Gilles Deleuze – Los signos (Sobre Proust)




¿En qué consiste la unidad de A la recherche du temps perdu? Al menos sabemos en qué no consiste. No consiste en la memoria ni en el recuerdo incluso involuntario. Lo esencial de la Recherche* no está en la magdalena ni en las losas. Por un lado, la Recherche no es simplemente un esfuerzo del recordar, una exploración de la memoria: búsqueda debe ser tomado en su sentido preciso, como en la expresión «búsqueda de la verdad». Por el otro, el tiempo perdido no es simplemente el tiempo pasado: es también el tiempo que se pierde, como en la expresión «perder el tiempo». Es evidente que la memoria interviene como un instrumento de búsqueda, pero no es el instrumento más profundo; al igual que el tiempo pasado interviene como una estructura del tiempo, pero tampoco es la estructura más profunda. Los campanarios de Martinville y la corta frase de Vinteuil, en los que no intervienen ningún recuerdo, ninguna resurrección del pasado, conducen siempre a Proust, a la magdalena y a las losas de Venecia, que dependen de la memoria y, por tanto, todavía remiten a una «explicación material». (1)
No se trata de una exposición de la memoria involuntaria, sino de la narración de un aprendizaje. Precisando más, del aprendizaje de un hombre de letras (2). El lado de Méséglise y el lado Guermantes no son tanto las fuentes del recuerdo como las materias primas, las líneas del aprendizaje. Son los dos lados de una «formación». Proust insiste constantemente en esto: en tal o cual momento el protagonista no sabía determinada cosa, la aprenderá más tarde. Estaba bajo una determinada ilusión de la que acabará por desprenderse. De aquí el movimiento de decepciones y revelaciones que marca el ritmo de toda la Recherche. Se invocará el platonismo de Proust: aprender es aún recordar. Sin embargo, por importante que sea su papel, la memoria interviene sólo como instrumento de un aprendizaje que la supera tanto por sus fines como por sus principios. La Recherche está enfocada hacia el futuro y no hacia el pasado. 
Aprender concierne esencialmente a los signos. Los signos son el objeto de un aprendizaje temporal y no de un saber abstracto. Aprender es, en primer lugar, considerar una materia, un objeto, un ser, como si emitieran signos por descifrar, por interpretar. No hay aprendiz que no sea «egiptólogo» de algo. No se llega a carpintero más que haciéndose sensible a los signos del bosque, no se llega a médico más que haciéndose sensible a los signos de la enfermedad. La vocación es siempre predestinación con relación a signos. Todo aquello que nos enseña. algo emite signos, todo acto de aprender es una interpretación de signos o de jeroglíficos. La obra de Proust está basada en el aprendizaje de los signos y no en la exposición de la memoria. 
De ellos saca su unidad y también su sorprendente pluralismo. La palabra «signo» es una de las palabras más frecuentes de la Recherche, especialmente en la sistematización final que constituye el Temps retrouvé. La Recherche se presenta como la exploración de los diferentes mundos de signos que se organizan en círculos y se cortan en algunos puntos, ya que los signos son específicos y constituyen la materia de talo cual mundo. Esto se aprecia ya en los personajes secundarios: Norpois y el número diplomático, Saint-Loup y los signos estratégicos, Cottard y los síntomas médicos. Un hombre puede ser hábil para descifrar los signos de un campo y resultar idiota en cualquier otro caso: así Cottard, el gran clínico. Más aún, en un campo común, los mundos se separan: los signos de los Verdurin no tienen sentido en el mundo de los Guermantes y, a la inversa, el estilo de Swann o los jeroglíficos de Charlus no aparecen en el mundo de los Verdurin. La unidad de cada mundo estriba en que forman sistemas de signos emitidos por personas, objetos, materias; no se descubre ninguna verdad ni se aprende nada a no ser por desciframiento o interpretación. Sin embargo, la pluralidad de los mundos radica en que estos signos no son del mismo género, no aparecen de la misma forma, no se dejan descifrar del mismo modo y no tienen una relación idéntica con su sentido. Que los signos formen a la vez la unidad y la pluralidad de la Recherche es una hipótesis que debemos verificar al considerar los mundos en los que el protagonista participa directamente. 

El primer mundo de la Recherche es el de la mundanidad. No hay medio que emita y concentre tantos signos, en espacios tan reducidos y a una velocidad tan grande. Bien es verdad que estos signos no son homogéneos en sí mismos. En un mismo momento se diferencian, no sólo según las clases, sino según «agrupaciones espirituales» aún más profundas. En cada momento evolucionan, se fijan o ceden sitio a otros signos. De forma que la tarea del aprendiz consiste en comprender por qué alguien es «recibido» en determinado mundo, por qué alguien deja de serlo; a qué signos obedecen los mundos, cuáles son sus legisladores y sus sumos sacerdotes. En la obra de Proust, Charlus es el más prodigioso emisor de signos, por su poder mundano, su orgullo, su sentido de lo teatral, su rostro y su voz. Pero Charlus, impulsado por el amor, no es nada en casa de los Verdurin e incluso en su propio mundo acabará por reducirse a nada cuando cambien las leyes implícitas. ¿Cuál es, por tanto, la unidad de los signos mundanos? Un saludo del duque de Guermantes está por interpretar, y las posibilidades de error son tan grandes como en un diagnóstico. Lo mismo sucede con una mímica de Mme. Verdurin. 
El signo de lo mundano aparece como si hubiese reemplazado una acción o un pensamiento. Sirve de acción y de pensamiento. Por lo tanto, es un signo que no remite a algo distinto, significación trascendente o contenido ideal, sino que ha usurpado el valor supuesto a su sentido. Por ello la mundanidad, juzgada desde el punto de vista de las lecciones, aparece como falaz y cruel; y desde el. punto de vista del pensamiento, aparece como estúpida. No se piensa, no se actúa, se indican signos. En casa de Mme. Verdurin no se dice nada gracioso, y Mme. Verdurin no ríe; sin embargo, Cottard indica, significa, que dice algo gracioso, Mme. Verdurin significa que ríe, y su signo es emitido con tanta perfección que M. Verdurin, para no ser menos, busca a su vez una mímica apropiada. Mme. de Guermantes a menudo es de corazón duro y de forma de pensar mediocre, pero siempre tiene signos encantadores. No actúa para sus amigos, ni piensa con ellos: les expresa signos. El signo mundano no remite a algo, ocupa su lugar, pretende valer por su sentido. Anticipa tanto la acción como el pensamiento, anula el pensamiento y la acción, y se declara suficiente. De ahí su aspecto estereotipado y su vacuidad. No debemos concluir con ello que estos signos sean desdeñables. El aprendizaje sería imperfecto, e incluso imposible, si no pasase por ellos. Están vacíos, pero esta vacuidad les confiere una perfección ritual, un formalismo que no se encontrará en ningún otro lugar. Los signos mundanos son los únicos capaces de causar una especie de exaltación nerviosa, efecto que en nosotros producen las personas que saben emitirlos (3). 

El segundo círculo es el del amor. El encuentro Charlus-Jupien hace que el lector asista al más prodigioso intercambio de signos. Enamorarse es individualizar a alguien por los signos que causa o emite. Es sensibilizarse frente a estos signos, hacer de ellos el aprendizaje (así la lenta individualización de Albertine en el grupo de las muchachas). Es posible que la amistad se alimente de observación y conversión, sin embargo, el amor nace y se alimenta de interpretación silenciosa. El ser amado aparece como un signo, un «alma»: expresa un mundo posible desconocido para nosotros. El amado implica, envuelve, aprisiona un mundo que hay que descifrar, es decir, interpretar. Se trata incluso de una pluralidad de mundos; el pluralismo del amor no sólo concierne a la multiplicidad de los seres amados, sino a la multiplicidad de las almas o de los mundos de cada uno de ellos. Amar es tratar de explicar, desarrollar, estos mundos desconocidos que permanecen envueltos en lo amado. Por esta razón nos es tan fácil enamorarnos de mujeres que no son de «mundo», ni siquiera de nuestro tipo. Por ello, también las mujeres amadas están tan a menudo asociadas a paisajes, que conocemos tanto como para desear su reflejo en los ojos de una mujer, pero entonces se reflejan desde un punto de vista tan misterioso que para nosotros son como países inaccesibles, desconocidos: Albertine envuelve, incorpora, amalgama «la playa y el rompimiento de la ola». ¿Cómo podríamos acceder a un paisaje que no es el que vemos, sino al contrario aquel en el que somos vistos? «Si ella me había visto ¿qué había podido yo representarle? ¿Del seno de qué universo me distinguía?» (4)
Hay, por tanto, una contradicción del amor. No podemos interpretar los signos de un ser amado sin desembocar en estos mundos que no nos han esperado para formarse, que se formaron con otras personas, y en los que no somos en principio más que un objeto entre otros. El amante desea que el amado le dedique sus preferencias, sus gestos y sus caricias. Pero los gestos del amado, en el mismo momento que se dirigen a nosotros y nos son dedicados, expresan todavía este mundo desconocido que nos excluye. El amado nos envía signos de preferencia; pero como estos signos son los mismos que los que expresan mundos de los que no formamos parte, cada preferencia de la que nos beneficiamos traza la imagen del mundo posible en el que otros podrían ser o son preferidos. «En seguida sus celos, como si fuesen la sombra de su amor, se completaban con el doble de esta nueva sonrisa que ella le había dirigido la misma noche, y que, ahora a la inversa, burlaba a Swann y se llenaba de amor para otro. " De modo que llegó a lamentar todo placer que con ella disfrutaba, toda caricia inventada, cuya dulzura señalaba él a su querida; todo nuevo encanto que en ella descubría, porque sabía que, unos momentos después, todo eso vendría a enriquecer su suplicio con nuevos instrumentos» (5). La contradicción del amor consiste en lo siguiente: los medios con contamos para preservarnos son los mismos medios que desarrollan estos celos, dándoles una especie de autonomía, de independencia respecto a nuestro amor. 
La primera ley del amor es subjetiva. Subjetivamente, los celos son más profundos que el amor, contienen su verdad. La razón está en que los celos llegan más lejos en la recogida e interpretación de los signos. Son el destino del amor, su finalidad. En efecto, es inevitable que los signos de un ser amado, desde que los «explicarnos», se manifiesten engañosos. Dirigidos y aplicados a nosotros, expresan, sin embargo, mundos que nos excluyen, y que el amado no quiere, y no puede, hacernos conocer. y ello, no por una mala intención del amado, sino por una contradicción más profunda que depende de la naturaleza del amor y de la situación general del ser amado. Los signos amorosos no son corno los signos mundanos; no son signos vacíos que reemplazan pensamiento y aceren, son signos engañosos que sólo pueden dirigirse a nosotros escondiendo lo que expresan, es decir, el origen de mundos desconocidos, de acciones y pensamientos desconocidos que les otorgan un sentido. No suscitan una exaltación nerviosa especial, sino el sufrimiento de una profundización. Las mentiras del amado son los jeroglíficos del amor. El intérprete de los signos amorosos es necesariamente el intérprete de las mentiras. Su propio destino está contenido en la siguiente divisa: amar sin ser amado. 
¿Qué esconde la mentira en los signos amorosos? Todos los engañosos signos emitidos por una mujer amada convergen hacia un mismo mundo secreto: el mundo de Gomorra que tampoco depende de talo cual mujer (aunque una mujer determinada pueda encarnarlo mejor que otra); mundo que es la posibilidad femenina por excelencia, como un a priori que los celos descubren. El mundo expresado por la mujer amada es siempre un mundo que nos excluye, incluso cuando nos remite una señal de preferencia. Sin embargo, de todos los mundos ¿cuál es el más exclusivo? «Acababa de aterrizar en una terrible terra incognita; se abría una nueva fase de insospechados sufrimientos. Y, sin embargo, este diluvio de la realidad que nos sumerge, aunque es enorme comparado con nuestras tímidas suposiciones, éstas lo habían presentido... Mi rival era distinto, sus armas eran diferentes, yo no podía luchar en el mismo terreno, no podía conceder a Albertine los mismos placeres, ni incluso concebirlos idénticamente» (6). Interpretamos cada signo de la mujer amada, pero al final de esta dolorosa interpretación chocamos con el signo de Gomorra como con la expresión más profunda de una realidad femenina original. 
La segunda ley del amor proustiano se encadena a la primera: objetivamente, los amores intersexuales son menos profundos que la homosexualidad, su verdad la encuentran en la homosexualidad. Pues, si es cierto que el secreto de la mujer amada es el secreto de Gomorra, el secreto del amante es el de Sodoma. El protagonista de la Recherche sorprende en circunstancias análogas a mademoiselle Vinteuil y a Charlus (7). Y de la misma manera que Mlle. Vinteuil explica todas las mujeres amadas, Charlus implica a todos los amantes. En el infinito de nuestros amores está el Hermafrodita original, pero el Hermafrodita no es el ser capaz de fecundarse a sí mismo, pues en vez de reunir los sexos los separa; es la fuente de la que manan continuamente las dos series homosexuales divergentes, la de Sodoma y la de Gomorra. Es el que posee la clave de la predicción de Sansón: «Los dos sexos morirán cada uno por su lado» (8). De tal modo que los amores intersexuales son sólo la apariencia que recubre el destino de cada uno, escondiendo el fondo maldito en el que todo se elabora. Y, además, las dos series homosexuales son lo más profundo en función de los signos. Los personajes de Sodoma y los de Gomorra compensan con la intensidad del signo el secreto en el que son mantenidos. Sobre una mujer que mira a Albertine, Proust escribe: "Podía decirse que le emitía señales (signos) como si utilizase un faro» (9). En su totalidad, el mundo del amor se dirige de los signos reveladores de la mentira los signos ocultos de Sodoma y Gomorra. 

El tercer mundo es el de las impresiones o de las cualidades sensibles. Sucede a menudo que una cualidad sensible nos proporciona un extraño gozo al mismo tiempo que nos transmite una especie de imperativo. De tal modo experimentada, la cualidad no aparece ya como una propiedad del objeto que la posee, sino como el signo de un objeto distinto, que hemos de intentar descifrar con el precio de un esfuerzo que en cualquier momento puede fracasar. Todo sucede como si la cualidad envolviese, retuviese cautiva, el alma de otro objeto distinto del que en su presente designa. «Desenvolvemos» esta cualidad, esta impresión sensible, como un papelito japonés que abriéndose en el agua liberaría la forma prisionera (10). Esta clase de ejemplos son los más célebres de la Recherche, y al final se multiplican (la revelación final del «tiempo recobrado» está anunciada por una multiplicación de los signos). Sin embargo, cualesquiera que sean los ejemplos, magdalena, campanarios, árboles, losas, servilleta, ruido de la cuchara o de un canal de agua, siempre asistimos al mismo desarrollo. En primer lugar, una alegría prodigiosa, de manera que estos signos se distinguen ya de los precedentes por su efecto inmediato. Luego, una especie de consciente obligación, que requiere un trabajo del pensamiento: buscar el sentido del signo (sucede, sin embarbo, que nos sustraemos a este imperativo, por pereza, o que nuestras búsquedas fracasan, por impotencia o mala suerte: así, por ejemplo, con los árboles). Después, el sentido del signo aparece, descubriéndonos el objeto oculto: Combray por la magdalena, muchachas por los campanarios, Venecia por las losas... 
Es dudoso que el esfuerzo de interpretación concluya aquí. Falta explicar por qué, mediante el estímulo de la magdalena, Combray no se contenta con resurgir tal como ha estado presente (simple asociación de ideas), sino que resurge totalmente bajo una forma que nunca fue vivida, en su «esencia» o en su eternidad. O, lo que viene a ser lo mismo, falta explicar por qué sentimos una alegría tan intensa y tan particular. En un texto importante, Proust cita la magdalena como un ejemplo de fracaso: «Entonces, había dejado de buscar las causas profundas» (11). No obstante, la magdalena aparecía en cierta manera como un verdadero éxito: el intérprete había encontrado su sentido, no sin esfuerzo, en el recuerdo inconsciente de Combray. Los tres árboles, al contrario, son un verdadero fracaso puesto que su sentido no ha sido elucidado. Es preciso, por tanto, pensar que, al escoger a «la magdalena» como ejemplo de insuficiencia, Proust apunta hacía una nueva etapa de la interpretación, una etapa última. 
La razón estriba en que las cualidades sensibles o las impresiones, incluso bien interpretadas, no son todavía en sí mismas signos suficientes. Sin embargo, no son vacíos que nos proporcionan una exaltación artificial, como los signos mundanos. No son tampoco signos engañosos que nos hacen sufrir, como los signos del amor, y cuyo verdadero sentido nos prepara dolor siempre mayor. Son signos verídicos que de inmediato nos proporcionan un gozo extraordinario, signos plenos, afirmativos y alegres. Son signos materiales. No tan sólo por su origen sensible, sino porque su sentido, tal como está desarrollado, significa Combray, muchachas, Venecia o Balbec. No es sólo su origen, es su explicación, su desarrollo, el que permanece material (12). Notamos perfectamente que este Balbec, esta Venecia... no surgen como el producto de una asociación de ideas, sino en sí mismos y en su esencia. Sin embargo, no estamos todavía en condición de comprender qué es esta esencia ideal, ni por qué sentimos tanta alegría. «El sabor de la pequeña magdalena me había recordado Combray. Pero ¿por qué las imágenes de Combray y de Venecia me habían dado, en uno y otro momento, una alegría semejante a una certeza, y suficiente, sin otras pruebas, para hacerme la muerte indiferente?» (13). 
Al final de la Recherche, el intérprete comprende lo que se le había escapado en el caso de la magdalena o incluso de los campanarios: que el sentido material no es nada sin que encarne esencia ideal. El error consiste en creer que los jeroglíficos representan «tan sólo objetos materiales» (14). Pero lo que permite ahora al intérprete ir más lejos es que entre tanto se ha planteado el problema del Arte, y además ha recibido una solución. Ahora bien, el mundo del Arte es el último mundo de los signos; y estos signos, como desmaterializados, encuentran su sentido en una esencia ideal. Desde entonces, el mundo revelado del Arte reacciona sobre todos los demás, y principalmente sobre los signos sensibles. Los integra, los colorea de un sentido estético y penetra en la opacidad que todavía conservaban. Entonces comprendemos que los signos sensibles ya remitían a una esencia ideal que se encarnaba en su sentido material. Pero sin el Arte no habríamos podido comprenderlo, ni superar el nivel de interpretación que correspondía al análisis de la magdalena. Por ello todos los signos convergen en el arte; todos los aprendizajes, por las vías más diversas, son ya aprendizajes inconscientes del arte mismo. En el nivel más profundo, lo esencial está en los signos del arte. 
Todavía no los hemos definido. Tan sólo pedimos que se nos conceda la afirmación de que el problema de Proust es el de los signos en general; y que los signos constituyen diferentes mundos, signos mundanos vacíos, signos embusteros del signos sensibles materiales, en fin, signos esenciales del arte (que transforman todos los demás).

* Es preciso que el lector, cuando lea Recherche, además de remitirse a la obra de Proust, lea, por regla general, su sentido concreto de búsqueda. Pues en esta ambivalencia de significados juega a menudo el escrito de Deleuze. (N. T.) 

1. La prisonniere, II, (La prisionera) III, 375. 
2. Le temps retrouvé, II, (El tiempo recobrado), III, 907. 
3. Le cóté de Guermantes, II, (El mundo de Guermantes) 547-552. 
4. A l'ombre des jeunes filles en fleurs, III, (A la sombra de las muchachas en flor). I, 794. 
5. Du coté de chez Swann, II, (Por el camino de Swann) I, 276. 
6. Sodome et Gomorrhe, II, (Sodoma y Gomorra), II, 1115-1120. 
7. Sodome et Gomorrhe, I, (Sodoma y Gomorra) II, 608. 
8. Sodome et Gomorrhe, I, (Sodoma y Gomorra), II, 616. 
9. Sodome et Gomorrhe, I, (Sodoma y Gomorra), II, 851. 
10. Du cóté de chez Swann, (Por el camino de Swann).I, 47. 
11. Le temps retrouvé, II, (El tiempo recobrado). III, 867. 

Capítulo I de: Deleuze, Gilles. Proust y los signos. Editorial Anagrama, Barcelona, 1970. Págs. 11-23. Traducción de Francisco Monge


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