Claude Dulong - De la conversación a la creación (Las mujeres en el Renacimiento)


Das Atelier des Malers, Johann Georg Platzer.(1704-1761)


Antes que el escrito, la palabra; antes que la creación, la conversación, es decir, el salón. ¿Por qué? Porque, al ser la condición femenina lo que era, el salón constituía uno de los raros espacios de libertad en donde la mujer podía expresarse. Poco importa aquí que la palabra sólo aparezca a finales del siglo XVIII: lo que nos interesa es el fenómeno. Las princesas, sin duda, siempre habían tenido la posibilidad de mantener un círculo, de reunir alrededor de ellas hombres y mujeres cuya ocupación principal era la conversación; y, cuando eran capaces, de proponer alimentos a esa conversación y guiarla hacia determinados temas. Se conocen las cortes de amor de la Edad Media y los cenáculos del Renacimiento, se sabe cuánta importancia tuvieron en el siglo XVII los círculos de Margarita de Angulema o de Margarita de Valois en Francia, los de Isabel de Este o de Lucrecia Borgia en Italia, en los que, contrariamente a la leyenda, el espíritu ocupó un lugar mucho más destacado que los amores. 
Esta tradición no se perderá. Aquí o allí, desde el siglo XVI al XVIII (y también después, por supuesto), siempre se encontrará en Europa princesas cultas, reinas, que convertirán sus cortes en centros de cultura: Isabel de Inglaterra, Cristina de Suecia, la duquesa regente Anna-Amalia de Weimar, etc., sin olvidar a algunas de esas reinas por la mano izquierda que son las favoritas, como la ilustre Pompadour. 
A estas mujeres hay que agradecerles el haber mantenido encendida la llama y el haber ofrecido a los antifeministas una viva refutación de sus tesis. Pero, en último término, tuvieron menos mérito que otras debido a las ventajas de que disponían, la primera de las cuales era su estatus, que las ponía al abrigo de la crítica. No hay salón si no es a partir del momento en que esos focos de cultura emigran fuera de la corte o del palacio para dispersarse en la ciudad, en casas particulares. Y esto se produjo en la época que nos ocupa, pero no en todos los países de Europa. Pues el salón es mixto: ésta es su primera característica e incluso una de sus razones de ser; por tanto, no podía existir allí donde las prohibiciones religiosas y sociales pesaban demasiado gravosamente sobre las mujeres. No hay prácticamente salones españoles, a pesar de que la cultura española, al menos tal como se la imaginaba, caballeresca y cortés, ejerciera tanta influencia en los primeros salones de los otros países. 
Los observadores comprobaron estas diferencias y, cuando eran franceses, se felicitaban de vivir en un clima en que el bello sexo no se hallara prácticamente recluido y pudiera frecuentar al otro con una «honesta libertad». Pues la situación inversa acarreaba enojosas consecuencias. 

En los años treinta del siglo XVII, en Bruselas, que se hallaba por entonces bajo dominación española, el poeta Voiture descubre que todavía hay reglas rígidas que prohíben a las mujeres agradecer los homenajes masculinos de otro modo que en su balcón y en horas convenidas. De ello se desprende la imposibilidad de la «conversación honesta» y, lo que es más grave, la brusca liberación cuando, por azar o por astucia, se obtiene el encuentro cara a cara. Cuando los hombres sólo tienen raras y breves ocasiones de aproximarse a las mujeres, ¡nada de rodeos, van directamente a la acción! En Inglaterra, donde, sin embargo, reinaba más libertad, otros observadores deploraban la costumbre que obligaba a las damas a retirarse al final de la comida, para dejar que los hombres se entretuvieran entre ellos mientras bebían vino, lo cual terminaba casi siempre por favorecer más la circulación del botellón que de las ideas. Así, pues, para los buenos espíritus, las mujeres son necesarias para la vida en sociedad, puesto que confieren a esta última un cierto tono. La razón de ello estriba en que las mujeres esperan de los salones algo más que el placer de codearse con hombres y, tal vez, de anudar alguna relación galante. ¿No es significativo que, durante tanto tiempo, las muchachas hayan llamado «entrada en el mundo» a la entrada en la vida mundana? Se trata de la sobrevivencia de una época, precisamente ésta de la que hablamos, en que el contacto de un cierto mundo que las iniciara en el otro, en el vasto mundo de la cultura, era para las mujeres la única posibilidad que tenían de aprender aquello en cuya ignorancia las habían mantenido la familia, la escuela y el convento. 
Si bien en épocas posteriores la mundanidad se convierte en un simple fenómeno, incluso en un epifenómeno de la civilización, en los siglos XVI, XVII YXVIII constituye todo un hecho civilizador. Bien se sabe, y no se olvida, que, aun en las grandes ciudades, apenas la mitad de las mujeres eran capaces de firmar. Pero en los salones es donde la minoría de esta minoría se convierte en élite. ¿Habría de limitarse la masa del resto de las mujeres a tomar conciencia de sus carencias y aprender a formular sus reivindicaciones? ¿De dónde, si no de las propias mujeres, podía venir el cambio en esta sociedad hecha por hombres y para hombres? 
Los salones son lugares eminentemente pedagógicos, y lo son por partida doble, pues al formarse allí las mujeres, se forman también los hombres, esos gozadores que les dicen «[quédate conmigo y calla!», esos anticuados que consideran que las mujeres ya saben bastante cuando distinguen un jubón de unas calzas, según palabras de Chrysale en Las mujeres sabias. No es casual que los primeros salones dignos de este nombre aparezcan en Francia a comienzos del siglo XVII: porque aquí, más que en otros sitios, era necesario reaccionar contra tal estado de espíritu, y porque el fenómeno puede y debe ser aprehendido en este país y en este período". Treinta y cinco años de guerra civil habían hecho estragos. El instinto triunfaba, la moral se hallaba en franco retroceso, la ignorancia se extendía trágicamente. Y las primeras víctimas de todo eso eran las mujeres. Se imponía una recuperación de la sociedad y la acción de los salones se inscribía entonces en el marco de esa «coalición contra la grosería» en sentido amplio, cuyos componentes estudió ya Magendie en una tesis sobre la educación mundana", La renaciente Iglesia de la Contrarreforma, el poder restaurado, los filósofos, y los moralistas desempeñaron su papel en este gran esfuerzo de educación más bien, de reeducación-de los franceses. Por variados que hubieran sido los motivos y los métodos de unos y otros, todas las empresas presentan un denominador común: hay que aprender a dominar los instintos, o por lo menos a moderar su expresión. A los preceptos morales, las múltiples obras didácticas que realizan el retrato del «hombre honesto» mezclan las recetas del arte de agradar, de escribir, de conversar, que, por otra parte, desarrolla la enorme cantidad de tratados de civilidad que aparecen en este período y durante todo el curso del siglo. Los salones quedarán siempre impregnados de este ideal de educación mundana, y Voltaire, hombre de letras si alguna vez lo hubo, dirá: «Antes de ser hombre de letras, hay que ser hombre del mundo.» 
En todos los teóricos, el respeto a la mujer forma parte de las reglas que es menester observar, pero, en los salones, se impone algo más que respeto, porque allí impera 10 novelesco. Al prohibir a las niñas los estudios serios, se las condenaba a las obras de ficción, que, sin embargo, les estaban más prohibidas aún. Pero, sin que las familias se apercibieran de ello, los antiguos cuentos que las nodrizas y las criadas contaban a las niñas, transmitían a éstas el gusto por lo novelesco, lo maravilloso, lo quimérico. ¿Cómo, una vez maduras, se les pasaría este gusto, enfrentadas como se hallaban a la tan dura realidad de su destino? ¡Padres tiranos, maridos impuestos, amantes brutales, cuando se atrevían a tener un amante! Algunas llevaban las novelas a la iglesia, disimuladas como libros de horas. Naturalmente, se trataba de novelas de aventuras amorosas, adecuadas para satisfacer su necesidad de sueños; los héroes de las épocas más bárbaras, de las comarcas más salvajes, suspiraban y se morían de amor por inaccesibles heroínas que, aun cuando cayeran a su merced, lograban imponerles la sumisión más total. 
El idealismo algo bastardo que reinaba en estas novelas tenía a sus espaldas una larga tradición, revivida en los albores del siglo XVII por Honoré d'Urfé en su Astrée. El éxito de Astrée fue inmenso, internacional, y no podríamos pasarlo por alto, pues concierne directamente a nuestro tema. 
A través de la literatura de evasión (aquí pastores y pastoras pacíficos, libres de toda preocupación material) y gracias al encanto de su estilo, por retórico que hoy nos parezca, d'Urfé había sabido transmitir un mensaje, el del neoplatonismo. El amor por encima de todo. Pero no cualquier amor, no la concupiscencia. Lo que amamos en la tierra, en las criaturas, es el reflejo de la belleza ideal de la que nuestra alma quedó prendada en el Cielo y con la cual aspiramos oscuramente a reunirnos. Las mujeres son seres intermediarios entre este mundo de las ideas y el mundo de los cuerpos; ellas son para los hombres las maitresses (palabra tan envilecida que se olvida su primer significado)*, sin cuyo auxilio no podrían llegar al amor perfecto. 
Inútil decir que este idealismo pasaba muy por encima de la cabeza de la mayor parte de los lectores, quienes no se convertían al amor platónico. Pero descubrieron en Astrée, mejor que en todos los tratados y manuales, la necesidad y la dificultad de agradar; allí aprendieron delicadezas insospechadas, o al menos olvidadas, de sentimiento, de conducta y de lenguaje. El amor se convertía en la formación por excelencia, la mujer se convertía en un objeto de conquista, no de placer, y esta conquista sólo podía llevarse a buen término según un ritual cuyas exigencias se respetaron a partir de entonces, fuera cual fuese la sinceridad o la insinceridad de quienes a él se sometían. El «plus» que los salones han agregado a la civilidad es la galantería, ese no sé qué de gracia y de encanto que sólo se puede adquirir junto a mujeres y por ellas, pero que muy pronto se extenderá a todo el comportamiento de una élite y la distinguirá en todo encuentro, puesto que hasta un hombre de iglesia como FéneIon, de costumbres intachables, será célebre por su «aire galante». 
*Maitresse significa: 1) «señora», «ama», y también, 2) «amante», «concubina» (N. del T.). 

¿Quiénes son ellas? 
¿De dónde salían, dada la condición de las mujeres, aquellas anfitrionas que abrieron los primeros salones, que fueron capaces de regentar las costumbres, las maneras, el gusto y de atreverse a decir a los hombres que no había civilización digna de tal nombre que no las pusiera en su lugar, el primero? Naturalmente, se trataba de parisinas, favorecidas por el nacimiento y/o por la fortuna, y cuyos maridos o bien eran particularmente liberales, o bien estaban ausentes o muertos; y también de solteronas (véase Mlle. de Scudéry), ya sin padres que las tuvieran bajo su férula. Pero esta independencia, condición necesaria, no era condición suficiente. Se requería haber adquirido previamente un mínimo de cultura, y las mujeres cultas, de los siglos XVI al XVIII, son las que han querido serlo, aprovechando todas las oportunidades que se les presentaban, ingeniándoselas para instruirse, así como otras se las hubieran ingeniado para ocultar una aventura amorosa. Muchas, en su adolescencia, sólo se habían iniciado en las humanidades escuchando, desde un rincón de la habitación, las lecciones que recibían sus hermanos. Así había aprendido latín Madame de Brassac, la gobernanta del joven Luis XIV; pero gracias a su decisión puramente personal de continuar estudiándolo, pudo leer directamente los autores de la Antigua Roma, y muchos otros, puesto que todas las obras eruditas se escribían entonces en latín. 
Las protestantes, desde este punto de vista, gozaron de una ventaja sobre las católicas: podían tener como padre un hombre de la Iglesia, es decir, un hombre instruido, conocedor de las lenguas antiguas y dueño de una biblioteca, a la que, con o sin autorización, acudían para proporcionarse lecturas. Se ha establecido que, en las ciudades protestantes, la cantidad de bibliotecas particulares, sin distinción de categorías profesionales, eran tres veces superior que en las ciudades católicas. Sin duda, en lo esencial, y a veces exclusivamente, se trataba de obras piadosas y de textos sagrados; pero la Biblia, ese repertorio inagotable cuya lectura les era impuesta por la práctica religiosa de los reformados, podía ofrecer también a la curiosidad femenina muchos otros temas, fuera de los religiosos. De donde, quizá, la cantidad de niñas instruidas y bienhabladas que se encuentra en Inglaterra en la época de Shakespeare y cuya facilidad y audacia en las justas oratorias se pueden apreciar justamente en las obras de este dramaturgo. Es verdad que el ejemplo de la reina Isabel también podía incitar a los ingleses a hacer gala de su ingenio; después de ellas, todo será distinto, y sólo a mediados del siglo XVIII las inglesas lograrán instituir verdaderos salones a la francesa, en los que no se fuera a buscar otros placeres que los del espíritu. 
El modelo de los salones a la francesa fue fijado por la marquesa de Rambouillet, arquetipo de las anfitrionas mundanas, referencia suprema. En nada disminuye su mérito decir que tuvo desde el primer momento todas las oportunidades que necesitaba, y sobre todo una madre italiana de gran inteligencia y exquisitas maneras, que no había descuidado su educación. Por tanto, era bilingüe, y más tarde aprendió el castellano para perfeccionar su cultura literaria. A las cualidades del espíritu se unían las del corazón, pues era amable, benévola y profesaba un auténtico culto por la amistad. A todas estas virtudes unía una reputación sin tacha, que, sin duda, explicaba la presencia a su lado -otra suerte- de un marido amante y admirador. 
Su salón fue, hasta cierto punto, producto de las circunstancias. Había huido de la corte, porque la corte -la de Enrique IV- le parecía demasiado grosera, lo cual era cierto. Por otra parte, delicada de salud como era, no soportaba mejor «la presión» de la corte que su tono. Más tarde, la semidesgracia de su marido, bajo Richelieu, contribuirá a su semirretiro. 
Tras decidir recrear en su casa una corte a su gusto, Madame de Rambouillet comenzó por el decorado, al que dedicó un celo desconocido hasta entonces. En su hotel, cuyos planos eran directamente obra suya, la escalera no ocupaba el centro, sino que estaba a un costado, lo cual dejaba libre una fila de habitaciones propicia para la recepción. La otra innovación, de no menos resonancia, era la alcoba. No se trata de que Madame de Rambouillet la haya inventado. Entre las habitaciones todavía sin destino definido de las casas de la época, la alcoba (espacio alrededor de la cama, delimitado por las cortinas) y la callejuela (espacio entre un lado de la cama y la pared) constituían ya una forma de privatización: lugares de intimidad que no sólo servían para el sueño, el amor o la plegaria, sino también, gracias al agregado de armarios empotrados y, a veces de cajas fuertes, para guardar papeles, libros, objetos personales y preciosos. Pero había otra razón, muy particular, para que Madame de Rambouillet convirtiera su alcoba en el centro de su vida de anfitriona: la extraña enfermedad que la aquejaba (en la que se ha visto un caso de termoanafilaxia) le impedía exponerse al calor del fuego y a los rayos solares. Pero entonces, ¿cómo defenderse del frío terrible que reinaba en las mansiones del Gran Siglo cuando no es posible instalarse junto a la chimenea, como las otras mujeres? Pues, quedándose en la alcoba. 
Se observará al pasar que una tipología de las anfitrionas del Gran Siglo exhibiría una proporción bastante notable de enfermas o, por lo menos, de mujeres frágiles, hipersensibles, que sufren más que otras las incomodidades de su época y otros mil pequeños males incomprensibles para la salud ruda, o para la salud, a secas, de sus contemporáneos. Madame de Sablé era tan famosa por su espíritu como por sus precauciones, que se consideraban ridículas, para evitar la enfermedad. Madame de Maure, lo mismo que ella, era insomne, y ambas amigas temían a tal punto el contagio que, aun cuando cohabitaban, apenas una de ellas sufría un resfrío, sólo se comunicaban de cuarto a cuarto a través de mensajeros. En cuanto a Madame de La Fayette, llevaba una vida sernirreclusa. y algunos, ignorando la realidad de sus males, que ella tenía la elegancia de ocultar, la consideraban «loca» por no querer salir en absoluto. Fue una de las primeras -detalle revelador- en hacer poner vidrios a su carroza, a tal punto había sufrido por salir en la época en que las aberturas de las portezuelas tenían sólo unas cortinas como toda protección del viento, el frío y la lluvia del exterior. 
El doctor Du Boulbon, el de Proust, hubiera dicho que estas mujeres pertenecían a «esa familia magnífica y lamentable que es la sal de la tierra», la familia de los nerviosos, a la que el mundo «nunca sabrá cuánto le debe y, sobre todo, cuánto han sufrido para dárselo». Proust pensaba en los artistas, en los creadores, que, en efecto, sufren para crear. Pero, ¿acaso no es más agudo el sufrimiento de aquellos y de aquellas que no pueden crear y que han de contentarse con ese sustituto que es la conversación? Sin duda, no era otra la causa de la hipersensibilidad, las alergias y las fobias de una Rambouillet, de una Sablé y de tantas otras que luego citaremos. 

Espacios y decorados
El origen de las modas, una vez éstas lanzadas, suele quedar en el olvido, pero a menudo ese origen es la necesidad. Cuando las burguesas del siglo XVII adoptaron, también ellas, el hábito de recibir en su cama o en su alcoba, lo hicieron, sin duda, para imitar a las grandes damas más que para protegerse del frío y conversar sin fatigarse. Estas camas, fueran o no de lujo, eran monumentos, cubiertos de doseles, envueltas en cortinas, cantoneras, declives, y cuyas cuatro columnas remataban a veces en plumas. Pero el resto de los muebles, hasta el siglo XVIII, quedó relativamente rústico y poco variado: mesas, cofres, armarios. En las casas más ricas se veían gabinetes de muchos cajones, con incrustaciones de madera preciosa o de marfil. Para sentarse, sillas y sillas de tijera. Los sillones (que comienzan por entonces su carrera) no tenían más que respaldos altos y rectos, pero rellenos, como el asiento: gran progreso sobre la caquetoire, cuyo nombre viene de que las mujeres se instalaban allí para caqueter (= «cacarear»), manera que los misóginos de comienzos del siglo tenían de calificar la conversación femenina. Como lo prueban los grabados, de esos muebles se desprendía una impresión de rigidez geométrica. 
Madame de Rambouillet supo alegrar, airear ese decorado. Algunos refinamientos nos son tan familiares que nos olvidamos de que alguien tuvo que haberlos inventado. A ella se le ocurrió por primera vez poner, sobre los muebles, objetos de adorno y jarrones o cestos llenos de flores que, renovadas permanentemente, «hacían de su cuarto una primavera». Esta expresión de un contemporáneo resume muy bien el deslumbramiento de los happy few que penetraban en una atmósfera que ellos, por lo demás, no supieron describir bien. de puro novedosa que les parecía. Madame de Rambouillet amaba la naturaleza: puesto que no podía gozar de ella, no se conformaba con mirar por las ventanas la pradera que dejaba crecer en su jardín y de darse el original lujo de hacer parvas en pleno París: quería que esa primavera reinase en toda su casa. En las paredes, nada de revestimiento sombrío ni de cordobán, sino tapices cuyos colores frescos respondían a los de los ramilletes: verde, dorado, rojo y. para la cámara de la señora de la casa, el azul cielo (de donde el nombre de Cámara azul); y sobre estos fondos brillantes. pero no colgadas una junto la otra, como se estilaba a la sazón, telas de maestros y retratos de amigos queridos. Un instinto seguro de conocedora presidía la elección y la armonía de los objetos: vasos venecianos, porcelanas de China, mármoles antiguos, piezas de orfebrería, todo sabiamente reflejado en espejos (novedad), iluminado por arañas de cristal (otra novedad) cuyas facetas suavizaban y potenciaban la luz de las velas. 

Un lugar, unas maneras 
Ahora bien, ¿a quien se le ocurriría, en semejante decorado, comportarse como en una taberna? Los sobrenombres poéticos que se adoptan también contribuyen a imprimir un giro galante a las conversaciones. Cuando alguien se hace llamar Arthénice, leas o Léonide, no conversa ni se relaciona en el mismo tono que un Pierre o una Pierrette. Los poetas, familiares a los salones, donde, en estos comienzos de siglo, están mucho mejor considerados que en la corte, participan abundantemente en esta moda. Malherbe es quien inventó para Madame de Rambouillet el sobrenombre de Arthénice, que, a pesar de su consonancia helénica, no es otra cosa que el anagrama de Catherine. 
Pero los poetas, los hombres de letras en general, tienen también, por cierto, otras utilidades. Sirven a las damas como benévolos preceptores, leen obras nuevas en las casas de estas últimas, proporcionan temas de conversación. Pero serían desterrados si, también ellos, no se conformaran al buen tono de rigor. y no sólo .en lo relativo a las maneras, sino también en sus producciones, reformando su estilo y, en cierta medida, su manera de pensar. Malherbe , quien, en su juventud, había contribuido con coplas obscenas a las colecciones satíricas, condena ahora estos dos versos de Desportes 
O vent qui fais mouvoir cette divine plante
Te jouant, amoureux, parmi ses blanehes fleurs 
 [«¡Oh, tú, viento, que mueves esta divina planta, / jugando. amoroso, entre sus flores blancas!»] 
con estas palabras: «!Sucio! Todo el mundo sabe bien lo que quiero decir.» ¿Todo el mundo? En verdad, hay que tener una mente bien retorcida para ver suciedad en este dístico. Pero era precisamente el tipo de mentalidad que tenían los contemporáneos de Malherbe y el propio Malherbe antes de enmendarse. 
No menos significativos son los escrúpulos de Corneille. El gran hombre nunca temía la palabra atrevida. Entonces, ¿qué es lo que escribe en Examen de Polyeucte (este Polyeucte cuya primera lectura tuvo lugar en el hotel de Rambouillet)? «Si tuviera que exponer la historia de David y de Bethsabé, no describiría cómo se enamoró él al verla bañarse en una fuente, por miedo a que la imagen de esta desnudez produjera una impresión demasiado cosquilleante en el espíritu del oyente, sino que me contentaría con describir su amor por ella, sin hablar en absoluto acerca de la manera en que ese amor se habría apoderado de su corazón. 
Quizás haya que lamentarlo. Pero lo cierto es que esta autocensura. unida a la censura, sin más, que Richelieu impuso a la escena francesa al prohibir en ella «las acciones deshonestas y las palabras lascivas», no tuvo sólo consecuencias negativas, pues dio nacimiento a la tragedia llamada clásica y ayudó a la comedia de costumbres a triunfar sobre la farsa. Con el resultado añadido de permitir a las damas la asistencia a las salas de espectáculos y, por tanto, el acceso a la forma de cultura que allí se difundía. Pero las otras formas de poesía sufrieron estas restricciones. La lírica francesa perdió mucho y, durante un largo período, hubo de conformarse con los imperativos de los salones. Desde el momento en que teme causar «cosquilleos» en el espíritu de los oyentes, y sobre todo de las oyentes, mediante imágenes demasiado precisas, desde el momento en que se elimina toda sensualidad, el amor, descarnado, cae en la abstracción, pierde credibilidad, y a los poetas no les queda otro recurso que reemplazar la fuerza del sentimiento por el ingenio de la imaginación. Civilización del bello-espíritu, en donde reina el madrigal y que simboliza la Guirlande de Julie. colección de sesenta y dos piezas ofrecida a Julie d'Angennes, la hija mayor de Madame de Rambouillet, por Montausier, su enamorado de catorce años. 
En consecuencia, ¿hay que reprochar a los salones el haber estimulado y cultivado el arte de amar sin amor? Estos ejercicios eran necesarios a gente que no se imaginaba que pudiera poner algo de arte en el amor. Si bien la galantería no consiste en otra cosa que en tratar a cualquier mujer como a la mujer a la que se ama, es mejor eso que tratar a la mujer a la que se ama como a cualquier mujer. Estas primeras anfitrionas habrían realizado una hazaña: la de detener al borde de su cama a guerreros impulsivos que llegaban de la batalla y cuyo ardor había estado privado de mujeres durante los cinco o seis meses de campaña militar. Ellas les habrían enseñado a pasar de una alcoba a la otra, de aquella donde se hace el amor a aquella' otra donde se habla. 

Las Preciosas, la voluntad de saber 
En la segunda mitad del siglo, los salones se multiplican, por lo menos en Francia, con la moda y el ascenso de la burguesía del dinero. Si bien no cambian de naturaleza, pues siguen siendo lugares de encuentro entre hombres y mujeres de buena compañía y se pretenden despachos del espíritu, lo cierto es que el espíritu no sopla siempre en ellos de la misma manera ni en el mismo sentido. Los progresos de la ciencia suscitan nuevas curiosidades. y las suscitarán cada vez más. A partir de 1552, Bossuet podía escribir: «El hombre ha cambiado prácticamente la faz del mundo.. Y esto era cierto a partir de Galileo, Kepler, Descartes, para no hablar de Pascal, de quien todavía hoy no conocemos más que algunas experiencias y su talento de polemista. Como la Universidad, encerrada en su dogmatismo y su soberbia, rechazaba con hostilidad todo lo que contradecía los sacrosantos Antiguos -lo que equivale a decir todos los descubrimientos-, el cultivo del espíritu se producía en los círculos privados, donde se comentaban las nuevas teorías. se recibía y se protegía a los autores. A estas curiosidades se unía el atractivo, que experimentaban las mujeres, por el fruto prohibido, puesto que todas las disciplinas propiamente científicas habían quedado totalmente excluidas de la enseñanza que ellas habían podido recibir. Todavía a finales del siglo, Fénelon escribirá a una de las mujeres a quienes servía de director espiritual: «No os dejéis embrujar por los atractivos diabólicos de la geometría.» Es que, a partir de ese momento, también se recibían geómetras en los salones, al igual que médicos, físicos y astrónomos. La Filaminta de las Mujeres sabias, al instalar un telescopio en su casa, no hace más que ceder al nuevo capricho. Tampoco la química repugna a las damas y, en París, se atreven incluso a entrar en los laboratorios, como el del famoso Nicolas Lémery, que, sin embargo, escribe Fontanelle, «más que habitación era una cueva y casi un antro mágico, iluminado por el único resplandor de los hornos». 
Pero las bellas letras, el lenguaje bello y los bellos selltimientos siguen siendo el principal interés de los salones y constituyen el fondo común de las conversaciones. Predominan en quienes a partir de 1654 se llamará las preciosas, porque daban precio (valor), a muchas cosas que carecían de él, comenzando por ellas mismas. Ironía masculina, por supuesto, que no tenía en cuenta las circunstancias. 
La Fronda, que termina cuando aparecen las preciosas, había asestado durísimos golpes al idealismo de los salones; efectivamente, cuatro años de guerra civil causan menos estragos que treinta y cinco, y nada volvería a comenzar como a principios de siglo. Pero todo había de reafirmarse merced a que se abría paso un cierto cinismo, el de una nobleza que en esta aventura había perdido muchas ilusiones. Si bien es verdad que las mujeres, sobre todo las grandes damas, desempeñaron un papel de primer orden durante la Fronda, este papel les resultó nefasto. Habían creído, y habían querido creer y hacer creer, que alentando a los hombres a luchar contra el poder, luchando a veces ellas personalmente con las armas en la mano, actuaban como heroínas de novelas. Pero lo que defendían era su interés, material o de clase, contra el interés superior del Estado; y, en muchos casos, al hábil Mazarino le bastó con dejar en sus manos unos cuantos sacos de oro para volverlas a la razón. Y a la sumisión. Fue Mazarino quien dijo: «La que gobernara hoy prudentemente un reino encontrará mañana un señor a quien no se darían doce gallinas a gobernar.» Pues nuestras heroínas también habían aprovechado el desorden ambiente para abandonarse a sus instintos, hollando la decencia y sin preocuparse por salvaguardar su imagen. Por tanto, había que restaurar esta imagen, había que reafirmar el derecho de la mujer a la consideración, incluso la adoración, y también, por supuesto, a la independencia y al saber. Olvidemos el destino posterior de la palabra preciosidad. Históricamente, sólo se trata de un avatar del movimiento feminista. Las preciosas, en estos años posteriores a la Fronda, sintieron la necesidad de reaccionar -y se lo impusieron como deber-contra un estado de cosas y de mentalidades que amenazaba las frágiles conquistas de sus precursoras. Y, tal vez debido a que las mujeres en general habían adquirido audacia y a que las preciosas, en particular, se reclutaban en medios heterogéneos, y, por eso mismo, más vulnerables y más combativos que la gran aristocracia de una Rambouillet, esta reacción se expresó con una vivacidad completamente nueva. 
Primer objetivo: el sometimiento social y sexual de la mujer. «Uno se casa para odiar. Por eso es preciso que un verdadero amante no hable nunca de matrimonio, porque ser amante es querer ser amado, y querer ser marido es querer ser odiado» (Mademoiselle de Scudéry). O incluso: «Fui una víctima inocente sacrificada a motivos desconocidos y a oscuros intereses de la casa, pero sacrificada como la esclava, atada, azotada... Se me entierra, o más bien se me sepulta en vida en la cama del hijo de Evandre» (La Précieuse, del abad de Pure). En cuanto a la maternidad, esta «hidropesía amorosa», las preciosas propusieron, para evitarla, que el matrimonio quedara roto de oficio tras el nacimiento del primer hijo, del cual se haría cargo el padre, quien daría a la madre una prima en especie. ¿Y por qué no, ya que la mayoría de los hombres sólo se casaban para asegurarse la descendencia, olvidando que tan a menudo, al dar la vida, las mujeres arriesgan la suya? 
Es evidente que las preciosas, preocupadas por volver a un idealismo que favorecía a su sexo, debían interesarse ante todo por las cosas del corazón y sólo del corazón: 

Dans un lieu plus secret on tient la précieuse 
Occupée aux leçons de morale amoureuse, 
La se font distinguer les fiertés des rigueurs; 
Les dédains des mépris, les tourments des langueurs, 
On y sait d-eméler la crainte et les alarmes, 
Discerner les attraits, les appâts et les charmes... 
Et toujours on ajuste a l’ordre les douleurs 
Et le temps de la plante et la saison des pleurs*. 

[«En un lugar más secreto se mantiene a la preciosa/en lecciones ocupada de moral amorosa; / allí se distingue soberbia de rigores, / desdenes de menosprecios. tormentos de añoranzas; / se sabe allí separar el temor y las alarmas, / discernir los atractivos, los incentivos y los encantos... /Y siempre se adapta uno al orden de los dolores / y al tiempo del lamento y a la estación del llanto.»] 

Aquí, la broma de Saint-Evremond no es demasiado maligna y, aunque sólo ve la espuma del fenómeno, nos ayuda a comprender cómo los franceses han hecho de la psicología amorosa una especialidad. Pues esas «eliminaciones de laberintos», esas «cuestiones de amor-enloquecían a las preciosas, sólo culminan en la Carte du Tendre, que influyó en muchas obras maestras. No cabe duda de que, para componer Zaide y La Princesse de Cléves, hacía falta el genio, la lucidez y la profundidad de una La Fayette; pero también era necesario haber frecuentado los salones, haber afinado en ellos el gusto y ejercitado el espíritu. Además. únicamente en ellos podía encontrarse a los teóricos, los gramáticos, los bellos espíritus que pudieran ayudar a las autoras todavía inexpertas a construir sus intrigas, a corregir su sintaxis y su estilo. 
En cuanto al vocabulario, después de tantos excelentes trabajos sobre el tema, nadie tiene hoy derecho a pensar que hayan hablado comúnmente como sus satirizadores las hacen hablar. Mademoiselle de Scudéry, encarnación de la preciosidad en literatura, jamás llamó «espejos del alma» a los ojos, «queridos sufrientes» a los pies, «almohadillas del amor», a los senos, «consejeros de las gracias», al espejo ni «comodidades de la conversación», a los asientos (pues algunas de estas metáforas son muy anteriores a ella y, por otra parte, dicen con mucha gracia lo que quieren decir). Pero es verdad que las preciosas se dedicaron a la caza de palabras picarescas, o, para emplear un adjetivo que ellas mismas lanzaron, obscenas. Condenaron todas las expresiones que evocaban groseras realidades fisiológicas: cagar, enema, parir; se negaron a aplicar el verbo amar al mismo tiempo a las cosas materiales y a las espirituales: se ama a la amante, se gusta del melón**. Es indudable que algunas particularmente «amaneradas» llevaron el pudor afectado más lejos aún, o que algunas provincianas (pues entonces ya había salones en la provincia) utilizaron sin discernimiento un vocabulario poético al que no estaban acostumbradas, pero es anecdótico. En realidad, lo que se reprochaba a las preciosas en el dominio del lenguaje era lo mismo que se reprochaba desde hacía tanto tiempo a las mujeres que se mezclaban en estas cuestiones, es decir, ¡ocuparse de ellas! Pero, en este momento del siglo XVII, la querella alcanzó un tono más vivo también en este aspecto. Se acusa a las preciosas de «hacerle la guerra al estilo antiguo». Esto es totalmente cierto, y de ello se vanaglorian, pues tienen conciencia de actuar como feministas y también como «modernas», eliminando las palabras pedantes, arcaicas y técnicas. En éstas era, para las preciosas, donde residía la jerga, no en su propio estilo, ni en el estilo femenino en general, en el que, por el contrario, encontraban lo que ellas llamaban invención y libertad, o, en otras palabras, una espontaneidad feliz y de buena ley, las mismas cualidades que Mademoiselle de supo apreciar, antes que otras, en una Sévigné. ¿De dónde provenían esas cualidades? De que el espíritu de las mujeres no estaba «tarado por nociones extranjeras», ni «gastado por principios del saber». No pensaba de otra manera Vaugelas cuando, en 1647, escribía en sus Remarques sur la langue francaise, que «ante las dudas de lenguaje, vale más la pena consultar a las mujeres y a quienes no han estudiado ... porque éstos se dirigen directamente a lo que están acostumbrados a decir o a oír decir». Así, para ironía de la historia, en este período en que la lengua vulgar, es decir, el idioma nacional, conquistaba sus títulos de nobleza, en que Descartes escribía en francés su Discurso del método (¡qué innovación en un filósofo!) para que -según él mismo decía- hasta las mujeres pudieran entenderle, la desventaja de estas últimas, a quienes se excluía del latín, se convertía en una ventaja.
** Esta distinción carece casi de sentido en la traducción castellana, pues en esta lengua no se dice «amar el melón», mientras que el francés admite perfectamente «aimer le melon» (N. del T.). 
Pero todas estas innovaciones son distintivas de los grandes hombres, mientras que la masa de los pequeños espíritus no las aprobaban. A Vaugelas, por haber dicho que ante las dudas de lenguaje había que consultar a las mujeres, se lo trató de ridículo y su propuesta produjo vivas refutaciones, tanto más irritantes cuanto que tenían como base los argumentos que, precisamente, él rechazaba: ¿cómo hubieran podido conocer las mujeres el buen uso de la lengua, puesto que ignoraban los preceptos de la retórica, las reglas de la gramática, el latín y el griego, fundamentos de la etimología, que es lo único que permite apreciar el sentido y el alcance de tantas palabras tomadas de estas lenguas antiguas? 
Se habrá comprendido que esta querella trascendía con mucho los problemas de lenguaje. Versaba sobre la transmisión y la difusión del saber. ¿Debía seguir siendo este último un dominio exclusivo de los doctos? No, respondían las preciosas, y con ellas todas las mujeres ávidas de cultura: debía y podía civilizarse para descender a la sociedad educada. Esta respuesta equivalía a desmitificar las pretensiones de los pedantes, quienes la recibieron muy mal; las críticas con las que, desde hace trescientos años, se colma a las preciosas no son, en buena parte, más que una consecuencia de la rencorosa campaña que esos pedantes dirigen contra ellas. Ya en 1640, Francois de Grenaille, en su Honneste Fille, había ironizado ampliamente sobre las mujeres que no se contentan con «reinar en las compañías» y quieren reinar también sobre los autores. Pase -decía n este autor-que discutan sobre novelas y comedias de moda o que diserten sobre las tres unidades en la tragedia; pero sobrepasan esos límites cuando se entrometen por haber tenido «visiones sobre las más oscuras cuestiones», las convierten en «el juguete» de su círculo r, y pretenden que, «cualquiera sea la obra que haya aparecido, todavía no se ha hecho nada en comparación con lo que se puede hacer». ¿Y qué querían ellas que se hubiera hecho? «La política general de todos los pueblos, un curso de filosofía de todos los siglos, la historia general de todas las cosas en un volumen particular, y poner en un solo libro todos los secretos del arte y de la naturaleza. Sería necesario que el estilo fuese puro y elevado, el pensamiento sutil y popular, el todo continuado y mechado de ciertas digresiones agradables.»
Programa enciclopédico, evidentemente irrealizable, pero, por e ello mismo, emocionante, pues muestra hasta qué punto llega el d ansia de saber de las mujeres, y Grenaille se equivoca por completo cuando se toma el contenido en broma. Como se equivoca al burlare se del modo en que éstas querían aprender y, por tanto, las cualidades formales que piden a las obras eruditas. No se trataba en absoluto de poner toda la historia romana en madrigales, como Moliere le hace decir a Mascarile en Las preciosas ridículas, sino de estimular la redacción de libros de divulgación, simples, claros e incluso e -¿por qué no?-«mechados de ciertas digresiones agradables», a pesar de la repulsión que semejante mezcla de géneros inspira a Grenaille. Las mujeres no tenían un fondo de instrucción suficiente como para tragar indigestas sumas y comprender el estilo de los doctores, que, aun cuando no escribían en latín, parecían traducir del latín. Tiene toda la razón Philaminta cuando quiere «reunir en ella lo que por otra parte se separa, mezclar el buen lenguaje y las ciencias elevadas». Su único error, en su entusiasmo de neófita, es dejarse burlar por los falsos sabios y los falsos estilistas. 
Es de lamentar que, en Las mujeres sabias, lo mismo que en Las preciosas ridículas, Moliere se haya contentado con caricaturas, precisamente él, quien, por las actrices que compartían su vida, sabía que las mujeres, comprendidas las de modesta extracción, eran capaces de instruirse y de apreciar lo bello. Sin duda, sólo se proponía hacer reír, ése era su oficio. Pero eso no impide que haya unido su voz a la de los pedantes, que les haya prestado su talento para ridiculizar a las mujeres que querían instruirse y emanciparse. Pues la emancipación era imposible entonces sin la instrucción. Precisamente el mérito de las feministas del siglo XVII, y en particular de las preciosas, estriba en no haber nunca disociado ambas cosas en su lucha. Quizá esto se comprendiera mejor si ellas mismas hubieran sabido hacerlo comprender mejor. Pero, he aquí el punto débil, sus escritos no alcanzan la altura de sus ambiciones. 

Atreverse a escribir 
Tocamos aquí un fenómeno general que sólo tendrá fin en el siglo XIX, esto es, la mediocridad de conjunto de la producción literaria femenina. ¿Por qué? En primer lugar, porque determinados géneros estaban fuera del alcance de las mujeres. ¿Cómo, incluso con la ayuda de los salones, podían asimilar todo aquello que pertenecía a la ciencia y a la filosofía lo suficiente como para disertar a su vez sobre esos temas? A las que lo lograban se las veía como bichos raros, tal como sucedió con Anna-Maria van Schurmann, en Utrecht. Que esta sabia fuera una solterona no es un detalle indiferente y, además, nos conduce al centro mismo de otra dificultad-la principal, en verdad-con que se encontraban las mujeres autoras. Para poder publicar, no debían tener a nadie a quien cuidar, ninguna situación social que salvaguardar. Apenas si se les permitía escribir lo que se les permitía leer, esto es, literatura devota y moralizante. No hablo aquí de las mujeres consagradas a Dios, que serán objeto de un capítulo especial, el que nos brinda Elijsa Schulte van Kessel. Recordemos tan sólo que una cierta cantidad de ellas supo, en la «almena» tan específica que se les había concedido, dar testimonio de su fe y de su elevada espiritualidad. Pero las mujeres que vivían en el siglo, ¿cómo habrían de contentarse con escribir manuales de devoción, tratados completamente ortodoxos sobre la educación de las hijas, colecciones de consejos morales y prácticas destinadas a otras mujeres? Pero, si se salían de allí, se las miraba mal. Jamás se habría atrevido Mademoiselle de Gournay, a comienzos del siglo XVII, a denunciar en vibrantes panfletos la injusticia de la condición de las mujeres, de no haber sido también ella una solterona y, además, un poco marginal, que no tenía nada que perder. En el otro extremo de la sociedad, sólo porque era duquesa se perdonó a la de Newcastle (Inglaterra), el blandir la bandera del feminismo y meterse en filosofía. Pero eso sólo duró un tiempo: a la larga, sus pretensiones molestaron, y terminó sus días sola, en sus castillos. Lo más triste es que los hombres no eran los únicos en molestarse porque las mujeres se atrevieran a publicar. Cuando, mucho después, en 1771, Las mujeres autoras adoptaron Sophie von La Roche, una alemana de la buena sociedad, publicó una novela de éxito, Madame Goethe, la madre del poeta, declaró que había perdido la cabeza y que quería hacer la desgracia de sus  hijos. y una circunstancia agravante: Sophie era una mujer instruida e inteligente que, por tanto, no habría debido cometer semejante locura (!). 
Es verdad que las mujeres escriben cartas -¡vaya si escriben!-, pero estas cartas no están destinadas a la publicación. Las de Madame de Sévigné, es verdad, pasaban de mano en mano, pero no salían de los límites de una sociedad escogida. Otra cosa es confesarse autor de una obra impresa. 
«Encontrarse en las bibliotecas», como dice precisamente Sévigné, o, peor aún, en las librerías, con todo lo que eso implica de mercantil, no es sólo ofender las conveniencias: es atentar contra su nacimiento. Que hoy podamos leer las cartas de Mme. de Sévigné o las de la Religiosa portuguesa, es, en el fondo, una suerte de milagro que hay que agradecer a sus corresponsales, que tuvieron, en el primer caso el buen gusto, y en el segundo la vanidad, de conservarlas", Es posible que otras obras maestras de la escritura epistolar hayan desaparecido por la negligencia de sus destinatarios, o, si se trataba de memorias o de diarios íntimos, por voluntad de las propias autoras. Lady Wortley Montagu fue una de las personalidades femeninas más interesantes de la Inglaterra del siglo XVIII; pero, como tantas veces había dicho que una mujer, ni tampoco un hombre, de calidad debían publicar, su hija se sintió autorizada, tras la muerte de la madre, a quemar el diario que ésta había escrito. 
«Escribir es perder la mitad de la nobleza», comprueba Mademoir selle de Scudéry, quien, por esta razón, publicó sus primeras novelas bajo el nombre de su hermano. Y así habría podido continuar si no hubiera sido por el éxito que tuvo y el apremio de la necesidad. Casi siempre son estas mismas razones de necesidad las que llevan a otras mujeres, en otros países, a resignarse y convertirse en «profesionales». Se comprende por qué hubo tantas mujeres autoras que se refugiaron bajo nombres prestados o incluso en el anonimato. Madame de La Fayette, que hubiera podido creerse justificada a escribir por la elevación de lo que escribía, nunca confesó ser autora de La Princesa de Cléves, salvo veladamente, al fin de su vida, y a una amiga íntima. [Cuántas obras como la suya se encuentran en los catálogos de libreros, cuyo autor se designa con estas palabras: «una dama (o una lady) de condición»! Estas' damas y estas ladies condenadas al anonimato no contaron, para que las sostuviera en su trabajo, ni siquiera con el señuelo de la gloria, recompensa que no podían esperar y que, sin embargo, era a menudo la principal, si no la única, motivación de los autores, puesto que habían sacrificado una parte tan importante de su vida para componer su obra. Y además, tratándose de las mujeres a las que nos referimos, ¡han asumido tantos riesgos y han sufrido tantas coerciones! Se sabe perfectamente que, en todas las épocas, las mujeres escapan menos que los hombres al acoso de lo cotidiano y que, a no ser que renuncien al matrimonio y a la maternidad, han de entregar lo mejor de su vida al marido, al gobierno de la casa, a la familia. Pero en la época en que vivimos, las condiciones generales de la existencia han mejorado tanto que se olvida algunas verdades elementales de las esposas de otrora. En primer lugar, la enfermedad, a la sazón omnipresente e invicta, y, como lo habían dejado entender las preciosas sin atreverse a entrar en detalles, todas las miserias ginecológicas que se derivaban de los repetidos embarazos una y otra vez, los abortos naturales o provocados, y ese flagelo, la sífilis (¡suponiendo que fuera posible salvarse!). Esto era válido para todas las mujeres, seguramente, pero las mujeres autoras estaban en peores condiciones que las otras. En efecto, ¿cómo concentrarse para escribir cuando se padece de todos los males del cuerpo? Si los maridos quedaban incapacitados o si morían prematuramente, a esos sufrimientos y a todas las cargas asumidas se agregaba un deber para el que las mujeres no estaban preparadas en absoluto: defender el patrimonio familiar. Deber imperioso, puesto que -y he aquí otra realidad que se olvida-el dinero en metálico (el único que se conocía) era raro, la protección social inexistente e incluso inconcebible. No fue el gusto por los pleitos lo que llevó a tantas mujeres a la situación de litigantes. Unas, a fuerza de voluntad, sabiduría y capacidad, conseguían salir adelante con todo; así, nuestra La Fayette, a quien se acusó, y aún se acusa, de ser interesada porque defendía los intereses de su familia, al tiempo que escribía sus novelas. Una frase la justifica, la que escribió a Ménage al final de su vida, cuando, viuda, más enferma que nunca, le preocupaba saber cuánto tiempo más podría llevar el fardo a cuestas: «A veces me admiro sola... Encontradme otra que haya tenido un rostro como el mío, que se haya volcado en lo espiritual, como vos me habéis volcado, y que haya hecho tanto por su casa-", Melancólico acceso de autosatisfacción en que sale a luz la nostalgia de haber sacrificado a la «casa» una parte de la felicidad que la belleza y el talento prometían. 
Por lo menos Madame de La Fayette dejaba una obra y había gozado en vida de la alegría, aunque secreta, de saber que esa obra era apreciada por los mejores espíritus. [Cuántas otras mujeres, agotadas, descorazonadas, renunciaban a la literatura y a toda empresa de orden cultural antes de haber podido dar su talla! Es lo que ocurrió en Venecia, en la década de 1750-1760, con Luisa Bergalli. Esta última pertenecía a un medio más «liberado en el que, en mayor o menor grado, todo el mundo se dedicaba a las letras. Pero al escribir para la escena, al fundar una compañía teatral, se introdujo en el terreno de su cuñado, Carla Gozzi, dramaturgo de renombre, cuya hostilidad se ganó. Luego nacieron cinco hijos, faltó el dinero, los procesos se sucedieron uno tras otro; el marido, un depresivo, hizo un intento de suicidio. Luisa terminó por renunciar a toda ambición, se hundió también ella en lo que se llamaba melancolía y murió. 
Jane Austen no tuvo estas dificultades, pero tuvo otras, y es asombroso que haya podido llevar a buen término la obra que conocemos, obra que es preciso destacar del conjunto de la producción femenina del siglo XVIII. Acababa el siglo cuando Jane Austen escribía sus novelas, lo que quiere decir que las mujeres autoras estaban algo menos coercionadas que antes. Pero, en la provincia inglesa en que ella vivía, Jane estaba tan condicionada por los prejuicios del medio que sólo escribía a escondidas, en pequeñas hojas de formato lo suficientemente reducido como para disimularlas bajo un libro en caso de intrusión. Y las instrusiones eran frecuentes, pues la novelista trabajaba en la sala común de la casa familiar. Lo cual no se explica del todo por la semipobreza de esta familia, ni por la presencia de una madre enferma cuyo cuidado, naturalmente, recae en la hija soltera, es decir, Jane (pues no basta ser soltera para escapar a las preocupaciones domésticas. En esa época, a las mujeres les estaba negado el lujo de una «habitación propia», lujo tan necesario para los creadores, que Virginia Woolf lo convirtió en título de uno de sus libros A room of one's own). Así, pues, sólo gracias al chirrido de la puerta del locutorio familiar, Jane Austen se salvaba de verse sorprendida en su culpable ocupación. Por eso se oponía, sin que se comprendiera por qué, a que se aceitaran los goznes de esa puerta... 

Un conformismo obligatorio
Y sin embargo, las obras de estas damas no tenían, en conjunto, nada de subversivo. Es cierto que a menudo se deploraba en ellas la injusticia de la condición femenina, pero nunca se cuestionaba el mundo y la sociedad. Son varones –Daniel Defoe en Inglaterra, con Moll Flanders, o el abad Prévost en Francia, con Manon Lescaut– los que se atrevieron a describir muchachas pobres que, para dejar de serlo, no tenían más opción, en ese mundo y en esa sociedad, que la prostitución. Tampoco busquemos entre nuestras autoras una Rousseau, ni, mucho menos aún, una Chordelos de Laclos, ni una Sade. Incluso las que en su vida habían dado pruebas de libertad de espíritu y de licencia de costumbres, incluso las mismas que, en sus cartas, no temían llamar las cosas por su nombre, recaían en el conformismo apenas se trataba de obras destinadas a la publicación. Sin embargo, el género novelesco, aquel al que se entregaban con preferencia las mujeres escritoras, habría podido permitirles audacias disfrazadas. Pero ¡no! Sus heroínas no se apartaban de las normas de decencia impuestas a su sexo y sólo una violación podía hacerles perder la inocencia. Otra precaución suplementaria de nuestras novelistas era el tan frecuente recurso a la ficción de un manuscrito anónimo, misteriosamente llegado a sus manos y que ellas se limitaban a transcribir. Buena manera de descargar sobre un tercero imaginario ciertas pequeñas libertades que se permitían y de agregar un anonimato suplementario a aquel que tan a menudo cubría las obras que publicaban y que podía llegar a romperse. 
A propósito de las novelas femeninas inglesas del siglo XVIII, en las que, sea cual fuere la originalidad del decorado y la mayor o menor agudeza de la psicología del estilo, encontramos todas las convenciones usuales –en las que nada permite presagiar Cumbres borrascosas ni Jane Eyre– Katharine Rogers, en un estudio de gran penetración, se ha formulado una pregunta: ¿No será que, al no describir una sola heroína que no fuera virtuosa, las novelistas habría elegido deliberadamente reprimir su sexualidad en beneficio de su intelectualidad? Dicho de otra manera, el acto liberador, el acto emancipador, consistía en escribir, fuera lo que fuese. En cambio, si estas novelistas hubieran reflejado en sus obras directamente la verdad, a saber, que las mujeres, lo mismo que los hombres, tienen deseos y ceden a ellos (lo que al propio Gide, a comienzos del siglo XX, le costará admitir); si, sin dejar de ser ellas tal como eran, hubieran escrito tal cosa, el escándalo que se hubiera provocado en la sociedad habría terminado por impedirles no sólo vivir una vida normal y honorable, sino también continuar publicando. Al hacer lo contrario, demostrando a través de sus heroínas que la razón y la virtud predominaba en ellas por encima de la pasión, se aseguraban la impunidad. Es posible que su prudencia fuera más allá de este objetivo inmediato; es posible que llegara a tocar fondo en el debate en torno a la mujer. De haber presentado el amor como la pasión dominante de su sexo, las novelistas habrían traicionado, en cierto modo, la causa que defendían, pues habrían dado armas a los antifeministas; habrían justificado a éstos en su creencia en la mujer-objeto, en la mujer impura y necesariamente dependiente del hombre, puesto que, contrariamente a todas las otras hembras del mundo animal, las hijas de Eva están listas para el acoplamiento en cualquier época del año. Este viejo argumento de los teólogos no había perdido del todo su vigencia. 
En cuanto a los asombrosos pudores, incluso las gazmoñerías, de las heroínas de estas novelas, en cuanto a las objeciones que presentan antes de ceder al amor, incluso matrimonial, y que se agregan a los obstáculos que la voluntad de la autora acumula en su camino, ¿no habrá que ver en ello el temor no expreso, y tal vez inconsciente, al sometimiento, la resistencia a la fatal dominación del hombre? 
Mientras no haya dicho sí, la mujer es objeto de deseo y de conquista, y, por tanto, soberana; una vez ha dicho sí, ¡adiós a la escasa libertad de que gozaba, adiós al prestigio que la adornaba! y además, como sólo una La Fayette supo encontrar palabras para expresar en el siglo XVII, ¡adiós al amor, que no perdura tras la posesión! 

Un deseo intelectual 
Una vez dicho esto, sería erróneo juzgar acerca del progreso intelectual de las mujeres tan sólo por el tono de sus producciones. Otros factores que hay que tomar en consideración son la cantidad y la diversidad. Todas las estadísticas que se han podido establecer prueban que, a partir del siglo XVIII, las mujeres escriben más y abordan dominios nuevos. En Venecia, en el siglo XVI, sólo habían publicado 49 obras, mientras que en el siglo XVII llegaron a 76. De 1700 a 1750, publican 110, esto es, casi tantas como los hombres? Naturalmente, las novelas constituyen la gran mayoría, seguidas de la poesía; pero en estas estadísticas también se encuentran libros de historia seria, de filosofía, de polémica, de ciencia y de vulgarización científica, de traducciones de lenguas muertas o vivas, de piezas teatrales y de libretos de ópera (estos dos últimos géneros de escritos, por razones obvias, son más abundantes en Venecia que en otros sitios). y no hay que olvidar a las mujeres periodistas, de las que se hablará luego, ni a las que brillaron en las academias que florecieron por doquier, o las que lograron cátedras universitarias de letras, de derecho o de medicina. Esto no se produjo sin inconvenientes, ni fueron muchas, pero, al fin y al cabo, es un signo: el signo de que las mujeres estudiaban y se instruían cada vez más. Sería injusto olvidar que, en parte, habían adquirido esa capacidad gracias al sistema educativo que se había implantado en el siglo anterior, pero cuyos frutos sólo podían aparecer con el tiempo. Se conocían los límites de este sistema, puesto que era controlado por las iglesias, h tanto la católica como la protestante. Pero, finalmente, tuvo el a mérito de formar generaciones de lectoras, puesto que, evidentemente, la lectura era el primer peldaño, indispensable, de la culturización. El Saint-Cyr de Madame de Maintenon sólo es un ejemplo entre otros de los muchos establecimientos de educación que se e crearon durante la segunda mitad del siglo XVII, pero un ejemplo que merecer ser recordado, Pues no hay muchas internas que puet: dan jactarse de haber llevado a escena dos tragedias del más grande d de los dramaturgos de la época, en este caso, Jean Racine.
No obstante, entonces y siempre, son los salones los que difunden la cultura entre las mujeres, puesto que, una vez salidas del internado, no hay para ellas enseñanza superior, y, a decir verdad, ni d siquiera la hay de nivel secundario, Es interesante observar que los d salones, que en el siglo XVII proliferan prácticamente por doquier, son designados a veces con el nombre de «conversación», tanto en s Francia como en Italia, Montesquieu nos informa de que talo cual e dama de Milán «tenía un conversación», Como anécdota, señalemos que este autor agrega: «Lo que hay de noble en las conversaciones de Milán es que os sirven chocolate y refrescos y que no se prohíben a las cartas.. Como se advierte, las anfitrionas italianas no llevaban el d purismo al límite de prohibir el juego, como en ese mismo momento e hacía en Inglaterra el grupo de intelectuales al que, con nombre que haría fortuna, se llamaba Blue-Stockings. Pero, como también se advierte, en un salón, incluso cuando se juegue, hay siempre «conversación». Que el todo se designe por la parte prueba cuál era la razón de ser de estas reuniones. 
El epicentro de esta internacional de los salones que se constituye en la Europa de la Ilustración y que favorece la circulación de las ideas, es Francia, que desempeña por entonces un papel tan importante como el que había desempeñado un siglo antes en la fijación del modelo de los salones. Se sabe cuáles fueron las múltiples razones de ello, de las cuales sólo merece la pena recordar aquí una: la lengua francesa, tal como habían aspirado las preciosas, desarrolló todas sus potencialidades y se convirtió en una herramienta que se dominaba a la perfección, capaz de responder a todas las necesidades, que ni siquiera a los sabios se les ocurría recusar y que adopta la sociedad educada del extranjero. Por lo demás, los salones del siglo XVIII, a causa de los progresos de la instrucción, a causa de la evolución de las costumbres y de las ideas, ya no son tanto lugares pedagógicos y escuelas de galantería como antes. Esto ya está adquirido. Se convierten en cajas de resonancia para los autores, para los artistas y para las obras. Las anfitrionas, ellas mismas más libres de desplegar su espíritu y sus conocimientos, se ven obligadas, para competir con los cafés y los clubes, esos nuevos lugares de reunión y de intercambio, a acoger a una compañía más mezclada, más «intelectual»: Diderot reina en la casa de Mme. d'Epinay, Buffon en la de Mme. Necker, mientras que Voltaire es el ídolo del salón de Mme. du Chátelet, antes de serlo del salón de Mme. du Deffand. Los enciclopedistas son nuevos adherentes, brillantes pero demasiado entusiastas, y a las dueñas de casa no les alcanza todo su tacto para mantenerlos dentro de las reglas del buen comportamiento mundano. Para mayor seguridad, llegaban a consagrarles un «día» en particular. Pues, en estos salones que abrieron el camino a la Revolución Francesa, no se profesan el ateísmo ni la democracia. 
Que, a veces, talo cual autor sea el amante de la dueña de la casa, es absolutamente secundario: el amor-placer y el amor-hábito también han realizado progresos. Lo grave es el amor-pasión, cuando surge, pues deja fuera de disponibilidad a la anfitriona y puede ahuyentar a sus invitados habituales. 
En efecto, la disponibilidad es la primera de las cualidades que necesitan las mujeres que llevan un salón. Salvo la pasión o alguna otra desgracia, es una cualidad de la que están siempre provistas, pues, en caso contrario, no hacen carrera. Madame de Lespinasse recibió todos los días, de cinco de la tarde a nueve de la noche, durante doce años. Esto se debe, por otra parte, a que durante el tiempo en que sólo era la compañera sin fortuna de Madame du Deffand, había sabido quedar disponible para los visitantes cuando la dueña de casa descansaba, y así le había robado una parte de sus «habituales» y pudo separarse y fundar en otro sitio su propio salón con los tránsfugas, a cuya cabeza se hallaba d'Alembert. Drama mundano del que hoy, cuando ya no hay salones, no podemos hacernos una idea. 
Que Madame du Deffand fuera insomne y que se viera obligada a descansar a la siesta debido a la falta de descanso nocturno, nos recuerda que, a pesar de su apariencia, muchas anfitrionas del siglo XVIII pertenecían al mismo tipo de sus antecesoras. A menudo eran ansiosas, insatisfechas, que recibían a falta de saber crear y para matar la tristeza profunda que engendra la incapacidad de crear. O bien, como se habían instruido, estas mujeres sufrían sus carencias de manera mucho más dolorosa que las del siglo precedente. «No sabéis, y no podéis saber por vos mismo --escribe Madame du Deffand a Voltaire-cuál es el estado de quienes piensan, reflexionan, tienen alguna actividad y al mismo tiempo carecen de talento, de ocupación, de distracción... Ya no tengo otro recurso contra el ennui [tristeza profunda]; experimento la desgracia de una educación descuidada; la ignorancia hace muy pesada la vejez, tanto que me parece insoportable.» Voltaire consolaba a su amiga ensalzándole «el noble placer de sentirse de naturaleza diferente de los necios», pero, sobre todo, presentándole como único remedio posible lo que ella hacía, es decir, conducir la vida social: «No podéis hacer otra cosa que continuar reuniendo a vuestros amigos en torno a vos. La dulzura y la seguridad de la conversación es un placer tan real como el de una cita en la juventud.» Cita de espíritus, el único placer que queda, en efecto, cuando los cuerpos han dejado de seducir. Pero Madame du Deffand no quería contentarse con eso; insistía en creer que sólo eran felices las personas que nacen con talento, porque éstas no tienen necesidad del de los demás: «llevan su felicidad a todas partes y pueden prescindir de todo». Ilusión que, muy a pesar suyo, habría de disipar otra mujer. 
Esta mujer era el producto puro de un salón, que era a su vez un producto puro del siglo XVIII. Hablo del salón de Madame Necker. Allí se encontraba lo que no se hubiera encontrado jamás en casa de Madame Rambouillet: teóricos de economía y de política, filósofos, sabios, publicistas y una buena cantidad de extranjeros, que ejemplificaban el cosmopolitismo que constituye uno de los rasgos más característicos del siglo. En casa de los Necker, el cosmopolitismo comienza con la personalidad misma de los dueños de casa. La señora es natural de Vaud -Suiza-y ha estado antes enamorada de un inglés, Gibbon; el señor es un alemán de Ginebra, del que se ha dicho que nunca había tenido otra patria que no fuera adoptiva. Esta valdense y este alemán pasarán lo esencial de su vida en París y darán una hija en matrimonio a un sueco. 
Habiendo tenido a un pastor por padre (gran ventaja inicial), Suzanne Necker había recibido una instrucción bastante esmerada y, ya de muy joven, había contado con el ornamento de una pequeña academia literaria de Lausana. Una vez instalada en París, tras su matrimonio con el joven banquero Necker, se encontró desorientada en una capital y en un medio cuyo tono vivo, brillante, a veces ligero, tanto contrastaba con sus hábitos de suiza. Pero se adaptó, pues quería cooperar al ascenso de su marido, al que amaba y que la amaba, cosa rarísima. Para los financieros, para quienes comienza la edad de oro, la mundanidad y el mecenazgo son los medios por excelencia para obtener de una sociedad, que de hecho ya controlan, la consideración que todavía les escamotea. Así, pues, Madame Necker se dedicó a atender un salón. Responsable hasta el escrúpulo, preparaba y anotaba en ayudamemorias las opiniones que sostendría durante la comida ante sus convidados («Hablaré de la Felicidad pública y de Agathe al caballero de Chastellux: del amor, a Mme. d'Angiviller… Elogiar al señor Thomas por su poema de Jumonville... ). El «día» de Madame Neckerfue cuidadosamente elegido para no entrar en competencia con los lunes y los miércoles de Mme. Geoffrin, los martes de Helvecio, los jueves y domingos del barón d'Holbach. Como se ve, sólo quedaba el viernes; cabe preguntarse cómo los autores, corriendo de un salón a otro, tenían algo de tiempo para trabajar. Pero en un mundo sin radio y sin televisión. ¿dónde habría presentado sus obras y conseguido lo que todavía no se conocía como subvenciones? 
A los pies de Madame Necker, sentada en un taburete de madera que la obligaba a mantener recto el busto, solía estar, y cada vez más a menudo, una niña, Germaine, la hija única de los señores de la casa y que tal vez debiera a ello la ventaja de ser admitida tan joven en el salón materno. Permanecía en silencio, como lo exigía la buena educación, pero, cuando uno de los asistentes se le acercaba para interesarse por sus estudios, sus lecturas, respondía con sorprendente facilidad, facilidad que, después de unos años. dejó de sorprender, pues todos comprendieron que se trataba de una inteligencia excepcional: «Las luciérnagas-decía Madame Necker-son la imagen de las mujeres; en tanto permanecen en la oscuridad, uno se siente como vida por su brillo; pero apenas quieren aparecer a la luz del día, se las desprecia y sólo se ven sus defectos.» Desde que Germaine se convirtió en una adolescente, fue evidente que no se contentaría con el débil brillo de la luciérnaga. Discretamente apoyada por su padre (signo de los tiempos este interés por una niña y la camaradería entre un padre y su hija), Germaine llegó a ser, más que su madre, la atracción del salón Necker. Ella regía allí el buen orden de las conversaciones, ayudada por una aplicación concienzuda y por papelitos con anotaciones. Pues, mientras una «discusión fundamental», una vez lanzada, se desarrollaba entre los grandes hombres presentes, Germaine conversaba en su rincón con los personajes menores. Pero lo que se oía de sus opiniones era tan interesante y espiritual, que uno de los grandes hombres, luego otra -que podían ser Buffon, Marmontel, Grimm, Diderot, Gibbon, Bernardin de Saint-Pierre-se separaba del grupo en el que debía permanecer para acercarse a ella y hablarle; ella respondía y sus respuestas atraían a otros invitados. Necker mismo no podía sustraerse a escuchar con un oído las opiniones de su hija y sonreír. 
Incluso después de su matrimonio con el embajador de Suecia, en 1786, Germaine siguió siendo el adorno del salón de su madre. La única diferencia estribaba en que entonces se llamaba ya Madame de Staël. 
Efectivamente, era la que pronto se haría famosa como Madame de Staël, quien, con excepción de una gran belleza, contó con todas las oportunidades que las hijas de su tiempo no tenían todavía o no tenían todas juntas: dinero, afecto de los padres, situación mundana, un padre ministro y, sobre todo, instrucción y talento. Como los tiempos habían cambiado -¡Y de qué manera en 1789!- también gozó de la oportunidad de poder amar, de poder publicar con su nombre y alcanzar con ello la gloria. Con todo eso, a pesar de todo eso, no fue feliz. Las du Deffand y otras habían muerto a tiempo para no leer en Corinne esta frase desesperante y desesperada: «La gloria, para una mujer, no es sino el espléndido luto de la felicidad.» 



En Historia de las mujeres en Occidente. Tomo 6: Del Renacimiento a la Edad Moderna. Bajo la dirección de Georges Duby y Michelle Perrot. Taurus Ediciones, 1993. Págs. 163-189. Traducción de Marco Aurelio Galmarini. 



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