1. Los elementos naturales
La historia universal avanza con Roma hacia Occidente, pero permaneciendo al sur de los Alpes. Solo posteriormente marcha hacia el Norte. El mar Mediterráneo sigue conservando su importancia. Roma no está enteramente junto al mar y pertenece más bien al continente; pero su base continental no es tan firme como la de otras ciudades. Está a la orilla de un río, pero este ya no es el elemento cálido y fecundante de los países orientales, sino que se halla en viva unión con el mar. La tierra firme es estrecha y empuja a los habitantes hacia el exterior. Sin embargo, Roma no se ha formado solo por el mar, como Tiro y Cartago, sino que tiene su firme base en la tierra. Roma ha tomado su origen en un punto determinado; el centro político es aquí lo primero. Y si se quiere designar a Italia como centro del mundo romano, hay que decir entonces que Roma es el centro del centro.
Esta tierra de Italia es una península, como Grecia, pero no se presenta tan quebrada como esta. Sin embargo, tampoco muestra una unidad de naturaleza como la del valle del Nilo. La Italia septentrional, cuenca formada por el Po, es muy distinta de la península propiamente dicha. Napoleón, en sus Memorias, estudia la cuestión de cuál sería la ciudad más apropiada para capital, si Italia fuese independiente y constituyese un todo. Roma, Venecia, Milán pueden aspirar a ello; mas se descubre en seguida que ninguna de estas ciudades constituiría un centro natural. Venecia alcanza solo a la Italia septentrional, pero no al Sur. Roma podría ser un centro para la Italia central y meridional; pero solo artificial y violentamente lo sería para los países que le estuvieran sometidos en la Italia septentrional. El Estado romano descansa geográfica e históricamente sobre el momento de la violencia.
La unidad que recibió Italia de los romanos fue, pues, semejante a la que por ejemplo Macedonia dio a Grecia al dominarla. Pero Italia carecía de aquella compenetración espiritual que Grecia poseía por igualdad de su cultura. Italia estaba habitada por pueblos muy diversos. Niebuhr ha antepuesto a su Historia romana una disertación muy erudita sobre los pueblos de Italia, pero de ella no se deduce ninguna conexión de estos pueblos con la historia romana. En general, la Historia de Niebuhr debe considerarse como una crítica de la historia romana, pues se compone de una serie de disertaciones que no forman una unidad histórica.
Puede decirse en cierto sentido que el imperio romano no ha salido de ningún país; el centro de que surgió es un ángulo en donde coincidían tres territorios distintos: el de los latinos, el de los sabinos y el de los etruscos. No se ha formado Roma de una antigua raza, unida por los lazos naturales y un régimen patriarcal, raza cuyo origen se remontara a antiguas tiempos (como ha ocurrido, por ejemplo, con los persas, que han dominado también sobre un gran imperio), sino que desde su comienzo fue algo ficticio, violento, nada espontáneo y primitivo. El origen de este Estado no es una familia, ni una alianza para la vida pacífica, sino una cuadrilla de bandidos que se unieron para fines de violencia. Se puede, si se quiere, rememorar algún nombre antiguo que sirva de base; cabe fantasear sobre Eneas y Numitor; la conciencia de los mismos romanos y lo propiamente histórico nos dicen que unos cuantos bandidos y pastores ladrones formaron aquí una cuadrilla y se pusieron frente a todos los vecinos. Cuéntase que los descendientes de los troyanos, conducidos por Eneas a Italia, fueron los fundadores de Roma. Esta antigua relación con Troya se convirtió en creencia muy general de la tradición; y más tarde fue una verdadera manía de los italianos. Según Livio, su patria era una colonia de Antenor, y hay antiguas crónicas que afirman incluso que los alemanes descienden de los troyanos; pero espiritualmente descendemos en línea recta de los griegos. Existen en Italia, Francia y Alemania misma (Xante) ciudades que refieren su origen o nombre a los troyanos fugitivos. Livio habla de las antiguas tribus de Roma, los ramnenses, titienses y luceres. Considerarlas como distintas naciones y sostener que son propiamente los elementos de que Roma se formó -opinión que en los tiempos modernos ha sido con mucha frecuencia sustentada-es tirar por la borda todo lo que nos ha sido transmitido por la historia. Todos los historiadores concuerdan en que desde muy pronto unos pastores, mano dados por jefes, habían merodeado por las colinas de Roma; la primera colectividad romana se habría constituido como un Estado de bandidos, y los dispersos habitantes del contorno se habrían ido reuniendo con trabajo en vida común. Livio convierte su conducta en un bandidaje moral, al decir que se limitaban a robar su botín a otros ladrones.
Se refieren también detalles de todas estas circunstancias. Aquellos pastores ladrones acogían a cuantos querían unirse con ellos (Livio los llama colluoies), la población de nueva ciudad se formó de los tres territorios entre los cuales estaba Roma. Los historiadores indican que este lugar, sobre una colina, a la orilla de un río, estaba muy bien escogido y era muy apropiado para asilo. La erección de este asilo atrajo a toda clase de gentes, libertos y criminales, a quienes los vecinos rehusaban incluso el matrimonio. La falta de mujeres en el nuevo Estado y la negativa de los Estados vecinos a autorizar matrimonios con él son hechos históricos que lo caracterizan como una cuadrilla de ladrones, con la cual los demás Estados no querían tener comunidad. También rehusaron las invitaciones de los romanos a las fiestas religiosas, y solamente los sabinos, sencillo pueblo de agricultores, entre los cuales reinaba una tristis atque tetrica superstitio, como Livio dice, asistieron a ellas, parte por superstición, parte por miedo. El de las sabinas es, por tanto, un hecho histórico universalmente aceptado. Una fiesta religiosa hubo de darles pretexto para el rapto. Ya esto solo caracteriza a los romanos. La religión es usada por ellos corno un medio para el fin del joven Estado. Otro modo de expansión consistió en traer a Roma a los habitantes de las ciudades vecinas y conquistadas. Más tarde otros extranjeros vinieron espontáneamente a Roma, como la después tan célebre familia de los Claudias, con toda su clientela. El corintio Demarato, oriundo de una ilustre familia, se estableció en Etruria, pero fue poco respetado, corno proscripto y extranjero que era. Su hijo Lúcumo no pudo soportar más tiempo esta ignominia y se dirigió a Roma, dice Livio, donde existía un pueblo nuevo y una repentina atque ex virtute nobilitas. Lúcumo alcanzó en seguida en Roma tal consideración, que llegó más tarde a ser rey.
2. La eticidad
Esta fundación del Estado debe considerarse como la base esencial de la peculiaridad de Roma; implica inmediatamente la más dura disciplina y el sacrificio al fin de la asociación. Un Estado que se ha formado a sí mismo y se basa en la violencia necesita sostenerse por la violencia. Por esto, el carácter capital de la vida del Estado es aristocrático; en la aristocracia los romanos desplegaron su peculiaridad y se revelaron grandes. Y esto guarda relación con los elementos originarios. No vemos entre los romanos unidad patriarcal, ni igualdad democrática, ni benevolencia de unos ciudadanos con respecto a otros. No existe una unión ética y liberal, sino un estado violento de subordinación, que se deriva de aquel origen. La virtus romana es la valentía; pero no meramente la valentíá personal, sino la que se revela esencialmente en la unión de los compañeros, unión que se considera como lo más alto y puede ir acompañada de todas las violencias. Cuando los romanos formaron así una alianza cerrada, no vivían en interior hostilidad con un pueblo conquistado y oprimido, como los lacedemonios; pero surgió entre ellos la diferencia y la lucha entre los patricios y los plebeyos. Este antagonismo se halla expresado ya míticamente en los dos hermanos enemigos, Rómulo y Remo. Remo está enterrado en el monte Aventino, colina consagrada a los malos genios, en la cual se refugiaban las secesiones de la plebe. Se plantea, pues, la cuestión de cómo se ha producido esta diferencia. Ya se ha dicho que Roma se formó de pastores ladrones y por el concurso de toda clase de gentes. Más tarde fueron arrastrados a ella los habitantes de las ciudades tomadas y destruidas. Los más débiles y más pobres, los que llegaron con posterioridad, estarían necesariamente en relación de menosprecio y dependencia respecto de aquellos que habían fundado al principio la ciudad y de aquellos que se distinguían por su valor o por su riqueza. No es necesario, pues, recurrir a una hipótesis muy en boga en la época moderna, según la cual los patricios habrían sido de una raza distinta.
La dependencia de los plebeyos respecto de los patricios es con frecuencia representada como perfectamente legal y aun santa, porque los patricios habrían tenido en sus manos los sacra, mientras que la plebe habría sido, por decirlo así, atea. Los plebeyos dejaron a los patricios en posesión de su hipócrita mercancía (ad decipiendam plebem. Cic.), y no se les dio un ardite de los sacris y augurios; pero cuando les arrebataron los derechos políticos y se los apropiaron, no se hicieron ni más ni menos culpables de criminal ofensa a lo sagrado que los protestantes cuando libertaron el poder político del Estado y afirmaron la libertad de conciencia. Ya hemos dicho que la relación entre los patricios y los plebeyos debe considerarse como la necesidad en que se vieron los pobres y desamparados de adherirse a los ricos y considerados y de buscar su patrocinium; en esta relación de protección por los ricos, los protegidos se llaman clientes. Pero muy pronto se encuentra otra vez que la plebe es distinta de los clientes. En las discordias entre patricios y plebeyos, los clientes se adherían a sus patronos, aunque pertenecían a la plebe. Esta situación de los clientes no era una situación jurídica, legal, como se demuestra por el hecho de que la relación de clientela desapareciese paulatinamente con la difusión y conocimiento de las leyes por todas las clases. Aquella necesidad momentánea hubo, pues, de cesar tan pronto como los individuos hallaron protección en la ley.
Dado el origen bandoleril del Estado, todo ciudadano tenía que ser necesariamente soldado, ya que el Estado se basaba en la guerra. Esta carga era aplastante, pues el ciudadano había de mantenerse a sí mismo en la guerra. Esta circunstancia acarreó que la plebe contrajera enormes. deudas con los patricios. Pero la introducción de las leyes hizo que esta arbitrariedad cesase, aunque poco a poco; pues los patricios no estaban muy dispuestos a emancipar a la plebe de esa relación de dependencia; antes bien, querían prolongarla en su favor. Las leyes de las Doce Tablas dejaban otras muchas cosas sin determinar; quedaban todavía muchas cosas entregadas al arbitrio del juez. y jueces eran solamente los patricios. Así el antagonismo entre patricios y plebeyos se prolongó todavía durante mucho tiempo. Solo paulatinamente escalaron los plebeyos las alturas y llegaron a las magistraturas que estaban reservadas anteriormente a los patricios.
No solo el Estado, sino también la familia, tiene en Roma el sello de los orígenes violentos de la comunidad. La vida griega, aunque tampoco había nacido de una organización patriarcal, conocía el amor y el lazo familiares desde sus orígenes; y el fin pacífico de la convivencia tenía por condición el exterminio de los piratas y bandoleros. Por el contrario, los fundadores de Roma, Rómulo y Remo, eran ellos mismos bandoleros; no conocían la vida de familia, estaban expulsados de la familia y no habían crecido en el amor familiar. Los primeros romanos adquirieron sus mujeres sin el sentimiento de lo naturalmente ético, no por una libre petición e inclinación, sino por la violencia. Esta dureza frente a la vida familiar sirve de base al matrimonio romano posterior; dureza egoísta, que constituyó para lo sucesivo la determinación fundamental de las costumbres y leyes romanas. Nos encontramos, pues, con que la relación familiar no era entre los romanos una hermosa y libre relación de amor y de sentimiento, sino que el principio de la dureza, de la dependencia, de la subordinación, sustituye a la confianza. Es una relación de esclavitud, en que la mujer y los hijos pertenecen al padre.
La ceremonia nupcial, en el matrimonio perfecto, descansa sobre una coemptio, forma en que podía hacerse cualquier otra compra. La mujer es adquirida como una cosa, mediante la compra per aes el libram, entra en posesión del marido (in manum conventio) y se torna su mancipium. El matrimonio, en su forma rigurosa y formal, tiene, pues, totalmente el modo de una relación de propiedad. La mujer se convierte en mater familias; pero a la vez está filiae loco para el marido; el marido adquiere sobre su mujer el mismo derecho que tiene sobre su hija. Es pleno propietario de todo lo suyo, de la dos y de cuanto además ella adquiere. En los primeros tiempos tenía también poder sobre su vida, que le puede quitar en caso de embriaguez o de adulterio. En los buenos tiempos de la República el matrimonio se contraía también mediante una ceremonia religiosa, la confarreatio, que desapareció posteriormente. Otra forma de matrimonio era la que tenía lugar mediante el usus. El marido recibía a la esposa deseada, en prueba, durante un año. Marido y mujer vivían juntos un año; y ella se convertía por el usus en su mujer legítima, no en mater familias, pero tampoco en esclava, sino en matrona. Sus hijos no tenían los derechos in sacris que los hijos de una mater familias. Si la mujer permanecía tres noches fuera de casa, durante el primer año, la relación cesaba; la mujer volvía a casa de sus padres y era una matrona, que vivía independiente por sí. Si el marido no había contraído matrimonio por una de las formas de la in manum conventio, esto es, por coemptio o por confarreatio, la mujer legítima permanecía, o bajo el poder de su padre, o bajo la tutela de sus agnados; y era libre con respecto al marido, conservando su fortuna propia. La matrona romana solo alcanzaba honor y dignidad cuando era independiente respecto de su marido, en lugar de alcanzarlo por su marido, como debe ser. Si el marido quería separarse de la mujer, de conformidad con el derecho más libre, es decir, cuando el matrimonio no estaba consagrado por la confarreatio, no tenía más que despedirla. La situación de los hijos e hijas era totalmente análoga; los hijos e hijas eran mancipia, no tenían propiedad ni derecho propios, no podían sustraerse al poder paterno, ni siquiera cuando desempeñaban una alta dignidad del Estado. Ninguna dignidad les daba independencia; solo el llamen dialis y las vestales salían del poder paterno, porque se convertían en mancipia del templo. Con respecto a la propiedad, los peculia castrensia y adventitia (1) fundaban una diferencia. Por otra parte, los hijos y las hijas, cuando eran emancipados, quedaban fuera de toda relación con su padre y su familia. La imaginaria seroitus (mancipium), por la cual habían de pasar los hijos emancipados, prueba que en efecto existía una identidad entre la situación del hijo y la del esclavo. Con respecto a la herencia, lo propiamente ético sería que los hijos repartieran la herencia por igual. Entre los romanos, por el contrario, la libertad de testar aparece en su más ruda forma. Así vemos aquí deshechas y degeneradas las relaciones fundamentales de la eticidad. La dureza de los romanos –una dureza sin compasión y sin eticidad –en este aspecto privado corresponde necesariamente a la dureza pasiva de su vinculación al fin del Estado. El romano se indemnizaba de la dureza que padecía en pro del Estado con la dureza que ejercía sobre su familia; era siervo por un lado y déspota por el otro.
1 Los bienes propios que los hijos habían adquirido por el servicio militar o por herencia materna.
La organización de la familia en general está en conexión con la lación familiar. En lugar de las familias, que no existían propiamente, porque faltaba el amor, distinguíanse las gentes, cada una de las cuales conservó su carácter durante siglos. No existe, pues, la unidad sustancial de una nacionalidad, esa necesidad bella y moral de la convivencia en la polis, cada gens es una rama fija por sí, unida por afinidad natural, no moral. En la gens había consanguinidad; la gens recibía y conservaba a la vez un determinado carácter político. Los Claudias eran aristócratas; su conducta consistía en una severa dureza. Los Valerios eran demócratas; la benevolencia para el pueblo era su rasgo fundamental. Los Camelias se distinguían por la nobleza de su espíritu. Cada gens tenía sus Lares y Penates, sus fiestas familiares, que eran hereditarias, como en Atenas el sacerdocio de un dios general era hereditario en algunas familias, por ejemplo en la de los Eumólpidas. Este fue más tarde un importante punto de división entre los patricios y plebeyos, con relación a los connubia; los matrimonios entre patricios y plebeyos eran considerados como sacrílegos y así la diferencia y limitación se extendía hasta el matrimonio. Las separaciones externas, por ejemplo los límites de un campo laborable (Cicerón, pro domo sua) se convirtieron en algo santo y fijo. Esto no es piedad, sino lo contrario; es la conversión de una cosa profana en algo absoluto. Por todas partes vemos una dura exclusión.
Esta limitación y confusión de lo diferente es también el principio dominante en la constitución del Estado. La desigualdad consagrada de la voluntad y de la propiedad particulares constituye su determinación fundamental. La desigualdad de las trae consigo que no pueda haber ninguna democracia de la igualdad, ninguna vida concreta. Tampoco puede existir una monarquía, porque esta supone el espíritu de un libre desarrollo de la particularidad. El principio romano solo admite la aristocracia que es algo en sí mismo hostil y limitado, algo que solo puede existir como antagonismo, como desigualdad en sí misma y que no puede ser una forma perfecta por sí, ni siquiera en la más perfecta existencia. Este antagonismo solo es momentáneamente borrado por la necesidad y la desgracia; pues encierra en su seno un doble poder, cuya dureza y maldad solo puede ser vencida y reducida a violenta unidad por algo más duro todavía. En el carácter que la vida del Estado adquiere de este modo, debemos buscar la peculiar grandeza romana.
La personalidad rígida a quien vemos rechazar, en la familia y en la gens, las relaciones del sentimiento y del corazón, hace al Estado idéntica inmolación de todo lo concretamente moral; disuélvese en la obediencia al Estado, con quien se identifica. Y esta unidad abstracta con el Estado y perfecta subordinación al Estado constituye la grandeza romana. Su peculiaridad es esta dura rigidez en la unidad de los individuos con el Estado, la ley del Estado y el mandato del Estado. Los héroes de Roma se inclinan todos hacia este lado. No es bastante contemplarlos en la relación exterior, con la vista puesta en el Estado, sin ceder ni vacilar, perteneciendo a él con todo su espíritu y todos sus pensamientos, luchando por él como generales o representándolo como embajadores. Hay que verlos también en tiempos de revolución interior; aquí es donde la relación de la personalidad con el Estado se revela como la fortaleza a que Roma debe su conservación. En las disensiones de la plebe con los patricios, aquella pisoteó frecuentemente el orden legal; el respeto a las leyes desaparecía en la insurrección, Pero casi siempre el respeto a la forma fue la causa de que la plebe volviera al orden y renunciara a la violencia, retirándose tranquilamente. La lucha dura una larga serie de años. El Senado elige dictadores con bastante frecuencia, sin haber guerra ni hostilidades y solo para poder reducir a los plebeyos al servicio militar y obligarles a la estricta obediencia por el juramento militar; y los plebeyos, por respeto al Estado, prestaban este juramento de fidelidad militar y lo cumplían. Tribunos y augures sobornados impiden que el pueblo adquiera sus derechos. El respeto fundamental a la ley del Estado y a la tradición era causa de que el pueblo aguantase el verse engañado en la satisfacción de sus exigencias justas e injustas. separaciones externas, por ejemplo los límites de un campo laborable (Cicerón, pro domo sua) se convirtieron en algo santo y fijo. Esto no es piedad, sino lo contrario; es la conversión de una cosa profana en algo absoluto. Por todas partes vemos una dura exclusión.
Esta limitación y confusión de lo diferente es también el principio dominante en la constitución del Estado. La desigualdad consagrada de la voluntad y de la propiedad particulares constituye su determinación fundamental. La desigualdad de las gentes trae consigo que no pueda haber ninguna democracia de la igualdad, ninguna vida concreta. Tampoco puede existir una monarquía, porque esta supone el espíritu de un libre desarrollo de la particularidad. El principio romano solo admite la aristocracia que es algo en sí mismo hostil y limitado, algo que solo puede existir como antagonismo, como desigualdad en sí misma y que no puede ser una forma perfecta por sí, ni siquiera en la más perfecta existencia. Este antagonismo solo es momentáneamente borrado por la necesidad y la desgracia; pues encierra en su seno un doble poder, cuya dureza y maldad solo puede ser vencida y reducida a violenta unidad por algo más duro todavía. En el carácter que la vida del Estado adquiere de este modo, debemos buscar la peculiar grandeza romana.
La personalidad rígida a quien vemos rechazar, en la familia y en gens, las relaciones del sentimiento y del corazón, hace al Estado idéntica inmolación de todo lo concretamente moral; disuélvese en la obediencia al Estado, con quien se identifica. Y esta unidad abstracta con el Estado y perfecta subordinación al Estado constituye la grandeza romana. Su peculiaridad es esta dura rigidez en la unidad de los individuos con el Estado. la ley del Estado y el mandato del Estado. Los héroes de Roma se inclinan todos hacia este lado. No es bastante contemplarlos en relación exterior, con la vista puesta en el Estado, sin ceder ni vacilar, perteneciendo a él con todo su espíritu y todos sus pensamientos, luchando por él como generales o representándolo como embajadores. Hay que verlos también en tiempos de revolución interior; aquí es donde la relación de la personalidad con el Estado se revela como la fortaleza a que Roma debe su conservación. En las disensiones de la plebe con los patricios, aquella pisoteó frecuentemente el orden legal; el respeto a las leyes desaparecía en la insurrección. Pero casi siempre el respeto a la forma fue la causa de que la plebe volviera al orden y renunciara a la violencia, retirándose tranquilamente. La lucha dura una larga serie de años. El Senado elige dictadores con bastante frecuencia, sin haber guerra ni hostilidades y solo para poder reducir a los plebeyos al servicio militar y obligarles a la estricta obediencia por el juramento militar; y los plebeyos, por respeto al Estado, prestaban este juramento de fidelidad militar y lo cumplían. Tribunos y augures sobornados impiden que el pueblo adquiera sus derechos. El respeto fundamental a la ley del Estado y a la tradición era causa de que el pueblo aguantase el verse engañado en la satisfacción de sus exigencias justas e injustas.
Las leyes de Licinio son de la mayor importancia para la relación de la plebe con los patricios. Licinio necesitó diez años para hacer triunfar unas leyes que eran favorables a la plebe; la cual se dejó contener por el formalismo del veto pronunciado por otros tribunos; y todavía con más paciencia esperó el siempre diferido cumplimiento de aquellas leyes. Se puede preguntar qué es lo que ha producido este espíritu y carácter. Mas este carácter no se puede producir, sino que radica, según su momento fundamental, en aquel origen primero, en aquella sociedad de ladrones y en la naturaleza propia de los pueblos que se reunieron en ella; y por último es la determinación del espíritu universal cuyo tiempo había llegado.
La situación con que empiezan los romanos encierra en sí las condiciones para que se produzca semejante obediencia. El otro problema, el problema de señalar el movimiento interior y natural que condujo a la dureza semejante vínculo, solo podía resolverse mediante el estudio de la vida de los antiguos pueblos itálicos, de los cuales sabemos muy poco, por la falta de espíritu que aqueja a los historiadores romanos; los cuales no han descrito, como los griegos, la vida de los pueblos enemigos. Lo poco que sabemos del espíritu, del carácter y de la vida de los antiguos pueblos itálicos, lo debemos en su mayor parte a los griegos que han escrito sobre historia romana.
Los elementos del pueblo romano fueron etruscos, latinos y sabinos. Estos elementos debían contener ya las facultades internas y naturales que produjeron el espíritu romano. Para comprender su determinación, recordemos que, partiendo de aquella infinitud oriental, del trastrueque de todo lo finito, de la incapacidad para que la persona se conozca como individuo, hemos llegado a Occidente y hemos hecho conocimiento con el espíritu griego. El griego ha honrado y animado a la vez lo imitado. Ahora, en tercer lugar, aparece la conciencia de la finitud y pasa a la prosa, frente a la libertad del espíritu griego, frente a la bella y armoniosa poesía. Surge aquí el elemento de lo finito y con él la abstracción del intelecto, la persona abstracta, que ni siquiera en la familia dilata su sequedad y dureza en forma de natural eticidad, sino que sigue siendo lo uno sin sentimiento ni espíritu y fijando en abstracta universalidad la unidad de este uno.
Lo que conocemos del arte etrusco -en cuanto que se trata de obras originales, no tomadas de otro arte más desarrollado-revela gran perfección en la técnica mecánica y en la ejecución; pero sin la ideal belleza griega. Es una imitación determinada, prosaica, seca; por eso donde se revela más aventajado, es en el arte del retrato. Todas las circunstancias de la vida presentan la misma determinación intelectual y el desarrollo del derecho romano procede de este intelecto. Aquí la base firme es la persona abstracta.
El entendimiento hace que esta abstracción carezca de sentimiento. Tenemos que agradecer en esto un gran obsequio al mundo romano, falto de libertad, falto de espíritu y de sentimiento. Muy pronto todo lo que fuera eticidad moral se convirtió en derecho, en vida jurídica; hemos visto cómo, en Oriente, relaciones que en sí son éticas y morales, se fijaban en la forma de preceptos jurídicos. Incluso entre los griegos, la costumbre era a la vez derecho; por eso la constitución estaba en la costumbre y en la conciencia moral, esto es, en la mudable interioridad. Aún no tenía solidez en sí frente a la subjetividad particular. Los romanos, pues, sentando el principio de lo que es jurídicamente justo, han llevado a cabo la gran distinción, por la cual la personalidad abstracta se impone, sin consideración al sentimiento. Han sido los descubridores de este principio; han trabajado así para sus sucesores, ahorrándoles un trabajo ingrato. Pues este principio, que es exterior, esto es, falto de conciencia moral y de sentimiento, no debe considerarse como lo último de la sabiduría y la razón. Podemos aprovechar este regalo -grande por la forma-y gozarlo, sin convertirnos por ello en víctimas de este seco intelecto. Los romanos han sido las víctimas de esa libertad que han dado a la posteridad. Han vivido en esa distinción; pero todavía no han tenido, a la vez, espíritu, sentimiento y religión. Estas cosas han quedado separadas enteramente; los romanos han conquistado para otros la libertad interna y espiritual, la cual se ha desprendido enteramente de aquel dominio de lo exterior y finito. El espíritu, el sentimiento, la conciencia moral, la religión, ya no deben temer la confusión con aquel intelecto jurídico abstracto. Lo mismo pasa con el arte. Cuando se posee la técnica, cabe abandonarse a la libre belleza. Pero el que se detiene en la técnica y cree encontrar en ella lo supremo, corre a su desgracia. No de otro modo el intelecto, como ilustración, arregla la religión a su comodidad, creyendo que esta no es más que la determinación abstracta que se encuentra en ella. Pero en realidad, la religión y la filosofía están separadas y cada una para sí, agradecidas ambas al intelecto, porque este, suprimiendo la confusión de la religión, ha suprimido para siempre la confusión con lo finito y limitado. En cambio vemos que los romanos creen aún en el intelecto de la finitud.
3. La religión
En el Estado romano, con la discordia en sí, con el antagonismo de la separación abstracta entre lo universal y lo particular, queda puesta la limitación, la particularidad. Un fin finito es el que, como límite, constituye la última determinación en el espíritu, y más precisamente en el espíritu que quiere. No hay entre Jos romanos un libre goce de la eticidad, como entre los griegos. Tienen los fines de los romanos una gravedad grande; pero entre los griegos existe una gravedad más honda, la gravedad de la bella libertad individual. Los romanos son, por tanto, prácticos, no teóricos; la actitud teórica exige actividad desinteresada, dirección abnegada hacia lo objetivo. Por eso, la religiosidad romana es también limitada y no libre, los romanos no son libres en su actitud frente a la religión.
Cicerón deriva religio de religare y celebra la sabiduría de los antepasados que supieron encontrar un nombre tan acertado. Entre los romanos, la sujeción es, en efecto, lo que constituye el contenido de la religión; entre los griegos, en cambio, es la libertad de la belleza; y entre los cristianos, es la libertad del espíritu. Es de advertir, sin embargo, que la interioridad, el atenerse a sí mismos, empieza a acusarse en los romanos, con la limitación romana, que reemplaza a la serenidad griega de la libre fantasía; es una separación y, por consiguiente, una determinación de sí misma. La interioridad aparece, pues, con la limitación.
Se reprocha la indolencia a los orientales, porque se les ve sumidos en sí mismos, indiferentes a lo particular. Los griegos se mueven con la mayor ligereza de espíritu, la cual carece de fin y, si se propone un fin, al punto lo rebasa. Los romanos están sujetos a la superstición y por eso son tan graves.
La religión de los romanos parece a primera vista la misma que la de los griegos. Los romanos poseen, en general, los mismos dioses y las mismas representaciones de los dioses. Pero los dioses romanos tienen para nosotros algo de frío y seco; no son el juego de una ingeniosa fantasía, como entre los griegos, sino esencias sumamente prosaicas. Usamos los nombres de Júpiter, Minerva, etc., frecuentemente, sin distinguir entre las divinidades griegas y las romanas. Esto es admisible, teniendo en cuenta que los dioses griegos habían sido introducidos más o menos entre los romanos; pero así como la religión egipcia no es la griega, por el hecho de que Herodoto y los griegos designaran las divinidades egipcias bajo los nombres de Leto, Palas, etc., tampoco la religión romana es la griega. Los dioses griegos están tomados del sentimiento y objetivados; entre los romanos, los dioses son frías alegorías. Pero lo que importa esencialmente en la religiosidad es su contenido, frente a la afirmación tan frecuente hoy de que, si existen sentimientos piadosos, es diferente el contenido que los Ilene. Ya se ha indicado que la interioridad de los romanos se ha desvinculado de lo finito y limitado y no se ha elevado por sí a un contenido libre, espiritual y ético. Cabe decir que su religiosidad no se ha desarrollado hasta formar una religión; pues permaneció esencialmente formal y este formalismo buscó su contenido en otra parte. Ya de la determinación indicada se sigue que este contenido ha de ser de índole finita y profana, puesto que ha surgido fuera del ámbito misterioso de la religión: El carácter fundamental de la religión romana es, por tanto, la firmeza de un fin determinado de la voluntad, que los romanos piden a sus dioses y ven como algo absoluto en ellos y por el cual los adoran. Este fin los sujeta limitativamente a ellos. La religión romana es por esta causa la religión enteramente prosaica de la limitación, de la finalidad, de la utilidad. Sus divinidades peculiares son enteramente prosaicas; su seca fantasía ha elevado a poder independiente y ha contrapuesto a sí misma situaciones, sentimientos, artes útiles; son abstracciones que solo podían convertirse en heladas alegorías; son situaciones que parecen provechosas o dañinas y que son ofrecidas a la adoración con todas sus limitaciones. Pondremos brevemente algunos ejemplos. Los romanos adoraban a Pax, Tranquillitas, Vacuna (ocio), Angeronia (cuidado y preocupación), Fornax (horno) y Tages (surco), como divinidades; consagraban altares a la peste, al hambre, al tizón de las mieses (Robigo), a la fiebre y a la Dea Cloacina. Juno aparece, entre los romanos, no solo como Lucina, la matrona, sino también como Juno Ossipagina, la divinidad que forma los huesos de los niños, y también como Juno Unxia, que unge con aceite los goznes de las puertas en las bodas (esto formaba también parte de los sacra). También la han adorado como la diosa Maneta, diosa de la moneda; la moneda, pues, ha sido algo divino para la institución de los romanos Poca comunidad existe entre estas prosaicas' representaciones y la belleza de los poderes espirituales y divinidades griegas. En cambio, Júpiter, como Júpiter Capitalino, es la esencia universal del imperio romano, personificada asimismo en las divinidades Roma y Fortuna pública.
Los romanos han sido los primeros que, además de implorar a los dioses en la necesidad e instituir lectisternios, han hecho promesas y votos. Movidos por la angustia y la necesidad han enviado comisionados al extranjero para importar dioses y cultos exóticos. Los dioses de fuera y la mayoría de los templos romanos -como casi todas sus fiestas-han sido pues traídos e instituidos a raíz de una necesidad, de un voto. Se trata, pues, de una gratitud obligada, no de una gratitud universal desinteresada, ni de una elevación y adoración a lo superior, sino solamente de determinada utilidad. También los griegos imploraban en la necesidad a los dioses; pero su adoración brotaba las más de las veces del corazón sereno con que habían creado sus dioses. Levantaron e instituyeron sus hermosos templos, estatuas y cultos, por amor a la belleza y a la divinidad.
Por lo demás, no todo en la religión romana está tomado del extranjero. Jano, los Penates y otras figuras eran representaciones indígenas. Por lo mismo se ajustan más a lo interior y son en su mayor parte divinidades naturales. Sin embargo estas divinidades parecen poco desarrolladas, fuera de los campos, en cuyas fiestas se revela todavía un alegre y sencillo culto de la naturaleza. personas cultas y distinguidas tomaban en estas fiestas una participación ingenua y cordial, como aún ahora sucede en Roma. Las costumbres campesinas siguen ocupando en Roma un puesto principal.
Estas fiestas, que se refieren a la vida campesina y se han conservado desde los tiempos más remotos, constituyen el único lado atrayente en la religión de los romanos. Tienen por base, bien la representación de la Edad Saturnia, o sea, de un estado anterior y ajeno a la sociedad civil y lazo político, bien un contenido natural: el sol, el curso del año, las estaciones, meses, etc., con alusiones astronómicas, bien los distintos momentos del curso de la naturaleza, en su relación con la vida pastoril y la agricultura, habiendo fiestas de la sementera, de la cosecha, de las estaciones, la gran fiesta de las Saturnales, etc. Adviértese por este lado algunos elementos ingenuos y profundos de la tradición. Sin embargo, todo este conjunto tiene un aspecto muy limitado y prosaico. No brotan de él intuiciones profundas de los grandes poderes naturales y sus procesos universales, pues se atendía principalmente al común provecho exterior y la jovialidad se desbordaba en chocarrería no precisamente la más ingeniosa. Entre los griegos el arte de la tragedia tuvo su origen en estas mismas diversiones; pero es notable que entre los romanos estas bufonescas danzas y cantos de las fiestas campesinas se hayan conservado hasta los últimos tiempos, sin haber depurado su forma ingenua y más grosera, convirtiéndose en una modalidad fundamental de arte.
Por lo demás, solo tenemos noticias arqueológicas sobre los primitivos dioses romanos. En cambio las divinidades griegas han pasado por todas las artes y las ciencias. Ya hemos dicho que los romanos acogieron los dioses griegos (la mitología de los poetas romanos está tomada íntegramente de los griegos); pero la adoración de estos bellos dioses de la fantasía parece haber sido entre ellos algo muy frío y exterior. Al hablar de Júpiter, Juno y Minerva, nos producen la misma impresión que si lo estuviéramos oyendo en el teatro. Los griegos han dado al mundo de sus dioses un contenido profundo y espiritual y lo han adornado con graciosas ocurrencias; dicho mundo era para ellos objeto de continua invención y conciencia inteligente y por eso se ha acumulado en su mitología un rico, inagotable tesoro para la fantasía, el sentimiento y el espíritu. El espíritu romano, en cambio, no se movía con alma propia en estos juegos de una ingeniosa fantasía, ni se complacía en ellos; sino que la mitología griega aparece muerta y extraña entre los romanos. La introducción de los dioses en los poetas romanos, singularmente Virgilio, es el producto de un intelecto frío y de la imitación. Los dioses se convierten en máquinas, por decirlo así; y están usados de un modo totalmente externo, de igual modo que en nuestros tratados de poética se halla, entre otros preceptos, el de que semejantes máquinas son necesarias en las epopeyas para llenarnos de asombro.
También las fiestas y los juegos romanos ofrecen, a diferencia de los griegos, ese carácter de exterioridad. Las fiestas eleusinas de los griegos suministraban al sentimiento y al espíritu grandes verdades sobre la vida ética y divina. Las fiestas romanas se desenvolvían, en cambio, de un modo más exterior y eran consideradas las más de las veces como algo al servicio de la pompa visual. Así se desplegaba una gran magnificencia en las carreras del circo; celebrábanse procesiones sacerdotales, etc. Mas para los romanos todo esto era tan exterior, que las personas distinguidas se abstenían, por dignidad, de tomar parte en ello. En los juegos griegos los reyes guiaban los carros; entre los romanos eran extranjeros y libertos. También la danza guerrera de los salios era un espectáculo frío. Más tarde los juegos degeneraron en un placer estúpido y cruel. Los romanos llegaron a no pedir más que comida y espectáculos, panem et circenses. En estos eran esencialmente meros espectadores. Dejaban las representaciones mímicas y teatrales, las danzas, carreras y luchas para los libertos, los gladiadores y los criminales condenados a muerte. Lo más vergonzoso que hizo Nerón fue aparecer en público teatro como cantante, tañedor de cítara y luchador. Como los romanos eran solo espectadores, los juegos eran para ellos algo extraño; no asistían a ellos con el espíritu. El gusto por las luchas de hombres y animales, principalmente, creció con el lujo. Los leones, los negros y los gladiadores reemplazaban entre los romanos a las tragedias, en las cuales el espíritu griego representaba los grandes antagonismos de las potencias morales. Cientos de osos, leones, tigres, elefantes, cocodrilos, avestruces, eran importados y muertos por el placer del espectáculo. Cientos y miles de gladiadores, al hacer su entrada solemne en una fiesta, para tomar parte en la naumaquia. gritaban al emperador: «Los consagrados a la muerte te saludan», quizá para conmoverle. Pero en vano. Todos debían matarse mutuamente. El interés romano solo podía ser excitado por una muerte sin espíritu; en sus juegos la muerte tenía que ser real. Esta fría negatividad de la simple muerte representa a la vez la muerte íntima de un fin espiritual objetivo. En lugar de los dolores humanos en las profundidades del sentimiento y del espíritu, en lugar de los dolores acarreados por las contradicciones de la vida, los romanos organizaban una cruel realidad de dolores corporales; la sangre a torrentes, el estertor de la muerte, la exhalación del alma eran los espectáculos que les interesaban. Aquello en que los romanos habían de poner su interés tenía que ser un dolor real; y así el dolor del «esto» resultaba teórico para ellos.
Así, por otro lado, puede observarse en la religión de los romanos el carácter de la interioridad. La gravedad romana se oponía a todo lo que fuera revelar la propia persona. Esto implica proponerse un fin eterno, algo que no puede ser expresado en esta sensibilidad. El dios bello se muestra enteramente y tal como es; pero el dios grave tiene dentro algo distinto de lo que manifiesta al exterior. El griego ha suprimido el horror de lo religioso mediante la fantasía; al transformar lo negativo del horror en una amable figura objetiva, ha hecho desaparecer lo subjetivo del horror. Así el hombre desahoga en sus lágrimas el dolor de su pecho. El espíritu griego no se ha inmovilizado en el terror interno; ha transformado el horror de la naturaleza en algo espiritual, en una libre intuición; ha convertido la relación de la naturaleza en una relación de libertad y serenidad. Entre los romanos, este horror ha permanecido más bien como algo abstracto e interior, como si dijéramos una reflexión sobre sí mismo, que, más desarrollada, se torna conciencia moral. Los romanos han persistido en una muda y obtusa interioridad; y en consecuencia lo exterior fue para ellos un objeto, lo otro, un misterio. Encontramos este carácter de la interioridad, de la gravedad, por todas partes entre los romanos; principalmente en la religión; pero para ellos ha sido siempre algo abstracto. Los romanos regulan, mediante la gravedad interna, lo particular, que sigue siendo empero algo particular; en cambio la exteriorización de la interioridad da a lo particular la apariencia de lo universal. El objeto exterior es tomado por los romanos como doble; primero, como pura exterioridad y luego como conteniendo en sí algo, un interior, algo sagrado, que por su parte no llega a manifestarse. El romano trataba siempre con un misterio; buscaba y creía encontrar en todo un sentido oculto. Mientras en la religión griega todo es abierto, claro, patente para el sentido y la intuición, no un más allá, sino algo familiar, un más acá, entre los romanos todo se presenta como algo misterioso y doble. Veían los romanos en el objeto primeramente el objeto mismo y luego lo que hay oculto en él; su historia toda no supera jamás esta duplicidad. La ciudad de los romanos tenía, además de su propio nombre, otro nombre secreto, que sólo unos pocos conocían. Se cree que era Valentia (traducción latina, de ’Pwmh) otros opinan que era Amor (Roma leído al revés). Rómulo, el fundador del Estado, tenía otro nombre sagrado; por una parte era el conocido rey, por otra el dios Quirino. Bajo este nombre era adorado como dios; los romanos se llamaban también Quirites. (Este nombre tiene relación con la palabra curia; en la derivación se ha llegado incluso a pensar en la ciudad sabina de Cures.) Remo se relaciona con Lemuris, el principio malo, que estaba sepultado en el monte Aventino, donde la plebe llevaba a cabo sus secessiones. El hecho de distinguir en todo objeto algo interno hizo que existieran esos dioses prosaicos tan numerosos que ya hemos citado: Fornax, Tages, etcétera. Así también cosas indiferentes en sí y por sí tenían la significación de Omina. Los romanos se acercaban a todo con gravedad y mantenían la actitud solemne aun en las cosas más indiferentes. Este carácter se extiende a todo; todas las cosas se convierten en sacra mediante ritos, ceremonias, etc. En toda cosa, aun sin importancia, veían los romanos algo importante, una interioridad y se acercaban a ella con una inconcebible gravedad; así al edificar una casa, el necesario trazado del emplazamiento, etcétera. Esto explica también la mencionada forma sacrosanta de matrimonio, la confarreatio, de la que se hizo un sacrum, con una solemnidad verdaderamente pueblerina. Estos sacra eran publica y privata. Comprendían acciones exteriores; pero estas estaban asociadas por su forma a un recogimiento interior y llamamiento a la conciencia moral. El contenido de la acción puede ser indiferente; se puede ser piadoso en cualquier caso, como el bandido que, antes de cometer un asesinara, reza su padrenuestro.
Entre los romanos el estremecimiento religioso no se desarrolla; queda encerrado en la certeza subjetiva de sí mismo. La conciencia, por tanto, no se ha dado ninguna objetividad espiritual, ni se ha elevado a la intuición teórica de la naturaleza eternamente divina y a la liberación en ella; no ha sacado para sí del espíritu ningún contenido religioso. La vana subjetividad de la conciencia moral se posa, para el romano, en todo cuanto hace y emprende, en sus contratos, en sus relaciones políticas, en sus deberes, en sus relaciones familiares, etc., y todas estas relaciones reciben por ello no solo la sanción de lo legal, sino, por decirlo así, la solemnidad del juramento. La infinita muchedumbre de ceremonias en los comicios, al entrar el magistrado en funciones, etc., con las exteriorizaciones y declaraciones de este firme vínculo. Los sacra representan en todas partes un papel de suma importancia. Lo más inocente se transformaba muy pronto en un sacrum y se petrificaba, por decirlo así. El conocimiento de estos sacra carece de interés; es aburrido y da siempre nueva materia para eruditas investigaciones sobre si son de origen etrusco o sabino u otro. Por causa de ellos se ha considerado al pueblo romano como sumamente piadoso en sus acciones y omisiones; pero es ridículo que los modernos hablen de estos sacra con unción y respeto. Basta mencionar los augurios, los auspicios y los libros sibilinos, para recordar cómo los romanos estaban sujetos supersticiones de toda índole, en las que solo se trataba para ellos de sus fines. Las entrañas de los animales, los relámpagos, el vuelo de las aves, las sentencias sibilinas determinaban los asuntos y empresas del Estado. Todo esto se hallaba en las manos de los patricios, que lo usaban conscientemente como un mero lazo externo, para sus fines y contra el pueblo. Cicerón lo considera expresamente como un engaño del pueblo.
Los distintos elementos de la religión romana son, según lo dicho, la religiosidad interior y una perfecta finalidad, completamente externa. Los fines temporales y disfrutan de plena libertad; no están limitados por la religión, sino más bien justificados por ella. Los romanos han sido piadosos en todo, fuese el que fuese el contenido de acciones. Pero como lo sagrado solo es aquí una forma sin contenido, resulta que puede permanecer en poder de uno; el sujeto lo toma en su posesión y así persigue sus fines e intereses particulares. Lo verdaderamente divino tiene en sí mismo poder concreto; sobre la mera forma impotente hállase el sujeto, la voluntad por sí concreta, que puede poseerla y debe, como dueño, poner sus fines particulares por encima de la forma. Esto ha sucedido en Roma por medio de los patricios. Los sacra estaban en sus manos; por Jo cual los patricios se elevaron al rango de familias sacerdotales, y fueron considerados como las estirpes sagradas, depositarias y mantenedoras de la religión. Los plebeyos se convierten entonces en el elemento sin dios. Los antiguos reyes eran, a la vez, reyes sacrorum. Después que la monarquía fue abolida, quedó un rex sacrorum: pero estaba sometido, como todos los demás sacerdotes, al pontifex maximus, el cual dirigía todos los sacra y les dio aquella rigidez y fijeza, que hizo posible a los patricios sostenerse tan largo tiempo en el disfrute de este poder religioso. La posesión de la soberanía por los patricios, se convirtió de este modo en un hecho fijo, sagrado, inmediato y fuera de la comunidad; el gobierno y los derechos políticos recibieron el carácter de propiedad privada y sagrada. La inclinación de los romanos a la interioridad favorece todas las particularidades, las cuales, solo por serlo, tienen en seguida la preferencia sobre las otras cosas. Así es como el principio de la arbitrariedad está implícito en aquella interioridad de la religión.
Pero la arbitrariedad del interior abstracto se alza contra esta arbitrariedad de la posesión sagrada. Pues mismo contenido puede estar privilegiado por la forma religiosa y, por otra parte, tener la forma de algo querido, de un contenido de la voluntad humana. Cuando hubo llegado el tiempo de que lo sagrado fuese rebajado a simple forma, hubo de ser conocido y tratado como forma y hollado con los pies; hubo de ser representado como formalismo. La desigualdad, que entra en lo sagrado, constituye el tránsito de la religión a la realidad de la vida política.
G.W.F. Hegel. Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Ediciones de la Revista de Occidente. Madrid, 1974. Págs. 503-518. Traducción de José Gaos.
1 comentario:
Qué potencia de análisis (y de integración) la de Hegel. Queda claro que los enfoques más especializados que han seguido en historia, aun haciendo grandes aportaciones en sus líneas concretas de interés, no le llegan al talón a esta perspectiva integradora, empezando por Marx. Muy bueno lo de los orígenes bandoleros del Estado, y el análisis del sistema de clases. Por cierto, me ha hecho pensar en el análisis que hace Vico del desarrollo de las instituciones romanas, en la CIENCIA NUEVA. Me pregunto si Hegel lo conocía, o si llegó a reflexiones parecidas por vías independientes.
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