GILLES DELEUZE ¿Cómo reconocer el estructuralismo?


Hace poco nos preguntábamos: «¿Qué es el existencialismo?». Ahora: «¿Qué es el estructuralismo?» Estas preguntas tienen un interés real, siempre que sean actuales y nos remitan a obras en proceso de creación. Estamos en 1967. No podemos invocar el carácter inacabado de las obras para soslayar una respuesta, puesto que es este mismo carácter lo que confiere a la pregunta su sentido. En consecuencia, la pregunta «¿Qué es el estructuralismo»? tiene que transformarse de algún modo. En primer lugar: ¿quién es estructuralista? También en lo más actual hay costumbres. La costumbre designa y cataloga así, con razón o sin ella, a un lingüista como Roman Jakobson, a un sociólogo como C. Lévi–Strauss, a un psicoanalista como J. Lacan, a un filósofo que ha renovado la epistemología como M. Foucault, a un filósofo marxista como L. Althusser, a un crítico literario como R. Barthes, a los escritores del grupo Tel Quel… Algunos aceptan el término «estructuralismo» y emplean la palabra «estructura»; otros prefieren el término saussureano «sistema». Son pensadores muy diferentes, de distintas generaciones, y algunos de ellos han ejercido una influencia real sobre otros. Pero lo principal es la extrema diversidad de los dominios que exploran. Cada uno de ellos se ocupa de problemas, métodos o soluciones que mantienen relaciones de analogía, como si participasen de una misma atmósfera de la época, de un espíritu de los tiempos que se determina en función de descubrimientos y creaciones singulares en cada uno de esos dominios. Las palabras acabadas en –ismo están, en este sentido, bien fundadas.
Hay razones para considerar la lingüística como el origen del estructuralismo: no solamente Saussure, sino también las Escuelas de Moscú y Praga. Y si el estructuralismo se ha extendido rápidamente a otros dominios no es, en esta ocasión, por razones de analogía: no se trata sólo de instaurar métodos «equivalentes» a aquellos que, en principio, han sido fructíferos en el campo del análisis del lenguaje. En realidad, no hay estructura más que de aquello que es lenguaje, aunque se trate de un lenguaje esotérico o incluso no verbal. No hay una estructura del inconsciente más que en la medida en que el inconsciente habla y es lenguaje. No hay estructura de los cuerpos sino en la medida en que suponemos que los cuerpos hablan el lenguaje de los síntomas. Las propias cosas tienen una estructura en la medida en que mantienen un discurso silencioso, un lenguaje de signos. Entonces, la pregunta «¿qué es el estructuralismo?» se transforma otra vez; es mejor preguntar: ¿cómo reconocemos a quienes se denomina estructuralistas? ¿Acaso ellos también se reconocen entre sí? Porque no se reconoce a las personas a primera vista, se reconocen las cosas invisibles e insensibles que ellos reconocen a su manera. ¿Cómo hacen los estructuralistas para reconocer en tal dominio un lenguaje, el lenguaje propio de ese dominio? A continuación proponemos únicamente algunos criterios formales de reconocimiento, lo más simples que sea posible, y aportamos en cada caso ejemplos de los autores citados, a pesar de la diversidad de sus trabajos y proyectos.

Primer criterio: lo simbólico
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Estamos habituados, casi se diría que condicionados a la distinción o a la correlación entre lo real y lo imaginario. Todo nuestro pensamiento mantiene un juego dialéctico entre estas dos nociones. Incluso cuando la filosofía clásica habla del intelecto o del entendimiento puro, se trata aún de una facultad que se define por su aptitud para captar lo real hasta su fondo, lo real «de verdad», tal y como es, por oposición a (pero también en relación con) el poder de la imaginación. Citemos movimientos de creación muy diferentes: el romanticismo, el simbolismo, el surrealismo… A veces invocan el punto trascendente en el cual lo real y lo imaginario se interpenetran y se unen, otras señalan entre ellos una rígida frontera, como si fuesen el trazado de su frontera. En cualquier caso, permanecen fieles a la oposición y a la complementariedad de lo imaginario y lo real. Al menos en la interpretación tradicional del romanticismo, del simbolismo, etcétera. Incluso el freudismo se interpreta en la perspectiva de estos dos principios: el principio de realidad, con su poder de decepción, y el principio del placer con su capacidad de satisfacción alucinatoria. A más abundamiento, métodos como los de Jung o Bachelard se inscriben enteramente en lo real y lo imaginario, en el cuadro de sus relaciones complejas, de su unificación trascendente y de su tensión liminar, de su fusión y de su separación.
Ahora bien, el primer criterio del estructuralismo es el descubrimiento y el reconocimiento de un tercer orden, de un tercer reino: el de lo simbólico. Se rechaza la confusión de lo simbólico con lo imaginario tanto como con lo real, y ello constituye la primera dimensión del estructuralismo. También aquí comenzó todo en la lingüística: más allá de la palabra, en su realidad y en sus partes sonoras, más allá de las imágenes y conceptos asociados a las palabras, el lingüista estructural descubre un elemento de naturaleza completamente diferente, un objeto estructural. Y quizá es éste el elemento simbólico en el que se instalan los novelistas del grupo Tel Quel, tanto para renovar las realidades sonoras como los relatos asociados a ellas. Más allá de la historia de los hombres y de la historia de las ideas, Michel Foucault descubre un suelo más profundo, subterráneo, que constituye el objeto de lo que él llama arqueología del pensamiento. Tras los hombres reales y sus relaciones reales, tras las ideologías y sus relaciones imaginarias, Louis Althusser descubre un dominio más profundo que es objeto de la ciencia y de la filosofía.
En el terreno del psicoanálisis, ya hemos tenido muchas clases de padres: ante todo un padre real, pero también las imágenes del padre. Y todos nuestros dramas tenían lugar en el terreno de las relaciones entre el padre real y el imaginario. Jacques Lacan ha descubierto un tercer padre, padre simbólico o Nombre–del–Padre. No solamente lo real y lo imaginario, sino también sus relaciones y los problemas asociados a ellas, han de pensarse como el límite del proceso en el cual se constituyen a partir de lo simbólico. Para Lacan, como para otros estructuralistas, lo simbólico como elemento de la estructura es el principio de una génesis: la estructura se encarna en las realidades y las imágenes de acuerdo con series determinables; es más, constituye tales series al encarnarse en ellas, pero no deriva de ellas, pues es más profundo, es el subsuelo de todas las tierras de la realidad y de todos los cielos de la imaginación. Y, por tanto, son las catástrofes propias del orden simbólico estructural las que dan cuenta de los problemas aparentes de lo real y lo imaginario: sea el caso de El hombre de los lobos en la interpretación de Lacan: por haber quedado sin simbolizar («forclusion») el tema de la castración, resurge en lo real bajo la forma alucinatoria de un dedo cortado. (1)
Podemos numerar lo real, lo imaginario y lo simbólico como 1, 2 y 3. Pero es posible que estas cifras tengan un valor cardinal además de ordinal. Pues lo real, en sí mismo, no puede separarse de un cierto ideal de unificación o totalización: lo real tiende a lo uno, es Uno en su «verdad». Cuando vemos dos en ese uno, cuando lo desdoblamos, aparece lo imaginario en cuanto tal, incluso aunque ejerza su acción en la realidad. Por ejemplo, el padre real es uno, o quiere serlo según su propia ley; pero la imagen del padre es siempre, en sí misma, doble, se escinde según la ley de lo dual. Se proyecta al menos sobre dos personajes, uno de los cuales asume el papel del padre del juego, el padre–bufón, mientras que el otro es el padre del trabajo y del ideal: así sucede con el Príncipe de Gales en Shakespeare, que pasa de una imagen del padre a la otra, de Falstaff a la corona. Lo imaginario se define por los juegos de espejos, de desdoblamiento, de identificación y proyección invertida, siempre en el modo de lo doble (2).Y acaso, por su parte, lo simbólico es siempre «tres». No es solamente el tercero después de lo real y lo imaginario, sino que en lo simbólico hemos de buscar siempre un tercero: la estructura es, como mínimo, triádica, pues de no ser así nada «circularía» por ella –un tercero que es a la vez irreal e inimaginable.
¿Por qué? El primer criterio consiste en esto: la posición de un orden simbólico, irreductible al orden de lo real y al de lo imaginario. Aún no sabemos en qué consiste este elemento simbólico. Pero podemos decir, cuando menos, que la estructura correspondiente no tiene relación alguna con una forma sensible, ni con una figura de la imaginación, ni con una esencia inteligible. No tiene nada que ver con una forma: pues la estructura no se define por la autonomía del todo, por el primado del todo con respecto a sus partes, por una Gestalt que se ejercería en lo real y en la percepción; la estructura, al contrario, se define por la naturaleza de ciertos elementos atómicos que pretenden dar cuenta, al mismo tiempo, de la formación de los todos y de la variación de sus partes. No tiene nada que ver con las figuras de la imaginación, si bien el estructuralismo está todo él lleno de reflexiones sobre la retórica, la metáfora y la metonimia; pero estas figuras implican en sí mismas desplazamientos estructurales que deben dar cuenta tanto de lo propio como de lo figurado. Finalmente, nada que ver con una esencia: se trata de una combinatoria que remite a elementos formales que no tienen, en cuanto tales, ni forma, ni significación, ni representación, ni contenido, ni realidad empírica dada, ni modelo funcional hipotético, ni inteligibilidad tras las apariencias; nadie ha mostrado mejor que Louis Althusser que el estatuto de la estructura es idéntico al de la «Teoría», y lo simbólico ha de entenderse como la producción de un objeto teórico original y específico.
A veces, el estructuralismo es agresivo: cuando denuncia el desconocimiento generalizado de esta categoría de lo simbólico, más allá de lo imaginario y de lo real. Otras veces es interpretativo: cuando renueva nuestra interpretación de algunas obras a partir de esta categoría, e intenta descubrir un punto original en donde se forma el lenguaje, se construyen las obras, se enlazan las ideas y las acciones. El romanticismo, el simbolismo, y también el freudismo y el marxismo, se convierten en otros tantos objetos de profunda interpretación. Aún más: las obras míticas, poéticas, filosóficas e incluso prácticas están sometidas a interpretación estructural. Pero esta reinterpretación vale sólo en la medida en que anima otras obras nuevas, actuales, como si lo simbólico fuese, inseparablemente, fuente de interpretación y de creación viva.

Segundo criterio: local o de posición
.¿En qué consiste el elemento simbólico de la estructura? Necesitamos ir poco a poco, diciendo y repitiendo, antes que nada, lo que no es. Distinto de lo real y de lo imaginario, no puede definirse por realidades preexistentes a las que remitiría y que designaría, ni por contenidos imaginarios o conceptuales que implicaría y de los cuales recibiría su significación. Los elementos de una estructura no tienen designación extrínseca ni significación intrínseca. ¿Qué nos queda, entonces? Como nos lo recuerda rigurosamente Lévi–Strauss, no tienen más que sentido: un sentido que es necesaria y únicamente de «posición» (3).No se trata de un lugar en una extensión real ni de espacios en extensiones imaginarias sino de lugares y sitios de un espacio propiamente estructural, es decir, topológico. El espacio es estructural, pero es un espacio inextenso, pre–extensivo, puro spatium constituido por aproximaciones y como orden de vecindad, en donde la noción de vecindad tiene ante todo un sentido precisamente ordinal y no una significación relativa a la extensión. También sucede en la biología genética: los genes forman parte de una estructura en la medida en que son inseparables de «loci», lugares susceptibles de cambiar de relaciones en el interior del cromosoma.
En suma, los lugares de un espacio puramente estructural son anteriores a las cosas y a los seres reales que vendrán a ocuparlos y anteriores a los roles y acontecimientos, siempre algo imaginarios, que aparecen necesariamente en cuanto estos lugares se ocupan.
La ambición científica del estructuralismo no es cuantitativa, sino topológica y relacional: Lévi–Strauss plantea constantemente este principio. Y cuando Althusser habla de estructura económica, precisa que los auténticos «sujetos» de esa estructura no son quienes vienen a llenar sus lugares, así como sus verdaderos objetos no son los papeles que desempeñan ni los acontecimientos que se producen, sino ante todo las propias posiciones de un espacio topológico y estructural definido por las relaciones de producción (4). Cuando Foucault define determinaciones como la muerte, el deseo, el trabajo, el juego, no las considera como dimensiones de la existencia humana empírica, sino ante todo como la cualificación de lugares o posiciones que hacen de quienes vengan a ocuparlas mortales, deseantes, trabajadores o jugadores, pero que sólo ocuparan esas posiciones secundariamente, obteniendo sus roles de un orden de vecindad que pertenece a la misma estructura. Éste es el motivo de que pueda Foucault proponer un nuevo reparto de lo empírico y lo trascendental en donde este último término se define mediante un orden de lugares independiente de aquellos que empíricamente los ocupan (5). El estructuralismo es inseparable de una nueva filosofía trascendental en la que los lugares priman sobre quien los ocupa. El padre, la madre, etcétera, son ante todo lugares de una estructura; somos mortales al ocupar nuestro puesto, al llegar a tal lugar marcado en la estructura por ese orden topológico de vecindades (incluso cuando nos adelantamos a nuestro turno).
«No es solamente el sujeto, sino los sujetos, tomados en su intersubjetividad, quienes ocupan sus puestos […] y modelan su propio ser a partir del momento de la cadena significante que les recorre […] El desplazamiento del significante determina a los sujetos en sus actos, en su destino, en sus rechazos, en sus cegueras, en sus éxitos y en sus albures, sean cuales sean sus dotes innatas y sus conquistas sociales, su carácter o su Sexo […]» (6). No se puede expresar mejor el hecho de que la psicología empírica se encuentra, no solamente fundada en, sino determinada por una topología trascendental.
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De este criterio local o posicional se derivan varias consecuencias. En primer lugar, si los elementos simbólicos no tienen designación extrínseca ni significación intrínseca, sino únicamente un sentido de posición, ha de plantearse por principio que el sentido resulta siempre de la combinación de elementos que no son en sí mismos significantes (7). Como dice Lévi–Strauss en su discusión con Paul Ricoeur, el sentido es siempre un resultado, un efecto: no solamente un efecto en el sentido de un producto, sino también un efecto óptico, un efecto de lenguaje, un efecto de posición. Hay un profundo sinsentido del sentido, del cual procede el sentido mismo. Y no porque, de este modo, retornemos a lo que se llamó filosofía del absurdo. Para la filosofía del absurdo el sentido está esencialmente ausente. Para el estructuralismo, al contrario, siempre hay demasiado sentido, una superproducción o sobredeterminación del sentido, siempre excesivamente producido por la combinación de lugares de la estructura. (De ahí la importancia que, por ejemplo para Althusser, tiene el concepto de sobredeterminación.) Elsinsentido no es en absoluto lo absurdo o lo contrario del sentido, sino aquello que le confiere valor y lo produce, haciéndole circular a través de la estructura. El estructuralismo no le debe nada a Albert Camus, pero le debe mucho a Lewis Carroll.
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La segunda consecuencia es la preferencia del estructuralismo por ciertos juegos y cierto teatro, por ciertos espacios de juego y de escena. No es casual que Lévi–Strauss se refiera a menudo a la teoría de juegos y, confiera tanta importancia a los juegos de cartas. O Lacan a las metáforas del juego, que son algo más que metáforas: no solamente el anillo que recorre la estructura, sino el lugar del muerto que circula en el bridge. Los juegos más nobles, como el ajedrez, son los que organizan una combinatoria de lugares en un puro spatium infinitamente más profundo que la extensión real del tablero y que la extensión imaginaria de cada figura. Althusser interrumpe su comentario de Marx para hablar de teatro, pero de un teatro que no es de realidades ni de ideas, un puro teatro de posiciones o de lugares que encuentra en Brecht su principio, y que acaso tendría hoy su expresión más elevada en Armand Gatti. En suma, el manifiesto del estructuralismo ha de buscarse en la célebre fórmula, eminentemente poética y teatral: pensar es arrojar los dados.
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La tercera consecuencia es que el estructuralismo es inseparable de un nuevo materialismo, un nuevo ateísmo o un nuevo anti–humanismo. Pues si el lugar es anterior a quien lo ocupa, no basta con poner al hombre en el lugar de Dios para cambiar de estructura. Y si este lugar es el lugar del muerto, la muerte de Dios significa también la del hombre, en beneficio –así lo esperamos– de algo futuro que sólo puede advenir en la estructura y, mediante su mutación. Así es como se nos revelan el carácter imaginario del hombre (Foucault) o el carácter ideológico del humanismo (Althusser).

Tercer criterio: lo diferencial y lo singular
.¿En qué consisten estos elementos simbólicos o unidades de posición? Volvamos al modelo lingüístico. Lo que se distingue tanto de las partículas sonoras como de las imágenes y conceptos a ellas asociados se llama fonema. El fonema es la unidad lingüística mínima capaz de diferenciar dos palabras de diferente significado: por ejemplo, billard [billar] y pillard [bandido]. Es obvio que el fonema se encarna en letras, sílabas y sonidos, pero que no se reduce a ellos. Más bien las letras, las sílabas y los sonidos le otorgan una independencia, pues es en sí mismo inseparable de la relación fonológica que le une a otros fonemas: b/p. Los fonemas no existen independientemente de las relaciones que mantienen y mediante las cuales se determinan recíprocamente.
Podemos distinguir tres tipos de relaciones. Un primer tipo son las que se establecen entre elementos que gozan de independencia o autonomía: por ejemplo, 3+2, o incluso 2/3. Los elementos son reales, y sus relaciones también han de denominarse reales. Un segundo tipo de relaciones, por ejemplo x2+y2–R2=0, se establece entre términos cuyo valor no está especificado, pero que sin embargo han de tener un valor determinado en cada caso. Estas relaciones se pueden llamar imaginarias. El tercer tipo de relaciones es el que se establece entre elementos que carecen en sí mismos de todo valor determinado, y que no obstante se determinan recíprocamente en la relación, como ydy + xdx = 0, o dy/dx = x/y. Estas relaciones son simbólicas, y los elementos correspondientes mantienen una relación diferencial. Dy es completamente indeterminado con respecto a y, dx es completamente indeterminado respecto a x, ninguno de ellos tiene existencia, valor o significación. Pero, a pesar de ello, la relación dy/dx está perfectamente determinada, ambos elementos se determinan recíprocamente en su relación. Este proceso de determinación recíproca en el interior de una relación es lo que permite definir la naturaleza de lo simbólico. A veces se busca el origen del estructuralismo en la axiomática. Y es cierto que Bourbaki, por ejemplo, emplea la palabra «estructura». Pero lo hace, a nuestro modo de ver, en un sentido muy diferente al del estructuralismo, puesto que para Bourbaki se trata de relaciones entre elementos no especificados, ni siquiera cualitativamente, y no entre elementos que se especifican mutuamente en sus relaciones. La axiomática, en esta acepción, sería aún imaginaria, y no simbólica en sentido estricto. El origen matemático del estructuralismo ha de buscarse más bien en el cálculo diferencial, y más concretamente en la interpretación que de él hicieron Weierstrass y Russell, una interpretación estática y ordinal, que libera definitivamente al cálculo de toda referencia a lo infinitamente pequeño y que lo integra en una pura lógica de relaciones.
A las determinaciones de las relaciones diferenciales corresponden singularidades, distribuciones de puntos singulares que caracterizan a las curvas o a las figuras (un triángulo, por ejemplo, tiene tres puntos singulares). Así, la determinación de las relaciones fonológicas propias de una lengua dada señala las singularidades en cuyas inmediaciones se constituyen las sonoridades y significaciones de esa lengua. La determinación recíproca de los elementos simbólicos se prolonga en la determinación completa de los puntos singulares que constituyen el espacio correspondiente a estos elementos. La noción capital de singularidad, tomada alpie de la letra, parece pertenecer a todos los dominios en donde hay una estructura. La fórmula general «pensar es arrojar los dados» remite por si misma a las singularidades representadas por los puntos inscritos en los dados. Toda estructura presenta estos dos aspectos: un sistema de relaciones diferenciales a partir del cual los elementos simbólicos se determinan recíprocamente, y un sistema de singularidades que corresponden a esas relaciones y que trazan el espacio de la estructura. Toda estructura es una multiplicidad. La pregunta: ¿hay estructura en cualquier dominio? debe, por tanto, matizarse de este modo: ¿es posible, en tal o cual dominio, determinar elementos simbólicos, relaciones diferenciales y puntos singulares que le sean propios? Los elementos simbólicos se encarnan en los entes y objetos reales del dominio considerado; las relaciones diferenciales se actualizan en relaciones reales entre esos entes; las singularidades forman los lugares de la estructura y distribuyen los roles o las actitudes imaginarias de los entes u objetos que los ocupan.
No se trata de metáforas matemáticas. En cada dominio hay que encontrar los elementos, las relaciones y los puntos. Lévi–Strauss emprende el estudio de las estructuras elementales del parentesco sin considerar únicamente a los padres reales de una sociedad o las imágenes del padre que recorren los mitos de esa sociedad; pretende descubrir auténticos fonemas del parentesco, es decir, parentemas, unidades de posición que no existen independientemente de las relaciones diferenciales que mantienen y que se determinan recíprocamente. Así, las cuatro relaciones forman la estructura más simple. Y a esta combinatoria de las «denominaciones parentales» corresponden, sin semejanza y de un modo complejo, las «actitudes entre los parientes» que efectúan las singularidades determinadas por el sistema. También se puede proceder a la inversa: partir de las singularidades hasta determinar las relaciones diferenciales entre elementos simbólicos últimos. Tomando el ejemplo del mito de Edipo, Lévi–Strauss comienza con las singularidades del relato (Edipo se casa con su madre, mata a su padre, inmola a la Esfinge, recibe el nombre de «pies hinchados», etcétera), para inferir las relaciones diferenciales entre «mitemas» que se determinan recíprocamente (relaciones de parentesco sobrevaloradas, relaciones de parentesco subestimadas, negación de la autoctonía, persistencia de la autoctonía) (8). En ambos casos, los elementos simbólicos y sus relaciones determinan la naturaleza de los seres y objetos que las efectúan, así como las singularidades forman un orden de lugares que determina simultáneamente los roles y actitudes de tales seres en la medida en que ocupan esos lugares. La determinación de la estructura desemboca, por tanto, en una teoría de las actitudes que expresan su funcionamiento.
Las singularidades corresponden a los elementos simbólicos y a sus relaciones, pero no se parecen a ellos. Más bien se diría que los «simbolizan». Derivan de ellos, ya que toda determinación de relaciones diferenciales entraña un reparto de los puntos singulares. Pero, por ejemplo, los valores de las relaciones diferenciales se encarnan en especies, mientras que las singularidades se encarnan en las partes orgánicas que corresponden a cada especie. Unos constituyen variables, las otras, funciones. Los primeros constituyen el dominio de las denominaciones de una estructura, las segundas el de las actitudes. Lévi–Strauss ha insistido en este doble aspecto: derivación y, no obstante, irreductibilidad de las actitudes a las denominaciones (9). Un discípulo de Lacan, Serge Leclaire, muestra cómo, en otro dominio, los elementos simbólicos del inconsciente remiten necesariamente a «movimientos libidinales» del cuerpo que encarnan las singularidades de la estructura en tal o cual lugar (10).Toda estructura es, en este sentido, psicosomática, o más bien representa un complejo «categoría–actitud».
Consideremos la interpretación del marxismo que ofrecen Althusser y sus colaboradores: ante todo, las relaciones de producción se determinan como relaciones diferenciales que se establecen, no entre hombres reales o individuos concretos, sino entre objetos y agentes que tienen en principio un valor simbólico (objeto de la producción, instrumento de producción, fuerza de trabajo, trabajadores inmediatos, no–trabajadores inmediatos, tal y como están incluidos en las relaciones de propiedad y de apropiación) (11). Cada modo de producción se caracteriza, pues, por singularidades correspondientes a los valores de las relaciones. Es evidente que los hombres concretos ocupan los lugares y efectúan las relaciones de la estructura, pero no lo es menos que sólo pueden hacerlo ateniéndose al papel que el lugar estructural les asigna (por ejemplo, el «capitalista»), y sirviendo de soporte a las relaciones estructurales: «los verdaderos sujetos no son estos ocupantes o estos funcionarios […] sino la definición y la distribución de tales lugares y funciones». El verdadero sujeto es la estructura misma: lo diferencial y lo singular, las relaciones diferenciales y los puntos singulares, la determinación recíproca y la determinación completa.

Cuarto criterio: lo diferenciante, la diferenciación
.Las estructuras son necesariamente inconscientes, en virtud de los elementos, relaciones y puntos que las componen. Toda estructura es una infraestructura, una micro–estructura. En cierto modo, no son actuales. Lo actual es aquello en lo que se encarna la estructura o, mejor dicho, lo que ella constituye al encarnarse. Pero, en sí misma, no es ni actual ni ficticia, ni real ni posible. Jakobson plantea el problema del estatuto del fonema: no se confunde con una letra, sílaba o sonido actual, pero no es tampoco una ficción o una imagen asociada (12). Quizás el término «virtualidad» sirviese para designar exactamente el modo de la estructura o el objeto de la teoría, a condición de desprenderlo de toda su vaguedad: lo virtual posee una realidad que le es propia, y que no se confunde con ninguna realidad actual, con ninguna actualidad presente o pasada; tiene una idealidad que le es propia, pero que no se confunde con ninguna imagen posible ni con ninguna idea abstracta. De la estructura podríamos decir esto: real sin ser actual, ideal sin ser abstracta. Por ello, Lévi–Strauss presenta habitualmente la estructura como una especie de depósito o de repertorio ideal en el cual todo coexiste virtualmente, pero cuya actualización tiene lugar necesariamente siguiendo direcciones excluyentes, que implican siempre combinaciones parciales y opciones inconscientes. Hallar la estructura de un dominio dado es determinar toda una virtualidad de coexistencias que preexiste a los entes, a los objetos y a las obras de tal dominio. Toda estructura es una multiplicidad de coexistencia virtual. L. Althusser, por ejemplo, ha mostrado, en este sentido, que la originalidad de Marx (su anti–hegelianismo) reside en la manera en que define el sistema social por una coexistencia de elementos y de relaciones económicas que no se pueden engendrar sucesivamente a partir de la ilusión de una falsa dialéctica. (13)
¿Qué es lo que coexiste en la estructura? Todos los elementos, las relaciones y valores de estas relaciones, todas las singularidades propias del dominio en cuestión. Esta coexistencia no implica confusión o indeterminación alguna: se trata de relaciones y elementos diferenciales que coexisten en un todo perfecta y completamente determinado. Claro que este todo no se actualiza en cuanto tal. Lo que se actualiza son tales o cuales relaciones, tales o cuales valores de esas relaciones, tal o cual reparto de singularidades: otras se actualizan en otro lugar o en otro tiempo. No hay una lengua total que encarne todos los Fonemas y Relaciones fonológicas posibles, pero la totalidad virtual del lenguaje se actualiza en direcciones excluyentes en lenguas diversas, de las cuales cada una encarna ciertas relaciones, ciertos valores de esas relaciones y ciertas singularidades. No hay sociedad total, sino que cada forma social encarna ciertos elementos, ciertas relaciones y valores de producción (por ejemplo, el «capitalismo»). Así pues, hemos de distinguir la estructura total de un dominio dado, como conjunto de coexistencia virtual, y las sub–estructuras que corresponden a las diversas actualizaciones en ese dominio. De la estructura como virtualidad hemos de decir que es aún indiferenciada (indifferenciée), aunque sea absoluta y totalmente distinta (differentiée). De las estructuras que se encarnan en tal o cual forma actual (presente o pasada), hemos de decir que se diferencian (différencient),y que actualizarse consiste para ellas solamente en diferenciarse (se différencier). La estructura es inseparable de este doble aspecto o de este complejo que puede designarse con el nombre de différent (t/c)iation, en donde la relación «t/c» constituye la relación fonológica universalmente determinada.
Toda diferenciación, toda actualización se lleva a cabo a través de dos vías: especies y partes. Las relaciones diferenciales se encarnan en especies cualitativamente distintas, mientras que las singularidades correspondientes se encarnan en las partes y figuras extensas que caracterizan a cada especie. Así sucede con las especies de lenguas y con las partes de cada una de ellas en las inmediaciones de las singularidades de la estructura lingüística; así también los modos sociales y las partes organizadas que corresponden a cada uno de estos modos, etcétera Es digno de nota que el proceso de actualización implica siempre una temporalidad interna, variable según aquello que se actualiza. No solamente cada tipo de producción social tiene una temporalidad global interna, sino que sus partes organizadas tienen ritmos particulares. La posición del estructuralismo con respecto al tiempo es, pues, clara: el tiempo es siempre un tiempo de actualización de acuerdo con el cual se efectúan, a ritmos diversos, los elementos en coexistencia virtual. El tiempo va de lo virtual a lo actual, es decir de la estructura a sus actualizaciones, y no de una forma actual a otra. Dicho de otro modo, el tiempo concebido como relación de sucesión de dos formas actuales se contenta con expresar abstractamente los tiempos internos de la estructura o las estructuras que se efectúan en profundidad en ambas formas y las relaciones diferenciales entre esos tiempos. Y justamente porque la estructura no se actualiza sin diferenciarse en el espacio y en el tiempo, sin diferenciar en ese mismo proceso las especies y las partes que la efectúan, hemos de decir que, en este sentido, la estructura produce estasespecies y partes en cuanto tales. Las produce como especies y partes diferenciadas. Lo genético no se opone a lo estructural, como el tiempo no se opone a la estructura. La génesis, como el tiempo, va de lo virtual a lo actual, de la estructura a su actualización; las dos nociones –temporalidad múltiple interna y génesis ordinal estática– son, a este respecto, inseparables del juego de la estructura. (14)
Hay que insistir en esta función diferenciadora. La estructura es en sí misma un sistema de elementos y relaciones diferenciales, pero también diferencia las especies y las partes, los entes y las funciones en las que se actualiza. Es diferencial en sí misma, y diferenciadora por sus efectos. Comentando a Lévi–Strauss, Jean Pouillon definía el problema del estructuralismo del siguiente modo: ¿se puede elaborar «un sistema de las diferencias que no conduzca ni a su simple yuxtaposición ni a su desvanecimiento artificial»? (15). A este respecto, la obra de Georges Dumézil es ejemplar, desde el propio punto de vista del estructuralismo: nadie ha analizado mejor que él las diferencias genéricas y específicas entre las religiones, y también las diferencias de las partes y las funciones de los dioses de una misma religión. Los dioses de una religión, por ejemplo Júpiter, Marte, Quirino, encarnan elementos y relaciones diferenciales a la vez que derivan sus actitudes y, funciones de los confines de las singularidades del sistema o de las «partes de la sociedad» considerada: están, pues, esencialmente diferenciados en virtud de la estructura que se actualiza o efectúa en ellos, y que los produce al actualizarse. Es cierto que cada uno de ellos, considerado en su mera actualidad, implica y replica la acción de los demás, pero quedándonos en ella nos arriesgamos a perder esa diferenciación originaria que los produce en el paso de lo virtual a lo actual. Y justamente por ese punto pasa la frontera entre lo imaginario y lo simbólico: lo imaginario tiende a reflejar y reunir en cada término el efecto total de un mecanismo de conjunto, mientras que la estructura simbólica garantiza la distinción (différentiation) de los términos y la diferenciación (différenciation) de los efectos. De ahí la hostilidad del estructuralismo hacia los métodos de lo imaginario: la crítica lacaniana de Jung, la crítica de Bachelard por parte de la «nouvelle critique». La imaginación desdobla y refleja, proyecta e identifica, se pierde en juegos de espejos, pero las distinciones que realiza, así como las asimilaciones que cumple, son efectos de superficie que ocultan los mecanismos diferenciales, sutiles y diversos, de un pensamiento simbólico. En sus comentarios de Dumézil, Edmond Ortigues dice acertadamente: «Cuanto más nos acercamos a la imaginación material, más disminuye la función diferencial, tendemos a las equivalencias; cuando nos acercamos a los elementos constitutivos de la sociedad, la función diferencial aumenta, se tiende a valencias distintivas». (16)
Las estructuras son inconscientes, están necesariamente encubiertas por sus productos o efectos. Una estructura económica no existe jamás en estado puro, sino recubierta por las relaciones jurídicas, políticas o ideológicas en las cuales se encarna. No se puede leer, descubrir o hallar las estructuras más que a partir de estos efectos. Los términos y las relaciones que las actualizan, las especies y partes que las efectúan son a la vez interferencias y expresiones. Por ello, un discípulo de Lacan, J.–A. Miller, ha formado el concepto de «causalidad metonímica», o bien Althusser el de una causalidad específicamente estructural, para dar cuenta de la peculiar presencia de la estructura en sus efectos y de la manera en que ella diferencia sus efectos al mismo tiempo que ellos la asimilan e integran. (17) El inconsciente de la estructura es un inconsciente diferencial. Podría parecer, por ello, que el estructuralismo se queda en una concepción prefreudiana: ¿no concebía Freud el inconsciente al modo de un conflicto de fuerzas o de una oposición de deseos, mientras que la metafísica leibniziana propuso ya la idea de un inconsciente diferencial de las micro–percepciones? Pero en el mismo Freud está todo el problema del origen del inconsciente, de su constitución como «lenguaje», que supera el nivel del deseo, de las imágenes asociadas y de las relaciones de oposición. Y, a la inversa, el inconsciente diferencial no es el inconsciente de las micro–percepciones de lo real y del paso al límite, sino de las variaciones de las relaciones diferenciales de un sistema simbólico en función del reparto de las singularidades. Lévi–Strauss tiene razón al decir que el inconsciente no contiene deseos ni representaciones, que está «siempre vacío» y que sólo consiste en las leyes estructurales que impone tanto a los deseos como a las representaciones. (18)
El inconsciente siempre es un problema, pero no en el sentido de que su existencia sea dudosa, sino porque forma él mismo los problemas o las preguntas que sólo se resuelven en la medida en que se efectúa la estructura correspondiente, y que se resuelven siempre en la manera en que ella se efectúa. Pues un problema tiene siempre la solución que se merece en función de la manera en que se ha planteado y el campo simbólico del que dispone para plantearla. Althusser puede presentar la estructura económica de una sociedad como el campo de problemas que ésta se plantea, que está determinada a plantearse, y que resuelve por sus propios medios, es decir, según las líneas de diferenciación de acuerdo con las cuales se actualiza la estructura, incluidos todos los absurdos, ignominias y crueldades que estas «soluciones» en razón de la estructura comportan.
Asimismo, Serge Leclaire, siguiendo a Lacan, ha podido distinguir las psicosis y las neurosis, y unas neurosis de otras, no tanto por los tipos de conflicto como por los modos de las preguntas, que hallan siempre la respuesta que se merecen en función del campo simbólico en el cual se plantean: por ejemplo, la pregunta histérica, que no es la misma que la del obsesivo (19). En todos estos casos, problemas y preguntas no designan un momento provisional y subjetivo de la elaboración de nuestro saber sino, al contrario, una categoría perfectamente objetiva, las «objetividades» plenas y completas de la estructura. El inconsciente estructural es a la vez diferencial y problematizador, cuestionador. Es, en suma, como veremos enseguida, serial.

Quinto criterio: serial
Pero aun todo lo anterior podría parecernos insuficiente, incapaz de funcionar. Puede que sólo hayamos definido una mitad de la estructura. Una estructura no se pone en marcha, no se anima mas que si le restituimos su otra mitad. En efecto, los elementos simbólicos que acabamos de definir, tomados en sus relaciones diferenciales, se organizan necesariamente en serie. Pero, en cuanto tales, se relacionan con otra serie, constituida por otros elementos simbólicos y otras relaciones. Esta referencia a una segunda serie se explica fácilmente si tenemos en cuenta que las singularidades derivan de los términos y relaciones de la primera, pero no se limitan a reproducirlos o reflejarlos. Se organizan ellas mismas en otra serie susceptible de un desarrollo autónomo, o al menos relacionan la primera serie con esta segunda. Así sucede en el caso de los fonemas y los morfemas. 0 con la serie económica y las demás series sociales. E incluso con la triple serie de Foucault: lingüística, económica y biológica, etcétera. La cuestión de saber si laprimera serie constituye la base y en qué sentido, si ella es el significante y las otras solamente significados, es una cuestión compleja cuya naturaleza no podemos aún precisar. Limitémonos solamente a constatar que toda estructura es serial, multi–serial, y que no funcionaría si no fuera bajo esta condición.
Cuando Lévi–Strauss renueva el estudio del totemismo, muestra hasta qué punto comprendemos mal este fenómeno cuando lo interpretamos en los términos de la imaginación. Porque imaginariamente, según las leyes de la imaginación, el totemismo se concibe necesariamente como la operación mediante la cual un hombre o un grupo se identifican con un animal. Pero simbólicamente se trata de otra cosa: no ya la identificación imaginaria de un término con otro, sino la homología estructural entre dos series de términos. Por una parte, una serie de especies animales tomadas como elementos de relaciones diferenciales; por otra parte, una serie de posiciones sociales consideradas ellas mismas simbólicamente, en sus propias relaciones: la confrontación tiene lugar «entre estos dos sistemas de diferencias», entre estas dos series de elementos y de relaciones. (20)
El inconsciente, según Lacan, no es individual ni colectivo, sino intersubjetivo. Es decir, que implica un desarrollo en series: no solamente el significante y el significado, sino que las dos series mínimas se organizan de formas variables según el dominio considerado. Uno de los textos más conocidos de Lacan comenta La carta robada de Edgar Alan Poe, mostrando cómo la «estructura» pone en escena dos series cuyos lugares van siendo ocupados por sujetos variables: el rey que no ve la carta, la reina que se deleita por haberla escondido tan bien al haberla dejado a la vista, el ministro que lo ve todo y que encuentra la carta (primera serie); la policía que no encuentra nada en el gabinete del ministro, el ministro que se complace por haber ocultado la carta a la perfección al dejarla al descubierto, y Dupin que lo ve todo y que recobra la carta (segunda serie) (21). Ya en un texto precedente había comentado Lacan el caso de El hombre de las ratas sobre la base de una doble serie, paternal y filial, cada una de las cuales pone en juego cuatro términos relacionados según un orden de lugares: deuda–amigo, mujer rica–mujer pobre. (22)
Es evidente que la organización de las series constitutivas de una estructura supone una verdadera puesta en escena y exige en cada caso valoraciones e interpretaciones precisas. No hay en absoluto una regla general. Este es el punto en el cual el estructuralismo implica una auténtica creación, una iniciativa y un descubrimiento no exentos de riesgo. La determinación de una estructura no se lleva a cabo solamente a través de una elección de los elementos simbólicos de base y las relaciones diferenciales que mantienen; no implica solamente una distribución de los puntos singulares correspondientes; comporta la constitución de al menos una segunda serie que mantiene complejas relaciones con la primera. La estructura define un campo problemático, un campo de problemas, en el sentido de que la naturaleza del problema revela su objetividad propia en esta constitución serial que hace que el estructuralismo se haya sentido a veces cercano a la música. Philippe Sollers escribió una novela, Drame, ritmada por las expresiones «Problema» y «Fallido», en el curso de la cual se elaboran series tentativas («una cadena de recuerdos marítimos recorre su brazo derecho […] la pierna izquierda, al contrario, parecía ocupada por formaciones minerales» (a)). La tentativa de Jean–Pierre Faye en Analogues concierne también a una coexistencia serial entre dos modos de relato.(b)
¿Qué impide que las dos series se reflejen simplemente una en otra, identificándose sus términos uno a uno? Si así fuera, el conjunto de la estructura retornaría al estado de una figura de la imaginación. La razón que conjura este riesgo es aparentemente extraña. En efecto, los términos de cada serie son inseparables en sí mismos de los deslizamientos o desplazamientos que sufren relativamente a los términos de la otra serie; son, por tanto, inseparables de la variación de las relaciones diferenciales. En el caso de La carta robada, el ministro adopta, en la segunda serie, la posición que la reina tenía en la primera. En la serie filial de El hombre de las ratas, la mujer pobre ocupa el lugar del amigo en relación con la deuda (c). En la doble serie de los pájaros y los gemelos que cita Lévi–Strauss, los gemelos, que son «las personas de arriba» con respecto a las de abajo, se desplazan necesariamente al lugar de «los pájaros de abajo», no de los de arriba (23). Este desplazamiento relativo de las dos series no es en absoluto secundario; no afecta a cada término secundariamente o desde fuera, como para dotarle de un revestimiento imaginario. Al contrario, el desplazamiento es estrictamente estructural o simbólico: es inherente a los lugares en el espacio de la estructura, y gobierna también todas las deformaciones imaginarias de los entes y objetos que, secundariamente, llegan a ocupar esos lugares. Este es el motivo de que el estructuralismo preste tanta atención a la metonimia y a la metáfora, pero no como figuras de la imaginación, sino como factores estructurales. Se trata incluso de los factores de la estructura, en el sentido de que expresan dos grados de libertad de desplazamiento, de una serie a la otra y en el interior de la misma serie. Lejos de ser imaginarios, son quienes ¡mpiden que las series que habitan se confundan o que sus términos se dupliquen imaginariamente. Pero, ¿a qué vienen estos desplazamientos relativos, puesto que forman parte en términos absolutos de los lugares de la estructura?

Sexto criterio: la casilla vacía
Se diría que la estructura implica un objeto o un elemento totalmente paradójico. Consideremos el caso de la carta, en la historia de Poe que comenta Lacan; o el caso de la deuda en El hombre de las ratas; es evidente que este objeto es eminentemente simbólico, y decimos «eminentemente» porque no pertenece a ninguna serie en concreto: la carta está, no obstante, presente en las dos series de Poe, como la deuda también lo está en las dos series de El hombre de las ratas. Este objeto está siempre presente en las series correspondientes, las recorre y se cuela en ellas, no deja de circular por ellas, de una a otra, con una extraordinaria agilidad. Parecería ser su propia metáfora y su propia metonimia. Las series, en cada caso, están constituidas por términos simbólicos y relaciones diferenciales, pero el objeto parece ser de naturaleza distinta. En efecto, tanto la variedad de los términos como la variación de las relaciones se determinan en cada momento con relación a este objeto.
Las dos series de una estructura siempre son divergentes (en virtud de las leyes de la diferenciación), pero este objeto singular es el punto de convergencia de las series divergentes en cuanto tales. Es «eminentemente» simbólico, pero justamente porque es inmanente a las dos series a la vez. ¿Cómo llamarlo si no Objeto = x, Objeto de adivinanza o gran Móvil? Podemos preguntarnos: aquello que Lacan nos invita a descubrir en ambos casos, el papel peculiar que desempeñan una carta o una deuda, ¿es un artificio estrictamente restringido a estos casos, o se trata de un método verdaderamente general, válido para todos los dominios estructurables, criterio de toda estructura, como si toda estructura se definiese por la asignación de un objeto = x que no deja de recorrer las series? Es como si la obra literaria, o la obra de arte, pero también otro tipo de obras, las de la sociedad, la enfermedad o la vida en general, implicasen este tipo peculiar de objeto que gobierna su estructura. Como si se tratase siempre de averiguar quién es H, o de descubrir una x implicada en la obra. Sucede así con las canciones: el estribillo remite a un objeto = x, mientras que las estrofas forman las series divergentes por las que circula, y éste es el motivo de que las canciones revelen una estructura elemental.
Un discípulo de Lacan, André Green, ha señalado la existencia del pañuelo que circula por todo Otelo, recorriendo todas las series de la obra (24).Hemos hablado también de las dos series del Príncipe de Gales y Falstaff o el padre–bufón, Enrique IV o el padre real, las dos imágenes del padre. La corona es el objeto = x que recorre las dos series, en términos y relaciones diferentes; el momento en que el Príncipe se prueba la corona, antes de morir su padre, señala el paso de una serie a la otra, el cambio de los términos simbólicos y la variación de las relaciones diferenciales. El viejo rey agonizante se enfada, cree que su hijo quiere identificarse con él precipitadamente, pero el Príncipe le responde adecuadamente, haciéndole ver, en un espléndido discurso, que la corona no es un objeto de identificación imaginaria sino, al contrario, el término eminentemente simbólico que recorre todas las series, la infame de Falstaff y la gran serie real, permitiendo el paso de una a otra en el seno de la misma estructura. Como hemos visto, hay una primera diferencia entre lo imaginario y lo simbólico: la función diferenciadora de lo simbólico, por oposición a la función asimiladora, reflexiva, duplicadora y replicante de lo imaginario. Pero la segunda diferencia se ve aquí con mayor claridad: contra el carácter dual de la imaginación, el Tercero que interviene esencialmente en el sistema simbólico, que distribuye las series, las desplaza relativamente, las comunica, impidiendo en cada caso que ninguna se pliegue imaginariamente sobre la otra.
Deuda, carta, pañuelo o corona, Lacan precisa la naturaleza de este objeto: está siempre desplazado respecto de sí mismo. Tiene como propiedad el no estar allí donde se le busca, pero también ser hallado allí donde no está. Se diría que «no está en su sitio» (y por ello no es en absoluto real), pero también que no está en su reflejo (y por ello no es en absoluto una imagen) ni en su identidad (por lo cual no es en absoluto un concepto). «Lo escondido no es nunca más que aquello que falta en su lugar, como dice la ficha de búsqueda de un volumen cuando se pierde en una biblioteca. Y estará escondido seguramente en el estante o en la casilla de al lado, por muy visible que parezca. No se puede decir literalmente que no está en su sitio más que de aquello que puede cambiar de lugar, es decir, de lo simbólico. Porque lo real, por muchos desplazamientos que pueda realizarse con ello, es siempre real en toda circunstancia, lleva su suelo adherido sobre sí, sin que nada pueda sacarle de él» (25). Las series que recorre el objeto = x presentan necesariamente desplazamientos relativos una respecto de la otra porque los lugares relativos de sus términos en la estructura dependen del lugar absoluto de cada uno de ellos, en cada momento, en relación al objeto = x que siempre está circulando y siempre está desplazado con respecto a sí mismo. En este sentido, el desplazamiento, así como todas las formas de intercambio, no constituyen un carácter añadido desde fuera sino la propiedad fundamental que permite definir la estructura como orden de lugares sometido a la variación de las relaciones. Este Tercero originario es quien mueve toda la estructura, pero también es quien falta a su propio origen. Al distribuir las diferencias por toda la estructura, al hacer variar las relaciones diferenciales con sus desplazamientos, el objeto = x constituye lo diferenciante de la propia diferencia.
Los juegos necesitan una casilla vacía, sin la cual nada funcionaría. El objeto = x no se distingue de su lugar, pero es propio de este lugar el desplazarse todo el tiempo, así como de la casilla vacía lo es el saltar sin descanso. En las admirables páginas que abren Las palabras y las cosas, en donde describe un cuadro de Velázquez, Foucault invoca el lugar del rey en relación con el cual todo –Dios, el hombre– se desplaza y se desliza, sin llegar jamás a estar ocupado (26).No hay estructuralismo sin grado cero. A Philippe Sollers y Jean–Pierre Faye les gusta evocar una mancha ciega que designa este punto siempre móvil que comporta la ceguera, pero a partir del cual se hace posible la escritura, porque en él se organizan las series como auténticos «literatemas». J.–A. Miller, en su esfuerzo de elaboración de un concepto de causalidad estructural o metonímica, toma prestada de Frege la posición del cero, definido como lo que carece de identidad propia pero que condiciona la constitución serial de los números (27).E incluso Lévi–Strauss, que en cierto modo es el más positivista de los estructuralistas, el menos romántico o el menos inclinado a aceptar un elemento en fuga, reconoce en el «mana» o en sus equivalentes la existencia de un «significante flotante», de un valor simbólico cero que circula por la estructura.(28) Reencuentra de este modo el fonema cero de Jakobson, que no comporta en sí mismo ningún carácter diferencial ni ningún valor fonético, pero en relación al cual todos los fonemas se sitúan en sus propias relaciones diferenciales.
El objeto de la crítica estructural es la determinación, en el lenguaje, de las «virtualidades» que preexisten a la obra, pero la obra es en sí misma estructural cuando se propone expresar sus propias virtualidades. Lewis Carroll o Joyce inventaron «palabras–comodín», y más en general términos esotéricos que garantizan la coincidencia de series verbales sonoras y la simultaneidad de sus series de historias asociadas. En Finnegans Wake, una carta es el Cosmos que reúne todas las series del mundo. En Lewis Carroll, la «palabra–comodín» connota al menos dos series de base (hablar y comer, serie verbal y serie alimentaria) que pueden ramificarse: es el caso del Snark. Sería un error decir que se trata de una palabra con dos sentidos; de hecho, es de un orden distinto al de las palabras que tienen un sentido. Es el sinsentido que anima al menos las dos series, pero que las dota de sentido al circular a través de ellas. Es él, en su ubicuidad, en su desplazamiento perpetuo, quien produce el sentido en cada serie y de una serie a otra, y, quien no cesa de desfasarlas. Es la palabra = x en la medida en que designa el objeto = x, el objeto problemático. En cuanto palabra = x, recorre una serie determinada como serie del significante; pero, al mismo tiempo, en cuanto objeto = x, recorre la otra serie, determinada como la del significado. No cesa de colmar y al mismo tiempo de aumentar el intervalo entre las dos series: así lo muestra Lévi–Strauss a propósito del «mana», que asimila a palabras como «chisme» o «fulano». De este modo, como hemos visto, el sinsentido no es ausencia de significación sino, al contrario, exceso de sentido, aquello que dota de sentido al significado y al significante. El sentido aparece aquí como efecto de funcionamiento de la estructura, como lo que anima las series que la componen. Y claro está que las «palabras–comodín» no son más que un procedimiento entre otros para asegurar esta circulación. Las técnicas de Raymond Roussel, tal y como Foucault las analiza, son de otra naturaleza: se basan en relaciones diferenciales fonológicas, o incluso en relaciones más complejas (29). Encontramos en Mallarmé sistemas de relaciones entre series, así como los móviles que las impulsan, de un tipo completamente distinto. No nos proponernos analizar el conjunto de los procedimientos que han forjado y que hoy siguen forjando la literatura moderna, y que constituyen toda una topografía, una tipografía del «libro del porvenir», sino únicamente señalar en cada caso la eficacia de esa casilla vacía de doble rostro, al mismo tiempo palabra y objeto.
¿En qué consiste este objeto = x? ¿Debe permanecer perpetuamente como objeto de adivinanza, perpetuumn mobile? Sería una manera de reparar en la consistencia objetiva que adquiere la categoría de lo problemático en el seno de las estructuras. Es curioso que la pregunta «¿Cómo se reconoce el estructuralismo?» conduzca finalmente a la posición de algo no reconocible ni identificable.
Consideremos la respuesta psicoanalítica de Lacan: el objeto = x se determina como falo. Pero este falo no es el órgano real, ni tampoco la serie de imágenes asociadas o asociables a él, es el falo simbólico. Sin embargo, se trata de sexualidad y no de otra cosa, en contra de las piadosas tentativas, siempre renovadas en el psicoanálisis, de abjurar de las referencias sexuales o de minimizarlas. Pero el falo no aparece como un dato sexual, o como la determinación empírica de uno de los sexos, sino como el órgano simbólico que funda la sexualidad entera como sistema o estructura, y en relación al cual se distribuyen los lugares que ocupan variablemente varones y mujeres, así como las series de imágenes y de realidades. La designación del objeto = x como falo no pretende conferir a este objeto una identidad que repugnaría a su naturaleza, ya que, al contrario, el falo simbólico es lo que carece de identidad, lo que se encuentra allí en donde no está ni se le busca, lo que siempre esta desplazado respecto de sí mismo, del lado de la madre. En este sentido, es cabalmente lacarta o la deuda, el pañuelo o la corona, el Snark y el «mana». Padre, madre, etcétera, son elementos simbólicos tomados en relaciones diferenciales, pero el falo es algo distinto, es el objeto = x que determina el lugar relativo de los elementos y el valor variable de las relaciones, lo que hace de lasexualidad entera una estructura. Las relaciones, como relaciones entre las «pulsiones parciales» constitutivas de la sexualidad, varían en función de los desplazamientos del objeto = x.
El falo, evidentemente, no es la última respuesta. Es más bien el lugar de una pregunta, de una «demanda» que caracteriza a la casilla vacía de la estructura sexual. Las preguntas y las respuestas varían según la estructura considerada pero nunca dependen de nuestras preferencias ni de un orden abstracto de causalidades. Es evidente que la casilla vacía de una estructura económica, como intercambio de mercancías, debe determinarse de un modo enteramente distinto: consiste en «algo» que no se reduce ni a los términos intercambiados ni a la propia relación de intercambio sino que forma un tercero eminentemente simbólico en desplazamiento perpetuo, en función del cual se definirán las variaciones de las relaciones. Tal es el valor como expresión de un «trabajo en general», más allá de toda cualidad empíricamente observable, lugar de la pregunta que atraviesa y recorre la economía como estructura. (30)
Se sigue de ello una consecuencia más general, que concierne a los diferentes «órdenes». Desde el punto de vista del estructuralismo, nada conviene menos que resucitar el problema de si hay una estructura que determina a todas las demás en última instancia: ¿qué es primero, el valor o el falo, el
fetiche económico o el fetiche sexual? Por muchas razones, estas preguntas carecen de sentido. Todas las estructuras son infraestructuras. Los órdenes de estructuras, lingüísticos, familiares, económicos, sexuales, etcétera, se caracterizan por la forma de sus elementos simbólicos, por la variedad de sus relaciones diferenciales, por la cualidad de sus singularidades y sobre todo por la naturaleza del objeto = x que preside su funcionamiento. Pero no es posible establecer un orden de causalidad lineal de una estructura a otra más que confiriendo al objeto = x, en cada caso, la clase de identidad que esencialmente le repugna. La causalidad entre estructuras no puede ser más que una especie de causalidad estructural. En verdad, en cada orden de estructura, el objeto = x no es una incógnita, algo puramente indeterminado: es perfectamente determinable, incluyendo sus desplazamientos, por el modo de desplazamiento que le caracteriza. Pero no es asignable en absoluto: es decir, no se le puede otorgar un lugar identificable en un género o en una especie, porque constituye en cuanto tal el género general de la estructura o su lugar total: sólo tiene la identidad de faltar a su identidad, sólo tiene el lugar de lo que se desplaza con respecto a cualquier lugar. Por ello, el objeto = x es, para cada orden de estructura, el lugar vacío o perforado que comporta tantas direcciones como órdenes diferentes. Los órdenes de estructura no se comunican a través de un mismo lugar sino mediante su lugar vacío uobjeto = x respectivo. Por ello, y a pesar de ciertas páginas prematuras de Lévi–Strauss, no es cierto que las estructuras sociales etnográficas tengan privilegio alguno, mientras que las estructuras sexuales del psicoanálisis remitirían a la determinación empírica de un individuo más o menos des–socializado.
Tampoco las estructuras de la lingüística pueden comprenderse como elementos simbólicos o significantes últimos: las otras estructuras no se limitan a aplicar por analogía unos métodos tomados de la lingüística, sino que descubren por su cuenta verdaderos lenguajes, aunque se trate de lenguajes no–verbales que comportan siempre sus propios significantes, sus elementos simbólicos y sus relaciones diferenciales. Tiene razón Foucault, en este sentido, cuando, al plantear el problema de las relaciones entre etnografía y psicoanálisis, dice: «Se cortan en ángulo recto, puesto que la cadena significante mediante la que se constituye la experiencia única del individuo es perpendicular al sistema formal a partir del cual se constituyen las significaciones de una cultura. En cada instante, la estructura propia de la experiencia individual encuentra en los sistemas de la sociedad cierto número de opciones posibles (y de posibilidades excluidas); y, a la inversa, las estructuras sociales encuentran en cada uno de sus puntos de bifurcación un cierto número de individuos posibles (y otros que no lo son)». (31)
En cada estructura, el objeto = x debe ser susceptible de dar cuenta:
1º) de la manera en que los demás órdenes estructurales –que no intervienen más que como dimensiones de actualización– están subordinados a su orden.
2º) de la manera en que él mismo está subordinado a los demás órdenes en el suyo propio (interviniendo en la actualización de aquellos).
3º) de la manera en que todos los objetos = x y todos los órdenes de la estructura se comunican entre sí, definiendo cada orden una dimensión del espacio en la cual es absolutamente primero.
4º) de las condiciones en las que, en este o aquel caso o momento histórico, tal dimensión, correspondiente a un orden de la estructura, no se despliega por sí misma, sino que queda sometida a la actualización de otro orden (el concepto lacaniano de «forclusion» tendría aquí, también, una importancia decisiva).

Últimos criterios: del sujeto a la práctica
En cierto sentido, los lugares no son ocupados o llenados por seres reales más que en la medida en que la estructura se «actualiza». Pero, en otro sentido, podemos decir que los lugares están ya ocupados o llenados por los elementos simbólicos, al nivel de la propia estructura, y que las relaciones diferenciales de estos elementos determinan el orden de los lugares en general. Hay, por tanto, una ocupación simbólica primaria, anterior a toda ocupación secundaria por parte de entes reales. Aquí volvemos a encontrar la paradoja de la casilla vacía: éste es el único lugar que no puede ni debe ser ocupado, ni siquiera por un elemento simbólico. Debe resguardar a la perfección su vacío para desplazarse con respecto a sí mismo y para circular a través de los elementos y las variedades de las relaciones. En cuanto simbólico, debe ser al mismo tiempo su propio símbolo y carecer eternamente de la otra mitad que sería capaz de venir a completarle (sin embargo, este vacío no es un no–ser, o al menos no es el no–ser de lo negativo, sino el ser positivo de lo «problemático», el ser objetivo de un problema o una pregunta). Por ello puede decir Foucault: «Sólo se puede pensar en el vacío del hombre desaparecido. Pues este vacío no expresa una falta ni prescribe una laguna que habría que llenar. No es nada más y nada menos que el despliegue de un espacio en donde es posible al fin pensar de nuevo» (32) .
Aunque la casilla vacía no la ocupe término alguno, la acompaña una instancia eminentemente simbólica que sigue todos sus desplazamientos: la acompaña, pero no la llena ni la ocupa. Ambos, instancia simbólica y casilla vacía, no dejan de faltar la una a la otra ni de acompañarse de este modo. El sujeto es exactamente la instancia que persigue la casilla vacía: como dice Lacan, no es tanto sujeto como sujetado, sujetado a la casilla vacía, atado al falo y a sus desplazamientos. Su agilidad es, o debería ser, incomparable. Por eso, el sujeto es esencialmente intersubjetivo. Anunciar la muerte de Dios, o incluso la muerte del hombre, no significa nada. Lo que cuenta es el cómo. Nietzsche ya mostró que Dios muere de muchas maneras, y que los dioses han muerto, pero de risa, al escuchar decir a un dios que él era el Único. El estructuralismo no es un pensamiento que suprima el sujeto, sino que lo desmenuza y distribuye sistemáticamente, que cuestiona la identidad del sujeto, que la disipa y la desplaza de los lugares sucesivos, un sujeto siempre nómada, hecho de individuaciones, pero impersonales, o de singularidades, pero pre–individuales. Éste es el sentido en el que Foucault habla de «dispersión» y en el que Lévi–Strauss sólo puede definir una instancia subjetiva como dependiente de las condiciones del Objeto en las que los sistemas de verdad se tornan convertibles y, por tanto, «simultáneamente aceptables para varios sujetos» (33) .
Así pueden definirse dos grandes accidentes de la estructura: la casilla vacía y móvil deja de estar acompañada por un sujeto nómada que subraya su recorrido, y su vacío se convierte en una auténtica carencia, en una laguna; o bien, al contrario, es ocupada, llenada por quien la acompaña, y pierde su movilidad como efecto de una plenitud sedentaria o petrificada. Podríamos decir, en términos lingüísticos, que el «significante» desaparece, que la marea de significado no encuentra un elemento significante a su medida, o bien que el «significado» se desvanece, que la cadena del significante no encuentra ya ningún significado que la recorra: los dos aspectos patológicos de la psicosis (34) . También podríamos decir, en términos teológico–antropológicos, que Dios hace crecer el desierto y abre en la tierra una laguna, o que el hombre la llena, ocupa su lugar, y en esta vana permutación nos hace ir de un accidente al otro: ésta es la razón de que el hombre y Dios sean las dos enfermedades de la tierra, es decir, de la estructura.
Lo importante es saber qué factores –y en qué momentos– determinan estos accidentes en las estructuras de tal o cual orden. Consideremos de nuevo los análisis de Althusser y sus colaboradores: por una parte, nos muestran el modo en que, en el orden económico, las aventuras de la casilla vacía (el Valor como objeto = x) están determinadas por la mercancía, el dinero, el fetiche, el capital, etcétera, que caracterizan la estructura capitalista: por otra parte, nos enseñan las contradicciones que nacen al mismo tiempo de la propia estructura. Finalmente, vemos cómo lo real y lo imaginario, es decir, los entes reales que vienen a ocupar los lugares y las ideologías que expresan la imagen que se hacen de ellos, están estrictamente determinados por el juego de aquellas aventuras estructurales y de las contradicciones que derivan de ellas. No es que las contradicciones sean imaginarias: son propiamente estructurales y cualifican los efectos de la estructura en la temporalidad interna que la caracteriza. La contradicción no puede denominarse aparente, sino derivada: derivada del lugar vacío y de su devenir en la estructura. Como regla general, lo real, lo imaginario y sus relaciones son engendrados, siempre secundariamente, por el funcionamiento de la estructura, cuyos efectos primarios la afectan en principio a ella misma. Por ello, los «accidentes» de los que acabamos de hablar no afectan a la estructura desde fuera. Al contrario, se trata de una «tendencia» inmanente (35) . Se trata de acontecimientos ideales que forman parte de la propia estructura, y que afectan simbólicamente a la casilla vacía o al sujeto. Los llamamos accidentes sólo para mejor subrayar, no su carácter contingente o exterior, sino este tipo especial de acontecimiento interior a una estructura que nunca se reduce a una esencia simple.
Por tanto, al estructuralismo se le plantean un conjunto de problemas complejos que conciernen a las «mutaciones» estructurales (Foucault) o a las «formas de transición» de una estructura a otra (Althusser). Las relaciones diferenciales son susceptibles de nuevos valores o variaciones, y las singularidades capaces de nuevas distribuciones, constitutivas de otra estructura, siempre en función de la casilla vacía. Y hace falta además que las contradicciones se «resuelvan», es decir, que el lugar vacío se libere de los acontecimientos simbólicos que lo ocultan o lo ocupan, que le sea devuelto al sujeto que debe acompañarlo por nuevos caminos, sin ocuparlo ni abandonarlo. Hay, por tanto, un héroe estructuralista, que no es ni Dios ni el hombre, ni personal ni universal, que no tiene identidad, que está hecho de individuaciones no-personales y de singularidades pre–individuales. Es quien garantiza el estallido de una estructura afectada por un exceso o un defecto y contrapone su propio acontecimiento ideal a los acontecimientos ideales que acabamos de definir (36) .Es propio de la nueva estructura el no repetir aventuras análogas a las de la anterior, no resucitar las contradicciones letales, pero esto depende de la fuerza creadora y de resistencia de este héroe, de su agilidad a la hora de seguir y salvaguardar los desplazamientos, de su potencia para hacer variar las relaciones y redistribuir las singularidades, lanzando los dados otra vez. Este punto de mutación define cabalmente una praxis, o más bien el lugar mismo en el que ha de instalarse la praxis. Pues el estructuralismo no es únicamente inseparable de las obras que crea, sino también de una práctica relativa a los productos que interpreta. Esta práctica puede ser política o terapéutica, pero designa en cualquier caso un punto de revolución permanente o de permanente transferencia.
Estos últimos criterios, del sujeto a la praxis, son los más oscuros –los criterios del porvenir–. A través de los seis caracteres precedentes, hemos querido únicamente resumir un sistema de ecos entre autores independientes unos de otros y que exploran dominios muy diversos. En los diferentes niveles de la estructura, lo real y lo imaginario, los seres reales y las ideologías, el sentido y la contradicción, son «efectos» que deben comprenderse en el desenlace de un «proceso», de una producción diferenciada y propiamente estructural: extraña génesis estática de los «efectos» físicos (ópticos, sonoros, etcétera). Los libros contra el estructuralismo (o contra el noveau roman) no tienen en rigor ninguna importancia; no pueden impedir que el estructuralismo tenga una productividad que es la de nuestra época. Ningún libro contra algo ha tenido jamás importancia alguna; los únicos libros que cuentan son los libros a favor de algo nuevo, los que consiguen producirlo.

NOTAS:
(*)En François Châtelet (ed.), Histoire de la philosophie. t. VIII. El siglo XX. Hachette. París. 1972. pp. 299‑335 (Vid. nota del texto anterior, [N. del T]).
(1). Cfr. J. Lacan, Ecrits, Seuil, París, 1966, pp. 386‑389 (trad. cast. T. Segovia, Escritos. Siglo XXI. México, 1971 y 1975, [N. del T]).
(2). J. Lacan es, sin duda, quien ha llevado más lejos el análisis original de la distinción entre lo imaginario y lo simbólico. Pero, de diversas formas, esta distinción está también en todos los estructuralistas.
(3). Cfr. Esprit, noviembre de 1963.
(4). L. Althusser, en Lire Le Capital, 2vols., París, Maspero, 1965, t. II, p. 157 (trad. cast. Para leer El Capital, Siglo XXI, México, 1974, [N. del T])
(5). M. Foucault, Les mots et les coses, París, Gallimard, 1966, pp. 329 ss (trad. cast. Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México, 1968, [N. del T.]).
(6). J. Lacan, Ecrits, p. 30.
(7) . C. Lévi‑Strauss, Esprit, noviembre de 1963.
(8). C. Lévi‑Strauss, Anthropologie structurale, Plon, París, 1958. pp. 235 ss. (trad. cast. Antropología estructural, EUDEBA, Buenos Aires, 1968. [N. del T]).
(9). Ibíd., pp. 343 ss.
(10). S. Leclaire, «Compter avec la psychanalyse», en Cahiers pour l’Analyse, nº 8.
(11). L. Althusser, Lire Le Capital, t. II, pp. 152‑157 (cfr. también F. Bailibar, pp. 205 ss).
(12). R. Jakobson, Essais de linguistique générale, vol. I, Les Éditions de Minuit. París. 1963. Cap. VI
(trad. cast. Ensayos de lingüística general, Seix‑Barral, Barcelona. 1975, [N. del T.]).
(13). L. Althusser, Lire Le Capilal, t.I,p. 82 ; t. II, p. 44.
(14). El libro de Jules Vuillemin Philosophie de l’algèbre (PUF, 1960) propone una determinación de las estructuras en matemáticas. Insiste en la importancia, desde este punto de vista, de una teoría de los problemas (de acuerdo con el matemático Abel) y de los principios de determinación (determinación recíproca, completa y progresiva, según Galois). Muestra que las estructuras. en este sentido, ofrecen el único medio capaz de realizar las ambiciones de un verdadero método genético.
(15). Cfr. Les Temps Modernes, julio de 1956.
(16). E. Ortigues, Le discours et le symbole, París, Aubier, 1962, p. 197. Ortigues señala igualmente la segunda diferencia entre lo imaginario y lo simbólico: el carácter «dual» o «especular» de la imaginación, por oposición a un Tercero, al tercer término que caracteriza al sistema simbólico.
(17). L. Althusser, Lire Le Capital, t. II, pp. 169 ss.
(18). C. Lévi‑Strauss, Anthropologie structurale, p.224.
(19). S. Leclaire, «La muerte en vida del obsesivo», en La Psychanalyse nº 2, 1956.
(20). C. Lévi‑Strauss, Le totemisme aujourd’hui, PUF,París, 1962, p. 112 (trad. cast. El totemismo en la actualidad, F.C.E., México,1965, [N. del T]).
(21). J. Lacan, Ecrits, p. 15.
(22). J. Lacan, Le mythe individuel du névrosé, CDU,1953. Recogido y modificado en Ornicar, nº 17‑18, 1979.
a. Ph. Sollers, Drame, Seuil, París, 1965.
b. J.‑P. Faye, Analogues, Seuil, París, 1964.
c. S. Freud, Oeuvres complètes, vol.IX. París, PUF, 1998 (trad. Cast. Obras completas, Biblioteca
Nueva, Madrid, 1922, [N. del T.]).
(23). C. Lévi‑Strauss, Le totemisme aujourd’hui, p. 115.
(24) . A. Green, L’objet (a) de J. Lacan, Cahiers pour l’analyse. nº 3. p. 32.
(25) . J.Lacan, Ecrits, p. 25.
(26) . M. Foucault, Las palabras y las cosas, cap. 1.
(27) . J.‑A. Miller, La suture, Cahiers pour l’analyse nº 1 (trad. cast. La sutura, en VVAA, Significante y sutura en psicoanálisis, Siglo XXI, Buenos Aires, 1973, pp. 9‑25, [N. del T.]).
(28) . C. Lévi‑Strauss, Introduction a l’oeuvre de Marcel Mauss, pp. 49‑95 (en Marcel Mauss, Sociolo­gie et anthropologie, PUF, París, 1950 [trad. cast. Introducción a la obra de Marcel Mauss, en Sociología y antropología, Tecnos, Madrid, 1971, pp. 13‑42, [N. del T.]).
(29) . Cfr. M. Foucault. Raymond Roussell.
(30). Cfr, Lire Le Capital, t. I, pp. 242 ss.: el análisis que Pierre Macherey hace de la noción de valor, mostrando que éste está siempre desfasado con respecto al intercambio en el que aparece.
(31). M. Foucault, Les mots et les choses, p. 392
(32). M. Foucault, Les mots et les choses, p. 353.
(33). C. Lévi‑Strauss, Le cru et le cuit, Plon, París, 1964, p. 19 (trad. cast. Lo crudo y lo cocido [Mitológicas, I], FCE, México, 1968, [N. del T.]).
(34). Cfr. el esquema propuesto por Serge Leclaire, siguiendo a Lacan, en «A la recherche des principes d’une psychothérapie des psychoses», en L’evolution psychiatrique, 1958.
(35). Sobre las nociones marxistas de «contradicción» y de «tendencia», cfr. los análisis de E. Balibar,
Lire Le Capital, t. II, pp. 296 ss.
(36). Cfr. Michel Foucault, Les mots et les choses, p. 230: la mutación estructural «debe ser minuciosamente analizada, pero no puede explicarse ni resumirse en un único discurso: es un acontecimiento radical que se reparte por toda la superficie visible del saber y cuyos signos, conmociones y efectos pueden seguirse paso a paso
Texto tomado de “La isla desierta”, Gilles Deleuze, págs. 223-249, Editorial Pre-textos, Valencia, España, 2005.

Traducción: José Luis Pardo.
 Edición original: du Minuit, París, 2002.


GIORGIO AGAMBEN - ¿Qué es un dispositivo?


Las cuestiones terminológicas son importantes en filosofía. Como dijo una vez un filósofo por el que tengo la mayor estima, la terminología es el momento poético del pensamiento. Pero esto no significa que los filósofos necesariamente deban definir siempre sus términos técnicos. Platón nunca definió el más importante de sus términos: idea. Otros, en cambio, como Spinoza y Leibniz, prefieren definir more geometrico sus términos técnicos. Y no sólo los sustantivos, sino cualquier parte del discurso, para un filósofo, puede adquirir dignidad terminológica. Se ha señalado que, en Kant, el adverbio gleichwohl es usado como un terminus technicus. Así, en Heidegger, el guión en expresiones como in-der-Welt-sein tiene un evidente carácter terminológico. Y en el último escrito de Gilles Deleuze, La inmanencia: una vida…, tanto los dos puntos como los puntos suspensivos son términos técnicos, esenciales para la comprensión del texto.

La hipótesis que quiero proponerles es que la palabra “dispositivo”, que da el título a mi conferencia, es un término técnico decisivo en la estrategia del pensamiento de Foucault. Lo usa a menudo, sobre todo a partir de la mitad de los años setenta, cuando empieza a ocuparse de lo que llamó la “gubernamentalidad” o el “gobierno” de los hombres. Aunque, propiamente, nunca dé una definición, se acerca a algo así como una definición en una entrevista de 1977 (Dits et ecrits, 3, 299):
“Lo que trato de indicar con este nombre es, en primer lugar, un conjunto resueltamente heterogéneo que incluye discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas, brevemente, lo dicho y también lo no-dicho, éstos son los elementos del dispositivo. El dispositivo mismo es la red que se establece entre estos elementos.”
“…por dispositivo, entiendo una especie -digamos- de formación que tuvo por función mayor responder a una emergencia en un determinado momento. El dispositivo tiene pues una función estratégica dominante…. El dispositivo está siempre inscripto en un juego de poder”
“Lo que llamo dispositivo es mucho un caso mucho más general que la episteme. O, más bien, la episteme es un dispositivo especialmente discursivo, a diferencia del dispositivo que es discursivo y no discursivo”.

Resumamos brevemente los tres puntos:

1) Es un conjunto heterogéneo, que incluye virtualmente cualquier cosa, lo lingüístico y lo no-lingüístico, al mismo título: discursos, instituciones, edificios, leyes, medidas de policía, proposiciones filosóficas, etc. El dispositivo en sí mismo es la red que se establece entre estos elementos.

2) El dispositivo siempre tiene una función estratégica concreta y siempre se inscribe en una relación de poder.

3) Es algo general, un reseau, una “red”, porque incluye en sí la episteme, que es, para Foucault, aquello que en determinada sociedad permite distinguir lo que es aceptado como un enunciado científico de lo que no es científico.

Quisiera tratar de trazar, ahora, una genealogía sumaria de este término, primero dentro de la obra de Foucault y luego en un contexto histórico más amplio.
A finales de los años sesenta, más o menos en el momento en que escribe La arqueología del saber, y para definir el objeto de sus investigaciones, Foucault no usa el término dispositivo sino aquel, etimológicamente parecido, “positivité”, positividad. De nuevo sin definirlo.
 Muchas veces me pregunté dónde hubiese encontrado Foucault este término, hasta el momento en que, no hace muchos meses, releí el ensayo de Jean Hyppolite, Introduction à la philosophie de Hegel. Ustedes probablemente conocen la estrecha relación que unía a Foucault con Hyppolite, a quien a veces define como “mi maestro” (Hyppolite fue efectivamente su profesor, primero, durante el Khâgne en el bachillerato Henri IV y, luego, en la École normal.
 El capítulo tercero del ensayo de Hyppolite se titula: “Raison et histoire. Les idées de positivité et de destin”. Aquí, concentra su análisis en dos obras hegelianas del llamado período de Berna y Francfort, 1795-96: la primera es El espíritu del cristianismo y su destino y, la segunda – de donde proviene el términos que nos interesa –, la positividad de la religión cristiana (Die Positivität der chrisliche Religion). Según Hyppolite, “destino” y “positividad” son dos conceptos-clave del pensamiento hegeliano. En particular, el término “positividad” tiene en Hegel su lugar propio en la oposición entre “religión natural” y “religión positiva”. Mientras la religión natural concierne a la relación inmediata y general de la razón humana con lo divino, la religión positiva o histórica comprende el conjunto de las creencias, de las reglas y de los rituales que en cierta sociedad y en determinado momento histórico les son impuestos a los individuos desde el exterior. “Una religión positiva”, escribe Hegel en un paso que Hyppolite cita, “implica sentimientos, que son impresos en las almas mediante coerción, y comportamientos, que son el resultado de una relación de mando y obediencia y que son cumplidos sin un interés directo” (J.H., Introd. Seuil, Paris 1983, p.43).
 Hyppolite muestra cómo la oposición entre naturaleza y positividad corresponde, en este sentido, a la dialéctica entre libertad y coerción, y entre razón e historia.


En un pasaje que no puede no haber suscitado la curiosidad de Foucault y que contiene algo más que un presagio de la noción de dispositivo, Hyppolite escribe: “Se ve aquí el nudo problemático implícito en el concepto de positividad, y los sucesivos intentos de Hegel para unir dialécticamente – una dialéctica que todavía no ha tomado conciencia de sí misma – la razón pura (teórica y, sobre todo, práctica) y la positividad, es decir, el elemento histórico. En cierto sentido, la positividad es considerada por Hegel como un obstáculo para la libertad humana, y como tal es condenada. Investigar los elementos positivos de una religión y, ya se podría añadir, de un estado social significa descubrir lo que en ellos es impuesto a los hombres mediante coerción, lo que opaca la pureza de la razón. Pero, en otro sentido, que en el curso del desarrollo del pensamiento hegeliano acaba prevaleciendo, la positividad tiene que ser conciliada con la razón, que pierde entonces su carácter abstracto y se adecua a la riqueza concreta de la vida. Se comprende, entonces, cómo el concepto de positividad está en el centro de las perspectivas hegelianas” (46).
Si “positividad” es el nombre que, según Hyppolite, el joven Hegel da al elemento histórico, con toda su carga de reglas, rituales e instituciones impuestas a los individuos por un poder externo, pero que es, por así decir, interiorizado en los sistemas de creencias y sentimientos; entonces, tomando en préstamo este término, que se convertirá más tarde en “dispositivo”, Foucault toma partido respecto de un problema decisivo y que es también su problema más propio: la relación entre los individuos como seres vivientes y el elemento histórico. Entendiendo con este término el conjunto de las instituciones, de los procesos de subjetivación y de las reglas en que se concretan las relaciones de poder. El objetivo último de Foucault, sin embargo, no es, como en Hegel, el de reconciliar los dos elementos. Y tampoco el de enfatizar el conflicto entre ellos. Se trata, para él, más bien, de investigar los modos concretos en que las positividades o los dispositivos actúan en las relaciones, en los mecanismos y en los “juegos” del poder.
Debería quedar claro, entonces, en qué sentido al inicio de esta conferencia propuse como hipótesis que el término “dispositivo” es un término técnico esencial del pensamiento de Foucault. No se trata de un término particular, que se refiera solamente a tal o a cual tecnología de poder. Es un término general, que tiene la misma amplitud que, según Hyppolite, el término “positividad” tiene para el joven Hegel y, en la estrategia de Foucault, viene a ocupar el lugar de aquellos que define, críticamente, como “los universales”, les universaux. Foucault, como saben, siempre rechazó ocuparse de esas categorías generales o entes de razón que llama “los universales”, como el Estado, la Soberanía, la Ley, el Poder. Pero esto no significa que no hay, en su pensamiento, conceptos operativos de carácter general. Los dispositivos son, precisamente, lo que en la estrategia foucaultiana ocupa el lugar de los Universales: no simplemente tal o cual medida de policía, tal o cual tecnología de poder y tampoco una mayoría conseguida por abstracción; sino, más bien, como dijo en la entrevista del 1977, “la red, el reseau, que se establece entre estos elementos.”

Tratemos de examinar, ahora, la definición del término “dispositivo” que se encuentra en los diccionarios franceses de empleo común. Éstos distinguen tres sentidos del término:

1) un sentido jurídico en sentido estricto: “el dispositivo es la parte de un juicio que contiene la decisión por oposición a los motivos”. Es decir: la parte de la sentencia (o de una ley) que decide y dispone.

2) un sentido tecnológico: “la manera en que se disponen las piezas de una máquina o de un mecanismo y, por extensión, el mecanismo mismo”.

3) un sentido militar: “el conjunto de los medios dispuestos conformemente a un plan”

Todos estos sentidos, los tres, están presentes de algún modo en el uso foucaultiano. Pero los diccionarios, en particular los que no tienen un carácter histórico-etimológico, funcionan dividiendo y separando los varios sentidos de un término. Esta fragmentación, sin embargo, generalmente corresponde al desarrollo y a la articulación histórica de un único sentido original, que es importante no perder de vista. En el caso del término “dispositivo”, ¿cuál es este sentido? Ciertamente, el término, tanto en el empleo común como en el foucaultiano, parece referir a la disposición de una serie de prácticas y de mecanismos (conjuntamente lingüísticos y no lingüísticos, jurídicos, técnicos y militares) con el objetivo de hacer frente a una urgencia y de conseguir un efecto. Pero, ¿en cuál estrategia de praxis o pensamiento, en qué contexto histórico se originó el término moderno?

En los últimos tres años, me introduje cada vez en una investigación de la que sólo ahora comienzo a entrever el final y que se puede definir, con cierta aproximación, como una genealogía teológica de la economía. En los primeros siglos de la historia de la Iglesia – digamos entre los siglos segundo y sexto - el término griego oikonomía desempeñó una función decisiva en la teología. Ustedes saben que oikonomía significa, en griego, la administración del oikós, de la casa y, más generalmente, gestión, management. Se trata, como dice Aristóteles, no de un paradigma epistémico, sino de una regla, de una actividad práctica, que tiene que enfrentar, cada vez, un problema y una situación particular. ¿Por qué los padres sintieron la necesidad de introducir este término en la teología? ¿Cómo se llegó a hablar de una economía divina?

Se trató, precisamente, de un problema extremadamente delicado y vital, quizás, si me permiten el juego de palabras, de la cuestión crucial de la historia de la teología cristiana: la Trinidad. Cuando, en el curso del segundo siglo, se empezó a discutir de una Trinidad de figuras divinas, el Padre, el Hijo y el Espíritu, hubo, como se podía espera, una fuerte resistencia dentro de la iglesia por parte de personas razonables que pensaron con espanto que, de este modo, se corría el riesgo de reintroducir el politeísmo y el paganismo en la fe cristiana. Para convencer a estos obstinados adversarios (que fueron finalmente definidos como “monarquianos”, es decir, partidarios de la unidad), teólogos como Tertulliano, Hipólito, Irineo y muchos otros no encontraron nada mejor que servirse del término oikonomía. Su argumento fue más o menos el siguiente: “Dios, en cuanto a su ser y a su substancia, es, ciertamente, uno; pero en cuánto a su oikonomía, es decir, en cuanto al modo en que administra su casa, su vida y el mundo que ha creado, él es, en cambio, triple. Como un buen padre puede confiarle al hijo el desarrollo de ciertas funciones y determinadas tareas, sin perder por ello su poder y su unidad, así Dios le confía a Cristo la “economía”, la administración y el gobierno de la historia de los hombres. El término oikonomía se fue así especializado para significar, en particular, la encarnación del Hijo, la economía de la redención y la salvación (por ello, en algunas sectas gnósticas, Cristo terminó llamándose “el hombre de la economía”, ho ánthropos tês oikonomías. Los teólogos se acostumbraron poco a poco a distinguir entre un “discurso - o lógos - de la teología” y un “lógos” de la economía, y la oikonomía se convirtió así en el dispositivo mediante el cual fue introducido el dogma trinitario en la fe cristiana. Pero, como a menudo ocurre, la fractura, que, de este modo, los teólogos trataron de evitar y de remover de Dios en el plano del ser, reapareció con la forma de un cesura que separa, en Dios, ser y acción, ontología y praxis. La acción, la economía, pero también la política no tiene ningún fundamento en el ser. Ésta es la esquizofrenia que la doctrina teológica de la oikonomía dejó en herencia a la cultura occidental.

A través de esta resumida exposición, pienso que se han dado cuenta de la centralidad y de la importancia de la función que desempeñó la noción de oikonomía en la teología cristiana. Ahora bien, ¿cuál es la traducción de este fundamental término griego en los escritos de los padres latinos? Dispositio.
 El término latino dispositio, del que deriva nuestro término “dispositivo”, viene pues a asumir en sí toda la compleja esfera semántica de la oikonomía teológica. Los “dispositivos” de los que habla Foucault están conectados, de algún modo, con esta herencia teológica. Pueden ser vinculados, de alguna manera, con la fractura que divide y, al mismo tiempo, articula, en Dios, el ser y la praxis, la naturaleza o esencia y el modo en que él administra y gobierna el mundo de las criaturas.
A la luz de esta genealogía teológica, los dispositivos foucaultianos adquieren una importancia todavía más decisiva, en un contexto en el que ellos no sólo se cruzan con la “positividad” del joven Hegel, sino también con la Gestell del último Heidegger, cuya etimología es afín a la de dis-positio, dis-ponere (el alemán stellen corresponde al latino ponere). Común a todos este términos es la referencia a una oikonomía, es decir, a un conjunto de praxis, de saberes, de medidas, de instituciones, cuyo objetivo es administrar, gobernar, controlar y orientar, en un sentido que se supone útil, los comportamientos, los gestos y los pensamientos de los hombres.
Uno de los principios metodológicos que sigo constantemente en mis investigaciones es localizar, en los textos y en los contextos en que trabajo, el punto de su Entwicklungsfähigkeit, como dijo Feuerbach, es decir, el punto en que ellos son susceptibles de desarrollo. Sin embargo, cuando interpretamos y desarrollamos en este sentido el texto de un autor, llega el momento en que empezamos a darnos cuenta de no poder ir más allá sin contravenir a las reglas más elementales de la hermenéutica. Esto significa que el desarrollo del texto en cuestión ha alcanzado un punto de indecibilidad en el que se hace imposible distinguir entre el autor y el intérprete. Aunque, para el intérprete, sea un momento particularmente feliz, él sabe que éste es el momento para abandonar el texto que está analizando y para proceder por cuenta propia.
Los invito, por ello, a abandonar el contexto de la filología foucaultiana en la que nos hemos movido hasta ahora y a situar los dispositivos en un nuevo contexto.
Les propongo nada menos que una repartición general y maciza de lo que existe en dos grandes grupos o clases: de una parte los seres vivientes o las substancias y, de la otra, los dispositivos en los que ellos están continuamente capturados. De una parte, esto es, para retomar la terminología de los teólogos, la ontología de las criaturas y de la otra la oikonomía de los dispositivos que tratan de gobernarlas y conducirlas hacia el bien.
 Generalizándola ulteriormente la ya amplísima clase de los dispositivos foucaultianos, llamaré literalmente dispositivo cualquier cosa que tenga de algún modo la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes. No solamente, por lo tanto, las prisiones, los manicomios, el panóptico, las escuelas, la confesión, las fábricas, las disciplinas, las medidas jurídicas, etc., cuya conexión con el poder es en cierto sentido evidente, sino también la lapicera, la escritura, la literatura, la filosofía, la agricultura, el cigarrillo, la navegación, las computadoras, los celulares y – por qué no - el lenguaje mismo, que es quizás el más antiguo de los dispositivos, en el que millares y millares de años un primate – probablemente sin darse cuenta de las consecuencias que se seguirían – tuvo la inconciencia de dejarse capturar.

Resumiendo, tenemos así dos grandes clases, los seres vivientes o las sustancias y los dispositivos. Y, entre los dos, como un tercero, los sujetos. Llamo sujeto a lo que resulta de la relación o, por así decir, del cuerpo a cuerpo entre los vivientes y los aparatos. Naturalmente las sustancias y los sujetos, como en la vieja metafísica, parecen superponerse, pero no completamente. En este sentido, por ejemplo, un mismo individuo, una misma sustancia, puede ser el lugar de múltiples procesos de subjetivación: el usuario de celulares, el navegador en Internet, el escritor de cuentos, el apasionado de tango, el no-global, etc., etc. A la inmensa proliferación de dispositivos que define la fase presente del capitalismo, hace frente una igualmente inmensa proliferación de procesos de subjetivación. Ello puede dar la impresión de que la categoría de subjetividad, en nuestro tiempo, vacila y pierde consistencia, pero se trata, para ser precisos, no de una cancelación o de una superación, sino de una diseminación que acrecienta el aspecto de mascarada que siempre acompañó a toda identidad personal.
No sería probablemente errado definir la fase extrema del desarrollo capitalista que estamos viviendo como una gigantesca acumulación y proliferación de dispositivos. Ciertamente, desde que apareció el homo sapiens hubo dispositivos, pero se diría que hoy no hay un solo instante en la vida de los individuos que no esté modelado, contaminado o controlado por algún dispositivo. ¿De qué manera podemos enfrentar, entonces, esta situación? ¿Qué estrategia debemos seguir en nuestro cuerpo a cuerpo cotidiano con los dispositivos? No se trata sencillamente de destruirlos ni, como sugieren algunos ingenuos, de usarlos en el modo justo.
Por ejemplo, viviendo en Italia, es decir en un país en el que los gestos y los comportamientos de los individuos han sido remodelados de cabo a rabo por los teléfonos celulares (llamados familiarmente “telefonino”, telefonito), yo he desarrollado un odio implacable por este aparato que ha hecho aún más abstractas las relaciones entre las personas. No obstante me haya sorprendido a mí mismo, muchas veces, pensando cómo destruir o desactivar los “telefonitos” y cómo eliminar o, al menos, castigar y encarcelar a los que hacen uso de ellos; no creo que ésta sea la solución apropiada para el problema.
El hecho es que, con toda evidencia, los dispositivos no son un accidente en el que los hombres hayan caído por casualidad, sino que tienen su raíz en el mismo proceso de “hominización” que ha hecho “humanos” a los animales que clasificamos con la etiqueta de homo sapiens. El acontecimiento que produjo lo humano constituye, en efecto, para el viviente, algo así como una escisión que lo separa de él mismo y de la relación inmediata con su entorno, es decir, con lo que Uexkühl y, después de de él, Heidegger llaman el círculo receptor-desinhibidor. Partiendo o interrumpiendo esta relación, se ocasionan para el viviente el tedio – es decir, la capacidad de suspender la relación inmediata con los desinhibidores – y lo Abierto, esto es, la posibilidad de conocer el ente en cuanto ente, de construir un mundo. Pero, con estas posibilidades, también es dada la posibilidad de los dispositivos que pueblan lo Abierto con instrumentos, objetos, gadgets, baratijas y tecnologías de todo tipo. Mediante los dispositivos, el hombre trata de hacer girar en el vacío los comportamientos animales que se han separado de él y de gozar así de lo Abierto como tal, del ente en cuanto ente. A la raíz de cada dispositivo está, entonces, un deseo de felicidad. Y la captura y la subjetivación de este deseo en una esfera separada constituye la potencia específica del dispositivo.
Esto significa que la estrategia que tenemos que adoptar en nuestro cuerpo a cuerpo con los dispositivos no puede ser simple. Ya que se trata de nada menos que de liberar lo que ha sido capturado y separado por los dispositivos para devolverlo a un posible uso común. En esta perspectiva, quisiera hablarles ahora de un concepto sobre el que me tocó trabajar recientemente. Se trata de un término que proviene de la esfera del derecho y la religión romana (derecho y religión están estrechamente conectados, no sólo en Roma): profanación.
Los juristas romanos sabían perfectamente qué significaba “profanar”.
Sagradas o religiosas eran las cosas que pertenecían de algún modo a los dioses. Como tales, ellas eran sustraídas al libre uso y al comercio de los hombres, no podían ser vendidas ni dadas en préstamo, cedidas en usufructo o gravadas de servidumbre. Sacrílego era todo acto que violara o infringiera esta especial indisponibilidad, que las reservaba exclusivamente a los dioses celestes (y entonces eran llamadas propiamente “sagradas”) o infernales (en este caso, se las llamaba simplemente “religiosas”). Y si consagrar (sacrare) era el término que designaba la salida de las cosas de la esfera del derecho humano, profanar significaba por el contrario restituir al libre uso de los hombres. “Profano –escribe el gran jurista Trebacio– se dice en sentido propio de aquello que, habiendo sido sagrado o religioso, es restituido al uso y a la propiedad de los hombres”. Y “puro” era el lugar que había sido desligado de su destinación a los dioses de los muertos, y por lo tanto ya no era más “ni sagrado, ni santo, ni religioso, y quedaba así liberado de todos los nombres de este género” (D. 11, 7, 2).
 Pura, profana, libre de los nombres sagrados es la cosa restituida al uso común de los hombres. Pero el uso no aparece aquí como algo natural: a él se accede solamente a través de una profanación. Entre “usar” y “profanar” parece haber una relación particular, que es preciso poner en claro.
Es posible definir la religión como aquello que sustrae cosas, lugares, animales o personas del uso común y los transfiere a una esfera separada. No sólo no hay religión sin separación, sino que toda separación contiene o conserva en sí un núcleo auténticamente religioso. El dispositivo que realiza y regula la separación es el sacrificio: a través de una serie de rituales minuciosos, según la variedad de las culturas, que Hubert y Mauss han pacientemente inventariado, el sacrificio sanciona el pasaje de algo que pertenece al ámbito de lo profano al ámbito de lo sagrado, de la esfera humana a la divina. En este pasaje es esencial la cesura que divide las dos esferas, el umbral que la víctima tiene que atravesar, no importa si en un sentido o en el otro. Lo que ha sido ritualmente separado, puede ser restituido por el rito a la esfera profana. Una de las formas más simples de profanación se realiza así por contacto (contagione) en el mismo sacrificio que obra y regula el pasaje de la víctima de la esfera humana a la esfera divina. Una parte de la víctima (las vísceras, exta: el hígado, el corazón, la vesícula biliar, los pulmones) es reservada a los dioses, mientras que lo que queda puede ser consumido por los hombres. Es suficiente que los que participan en el rito toquen estas carnes para que ellas se conviertan en profanas y puedan ser simplemente comidas. Hay un contagio profano, un tocar que desencanta y restituye al uso lo que lo sagrado había separado y petrificado.
El pasaje de lo sagrado a lo profano puede, de hecho, darse también a través de un uso (o, más bien, un reuso) completamente incongruente de lo sagrado. Se trata del juego. Es sabido que la esfera de lo sagrado y la esfera del juego están estrechamente conectadas. La mayor parte de los juegos que conocemos deriva de antiguas ceremonias sagradas, de rituales y de prácticas adivinatorias que pertenecían tiempo atrás a la esfera estrictamente religiosa. La ronda fue en su origen un rito matrimonial; jugar con la pelota reproduce la lucha de los dioses por la posesión del sol; los juegos de azar derivan de prácticas oraculares; el trompo y el tablero de ajedrez eran instrumentos de adivinación. Analizando esta relación entre juego y rito, Emile Benveniste ha mostrado que el juego no sólo proviene de la esfera de lo sagrado, sino que representa de algún modo su inversión. La potencia del acto sagrado –escribe Benveniste– reside en la conjunción del mito que cuenta la historia y del rito que la reproduce y la pone en escena. El juego rompe esta unidad: como ludus, o juego de acción, deja caer el mito y conserva el ritual; como jocus, o juego de palabras, elimina el rito y deja sobrevivir el mito. “Si lo sagrado se puede definir a través de la unidad consustancial del mito y el rito, podremos decir que se tiene juego cuando solamente una mitad de la operación sagrada es consumada, traduciendo solamente el mito en palabras y el rito en acciones”.

Esto significa que el juego libera y aparta a la humanidad de la esfera de lo sagrado, pero sin simplemente abolirla. El uso al cual es restituido lo sagrado es un uso especial, que no coincide con el consumo utilitario. La “profanación” del juego no atañe, en efecto, sólo a la esfera religiosa. Los niños, que juegan con cualquier trasto viejo que encuentran, transforman en juguete aun aquello que pertenece a la esfera de la economía, de la guerra, del derecho y de las otras actividades que estamos acostumbrados a considerar como serias. Un automóvil, un arma de fuego, un contrato jurídico se transforman de golpe en juguetes. Lo que tienen en común estos casos con los casos de profanación de lo sagrado es el pasaje de una religio, que es sentida ya como falsa y opresiva, a la negligencia como verdadera religio. Y esto no significa descuido (no hay atención que se compare con la del niño mientras juega), sino una nueva dimensión del uso, que niños y filósofos entregan a la humanidad. Se trata de un tipo de uso como el que debía tener en mente Walter Benjamin, cuando escribió, en El nuevo abogado, que el derecho nunca aplicado sino solamente estudiado, es la puerta de la justicia. Así como la religio, no ya observada, sino jugada, abre la puerta del uso, las potencias de la economía, del derecho y de la política, desactivadas en el juego, se convierten en la puerta de una nueva felicidad.

El capitalismo como religión es el título de uno de los más penetrantes fragmentos póstumos de Benjamin. Según Benjamin, el capitalismo no representa sólo, como en Weber, una secularización de la fe protestante, sino que es él mismo esencialmente un fenómeno religioso, que se desarrolla en modo parasitario a partir del Cristianismo. Como tal, como religión de la modernidad, está definido por tres características:
1) Es una religión cultual, quizá la más extrema y absoluta que haya jamás existido. Todo en ella tiene significado sólo en referencia al cumplimiento de un culto, no respecto de un dogma o de una idea.
2) Este culto es permanente, es “la celebración de un culto sans trêve et sans merci”. Los días de fiesta y de vacaciones no interrumpen el culto, sino que lo integran.
3) El culto capitalista no está dirigido a la redención ni a la expiación de una culpa, sino a la culpa misma. “El capitalismo es quizás el único caso de un culto no expiatorio, sino culpabilizante… Una monstruosa conciencia culpable que no conoce redención se transforma en culto, no para expiar en él su culpa, sino para volverla universal… y para capturar finalmente al propio Dios en la culpa… Dios no ha muerto, sino que ha sido incorporado en el destino del hombre”.
 Precisamente porque tiende con todas sus fuerzas no a la redención, sino a la culpa; no a la esperanza, sino a la desesperación, el capitalismo como religión no mira a la transformación del mundo, sino a su destrucción. Y su dominio es en nuestro tiempo de tal modo total, que aun los tres grandes profetas de la modernidad (Nietzsche, Marx y Freud) conspiran, según Benjamin, con él; son solidarios, de alguna manera, con la religión de la desesperación. “Este pasaje del planeta hombre a través de la casa de la desesperación en la absoluta soledad de su recorrido es el éthos que define Nietzsche. Este hombre es el Superhombre, esto es, el primer hombre que comienza conscientemente a realizar la religión capitalista”. Pero también la teoría freudiana pertenece al sacerdocio del culto capitalista: “Lo reprimido, la representación pecaminosa… es el capital, sobre el cual el infierno del inconsciente paga los intereses”. Y en Marx, el capitalismo “con los intereses simples y compuestos, que son función de la culpa… se transforma inmediatamente en socialismo”.

Tratemos de proseguir las reflexiones de Benjamin en la perspectiva que aquí nos interesa. Podremos decir, entonces, que el capitalismo, llevando al extremo una tendencia ya presente en el cristianismo, generaliza y absolutiza en cada ámbito la estructura de la separación que define la religión. Allí donde el sacrificio señalaba el paso de lo profano a lo sagrado y de lo sagrado a lo profano, ahora hay un único, multiforme, incesante proceso de separación, que inviste cada cosa, cada lugar, cada actividad humana para dividirla de sí misma y que es completamente indiferente a la cesura sacro/profano, divino/humano. En su forma extrema, la religión capitalista realiza la pura forma de la separación, sin que haya nada que separar. Una profanación absoluta y sin residuos coincide ahora con una consagración igualmente vacua e integral. Y como en la mercancía la separación es inherente a la forma misma del objeto, que se escinde en valor de uso y valor de cambio y se transforma en un fetiche inaprensible, así ahora todo lo que es actuado, producido y vivido –incluso el cuerpo humano, incluso la sexualidad, incluso el lenguaje– son divididos de sí mismos y desplazados en una esfera separada que ya no define alguna división sustancial y en la cual cada uso se vuelve duraderamente imposible. Esta esfera es el consumo. Si, como ha sido sugerido, llamamos espectáculo a la fase extrema del capitalismo que estamos viviendo, en la cual cada cosa es exhibida en su separación de sí misma, entonces espectáculo y consumo son las dos caras de una única imposibilidad de usar. Lo que no puede ser usado es, como tal, consignado al consumo o a la exhibición espectacular. Pero eso significa que profanar se ha vuelto imposible (o, al menos, exige procedimientos especiales). Si profanar significa devolver al uso común lo que fue separado en la esfera de lo sagrado, la religión capitalista en su fase extrema apunta a la creación de un absolutamente Improfanable.

Fuente: Caosmosis


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