GÜNTER GRASS - Kafka y sus ejecutantes




 —JUZGA tú mismo —dijo Olga—, la cosa parece muy sencilla y al principio no se comprende cómo puede tener una gran importancia. En El Castillo hay un funcionario muy importante que se llama Sortini.
 —Me han hablado ya de él —dijo K.—, fue uno de los que intervinieron en el asunto de mi llamada.
 —No lo creo —dijo Olga—, Sortini apenas se muestra en público. ¿No le confundirás con Sordini, escrito con "d"?
 —Tienes razón —dijo K. —, era Sordini.
 —Sí —dijo Olga—, Sordini es muy conocido, uno de los funcionarios más diligentes, del que se habla mucho; Sortini, en cambio, es muy retraído y no trata con casi nadie. Hace más de tres años que lo vi por primera y última vez. Fue el tres de julio, con motivo de una fiesta del servicio de incendios, El Castillo participaba también y había comprado una bomba nueva. Sortini, que se tenía que ocupar en parte de los asuntos de los bomberos (o que quizás ostentase la representación de otro, porque los funcionarios se representan unos a otros, con lo que es muy difícil saber de qué se ocupa uno u otro de los funcionarios), participaba en la entrega de la bomba; naturalmente habían acudido además otras personas del Castillo, funcionarios y criados, y Sortini estaba, como correspondía a su carácter, totalmente apartado, al fondo...
 Esta cita de la novela El Castillo de Franz Kafka, la cual empezó a escribir en 1922 y dejó incompleta, lo mismo que Amerika y El proceso, pretende servir de introducción a algunas reflexiones en torno al décimo aniversario de la ocupación de Checoslovaquia, como modelo del carácter "kafkiano" de la burocracia y punto de partida literario. Puesto que no escasean los análisis políticos de los sucesos que condujeron al 21 de agosto de 1968, quiero derivar de esta visión de Kafka sobre la administración total algunas preguntas acerca de las estructuras a que las sociedades del Este y del Oeste, dejando aparte su poderío militar, económico e ideológico, están más que nunca sometidas.
 ¿En qué forma prosigue la actividad de Sortini y de Sordini? ¿Qué persona o qué agente inevitable encubre sus competencias? ¿En qué se basan las atribuciones para todo y nada? ¿Cuál es la relación recíproca entre el aumento o el descenso de la burocracia y la corrupción? ¿En qué momento los aparatos administrativos comienzan a volverse inmateriales y parabólicos, en el sentido establecido por Kafka?
 No es posible dar una respuesta unívoca a estas preguntas, pues la naturaleza de la burocracia, incluso en el ámbito insignificante de la antesala, es ambigua: aproximarse al Castillo significa perder de vista sus contornos. No importa la ideología que acompañe: en la expansión del poder por múltiples y aparentemente confusas vías administrativas radica su ubicuidad, la cual ya no posee el anticuado estilo imperial y real que conociera el escritor Kafka, sino que tiene una vigencia actual y perspectivas para el futuro, es decir, está provista de tecnologías modernas, si bien conserva el carácter anónimo que a lo sumo permita vacilar entre Sortini y Sordini. Sigue dominando a la sociedad humana, a la cual sabe clasificar y afirma salvaguardar; hace valer su control sobre el individuo —sea éste funcionario o ciudadano— o lo enreda en infracciones, en nombre de ciertas leyes tanto con aire antiguo como alteradas.
 La burocracia es la única organización internacional colocada por encima de las potencias ideológicas que en todo el mundo defienden su pretensión a ser los dueños únicos de la verdad, que con base en ella se excluyen mutuamente y a menudo se enfrascan en luchas hasta la destrucción total. Se considera omnipotente. Sola se certifica. Después de cualquier cambio en el sistema ideológico continúa trabajando, casi sin trastornos, porque sabe integrarse en los respectivos sistemas nuevos, sin atender a consideraciones de valores. Nada es capaz de sustituirla. Aun durante los tiempos de máxima agitación política, en medio del caos revolucionario, confiará en su propia legalidad: sobrevive e incluso guarda su olor.
 Tal calidad convence. Cuando todo se hace pedazos, hay una gran demanda de estabilidad. ¿Qué sabríamos sobre nosotros mismos y sobre los demás si no perdurasen (como perpetuas rendiciones de cuentas) la cédula de identidad, el Cuestionario, el legajo personal, el expediente? Nada saldría a la luz, de no ser por estas secreciones de papel de la existencia humana, llamadas documentos.
 Sin la intervención de la burocracia, que todo lo conserva, no se hubiera logrado, por ejemplo, hacer reconocible, hasta un grado excesivo de claridad, el retrato del juez de la marina y posterior presidente del Consejo de Ministros, Hans Filbinger. Espanta el hecho de deber tanto conocimiento a la burocracia. La circunstancia de que Filbinger, dedicado a hacer averiguaciones sobre otros, se haya convertido él mismo en una víctima de este método, no mitiga la naturaleza problemática del asunto, sino muestra que el disimulo partidista y aún más la piedad son ajenos a la esencia burocrática. Ni rango ni nombre hacen mella en su memoria. Si Filbinger se llamara Fildinger y admitiera una confusión parecida a la de los funcionarios del Castillo de Kafka, Sortini y Sordini, Fildinger, que no ascendió a presidente del Consejo de Ministros sino siguió ejerciendo con éxito su carrera de abogado, no tendría nada qué temer, aunque el conocimiento que por medio de la burocracia pudiera adquirirse acerca de él fuese más aterrador todavía que la revelación que nos espantara con respecto a Filbinger. Sólo se constituyó en un caso importante por haber sido presidente del Consejo de Ministros.
 Sin tener en cuenta la autoridad de su cargo y la sensibilidad que muestra la democracia hacia los dignatarios elevados, tanto Filbinger como Fildinger supo llevar a cabo sin contratiempos el cambio de la estructura de poder bajo el imperio pangermanista del nacionalsocialismo a la República Federal de Alemania: comprometido siempre con la ley, se ocupó con la complicación de conocimientos sobre otros. Aunque Filbinger ya no tenga permiso para ello, Fildinger no deja de trabajar con diligencia.
 En este sentido, Sortini y Sordini se han mantenido fieles a sí mismos: en coordinación con distintos servicios de reconocimiento, cumplían y cumplen con su deber. Se reconocen por la posibilidad de confundirlos.
 Pueden ser intercambiados mutuamente. Son idénticos sólo a aquellos procesos de papel, legalmente asegurados en todo momento y que entretanto se antojan eternos, que representan la esencia de la burocracia, pero nunca a adjudicaciones ideológicas que se dejen evocar y de las que se pueda abjurar.
 Después de la caída del aparato de poder fascista, y pese a las reformas democráticas esforzadas, por regla general, el carácter de la administración que sobrevivió al sistema no fue dañado en su sustancia y retuvo fuerza suficiente para vencer, con la ayuda de un vigoroso alimento, como por ejemplo el llamado decreto de radicales, todas las barreras erigidas por las reformas, volviendo a desplegar su actividad en una forma desmedidamente libre de valores, es decir, bastándose a sí misma. De igual manera se conservó la sustancia de la administración en el país que brindara sus realidades gráficas al escritor Franz Kafka: pese a las confusas peripecias ideológicas ocurridas desde los remotos tiempos imperialistas y monárquicos hasta la actualidad del comunismo real, El Castillo de la novela del mismo nombre ha podido guardar, como metáfora, su multiplicidad de significados, ha rechazado y desgastado a miles de agrimensores lo mismo que a los buscadores de la verdad. Ha penetrado, incluso, en todas las dimensiones. Más alto, más ancho, provisto de diversos sótanos nuevos, El Castillo por fin descansa también sobre un fundamento ideológico.
 Desde que el comunismo de cuño leninista-estalinista impusiera la burocracia de partido a la burocracia general consagrada por el uso, para decirlo de alguna manera, y desde que logró reunir a todos los órganos detrás de una sola voluntad, el poder anónimo de la burocracia engloba totalmente al ser humano individual.
 En la novela El proceso de Kafka, el acusado Josef K. no averigua nunca de qué se le acusa ni quién lo condena. El agrimensor K. traba, ciertamente, conocimiento con algunos señores del Castillo y funcionarios de nivel medio, en parte debido a su tenacidad y en parte por conducto de las mujeres a las que usa astutamente, pero no avanza hasta El Castillo, hasta la estructura interna del poder que lo envuelve también a él. El agrimensor K. se embrolla en acciones y episodios. A menudo parece haber olvidado las razones de sus esfuerzos. Se hace culpable. Se desgasta. Se agota con las tramitaciones oficiales.
 Dicha pasión existe desde hace décadas como literatura y se cuenta entre los clásicos modernos. Asimismo, el modelo utópico que el autor nos legó, una visión tan precisa como significativa, fue alcanzado y se ha vuelto realidad en todas las naciones totalitarias, en todos los lugares donde coinciden el poder y la administración. Una de ellas es su tierra de origen. La República Socialista de Checoslovaquia ha salvado sin perjuicio la estructura de poder de su burocracia partidista, pese al vehemente intento de reforma de la "primavera de Praga". Es cierto que la ocupación de Checoslovaquia fijó hace diez años una fecha de poderío político, pero los motores de los tanques de las potencias de la ocupación habían sido encendidos desde mucho tiempo antes. A principios de la década de 1960 surgieron las fuerzas y las contrafuerzas. Un suceso periférico servirá para reflejar esa ostentación de poder. Resulta más adecuado que las conocidas acciones del Estado para poner al descubierto las causas del persistente conflicto. Entre otras cosas, se habló también del agrimensor K.
 El 27 y 28 de mayo de 1963 un grupo de letrados, filósofos y escritores se reunió en El castillo Liblice de Bohemia para hablar sobre un autor cuyos libros hasta entonces habían sido desacreditados, si no es que tabús, y cuya edición como obras completas hasta la fecha ha resultado imposible en las naciones del bloque oriental. Al dar por sentado que desde el 20° Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética no sólo había cobrado importancia la tesis política de la coexistencia sino que también se permitía, dentro de ciertos límites, la crítica al estalinismo, principalmente bajo el lema de "La pasada fase del culto a la personalidad", es posible concebir la conferencia sobre Kafka llevada a cabo en El castillo Liblice como una temprana señal de la primavera de Praga.
 Los participantes en dicha conferencia se consideraban, sin excepción, como marxistas. Todas las ponencias, 27 en total, expedían al escritor Franz Kranz el certificado más o menos franco, en algunos casos vergonzante y sujeto a restricciones, a menudo rimbombante pero fiel, en términos generales, a la doctrina del marxismo, de haber sido, pese a su concepto pesimista de la vida, un escritor humanístico y de formar parte, por lo tanto, del patrimonio humanístico comunista. Fue calificado de progresista.
 Si bien actualmente estos dictámenes parecen ridículos, en ese entonces fueron muy necesarios: sólo esa muletilla admitía discutir a Kafka. Presentárase con convicción o guiñando el ojo, el testimonio de que el escritor hasta entonces proscrito o callado fuese un humanista despejó el camino para reflexiones ulteriores.
 A manera de resumen, más tarde se hizo la siguiente declaración:
 La conferencia se esforzó por lograr una aclaración ideológica de los problemas literarios relacionados con la obra de Kafka. Algunas ponencias plantearon asimismo, naturalmente, preguntas referentes a la política cultural de ciertos países, sobre todo la cuestión de si deberían editarse las obras de Kafka. El intercambio de opiniones fue provechoso también a este respecto, aunque la conferencia desde luego no gozaba de la autoridad como para participar en la solución de estos asuntos, ni podía tenerla.
 El posterior destino de algunos asistentes a la conferencia pone de manifiesto las conmociones que han afectado al comunismo desde entonces. El presidente de la misma, Eduard Goldstücker, lo fue también de la asociación checoslovaca de escritores durante el efímero periodo de Dubcek; actualmente vive como emigrado en Inglaterra. El austríaco Ernst Fischer fue expulsado del Partido Comunista de su país por protestar contra la ocupación de Checoslovaquia. Roger Garaudy tuvo que abandonar el Partido Comunista de Francia por decisión de su Comité Central.
 Para finalizar su intervención, Garaudy cita un diálogo entre Kafka y Gustav Janouch, amigo de éste, sobre Picasso. Con motivo de la primera exposición cubista en Praga, el amigo dice: "Es un deformador petulante." Y Kafka replica: "No lo creo. Sólo hace constar las desfiguraciones que aún no penetran en nuestra conciencia: el arte es un espejo que 'se adelanta' como un reloj... a veces."
 La comparación entre Picasso y Kafka no tuvo eco en las otras ponencias. Ninguno de los participantes deseaba ir tan lejos. Fueron más frecuentes los intentos de demostrar una temprana relación del joven Kafka con el socialismo. Una y otra vez se aseveró que Kafka había logrado, especialmente, revelar la enajenación del ser humano dentro del sistema capitalista. La crítica burguesa del oeste fue censurada por mistificar a Kafka y suprimir su posición crítica ante la sociedad.
 A esto, el filósofo polaco Román Karst respondió en la siguiente forma:
 "...la crítica burguesa ha sido acusada de falsear el sentido de la obra de Kafka; es más, incluso se afirma la necesidad de defender a Kafka contra ella. Tales asertos olvidan, sin embargo, que durante muchos años después de la última Guerra Mundial no escribimos una sola palabra sobre Kafka, sino que lo callamos. Muchos nos han exhortado a leer de manera racional a Kafka; pero ¿es posible siquiera leer racionalmente a un novelista? En mi opinión debe ser leído y, sobre todo, impreso.
 Ernst Fischer, por su parte, pidió una aplicación práctica al socialismo:
 Kafka es un novelista que nos atañe a todos. La enajenación del ser humano, pintada por él con máxima intensidad, alcanza dimensiones monstruosas en el mundo capitalista. Sin embargo, el mundo socialista no la ha superado tampoco, de ningún modo. Vencerla paso a paso, mediante la lucha contra el dogmatismo y el burocratismo, en nombre de la democracia, la iniciativa y la responsabilidad socialistas, constituye un proceso que tomará mucho tiempo y representa un enorme cometido. La lectura de obras como El proceso y El Castillo es indicada para contribuir a la solución de dicha labor. El lector socialista hallará en ellas algunos trazos de su propia problemática y el funcionario socialista se verá obligado a presentar argumentos mejor documentados y diferenciados con respecto a muchas cuestiones.
 El publicista y traductor Alexej Kusák, de Praga, se adelantó un paso más:
 Sobre todo el hecho de que Kafka sea también el narrador de nuestras absurdidades, de que las situaciones kafkianas sirvan como modelo de ciertas circunstancias que en los países socialistas conocemos desde la época del culto a la personalidad, habla en favor de Kafka y de su capacidad genial para tipificar, o sea, de su método artístico, el cual lo puso en condiciones de reconocer que determinado grado de opacidad en las relaciones sociales y el absolutismo del poder institucional engendran, día con día, situaciones absurdas en las que inocentes son acusados de crímenes que no cometen...
 Otras colaboraciones llegaron al extremo de comparar al siempre activo, insistente y ambicioso agrimensor K. de la novela del Castillo, que a veces llega incluso a las manos, con el pasivo, huidizo y evasivo Josef K. de El proceso, equiparación que adjudica al agrimensor un papel de precursor o revolucionario. Goldstücker sugiere que en el agrimensor se vea al repartidor de tierras. Con razón se levantaron protestas contra este intento de sacar provecho de Kafka, para el uso doméstico del comunismo, no sólo como humanista sino también como revolucionario. Franz Kafka no se deja asignar a ninguna ideología; previo la evolución de todas las corrientes ideológicas de sus tiempos.
 En su biografía de Kafka, Heinz Politzer cita un acontecimiento del año 1920 incluido en las Gespräche mit Kafka [Conversaciones con Kafka] de Gustav Janouch. Los interlocutores se topan con un grupo de obreros que, cargados de banderas y estandartes, salen de una asamblea. Kafka dice: "Esa gente tiene tanto aplomo, seguridad de sí y buen ánimo. Domina la calle y por consiguiente cree dominar al mundo. En realidad se equivoca. Detrás de ellos ya están los secretarios, los funcionarios, los políticos, todos los sultanes modernos para los que preparan el camino al poder. Y cuando Janouch pregunta, a continuación, si Kafka no cree que vaya a difundirse la Revolución rusa, éste contesta: "Cuanto más se extiende una inundación, menos profunda y más turbia se vuelve el agua. La revolución se evapora y sólo queda el fango de una nueva burocracia. Las ataduras de la humanidad vejada son de papel oficio."
 Alguien que habla así no sacará ningún mito progresista del apremiante proceso de la historia, sino que la sufre. El concepto que Kafka tuvo del mundo era ca-tastrofista. De ello también se habló, en forma contradictoria, durante la conferencia del castillo Liblice. Al fin y al cabo, se trataba de preparar una nueva fase histórica después del pretendido término del estalinismo: dentro de un "comunismo humano", tal como aspiraban a él los reformadores checoslovacos de la "primavera de Praga", también Kafka, interpretado de una o de otra manera, debía ser posible.
 Ya es un lugar común denominar "kafkiano" al mundo de los trámites administrativos, a la reducción de la existencia humana a un expediente de actas y al despliegue de la burocracia y la corrupción. El cuadro exacto de la jerarquía burocrática y el contraste, que una y otra vez adquiere trazas de metáfora, entre el celo burocrático y una negligencia dedicada sólo a alborotar el polvo de las actas, ese mundo constituido totalmente de papel y construido de palabras que cobra realidad para el lector mediante la novela de Kafka El Castillo, admite la comparación con una realidad ajena a la literatura. No obstante, al mismo tiempo la obra de Kafka se reduce si en su conjunto es limitada a esta única interpretación, según la cual el agrimensor K. lucha contra un mal doble: la burocracia y la corrupción. Cor fundamentos igualmente justificados es posible interpretar la actividad del agrimensor como una búsqueda de Dios y de la verdad. El Castillo, que en su impenetrabilidad permanece inalcanzable, puede ser entendido como metáfora del concepto teológico de la misericordia. Asimismo, de la novela El proceso el lector pudiera derivar, pese a que el libro recrea el aparato triturador de la justicia terrena hasta en sus más terribles detalles, una divina instancia suprema. Al agrimensor K. le han sido atribuidos rasgos fáusticos. Y si se subordinara la obra de Kafka al concepto "laberíntico", sería posible respaldarlo en forma concluyente con los términos de la mística judía. El gran número de interpretaciones posibles, incluso las extravagantes, sólo pone en evidencia que las obras literarias —como toda obra artística— poseen y deben poseer significados múltiples, porque no obedecen a los ritos de la lógica sino a las leyes de la estética.
 El afán de la interpretación única, correcta y de valor universal, se debe, la mayoría de las veces, a exigencias ideológicas o morales. En todos los lugares donde hay una sola forma de existir, con todo y una doctrina y moral de la verdad, surge también la pobre urgencia de una única interpretación cierta de las obras artísticas. (Allí, el arte es la vaca que se ordeña. Y lo que produce, aunque tenga un sabor amargo, debe corresponder a la idea común de la leche.)
 Por lo tanto, mi intento de interpretar la novela El Castillo de Franz Kafka, de manera particular en relación con la burocracia total, sólo se refiere a un aspecto parcial en la obra de este escritor. El hecho de que dicho aspecto parcial puede documentarse queda comprobado no sólo por el desarrollo de la trama, saturada de detalles, sino también por la retoñada realidad de nuestro mundo actual, que diariamente vuelve a ganarse como calificativo el lugar común "kafkiano".
 Puesto que las burocracias del este y del oeste se igualan cada vez más, su pretensión total de dominio sobre el ser humano, como un ser definido mediante las actas, es expresada en una forma tan ubicua (y como fuera de todo control terreno) que les corresponde esa dimensión difusa, hasta trascendente, que no obstante puede denominarse divina y kafkiana.
 Pretendo afirmar que el orden fragmentario creado por Franz Kafka con recursos literarios, como la metáfora del Castillo, tuvo un carácter visionario, en cuanto a su significado burocrático trivial así como al teológico, en el momento de ser plasmado por escrito; ahora se ha transformado en una realidad ajena a la literatura. La visión fue alcanzada; la utopía, superada. En Praga y en nuestra propia casa, Kafka ha encontrado a sus ejecutantes.
 En todo el mundo se propagan las excrecencias burocráticas cuyo despotismo no sólo se sustrae al control democrático procurado aquí y allá, sino que también se cierra a toda razón sensata de ser. En su absurdidad, la burocracia de nuestros días se aproxima a Dios. Aunque fabricada y manejada por seres humanos, es superior a éstos en su funcionamiento espontáneo; y es sólo ahora, cerca de alcanzar la perfección, que muestra su modelo sobrehumano, que el autor Kafka debió representarse como algo real.
 Parece que la burocracia de nuestros tiempos ya no pertenece en suficiente grado a este mundo como para ser eliminada mediante reformas administrativas o, mucho menos, con un cataclismo revolucionario. Ya hubo intenciones semejantes. ¡Mayor cercanía al ciudadano! ¡Atreverse a una mayor democracia!, rezaban las consignas. Miles se levantaron en protesta para emprender la "marcha a través de las instituciones". ¿Dónde quedaron? ¿En qué oficinas empezaron a confundirse entre sí, como Sortini y Sordini?
 A más tardar desde la reciente ampliación de la potencia burocrática general por medio de la tecnología nos hemos percatado del peligro inherente a los todopoderosos aparatos, como conceptos objetivados de Dios. Ya no nos enfrentamos a inconveniencias burocráticas que con todo pudieran mitigarse, sino con el destino correctamente impuesto. Así, debemos someternos: en Praga o en nuestra propia casa. Así, nos atrevemos, en Praga o aquí, a protestar contra ese poder universal. Al igual que el agrimensor K., tratamos de descifrar la jerarquía de la administración del Castillo, de obtener la famosa "admisión", de entrar al Castillo... aunque sólo lo logremos por medio de sobornos.
 El Castillo se muestra benévolo con nosotros. Así como al agrimensor K. fueron asignados los llamados ayudantes, Jeremías y Arthur, a nosotros también nos conceden espías, en forma de micrófonos ocultos o la clásica pareja. Nos ayudan, son nuestros ángeles de la guarda. Se encargan de que no erremos en un sentido más elevado. Presienten nuestras acciones. Se alimentan con más datos referentes a nosotros de los que pudiéramos retener, en vista de la falta mortal de memoria que padecemos. Son una de las demostraciones divinas de benevolencia ofrecidas por la burocracia universal, con implicaciones vulgares y realistas y, a la vez, trascendentes.
 Puesto que los secretarios y los señores del Castillo de Kafka se quejan, como nuestros funcionarios de nivel inferior, medio y alto, de la carga y la responsabilidad que implica su deber burocrático —de la misma manera como el ciudadano afectado se queja de la protección y la pesada benevolencia de la burocracia— y, además, porque los funcionarios con deseos reformadores se empeñan, por iniciativa propia o a petición de los ciudadanos administrados, en reducir el tiempo de circulación de las actas, en fortalecer la jurisdicción administrativa a manera de contraburocracia, en humanizar los despachos oficiales con la ayuda de plantas de interior, en volver, de manera democrática, más transparente la actividad de los espías y en proteger nuestros datos, una vez recogidos, contra nosotros mismos y otros, es posible afirmar, con razón y sin admitir excepciones, que todos —los señores del Castillo y el agrimensor K., nuestros funcionarios medios y altos y los ciudadanos afectados—, todos los involucrados son trabajadores en la viña del Señor.
 Pues así quiere la burocracia, en Praga y en nuestra propia casa, que se le conciba. Aunque no podamos abarcar todo el conjunto —sea éste el que fuera: El Castillo o la viña o el Estado, con sus pretensiones absolutas—, formamos parte de él y se nos considera imprescindibles mientras sigamos trabajando en la viña del Señor. Debemos labrar y se nos permite quejarnos. Tenemos que guardar conciencia de nuestras relativas limitaciones; no todo el mundo puede saber y mucho menos hacerlo todo. Incluso desde una posición elevada, el conjunto a menudo resulta incomprensible. De ahí que ciertos encumbrados señores, de los que uno supondría que son poderosos y tienen todo bajo control, hayan sido capaces, últimamente, de hacer ademanes de impotencia.
 Hace poco, por ejemplo, se oyó al presidente del Consejo de Estado, Erich Honecker, exhortar a la burocracia de la otra nación alemana a ser, por Marx y Engels —y por el hombre socialista—, menos burocrática. Por supuesto, dicha exhortación quedó sin respuesta. Pese a la multiplicidad de sus formas, la burocracia no tiene boca.
 Y aquí, entre nosotros, el canciller y sus ministros se quejan elocuentemente de una impotencia que, si bien no puede compararse con aquélla, sí se le asemeja. Encuentran lamentable el hecho de ya no reconocer, simplemente, sus proyectos de canciller o de ministros, una vez que éstos son introducidos en la burocracia ministerial y devueltos nuevamente a ellos después del debido tiempo de circulación. Es cierto que la maquinaria aún funciona sin contratiempos, es más, con menos contratiempos que nunca antes, pero ya no de una manera conforme a sus instrucciones.
 Leemos, por ejemplo: en el fondo, el llamado decreto de radicales es nulo desde hace mucho tiempo. Sin embargo, la burocracia no quiere reconocer esta declaración de nulidad hecha por el poder gubernamental. En cambio, redobla los esfuerzos por realizar, hasta en sus últimas consecuencias, un decreto lanzado hace años, condicionado desde entonces en varias ocasiones y, finalmente, casi abolido. Salta a la vista que la burocracia se ha independizado. Hay que admitirlo, lamentablemente, por mucho que se aprecie la eficiencia de nuestros funcionarios.
 De esta manera, se habría identificado al culpable, si fuese posible dirigirle la palabra. Los poderosos se zafan del asunto: la burocracia tiene la culpa. Es la que convierte las leyes progresistas en su opuesto reaccionario. Constituye un Estado dentro del Estado. ¿No sería, pues, razonable y provechoso que el Estado constitucional introdujera al mayor número posible de radicales en el servicio público, a fin de acabar con ese Estado dentro del Estado?
 Hace diez años la gente estaba decidida, en Praga y en nuestra propia casa, a tomar por asalto los castillos burocráticos y vencer al Estado dentro del Estado. Recuérdese que la primavera de Praga tuvo su efímera correspondencia entre nosotros, en forma de la protesta estudiantil. En todas partes: París, Varsovia, Berlín, Praga, la "imaginación [aspiraba] al poder", se invocaba el "principio de la esperanza". No obstante, sólo en Praga la cosa no quedó en la protesta.
 A los pocos años de la conferencia literaria efectuada sobre Kafka en El castillo Liblice, primer impulso de una evolución trascendente, la primavera de Praga empezó a adquirir peso político. Coincidió con esa época mi primer viaje a Checoslovaquia, seguido por muchas visitas hasta el año siguiente a la ocupación. Más o menos por el mismo periodo también tuvo comienzo mi correspondencia abierta con el escritor checo Pavel Kohout, la cual fue publicada primero, bajo el título general "Cartas a través de la frontera", en el semanario Die Zeit y luego en el periódico Student de Praga.
 Era insólito el simple hecho de que un escritor comunista y otro socialdemócrata se tomasen la libertad, que debía ser natural, de entablar una discusión crítica y autocrítica en forma epistolar, teniendo como fondo político la era posestalinista de Novotny en Checoslovaquia y el paralizador desconcierto del Partido Socialdemócrata de Alemania dentro de la Gran Coalición que regía en ese entonces; refutaba la triste experiencia histórica que había hecho de comunistas y socialdemócra-tas enemigos a muerte. Por escépticas que fuesen las actitudes de Kohout y mías ante nuestras propias posiciones políticas y las del otro, las cartas no estaban desprovistas de esperanza: Kohout creía al comunismo susceptible de reformas; yo confiaba en la capacidad de los socialdemócratas para realizar profundas transformaciones y en una síntesis entre la democracia y el socialismo. Ambos opinábamos que dicha síntesis tenía futuro.
 Cuando se obligó a Novotny a renunciar, y con el comienzo de una nueva era bajo Alexander Dubcek, parecía que en Checoslovaquia, el único país comunista  con una tradición democrática, podría moverse la montaña y nuestras esperanzas hacerse realidad. Durante unos pocos meses se puso de manifiesto, en la vida cotidiana de Checoslovaquia, que la democracia y el socialismo se motivan solidariamente. Al parecer se habían sacudido el yugo de la burocracia ubicua del Partido. Todo el mundo hablaba abiertamente y ensayaba su libre expresión como un lujo desacostumbrado, la lucía en público y por ello creía haberse librado de los espías de siempre, condenándolos al desempleo. Con orgullo, si bien con un poco de incredulidad y asombro todavía, era demostrado recíprocamente que la libertad de opiniones y el comunismo no tienen que ser mutuamente excluyentes. Ya se conjeturaba que las otras naciones comunistas habrían reconocido la utilidad que una reforma de esta naturaleza pudiera tener también para ellas, cuando el comunismo propagado por los tanques de la Unión Soviética llegó a poner fin a este gran ensayo fundado en la teoría y, no obstante, espontáneo.
 Para formularlo con mayor precisión: dentro de la esfera del poder soviético el intento de rajar la estructura leninista-estalinista del comunismo dogmático y también, por lo tanto, la dictadura ejercida por la burocracia del Partido, fue reprimido violentamente; en el oeste, sin embargo, el impulso emanado de Praga sigue vigente hasta la fecha. Sin él, los partidos comunistas de la Europa Occidental se hubiesen desarrollado de manera menos concreta, con mayores diferencias en su relación recíproca, y no se hubieran desprendido de la influencia soviética. La manifestación y el fracaso del socialismo democrático en Checoslovaquia volvieron a poner delante de los ojos de los partidos socialistas y socialdemócratas de la Europa Occidental sus propias demandas, les fijaron una escala. Sólo la "nueva izquierda" —residuo de las protestas estudiantiles— se interesaba aún en la teoría y se desintegró en grupos y sectas; vana fue para ella la lección de Praga.
 No obstante, opino que todos los análisis de esos acontecimientos, desde los cuales han transcurrido, entretanto, diez años, seguirán siendo insuficientes si se limitan a buscar las causas de aquéllos en la esfera militar, económica e ideológica. Baso la conclusión de que Kafka ha hallado a sus ejecutantes en el incremento de poder de la burocracia. En forma anónima, tal como corresponde a su naturaleza, sobrevivió al cambio político en Checoslovaquia, de Novotny a Dubcek y de Dubcek a Husak. Inmediatamente, entró otra vez en funcionamiento. Es probable que ni siquiera haya suspendido su actividad durante el interludio democrático. En todo caso, se habrá permitido, como siempre le será posible, dejar la marcha en vacío, confiando en la imposibilidad de ser sustituida. Se traspasa, es independiente de la moda. La demanda perpetua de seguridad que tenemos los seres humanos alimenta sus órganos. Cada nueva ley —por bienintencionado que sea su deseo de simplificar las disposiciones de seguridad vigentes hasta ese momento— engendra nuevos departamentos administrativos que, después de fusionar las secciones nuevas con las más antiguas, se multiplican sin fin mediante la derivación de divisiones subordinadas y diarias pruebas de su utilidad.
 La seguridad social que necesita el ser humano, la cual a menudo ha ingresado al plano legal sólo después de décadas enteras de luchas políticas, exige organización, aparatos que funcionen y una operación regular, libre de valores ideológicos, para garantizar al individuo y a la sociedad la pensión, la educación escolar y vocacional y el sitio en la universidad, para asegurarlo contra enfermedades y accidentes, proporcionar el mínimo necesario para la existencia a los afectados por la pérdida de su empleo, defender a todo mundo, en términos generales, contra un gran número de peligros e incluso para ofrecer seguridad contra los enemigos del Estado y de la sociedad.
 Necesitamos, pues, la burocracia. De poder y querer deshacernos de ella, quedaríamos sin defensas, en el caos. Franz Kafka fue durante muchos años empleado e investigador de casos en la oficina para los seguros de obreros contra accidentes. Pese al agobio, apreciaba la utilidad de su trabajo en vista del gran número de accidentes sufridos por los obreros y la insuficiencia del servicio de seguros contra accidentes. De ser necesario, sería posible sustituir una fuente de energía faltante —petróleo o electricidad— por otra, pero nada serviría para remplazar una burocracia faltante, a menos que se propusiera como opción una burocracia nueva, más universal todavía, moderna y que racionalizara nuestra creciente demanda de seguridad.
 Por ese camino vamos. El tiempo de las oficinas con olor a enmohecido y de los estorbosos archiveros se acerca a su fin. En ocasiones se ha dicho, en defensa de la burocracia, que crea y conserva puestos de trabajo, pero en el futuro este argumento ya no podrá hacerse valer porque en el curso de la racionalización general, incluso en la esfera administrativa, con su alto número de puestos de trabajo, las computadoras grandes y minúsculas, los sistemas de almacenamiento de datos, las instalaciones electrónicas una y otra vez mejoradas, los centros de informática que trabajan por diversos medios de comunicación y los otros productos de la segunda revolución técnica remplazarán o, para decirlo en forma más agradable, liberarán a los señores y los secretarios del Castillo de Kafka y a sus sucesores, los empleados y funcionarios de la burocracia.
 Lo llamamos progreso y nos infunde un poco de miedo. Ciertamente, dichas evoluciones progresistas abolirán, y en parte ya lo están haciendo, nuestros conceptos consuetudinarios del trabajo como realización de uno mismo o como esclavitud; pero los trabajadores así "liberados", los empleados y los funcionarios se sentirán tan enajenados con este excesivo tiempo de ocio como antes en sus empleos acostumbrados. Peor aún: este cambio previsible, que no obstante habrá de tomarnos desprevenidos, no modificará el carácter de la burocracias En todo caso, será más perfecta. Se multiplicará, porque tanta inactividad en los complejos espacios de ocio requerirá ser administrada, asegurada y protegida contra los abusos. Las masas inactivas tienden a salirse fuera de control. Se apelotonan, son capaces de emociones irracionales. Ya que supuestamente han quedado sin rumbo fijo, es posible que busquen un sentido y se fijen objetivos fuera del orden legal. Mientras que el agrimensor K. arremetía inútilmente contra El Castillo, la masa K. podría tener éxito en su acción destructora y romper los aparatos que la liberaron.
 No obstante, la nueva burocracia se asegurará también contra estos peligros preprogramados: alimentará a la sociedad del ocio con efímeras razones de ser y permitirá, incluso, restringidos juegos revolucionarios; o bien, desarrollará ulteriormente el moderno Estado policiaco en un sentido orwelliano. Con toda seguridad, el oeste dominará más pronto la evolución del futuro, pero no es posible descartar la posibilidad de que el este, a pesar de su cerrazón ideológica, lo iguale en ello, aunque sea con el retraso de siempre. Al resto del mundo, sea de orientación occidental u oriental, no le quedará más que aprender de ellos e imitarlos, máxime cuando las masas asiáticas, africanas y sudamericanas todavía se encuentran desempleadas o en el estado liberado de acuerdo con la estructura tradicional; es decir, a causa de su demanda acumulada desarrollarán la clasificación administrativa, asegurada y afianzadora de las masas y, por consiguiente, la burocracia total.
 Esta dimensión futura ya se anuncia. Es inevitable para todas las ideologías. La pregunta de una alternativa sólo puede contestarse en forma radical, es decir, llegando hasta su raíz. El que desee sustraerse al sistema de seguridad de la burocracia deberá elegir, en lugar de la seguridad, el riesgo. El que elija el riesgo decaerá en el terrorismo o tendrá que disponerse a una larga y penosa lucha política. El que quiera el riesgo deberá empeñarse, como el agrimensor K. de Franz Kafka, en penetrar en un Castillo cada vez más lejano. El que actúe como el agrimensor K. pudiera llamarse Rudolf Bahro, quien escogió el riesgo. Puso por escrito lo que pasaba en El Castillo. No buscaba esa seguridad total. Se liberó de la oferta de esa seguridad. Ahora El Castillo cree tenerlo bajo llave. Pero con todo se hace oír. Es imposible tener sus palabras bajo llave. Su voz, empañada por el riesgo, se nos antoja conocida. Con la misma precisión, con la misma falta de seguridad, con la misma humanidad hablaron muchos hace diez años: en Praga y en Bratislava. El manifiesto de las dos mil palabras. Finalmente, dirigieron sus palabras contra los tanques.
 Hoy son los portavoces de la Carta 77 los que, como Rudolf Bahro, como el agrimensor K. de Kafka, han elegido el riesgo a pesar de la opción de la seguridad total. No importa que la novela El Castillo de Franz Kafka sea interpretada como auténtica imagen de la burocracia total o como metáfora de la verdad absoluta que debe buscarse: todos los aludidos se encuentran en camino hacia El Castillo. No sabemos si consigan llegar. Esta pregunta no ha sido planteada al riesgo. La novela de Kafka también quedó en el fragmento.
 Al echar una ojeada retrospectiva al 21 de agosto de 1968 no me interesaba redactar otro análisis más sobre las ya familiares estructuras del poder, ni un estudio que evaluara tan sólo el aspecto político e ideológico del comunismo de la reforma checoslovaca y su aborto, sino que en calidad de escritor tenía la intención de hacer girar mis reflexiones en torno a la conferencia realizada sobre Kafka en El castillo Liblice, la cual, si bien periférica, anunciaba la primavera de Praga. Por lo tanto, me quedaré con la literatura y sus efectos en esta última arremetida.
 El escritor Franz Kafka no sólo ha sido interpretado hasta volverse totalmente impenetrable, sino que también ha engendrado epígonos. Estos fenómenos fundados, por una parte, en su ambigüedad y sujetos, por otra, a la moda, no deben disfrazar el hecho de que algunos autores han logrado seguir los pasos de Kafka sin renunciar a su individualidad.
 El año pasado se publicó en la República Federal el libro Versuchte Nähe [Intento de cercanía] de mi colega Hans Joachim Schädlich. La delgada antología de cuentos no había encontrado editor en la RDA, y Schädlich emigró con su familia a la República Federal. Aún más que el relato que da el título al libro, la breve narración "Unter den achtzehn Türmen der María vor dem Teyn" [Debajo de las 18 torres de la María vor dem Teyn], escrita en 1971, nos muestra la forma modificada en que El Castillo de Kafka perdura hoy en día y la manera en que el servicio de seguridad del Estado se asegura de los ciudadanos que tiene a su merced, como burocracia y con la ayuda de la tecnología moderna. Con algunos cambios insignificantes, la historia podría llevarse a cabo en la República Federal, pero está ubicada en la Praga del 1968 y en Berlín Oriental: dos jóvenes ciudadanos de la RDA presencian el arribo de los tanques. Instalados debajo del arco de una puerta, contestan las preguntas de un reportero de la televisión occidental. Los espías de la RDA no pueden identificarlos: estaban con la espalda hacia la cámara; pero atraparon sus voces. Un dialecto matiza estas voces. Existen personas que estudian los dialectos. Por rendir un servicio a la seguridad del Estado, una de ellas está dispuesta, mediante grabaciones de las más diversas variantes dialectales, a confrontar, cercar y fijar en una población determinada las voces captadas. Después, resulta fácil encontrar a los dos jóvenes viajeros a Praga entre el conjunto de los pocos que fueron registrados en dicha población, arrestarlos e interrogarlos hasta que confiesan.
 Cito a continuación el octavo parágrafo del relato de Schädlich:
 Un supuesto portafolios cruza la puerta del instituto de la lengua vernácula. Siete armarios en un rincón bajo, abarrotados sin recelo con los productos de las extensas compilaciones efectuadas por conocedores aficionados al idioma materno, por el momento degeneran en siete factores de seguridad. Sobre 1 500 cintas y dentro de siete armarios sobreviven las arbitrariedades cometidas localmente —al norte, al este, al sur, al oeste y al centro— contra el resto de la lengua nacional.
 Unas manos comisionadas corren los pasadores en las cerraduras del portafolios, el pulgar y el índice derechos extraen de su custodia portátil una grabadora, dos voces atrapadas.
 La técnica adecuada induce a las voces a repetir opiniones de protesta; su capricho lingüístico los señala como habitantes de cierta región. ¿De cuál?
 Dos de los tres conocedores de lo vernáculo que se tienen a la mano no responden a las atentas exhortaciones, a las advertencias amables, a las encarecidas demandas.
 El tercero y el comisionado desdoblan el territorio de la nación asequible, deliberan con pericia sobre la ubicación de la zona buscada y cierran la trampa con un plumón azul. Abren los armarios llenos de la perecedera lengua, recorren la trampa a lo largo de los cortes frontales establecidos por las cajas en los armarios, comparan el idioma atrapado con los restos del lenguaje rural que la mitad del pueblo de buen grado dejó guardar en las cajas, desechan, confirman la orientación de la empresa y se aproximan, con base en sonidos imposibles de pasar por alto, a los habitantes de cierta región. De esta región. Más precisamente, de este distrito.
 En la novela El Castillo de Franz Kafka, en medio del ambiente pobre del pueblo, aparece al principio de la narración un teléfono, el único instrumento de naturaleza técnica. Está asignado a la comunicación con El Castillo.
 Hasta ahí habían llegado a comienzos del siglo. Hace diez años ya se sabía aprovechar grabaciones televisivas y magnetofónicas. Entretanto, hemos logrado mayores adelantos, tanto aquí como del otro lado. El agrimensor K. tiene que mantenerse al corriente. El Castillo no caduca.

Grass, Günter. Ensayos sobre literatura. Fondo de Cultura Económica, México, D.F.  1990. Traducción de Angelik Scherp.

JUAN GOYTISOLO – Hemingway va a ver corridas de toros



A lo largo del siglo XIX, pese a la diferencia abismal que aún separa España de los países industriales europeos, un vasto sector de la periferia española se dinamiza y asistimos a la lenta agonía de una clase parasitaria —con sus tabúes y prejuicios respecto al deshonor inherente al comercio y a los oficios técnicos y manuales— que, aunque suplantada por la nueva clase burguesa, se sobrevive a sí misma incrustándose en aquélla y contaminándola poco a poco con su incorregible inmovilismo. En la época de la restauración borbónica, el proceso de industrialización se acelera y el pueblo se «urbaniza», deviene proletario: la población de Bilbao aumenta un 300 %; Madrid y Barcelona, un 200 %. Cuando, a raíz de la guerra con los Estados Unidos, las industrias de Barcelona y Bilbao pierden gran parte de sus mercados ultramarinos, la crisis económica estalla y, simultáneamente al separatismo nacionalista de la burguesía catalana (y, en menor grado, de la vasca), se produce una violenta agitación revolucionaria en el nuevo proletariado urbano. Tras la Semana Trágica, que ensangrentó en 1909 las calles de Barcelona, la burguesía empieza a desconfiar de unos partidos políticos que se muestran incapaces de asegurar eficazmente su defensa, y cifra cada vez más sus esperanzas en una enérgica intervención del ejército. En 1917, éste aplasta el movimiento revolucionario inspirado en el ejemplo de los sóviets y, en 1923 —tras un período muy tenso de terrorismo y contraterrorismo—, el general Primo de Rivera suspende la Constitución e instaura un gobierno de semidictadura con el apoyo del rey, de la burguesía industrial y de los grupos políticos de derecha. De 1923 a 1930, España conocerá, en apariencia, una fase de relativa paz y sosiego que un ensayista contemporáneo describe en estos términos: «La coyuntura económica mundial, extraordinariamente propicia, de los años veinte favorece en España la continuación del largo período de prosperidad, y el avance económico es considerable en todos los dominios. Los índices de producción del año 1929 no serán superados, en conjunto, hasta muy avanzados los años cincuenta. Aunque con retraso, España sigue a Europa en su desarrollo económico. Poco a poco, va constituyéndose una infraestructura que impide considerarla como país subdesarrollado y que le ofrecerá una base razonable para su despegue económico futuro. En 1930 encontramos ya la España económica, con sus zonas industriales bien delimitadas en el norte y nordeste del país, con sus contrastes regionales acusados, con su estructura agraria inmovilizada y su red de transportes y de distribución comercial deficientes, pero reales». 
En la década de los happy twenties, España recibe la visita de un forastero cuyo nombre, desconocido por aquellas fechas, no tardará en alcanzar celebridad mundial en el campo de la literatura: me refiero a Ernest Hemingway. Cediendo, como en otros muchos puntos, a la contagiosa influencia de Gertrude Stein (quien, con su inseparable Alice Toklas, seguía por las distintas arenas de la Península las proezas de El Gallo y de Joselito), el novelista entonces en ciernes decide ir al único lugar en el que se podía observar a voluntad el juego de la vida y la muerte, en un momento en que, sobre casi toda la extensión del globo, habían cesado las guerras (era la época de los ilusorios acuerdos de Locarno, y sólo André Malraux presintió la aventura de la futura revolución china). George Borrow había ido a España con el propósito de difundir en ella la luz de las Escrituras; Hemingway irá a presenciar corridas de toros. En el primer capítulo de su obra Muerte en la tarde, el escritor norteamericano ha expuesto, en forma bastante convincente, las razones de su afición, afición tenida por bárbara en los países anglosajones, cuna, como es sabido, de la todopoderosa Sociedad Protectora de Animales: «Por observación, podría decir que las personas se dividen en dos grandes grupos: aquellas que, para emplear una terminología fisiológica, se identifican con los animales, esto es, se ponen en su lugar; y aquellas que se identifican con los seres humanos. Yo creo que quienes se identifican con las bestias, es decir, los amigos profesionales de los perros y otros animales, son capaces de mayor crueldad hacia los seres humanos que los que no se identifican fácilmente con los animales». Y, anticipándose a las objeciones moralizantes de sus compatriotas, Hemingway aclara todavía: «En lo que a mí concierne, en cuestiones de moral, no sé más que una cosa: es moral lo que hace que uno se sienta bien, es inmoral lo que hace que uno se sienta mal. Juzgadas con estos criterios morales, las corridas de toros son muy morales para mí; en efecto, durante estas corridas me siento bien, tengo el sentimiento de la vida y la muerte, de lo mortal y lo inmortal, y, terminado el espectáculo, me siento muy triste, pero a maravilla». 
El criterio es indiscutiblemente válido y, de acuerdo con él, las corridas de toros son a fin de cuentas, para mí, medianamente inmorales (luego aclararé mis razones). Viniendo de otro país y de otro tipo de sociedad, Hemingway examina la corrida desde un punto de vista puramente estético, con el despego y objetividad de un contemplador. La «sociología» de la corrida no le interesa o muy secundariamente. El espectáculo de un pueblo que libera en ella sus seculares inhibiciones y se inmoviliza en su ceremonial hierático con el narcisismo de quien contempla su propio ombligo le afecta, lógicamente, menos que a un español dotado de criterio moral y de reflexión (que también los hay, aunque muchos extranjeros piensen lo contrario). Para él, se trata, ante todo, de analizar la estética de la corrida independientemente de los demás factores (sociales, económicos, etc.), un poco a la manera de Thomas de Quincey cuando se entrega a su reflexión del asesinato «considerado como una de las bellas artes». Con ello no pretendemos sostener, ni mucho menos, que Hemingway profese el amoralismo irónico y agresivo del autor de Las confesiones de un comedor de opio. A pesar de su pregonado hedonismo, Hemingway no se aleja nunca demasiado de la moral judeocristiana y, en resumidas cuentas, su interpretación de la corrida es, fundamentalmente, de orden religioso —no al modo folclórico e ingenuo de Montherlant, sino con una reflexión que trasluce un conocimiento intuitivo de la espiritualidad española del Siglo de Oro. Cuando un hombre se rebela contra la muerte, dice en síntesis, asume con gusto el atributo divino de dispensarla: el orgullo propio de esta asunción —que hace del torero un émulo de Dios— constituye el fundamento de la corrida y es la virtud primordial de todo gran matador. Mientras los ingleses y franceses se preocupan tan sólo por la vida, los españoles —dice Hemingway— saben que la vida es lo que existe antes de la muerte; y tras establecer una distinción entre el carácter de gallegos y catalanes, de un lado, y el de los castellanos, de otro, escribe de estos últimos: «Piensan mucho en la muerte y, cuando tienen una religión, es una religión que cree que la vida es mucho más corta que la muerte. Con este sentimiento, ponen en la muerte un interés inteligente, y cuando pueden verla dar, evitar, rehusar y aceptar una tarde por un precio de entrada determinado, pagan con su dinero y van a la plaza». 
Al mismo tiempo que reivindica el orgullo un tanto metafísico del matador de toros, Hemingway estima que la belleza del espectáculo depende enteramente del honor del torero y analiza el pundonor español conforme a una óptica vecina a la de la casta cristiano-vieja de Castilla: «pundonor significa honor, probidad, respeto de sí mismo, valor y orgullo, en una sola palabra». Pero, curiosamente, al elaborar su interpretación personal de la corrida, Hemingway elude casi siempre su fundamento sexual. El aspecto sangriento y cruel de la fiesta de los toros —esa especie de animación interna, secreta, de frenesí esencial que acompaña siempre, de modo más o menos consciente, el espectáculo de la destrucción de la vida— había fascinado, en cambio, a Bataille y el episodio de la muerte de Granero —corneado en un ojo el 7 de mayo de 1922— le inspiró uno de los capítulos más fulgurantes de la bellísima Histoire de l'oeil, cuando sir Edmond, Simone y el narrador buscan y encuentran, al fin, un placer a la medida de sus deseos bajo el ardiente sol de las arenas españolas. 
A mi entender, los esfuerzos de Hemingway en crear una estética de la corrida tropiezan con un obstáculo insalvable: la corrida no es, ni ha sido, ni será nunca, un arte por la sencilla razón de que no actúa, ni puede actuar, de modo dinámico, revelador, perdurable sobre la conciencia del hombre. Cuando el lector menor de cincuenta años recorre, pues, sus descripciones (a menudo magníficas) de Joselito, El Gallo, Belmonte o Marcial Lalanda, no busca en ellos una fidelidad al modelo original (que no ha conocido y que desapareció sin dejar huellas), sino las manifestaciones de la personalidad o el talento o el arte del propio Hemingway. Lagartijo, Frascuelo y Guerrita son, hoy, tan insignificantes como un viejo automóvil fuera de uso: lo único que cuenta de ellos es la emoción que suscitaron en las crónicas de sus contemporáneos. Hemingway lo comprende así y escribe: «Supongamos que las telas de un pintor desaparezcan con él, y que los libros de un escritor sean automáticamente destruidos a su muerte, y no existan más que en la memoria de quienes los han leído. Es lo que ocurre con la corrida». Pero añade a continuación: «El arte, el método, las mejoras, los descubrimientos permanecen». Como los cantaores de flamenco y los bailaores, los toreros tienden a considerar su profesión como un «arte». En boca de Hemingway, la afirmación sorprende. Si nuestras palabras han de tener algún sentido, si nuestros juicios han de tener alguna solidez, no podemos otorgar el calificativo de «arte» a una actividad de un orden inconmensurablemente inferior. 
En los últimos quince años he visto bastantes corridas de toros y he conocido incluso algunos toreros (en el verano de 1959 acompañé a Hemingway de Málaga a Nimes, en la época en que él preparaba su Dangerous Summer) y, si mi experiencia vale algo, puedo afirmar que los matadores con quienes he tratado (excepto Dominguín) no escogieron el oficio más que para escapar a su primitiva miseria, y la presunta metafísica de la corrida les tenía perfectamente sin cuidado: su inteligencia, sus inquietudes, sus gustos, sus caprichos no diferían en absoluto de los cantores yeyés. Gracias a algunos de ellos pude ver al desnudo la personalidad del self made man español: su avidez sin límites y su desprecio, igualmente sin límites, por la masa de los que no han sabido triunfar. Hemingway fue sensible, sin duda, al ambiente corruptor del mundo taurino (versión hispánica de lo que denunciara Bogart en su famosa película sobre el boxeo), y en una de sus imaginarias conversaciones con la Anciana Señora, escribe: «De todos los asuntos de dinero que conozco, no he visto jamás otros más sucios que los de las corridas de toros. El valor de un hombre depende de la cantidad que recibe para lidiar. Pero, en España, un hombre tiene el sentimiento de que, cuanto menos paga a sus subordinados, más hombre es; y, por lo mismo, cuanto más reduzca a sus subordinados a una situación próxima a la esclavitud, más hombre se sentirá. Esto es particularmente verdad entre los matadores surgidos de las capas más bajas de la población». Si a este ambiente taurino (egoísta, vacío, sórdidamente interesado) añadimos la responsabilidad de las grandes ganaderías en el mantenimiento del actual sistema de latifundio (existen en Andalucía, Extremadura y Salamanca dehesas inmensas que pudieran dar trabajo a millares de campesinos sin tierras y se destinan, contra toda noción crematística, a la cría de toros bravos), será fácil comprender por qué, en la balanza de pros y contras, de contemplación y de acción, de estética y de moral, los factores enumerados en segundo lugar pesan mucho más que los primeros y que, contrariamente a Hemingway, la corrida resalte, para mí, bastante inmoral. 
Entre las masas de aficionados que llenan hoy las plazas de toros, el número de quienes pagan el precio de la entrada para vivir el sentimiento de la vida y la muerte, de lo mortal e inmortal, es apenas más elevado que el de los fieles que concurren a misa los domingos para meditar sobre el misterio de la Transustanciación; la inmensa mayoría va a plaza por curiosidad, para ver o ser vistos, atraídos por el ambiente y colorido del espectáculo y acaso —y de forma un tanto oscura— por las mismas razones que los protagonistas de Bataille: para dar rienda suelta a impulsos habitualmente reprimidos y por el placer inconfesado de ver correr sangre. Este aspecto de la corrida aparece hoy camuflado en los grandes cosos taurinos a fin de no chocar a un público compuesto, en gran parte, de curiosos, novatos y turistas. La fiesta nacional se comercializa de día en día y, conforme aumenta la frecuentación de extranjeros, el antiguo ritual se «civiliza» y se adultera. Pero Valerito, empitonado por el toro, no se equivocaba cuando, mirando al público que le había silbado momentos antes porque no se arrimaba suficientemente al bicho, repetía, antes de morir: «Bien, ya lo habéis logrado. Ya me ha cogido. Ya lo habéis logrado. Ya tenéis lo que queríais. Ya lo habéis logrado. Ya me ha cogido. Ya me ha cogido». Cuando Hemingway escribe «En la corrida, ninguna maniobra tiene por objeto infligir un dolor al toro. El dolor es un incidente, no un fin», sus palabras pueden aplicarse hasta cierto punto a las corridas europeizadas y compuestas de las grandes ciudades que atraen hoy a centenares de miles de turistas; pero no se ajustan ni poco ni mucho a la verdad, si las aplicamos a las ferias pueblerinas y encierros —no a los encierros turísticos de San Fermín, sino a los que sin propaganda ni bombo de ninguna clase se celebran, cada año, en diversas comarcas y zonas rurales de la Península (especialmente en Castilla, Valencia y Murcia). 
Al forastero que busque emociones fuertes y quiera comprender algunas de las coordenadas secretas de la corrida (la relación existente entre sacrificio y libido, impulso sexual y derramamiento de sangre) le aconsejo los encierros que durante los meses de agosto y septiembre se suceden, casi sin interrupción, en una serie de pueblos de la provincia de Albacete (Elche de la Sierra, Yeste, Paterna, Socovos). Allí, después de correr los toros por las calles, como en Pamplona, la muerte del bicho se oficia en un improvisado palenque de trancas y en ella participa el pueblo entero: mientras los torerillos aprendices ensayan sus inútiles pases de salón, los espectadores acometen al animal con gran variedad de armas y proyectiles: palos, estacas, piedras, botellas. Durante una hora y aún más, el toro tiene que soportar toda clase de ultrajes, agresiones y atropellos: un aficionado intenta vaciarle un ojo con una vara; otro le corta el rabo de un tajo con una cuchilla de carnicero; un tercero le asesta un golpe en el lomo con un enorme adoquín. Ocultas tras las talanqueras, las mujeres chillan de gozo y azuzan a los hombres con sus gritos. Cuando el animal se derrumba al fin y el matarife lo descabella, los mozos se precipitan a patear el cadáver, se revuelcan sobre él y embeben sus pañuelos en su sangre. La carne del toro se vende la misma noche en las carnicerías y recuerdo que, en una ocasión, a fin de no acumular un stock invendible, las autoridades del lugar aplazaron a última hora la muerte de uno de los bichos y ordenaron llevarlo al toril —ensangrentado, cojo, medio ciego— para torearle aún el día siguiente y asegurar el consumo normal de la población durante las fiestas. Como yo me inquietara un poco por el animal, prolongado así en vida por espacio de veinticuatro horas, me oí responder: —No se preocupe usted, hombre. El toril es muy cómodo, y el alcalde tiene dicho que le den pasto del bueno para que se regale. ¡El tío las va a pasar en grande! 
Entre sus explicaciones un tanto monótonas de los diferentes lances taurinos y sus vivísimos retratos de los matadores, Hemingway intercala, con prodigioso poder de síntesis, algunas descripciones de lugares que deberían figurar, sin ningún género de dudas, entre los mejores trozos de antología del paisaje español. Así, del verde oasis de Aranjuez, con sus «avenidas de árboles, como en lo lejos de las telas de Velázquez», y su plaza de toros, rodeada de mendigos y tullidos, en el terrible descampado abrasado por el sol: «La ciudad es Velázquez hasta el fin de los árboles, y Goya, de súbito, hasta la arena». O de ese impresionante aforismo de líneas que es Ronda, el lugar ideal en España, dice Hemingway, «para una luna de miel o una fuga. La ciudad entera, por más lejos que alcancéis con la vista en todas direcciones, no es más que un telón romántico... Si vuestra luna de miel o vuestra escapada no cuaja en Ronda, haríais mejor yéndoos... y comenzando uno y otro a buscar amistades, cada cual por su lado». 
Al mismo tiempo que la corrida y el paisaje español, Hemingway descubre los vinos de la Península. Su autoridad en la materia es indiscutible y poco hay que añadir a sus enjundiosas observaciones, compendiadas en el glosario que figura al final de Muerte en la tarde. No obstante, habiendo residido habitualmente en Francia durante los últimos años, en ella he formado mis gustos en materia de vinos y quisiera adoptar aquí, en la estimación de los caldos españoles, un punto de vista marginal y, si se quiere, afrancesado. Los vinos de la Rioja, por ejemplo, son tenidos, con razón, en la Península por unos de los mejores y más delicados del país; pero al catador francés le recuerdan en exceso su pertenencia a la familia de los Burdeos y preferirá, probablemente, otros caldos, menos refinados quizá, pero más originales. En España, el vino blanco más satisfactorio desde este punto de vista se encuentra en La Mancha (Valdepeñas) y Galicia (Fefiñanes); los rosados catalanes suelen ser discretos, pero no resisten la comparación con los franceses, marroquíes y argelinos (los de Cacabelos, en León, y Ceniceros, en Navarra, tal vez sean los mejores); el clarete es excelente y personalísimo en Valdepeñas, Albuñol, Quintanar de la Orden y algunas comarcas de Castilla; entre los tintos, mis preferencias van al Castell del Remei (Cataluña) y Benisalem (Mallorca). Los caldos de Jumilla (Murcia) y Cariñena (Aragón) son sabrosos, pero su excesiva graduación (de 13 a 18 grados) los descalifica para escoltar las comidas; servidos, en cambio, bien fríos, constituyen uno de los mejores aperitivos que conozco. 
Pero dejemos a Hemingway, el vino y los toros y volvamos la vista a España en el momento de la gran crisis económica mundial provocada por el derrumbe de Wall Street, y en vísperas ya de vivir la tragedia más honda y dolorosa de toda su historia. 

Goytisolo, Juan. España y los españoles. Editorial Lumen, Barcelona, 1969.

GASTON BACHELARD – La fenomenología de lo redondo




I
Cuando los metafísicos hablan poco, pueden alcanzar la verdad inmediata, una verdad que se desgastaría por las pruebas. Entonces se puede comparar a los metafísicos con los poetas, asociarlos a los poetas que nos revelan en un verso una verdad del hombre íntimo . Así, extraigo del enorme libro de Jasper Von der Wahrbeit este juicio breve "Jedes Dasein scheint in sich rund" (p 50) "Toda existencia parece en sí redonda." Como apoyo de esta verdad sin prueba de un metafísico, aduciremos algunos textos formulados en orientaciones muy diferentes de pensamiento metafísico.
Así, sin comentario, Van Gogh ha escrito: "La vida es probablemente redonda". (1)
Y Joë Bousquet, sin haber conocido la frase de Van Gogh, escribe:   Le han dicho que la vida era hermosa. No . La vida es redonda..."'
En fin, me gustaría mucho saber dónde ha podido decir La Fontaine: "Una nuez me hace toda redonda."
Con  estos cuatr texto d orige ta diferent (Jaspers, Va Gogh , Bousquet, La Fontaine), parece claramente planteado el problema fenomenológico. Habrá que resolverlo enriqueciéndolo con otros ejemplos, aglomerando otros datos, teniendo buen cuidado de reservar a dichos "datos" su carácter de datos íntimos, independientes de los conocimientos del mundo exterior. Tales datos sólo pueden recibir ilustraciones del mundo exterior. Incluso hay que cuidar que los colores demasiado vivos de la ilustración no hagan perder aser de la imagen su luz primera. El simple psicólogo sólo puede aquí abstenerse porque hay que invertir la perspectiva de la investigación psicológica. No es la percepción lo que puede justificar tales imágenes. Tampoco se las puede tomar como metáforas, como cuando se dice de un hombre franco y simple que es "redondo". Esta redondez del ser, o esta redondez de ser que evoca Jaspers, no puede aparecer en su verdad directa s que en la meditación s puramente fenomenológica.
Tampoco se transportan tales imágenes en no importa qué conciencia. Algunos querrán sin duda "comprender" cuando es preciso primero tomar la imagen desde su punto de partida. Hay sobre todo muchos que declararán, con ostentación, que no comprenden : la vida, objetarán, no es ciertamente esférica. Les sorprenderá que entreguemos tan ingenuamente al geómetra, a ese pensador de lo externo, el ser que queremos caracterizar en su verdad íntima. Las objeciones se acumulan por todas partes para interrumpir enseguida la polémica.
Y, sin embargo, las expresiones que acabamos de anotar están ahí. Están ahí resaltando sobre el lenguaje común , implicando un significado propio. No proceden de una intemperancia del lenguaje, ni de una torpeza de éste. No ha nacido de la voluntad de asombrar Por muy extraordinarias que sean llevan el signo de la primitividad. Nacen de súbito y quedan terminadas. Por eso, a mis ojos, estas expresiones son maravillas de fenomenología. Nos obligan a adoptar, para juzgarlas, para amarlas, para hacerlas nuestras, la aptitud fenomenológica.
Esas imágenes borran e mundo y carecen de pasado. No proceden de ninguna experiencia anteriorEstamos seguros de que so metapsicológicas. Nos dan una lección de soledad. Tenemos que tomarlas para nosotros solos un instante. Si se aceptan en su subitaneidad, se advierte que sólo se piensa en eso, que se está entero en el ser de dicha expresión. Si nos sometemos a la fuerza hipnótica de tales expresiones, he aquí que estamos enteros en la redondez del ser, que vivimos en la redondez de la vida como la nuez que se redondea en su cáscara. El filósofo, el pintor, el poeta y el fabulista nos ha dad u documento  d fenomenología pura nosotros nos corresponde ahora servirnos de ellos para aprender la concentración del ser en su centro; a nosotros nos incumbe sensibilizar el documento multiplicando sus variaciones.

II
Antes de presentar ejemplos suplementarios, creemos que conviene reducir en un término la fórmula de Jaspers para hacerla s fenomenológicamente pura Diríamos entonces das Dasein ist rund, la existencia es redonda, porque añadir que parece redonda es conservar una duplicación de existencia y apariencia; cuando lo que queremos decir es la existencia en toda su redondez. No se trata en efecto de contemplar, sino de vivir la existencia en toda su calidad inmediata. La contemplación se desdoblaría en ser contemplante y ser contemplado. La fenomenología, en el campo restringido en que la trabajamos, debe suprimir todo intermediario, toda función superpuesta. Para lograr la pureza fenomenológica máxima, hay que suprimir de la fórmula jasperiana tod lo que oculta el valor ontológico todo lo que complica su complicación radical. Sólo con esta condición la fórmula: "la existencia es redonda", se convertirá para nosotros en un instrumento que nos permita reconocer la primitividad de ciertas imágenes del ser. Una vez más, las imágenes de la redondez absoluta nos ayudan a recogernos sobre nosotro mismos, a darnos nosotros mismouna primera constitución, a afirmar nuestro ser íntimamente por dentro Porque vivida desde dentro, sin exterioridad, la existencia sólo puede ser redonda.
¿Será oportuno evocar aquí la filosofía presocrática, referirse al ser parmenidiano, a la "esfera" de Parménides? De una manera s general ¿puede ser la cultura filosófica una propedéutica de la fenomenología? No lo parece. La filosofía nos pone en presencia de ideas demasiado fuertemente coordinadas para que, de un detalle a otro, nos pongamos y nos volvamos a poner de continuo como debe hacer el fenomenólogo, en situación de partida. Si es posible una fenomenología del encadenamiento de las ideas, debe reconocerse que no podría ser una fenomenología elemental. Éste es el beneficio de elementariedad que encontramos en una fenomenología de la imaginación. Una imagen trabajada pierde sus virtudes primeras. Así, la "esfera" de Parménides ha conocido un destino demasiado grande para que su imagen permanezca en su primitividad y sea así el instrumento adecuado a nuestra investigación sobre la primitividad de las imágenes del ser. ¿Cómo resistiríamos a enriquecer la imagen del ser parmenidiano por las perfecciones del ser geométrico de la esfera?
Pero, ¿por qué hablamos de enriquecer una imagen, cuando la cristalizamos en la perfección geométrica? Podríamos dar ejemplos en que el valor de perfección atribuido a la esfera es totalmente verbal. He aquí uno que debe servirnos de contraejemplo en donde se manifiesta el desconocimiento de todos los valores de imágenes. Upersonaje de Alfred de Vigny, un joven Consejero, se instruye, leyendo las Meditaciones de Descartes: (2) "Algunas veces tomaba una esfera colocada cerca de él y haciéndola girar largamente bajo sus dedos, se sumergía en los s profundos ensueños de la ciencia.
¿Nos gustaría saber cuáles? El escritor no lo dice. ¿Acaso imagina que la lectura de las Meditaciones de Descartes puede ser ayudada si el lector hace girar largamente una esférula bajo sus dedos? Los pensamientos científicos se desarrollan en otros horizontes y la filosofía de Descartes no se aprende sobre un objeto, aunque fuese la esfera. Bajo la pluma de Alfred de Vigny la palabra profundo es, como sucede con frecuencia, una negación de la profundidad.
Por otra parte, ¿quién no ve que hablando de volúmenes el geómetra lo trata de las superficies que los limitan? La esfera del geómetra es la esfera vacía, esencialmente vacía. No puede ser un buen símbolo para nuestros estudios fenomenológicos de la redondez absoluta.

III
Estas observaciones preliminares están sin duda muy grávidas de filosofía implícita. Sin embargo, había que señalarlas brevemente porque nos han sido útiles y un fenomenólogo debe decirlo todo. Nos han ayudado a "desfilosofarnos", a alejar todos los arrastres de la cultura, a ponernos al margen de las convicciones adquiridas en un largo examen filosófico del pensamiento científico. La filosofía nos madura demasiado aprisa y nos cristaliza en un estado de madurez. ¿Cómo entonces esperar vivir, sin "desfilosofarse", las conmociones que el ser recibe de las imágenes nuevas, de las imágenes que son siempre fenómenos de la juventud de ser? Cuando se está en edad de imaginar, no se sabría decir cómo y por qué se imagina. Cuando se sabe decir cómo se imagina, ya no se imagina. Por lo tanto , habría que desmadurizarse.
Pero puesto que nos ha dad o —por accidente— un acceso de neologismo, digamos todavía, como preámbulo al examen fenomenológico de las imágenes de la redondez plena, que hemos sentido, aquí como en muchas otras ocasiones, la necesidad de "despsicoanalisticarnos".
En efecto, hace uno o dos lustros, en un examen psicológico de las imágenes de la redondez y sobre todo las imágenes de la redondez plena, nos habríamos detenido en las explicaciones psicoanalíticas y habríamos reunido sin esfuerzo un enorme expediente, porque todo lo que es redondo atrae la caricia. Semejantes explicaciones psicoanalíticas tieneseguramente una gran parte de validez. Pero ¿acaso lo dicen todo, y sobre todo pueden ponerse en el eje de las determinaciones ontológicas? Diciéndonos que el ser es redondo, el metafísico desplaza de golpe todas las determinaciones psicológicas. Nos libra de un pasado de sueños y de pensamientos. Nos llama a una actualidad del ser. A esa actualidad apretada en el ser mismo de una expresión, el psicoanalista no puede adherirse. Juzga dicha expresión humanamente insignificante por el hecho mismo de su extremada rareza. Pero es esta rareza la que despierta la atención del fenomenólogo y lo invita a mirar con mirada nueva la perspectiva de ser señalada por los metafísicos y los poetas.


IV
Veamos uejemplo de una image fuera dtodo significado realista, psicológico y psicoanalítico.
Michelet, sin preparación, precisamente en lo absoluto de la imagen, dice que   el pájaro es casi todo esférico". Suprimamos ese "casi" que modera inútilmente la fórmula, que es una concesión o una visión que juzgaría sobre la forma, y tendremos entonces una participación evidente en el principio jaspersiano de la "existencia redonda". El pájaro es para Michelet una redondez absoluta, es la vida redonda. El comentario de Michelet da al pájaro, en algunas líneas, su significado de modelo de ser (3. "El pájaro, casi todo esférico, es ciertamente la cima, sublime y divina, de concentración viva. No puede verse, ni siquiera imaginarse, un grado s alto de unidad. Exceso de concentración que constituye la gran fuerza personal del pájaro pero que implica su extrema individualidad, su aislamiento, su debilidad social."
Estas líneas aparecen también en el texto del libro en un aislamiento total. Se siente que el escritor obedeció también a la imagen de la concentración y que ha abordado un plan de meditación donde conoce "focos" de vida. Claro que se encuentra  por encima de todo deseo de descripción. También aquí el geómetra podría sorprenderse, tanto s cuanto que el pájaro se medita aquí en su vuelo, en su aire libre y que, por consiguiente, las figuras de flechas podrían venir aquí a trabajar de acuerdo con la imaginación de la dinamicidad. Pero Michelet ha captado el ser del pájaro en su situación cósmica, como una centralización de la vida custodiada por todas partes, encerrada en una bola viva, al máximo por consiguiente de su unidad. Todas las demás imágenes, procedan de las formas, de los colores o de los movimientos, adolecen de relativismo, ante lo que hay que llamar el jaro absoluto, el ser de la vida redonda.
La imagen de ser —porque es una imagen de ser que acaba de aparecer en la página de Michelet, es extraordinaria. Y por eso mismo, se considerará como insignificante. El crítico literario no le ha dado s importancia que el psicoanalista. Y sin embargo, ha sido escrita y existe en un gran libro. Adquiriría interés y sentido si se pudiera instituir una filosofía de la imaginación cósmica que buscara centros de cosmicidad.
Captada en su centro, en su brevedad, ¡qué completa es la sola designación de esta redondez! Los poetas que la evocan sin conocerse, se contestan. Así Rilke, que indudablemente no pensó en la página de Michelet, escribe: (4)

...ese nítido grito de pájaro
en el instante de nacer, reposa
inmenso como el cielo, sobre la selva marchita.
 Todo acude dócilmente a reunirse en este grito
Todo el paisaje parece reparar en él.

Para quien se abre a la cosmicidad de las imágenes, parece que la imagen esencialmente central del pájaro es, en el poema de Rilke, la misma imagenque en la página de Michelet. Está solamente expresada en otro tono. El grito redondo del ser redondo , redondea en cúpula el cielo. Y en el paisaje redondeado todo parece descansar. El ser redondo difunde su redondez, difunde la calma de toda redondez.
Y para un soñador de palabras ¡qué calma en la palabra redonda! ¡Cómo redondea apaciblemente la boca, los labios, el ser, del aliento! Porque esto también debe ser dicho por un filósofo que cree en la sustancia poética de la palabra. ¡Y qué júbilo docente, qué alegría sonora, la de iniciar la lección dmetafísicae ruptura co todos los "estar-ahí" diciendo Das Dasein ist rund. La existencia es redonda. Y luego esperar que los estrépitos de ese trueno dogmático se apacigüen sobre los discípulos extasiados. Pero volvamos a redondeces s modestas, menos intangibles.

V
A veces, en efecto, hay una forma que guía y encierra los primeros sueños. Para un pintor, el árbol se compone en su redondez. Pero el poeta reanuda el sueño desde s arriba. Sabe que lo que se aísla se redondea, adquiere la figura del ser que se concentra sobre sí mismo. En los Poemas franceses de Rilke vive y se impone de esa manera el nogal. También allí, en torno al árbol solo, centro de un mundo , la cúpula del cielo va a redondearse siguiendo la norma de la poesía cósmica. Así, leemos:

Árbol, siempre en medi
De todo lo que te rodea
Árbol que saborea
La bóveda entera del cielo.

Claro que el poeta sólo tiene ante los ojos un árbol de la llanura; no piensa en un ygdrasil legendario, que sería, él solo, todo el cosmos, uniendo la tierra y el cielo. Pero la imaginación del ser redondo sigue su ley: puesto que el nogal está, como dice epoeta, "orgullosamente redondeado", puede saborear "la bóveda entera del cielo". El mundo es redondo en torno al ser redondo.
Y de verso en verso, el poema crece, aumenta su ser. El árbol está vivo, pensante, tendido hacia Dios:

Dios va a aparecérsele
Y, para que esté seguro
Desarrolla en redondo su ser
Y le tiende sus brazos maduros.

Árbol que tal vez
Piensa por dentro.
Árbol que se domina 
Dándose lentament
La forma que elimin
Los azares del viento.

¿Encontraré otro documento mejor para una fenomenología del ser que a la vez se establece y se desarrolla en su redondez? El árbol de Rilke difunde, en orbes de verdor, una redondez conquistada sobre los accidentes de la forma y sobre los acontecimientos caprichosos de la movilidad. Aquí, el devenir tiene mil formas mil hojas, pero el ser no padece ninguna dispersión: si yo pudiera alguna vez reunir en una vasta imaginería todas las imágenes del ser, todas las imágenes múltiples, mudables que, de todas maneras, gustan la permanencia del ser, el árbol rilkeano abriría un gran capítulo en mi álbum d metafísica concreta.

1 Joe Bousquet, Le meneur de tune, p. 174.
2Alfred de Vigny, Cinq-mars, cap. XVI.
3 Jules Michelet, L'oiseau, p. 291.
4 Rilke, Obra poética, trad. E.M.S Dañero, p. 97.

Bachelard, Gaston. La poética del espacio. Fondo de Cultura Económica, México, 1967. Págs. 291-300. Traducción de Ernestina de Champorcin.

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