacia el Sur, las masas primitivas del bosque ecuatorial. Que estas civilizaciones sean «culturas», en el sentido de Philip Bagby, explica, de pasada, que ni Spengler, ni Toynbee, ni Alfred Weber, ni Félix Sartiaux, ni el propio Bagby nos hayan hablado de ellas. El mundo de las «verdaderas» civilizaciones efectúa unas exclusiones...Este África Negra fracasó, sin duda, para remitirnos una vez más a la difusión de sus antiguas relaciones con Egipto y el Mediterráneo. Hacia el Océano Indico, por otra parte, se alzan altas montañas. En cuanto al Atlántico, ha permanecido durante largo tiempo vacío y ha sido necesario después del siglo XV, que la inmensa África se orientara hacia él para recoger sus beneficios y sus daños. Pero algo ha cambiado hoy en África Negra: se trata, al mismotiempo, de la intrusión de las máquinas, de lapuesta en marcha en enseñanzas, de la presión de verdaderas ciudades, de un florecimiento de esfuerzos pasados y presentes, de una occidentalización que se ha abierto amplio paso, aunque no haya ciertamente penetrado hasta la médula: los etnógrafos enamorados de África Negra como Marcel Griaule lo saben muy bien. Pero África Negra se ha vuelto consciente de sí misma, de su conducta, de sus posibilidades. In situ, es factible observar en qué condiciones se realiza este tránsito, a costa de qué sufrimientos, y también con qué alegrías. De hecho, si yo tuviera que buscar una mejor comprensión de las difíciles evoluciones culturales, en lugar de escoger como campo de batalla los últimos días de Bizancio partiría con entusiasmo en dirección de África Negra. 
Hacia un humanismo moderno. ¿Tenemos necesidad hoy de un nuevo, de un tercer concepto, además de cultura y de civilización, con los que unos u otros no queremos ya elaborar una escala de valores? En esta mitad del siglo XX sentimos la exigencia insidiosa, al igual que el siglo XVIII en su mitad de carrera, de un término nuevo, a fin de conjurar peligros y catástrofes posibles, a fin de expresar nuestras tenaces esperanzas. Georges Friedmann —y no es el único— nos propone el de humanismo moderno. El hombre, la civilización, deben vencer a la intimación de la máquina e incluso de la maquinaria —la automatización— que corre el riesgo de condenar al hombre a los ocios forzados. Un humanismo es una manera de tener confianza, de querer que los hombres se muestren mutuamente fraternales, y que las civilizaciones, cada una por su cuenta y al unísono, se salven y nos salven. Es aceptar, es desear que las puertas del presente se abran ampliamente sobre el porvenir, por encima de las quiebras, de las decadencias y de las catástrofes que predicen extraños profetas (los profetas pertenecen todos a la literatura negra). El presente no sabría ser esa línea de interrupción que todos los siglos, cargados de eternas tragedias, ven ante sí como un obstáculo, pero que la esperanza de los hombres no cesa, desde que existen hombres, de franquear. 

Fragmento de  BRAUDEL FERNAND La historia y las ciencias sociales – Títulos originales: Histoire et Sciences Sociales Pour une économie historique Les responsabilités de l'Histoire Histoire et Sociologie L'apport de l'Histoire des civilisations Unité et diversité des sciences de l'homme. Traductora: Josefina Gómez Mendoza. Primera edición en «El Libro de Bolsillo»: 1968 Segunda edición en «El Libro de Bolsillo»: 1970 © Fernand Braudel © Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1968, 1970 

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