RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA - El doctor inverosímil (1921)

 


 

A los espíritus fervorosos y escogidos de Salvador Bartolozzi, José Bergamín y Rafael Calleja, a quienes primero conté las aventuras de este Doctor, en conmemoración de aquella noche tan nuestra, tan cualquiera, tan imperecedera, llena de prudencia, de comodidad y de distinción, en que aun —momento insuperable— no era pública —momento subsiguiente e insubsanable— la ilusión generosa y arbitraria de esta nueva ciencia.


 

 PRESENTACIÓN


EL acontecimiento es extraordinario. Suponen las experiencias de este doctor joven una nueva y bienhechora ciencia.

El doctor Vivar —apellido bien castizo que oponer al apellido extranjero que es de rigor en todo innovador— vive aquí, al lado vuestro, pared por medio de vosotros, en una calle pacifica y clara, arrinconado, desconocido, en una casa modesta, pero de alegres balcones de ingenuo mirar.

No hay una gran muestra atada al balustre. Sólo se sabe que vive allí el doctor cuando se le trata.

Toda la casa quiere estar muy cerca de la vida y quiere que se la deje observar pasando desapercibida.

Cuando miran los enfermos esta casa, ella influye en sus espíritus, les calma, les hace indudablemente buena impresión. Ya entran un poco curados en casa del doctor, curados por como pone en sus miradas un calmante la casa, sus alrededores, esa cosa de punto final y de limite que tiene y que él ha buscado a propósito.

Al atardecer nos reunimos y nos paseamos por la ciudad buscando los caminos en que la ciudad ni nos atropella ni nos abruma. Muchas veces entramos en un café, porque en los cafés se escabulle y se oculta uno un rato al Destino, injusto y precario que nos persigue en nuestra casa y en la calle. Si hubiese habido en tiempos de Caín un café discreto y disimulado como estos que nosotros escogemos, se hubiese podido ocultar hasta a la mirada de aquel ojo tan implacable.

A través de esa asiduidad con el doctor, durante la que día a día me ha ido contando sus ideas y los casos graves en que ha actuado de salvador, por fuerza le he exigido que me haga una relación sucinta de sus curas para darle a conocer.

—¿Por qué no lo haces tú que has oído mis confidencias —en cada ocasión? —me respondió él al plantearle mi deseo.

—¿Porque —le argüí— yo desfiguraría la sencilla razón en que se basan tus procedimientos, excediéndome como escritor en explicaciones y pinturerías. No sabría resistirme a mezclar elementos novelescos a una cosa tan real y tan sencilla como es tu ciencia. Es necesario que te des a conocer tú mismo. ¿Lo harás?

—Lo haré.

Y lo ha hecho. He aquí, después de esta ligera presentación, el relato emocionante y convincente que ha escrito el desconocido doctor Vivar, en cuya puerta hay cada vez más enfermos, habiendo habido días en que sonaba bajo sus balcones ese murmullo de los teatros cuando el gran pueblo pide que se asome el Rey Católico o el Condestable.

Aunque él espera, y no hace propaganda de sí por ningún medio, parece que es recomendado por devoción por aquellos a quienes curó. A veces parece como si los muertos matados a mano airada por otros médicos le recomendasen desde el otro mundo, dando fe así a los vivos, sugiriéndoles un “¡Ah, si yo le hubiera conocido!”, que les convence y hace que le busquen.

 LA REVELACIÓN

CUANDO yo, después de haber concluido mi carrera, pensaba, con una indecisión invencible, a qué especialidad me dedicaría, fui ayudante del protagonista de un suceso extraño, en cuyos momentos trágicos y desazonados tuve la revelación de lo que es mi originalidad.

Yo no acabo de comprender cómo curar a la vida de la muerte si ésta va abrazada a ella de modo indisoluble. Yo no acabo de ver separada la vida de la muerte, y por eso no tomaba ninguna decisión. Veía los detalles de una operación, el modo de calmar, la manera de recetar; sentía que yo podría hacer lo mismo en los mismos casos; pero nada, no veía lo que pudiera ser el golpe de inspiración y la originalidad, la manera radical de corregir la vida.

Aquellos momentos trágicos a que me he referido, y me lo revelaron todo, palpitaron alrededor de un íntimo amigo y condiscípulo, al que se le estaba muriendo su amante Pilar —Pili, según la llamábamos él y yo en la intimidad, como poniendo un beso en el punto de la segunda i, un beso a lo niña que era—. Aquella muchacha…, admirable pasión de mi amigo desde el tercer año de carrera, había sido para mí el primer ejemplo —ese primer ejemplo que asombra tanto— de un amor libre, un amor sin alardes, un amor lleno de seguridad, y de sinceridad, aun dentro de la modestia en que los amores parecen irrealizables.

Estaba muriéndose, porque por los procedimientos corrientes la habían conducido muy razonablemente, mi amigo de acuerdo con algún otro doctor, al momento desesperado del periodo agónico.

—¡Si yo hubiese inventado algo original, quizá la hubiese salvado! —gritaba él aquella noche decisiva.

Nunca he presenciado una disconformidad tan sentida y tan exaltada como la de aquel hombre. Recuerdo aún la fijeza de sus ojos, asomados a un horizonte enigmático, únicos ojos a los que he visto de un modo irresistible no parpadear.

La desusada atención que él ponía fuera de mi alcance, como leyendo un consejo lejano, me dio la sensación del poder extraordinario y llegué a tener fe en que hallaría un medio de salvar a Pilar. De pronto se levantó y me dijo:

—¿Me ayudarías a cometer un acto peligroso, aunque necesario en estos momentos extremos?… Acabo de ver lo que la salvará.

Ante la entereza con que se levantó sobre sí mismo, creciéndose, le contesté que sí.

Sin hablar más se fue un momento a la calle y volvió con dos prestigiosos maestros, a los que hizo certificar que aquella mujer estaba en el período agónico. Aunque muy extrañados por aquella salida, callaron ante la delirante actitud de su compañero, y en su lavatorio de manos, después del reconocimiento, pusieron un gesto de Pilatos.

Pilar parecía haber escuchado el parecer de los doctores y plegar más la boca y estar más desmayada aún al saber que tenía que morir. Ya tenía la amarillez de los muertos de un día, y el ligero bozo hacia sobre su labio una sombra acerba. Las pestañas parecían haberla crecido y daban a su rostro una morenez soñadora, que parecía haber profundizado con exagerados y sabios toques de tocador, abusando del negro lápiz.

Cuando nos hubimos quedado solos, mi amigo preparó una cama como para una operación, quitando las almohadas y extendiendo sobre ella un hule blanco. Se lavó las manos con sublimado y me las hizo lavar a mí. Nos remangamos, desnudando los brazos. Me dio un delantal y se puso él otro. Encendió la lámpara de alcohol, cuya llama misteriosa y como embrujada nunca me ha impresionado tanto, porque en aquella ocasión fue como encendida en vano, como una evocación de los espíritus o del ser poderoso que hacía morir a Pilar, como una lamparilla al Cristo de los incurables. Preparó en una mesa todos los elementos necesarios para una operación. Cambió la bombilla por otra potentísima y la quitó la pantalla de enfermo que dejaba a Pillar en una semioscuridad aliviadora. Nunca he tenido una emoción tan trágica y deslumbradora como la que preparó aquel golpe de luz. La vimos lívida, casi muerta, como no lo sospechábamos, tanto, que nos quedamos atónitos, quietos, inútiles como figuras de piedra de su mausoleo. El, sin embargo, recobró el vértigo y la vehemencia con que estaba cuidando los preparativos de la miisteriosa operación, y me dijo, mientras esterilizaba una de esas anchas lancetas que hacen heridas tan perfectas:

—Voy a herirla profundamente en una pierna. ¡No veo otro medio de probar a salvarla!

Aquella declaración inesperada me despertó sobre lo que es la originalidad y el poder del espíritu hasta en la profesión que parece más necesitada de disciplina. Sin embargo, a la vez que una franca confianza en su genialidad, sentí temor por aquella mujer, dándose el caso curioso de que, aunque la veía morir, aunque comprendía bien que, después de todo, nada la podía pasar peor que morir, como ya estaba, indudablemente, muriendo; sin embargo, me pareció que aquel rapto de su amante la ponía en un trance de mayor peligro. Confieso que aquella fue mi última flaqueza.

Vi que iba a hacer algo, y que se debe hacer algo con los moribundos, haciéndoles objeto de cien ensayos diferentes, ensayos violentos, desesperados, macabros si se quiere.

La lanceta brillaba como un puñal en el veladorcito, y el paquete azul del algodón tenía enconada su cruz roja.

La habitación iba tomando el aspecto de una casa de socorro cuando se cura en ella a la victima del crimen pasional.

El reloj daba golpes de impaciencia en su caja, como si el tiempo estuviese nervioso, impaciente» y alguien diese golpes con los nudillos en la puerta, queriendo entrar.

Trasladamos a la moribunda a la cama preparada, y, después de desnudarla, me hizo él una seña de que iba a herirla… Como quien acomete a la mujer en la pasión, con el mismo anhelo supremo, como quien la da una prueba absoluta de sí, la hirió profundamente. Saltó la sangre como no lo esperábamos, como si hubiésemos estado embaucados por esa superstición que hace pensar que el moribundo ha perdido la sangre.

Aquel espectáculo de ver correr su sangre nos animó ya, como si aquello nos confirmase en nuestra esperanza de salvación. Se movió un poco la pobre inmóvil y dio un “¡Ay!” lleno de un dolor imposible, que oímos arrobados, como si hubiese sido un agradecido “¡Ay!” de placer. El, con los brazos cruzados y la lanceta-puñal en la mano, miraba sensualmente la herida viva.

—Ya es bastante que haya vuelto a encontrar la voz —me dijo sin mirarme—. Ahora hay que procurar que no retroceda… Hay que dejarla sufrir un rato… La sangre muere en el corazón, y esta hemorragia, lejos de él, ya es una probabilidad de resurrección…

El rostro de Pilar tuvo pequeños tiks, imperceptibles electricidades que luchaban con una pereza tremenda y pesada que no la dejaba despertar. Nosotros apreciábamos fijamente lo inapreciable: pequeñas fosforescencias en su frente, pequeños hormigueos en sus mejillas, anuncios de miradas cegadas por los párpados; un sueño confuso en que revivía su imaginación, un movimiento de su garganta como de tragarse algo.

En su desnudo rígido y extendido, como en la sala de disección, denotaba una gran vida la sangre caliente, brillante, fluida que manaba de ella.

Era como la herida de un Cristo aquella herida suya en la pierna. Todo el resto de sus puntos de color languidecía, y en sus pezones, por ejemplo, había una roseta descolorida, más rosa que roja.

La boca, reseca, hacía esos burbujeos con los labios de lo que va a destaponarse. Se veía en ese burbujeo que su vida había estado perdida, escondida, muerta en lo más recóndito de ella, y que ahora iba volviendo a revelarse.

Aun estando inmóvil su cuerpo —¡qué feas son siempre las rodillas, y cómo vuelven a la realidad frente a la belleza!—, había todo a lo largo de él latigueos, temblores, culebreos como de las cosquillas, que la hacía la vida para despertarla. Los puntos blancos y las sinuosidades más blancas de esas cosquillas animaban su cuerpo.

Hubo un momento —lo he de confesar todo— en que dudé al ver en su suave rostro los rasgos de un vivo y claro dolor que borraba aquella dulzura de irse a dormir que había dado a su rostro el mimo de la muerte; dudé si habríamos obrado bien salvándola.

Mi amigo calculaba sólo la cantidad de dolor que la era necesario, y cuando consideró que había llegado la ocasión, me exigió que la hiciésemos la primera cura.

¿Y para qué contar más detalles? El resto fue sencillo y lógico, como lo es la llegada de la mañana, después de ese momento indeciso, inesperado, penoso y difícil del alba. Consistió en curar la hermosa y perfecta herida de aquella mujer salvada a la muerte.

Así, ante aquel rasgo audaz que desconcertó toda mi ciencia aprendida en los libros, aprendí esta ciega confianza en los caminos inexplorados a que me lancé desde entonces, y en los que, si bien no necesito recurrir a extremos sangrientos, me guío por la misma espontaneidad y buena fe. De entre todos los ensayos que he hecho por esos caminos libres, no voy a escoger ni los primeros ni los últimos. No quiero hacer preferencias. Contaré algunos de los muchos que he resuelto: los primeros que vaya recordando a través de estos días.

 MI PRIMA

SOBRE mi familia, más que experimentos, he hecho observaciones. La familia no cree en el pariente doctor, y mucho menos cuando el doctor tiene cierta fama de extraviado y de extraño.

Entre las observaciones que fácilmente se hacen en una familia burguesa está la de esa vesania por la que asisten con verdadera complacencia, con inmoderado entrometimiento a los parientes enfermos cuando se enteran de que están moribundos. En su normalidad quizás no les visitaban nunca, quizás les tenían envidia o les odiaban, y, sin embargo, cuando están graves, sin variar el juicio que sobre ellos tienen, aprovechándose de la fiesta y la victoria que les ocasiona su enfermedad, se mueven a su alrededor con una perversa y deshonesta complacencia.

¿Por qué no fueron bondadosos y justos cuando el enfermo era dueño de su cabal salud? ¿Cómo es que si el enfermo moribundo se salva, se vuelven fríos con él, y resulta que no fue ni perdón ni amor lo que les mantuvo alrededor de su lecho, sino gusto de la muerte, alegría disfrazada, sadismo, disimulada voluptuosidad? Odio a esas gentes; me parecen las más aciagas, las más impúdicas, las de más agudas malos instintos. Yo tengo, sobre todo, una prima que es el caso más singular de esa manía persecutoria. La encuentro siempre en la alcoba o en la capilla ardiente del pariente grave o del pariente muerto. Es la primera en ir y la última en marcharse.

Huele el cadáver desde lejos, como una perra de caza para cobrar las piezas muertas y perdidas entre los matorrales.

Se cuenta de ella, como si eso fuese algo meritorio y admirable, que un día, cuando nadie se acordaba de tío Paco, ella dijo de sopetón:

—¡Tío Paco ha muerto!

Y tío Paco había muerto en aquel momento aquel día. En aquel momento debió de parecer la telegrafista de la telegrafía sin hilos, que oye que en el momento de hundirse el barco la piden auxilio, o ya que no auxilio, se despide del mundo el operador de T. S. H., en nombre de toda la tripulación.

De los vivos, en cambio, no tiene noticia ninguna, y por eso no es telepático precisamente su caso, sino ejemplo de algo más enconado y mortuorio.

Se apodera de las casas en esos momentos en que, todos debilitados, olvidan hasta en dónde están sus llaves y no pueden cerrar sus manos sobre nada. Ella abre los armarios, revuelve en las ropas, oye las consultas de los criados, que no se atreven a preguntar a los señores, tan embargados por el dolor, y en la hora de la comida es la que señala a todos el camino del comedor y dice de un modo inexorable:

—Hay que comer… Hay que comer…

Un día la tocó a ella caer enferma, y mis tíos me llamaron. Los médicos de la casa no acertaban la enfermedad, y entonces, en familia, se habían acordado de mí, que era el doctor de los casos desesperados y oscuros.

Estaba verdaderamente enferma, y lo peor del caso es que su mal progresaba sin tino. La antipatía de verla siempre como amortajadora cedió un poco al verla tan enferma. Además, al ver su descote sexual en medio del descorrido de las ropas blancas, comprendí que algo superior a ella, la carne, tan sincera bajo todas las insinceridades, me exigía que la curase.

La observé con todo deseo de conocer la causa de su mal. Dudé si mi antipatía enturbiaría mi juicio, y pensando en el “por qué” de esa antipatía, vi claro, vi en medio de ese relámpago que me anuncia los diagnósticos y deja hecha la luz sobre ellos; vi que de esa afición ruin que me la había hecho repulsiva procedía su mal. Me acordé que ocho días antes, en el pésame de una lejana parienta nuestra la había encontrado llena de una falsa locuacidad, como embriagada.

—¿Desde cuándo está enferma? —pregunté.

—Al día siguiente de enterrada Soledad entró en cama, me contestaron.

Sin duda, era aquello. Asistiendo a la muerta de un modo abusivo y vicioso, se la había declarado esta enfermedad, aunque el mal venía de muy atrás, de otras promiscuidades con otras muertes Sin duda, era su enfermedad contagio de moribundo, tratado sin la suficiente higiene y bondad en el corazón, sin la suficiente limpieza y castidad, contagio de la muerte por haberse promiscuado demasiado con ella. Una fea enfermedad, muy indecente y muy innoble… ¿Pero cómo curar eso?

Desde luego no había más que el medio de abordarla haciéndola avergonzarse de su dudosa caridad, —haciéndola reaccionar de ese modo. Así lo hice. La hablé con el apasionamiento con que hablo en esos momentos y con la claridad fervorosa con que la realidad me exalta. La dije que aquélla no era una caída desesperada; pero que si continuaba su conducta, bajo el aspecto de una enfermedad, que podría llamarse H o B, quizás encontrase la muerte, una muerte que no se la habría ocasionado sino la misma muerte sin otro contagio específico ni ocasional.

“Aun suponiendo que la contagiadora o el contagiador de tu muerte —la dije— hubiese muerto de una enfermedad de las que no se contagian, habría que achacárselo a él, porque él fue el que te pegó la muerte.

Los muertos —la repetí con insistencia— tienen unos deseos muy justificados de llevarse a todos los que pueden… Como todos los enfermos, como los más terribles de los enfermos, no tienen miramiento; su egoísmo es más fuerte que nada.

Te gusta ser la dominadora en las casas atribuladas; quieres ganar de esas indulgencias que se ganan con esas cosas; quieres domeñar a todos, ser necesaria, ser visible; no tomar tu sitio oscuro y sencillo, en el que podrías ser más bondadosa y más generosa con los vivos de lo que eres, pues sé que tercias en todas las cuestiones para agravar las faltas y hundir a los simpáticos”.

Noté que tanto ella como sus padres y tías no aceptaron muy gustosos lo que dije; pero bajo la hipocresía de aquella actitud sentí que había atacado el mal y lo había disuelto, porque mis palabras, como las medicinas de uso interno, hacen su efecto oscura y sordamente en el fondo de mis enfermos.

Así curé a mi prima, aunque el curarla me costó reñir con ella y con sus padres definitivamente.

 

 LOS GUANTES VIEJOS 

AQUEL amigo mío se iba quedando deslanguido. Al darme la mano, todos los días me recordaba su debilidad, lo mortecino que estaba. Aquella mano se quedaba rendida en mi mano. No pesaba ni tenía esa bravura personal que se nota en las manos sanas. Sin embargo, él no se quejaba, porque, sin notar ningún dolor, no daba importancia a su flacura.

Nos veíamos en uno de esos cafés que siempre serán mi paraíso humorístico. Llegaba y se quitaba el sombrero, después el gabán y lo último los guantes, con ese alquitaramiento y esa lentitud con que se quitan y ponen los guantes siempre, como quien se despelleja con cuidado de no hacerse demasiado daño, o como quien se quita un parche poroso muy agarrado a la piel. Sólo los descuidados se los quitan como calcetines y los tiran como gurruños de dedos cortados, como ocarinas con cinco grandes agujeros.

Nuestros guantes toman, cuando se quedan solos y abandonados, gestos distintos: gesto de orador, un puro gesto de Demóstenes; gesto de pianista que toca; gesto —cuando caen reunidos por la muñeca y el uno boca arriba y el otro boca abajo— de preso al que llevan esposado al presidio; pero, generalmente, nos avergüenzan tomando una actitud lastimosa de pedir limosna, sobre todo cuando los ponemos sobre las mesas de los cafés…

Los guantes quieren andar, tocar por sí solos, y son manos cercenadas que quieren y no pueden.

El planchaba sus guantes de dedos rígidos y con automatismos de manos de autómatas, y los dejaba estirados, aplastados, dormidos, como las manos que oran y se juntan sin cruzar sus dedos.

Hablábamos de todo hasta más de la media noche, y, sin embargo, yo salía descontento, porque habiendo hablado de todo, y conociendo mi método, no me consultaba su caso.

Un día no sé por qué, quizás porque lo mejor para descubrir los misterios es dejar ir al pensamiento y a la mirada adonde quieran, me fijé en sus guantes. Aquella mirada me extrañó, y una mirada que nos extraña debe ser atendida. Los observé. Tenían esa aspereza y esa roña que, bajo una falsa etiqueta, tienen los guantes viejos, demasiado sobados, demasiado vividos, demasiado muertos. Mirándoles le pregunté:

—¿Cuánto tiempo hace que tienes esos guantes?

—Me da vergüenza decirlo… Pero hace ya tres años.

—No te los vuelvas a poner más.

—¿Por qué, si aún pueden servirme?

—Tíralos… Por estos guantes estás tan desmejorado… No hay nada que conserve tanto la corrupción del pasado como unos guantes de cabritilla demasiado anticuados, muy estirados, muy rugosos, muy herméticos… Y la corrupción del pasado es el peor influjo que puede sufrir la vida. Tíralos… ¿No les sientes pegajosos, ahogados, muertos, como manos de momia?… En su fondo está el pasado hipócrita como ellos… El pasado se corrompe y sienta mal, como un pescado pasado con la espina negra… Tíralos… ¡Si a lo menos tuviesen rotas las puntas de los dedos!… Pero ni eso… Conservan cerrada y oscuramente el pasado… Además, ¿para qué vas a seguir empleando esa prestigitación con que procuras, cuando los llevas puestos, que no se vea su negra y despellejada palma, así como, al quitártelos, los has de envolver el uno en el otro, muy apretados y muy engurruñidos, para que no se vea lo viejos que son?

—No me des más razones… Los tiraré… Ahora veo que me estaba engañando, que los llevaba con un secreto horror… Iba sacrificado a ellos… Es verdad, es verdad… Anticuaban mi mano…, infeccionaban de algo mi vida…, la cohibían. En cuanto salgamos los tiraré, porque tirarlos aquí sería como esperar que mañana me los devolviese el camarero, porque hasta para él son demasiado viejos y repulsivos…

—Hay cosas que deben morir con el año —le insistí yo—. Aunque quedasen nuevos unos guantes, nadie debería usarlos otro año, porque por ahí puede comenzar a pudrirse su vida, y por ahí se enlaza con el año pasado, completamente muerto y corrompido, verdaderamente corrompido y en descomposición como un muerto… Todos te hubieran recomendado bicarbonato y cola Astier. Yo, no. Yo buscaba tu mal en otra cosa, y te he acompañado estas noches a tu casa y te he confesado para saberlo, y hasta ver hoy tus guantes negros sobre la mesa, blanca como la luna, no me he dado cuenta. Abominables guantes… ¿Tú has visto las manos de los negros viejos? Pues se arrugan así; tienen esta vejez deplorable, parecen agrietadas… Pasa frió en tus manos, si no tienes para guantes… Ese frío te duchará, te despabilará, te hará hombre fuerte… Todo preferible a usar unos guantes cadavéricos, envejecidos, pochos…

—Hombre, hombre, no insultes más a mis pobres guantes… Los tiraré uno en cada calle para que no le sirvan a nadie… Son como esos arenques secos que venden en las tiendas de ultramarinos. Ahora lo veo. Son esos guantes con los cuales no puede nadie quedarse distraídamente, sino que hay que devolver en seguida… Gracias, gracias… Nos falta quien nos diga las cosas con oportunidad…

Al poco tiempo de haber tirado sus guantes volvió aquel amigo mío a tener su buena presencia natural. Unos guantes nuevos de color claro daban optimismo a su figura. Sus manos, con calzado nuevo, estaban alegres y señalaban el camino a alguien que se lo preguntaba.

 EL HOMBRE DE LAS BARBAS

ES necesario que en el trato con nosotros mismos nos portemos con una extremada sinceridad. Sino, peor para nosotros. Nos llegaremos hasta a matar, sin saberlo y sin que lo sepa nadie, irreparablemente.

Que no haya nada que se tuerza en nosotros. No seamos negados a una idea o a una espontaneidad nuestra. Trasluzcámoslo todo. Variemos de ideas, de expresiones, de todo tantas veces en la vida como el cuerpo varía de cuerpo.

De una torcedura, de una idea enconada, de algo que se quede retestinado, tumefacto, escondido en el fondo de nosotros puede brotar la enfermedad y la hetiquez que mata.

Aquel hombre de las grandes barbas morenas se estaba muriendo. No veía ya de muerto que estaba. Cualquier doctor hubiese dicho que se trataba de una enfermedad vulgar, pero fulminante. Yo le miré un gran rato, viendo en el rostro de aquel hombre la enfermedad, aunque sin encontrar la fórmula clara de ella. Indagué sus costumbres, anduve en su mesa de trabajo, revolví sus cajones. Nada. Aquel hombre era vano y mediocre. Entonces se me ocurrió preguntar sí tenía algún enemigo. Extrañó a su familia la pregunta, pero me dieron un nombre y unas señas.

Los enemigos de los hombres mediocres son sus mejores conocedores, además de ser sus más honrados críticos, porque supieron romper con ellos con una admirable intransigencia. Pensando en esto llegué a casa del “enemigo” y me hallé frente a él. El “enemigo” era un hombre sonriente, y por contraste con mi enfermo, un hombre de inmejorable salud, y por contraste también, de rostro claro y cándido, rostro en que todo es transparente y translúcido, estando muy rasurado, para consentir mejor el paso de la luz. Hay hambres no afeitados de un día que están viendo los brotes de su barba de dentro a afuera, o sea, que, estando ese defecto interpuesto entre ellos y su alma, empaña el cristal redondo y total de su rostro como si estuviese sucia la esfera de su comprensión.

Hablamos del pobre barbudo que se moría, y me dijo:

—Es un hombre que carece de sinceridad… Le odio por eso… Fuimos amigos en la Universidad… Entonces era un completo simple, que, conforme con esa cualidad, era simpático y jovial… Resultaba descansado y agradable ir con él, verle no comprender las cosas y portarse con un gran desparpajo… Pero un día se dejó las barbas, y eso le cambió radicalmente… Su cara de bruto llanote y franco adquirió con las barbáis un aspecto feroz y solemne, que enterró la ideal expresión de su rostro… El debió ver en el espejo aquel cambio y debió decidirse a explotarlo ya toda su vida como un ventajista repugnante… Desde aquella fecha se hizo insoportable, enconado, jesuita, conspirador, en una palabra: “insincero”. Entonces le abandoné riñendo definitivamente con él… ¿Le sirve de algo esta opinión?

—Es todo lo que yo podía esperar —le contesté—. La insinceridad es causa de muerte, pues aunque muchos hombres insinceros vivan muchos años, y hasta eso les sirva para llenar con mejores manjares su pandorga, todos ellos están próximos, preparados, predispuestos a una crisis, la crisis de la muerte, que provine siempre de un desarreglo así en la vida… Además, aun los que más viven, ¿qué más da que vivan mucho, si viven incierta y ahogadamente una vida ínfima?

—Pero aun sabido eso —me objetó el “enemigo”—, ¿qué va usted a hacer?

—Cambiarle de fisonomía, afeitarle completamente y, después de enseñarle en un espejo su rostro desnudo y reanimado, darle simples consejos sinceros para que reaccione. Rasurado, los aceptará con franqueza, y así saldrá del atolladero en que ha caído.

Noté cierta sonrisa encubierta en el “enemigo”. Pero me despedí, prometiéndole volver a su casa con el enfermo curado.

Ya en casa del barbudo, de nuevo me le quedé mirando un largo rato. Veía lo inverosímiles que eran sus barbas, que parecían haberle crecido en un momento de descuido como las hierbas silvestres de los tejados… Porque, ¿cómo, si lo hubiera podido precaver o notar, se hubiera podido dejar eso?

¡Pobre máscara para siempre! No podía respirar, ni ser verdadero, ni acertar en nada con barbas tan tupidas y descomunales. La barba me ha parecido siempre lo más prevalido, lo más arrivista, lo que más esconde la sinceridad, lo que permite ser dañino y malo al hombre que sin ellas no lo habría sido quizás.

¿Pero cómo le decía yo a un hombre con barbas que se quitase las barbas, que se las cortase al rape y después se diese con la brocha el jabón de los hombres rasurados?

Al hombre de barbas le dan instintos y ferocidades de león sus barbas. ¿Se lanzaría sobre mi con las barbas temblorosas y desmelenadas?

—Mi querido señor… Tiene que cortarse las barbas… Si quiere curar, no tiene más remedio que arrancárselas.

El hombre de las barbas me miró asustado, turulato, como si ya le hubiera cogido de las barbas en vez de cogerle por las solapas. Mirándome fijamente se llevó la mano a las barbas, a las que dio dos vueltas en ella, y así se quedó, meditando, mirando al suelo, reflexionando lo que debía contestarme.

En medio de lo triste que era la situación de aquel hombre que había creado todos sus intereses, SUS afectos, todo, con barbas, y que sentía el enorme conflicto de tenérselas que cortar, me estaba riendo, pensando, además, que me iba a salir diciendo, con una voz compungida y delgada como la de una mujer: “¡Pero déjeme usted llevar aunque no sea más que una perilla!”.

Sin contestarme, se levantó, se dirigió a su mesa y con las enormes tijeras de cortar papel se cortó las barbas. Le brillaban los dientes con una especie de sonrisa bastante lúgubre según iba cortando mechones. Sonaba a corte de cabellera de difunto cada corte dado en la barba, y como primero se cortó un lado que el otro, hubo un momento que le quedó un largo mechón de chivo o un excesivo brote de un lunar.

—El resto me lo hará dentro un rato mi peluquero… ¿Está usted satisfecho? —me dijo.

Yo le miré con simpatía. Era otro aquel hombre: era el hombre bobo, simple, pero nada más; con el que no se agravaba eso, insoportablemente, con la doblez, el mal genio y el mal olor de alma que despedía desde detrás de sus barbas. Sólo tenía de chocante y de enfermo aún, sus barbas de afeitado en la convalescencia.

—Ya ha entrado usted en la franca mejoría.

Nos despedimos; y cuando, a los pocos días, volví, me encontré con un hombre que resultaba como un condiscípulo de la juventud, y los dos nos dirigimos a casa del “enemigo”, pues él estaba lleno de deseos de hacer las paces con él. El “enemigo” nos recibió lleno de alegría y, al despedirme, me dijo:

—Sólo usted me asistirá en mis enfermedades.

A eso respondí yo, para ser justo:

—Amigo mío…, usted es sincero, parece usted un verdadero hombre de bien, un hombre exaltado y rebelde que no contraría a la vida, que se conserva en usted pura como el aire libre y ventilado… La enfermedad de usted no será de las que yo curo… Usted morirá, o de vejez, conclusión que deben saber acatar los que, como usted, han vivido lo bastante, o de epidemia o accidente fortuito, desgracias que no se corrigen por mis procedimientos, sino por otros medios usuales, cuyo único peligro es que son azarosos, condición inevitable e irreparable de la medicina concreta.

  

EL SABIO DOCTOR EN MEDICINA 

EL caso más interesante y complicado de los que he resuelto ha sido el de un Doctor de Medicina. No digo su nombre porque es el de uno de los más afamados y de los que más clientela tienen y le podría perjudicar esta confesión.

Una mañana me despertaron diciéndome que el gran Doctor me rogaba que fuese a verle inmediatamente.

Me molesta visitar a los doctores porque con ellos no se puede discutir, ya que tienen ideas irremovibles, ideas fijas y tenaces, cuando yo carezco de ellas, por lo variable, lo espontáneo y lo improvisado que es mi sistema. Sin embargo, en vista de lo apremiante del caso fui a su casa. Allí me enteré que estaba enfermo y entré en su alcoba. Su rostro se iluminó, se amplió al verme, cosa bien rara en un Doctor de gran clientela al que la profesión suele dar un continente inexpresivo que no brilla jamás ni se abre bajo una cerrada política. Hasta me cogió la mano y me dijo:

—Le agradezco mucho que haya venido… Estoy muy enfermo, y como desconfío de mis compañeros de profesión, a los que he visto dudar sobre mi enfermedad en la consulta que han tenido ante mí, le he llamado a usted… Sólo por un medio original se me puede salvar…

Estudié a aquel hombre. Su vida se dividía en dos mitades. Una, frívola, de descanso, de molicies, de confort, de chaquet, de teatros, durante la que apenas pensaba aún bajo su rostro de hombre sagaz, su rostro engañoso de Doctor, y la otra mitad llena sólo de un exagerado sentimiento del deber, dedicada sólo a sus visitas. Faltaban en su vida horas íntimas, independientes, salvadoras, de esas en que todo se asimila, se desdeña o se aprecia por razones entrañables.

Era Doctor de amplias vitrinas donde brillaban todos los objetos de acero, muchos más que necesitan todas las operaciones, algunos para casos que no han sucedido nunca en la vida, casos como los de esas operaciones consecutivas que aun podría sufrir el muerto en la muerte si en el otro mundo hubiese cirujanos.

Todos los objetos, relucientes, punzantes, agudos, atenazadores, daban un aspecto de gran peluquería y navajería al despacho. Entre todos se destacaban unos enormes forceps como unas grandes tenazas para el servicio de la ensalada. En su empaque, en su modo de hablar, en su ranciedad vi en seguida su mal y se lo confesé.

—Usted está enfermo de medicina… Esta enfermedad de usted, un poco del corazón, un poco de la piel, otro poco del hígado, otro poco de anemia, procede de su profesión… Hay que defenderse con una gran fuerza interior de toda profesión, pero de ninguna hay que defenderse tanto como de la medicina, porque es la que más puede estragar la vida y filtrarse en ella…

Como si le hubiese acertado el mal que le aquejaba, aseveró lo que yo le decía con señas elocuentes, respondiéndome al final de mi discurso:

—Sí, veo que hay algo de eso, mucho de eso si usted quiere… Pero no es todo eso… Hay algo más… Siento sobre todos esos pequeños síntomas un dolor grande, algo más fuerte que todo lo demás…

—Quizás… —le atajé—… ¿Qué enfermos ha tratado usted últimamente?…

—En mi Memorándum —me dijo señalándome su mesa de despacho en la habitación de enfrente—, hay observaciones sobre todos ellos… Está ahí… Es un libro de notas que reconocerá usted en seguida…

Lo encontré y silenciosamente estuve hojeándolo.

Era para mi imaginación como un álbum triste de gentes muertas casi con seguridad. Iba viendo en mi imaginación óvalos y óvalos de retratos, de esos óvalos un poco convexos que hacían antes los fotógrafos. No sé por qué las fotografías de los muertos siempre son como fotografías del tiempo del daguerreotipo, aun siendo los muertos muertos recientes y juveniles.

Todos los rostros que me imaginaba eran diferentes y en todos había un rasgo del que no dudaba y que me hubiera gustado ir comprobando si acertaba o no. Este don Mariano Codalón tenía un bigote rubio rizado como dos tirabuzones caídos sobre las comisuras de su boca. Esta doña Cándida Espeñez era indudablemente una señora muy alta que conservó su cara de sacristán toda la vida. Esta señorita de Eguilar tenía una nariz muy aguileña y esta otra señorita Adelaida Ramazado tenía la bella caída de hombros de la enferma ideal.

Ninguno de estos enfermos había podido contagiar al Doctor. Yo seguía, seguía, cuando de pronto encontré la solución.

—Aquí veo un enfermo —le dije— que tiene una interrogación al margen, y en el que el diagnóstico es oscuro… ¿Recuerda usted qué fue de este enfermo?…

—No recuerdo —me contestó—. Pero me parece que me dejó de llamar o que se fue al extranjero… No sé… No puedo decir con certidumbre lo que pasó…

—Pues me es necesario saber a qué atenerme sobre este enfermo… Por lo menos, aquí están sus señas, y me voy a verle… Volveré… Es mi corazonada, en este caso, esa consulta que voy a hacer… Volveré en cuanto le vea.

Me fui a ver al desconocido. Me inquietaba la visita a aquel hombre que se había de sorprender o contrariar al verme exhumar su enfermedad como quien olfatea sin consideración la pista de un crimen. Decidido, entré en su casa y pregunté por él. La criada me miró atónita y, sin cerrarme la puerta, desapareció rauda en el interior, de donde surgió a poco, seguida de una anciana enlutada que me miró como quien, recién quitadas las gafas, mira con una mirada ingenua a la visita imprevista, a quien no reconoce al pronto, pero a quien espera reconocer. Por romper el silencio engorroso la repetí mi deseo de hablar con él.

La anciana apretaba sus labios, como no queriendo hablar, como conteniendo la confidencia, escamada ante el advenedizo desconocido. Erguida, con las manos sobre la falda, con un matiné negro de moire, parecía la mujer a la que se ha embalsamado, me preguntó:

—¿Era amigo de usted?

Aquel “era” me desconcertó. El había muerto, y yo había herido a su madre o quizás a su esposa, volviéndola al día de la catástrofe, al día aciago en que lloró sobre el hombro de los parientes y de las amigas al sorprenderles con la noticia, al verlas por primera vez después del suceso.

—Señora, no sabía… —dije, poniéndome cariacontecido.

—¿No sabía usted?… ¿Es posible?… Pase… Pase y le contaré…

Un momento, clavado en el dintel, estuve por no pasar, porque yo no merecía el trato que con todo cariño me daba aquella mujer, como queriendo consolar al amigo del muerto, un poco accidentado por la noticia súbita e inesperada… Pero ¿cómo decirla, para disculparme, cuál era el motivo, un tanto indiferente y sacrílego que me había llevado allí?… Y mentí, presentándome como verdadero amigo del muerto, ansioso por saber cómo pasó “aquello”.

—Se suicidó —me dijo en resumen ella—; después de una temporada de padecer una enfermedad que los médicos no supieron diagnosticar, un día apareció muerto… Se había envenenado con arsénico… ¡Pobre hijo!

—¿Qué médicos le vieron? —pregunté yo; y la madre me dio muchos pormenores, sobre todo del Doctor, mi cliente.

Este Doctor le miraba mucho, pero no acababa de resolver. Su hijo le miraba también, y después de un largo silencio se iba el Doctor más desconcertado que nunca.

—Mi pobre hijo —me dijo la pobre madre— me decía que a ese sabio Doctor él le quería matar mirándole, ya que él le quería asesinar a él con medicinas… Por la rabia que le llegó a tomar, y temiendo yo cualquier cosa, llamé a otro médico.

Después de un rato solemne, en que oí los pormenores sombríos de aquella última temporada de “mi” amigo desconocido a la vez que fraternal, cuya madre me mimaba y me miraba, evitando que llorase, aunque esperándolo al mismo tiempo, me despedí de aquella pobre mujer, que me exigió que volviese a verla y me quiso dar un recuerdo, cualquier “cosita” de “mi” amigo.

Torné a casa del Doctor y le dije de golpe:

—Su gran abatimiento, su dolor sordo y enconado procede de que ese desconocido al que usted asistió estaba enfermo de suicidio… La honda descomposición de aquel espíritu, su profunda repugnancia por la vida, su “fatalidad” se le contagió a usted. Es el suicidio la enfermedad más rigurosa y más trascendental de la vida… Según me ha dicho la madre de aquel enfermo, él ensayaba meterle sus miradas de odio y de muerte por las niñas de sus ojos…; usted está enfermo de suicidio.

El Doctor se incorporó en el lecho, como si le hubiese descubierto su secreto, el secreto que él desconocía, y que, sin embargo, con aquel gesto vehemente afirmaba y aclaraba con una recóndita convicción superior a él y superior a mí.

—¿Y cómo podré salvarme a eso? —preguntó con un gran deseo de auxilio.

—Lo estudiaré… Por lo pronto no lo sé.

El, ante esa salida mía, me conminó frenéticamente con grandes voces:

—¡Piénselo aquí!… Estudíelo sin irse… No me deje abandonado a esa posibilidad de suicidarme…

Vi lo grave de la situación… Me senté. Me reconcentré todo lo que pude. Me vendé los ojos y el pensamiento, dejándome conducir por mi más íntimo talento, como el adivinador del pensamiento se deja conducir por no sabe qué adivinación íntima, y así di con la medicación que necesitaba aquel hombre. No había otro remedio que hacer que abortase el suicidio… Seguir otro camino, no era posible, por lo misterioso, por lo complicado y por lo solitario que es el sentimiento suicida.

Todos son caminos en el cuerpo humano: las venas, los nervios, todo, y en uno de esos caminos bifurcados, revueltos, espesos, es en el que se esconde la idea suicida. ¡Y si siquiera corrompiese toda la sangre! Si corrompiese toda la sangre, se la podría tratar como una corrupción; pero no; es sutil, inencontrable y se esconde siempre que se la busca, y sólo sale, sólo amanece en los ojos, sólo se la podría sacar como una espina cuando el suicidio está a solas y osa cometer su designio.

Es el microbio más hipócrita que se conoce el del suicidio. Huye vertiginosamente, parece haberse disuelto, y, sin embargo, amanece con la perspicacia del suicida y se la ocupa por entero. Para suicidar en falso al doctor, pensé en una de esas medicinas que, como el Arrhenal, por ejemplo, contienen el arsénico en cantidad que si bien tomada en gotas, como prescribe su prospecto, no es dañino, tomada de una vez es un veneno mortal. Con mi plan trazado, le dije una tontería para despistarle.

—El se envenenó con arsénico y a usted hay que curarle con arsénico… Le voy a traer yo mismo un frasco de Arrhenal, y tome sólo unas gotas cada día… Sólo unas gotas, porque una toma mayor usted sabe que podría matarle. (Estas últimas palabras se las recalqué con mi “por qué” reservado).

Bajé a la botica, me hice preparar un falso Arrhenal con el suficiente arsénico para causar un pequeño trastorno intestinal y le dejé el frasco en la mesilla, encargándole tanto a él como a la criada que me avisasen a la menor alarma.

Aquella noche no me quité el traje de calle, y estuve leyendo, esperando oír sonar el timbre de la calle, como si hubiese citado a alguien, cuando verdaderamente no había citado a nadie. Como esperaba, sonó el timbre tan nerviosamente como también esperaba, y apareció la criada del doctor, toda trémula.

—Mi señor se ha tomado el frasco del veneno y le pide por Dios que vaya a verle, porque se muere.

Sin tardanza me encontré otra vez a su cabecera. Aunque contaba con aquello, simulé que era grave el caso, quizás desesperado. Hice como que preparaba un revulsivo de creación mía. El, sin embargo, desconfiaba y veía la muerte cercana. Yo le dejé asomarse a ella y verla con fijeza, apreciando sus rasgos inmundos. Calculé, como calcula el fotógrafo en una fotografía de exposición, el tiempo que era necesario para que recogiese bien la imagen del campo desolado, del paisaje ingrato de la muerte. Le dejé que se creyese lo suficientemente perdido y que le macerase bien la aprensión de la muerte. Mantuve un gesto torcido hasta que creí conveniente sonreír, dando por pasado el peligro y dejándole entrever el arco iris de la convalecencia…

Había matado al microbio del suicidio cuando creyó ya que había logrado suicidar al Doctor. Yo suicidé al microbio cuando salió con confianza, a su hora, para probar al arsénico, como el pez del mar, al que perdido en el agua dulce, se le echase un grano de sal. Si no hubo bastante arsénico para matar al Doctor, lo hubo suficiente para envenenar al microbio, salido en la plena confianza, desprovisto de sus defensas, en la hora de su triunfo.

—Abortado el suicidio —le dije entonces con firmeza—, está usted salvado… Ha visto usted lo suficientemente cerca la muerte para que no vuelva a intentar ir a ella… Ha cumplido usted el designio de su enfermedad sin haberlo cumplido. Su peligrosa enfermedad ha hecho crisis… Ninguna curación más radical… Ahora todo será convalecer y pensar elevadamente, procurando curar, a la vez, esa otra enfermedad general que le ha dado su profesión, dedicándose con más cuidado a ella, apasionándose más por la vida.

Así curé al sabio Doctor en Medicina, que hoy me quiere con toda su alma, tratándome con la consideración con que un estudiante de preparatorio se dirige al compañero que ejerce con éxito… ¡Pobre éxito el mío, sin embargo!

 

 EL PARROQUIANO

AQUEL hombre tenía en su cama un aspecto apocado e indefenso. Más que consternado, estaba sometido. Sinceramente le critiqué esa actitud desde que le hice la primera visita.

—Mientras no halle usted —le dije con vigor— un motivo apasionado por el que vivir yo no podré hacer nada por su vida, y la enfermedad campeará en usted por sus respetos… Parece usted un hombre pusilánime que, por haber perdido el tren, se hubiese metido en la cama para siempre, demasiado contrariado y anonadado por una cosa tan pequeña…

No me hizo, sin embargo, caso; y debido a eso continuó estacionada su enfermedad. La familia, además, por más noticias que me dio de su vida, no me consiguió dar “la noticia” oportuna… ¿Cómo salvar a un hombre que, emperezado en la cama, no piensa que esa cama blanda y cómoda puede ser su lecho de muerte, o que quizás lo va siendo ya por su cobarde amancebamiento con ella? ¡Oh, estupidez; oh, inmoralidad carroñosa!…

Siempre tenía aquel hombre la cara del que se quita los lentes y se queda pálido, lívido de miopía.

Siempre parecía que se acababa de despojar de los dos únicos brillos de su figura, los brillos de sus cristalitos, sin los que se quedaba desvanecido, con largos surcos de palidez.

En vano me pregunté cuál podía ser la pasión o el sustitutivo de la pasión en aquel hombre vulgar. Yo presentía que no era un gran resorte el que había que tocar para salvarle, sino un pequeño resorte. ¿Pero dónde estaba ese resorte, aunque, sin duda, lo tenía bajo mi nariz? Hice más preguntas triviales a la familia. Nada… La exigí que en secreto me dejase revisar los cajones de su mesa; pero en ellos sólo encontré un arsenal de cosas inservibles, aunque muy ordenadas. En una cajita guardaba los billetes de teatro, en otra un montón de lápices y portaplumas robados en su oficina, en otra relojes desmontados, en otra billetes de tranvía, en otra sellos, en otra fototipias… ¿Quizás alguna de aquellas manías era la pasión de su vida? No dejaba de ser posible que, interrumpida cualquiera de aquellas colecciones, se hubiese producido en él el desarreglo de su enfermedad, porque hay pobres hombres en que esto es posible; pero ninguna de aquellas colecciones era lo suficientemente extensa para que eso fuese probable.

No veía, no veía el indicio salvador en aquel hombre.

Un día, para agotar todas las pesquisas practicables, me decidí a hacer la vida de aquel hombre. Fui a su oficina, visité a su hermana —una viuda vieja, en cuya compañía sentí que se descomponía un poco la vida, de sórdida que era su alma—, pasé por las calles por las que él solía pasar, y a la hora en que él iba al café entré en su café y me senté lo más próximo a la tertulia de que él formaba parte. Vi llegar a sus amigos y les oí hablar y discutir. Me di a conocer a ellos como médico de su amigo enfermo, y supe que hacía veinte años se reunían todos allí.

En aquel rincón del café, junto a aquellos hombres, oyendo los consejos mudos con que intervenían en la tertulia la mesa, el diván, los espejos, todo el ambiente, comprendí que lo que necesitaba mi enfermo era volver a su café. Su enfermedad había sido leve al principio, pero en la falta del café se había ido agravando, agravando, y se agravaría hasta matarle si no volvía al café.

Movido por esa seguridad le hice levantar al día siguiente, aun con 39°, y nos plantamos en el café. Sus amigos le recibieron con efusión y le contaron todas las cosas atrasadas. Poco a poco, y como se observa de visible y de invisiblemente moverse el minutero de los grandes relojes de “ojo de buey” de los cafés, así le vi curarse a mi enfermo, volver décima a décima a su normal por arte del maravilloso sanatorio del café, por influencias de ese mejunje de receta desconocida que es el café de los cafés, por influencia del diván, de los espejos, de las luces, de los amigos, del mozo y de todos los pormenores inimitables del sitio.

Así ganó el alta y así se curó aquel hombre.

 

 EL ENVEJECIDOO

LA vejez precoz de aquel amigo me tenía desconcertado… Su color cetrino no provenía del hígado; ni la atonía de su vida provenía tampoco del corazón, porque en aquel corazón había, por el contrario, una íntima juventud que revelaba a veces su rebeldía en precipitadas palpitaciones, que eran como escapatorias a un destino pegadizo y advenedizo.

Yo miraba mucho a mi amigo, y por si la normalidad de nuestra amistad no le llevaba a la confesión entrañable, le preparé de esos momentos de melancolía en que es necesario decirlo todo… ¡Pero hay tantos errores cometidos en la sombra que jamás se confiesan ni a uno mismo, que jamás se quieren volver a recordar!

¿Pero a qué relatar el camino lleno de sospechas, de preguntas, de equivocaciones y de misterios que me condujo al minuto clarividente en que miré con otros ojos que los de siempre su reloj de oro», ¡que tantas veces le había visto sacar distraídamente!

—¿Qué historia es la de este reloj? —le pregunté cuando, contestando a un ademán mió, lo desprendió de la cadena y lo puso en mi mano.

—Era de mi padre —me contestó—. Lo saqué de su bolsillo después de muerto… Andaba aún… No puedes figurarte cómo me consoló y me atrajo aquel tic-tac en que mi padre se sobrevivía… Le oí con la tención y la sorpresa con que un niño escucha el reloj que le ponen al oído cuando aún no sabe lo que es aquello… Y desde aquel día no he dejado que se parase ni un solo momento…

Miré aquel reloj. Me costó trabajo abrir sus dos puertas de oro, detrás de las que había aún un cristal. Lo observé con una profundidad de relojero. Me olvidé de mi amigo. Me ensimismé en el corazón de su reloj. Di tiempo a mi pensamiento para que acabase de encontrar lo que había creído hallar con fijarse de pronto en el reloj. Por fin le pude decir:

Los relojes son imantados poco a poco por la vida del que los lleva, y adquieren los resabios, el temperamento y la secreta intransigencia de la vida de su dueño… Este reloj tuyo pensó junto a tu padre y se percató de sus secretos, pues perdido en el bolsillo del chaleco espiaba a solas los redaños de su vida… Está lleno de tu padre, aunque no te podría decir dónde radica su parecido y su espíritu… Quizás en la fina hebra de plata que mueve el volante… Quizás en la cuerda encerrada en ese hermético y apretado estuche de metal que guarda la cuerda… Si has desarmado alguna vez algún reloj, habrás visto la tensión secreta que hay en la cuerda… ¿Y qué puede ser esa tensión tan dilatable sino vida o alma infusa? ¿Tú crees que no es algo vivo ese sorprendente suspiro que da la cuerda al distenderse cuando se la saca de su estuche?

Rechazad el reloj de oro de vuestro padre —aconsejaría yo a los hijos que resulten herederos de un reloj así —o mantenerlo como recuerdo en el cajón de vuestra mesa… Este reloj tuyo es el que te ha avejentado, el que ha supeditado tu vida a la de tu padre, el que te ha desacompasado de mala manera el corazón… Deja que se pare. No faltarás así a la memoria de tu padre, y, sin embargo, así no te faltarás a ti mismo… Cómprate otro nuevo y no se te ocurra comprarlo en una casa de préstamos, porque de comprar cosas en las casas de préstamos proceden muchas enfermedades misteriosas deleznables y sucias…

Después de mis palabras, mi amigo se quedó como anonadado y como indeciso. Sin embargo, esa seguridad secreta que responde en mis enfermos a mi seguridad le hizo exclamar:

—Llévatelo y guárdalo.

Así preparé la mejoría de mi amigo, que aunque sea un poco exagerada la manera de resumir su transformación, puedo decir que “Volvió a su juventud”.

 

 EL GRAN ATRANCO

NUNCA he resuelto tan rápidamente un caso grave como el de aquel buen muchacho de rostro sensato.

No hice más que entrar en su despacho —al fondo del que estaba su alcoba— para comprenderlo todo.

Su mesa de trabajo estaba llena de papeles, cuyas puntas asomaban en estrella por todos lados, en esa confusión que es indescifrable aun para el dueño que sabe lo que es cada papel. Muchos libros, demasiados, se amontonaban sobre ella en montoncitos desmoronados. El almanaque se había quedado parado en una fecha antigua. En la librería había grandes claros y una gran parte de los libros sacados de su sitio estaban tumbados sobre los otros, ahogándoles, abrumándoles. En todos los rincones de aquel despacho había hojas de papel, revistas, libros inútiles, periódicos anticuados, todas esas miserias que se espera que sirvan alguna vez, que no sirven nunca y que disimuladamente embargan la habitación y el alma.

—Levántese usted… Vamos a arreglar su despacho —le dije sin preámbulos después de haber visto toda la gravedad de aquel desarreglo. El me miró atónito, pero se levantó. Mis clientes, cuando verdaderamente son cogidos infraganti, me obedecen porque les obliga una fuerza superior a ellos mismos.

Una larga tarde estuvimos ordenando el despacho. El se abatía, pero yo le animé tanto, que llegamos hasta el fin.

Cuando hubimos acabado se tumbó con laxitud en una butaca. Había optimismo en su rostro.

—¿Me quiere usted hacer una confesión sin pensar demasiado en lo que haya de decir? Este cansancio que usted tiene en este momento ¿no es el cansancio agradable, el cansancio de salud, el cansancio después del que se espera comenzar una nueva y alegre actividad? ¿No se siente ya curado dentro de una sensación de alivio?

—Es verdad —respondió con delectación—. Siento que he salido de mi enfermedad y sólo he de reposar mi cansancio.

—¿Comprende usted ahora cuál era su enfermedad? —concluí—. No hay nada peor que lo que usted había hecho… Enterrar la mesa en papeles, no quitar las hojas del almanaque, llenarse del pavor de los libros que se disputan el ser leídos alargando tanto su disputa y enconándola tanto que al fin no se leen… Todo eso es de un estrago tremendo, todo eso encizaña la vida… Y piense que no es el orden lo que yo recomiendo en contra de eso, no; lo que yo prohíbo es un desorden imposible, un desorden enfermo, gravísimo…

 

 LOS LENTES

UNA señora, fanática por su hijo, después de ver a todos los doctores, por probar, por agotar todos los recursos, como se va a consultar a una echadora de cartas, me trajo su hijo para que yo le viese.

Le examiné. Flaco, afilado, con un anguloso pecho de gallina en forma de quilla, no tenía lesión ninguna que justificase su estado. Era, sin duda, exterior la causa del mal.

Mirándole, me llamaban la atención sus lentes. No podía dejarlos de ver; eran de esos Lentes de cristales gruesos que hacen a los ojos muy pequeños y muy lejanos, esos lentes antipáticos, impertinentes y entrometidos por eso. Mientras yo le hablaba de cualquier cosa para distraerle, me chocaban particularmente, y de tanto chocarme comprendí que me querían decir algo. Entonces encontré Ja causa del mal de aquel pobre muchacho casi volatilizado.

—Joven —le dije decididamente—, esos lentes son los que le van consumiendo… La mirada es importantísima; muchos derrochan insensatamente sus miradas sin hacerlas volver a su corazón después de haberlas lanzado. Creen que las miradas se pueden tirar sin atenderlas, sin aprovecharlas, sin recordarlas… Todos los hombres que hacen eso son responsables de su idiotez, de su anemia o de la enfermedad, que después dicen muy tranquilamente que no saben “dónde la han cogido… Usted no es responsable de su enfermedad, porque es que con unos lentes como esos, con ese arranque, no hay medio de oponerse a que las miradas se pierdan, se alejen, se dispersen. Esos lentes tiran demasiado, no sólo de sus miradas, sino de sus entrañas; esos lentes le absorben el seso y le van desarraigando por completo, le fuerzan a perderse, a verterse estérilmente en la calle; son una fatalidad más fuerte que usted… Aunque no vea tan bien, use unos lentes menos fuertes, que le chupen menos, y no los lleve puestos… No sé cómo los hombres de lentes creen que siempre deben tener los lentes puestos, cuando hay tan pocas cosas dignas de ser miradas… Póngase los lentes en los momentos más imprescindibles… Resígnese a llevar una mirada mortecina, a ir un poco ciego, a no ver a todas las mujeres, con lo que no pierde nada, sino, al contrario, gana mucho, porque no hay nada —ni una vida de excesos con una mujer vesánica— como el mirar a todas las mujeres, a demasiadas mujeres, sobre todo cuando se es un hombre de lentes… Sólo por eso se puede llegar al reblandecimiento cerebral… Sus lentes consumen la vida artificialmente, porque no se puede enmendar la naturaleza por un medio tan extraño a ella como son los lentes, que no la corrigen ni la sanan, que no son asimilables, que siempre son extraños y enemigos de ella, que la violentan y la apuran…

La madre y el hijo me prometieron que obedecerían mi mandato, y se fueron.

Cuando después de unos meses volvieron a verme, no sólo había recobrado la salud el hijo, sino que, en su conversación, lucía más fantasía, más inteligencia y más vista que en la primera visita, aquella visita en que me pareció una langosta cocida con los ojos fuera, desorbitadas, salidos, atormentados, puntiagudos, flacos…

 

 LA SONRISA BLANCA

HAY una sonrisa que encuentro pocas veces en la vida, pero que cuando encuentro ya sé qué significa, y cierro los labios como si me previniese para no hablar, para no decir lo que veo.

—¡Doctor, pero si no es nada! —dice el enfermo sonriendo.

No toco el pulso, no observo más. Ese enfermo no es mi enfermo. Yo admito los enfermos que voy a curar, nada más.

—Sí… Nada… Más adelante llamen a su médico de siempre… Esta no es enfermedad para mí… Yo tengo que ver la enfermedad que me corresponde en el rostro del enfermo, y aquí no la veo.

Ante estos enfermos con esa sonrisa pocas palabras y la visita corta.

A mi mismo, que estoy viendo siempre la desgracia y la desesperación humana porque no me llaman para las bodas, me asusta esa sonrisa.

¿Cómo podría yo decir que es esa sonrisa?

Sonríe en blanco el que sonríe así, en un blanco de absoluta palidez, y los ojos, sean negros, azules o color tabaco, entran en esa sonrisa como ojos blancos, ojos como con dos grandes cataratas y dos nubes, como si tuviese enturbiada la vista por el agua con aguardiente: ojos de estatua.

Los pliegues de esa sonrisa no son pliegues de viejo, sino de joven al que los estudiantes de medicina hacen sonreír con las pinzas en la sala de disección.

Esa sonrisa clarísima de que el mes que viene es el viaje, la va repartiendo el enfermo con los que pasan, con los muebles, con todo. Es su sonrisa de despedida, la sonrisa con que quieren quedar bien.

No se puede confundir esa sonrisa con la de la convalecencia, con la del tísico, con la del enfermo bondadoso, no; esa sonrisa se podría decir que es la de la luna en las ruinas o en los cementerios.

Yo muchas veces, para saber hasta qué punto está infeccionado por la muerte mi cliente, le digo, como los fotógrafos: “Sonríase usted”, y la sonrisa que le sale me aclara mucho su enfermedad. A unos les sale sonrisa de alcayata, a otros de herradura, a otros de doloridos con el dolor más agudo en el lado derecho, pero a nadie le sale esta sonrisa del desahuciable. Esta sonrisa ya está en el rostro cuando se llega.

¡Qué pena tener que despedirse para siempre del hombre que sonríe con una finura tan exquisita! Pero no hay más remedio, porque si no esta sonrisa obraría sobre nosotros como el viento sutil que da la pulmonía y en seguida adquiríamos la misma sonrisa, y adiós nuestros proyectos.

 

 MI CASO

ENTRE todas las enfermedades escoge el médico la suya, de la que cree que va a morir seguramente y a la que trata ya en el otro como si la tratara en sí mismo.

Yo, doctor inverosímil, también tengo que morir y no podré curar en mí mi enfermedad; me matará por descuido, no me dará tiempo ni lugar a salvarme. Será un constipado sencillo que se complicará con el corazón.

De cualquier enfermedad grave estaré seguro de salvarme —no hablo de salvarme de la última recaída, que alguna vez tiene que ser fatal—, pero de esa enfermedad sencilla no me podré salvar.

El constipado apretará, yo me tomaré una pastilla de aspirina, y el corazón, como esa joven que se envenena con una pastilla de sublimado, se desmayará en el pecho, dando una simple voltereta, cuya última sensación será lo último que sentiré.

Casi nunca me llaman para asistir a enfermos con esa enfermedad sencilla, y por eso no encuentro en mi camino a nadie a quien curar por mi sistema.

En los que están a mi lado cuido, sin embarco, mucho el constipado y el corazón. Ellos se alarman al verme tan inquieto, y es porque no saben la extraña certeza que yo llevo dentro.

Sobre todo cuando “ella” tiene constipado me tiemblan los huesos. Persigo sus gestos, esos gestos del ¡Achís! que abortan tantas veces, ese lagrimeo del que nos arrepentimos como si lo hubiéramos provocado en ellas con una injusticia antigua, ese mover el cuerpo como si se las envarasen las espaldas y ese coger el pañuelo apresuradamente para restañar la sangre blanca del constipado.

—Pasará… pasará… —me dice ella cuando en el cuentagotas de la nariz se prueba que se tiene constipado. No quiere asustarme, aguanta todas esas cosas que siente que se remueven en su fondo, todas las antiguas y pequeñas ranas del constipado que resucitan, y los síntomas de atravesamientos y pinchazos con que ella nota que la profundiza el resfriado.

Yo me hago el distraído y procuro creer que ha pasado el constipado, porque el constipado es lo que mejor se vence si se olvida por completo, si no se fija uno nada en él, pero a veces no pasa y entonces siento que puede pasar lo que me temo.

 

 LA BIBLIOTECA

PARECÍA una araña seca, de esas que cree uno que se van a mover, pero que después se ve que están muertas. El había tramado toda aquella colección de libros que le envolvían, y, sin embargo, estaba muerto en medio de ellos. A la araña le sirve por último de mortaja su propia tela.

—Doctor, doctor… Yo me siento seco por dentro, completamente seco… No puedo ni tragar un poco de saliva de vez en cuando, esa poca saliva que es como el petróleo de nuestra vida.

—¿Es que lee usted mucho? ¿Es que se está usted hasta las altas horas de la mañana trabaja que trabaja?

—Le voy a ser a usted franco… No… Estoy aquí siempre, sí, pero descabezo muchos sueños sobre los libros, y, sobre todo, miro sus lomos como el viejo verde que va a ver muslos de bailarinas a los Kursales.

—¿Qué calefacción tiene usted?

—Calefacción por agua caliente.

—Entonces no es eso… ¿Es usted casado y vive una vida de pequeñas ruindades y mezquindades al lado de su esposa?

—No. Tampoco… Yo no soy más que un viejo lector… He coleccionado mis libros y nada más.

—¿Y qué otros síntomas siente usted?

—Yo sólo siento que me van enterrando los días, que la tierra y el polvo me envuelven, que la caspa del tiempo cubre mi cabeza y me abruma…

Por las vidrieras herméticas entraba, tiñéndose con los colores de los cristales, una luz viva morada y rubia.

Los estantes de las librerías eran muy hondos y se quedaban con toda la luz, con los ruidos, con las palabras… Era como opaca y sorda la habitación por causa de las grandes librerías.

No sé por qué, mirando las librerías ya tuve la sospecha de que de aquellos recodos oscuros procedía aquella enfermedad que iba desustanciando y arruinando al pobre viejo.

Me acerqué a los estantes y quité un montón de libros de su sitio. Detrás había la espesa pelusa del polvo, esa lana que da como los carneros.

—¿Pero cuánto tiempo hace que no limpian esta biblioteca?

—Muchos años… Porque no dejo que lo hagan, porque me lo desarreglarían todo.

—Deje que lo desarreglen… Esas apretadas anginas que usted padece, esa sequedad, ese empolvamiento interior en que siente usted que va siendo enterrado, todo eso procede de este polvo sutil que hay detrás de las librerías… El polvo peor del mundo, el más maligno, el más fino, el que sabe colarse mejor en el alma y ahogarla como una polilla, como una carcoma imposible de extirpar.

 

 LA LUZ AMARILLA

SE veía que yo era la visita más esperada. Yo creo que me acechaban detrás de la mirilla.

En seguida se abrió la puerta, la puerta del avaro, en que suena primero una barra, después u-na cadena, después el cerrojo carcelario y después, por fin, la llave.

La criadla me encendió todas las luces de la sala y me quedé, sin embargo, como a oscuras. Todas las luces daban un tono amarillo de ocaso fundido, de rescoldo de incendio a la habitación.

El pobre enfermo, ¿cómo iba a reaccionar en aquel ambiente?

Miré los retratos de los antepasados iluminados con aquella luz amarilla. Ninguno me ilustró sobre el caso que iba a ver. Todos ellos estaban derechos, erguidos, vivos, haciendo un esfuerzo sobre sus propias enfermedades y su muerte para seguir bien en el retrato. Su muerte, la muerte de que ya estaban indudablemente muertos no se veía en sus rostros. Se retrataron en el día en que más optimismo se siente, el día en que parece que se deja en el fondo de la máquina el temblor de la vida.

Todos, muy finos, me hacían la visita mientras sus herederos se preparaban para salir a la sala. La señora de la ampliación, que estaba sentada en el sofá central, hacía todo lo posible por hablarme, y me decía: “¿No ve qué buen día ha hecho hoy?

Por fin se abrió la puerta y apareció la señora de la casa.

—Salgo yo sola, porque primero quiero hablarle a usted de qué clase de enfermo se trata, sin que él lo oiga. (Pausa).

—No quiere que le vea ningún médico… No se queja de nada, pero yo noto que amarillea, que se a/paga, que cada día que pasa ha perdido su almanaque un mes o un año…

—Tengo que verle para darme cuenta de lo que tiene —la dije yo—; y siguiendo a la digna señora, que se puso en pie, pasé por los pasillos más oscuros, y por fin entramos en el comedor… El comedor estaba iluminado por una sola bombilla, y era de carbón, más amarilla que ninguna, como si el rescoldo del brasero iluminase la tertulia…

—¿Están siempre en este cuarto y con esta luz? —Si, es donde estamos todo el día… —¿Y a qué hora encienden la luz? —Pues cuando no se ve…

—Bueno, pues como ustedes saben que yo receto cosas que no suelen despachar en las boticas, no se extrañarán si les digo que lo que hay que hacer aquí es variar todas las bombillas de la casa, las que sean de menos de veinticinco bujías. En la habitación en que más estén, una de cincuenta, y en la sala donde me han recibido de cien…

Tanto el enfermo como su esposa me miraron como al que se mete en la economía ajena cuyos secretos no le importan; pero, en definitiva, me hicieron caso, y cuando volví me encontré al enfermo despierto, leyendo sobre la mesa iluminada del comedor, con los ojos brillantes y vivos.

No hay nada que mate más que esas luces amarillas, mortecinas, en las que la vida siente deseos de morir. Es peor una iluminación melancólica y amarilla que la propia oscuridad. En la selección que hace la muerte, elige a los que no se adaptan al imperio de la mucha luz, a los que no se defienden con ella.

 

 EL RITMO DE LA ENFERMEDAD

—¡Doctor, parece que ha entrado en casa la peste! —me decían a coro las tres viejas solteronas amigas antiguas de la casa.

—Es que ha sido un año en que no hemos descansado de la enfermedad ni un solo momento, y nosotras hacemos la vida de siempre.

—Todo el invierno la luz de los enfermos encendida… Todo el invierno la bombilla cubierta por un periódico para que quede oscuro el lado de la alcoba, y sin embargo haya luz para ver las horas de las medicinas…

Se hizo una de esas pausas, uno de esos largos silencios a que era tan aficionada aquella casa, llena siempre de silencio y de un cierto olor a guisadillo de carne.

En la pausa fui dando la vuelta pesquisitoria hacia el secreto de aquellas gripes continuadas… Mi cabeza se fue volviendo, intencionada y fatalmente, hacia él reloj que sonaba en la estancia… Aquel reloj tenía ritmo de enfermedad… Yo sé cómo es ese ritmo, con el que de pronto comienzan a andar los relojes como entrando en marcha con mal pie… Yo también he estado enfermo cuando he oído el reloj así, porque me he puesto el termómetro y tenía fiebre.

Me levanté, en vista de eso, de la butaca burguesa, y abriendo la caja del reloj lo paré.

—Cuando quieran saber la hora, véanla en un reloj de bolsillo o pregúntenla a la vecindad… Que este reloj no ande más y ya verán cómo se alivian en seguida.

Y me despedí de las tres viejas solteras, a las que siempre había conocido sentadas alrededor de la mesa de aquel comedor, sacando de debajo del hule un papelito, leyendo de vez en cuando todo lo que allí ocultaban, estampas, hojas de almanaque, entregas de novelas…

 

 LA CABEZA ENTRICHINADA

—Usted va a hacer su vida usual y me va a permitir que le acompañe… —le dije al ver que no podía encontrar la causa de aquella extraña sordera, complicada con ruidos de conversaciones “de otros”, como él decía, y seguida de violentos dolores de cabeza.

Le acompañé por todos sitios. Sus amigos no parecían ser contagiosos, y en los parajes en que se reunía y en que tramitaba sus negocios no veía yo tampoco el contagio.

—Ahora, ahora me comienza —me decía después de media tarde.

Yo buscaba la causa flotante de aquel mal, porque era la que me correspondía buscar, ya que mi enfermo venía tratado por todos los médicos verosímiles y había tomado las medicinas oportunas por si su mal procedía de la debilidad, del estómago o de la neurastenia.

—Ahora, ahora me comienza —me repitió más tarde—. Tengo que confesar que quizás durante un mes, todos los días me estuvo repitiendo esto, sin que yo diese con la causa.

Pero llegó “el día”.

Cuando estábamos en el café concurrido y céntrico de mesas enlutadas por la orla de demasiados amigos, él se levantó y se fue a hablar por teléfono como muchos otros días. Me levanté y me fui detrás de él.

La cabina del teléfono parecía ese W. C. que aquí parecen las cabinas públicas. Tenía escritos en las paredes todos los números de una gran lotería, y como todos querían ser el principal, el de la llamada más constante, la llamada del negocio de cada uno, todos eran vivos, grandes, clamorosos.

El llamó y se puso al oído la oreja negra del auricular. Esperaba, oía, se apretaba cada vez más el negro paladar para los oídos.

Tardó la Central todo lo que tarda en contestar cuando se trata de comunicaciones de los cafés, tan insistentes y tan de parroquinos, esos señores de alma fría y de vida tan alejada del teléfono.

En ese espacio de tiempo yo vi el origen de toda la enfermedad de mi cl

«Estos discos, estas preparaciones son los que yo llamo planetas, mundos, lunas que hay mezcladas a nuestra vida. Son los pequeños elementos de nuestro universo. Tienen los lagos, las montuosidades, las partes pedregosas de la costra terrestre. Sobre todo, las preparaciones de la sangre son divinas, variadas, con gran tipo de sustancia cósmica, conflagrada de modo distinto para formar mundos distintos. Las fotografías astronómicas que hace el doctor son estas aun con su apariencia de insignificantes panoramas».

—¿Quiere usted colgar el aparato y oírme a mi? —le dije.

Colgó el aparato.

—Todo lo que ha causado su enfermedad es el hablar en los teléfonos públicos de oreja contagiosa, sucia, llenos de la grillera alimentada por numerosos oídos… Alquile usted un teléfono, pero no vuelva a utilizar el teléfono de los cafés, en el que anida la trichina de la cabeza.

Mi cliente me obedeció, y desde entonces aquella cosa que sentía en la cabeza y que amenazaba con matarle, ya no le amenaza.

  

 UN EXTRAÑO ANÁLISIS DE ORINA

LOS análisis de orina provocan en el enfermo confianza o depresión. Yo me sonrío de los análisis de orina y los leo siempre con una curiosidad que provoca la clase de documento que podían ser y que no son esos documentos. Ese encasillamiento, esa complicación que se hace de la persona humana son algo bien dispuesto, muestrario de algo que alguna vez será eficaz.

Hoy, los análisis de orina mejores son los que ponderaíi más las cosas y en los que figuran más componentes. El enfermo tiene ante ellos el consuelo de ver en cuántas cosas se desdobla, en comprobar que hay en él numerosas cosas que no sospechaba, como “nitrógeno ureico”, “ácido fosfórico de fosfatos alcalinos”, “ácido fosfórico de fosfatos terrosos”, “cal”, “magnesia”, “extracto seco”, “oxalato de cal”, “urobina”, “hemoglobina”, “mucina” y “substancias ternarias”. El enfermo se siente lleno de elementos que parece que será difícil que el médico extermine y amule. Se siente él mismo una botica con frascos, en cuyas etiquetas pone todas esas cosas. El ver su nombre escrito en la portada del análisis, el ver que casi nunca las cantidades de nada son grandes le da una gran confianza. Envía con cierta vergüenza, el frasquito ambarino y muy envuelto, al doctor, muy tempranito, y espera con inquietud el empadronamiento de sus sustancias tóxicas y medicinales.

A veces un descuido del marido en la noche imposibilita el análisis de la mujer, y viceversa. Es algo ese análisis, que se prepara con novelería, fe y esa pureza con que se prepara la comunión de la mañana tempranera.

Yo he visto muchos de esos análisis, y he pensado lo triste que debe ser encontrarlos en los papeles de los muertos, dactilografiados por dentro ya inútilmente.

Partidario de una medicina, sino contraria, diferente a la de los médicos, nunca había practicado el análisis.

Pero un día apareció en mí visita una mujer tan atemorizada, tan difícil de convencer de que no tenía nada, que desde entonces he impreso también mis análisis, pero con más cosas que los de los demás doctores y con varias hojitas. Son una verdadera novelita interior.

Pido a los más cobardes, a los más inconvencibles de mis enfermos que me envíen la orina, y yo hago mis observaciones, escritas en los libritos.

Gracias a este procedimiento he provocado la reacción de sus grandes depresiones nerviosas en mis enfermos y les he visto mejorar en el mismo momento de recibir mi análisis de orina.

—¡El análisis dice que no tengo nada!

Entre los enfermos tratados con análisis de orina hubo una vez uno tan disparatado, tan confundido por los médicos y tan confundido por sí mismo, que le hice un análisis especial:

Elementos peligrosos: cristalizaciones de seguridad de una enfermedad que no existe.

Cálculos intelectuales: cálculos formados por la distracción pensando en la muerte.

Segmentos: desprendimiento y segmentación de la vida por la duda de la vida.

Recuerdos retrospectivos: exceso.

Sedimentos de reloj: numerosos cálculos de varios relojes.

Aprensiones: aprensión de la pulmonía que ha obrado reflejamente sobre el riñón del lado atacado por la supuesta pulmonía.

 

 LA SEÑORITA DE LOS TRAJES ESCOCESES

AQUELLA señorita iba siempre vestida con trajes escoceses, y de su sombrero colgaba un velo flotante. Su bolsillo era como un maletín, grande, con tipo de maleta antigua.

Yo la conocía mucho de verla con su traje escocés, y la llamaba “la señorita de Dickens”.

Iba por los paseos muy despacio, viendo lo que sucedía a sus dos lados, y mirando apenas de frente. Parecía temer que se disparase sobre el camino que llevaba, el buey de un carro, una rueda de automóvil o ese niño que, detrás del aro, no ve dónde se mete.

Lo que menos podía yo esperar es ver como médico a aquella mujer que me sorprendía en los paseos, y cuya sombra los días de sol era como su señora de compañía.

Cuando, después de pasarme el aviso misterioso de todo nuevo enfermo, entré en aquella casa, suponiendo mi enferma una de esas muchachas histéricas que imitan todas las enfermedades inverosímiles,

Cuando vi a la señorita del traje escocés con su bata escocesa sonreí como ante una antigua cliente.

—¿Es esta señorita la enferma? —pregunté a la señora anciana que levantó la cortina a mi paso.

—Si, esta señorita.

—¿Y qué siente usted, señorita?

—Que me muero.

—¿Y cómo siente usted que se muere?

—En que me estoy despidiendo todos los días de todas las cosas que me encuentro y que tengo a mi alrededor…

—Pero ¿y dolores?

—Muy hondos dolores.

—¿Pero dónde?

—En todas partes… Un día me desmayaré por esos dolores tan fuertes, y por eso llevo un frasco de sales siempre en mi bolsillo…

Entonces vi que tenía entre manos, sobre su falda, el bolsillo que lucia por los paseos, el gran bolsillo-maletín…

—¿Me permite usted que vea su bolsillo? —la dije con ese arranque atrevido que tengo que tener con mis enfermos, porque no es el pulso el que tengo que tomarles, generalmente.

La señorita de la bata escocesa hizo un gesto de miedo, de pudor y de pánico que me cohibieron mucho.

—La ha pedido usted lo que ella no abandona nunca, pues duerme con su bolsillo debajo de la almohada.

—Nadie quiere que revisen sus secretos, mamá…

—Tiene usted razón, señorita… Si no se tratase de que quizás en ese bolsillo está todo el secreto de su enfermedad, no convendría dejármelo… Pero yo lo pido, no como el novio celoso o coqueteador que abre los bolsillos de su novia por enterarse indiscretamente de todo lo que tienen y procurar encontrar siempre algún motivo de riña en esa apuntación tonta que hay en su carnet…

—Bueno, tome usted, si usted cree que en ese bolsillo está mi mal…

A la luz de la chimenea de leña, más que a la luz de la lámpara, que sólo iluminaba de cerca a la señorita “escocesa”, fui viendo lo que habla en aquel bolso. Salía de él un olor rancio, a fondo de baúl viejo. Espejitos, caramelos viejos, corrompidos, pinturas de los labios, deshechas como bombones estrujados; pañolitos distintos, retratos, recordatorios, estampitas, un escapulario rojo, una cuenta de cristal, el frasco de las sales, con una esponjita empapada dentro… Y más cosas… Retales distintos de telas escocesas…, rosarios…

—Vaya, todo al fuego —dije, después de haberlo arrojado todo a la chimenea…

La señorita “escocesa” se echó a llorar con gran desconsuelo… La señora anciana me miraba asombrada, pero al mismo tiempo encantada de que aquello se hubiera podido realizar sin que su hija hubiese estallado…

—¡Ah! ¡Y el bolsillo también! —dijo con puerilidad, en medio de sus lágrimas, la señorita de Dickens.

—También… Dentro de pocos días habrá usted perdido esos hondos dolores y esa inapetencia… Se habrá usted salvado en definitiva si, además, no se vuelve a vestir con tela escocesa. Ese traje es el traje de la que se despide de la vida, de la que aspira a ser la compañera de los muertos del pasado, de la que quiere irse al limbo de los personajes de novela que ya han servido…

En efecto, aquella señorita, vestida de azul y con un transparente bolsillo de malla de plata, respiraba un optimismo juvenil que no había tenido nunca, y la sombra que arrojaba sobre el suelo ya no era la sombra de una señora de compañía, sino la de una Diana ágil y desenvuelta…

 

 EL NIÑO IDIOTA

MUCHAS veces me llaman en las casas aristocráticas para que salve al niño idiota. Generalmente no hay manera de hacerse entender del niño idiota, y cuando no encuentro ese resquicio que a veces se encuentra en los idiotas, les doy por desahuciados y me marcho con pena porque sus gritos me llaman, como si en su idiotez se hubiesen dado cuenta que ha pasado por su lado el único que podía haberles salvado…

A algunos les he podido salvar desenredando poco a poco con mis dedos largos el gran lio que se había armado en su cabeza…

El último caso que he curado ha sido el de un idiota que, siempre al borde del gran estanque del palacio, no dejaba ni un momento de tirar piedras al agua, saciándole un poco el ruido de los buches que hacía el agua al tragarse las piedras…

Noté que le reprendían y le apartaban en seguida del estanque, aunque, con esa malicia y esa sagacidad de los idiotas, aprovechaba la distracción de todos y volvía a tirar piedras al gran estanque.

—Manolín, quieto… Manolín, no seas malo…

En todas partes hay una gran incomprensión del idiota, por lo que se revelan como más idiotas que él los que no acaban de comprenderle.

—No tiene más preocupación que tirar piedras al estanque… En cuanto nos descuidamos, ya está.

—Bueno, pues verán ustedes —dije yo—: el único medio de curarle es dejarle que llene el estanque de piedras, que vea rematada su obra… Entonces ya verán ustedes cómo reventará su idiotez en el gran suspiro que salva a los idiotas…

Me marché, y sólo después de varios meses recibí la visita del conde, padre del idiota, y me dijo:

—No se puede usted imaginar lo difícil que le ha sido llenar de piedras el estanque… Ha dejado sin una piedra el jardín, y a veces cogía tierra para rellenarlo mejor… Ha trabajado como un desesperado, como un albañil que trabajase a destajo… Pero ya hace unos cuantos días sobresalió sobre el estaque, cegado, una especie de pirámide de piedras, y entonces el niño, sentándose sobre el remate de su obra, dio el suspiro que usted nos había anunciado y entró en razón… No sabe usted qué niño más sensato es desde ese día… Parece que después de haber realizado la misión de su idiotez ya no hubiese necesitado serlo…

 EL GUIÑO DEL GATO

 

CONFIESO que la única vez que he sentido lo sobrenatural ha sido en casa de una anciana que me mandó llamar un día, a media noche, enviándome su administrador y un landó tirado por dos mulas.

Vivía en las afueras de la ciudad, en una quinta con tipo de huerta. No olvidaré aquella excursión como de cura que va a viaticar a alguien en el viejo landó, que olía a almohadones antiguos.

—¿Y qué tiene la señora? —le pregunté al administrador con tipo de cómico viejo.

—Vejez… Nada más que vejez —me contestó—. Ella dice que no; que es mal nervioso que la da sacudidas eléctricas, y que, sobre todo, la ataca en la punta de los dedos, en los que siente constantemente esas sacudidas de cuando se tropieza de mala manera con el brazo del sillón o con el borde de la mesa…

—Veremos —contesté yo.

Cuando la gran puerta de hierro se movió sobre sus carriles y la campanilla colgada de ella sonó como una loca, vi que corría un gato para avisar a su ama.

¡Qué triste le debería ser a la dueña ir a abandonar aquella quinta tan bonita, en tan grato oasis y bastante cerca de la ciudad!

Toda la casa olía a la casa bien puesta, cuidada, limpia, casa de campo en que se han quedado a vivir para siempre.

La escalera era la escalera ancha y optimista, por la que es grato subir y bajar.

—Que pase… Que pase pronto —oí que gritaba la señora anciana.

Pasé y vi a una señora que acariciaba a un gato con mano blanda e insistente.

—¿Y qué siente usted? —la pregunté.

—Pues como si me mataran haciéndome cosquillas… Muchas veces preferiría morir a sentir estas cosquillas horribles.

Oyéndola miré al gato, porque noté en él un gesto muy extraño, como de haberme guiñado un ojo…

—«¿Y por dónde cree usted que le entran esos cosquilleos? —Por los dedos.

Otra vez el gato, y esta vez clarísimamente, me guiñó el ojo.

Sentí que el enemigo allí era el gato, y como no hay cosa peor que indisponerse con un gato, y como aquella mujer no me habría hecho caso si la hubiera propuesto su muerte, me marché sin resolver aquella enfermedad…

 DESPUÉS DE CARNAVAL

 

DESPUÉS de Carnaval tengo muchos enfermos que recurren a mi clínica extraordinaria.

Su alma, su ser, su vida se han quedado confundidos por causa de la mascarada.

Me es muy difícil en esos enfermos curar el engaño, devolverles la verdad, arrancarles el antifaz, desposeerles de la obsesión.

Desde el baile de máscaras está así —me dicen muchas veces en casa de los pacientes, aún con la elegancia de aquella noche en sus actitudes de enfermos, como con frac si son hombres, y con traje de baile si son mujeres.

Recuerdo una a la que le pregunté:

—¿Qué la dijeron a usted al oído?

Se puso roja, amoratada, vinosa.

—No se lo puedo decir, no se lo diré; no lo diré a nadie nunca; no se lo podré decir al mismo confesor.

Yo me empeñé. Insistí día tras día, porque el humor herpético que se le había declarado desde el día del baile iba a infectar su sangre. No había manera de hacérselo soltar. Cada vez era más vivo el sarpullido de su rostro, las vetas y los racimos de morado que la cubrían casi por completo.

Tanto, tanto insistí en que sólo echando de su cuerpo lo que la habían dicho al oído se podría salvar, que un día, después de pedirme que la prometiera, bajo todas las palabras de honor, que no lo diría jamás a nadie, me dijo las palabras afrentosas y de vida interminable que aún labran en su alma un placer sórdido, una pestilencia extraña.

 LAS OJERAS

 

ME llamaron porque no se la iban jamás las ojeras. —Esas ojeras la van a matar —me dijo la madre—. Fíjese usted lo profundas que son y hasta dónde la llegan.

Ella, dócil a los temores de sus padres, se creía la muerta y echaba la cabeza sobre el respaldo del sillón. Me miraba desde los columpios de sus ojeras con mirada desvanecida.

Yo, sonriendo ante su perfecta belleza, no creí ni un momento en su enfermedad. Sólo me extasiaba ante su rostro plácido, que gozaba del gozo prohibido, de la voluptuosidad penetrante, de creerse morir en plena salud.

—Así es que, ¿qué cree usted que tiene la niña? Miré de nuevo sonriente a la mujer mimada y feliz, a la que llamaban la niña, y les dije:

—No tiene nada… Está perfectamente bien y es perfecta… Sus ojeras son las ojeras de la belleza, las ojeras que en la procaz belleza son la señal más optimista de que se sostendrá mucho en la vida la muy bella…

 LA CASA DE LA IGNORANCIA

 

AQUELLA niña había entrado a formar parte del mundo sin saber lo que era el mundo, y sin que sus padres lo supieran tampoco.

Me di cuenta de que había entrado en la casa de la ignorancia cuando entré en aquella casa ilustrada salo por almanaques, y en la que todas las palabras eran tontas.

No tenían más que dolor aquellos padres. —¡Doctor, que se nos muere! ¡Doctor, que se nos muere!…

La niña aquella no tenía pensamiento, se veía que no tenía pensamiento. Era la niña de manteca.

Me enteré que, aunque tenía ocho años, no había ido nunca a la escuela y nadie la había explicado nada del mundo. No quería salir, y no salía ningún día; no quería comer, y la llenaban de besos para que probase un bocado.

Aquella niña no tenía ninguna defensa para la vida, y en la vida hay que defenderse desde dentro, tener pensamiento por lo menos, aunque sea un pensamiento tonto.

Aquella niña no tenía remedio, y, sin embargo, por ensayar más que nada mí idea de lo que influye el pensamiento en la vida, fui todas las noches a aquella casa y comencé a enseñar a leer a aquella niña

A, B, C, D, G.

 

Se veía cómo se agarraba un poco más a la vida, y su cara, enfurruñada y revuelta, se iba distendiendo.

A veces me daba pena oiría preguntar:

—¿La luna es un espejito que mueve una niña en el cielo?

Poco a poco, aquella niña reaccionó, y cuando supo leer estaba salvada.

Yo sólo la dije cuando estuvo curada: —Mira, sólo quería que aprendieses a leer para que me leyeses en voz alta lo que pone en este frasco:

“AR-DO-RI-NA … BAR-BI-ER … DO-SIS … PA-RA - LOS … A-DUL-TOS … DOS … CU-CHA-RA-DAS … Y… PA-RA … LOS … NI-ÑOS … UNA …”.

—Basta… Ahora recuerda lo que voy a decirte… No vuelvas a tomar esa medicina cuyo nombre ya sabes…, y tira este frasco a la basura.

Los padres, que la habían atracado de Ardorina Barbier" antes de que yo llegase, callaron ante mi consejo, y la niña obedeció, curándose.

 EL AVARO

 

NOTÉ que era el avaro por cómo me dijo “Si usted me salva, le daré lo que me pida”. Noté que tenía esas manchas que les salen a los duros roñosos, ese herpético de la plata que es tan conocido.

Los especialistas de enfermedades de la piel no habían acertado, y habían dicho que era una gangrena incipiente. Sus ojos parecían de cristal e irse a caer de sus órbitas moradas, supurantes, lagrimeantes, como las de los sapos.

—Sí, mucho —me contestó.

—¿Usted quiere vivir?…

—Bueno, pues entonces me va usted a permitir que yo me meta en sus asuntos íntimos… Guarda usted demasiado dinero, como si fuese a vivir una vida de cien años, cuando, si sigue usted así, no va a vivir más allá de los meses crudos de este invierno… La primavera le aplastará…

—¿Y qué tengo que hacer?

—Gaste usted ese dinero… Dilapide usted… Sólo así, aunque se arruine, yo le aseguro que seguirá usted viendo la vida… ¿Y qué más le da ver la vida a los ochenta años sin dinero, que dejarla de ver muy pronto…?

—¿Y cuánto es su consulta? —me atajó.

—Nada; quiero que vea usted que no me guía, al recomendarle esto, más que mi deseo de que usted se salve… ¿No ve usted que sus herederos comenzarán a ahorrar ya en el entierro de usted?

Con esas palabras me despedí del avaro, que al poco tiempo me citó en una casa espléndida y me invitó a cenar con una damita repugnante que se había adaptado a vivir con el viejo, y que entre los numerosos estores de encajes que cubrían los huecos de los balcones y los que ponían como un gorrito bretón a los sillones en sus respaldos, iba también vestida de estores…

 LA QUE LA DUELE AQUÍ

 

LA que la duele “aquí” se podría llamar a esta enferma que se me apareció, andando como Hamlet, en la tranquilidad de un domingo por la tarde.

—Vengo precisamente un domingo, porque supongo que hoy no le distraerán a usted los demás enfermos, y mi caso necesita que usted fije mucho la atención en él —me dijo de sopetón, sin abandonar su postura de Hamlet.

—¿Qué es lo que usted siente? ¿Qué antecedentes tiene su enfermedad? ¿De qué se queja usted?

—Me acaba de hacer las mismas preguntas que los médicos vulgares, que no acaban de curarme… No es esto lo que yo buscaba…

—Bueno. Dígame usted lo que quiera sin necesidad de que yo se lo pregunte.

—Yo sólo le puedo decir que me duele “aquí”.

Y al decir “aquí” ni siquiera tocaba el sitio, sino que con un vago ademán señalaba a su costado, en ese sitio en que no hay ningún órgano especial…

—Aquí tengo yo algo —continuó ella— que me va a matar… que me come, que no me deja dormir, que me tiene sacrificada… Y no me pregunte usted lo que como, ni nada, porque he seguido todos los régimes y no se me va…

—Así es que la duele a usted “aquí” —dije yo, señalando en ese sitio vago y sin entrañas.

—Sí…; “aquí”.

—Bueno; ya sé lo que es eso… Hay que operarla inmediatamente… Yo no soy partidario de las operaciones; pero usted es un caso desesperado, urgente, perentorio…

—Eso es lo que yo pensaba… Pues ahí tiene usted… Ningún médico ha acertado con ese diagnóstico… Mañana le espero en mi casa, dispuesta a que me haga la operación…

Nerviosa, lívida, pero sin perder su actitud de Hamlet, desapareció la mujer sin caderas a la que la dolía “aquí”.

En seguida llamé a mi amigo y le encargué el papel de ayudante. El se quería resistir:

—¡Pero si yo no entiendo nada de Medicina!

—No importa —le replicaba yo—; yo sólo voy a hacer el conato de una operación. No voy a hacer sangre, y voy a hacer como que le saco algo con visos de misterio. El higadillo de un cordero, por ejemplo… Se trata de un juego de prestidigitación…

Junto a la cama de la paciente, al otro día después de haber hecho la operación, recibíamos las caricias de sus miradas de gratitud.

—¡Oh! ¡Qué aliviada me siento!… Pesa menos mi cuerpo… ¡Qué ligera me siento!…

Yo sonreí satisfecho. Ya estaba curada la pobre dama a la que la dolía “aquí”. No sentía yo plena alegría, sin embargo, porque, después de todo, como al que se opera de verdad y de verdad se le arranca el cáncer, la misma cantidad de muerte quedaba en la pobre mujer, porque nunca se puede operar de la muerte; la muerte se queda fresca, sana, curada después de la operación admirablemente hecha…, pero dispuesta a matar.

 LA NEURASTENIA

 

AQUEL hombre estaba neurasténico, y si no me encuentra hubiera llegado a la locura y a la consunción con que se consume una vela por la intensidad constante de su llama. El pábilo, además, le había crecido en la cabeza, y se había tumbado encendido, como sucede en las velas que se desangran por el colmillo.

Todos los médicos habían coincidido en darle la Kola Astier. La Kola no le servía de nada, y eso que la tomaba en cantidad como las mulas la cebada en el pesebre. La mascaba a todas horas, y así esperaba perder aquel deslumbramiento tonto, parado, inacabable de su cabeza.

Algo había encendido en él. Me hacía el efecto absurdo del que se ha tragado una bombilla eléctrica encendida.

Su cabeza, en los temblores que tenía de vez en cuando, hacía un zig-zag raro.

—Ahora paso aquello —me decía cuando le daban esos latigazos interiores.

¿Qué se mezclaba a su sistema nervioso que le ocasionaba esos tics, que había que convencerse que no se podían curar por los reconstituyentes ni por los ahorros esos que se le regalan a los nerviosos en frascos bien lacrados y caros?

¿Qué lombriz vaga e inmaterial —ni siquiera de esas inapreciables, pero materiales, lombrices nerviosas— se había mezclado a su espíritu?

Estudiando los días aquéllos en que contrajo la enfermedad, siempre salía a relucir una tormenta.

—¡El día de la gran tormenta de este Agosto!…

—¡El día de la gran tormenta de este Agosto!…

Pensé mucho en aquella tormenta, pero sin ver el rayo, cuando una tarde se asoció su temblor en forma de rayo con la idea de un rayo de verdad, un rayo de invierno, cuando el invierno no está lleno sino de los rayos que imitan de mala manera los troles de los tranvías en su contacto con el alambre…

El rayo que yo vi fue un rayo inalámbrico y auténtico y ya di por hallada la causa de su mal. Aquel hombre había visto el rayo con demasiada fijeza, sin cerrar el píloro de su alma.

Lo que tenía aquel hombre era la espina de un rayo clavada en el alma.

Entonces le tuve en la oscuridad durante quince días sin que le sorprendiese de día ni de noche una gota de luz, y así apagué el resplandor del rayo en sus entrañas.

 LOS MUERTOS DEL INVIERNO

 

EN cuanto comienza este invierno de Madrid que se inicia a últimos de Septiembre, hay unos seres que se dan por muertos. Son difíciles de salvar esos hombres. Se sienten cogidos, copados, muertos. Se entregan de antemano.

Es muy difícil curar a estos enfermos que tienen un miedo cerval al invierno que comienza. Se mueren a chorros. Dicen el primer día de friolencia: ¡Qué frío va a hacer este invierno! ¡Cómo aprieta el frío!

Se guardan el que morirán, pero están seguros, ven en todo entierro su entierro.

Cuando alguna vez he ido a verles he visto que estaban muertos de antemano, que se hacían los muertos, que esperaban urgentemente la hora.

Querían abandonar el brasero, la habitación, que aun con burletes se llena de viento y de frío. ¿Por qué detenerles?

Habían mirado por última vez las cosas, se habían despedido de todo, habían hecho los últimos saludos a los amagos.

Estos enfermos de primero de otoño de Madrid, que llaman urgentemente al médico, no tienen remedio, son los muertos voluntarios y los que alquilan los primeros ataúdes.

Ha sido tan fuerte el modo que han tenido de entregar la vida el día gris que ya no pueden rescatarla.

—Después de todo —me he dicho yo ante estos enfermos imposibles— mejor es la contribución voluntaria de la muerte que la contribución obligatoria… Este hombre que así se pliega a morir es que va a descansar, es que se despide en su hora, degustando bien el panorama de Madrid cubierto por las nubes y por las caperuzas de los paraguas.

 EL RETRATO

 

FUE muy extraño cómo presentí que debía curar a uno de los casos en que más brillante ha sido mi éxito.

Me llamaron de casa de un viejo amigo de café. No tenía nada, sino miedo; y para guardarle del miedo consentí en pasar aquella noche trabajando en su despacho mientras él dormía tranquilo sabiendo que yo estaba en la casa. Era el señor que ve por primera vez la sangre, y cree que está muerto, que le han matado de una puñalada, que echará un cubo de sangre después del primer esputo. Indudablemente estaba soñando con lagos y mares de sangre.

En el despacho yo miraba los cuadros, que eran iluminados por la lámpara de pantalla abierta por arriba. Parecía que les servían la luz unas candilejas potentes. Parecían asomarse al proscenio de la pared, representando papeles extáticos. Me miraban como al señor de las butacas sentado en una butaca de orquesta.

Sobre todo un retrato me miraba con súplica, convenciéndome, queriendo llevarme tras sí, queriendo que yo entablase con él —es decir, con “ella”, porque era una mujer la retratada— ese palique que preludia las grandes declaraciones de amor que han sido exigidas por unos ojos.

El ser lejano o próximo al que representaba aquel cuadro era indudable que tenía que pensar lo mismo que el cuadro y que dedicarme su fijeza. Aquel gesto y aquella pretensión no cuadraban con el cuadro. He visto muchos cuadros, y he sabido no engreírme con las miradas fascinadoras que dedican algunas bellezas inmortales a todo el que pasa.

La bella joven del cuadro me estuvo guiñando un ojo siempre que levantaba la mirada hacia ella. Después, cuando yo me quedaba fijo en sus ojos, éstos no se movían. En ese momento de sorprender de nuevo el retrato, y de sorprenderme de que cuando mis ojos parpadeaban hacia ella, ella parpadeaba hacia mí, y más del ojo izquierdo que del derecho, vivía ella, pero cuando quieta mi mirada y atenta, quería ver lo que había de verdad en su entornamiento de ojos, ya rólo la veía suplicante e inmóvil.

—Señora —dije, dirigiéndome a la esposa del enfermo, cuando pasó con una tisana, atravesando el despacho—, ¿quiere usted sentarse un momento aquí?

La señora se sentó.

—¿La mira a usted ese retrato?

—Caballero, esa señorita es mi hija… Vive en un pueblecito de cerca, en Getafe… La quiero mucho…

—Bueno… Eso está bien…; pero yo la pregunto si la mira…

—No. Sólo mira cuando se entra por aquella puerta del fondo… Su padre y yo nos paramos muchas veces en el dintel de aquella puerta para encontramos con sus ojos…

—Señora… La voy a decir una cosa… Su hija me necesita, me ruega que vaya por su casa, quiere, indudablemente, algo de mí…

—Pues ya lo sabe usted… Mañana puede usted ir a Getafe… Calle del Limonar, diez y seis… Siembre se ha quejado de un dolor aquí, en el corazón del lado derecho —como dice ella con una frase muy gráfica y muy graciosa—. No estará de más que la vea… Le daremos una carta.

Al día siguiente, después de dejar al contertulio tranquilo, y ya como con la herida cerrada y la laureada en la solapa, como en pago a haber derramado sangre, me dirigí a Getafe…

***

 

Al llegar a la puerta de la casa, y frente a la pequeña reja de cárcel que servía de mirilla, sentí todo el rubor de la visita. Realmente, ¿a qué iba yo?

La puertecita de madera del ventanillo sonó como una ventana que se abre… Ella, la del cuadro, apareció cuadriculada, como a la ventana de una cárcel de mujeres… Tal confianza sintió aquella mujer en mí, que, después de mirarme, y sin preguntarme nada más, me abrió la puerta y me rogó que pasase. ¡Si nos habíamos estado mirando toda la noche!

—¿Y qué desea usted? —me preguntó, cuando me senté en el sillón del despacho del esposo y hubo leído la carta de presentación.

Yo vi que ella sabía lo que yo deseaba, y que me lo había preguntado por cumplir.

—Pues yo soy un doctor, al que llaman Inverosímil, y al que sus padres han dado la misión de curar a su hija…

—Sí, es una pequeña molestia, un dolor como si me diese el corazón del lado derecho… ¿De qué será eso?

—Eso es que tiene usted el segundo corazón, el corazón de los pródigos.

—¿Y cómo curar esta apretazón que siento aquí? Una mano lo aprieta como una esponja chiquita y lo escurre sobre mi riñón.

—No tengo más remedio que aconsejarla una cosa inmoral, ya que no tiene hijos… Tiene usted que enamorarse de otras cosas; tiene usted que llenar ese corazón…

—¿Pero cómo se consigue eso?

—Pues sin rechazar lo que en usted es viejo afecto aceptar los nuevos afectos que necesita…

—Precisamente anoche estuve toda la noche con la mirada perdida, pensando en cómo amortiguaría este dolor que siento… ¡Cúreme usted!…

—Yo me ofrecería; pero yo necesitaría los dos corazones…

—Tómelos… —me dijo, ofreciéndome sus senos, como el joyero que ofrece en dos estuches diferentes dos joyas muy parecidas, pero desiguales…

Confieso que en aquella ocasión ha sido la única vez que yo he abusado de mi profesión, pero salivé del vacío del lado derecho a la más característica de las mujeres de dos sensualidades, de dos corazones.

 EL CONSUELO DE LA MUERTE

 

—Si no hubiera estado inventada la muerte no hubiéramos nacido —digo yo, para consolar de su miedo a morir, a mis enfermos.

—¿Cómo? —me suelen preguntar ellos.

—Pues porque habría estado el mundo tan Heno de gente hace tanto tiempo, que nuestra generación de ningún modo habría podido nacer… Mucho antes de nosotros, un mundo lleno de gentes hubiera fijado el completo, enhiesto en lo más eminente de la vida… Si no hubiese sido por la muerte, no habríamos podido saciar nuestra curiosidad, y todas esas generaciones que esperan la vez, y en las que se repite nuestra curiosidad, no podrían ver nada.

—Sí, pero ¿y no ver lo nuevo?

—¿Lo nuevo?… Créanme que no merece la pena de esperar, después de todo… Lo que viene se parece a lo que pasó… Es como esas sesiones continuas de cinematógrafo en que se repite de nuevo la primera parte del programa al llegar a cierto punto.

Al fin parece que se dan cuenta y se resignan mh enfermos, cuando no dan ese latigazo con la cabeza, que es como el restallido de la vida que no quiero de ningún modo admitir esa posibilidad.

Entrando en ese trámite de consuelo, que es como la Extrema Unción, por medio de la palabra sencilla y sensata, recuerdo que se me murió uno de mis enfermos, de esos enfermos imposibles, a cuya cabecera me llaman, inútilmente muchas veces…

—La muerte —le iba diciendo yo— es precisamente el dejar de concebirla… Donde menos está ya la muerte es en el muerto… El muerto está ya al margen de la idea de la muerte… La muerte se queda en nosotros, que la miramos; él la arroja en manos de los vivos y se desprende de esa idea desagradable…

El enfermo se había puesto pálido, y sus ojeras se habían ido corriendo sobre la mejilla, como dos lágrimas sucias.

—La muerte… —dijo tartamudeando y con una voz desde el sótano de la muerte…,

No pudo decir más. Era aquello; lo había dicho inmóvil, así es que no se estremeció siquiera.

Nunca he oído decir "la muerte' con más claridad, más desde la muerte, con más vacía resonancia.

No olvidaré aquel “la… MU-ER-TE…”, que era el comienzo del párrafo de la verdadera definición, aunque realmente él me abandonó la palabra y se durmió, olvidado de la muerte.

 EL QUE NO PODÍA DORMIR

 

SOBRE todo los que me llegan a decir “No podemos dormir” son los enfermos que más me

Es urgente y necesario salvarles. Yo sé que no tienen que ver nada con mi especialidad, pero me angustian. Veo sus noches largas de no dormir, aunque yo haya dormido bien.

—Luego anoche, mientras yo dormía, este pobre enfermo velaba desesperado…

—¿Qué hacer contra el no dormir? ¿Emplear las medicinas clásicas?

Oigo los pitidos, los estertores asmáticos del pulmón, el “llanto de niño” que se produce en el fondo del pulmón. ¿Cómo apagar eso?

Vienen con urgencia para no pasar una nueva noche de insomnio, para descansar esta noche. Yo les miro con pena, pensando que más fácil es que yo me quede esta noche sin dormir también que no que les cure lo imposible…

—No dormirán esta noche tampoco —pienso.

Sólo he resuelto el caso de un insomne terrible que me decía:

—No sólo cuento las horas normales, sino otras horas que son repetición de esas mismas… Las tres las oigo dar tres veces, con el intervalo de una hora cada vez que dan, y las seis también las oigo sonar tres veces, con el mismo intervalo de una hora entre vez y vez… Yo me muero si sigo así… Oigo los trenes lejanos que pitan ya frente al primer túnel… Me aplastan los tranvías y saltan sobre mí, cuando en el lugar de los cambios de vía dan ese salto tan parecido al de los barcos sobre la ola.

—Usted tiene el oído que no duerme… Es capaz de dormirse todo en usted, hasta su alma, pero no su oído… Tiene usted que cambiar el insomnio por la sordera…

—Mil veces la sordera. ¿Usted sabe lo que es oír despierto los sonidos que se producen en el bosque de los muelles del colchón y oír esos ruidos de aguas burbujeantes, espumeantes, glugluteantes que se sienten en el silencio, mido de mil depósitos de retrete inodoro que estuviesen chorreando constantemente.

Y le dejé sordo al pobre insomne, y durmió desde entonces como sobre el más mullido montón de algodón en rama del sueño.

 EL QUE NO SABE NINGÚN SECRETO DE LA VIDA

 

¿Es que se puede no saber ningún secreto de la vida, y vivir?

—En cualquier momento te morirás —le diría yo a ese hombre que siempre se mira a la nariz al mirar a los demás, o a ese que se mira las uñas en cuanto se siente solo.

El que no sabe ningún secreto de la vida no tiene agarraderas. Si viene un viento un poco fuerte, caerá y lo barrerá el mar sobre cubierta.

Cuando encuentro al que no sabe siquiera un secretillo de la vida, lo desahucio, y después sé que la fiebre se le fue comiendo como un león. Fue todo él, seguramente, pasto de las llamas.

No saber, por ejemplo, que se debe mirar a todo lo que se tiene alrededor, al servicio, a los cubiertos, si se come; no saber que cuelga uno de todo lo que cuelga, y que hay que amarrarse a ello durante el día; desdeñarlo todo, pensar sólo en la ambición, gastar el tiempo en mirar las vetas de humo, etc., etc. Todo eso es peligroso y desleal. Todo eso y todas las cosas por el estilo hacen peligroso al hombre.

Hay que estar en el secreto de que hay realidad debajo de los divanes, de que el hombre que guía el carro que se borra entre los carros tiene personalidad; de que las ropas sirven a nuestra realidad, y sin su realidad desapareceríamos de pronto. Hay que estar agradecidos hasta al reloj.

Todo el que posea muchos secretos sencillos de la vida debe estar tranquilo, porque verá morir a muchas gentes alrededor suyo antes de que le toque a él.

Los que se amarraron bien a cada farol, a cada esquina, a cada fondo de portería, son como los barcos de los que salen veinte maromas que les atan a las grandes setas de hierro del puerto.

 EL TÍO DEL IMPERMEABLE NEGRO

 

NO acababa de comprender qué le pasaba a aquel hombre largo, largo, siempre con traje claro y con unos bigotes como dos cuernos en su rostro agudo y alargado. Era un hombre triste, equivocado en todas las cosas, y que no hacía falta en la vida, ninguna falta…

No se alimentaba de la vida aquel hombre; no aceptaba su parte de aire, de luz, de vida, algo que no es el alimento, ni el agua, ni la medicina.

Aquel hombre parecía el hombre metido en un canuto.

—Asómese más al balcón —le dije yo, por decirle algo, sin acabar de comprender en qué podía consistir su mal,

El hombre largo, de bigotes como cuernos de cabra de los Pirineos, señalaba atrozmente las arrugas que tenía a ambos lados de su boca, desde las comisuras de la nariz, cuando hablaba de su enfermedad.

Sólo el día que le vi por la calle, corriendo por ella, bajo un cielo despejado, con un impermeable negro, me di cuenta que era ese hombre de negocios que se pone el impermeable todos los días y se ahoga dentro de su impermeable, porque, además su impermeable es como de piel de foca, negro, abrumador, apagador de la vida, gran creador del reuma.

 EL NOCTÁMBULO

 

LAS horas hay que tenerlas muy en cuenta. Hay horas malas para un hombre, y otras que son buenas para él, variando esto de unos a otros. Esa hora antipática, fría, irresistible, que es en la que, si puede, se marcha del mundo el enfermo, y la que, en definitiva, será su última hora, hay que saberla encontrar.

Yo me doy cuenta de esa hora como nadie, y sé que no es la hora en punto y limitada por los momentos precisos en que suenan dos horas; es una hora que oscila entre las ocho y veinticinco y las nueve y veinticinco, o entre las tres y cinco y las cuatro y cinco.

Salvada esa hora, todo está salvado. Es por donde hay que construir el puente.

Todos creen que la del alba es la hora fatal para todos. No. De la fosa común del alba ya hablaré y pintaré después el momento decisivo.

Entre los casos que no se hunden en la fosa que se abre en el alba para acoger a los moribundos, no olvidaré el del noctámbulo.

La familia había llamado a todos los médicos; pero aun con eso se moría aquel hombre joven, animoso, que hacía llorar con su alegría.

Yo entré con confianza en aquella casa, y al dejar el bastón en el perchero produje ese ruido qué sé que les anima a los enfermos.

El pobre muchacho, moreno, de ojos sin veladura y de frente ancha, me miró, sin poder mover la cabeza ya. Era ya la estatua yaciente, fija y como atornillada al hueco de su almohada.

Su hermana me fue contando sus costumbres:

—De noche va mucho al café y después está trabajando ahí arriba hasta las cinco y las seis de la mañana… Muchos días para dar un apretón de manos a la mañana —como dice él— se queda hasta las siete…

El pensaba en sus noches con ese enternecimiento que sugiere la noche, la hora del gran espectáculo.

—Bueno; pues yo, que también soy trasnochador —dije yo—, me voy a quedar velando al enfermo, y voy a saludar también a la mañana…

En una butaca baja, pero cómoda, una de esas butacas impares y descabaladas que buscan los rincones discretos de las alcobas para acabar su vida, fui viendo desfilar las horas de aquella noche. Procuraba hablar poco con el noctámbulo, aunque sus ojos eran los de un búho que ve, que lo ve todo…

—¿Qué ve usted en el techo? —le preguntaba yo de vez en cuando.

Y él, como si en el techo estuviese la pantalla del cinematógrafo, me contestaba con gracia, contándome cómo era un amigo suyo o cómo era el libro que estaba leyendo…

Así estuvo lúcido, valiente, como si a esa hora despachase con la noche, acostado en su cama, como si estuviese sentado frente a su mesa de despacho.

A las seis y media se durmió, y estuvo durmiendo hasta las diez, y a las diez se puso desazonado, soliviantado, despiertos todos los pitos de su pecho, despierto el estertor. Toda la familia se congregó alrededor del lecho, agarrados todos a los fríos barrotes de la cama. Todos me miraban, implorándome y desconfiando de mí. ¿Seria como los otros?

Por el balcón entreabierto yo miraba la mañana de las diez, porque tampoco la conozco apenas. Echaba cuentas mentalmente… “Si este hombre se acuesta a las seis y media de la mañana, a las diez es su hora fatal. Los otros médicos no se han dado cuenta de este cambio de naturaleza, y han querido evitar la recaída común, que lo clásico es que coincida con el atardecer y con el alba”.

Me dirigí al enfermo:

—¿A que a las diez de la mañana es cuando siente usted la mayor pesadez mercurial, hija de esa hora argentina, argentina como lo es lo mercurial, también plateado de color, pero que en tan gran cantidad como está en las diez de la mañana, la hace abrumadora, aunque radiante?

—¡Odio las diez de la mañana en la ciudad!… ¡En el campo, si es muy amplio el horizonte que tengo delante, las soporto y hasta a veces las admiro! ¡Aquí odio las diez de la mañana! —dijo desde su hundimiento, los ojos como los relojes a los que se ha quitado el cristal y el cerco…

Las diez de la mañana, implacables, ponían su nieve de alegría en la mañana de invierno.

“Peligrosa hora ésta de las diez —pensé yo para mí—, la más peligrosa quizás de todas… Hora enconada para poder reaccionar, hora que se echa encima del débil que tiene la desgracia de estar despierto durante ella, y que le aplasta y le pone la rodilla encima”.

Lo que si me daba esperanza es que aún estaba por probar la resistencia del enfermo en la hora del recargo.

Al día siguiente le preparé desde por la noche, como el que cuida al que decide desayunar antes de acostarse. La comida floja, a las dos de la tarde, que es cuando se levantaba, y la cena, fuerte, a las nueve de la noche, que es cuando estaba en sus diez de la mañana naturales… A las seis y media de la mañana le di la quinina, le preparé todas las resistencias…, pasó dormido por las diez de la mañana que era su madrugada peligrosa, y a las dos y cuarto de la tarde no se había despertado; dormía tranquilamente y había pasado por primera vez a convaleciente.

 LAS MIRADAS

 

AQUELLA jovencita estaba exangüe, envuelta en la manta del último viaje, con un calientapiés como los de los antiguos vagones de tren debajo de sus pies. Me miró hondamente y noté que su mirada se quedaba colgada a mi mirada como un racimo. No era aquella mirada de pasión, sino una larga mirada, una mirada copiosa, inacabable.

—¿Y mira así siempre a todos? —la pregunté de sopetón a su madre.

—Sí. Siempre —me contestó la madre—. Ella me regula mirando distraída, con la cabeza baja y los ojos puestos en mis ojos, como si diesen a sus miradas el abrazo que da el marco de gruesa concha al cristal de unas gafas.

—¿Siempre así? —insistí.

—Siempre —me repitió la madre.

Entonces me puse a pensar en lo terrible que sería esa misma mirada derrochada en todos lados. En el tranvía, cambiada con los que van en la plataforma y les van sucediendo y todos succionándola como vampiros de los ojos descuidados y generosos. Sin que fuese apasionada aquella mirada, la había ido haciendo perder esa especie de ahorro de miradas mezcladas a esencia de espacio, que es el porvenir. Se puede mirar a muchas cosas constantemente, con interés, con atención, con idea de lo que se mira, porque así lo que se mira tapona y cierra la mirada; pero tener esa mirada sucesiva, sin final, sin límites, es perder la vida como quien se desangra.

—Esa mirada es la que va a matar a su hija… Hay que acostumbrarla a ver las cosas… A apartar a tiempo la mirada de las gentes para ver las cosas… ¡Ni una mirada que no vea lo que mira!

—«¿Pero cómo, si ya es una costumbre inveterada?

—Pues vendándola los ojos como cualquier pretexto —dije en voz muy baja a la madre—. Con los ojos vendados irá reaccionando, reaccionando, y la verá usted volver a cobrar la expresión.

 LOS MICROBIOS

 

EN mi laboratorio he estudiado mucho los microbios, y mi opinión es que son una cosa inofensiva, encantadora, ingenua, que mata.

Nos debe consolar esta gran inocencia que tiene el microbio de que ocasiona la muerte, esta fe que tiene en que vive en su mundo. Yo les he mirado en mi microscopio de Wernich, con el triple lente perfeccionado, y les he visto alegres, confiados, acampados en un universo del que han tenido la revelación humana.

Son entretenidos y curiosos. Yo, más que su física, he estudiado su psicología, su carácter, su expresión, el sentido optimista de su vida.

Hay microbios alegres de enfermedades terribles, que si me atacasen a mí, yo creo que sonreiría en medio de mi agonía y encontraría consuelo en pensar en cómo estarían de alegres mis microbios en la “kermesse” de mis entrañas.

Hay microbios lentos, reflexivos, desconfiados, con andares de pantera, que me son menos simpáticos; pero se ve que ellos no han elegido su sitio, que ellos no han venido de lejos con la fiera intención de guarecerse precisamente en nosotros, sino que de pronto se encontraron en nuestro país interior y tuvieron que aceptar el ser nuestros indígenas.

  

 

Hay microbios que son como focas; otros que son como los alegres geómetras que surcan las aguas como balandristas consumados; microbios que son como ciclistas; otros que hasta parecen personas que se pasean. ¡Qué enormes hormigueros! ¡Qué interminables caravanas!

A lo que más se parecen son a los trabajadores que hacen algo en los alrededores de un rio, en la fértil campiña de unos lagos. Pobladores de los valles también parecen casi siempre.

Lo único que son es feos. Eso si. Sus rostros no tienen nada de nosotros. Son de algún modo nuestros hijos y no se parecen. Tieneli generalmente rostros de Thenia y cara de serpiente, monstruoso tipo de gran pulpo, aspecto de calamar, rostro de avispa, cabeza de galápago.

¡Cómo juegan en su valle! Juegan y aprovisionan cosas que comer y comer a todas horas, porque la tierra en que asientan es comestible y les sirve de alimento.

Los malvados somos nosotros. Si nos dejásemos llevar de un criterio de justicia superior no intentaríamos extirparles. ¡Ellos son tantos y no ponen en peligro sino a uno! Hay medicinas, hay inyecciones que son como una “mina” que estallase en medio de ellos, sembrando de cadáveres todos los alrededores. Su actividad se paraliza primero. Se ve que han sido envenenados y que sufren las consecuencias finales.

  

 

Los microbios son dicharacheros, son futbolistas, son corredores de carreras a pie, son nadadores, son andadores de grandes distancias, son mineros, sólo por la soldada; son constructores de pozos, son patinadores, son comedores de la tierra en que residen.

Casi todos los microbios hubiesen pasado inadvertidos si no se hubiese inventado la manera de vestirlos, de destacarlos, de teñirlos. Ha habido y hay grandes acuarelistas de los microbios, y constantemente hay algún grande hombre que inventa alguna manera especial de teñir los más negados a eso. Se nota en ellos el sobresalto y el orgullo de estar vestidos de colores.

Los microbios se enteran de todo. Los microbios comadrean durante todo el día.

—Pues mira, hoy está perezoso —se dicen.

—Pues mira, hoy va a salir de paseo.

Bajo nuestra serenidad ellos batallan y se matan, se matan y el morir tiene en ellos toda, toda la importancia que en cualquier otro caso tiene la muerte.

No hace mucho el profesor Richet proponía que se cambiase de antisépticos porque los microbios se han habituado a ellos.

Da pena la lucha obstinada contra los microbios y parece mentira que el temor de morir sea tan negro. Viviendo espiritualmente con los microbios, con el gran ojo de relojero puesto en ellos se les toma cariño y casi se convierte uno en un microbio más entre los microbios.

Viéndoles, he pensado muchas veces que deben ser muy irónicos, y quizás lo que les divierte y lo que les mueve más es la ironía.

  

 

¿Su origen cierto? Parece como si hubiesen sido originados por la pluma aburrida de la Providencia, su plumilla de dibujo. Son una demostración de fantasía variadísima, de insuperable imaginación.

  

 

Quizás fuera de nuestro cuerpo, en nuestros tubos de ensayo, en esos Hoteles Falaces a cuarenta grados, que son nuestros criaderos de microbios, no obedezcan más que a la extinción de ciertas medicinas y ciertos preparados; pero en el fondo del cuerpo obedecen a ciertas ideas, les hace benignos el optimismo, les neutralizan esas corrientes de una electricidad personal de que somos dueños y que una cierta idealidad hace eficaz y la torpeza inutiliza.

Somos por dentro algo así como un museo oceanográfico, profundo, subterráneo, con sus ventanas de cristal al agua, en que diferentes seres se mueven, tienen su egoísmo, viven su literatura.

Yo tengo hecha una clasificación psicológica de los microbios, y tengo los malditos, los bobalicones, los locos, los admirativos en forma de o, los que son como la puntuación confusa de nuestra vida —puntuemos bien todas nuestras ideas y nos dejarán tranquilos—, etc., etc.

Nada más sabio que esa decoración de los microbios. Yo he intentado a veces hacer microbios falsos, pequeños rasgos de la pluma sobre el papel blanco, y nunca me ha dado el conjunto de esos rasgos, la impresión de microbios. Cada microbio supone un tipo de letra, un signo, un número, algo profundamente lógico. No nos morimos por lo arbitrario, por algo que se improvisa en nosotros mismos, sino por una profunda lógica, escrita con la letra auténtica, autógrafa de la naturaleza. Como se ve, podemos morirnos resignados y satisfechos. La orden de morir es legítima, pura, inocente, no merece que nos incomodemos mucho.

 LA BURBUJA

 

No he encontrado en ningún libro nada de esta enfermedad que es origen de muchas muertes.

Yo he comprobado en mi larga experiencia que hay muchos que se mueren por la burbuja.

¿Qué es la burbuja? Es algo que casi no podemos atajar, pues nadie nos llama cuando se la siente henchida en nosotros. Si me llamasen en esos momentos no hubieran muerto muchos que han muerto sólo por la burbuja.

Esa burbuja es una burbuja, esa ampolla medio de cristal, medio de liquido, medio de aire, medio de nada que un poco de aire inventa. Cuando esa burbuja se forma en los centros misteriosos de la vida, ¡cómo corre por todos ellos viva como un globito interior que juega como lo ingrávido en un ambiente así como el del fondo del alma!

Sólo un globito de ésos, de aire y de nada, mata a muchas gentes. Generalmente formado en las entrañas o en los vacíos sube hacia el corazón, y cuando se rompe su burbuja rompe ese equilibrio y esa marcha tan débil del corazón, y es, aunque sea una sutil burbuja la que ha estallado, algo así como una bomba contra el mismo corazón.

Hay un momento, cuando se siente la burbuja en el corazón, que tiene remedio la muerte. Haciendo exhalar esa burbuja, suspirando con suspiros hondos, se la deshace, se la airea y evapora. Si aun así no se deshiciese, hasta se podría intentar una simple abertura del pecho en el lado del corazón. Esa es una operación sencilla, y con sólo abrir un minuto una brecha ahí, el peligro habría desaparecido.

Se podría decir que esa burbuja es algo así como el hipo del alma suelto y esparcido por todo el cuerpo.

Muchos se salvan muchas veces de esa burbuja que aprieta su corazón, que lo quiere levantar, que se pega en él y lo angustia largos ratos, como si él sintiese esa tirantez del pequeño vacío globeal que quiere estallar. Las viejas suspirosas, esas viejas que sin ton ni son llenan las casas y las iglesias de suspiros, de unos suspiros que son enrarecedores de la vida como el ácido carbónico, son las que más viven, porque así se desprenden de esa burbuja fatal que sonda el corazón, que hasta parece penetrarle y querer estallar en él.

 LA SIESTA

 

TODO el que duerme la siesta se lo calla. Yo es esa una cosa que tengo que saber y por la que pregunto siempre. —¿Usted duerme la siesta?— ¡Pero no sabe usted que imitando dos veces la muerte, durmiendo dos veces, está usted mucho más cerca de caer!

Estas y otras palabras digo siempre a los que duermen la siesta, la bárbara costumbre, que suprime el mundo demasiado, la cosa más debilitadora y más nociva. El que duerme la siesta está mucho más descuidado, ha perdido una vigilancia que debe tener.

Ha habido muchos casos de esos de quedarse muertos en la cama, entre las gentes de sueño copioso.

Yo recuerdo una mujer que dormía una honda siesta. Aquella mujer no era mi cliente, sino mi amante.

Tenía la costumbre de dormir la siesta, y como no creía en mí tío me hacía caso ninguno cuando la indicaba que acabase con esa costumbre. Observé en ella las condiciones de la siesta y me di claramente idea, por sus despertares de todos los días, de cómo se sale de la siesta de una enfermedad, de una especie de pesadilla, de una pereza crapulosa, y por eso el que se levanta de la siesta tiene un poco reblandecido el cerebro y toma un marcado aspecto de convaleciente.

El tipo de aquella mujer durmiendo era el de una muerta. La transición entre la vida y la muerte se veía que no podía ser más veraz, y sus ojeras en el sueño eran más profundas y hasta su vientrecillo sin corsé se hinchaba un poco.

En una de esas siestas, como yo esperaba y me temía, se quedó fría y muerta aquella bella mujer, ¡Ah, las siestas!

 EL AMANTE

 

EL marido me recibió muy solemne en el despacho con mesa de ministro, tristes butacas de gutapercha negra, reloj de témpano en la mesa, muy agrandada la hora, como con lentes de miope, en la gruesa bola de cristal. En la pared roja, el reloj de pared era de esos de despacho, en que en una especie de sarcófago de niño se mueve una péndola que parece un termómetro de adorno.

El marido se rizaba seis bigotes indeterminadamente, pues de los lados de la barba destrenzaba él en la distracción y en la nerviosidad varias guías.

Me explicó la enfermedad.

—No responde a ningún medicamento, pero tampoco se agrava… Su enfermedad está estacionaria en lo grave desde hace un mes… Yo no me aparto de su lecho…

Pasé a su alcoba. El estucado rosa tenía más brillos de panteón que ninguno. La cama se movió y tuvo sus chirridos de alegría, de esperanza y de impaciencia al ver llegar al nuevo doctor. Todo había sonado a que la paciente se había incorporado, pero no, se había colocado bien.

Era una mujer bella, aunque por causa de la larga enfermedad los huesos habían señalado su dibujo en el rostro.

Estaba grave, con una fiebre de tipo permanente. Su pulso se desgranaba en los garbanzos grandes de las grandes pulsaciones, coagulándose en su violencia, aperlándose cada palpitación.

Mujer fuerte y grande, debía tener pies muy grandes, por cómo levantaban la sábana y la colcha como los pies en mármol de las estatuas yacentes.

Reconocida la enferma y el caso, me fui. No veía nada de particular en él; pero a través de los días, frente a aquella desesperante enfermedad sin mejoría, pensé que allí había algo que no la dejaba romper, que la crisis estaba evitada y quizás el marido, aquel marido que se rizaba como la lana de unas barbas de astracán todos los mechones de su barba, debía tener la culpa de esa parálisis de la enfermedad.

—Ahora, como médico, le recomiendo que salga… Va usted a caer como su esposa… Además la sentará bien estar sola…

El marido, por fin, salió con su abrigo de paño de cura y piel de ardilla, y yo entré entonces en la alcoba y la dije a la mujer sin más ni más:

—Necesito que usted me diga dónde vive su amante…

La mujer, pálida, destapada, con la espalda al aire, me miró como si la fuese a matar con los mismos derechos bárbaros del marido. Extendió los brazos como para parar las numerosas balas de la browing, y después me dijo el nombre de él y la calle en que vivía.

—Lo voy a traer —la dije. Ella entonces se encogió hacia la almohada, sentándose en la almohada como en un diván y pegada a la jaula de la cabecera enverjada de la cama me miró con pánico.

—Se lo voy a traer, si; pero no para reconstruir la escena del adulterio… Yo no soy un juez, yo soy un médico… Lo voy a traer como practicante mío y se van ustedes a ver… Después me tiene usted que prometer que será prudente, si no la segunda crisis no podría resolverse… ¿No comprende usted que acostumbrada a este amor, el día que él esté completamente ausente en su enfermedad tendrá usted más probabilidades de morir que de vivir?

Fui por el amante que sorprendido y creyendo que yo era el marido quiso huir por el balcón como los héroes de drama —balcones sobre el nivel de la tarima incomparables con un balcón verdadero, a veinte metros sobre el nivel del mar.

— Soy el doctor —le dije— y necesito que se vean ustedes… Hay mujeres que mueren por no ver a su amor verdadero en los momentos de peligro… El que las vele su marido es lo que más las mata.

En efecto, a los pocos días estaba buena aquella mujer.

 EL CANONIGO

 

—Yo no sé qué tengo, pero no siento apetito ninguno y estoy desconcertado… Sé que si sigo así me moriré… —me dijo el buen canónigo vestido de morado.

Se veía que aquel hombre estaba demacrado, con rostro de vieja que se va a morir, con azulosidades bajo los ojos como las que tienen las monas en las ojeras. Veía que se iba a morir y, sin embargo, me hacía gracia su traje morado, el más absurdo de los colores. Sentado con confianza en el sillón de su casa, se veían sus zapatos de hebilla y sus medias moradas estrepitosas y demasiado toreras.

La librería pequeña llena de libros pequeños, una mesa con el Cristo en el palo largo, un gran baúl y un armario de pino, eran con el lecho todos los muebles de su habitación.

—¿La patrona le trata bien?

—Muy bien. Es mi madre.

—¿Qué libro es el que más lee?

—Unas meditaciones… Pero apenas paso de la letra de lo que leo porque mi mal me distrae mucho y no me deja coordinar pensamientos.

En aquella habitación sombría y en todo parecida a la de una casa de la provincia, parecía un doctor de las viejas universidades… En conjunto era como uno de esos cuadros que hacen a los obispos para figurar en la galería de la Catedral donde están todos los que han sido jefes de aquella diócesis.

—¿Dónde está el mal de este hombre? —me preguntaba yo.

Estuve con él toda la tarde. Volví a hacer su día normal. Le acompañé a la catedral, di los paseos del anochecer con él en compañía de otros canónigos desgastados, de esos que se pisan los manteos por delante.

Nada. No veía en qué pudiese consistir aquel mal. Entonces pensando que todos los síntomas eran de que el mal le entraba por los ojos, me paré ante el morado y no con la mirada inocente con que siempre había mirado ese color, sino con todas las sospechas.

El morado es un color deletéreo de profundos estragos. Es quizás el único color que ve el alma y que la aflige. Es tan disolvente en quien penetra que borra todas las otras ideas y queda como un gran lamparón flotante.

—O usted deja el morado —le dije— y huye de todo lo que se mezcle con ese color o no se le curará a usted esa misantropía y esa desgana que acabará por matarle…

Me escuchó con tan firme convicción que retrocediendo en su carrera pidió un curato de pueblo para acabar sus días.

 EL CANDADO DE LETRAS

 

QUÉ ha pasado? —pregunté a la criada al entrar.

—Que está “ido”, señor doctor —me contestó la doncella.

—¿Cómo que está ido?

—Sí, que está loco el señorito Fernando. Entré apresuradamente en el comedor en que solían estar reunidas todas las hermanas, porque los hombres de la casa casi siempre estaban ausentes.

—Nosotras que siempre le hemos oído con curiosidad y en visita, nunca hubiéramos creído que íbamos a tenerle que llamar para un caso que tanto interesa a nuestro corazón…

—¿Pero qué pasa? Acaben de decírmelo…

—Que Fernando está loco hace días… No sale de su cuarto y no hace más que pensar como queriendo recordar alguna cosa…

—¿Le puedo ver?

—Pase.

Y pasé a una alcoba con un gran armario de pino, una mesa y una cama. Quince pares de botas en fila, ocupaban la habitación a lo largo del zócalo.

—¿Es esa su manía? —pregunté señalando las numerosas botas que parecían hacer suponer a un piquete en fila y presentando armas, o mejor dicho, a esa primera fila de marineros que guardan la mayor compostura el día de pasar revista en el barco…

—No… Esa es una costumbre inveterada en él… Su gran lujo es el calzado… Tiene orgullo en poseer más pares que nadie… —me contestó la madre.

—No tiene manía —repuso una de las hermanas; —sólo busca una idea, se quiere acordar de una cosa…

—Déjenme solo con él —dije yo, y cerré la puerta detrás de la madre y las hijas, quedándome a solas con el ensimismado.

Me senté frente a él, rebusqué entre los papeles de encima de la mesa, revisé los libros de su pequeña librería de alcoba… Nada importante… Di varias vueltas a la habitación y de pronto vi que el armario de pino se cerraba con un candado de letras. Me asomé entonces a la puerta y llamé a la madre y a las hermanas.

—¿Qué guarda en ese armario?

—Todo lo que más quiere… Ahí tiene guardada desde la primera carta que recibió hasta la última… Todos los tesoros de sus recuerdos, de sus excursiones, de las fiestas raras a que ha asistido, teniendo una gran colección de regalos de cotillón… Como no le gusta que nadie le ande ahí, tiene hace tiempo ese candado de letras.

—Pues en ese candado está toda la clave de esa especie de pasmo histérico en que se ha quedado… No le servirá ningún revulsivo, ni ningún antiespasmódico… Sólo le salvará que encontremos el nombre con que cerró su candado de letras y se lo hagamos entender… Es su razón ahora la que está cerrada por un candado de letras cuyo nombre se ha perdido…

Toda la noche estuvimos haciendo cálculos de lo que podría haber pensado. Pregunté todo lo que había pasado en su casa y alrededor de ellos durante los últimos días. Mandé llamar al amigo que iba con él siempre. Más de diez mil palabras repetimos en su oído sin poder articular las letras de su silencio con el nombre de la clave.

—Algo lejano, y que por el contrario no le es familiar, es lo que ha pensado el pobre… “China” —le dije con rotundidad en el oído, y Fernando se movió y se dirigió a su armario abriendo el candado de letras. Después nos saludó, y su madre llorando se abalanzó a él gritando con alegría y dolor, de nuevo después del parto: “¡Hijo mío!”. “¡Hijo mío”!

 EL JOROBADO

 

UNO de los casos más difíciles que se me han presentado fue el de un jorobado.

Le habían visto todas las eminencias nacionales y extranjeras, porque aquella joroba era misteriosa, extraña y pesaba sobre su cerebro atrozmente. De lo que él se quejaba más era de una imposibilidad de pensar tan tenaz y tan fuerte, que casi era irremediable y además crecía de día en día.

Todos los médicos habían coincidido en que aquello era un caso de locura provocada por la joroba, algo así como la mala influencia de un bocio enorme, sino que en vez de estar al frente, estaba a la espalda del enfermo.

Me lo llevaron ya debilitadísimo, con una terrible expresión de dolor en la nuca.

Le hice unas preguntas. Casi no contestaba acorde. Se notaba que su joroba le distraía y tenía un modo de volver la cabeza como consultándola.

Pasó por mi imaginación la idea de que en su joroba tan alta y tan cercana a su cabeza, de esas jorobas enguizcadas y engalgadas que parecen que quieren ser otra cabeza, se había fraguado una competencia a la cabeza.

Estudié el caso. Me quedé con el jorobado en mi clínica y le vi jugar como un mono serio y formal sólo con sus manos. De vez en cuando pasaba por mi imaginación el célebre perro del médico ruso, el perro descerebrado que vivió durante mucho tiempo ciego, sordo, un tanto inmóvil hasta que creó su segunda naturaleza, gracias a nuevos atisbos.

Por fin me decidí a operarlo y le saqué el cerebro, un cerebro muy pequeño, sin esos pespuntes negros que tienen los cerebros para embastar las circunvoluciones, es decir, un cerebro sin los hilillos venosos de esos cerebros. Cada vez se comprobaba más mi versión del segundo cerebro de la joroba.

Fue larga la convalecencia, difícil, siendo muy asustante para mí ver aquella máscara perfecta sin nada detrás ni dentro, aquel hombre —que ya era otra cosa que un hombre—. La formalidad del operado ya no estaba mezclada a la idiotez de aquellos juegos constantes con sus manos; era una formalidad absoluta, recta, vertical sobre su gran butacón.

Poco a poco aquel hombre, de rostro y cabeza escondidos en la joroba, fue hablando por los dedos, con expresiones confusas pero elocuentes.

Un día escribió^ y ya aquello me sirvió para darle de alta, y dejé vivir con su familia a ese ser de cerebro en la espalda, donde se había reconstruido y reabsorbido el que habitó su cráneo, ahora hueco como el de esas cabezas de bronce que tienen los ojos vaciados sobre su vacío.

 


 LA PERLA

 

NO me gusta mezclarme a ningún asunto de medicina legal, pues así parece uno un policía, un charlatán. Sin embargo, como aquel era un asunto importante y me llevaron al ladrón, no tuve más remedio que aceptar lo que los demás habían llegado a creer que era mi misión.

Aquel ladrón había sido cogido con la joya en la mano y se le había visto volverse y hacerla desaparecer. Después de registrarle, de estudiar sus botas, sus botones, todo, y de observarle, no no se daba con la perla aperalada de un valor incalculable, una perla casi como una perita de San Juan. Se le había purgado, se había examinado su dentadura, sus oídos, todo, y nada, no aparecía la gran perla.

Sometí su tronco a los rayos X, y la fotografía dio la vaga silueta de siempre con un punto oscuro, pero con forma de bala más que de perla…

—Es un tiro de la guardia civil. Se rae quedó incrustada la bala desde entonces.

—No le haga caso. Quizá esté ahí la perla. Opérele.

—Se lo agradeceré —dijo el bandido—, a veces, sobre todo los días de lluvia, se me recrudece y me duele la bala como si me la acabasen de disparar…

Le operé, y en efecto, era una ¡bala lo que tenía en ese recoveco!

Sin embargo, las sospechas seguían recayendo sobre aquel hombre, que tenía la sonrisa del que lleva la perla encima. Le quise magnetizar; pero eso que me ha dado resultado con otros ladrones, con aquel hombre cínico y de mirada desafiadora no me dio resultado.

Por fin llegó un momento en que congestionándome hice todo el esfuerzo posible de imaginación, y buscando el último reducto de la perla, me fijé que aunque sus ojos eran iguales y se movían con bastante naturalidad, el izquierdo brillaba más.

Entonces desde detrás del bandido avancé la mano, y dándole un papirotazo en la ojera hice saltar un ojo de cristal que se rompió al caer, saliendo rodando la perla.

 LA TRENZA POSTIZA

 

HACE unos días vino a verme una mujer alta, garrida, cuyas nerviosas manos no hacían más que abrir y cerrar el bolsillo, metiendo un ruido indiscreto.

Realmente, noté en todos sus rasgos que estaba neurasténica, pues, entre otras cosas, me rogó que la dejase limpiarme el polvo de mis librerías y, lo que es peor, de encima de mis librerías…

Realmente, la daba un gran aspecto de fantoche el verla, con su sombrero, con su gran abrigo de terciopelo de oso y con sus zapatos de seda negra, moverse como una sonámbula sobre la escalera y arrojarme esos montones de polvo que, sin que nadie lo pueda evitar, se forman en lo alto de los muebles…

Cuando hubo acabado la pregunté por qué había ido a consultarme.

—Porque me han dicho que usted cura las distracciones, y yo siempre me distraigo… Yo siempre tengo dos cosas en la cabeza… Ahora pienso en decirle a usted esto que le estoy diciendo, y al mismo tiempo le hablaría de no sé qué pueblecito junto al mar, en el que hay un “chalet” todo de cristal…

—¿Conque dos pensamientos? —la dije yo buscando el por qué—. ¿Es que tiene usted una hermana gemela que se la ha muerto quizás?

—No, nada… Ninguna.

—Bueno; pues como voy a hacerla muchas preguntas, ¿quiere usted ponerse de casa? Es decir, ¿quiere usted quitarse el sombrero y el abrigo?

Ella, fija, quieta, irresoluta, como si la hubieran sobrecogido unas anginas, no me contestaba. Por fin, desenclavijando sus dientes, me dijo:

—Ya ve usted. Ahora yo he pensado obedecerle a usted en seguida, y, sin embargo, me he distraído pensando en que quizás no debía hacerle caso…

Me acerqué a ella y la ayudé a quitarse el gabán. También la desclavé la larga aguja del sombrero, y esperé que me lo diese. Me lo dio.

Al quitarse el sombrero miré su gran pelambrera de bóveda alta, y vi que la larga trenza que usaba no era suya…

—Criatura —la dije—, ya sé lo que tiene. ¿Usted usa una trenza postiza?

—Sí.

—Pues entonces no hay más que decir… Eso es… ¿Quiere dármela?

Un largo rato estuvo luchando la voluntad de la trenza con la voluntad de ella. Por fin triunfó ella, y me dio su trenza. Eso la curó.

 LA MÁS SINGULAR RADIOGRAFÍA

 

POCAS veces envío a la radiografía. Cuando envío al fotógrafo, malo. Es que no es franca la enfermedad, y una enfermedad que no es franca y que se oculta hasta necesitar al fotógrafo, malo.

El maravilloso descubrimiento de la casualidad que sorprendió a Röntgen estando estudiando otro rayos, al ver de pronto los huesos de su mano al descubierto, sus manos de bambú sobre la placa, en sorprendente descarnación, es un descubrimiento que ha descubierto el secreto de la vida, lo que encierra toda la ilusión superficial de la fisonomía. Yo he hecho muchos estudios sobre los huesos.

Casi nadie cree en los huesos, y los huesos son algo de lo más importante del ser humano. ¿Es que piensa alguna vez algún médico tomaros el pulso de los huesos?

Los huesos, según mis últimas experiencias, tienen sensibilidad, querencias, y sobre todo una materialidad que forma íntima parte con vosotros; por eso deben no ser olvidados.

Casi todo es en la vida voluntad de nuestros huesos, y cuando aquel día no hubo manera de ir a aquel sitio, fue por la antipatía que nuestros huesos le tenían.

  

 

La más singular sorpresa.

 

Nadie cree en los huesos, como si fuesen parte inerte, muerta, inútil de nuestro ser, como si no fuesen nuestros, como si los hubiésemos comprado en un almacén, como si sólo fuesen muerta viguería de nuestro edificio personal. Falso.

Muchas veces consigo que reaccione mi cliente mandándole que se haga la radiografía. Sólo de verse en forma de esqueleto reaccionan, se defienden mejor de la muerte.

Lo más importante del hueso es el tuétano. Nadie piensa que nuestros huesos están llenos de tuétano que es la mejor destilación de la vida, y nadie piensa en el trabajo de los huesos para conservar ese tuétano fresco. La gente busca el tuétano en el hueso que han echado al caldo, y, sin embargo, no piensa en su tuétano y en que la sustancia más preciosa de los seres es el tuétano.

¿Por qué no fijaron el alma en el fondo de los huesos los hombres primitivos? Pues porque no tenían fantasía y no habían pensado en ello. Si en algún sitio podría estar el alma, es en el fondo de los huesos.

Estudiando los huesos de mis pacientes, encontré en aquella ocasión que toda la tuberculosis de aquel pobre hombre, la tuberculosis que todos los médicos estaban tratando como tal, era un hueso de melocotón que había entrado por tan mal sitio, que se había quedado incrustado en el pulmón.

Yo he curado muchas cosas, que parecían insubsanables, con sustancia de huesos. Lo que acabará de salvar la vida será una inyección en el fondo de los huesos.

Son lo que más procede del universo, pues son pura sustancia térrea. Por ellos parece que llevamos la más sostenida cordillera en nuestro fondo.

¡Cuántas veces, sin que nadie lo sospeche, lo que ha flaqueado son los huesos! ¡Los huesos, con los que se hace sus flautas y sus alegres ocarinas la muerte!

Cuántas veces es que ha llegado la muerte y se ha tomado el tuétano, nuestro tuétano, como nosotros cuando sigilosamente entrábamos en la cocina a sorbernos el tuétano del hueso del cocido.

Mis enfermos tienen mucho miedo a los rayos X, pues han oído hablar de que causan el cáncer. Se sienten miedosos de que les atraviese como una bala cada mirada de la máquina. No saben cómo los filtros han evitado que esa parte perniciosa envenene y queme sustancialmente la vida. Parece que mis enfermos, cuando yo les hablo de esos rayos, se ponen pálidos, porque quizás alguno guarda algún secreto que aunque él no lo sepa lo sabe su naturaleza, y la naturaleza es la que se atemoriza antes que él. Temen ser descubiertos. El fondo de su ser se asusta, se retrae, le hace temblar. El no acaba de saber por qué tiembla; él cree que es porque va a ver la verdad intima de su vida, el sostén esquelético que le arma por dentro.

Las mujeres en particular parece que tienen miedo de perder su belleza y de que se entere su novio del secreto de su mecanismo y se desengañe de la boda que contaban hacer.

Yo abordo con mucha delicadeza la cuestión, pues hay algunas que se plantan y se niegan en absoluto a ser retratadas con la máquina, que atraviesa todo su pudor y penetra a través de sus numerosas virginidades.

¿Cómo regalar a su novio, al pobre muchacho de ojos oscuros, el maniquí de mimbre de su belleza, siempre tan efímera y tan simple? Sólo la novia verdadera, ésa que sería vano que buscase nadie abandonando sus novias de ocasión, no tendría inconveniente en regalar ese retrato a su amante.

La cesta del pecho es lo que más necesito que figure en esas fotografías, para descubrir todas las cosas que puede haber en el fondo de esa cesta.

La radiografía es como la vigilancia contra los cánceres, y muchas veces me descubre los grandes aneurismas —esa molestia a este lado— llenos de sangre. ¿No engaña nunca? Sí engaña. Hay cosas empedernidas que se ocultan, y hasta a veces hay radiografías que no son las verdaderas, pues el médico exige al radiólogo que no descubra al cliente al que ha dado por curado, que la rotura de su hueso no está bien arreglada y ya eternamente estará rota la línea de su esqueleto. ¡Cuántas veces se falsifica una fotografía radiográfica!

Yo tuve mi aparato radiográfico, pero lo abandoné porque entretenía mucho mi tiempo. Además, siempre se me ocurría hacer una fotografía a todo el que se presentaba en mi consulta. Tengo un archivo de muertos, fotografías de esqueletos, que podrían servir para que el día mañana, el día de la revisión de los muertos se les pudiese reconocer. Si se montase un archivo antropométrico en el otro mundo como el que la Policía lleva en éste, se necesitarían fotografías como éstas.

Me distraía mi cámara oscura y sentía yo que me hacía diabólico y demasiado fantástico mi salón fotográfico, la electricidad y todo lo que necesita la maquinación radiográfica. Buscaba lo que no se puede encontrar con mi aparato, lo forzaba, buscaba nuevos rayos violando todos los ultras, y lo descompuse varias veces y lo fundí completamente.

A veces también me equivocaba la fotografía macabra con sus aureolas grises. Había manchas negras que no revelaban ni el tumor, ni el cáncer, ni el aneurisma; sólo la negrura de una obsesión, de un fanatismo, algo que eclipsaba el corazón sin ser nada completamente patológico.

Pero el caso más raro de mi colección radiológica es el que doy reproducido:

Aquel joven se quejaba de un peso en el lado del corazón. Su tipo era sano, fuerte, y sus ojos daban claridad a sus palabras.

Estudié sus antecedentes y los de su familia. Le ausculté pacientemente. Nada. Su corazón era normal aunque un poco apasionado.

Me hizo el relato de sus recuerdos y de su vida. Nada interesante. Sólo me repetía:

—Mi corazón no ve la vida… Hay algo que lo oculta, que le hace una sombra que me hace daño, que lo agobia…

—¿Será el aneurisma? —pensé yo, y entonces le llevé a la alcoba oscura, donde yo tenía mi aparato radiográfico. En la linterna de la desencarnación no se veía nada; apenas el fondo de catedral del pecho. Aneurisma, desde luego no. Sólo frente al corazón había una ligera sombra vertical de dudosa silueta. Reforcé la intensidad de las miradas de la máquina, comenzaron a oler a quemado todas las resistencias, bufaba el gato de la electricidad, y al fin vi que aquella silueta se especificaba y aparecía una sombra de mujer perfectamente acusada, como de una trapecista de circos.

—¿Pero qué mujer puede pesar tanto en su corazón? —le dije.

—Ninguna… Yo nunca he estado enamorado —me contestó.

—Pues frente a su corazón, esa cosa que lo eclipsa es una mujer, y una mujer que está desnuda en su espectro —le repuse.

El se quedó pensativo, callado, irresoluto, y a poco me dijo:

—Ah, sí; ya sé quién es esa mujer… Es una belleza casi núbil que vi por el ojo de una cerradura en una fonda… No he podido olvidarla nunca… No ha podido borrarla ni con la impresión de otros cuerpos ni con nada…

—Pues era cosa —le aconsejé— de que la buscase y la conquistase. Sólo eso le salvaría… Si no el agobio de su corazón será cada vez mayor… Ha tenido usted la mirada sin consecuencia, la mirada en vano, que deja flotante y sin consumarse la visión de la mujer… Su indiscreción es de las que se pagan…

El hombre obsesionado, sobre cuyo corazón pesaba aquella figura de mujer como una columna de mercurio, la columna ideal y fina, que podría traspasar el mundo de pesar sobre él, buscó a aquella mujer y se casó con ella.

Un día apareció en mi consulta.

—Ha desaparecido la opresión de mi corazón, la sombra que no me dejaba ver; pero ahora da sombra opaca y aciaga a toda mi vida esa bella mujer.

 DE LAS GRÁFICAS Y DE LOS ESFINOGRAMAS

 

LAS gráficas me recuerdan aquellas láminas del atlas infantil en que aparecían los cráteres del fuego central, A mi vista aumentan tanto de tamaño sus cúspides, sus Andes desiguales, que toman todo su valor las oscilaciones de la vida que representan. Nuestro mundo interior es tan vasto como el mundo exterior. Todos los días se forman extensas cordilleras gráficas, en esa escala diminutiva de lo que nada menos que oscila y se proyecta entre el ser y el no ser.

Las gráficas de las familias me conmueven sobre todo. Es la aportación técnica con que la familia contribuye a la curación del enfermo. El insignificante cartaboncillo que se guarda en un cajón, sale a relucir y con gran paciencia el que más piensa en el peligro y se abstrae en él mirando las patas de las mesas y de las sillas mientras vela al enfermo, se sienta en la mesa de despacho y dibuja la pauta, la redecilla, el pentagrama de la fiebre.

El que más cuida al enfermo y dibuja constantemente en el mapa de la gráfica, parece el marino de la enfermedad, el capitán de ella, el que sigue con la brújula en la mano, los peligros y los fatales escollos junto a los que pasa el barco desgobernado, el barco fatal.

¡Con qué gran dificultad sube el explorador de la fiebre de la persona querida al Mont Blanc de la fiebre, a un poco más de 41! ¡Ah, pero con qué encanto, con qué deseo de conversar mucho con aquella vida que por un momento se ha ido a estrellar en los cielos, desciende a los 38, aunque hay un momento que tiembla de que la bajada sea excesiva, pues lo mismo da estrellarse en el abismo de lo alto que en el de lo bajo!

  

 

La gráfica familiar.

 

Yo venero esas gráficas familiares que me presentan en cuanto llego, aunque a veces me molesta que estén servidas por gentes que no comprenden que una fiebre alta en ciertas enfermedades es algo que más bien salva que perjudica.

Son incomparables con esas gráficas, nuestras gráficas de doctores. La gráfica del pulso es complicada. Su paisaje es más amplio y sus cifras llegan en lo alto al 180. Porque si la normal de pulsaciones puede ser de unas 70 al minuto puede subir a lio a 120 y la máxima como el automovilismo puede ser a 180 al minuto.

En los operados la gráfica de las pulsaciones es como una reconvención a la cuchillada que les hemos dado. El día de la operación, quizás no se ha dado cuenta la naturaleza del estrago que con ella se ha cometido, está aún caliente y plácida la herida, pero después, al día siguiente, o al otro, la línea quebrada llega a su mayor joroba, se dispara, el corazón como una perdiz loca y suicida llega al paroxismo en su darse con la cabeza en lo alto de la jaula.

El trazado gráfico del pulso tomado con el esfinograma es algo más cálido y valiente que lo que nosotros apuntamos en el papel comercial de las gráficas. En esos trazados gráficos del pulso habla el propio pulso, balbuce, hace los garrapatos de un niño que quiere decir algo y que en definitiva lo dice.

Cuando yo uno el enfermo al esfigniógrafo de Jaquet, me parece como si le hubiese llevado a la Central de Telégrafos y le hubiera puesto en contacto con el telégrafo Morse. Comienza a comunicar con su destino.

La cinta de la conferencia telegráfica del aparato tiene la tristeza de su negrura y sólo cuando se hace muy en positivo la prueba, se ve con rotundidad la línea sinuosa y larga, los palotes con intención que ha hecho en la plana sin rayar, el embebecido corazón.

Del mismo fondo del enfermo sale a veces un telegrama terminante que se refiere a él mismo y que yo como piadoso jefe de la Central de Telégrafos no se lo leo: ese telegrama dice o quiere decir una cosa así que se refiere al mismo Enrique que lo expide: “Enrique muy grave. Aprontad inyecciones de aceite gris”.

  

 

El pulso de mi operado.

 

¡Lenguaje abreviado de la naturaleza que nadie la enseñó!

¡Lo que significa una oscilación o que el gancho del esfinograma sea fino o romo o que menudee y se enrede como la escritura de una vieja lo escrito! ¡No es nada la debilidad de la insuficiencia aórtica!

  

 

La última frase esfinográfica de una agonía.

 

¡Ah, pero lo temible es cuando hay fibrilación o tremulación auricular, entonces pasa algo grave o se está al borde de lo definitivo! ¡Locura cordis de las despedidas!

¡Cómo va hacia la linea recta la muerte y cómo suprime altos y bajos, cómo pierde la escritura! No hay ya sístole ni diástole, nuestras dulces y vitales ondulaciones ya no se producen.

No dicen muchas veces estos telegramas nada capital, pues con insuficiencia mitral en ese dibujo, es decir, todo el trazado mezquindoso, como zigzagueo débil de una pluma sin pulso, se puede vivir hasta mucho.

Como curiosidad, como algo para que lo lea el corazón más que los ojos doy esa gráfica del momento final. No diré como algún compañero mío al pie de un cardiograma agonizante con alegre arrebato: “¡hermosísimas gráficas!”, sólo lo doy como quien reproduce en la novela el autógrafo final del personaje que se muere, algo como la firma de Galdós, es decir, la firma del escritor en sus últimos días, cuando ya no ve de senilidad.

—¡Dadme el pizarrín! —ha dicho el corazón, y ya no ha podido decir nada.

 EL HOMBRO

 

UNA de las cosas que más sirven para diagnosticar es el hombro. En mis pesquisas de la enfermedad el hombro me revela muchas cosas y me ha dado la clave muchas veces.

A los enfermos que trato y para ver el grado de apego a la vida, de desdén, de nerviosidad, de lejanas medrosidades y de pesada o leve carga que soportan, no dejo de observarles los gestos que hacen y muy pocas veces les coloco el “Perímetro”.

Generalmente procuro sorprender a simple vista ese gesto espontáneo, más espontáneo que ninguno, tanto que el hombro en momentos de cortesanía de aquel a quien pertenece, se sobrepone a él y hace el gesto involuntario del “a mí qué”.

Por el hombro se comprende si se es pacífico o insoportable, si se acepta una cosa o no, siendo en esto más leal que la cabeza que muchas veces aunque haga el gesto de que no es que sí.

—¿A usted le importa mucho morir? —pregunto yo a veces a mis enfermos para ver bien clara la prueba del hombro, y pronto veo en el movimiento del hombro que se une a la contestación si se salvan o no y si harán o no caso a mi régimen.

Los grados de escepticismo que revela el hombro son muchos y así como un buen escepticismo es lo que más salva a la vida y la desinfecta, un escepticismo en último grado, con misantropía unido a él, es origen inevitable de muerte.

  

 

Campo de movilidad normal del hombro derecho.

 

En los hombros hay una gran idealidad y una gran elocuencia. Con el aparato “Perímetro” las apreciaciones son mucho más sutiles y quedan señalados en él muchos “¡a mí qué!” dichos en voz baja.

 EL GRANITO DE LA MUERTE

 

Yo ya conozco entre todos los granos el grano de la muerte. Es un granito insignificante, pero que revela que la hora es la fija.

Se parece a todos los granos, y, sin embargo, yo diagnostico frente a él con una seguridad pasmosa. Cito a consulta a varios médicos y les abandono el enfermo; yo ya no vuelvo.

Ese granito en forma de lunar, sencillo, apenas aparente, apenas visible, perturba la vida. Es la más fina señal, la que no falla, el punto de la i de fin.

Ese punto de la i de fin, alguna otra vez lo forman otras cosas. Hasta que no está puntuada esa i no se verifica el desenlace. Es algo muy acabado, muy puntualizado y muy estricto la muerte.

Ese granito de la muerte que es como un florecimiento, es también como esa bolsa de los gusanos que se forma en los pinos, y que pareciendo un nuevo brote del pino es su muerte.

En la blanca piel de las mujeres ese grano es como una infamia, porque a veces las agracia y las cae en sitio excepcional que compone, con su boca y su sonrisa, el juego de la luna y el lucero que es su pendentif.

No es un grano repugnante, sino un grano oscuro y seco como una granatilla.

 EL VIUDO

 

UN señor viudo me ha tenido preocupado mucho, pues por más que le reconocía y hasta comía y cenaba con él, no encontraba en qué podía consistir su enfermedad…

En vista de eso, me puse a estudiar su muerta, de la que la muerte es lo que menos me servía, pues había muerto de una vulgar pulmonía.

Nunca he ido viendo con tanta claridad la aparición de un ser perdido. Llegamos a reconstniirla, y nos sonrió, como las actrices de cinematógrafo en ese breve momento en que se proyectan solitarias dentro del marco oval de la simple distribución de la comedia, de su simple presentación al público como “dramatis personae”.

Entre las cosas que resultaba que había sido aquella mujer, estaba como bien visible su condición de histérica, de hiposa, y el gran malestar de su viudo era que le quedaba el deseo de hipar y no podía, y aquel hipo se le metía por todo el cuerpo y empujaba e inquietaba su corazón y se le metía como un puño embestidor en el costado, por la parte adentro, por la parte profunda…

Le di una medicina para que hipase, y así le arranqué los últimos reflejos y los últimos hipos de su muerta, la que le enternecía aun hasta ese punto imitativo y de anhelo tan nocivo.

 LOS ESPEJOS

 

OTRO caso me ha hecho salir de casa en esta última temporada y vivir en otro medio al que me es usual y grato.

Fui a esa casa patricia para encontrar el origen de la enfermedad consumidora de la aristocrática damita. Todo estaba bien en regla, con desahogo. Aquel era un palacio confortable, claro», casi sin rincones ni huecos injustificados. Sólo me fijé en los numerosos espejos que enventanaban las paredes con ventanas de engaño.

—He aquí la causa del mal… La desustanciación por los espejos es atroz… Mirándose mucho al espejo, encontrándose mucho con él, se puede tener hasta el cáncer… Yo he conocido a una persona que tenía la manía de que iba a tener un cáncer en la lengua… No tenía ni antecedente de familia ni nada que justificase aquello; pero como estaba siempre mirándose y sacándose la lengua en los espejos, lo tuvo.

En efecto; después de varios días de tener vueltos del revés los espejos, ha comenzado a hallar su talante material, y hoy la he dado de alta. Ha regalado a sus amigas más de cincuenta espejos.

 LOS NIÑOS

 

A los niños les mata cualquier cosa; pero también los salva cualquier cosa. Una cosa que me ha dado un gran resultado con los niños y que utilizo muy a menudo, es una caja de música, de esas cajas de música que tienen como esencia de pinos o araucarias más que centenarios… Con esa caja de música bien empleada les retengo, les hago olvidarse de su antojo de echar los brazos a la muerte para irse con ella como con una tía que también quiere jugar con ellos.

En esta última temporada he salvado a más de cincuenta niños, gracias a mi caja de música.

 LA MUJER VACIADA

 

NADIE piensa en buscar la causa de esa palidez de la mujer con que se casan, ni por qué de vez en cuando se lleva la mano al costado derecho, ni por qué no come, ni por qué de pequeña tuvo un tumor que la operaron. —¡Si esa palidez y todo eso fuese espíritu, romanticismo, desdén puro por la vida! —Pero nada de eso hay en eso.

Aquel rostro pálido, que parecía una Encarnación de cutis perfecto, y sobre cuya palidez caían los rizados del pelo como húmedo y cabrilleante siempre, engatusó a aquel hombre.

Después de la boda comenzaron las primeras confesiones. Fueron al especialista del riñón, que en seguida se dio cuenta de que lo que había que hacer era extraer el riñón, y la hicieron la operación en aquel sanatorio, que tenía algo de carnicería elegante.

—Me siento mucho más ligera —dijo ella después de salir de la operación; y sus languideces, su ensoñarrarse con los ojos abiertos y muy derecha, aumentaron. Sus ojos parecían tener dos nubes perfectamente hechas, con opacidades y opalescencias de nubes perfectas.

Daba menos conversación y su religiosidad aumentó un poco. Seguía dos novenas más y oía una misa todos los días.

El la sonreía, porque era la mujer que por falta de ánimo no se la podría pegar con nadie. Tan inexpresiva e incapaz resultaba. ¡Oh, si se pudiese tener el simulacro de una mujer!

Después se la presentó un tumor en la matriz y hubo que extraerla la matriz, y así se la hicieron todas las laparotomías —bonita palabra, ¿eh?, —hasta que quedó una mujer hecha en jabón de olor, más beata que nunca, siempre llevando la cuenta del rosario de huesos de aceituna, bendito en Jerusalén —donde se aprovechan para eso los huesos que quedan sobre las mesas de los grandes hoteles.

Hubo una pausa larga, en sus males. Ya aquella mujer estaba limpia, cauterizada, hasta saludable, pero no quedaba en ella nada de espíritu, de instinto, de amor. No se puede extirpar impunemente la matriz, raíz de la vida, sitio en que se cuajan todos los pensamientos, y “la mujer vaciada”, inmóvil y silenciosa, ocupaba su silla.

Entonces me llamó a mi aquel marido.

—Tiene usted que venir a mi casa —me dijo— para ver qué le pasa a mi mujer, que parece que me la han cambiado…

Yo fui a la casa y me di cuenta de que era esa mujer vaciada que he descrito, y que es como tantas otras mujeres así de vaciadas…

—¡Si yo la pudiese volver a poner la matriz! —le dije al marido.

—¿Pero no hay otro remedio?…

—Sólo para devolverla el instinto de la vida, para que abandone esa apatía, para que llore en sus brazos y quiera agotar su tesoro de ternura…, habría que decirla que tiene otra enfermedad… alguna enfermedad grave que la haga moverse, quererse salvar, ir a los balnearias… Que está tuberculosa, por ejemplo. Eso le permitiría ponerse sentimental, ir a Suiza, cuidar sus comidas, justificar sus mimos, darla una copita de Jerez en cada comida… Saldrá de esa apatía en que está… Dejará de ser la mujer de yeso…

Aceptada la idea, la falsa tuberculosa reaccionó, salió de su indiferencia, fue sencilla y afinó todos sus nervios.

 ¿DONDE SUENA EL RELOJ?

 

UN día apareció en mi casa ese que se ve en seguida, que cree que está loco y, sin embargo, no lo está. Traía esa falsa excitación del hombre sensato equivocado.

De buenas a primeras me contó toda la historia de su mal:

—Yo no tengo reloj. A mis relojes de pesas se les había caído una pesa de tanto sufrir su peso, abierta la cadena por fin. Mi reloj de bolsillo, que se me había caído con el chaleco hacía tiempo, ya no andaba; después de haberme engañado un día entero marchando como si tal cosa… ¿De dónde, pues, venía ese ruido de un reloj, de una de esas pequeñas máquinas de coser que van pespunteando el tiempo?… Busqué detrás de las cosas, abrí los cajones, saqué todo lo que había en los baúles, pero se seguía oyendo igual, sarcástico, frío, intratable como todos los relojes… Apagué la luz para oír mejor, y en la oscuridad pensé en la moraleja de aquel ruido, pero como yo no puedo creer en ninguna moraleja, me di cuenta de que aquello era algo así como un fenómeno científico. Yo debía de estar en un peligro inminente, porque eso quería decir el que oyese el puro reloj del tiempo, el inverosímil extraplano, el latido que siempre figura en el silencio, pero que nunca tenemos la bastante sutileza para oír y que sólo si hubiera unos prismáticos para oír podríamos alcanzar ese extremo en salud.

—Se ha explicado usted muy bien… Si todos se explicasen bien, podríamos atajar casi todas las enfermedades… La angina de pecho se fragua en su corazón y tiene que dejar de fumar y hacer un régimen riguroso… ¡Qué suerte que haya usted oído el reloj!…

 MI TERMÓMETRO

 

MI termómetro es un termómetro falso que no puede señalar más que treinta y siete y cuatro, porque hasta ahí tiene camino el mercurio, y en el resto el cristal es sólido y no deja pasar a la plateada sierpe.

Para mis enfermos también tengo termómetros de esa clase que sustituyo en lugar de los suyos.

No hay nada más nocivo que un termómetro, pero que menos se le pueda quitar al enfermo. Sólo se le puede sustituir. Yo he intentado a veces despojarles del termómetro, rompérselo, tirárselo, y no ha sido posible; siempre ha vuelto el termómetro clandestino con sus brillos de barrita de hielo.

El termómetro, con sus borrosidades en que se pierde la linea del mercurio como en los limbos de la nada entre los limbos del cristal, es aciago, como si fuese una espina que se tragase el enfermo y que se le clavase en el alma.

Contiene el termómetro una inyección de fatalidad irreparable, que se vuelve más irreparable aún después de inyectarse. Ese mercurio inquieto de los termómetros penetra en la vida y pone su columna de frió, que como un fenómeno reflejo o como se quiera se inmiscuye en la columna vertebral.

Se mueve, circula en el torrente circulatorio el termómetro entero, y con sus números, con sus brillos de fría locura, con su metro de la vida, medida exacta, breve —tan breve que parece mentira—, que separa lo que va de la vida a la muerte.

El cuarenta es una obsesión en la frente de los enfermos, que cuando me llaman, y antes de usar mis falsos termómetros, veo como escrito en sus frentes, con ese cuarenta acentuado, de 4 muy pronunciado y redicho.

La enfermedad del termómetro, que complica la enfermedad del paciente, puede acompañarle a la sepultura.

Yo he visto el caso de un enfermo sin fiebre, que porque el termómetro descompuesto había señalado el cuarenta y uno y medio, había entrado en el período agónico y se había despedido de la vida definitivamente. Pude salvarle, pero no pudo recobrar nunca el habla, porque con aquel habla creyó pronunciar la última palabra y que ya nunca jamás podría recuperarla. En su “adiós” absoluto se extinguió su voz.

Cuando más pena me ha dado el termómetro, ha sido cuando se lo vi poner a aquella mujer hermosísima que parecía haberse metido, con su traje descotado para la ópera, debajo de las mantas de la cama. El descote de su camisa no podía ser de camisa; era siempre de traje de baile. En su axila depilada, purísima, con dos o tres puras hebras de seda azafranada, sentí que el termómetro la hacía cosquillas de muerte y que, como una sanguijuela de cristal y de matemáticas, la picaba como a Cleopatra el áspid… Me pareció que volvía a ver la escena aquélla de matarse hiriéndose en lo más vivo y bello de la belleza… Con gran atrevimiento fui y se lo quité de las manos, se lo arranqué, lo tiré contra el suelo, y rodó el mercurio como unas gotitas de agua a las que hubiera dado esfereidad el polvo…

Aquella mujer sonrió agradecida como si la hubiera quitado el peligro, el arma con que se iba a matar, la causa de su gran escalofrío lo que quería y odiaba: la lanceta de cristal.

Hizo crisis aquella noche su enfermedad, y no me dejó de sonreír con agradecimiento desde que rompí el termómetro hasta que se durmió con el sueño reparador de la convalecencia.

Yo sé con la mirada la fiebre que tiene el enfermo, y me obligo así a hallar el grado preciso con su décima o su media décima. Me obliga el no tener termómetros a no abandonarme a la cifra que arroja con su pinta final, esa brújula de la enfermedad que anuncia la dirección, pero ni los bajos ni nada de lo que dentro de la fiebre puede ser un obstáculo.

En esa ansiedad de buscar y de hallar la calentura con que se coge el termómetro hay una quiebra segura para el enfermo, cuyo brazo pelikanea fuera del embozo, pues él quiere ver la fiebre que tiene antes de que le engañen.

Esa discusión de:

—Son treinta y siete.

—No. Treinta y siete y medio, cerca de treinta y ocho…

Es una discusión que hace subir a treinta y ocho la fiebre del enfermo.

Hasta los golpes en el aire para bajar el termómetro son golpes en vago, latigazos que también parecen haber agravado la cosa.

 LOS ÁRABES

 

HAY unos tipos de color de ámbar pasado y con los ojos claros las más de las veces, que cuando llegan a pedirme auxilio me hacen sonreír.

Su mal es el de este frío de Madrid, unido a un mal desconocido y penetrante que les desmiga el hígado. Sus ojos están hambrientos de otra cosa y miran como al vacío cuando miran.

Todo les sabe mal, hasta las lámparas, a las que miran como sintiendo una náusea de verlas tan feas, tan pobres, tan calladas. Sobre las mesas y sus papeles echan una mirada de desprecio. Sentarse, se sientan sin encanto en las butacas altas, como si no descansasen, como si estuviesen incómodos.

Son gentes de Castilla, de por Burgos, algunas veces hasta de León. Cuando son mujeres, su tristeza es de Dolorosas, pero no como lo fue María, sino como lo fue Tomasa, la primera mujer de Mahoma.

Casi todas han escogido un hábito, buscando la nota de color —muchas veces blanco y amarillento— para dar más carácter a su tipo de arder en fiebres de purgatorio.

Primero, me desconcertaron estas enfermas. Su mal no cedía, y muchas fueron enterradas con su propio hábito, en vez de pedir a la funeraria uno de sus hábitos, hechos de cualquier modo.

Pero un día, ese día de siempre, me salió al encuentro el pensamiento que es que eran árabes, y su mal había que tratarle fuera de aquí.

Gran corazón, gran inteligencia, gran imaginación tenía aquel árabe fosco, pensativo, pero de palabras y saludos delicados, que vivía en la calle de Serrano. Estaba dispuesto a arrojarse a la placidez de lo bello, de cualquier espléndido espectáculo que encontrase en su camino, y, sin embargo, hacía una vida concisa, etiquetera, de consultas graves, políticas, en voz baja.

En él ensayé por primera vez mi curación.

—Váyase usted a la Alhambra y viva en ese hotel que hay dentro de sus jardines… Ningún balneario mejor.

El hombre serio del arrebatado corazón que no podía arrebatarse, vino alegre de Granada, sin aquella pesada carga de su frente que no estaba en su frente, sino en la presión atmosférica cristiana.

Desde entonces, mi único balneario es la Alhambra, y sólo les recomiendo a esos árabes enfermos que beban de aquel pozo que hay en lo alto de la Alhambra, esa agua tan fina que limpia los riñones del alma.

 EL PERRO

 

UN día apareció en mi casa una señora que traía un perro en brazos. —¡Nadie me lo cura! ¡Nadie! Por eso he venido a verle a usted —me dijo aquella mujer llorosa y descompuesta.

El perro traía una gran cara de dolor, porque el dolor no es sólo privativo del hombre, y el elefante y el Macacus naurus vierten lágrimas, verdaderas lágrimas, no lágrimas inventadas por la fantasía de los novelistas.

Estudié al perrito, porque lo más humano y lo más sabio es no ofenderse cuando no ha habido intención, ¡Además, entre un perrito y un niño…!

El perro me miraba como los enfermos miran siempre al doctor extraordinario que les ha de salvar, al que en último término recurren, cueste lo que cueste y pase lo que pase.

Muchas veces en los laboratorios les he hurgado en el cerebro y en el fondo de las entrañas sin que su corazón se parase. Todas las enfermedades de los hombres las he curado en los animales.

Este perro tenía el cáncer y estaba en sus últimos días. Repasando más que la enfermedad del perro su piel, me di cuenta de que era un perro fácilmente sustituible. Perro blanco con una mancha negra como un parche de enfermo de los ojos sobre el ojo izquierdo…

—Señora, lo que tiene su perro no es apenas nada… Mienten los que dicen que se va a morir irremisiblemente dentro de pocos días… Su perro sólo tiene estropeada la memoria y tengo que raspársela… Se olvidará un poco de usted, no responderá por su nombre de antes, pero vivirá… Yo le pondré otro nombre y le salvaré… Déjemele.

—¡Gracias! ¡Gracias! —me gritó la señora, y me dejó el perro sobre una butaca, al mismo tiempo que cien pesetas sobre la mesa…

Señora de gran pulsera de cadena —con una especie de candado en el cierre como si fuese un collar de perro—. Señora de cola con encajes y de bolsa de canario. Señora con un velo de motas grandes que parecían un enjambre de moscones o abejas que se ensañaban con su rostro, desapareció lentamente saludándome mucho y diciéndome: ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias!, desde cada escalón, verdadera escena de acción de gracias que sólo se debió terminar cuando entró en su coche particular, uno de esos coches enrarecidos y llenos de silencio azul marino.

El perro me miraba desde encima de la butaca con tristeza de hombre que tiene un ántrax en el cuello o unas anginas espantosas. Para no perder tiempo tomé un coche y me fui a una “perrería” para buscar el perro igual. Allí estaba, la mancha era casi parecida y sólo el rabo un poco más largo. Lo compré con la condición de que le cortasen doce centímetros el rabo y se quedasen con el perro moribundo. A los pocos días devolvía su perro a la anciana señora, sonriendo de mi trampa, pues este ha sido el único humorismo de mi profesión. ¿La habrá mordido aquel perro golfo que respondía por Ninchi?

 LA MENOPAUSIA

 

FUI llamado urgentemente a casa de los venerables señores de Ordeaz. La señorita Rosalía, la más tiesa y espigada de la casa, aquella joven con trazas de capitán próximo a ascender, estaba en pleno delirio de alegría, bailando ante los espejos… ¡Ella tan formal!

Me la encontré, en efecto, con una chambra suelta y en enaguas, riendo a todo trapo, sobre una mecedora. Una verdadera escena de patio andaluz en día de verano y a raíz de algún acontecimiento muy feliz.

—¿Loca? —me preguntaron los padres consternados. —Los médicos que la han visto han dicho que está loca de remate y que habrá que encerrarla…

—No —le contesté yo—; únanse a la fiesta que celebra hoy… Pobrecilla. ¡Hoy se despide de su vida pasada, hoy ha acabado su vida genésica… La naturaleza celebra su última fiesta, lo que en Medicina se llama la menopausia… Traigan dulces, pastas y unas botellas de Jerez… Hay que emborracharla y que tenga el largo y restaurador sueño de los borrachos!

 YO NO USO RELOJ

 

ME ha servido mucho para aguzar el sentido de mi profesión que yo he sido un niño que ha visto a muchos doctores a su alrededor, pudiendo así observar sus gestos, sus costumbres, sus palabras…

Yo recuerdo que una de las cosas que más miedo me daban era el reloj del médico, muy extraplano, niquelado, como hecho de mercurio solidificado… Cuando lo sacaba el doctor y lo veía brillar en su mano mientras me tomaba el pulso sentía escalofríos que me daba su metal y su esfera blanca, blancuzca, blanquinosa… Las manillas en vez de manillas de reloj eran manillas de uno de esos reguladores que en las fábricas tienen siempre un vigilante de vista y en los que una subida puede significar el estallido de toda la fábrica y sus alrededores…

Aquel reloj de los doctores no era un reloj, era otra cosa, un instrumento impasible y cruel…

Por eso no uso reloj, y como con el propia cálculo de mi cuidado consigo distinguir las pulsaciones normales de las anormales, a lo más pido su reloj al enfermo, el reloj que le conoce y le quiere, el reloj que ha ido en su chaleco en diálogo íntimo con sus redaños, el reloj que no es el del doctor, tan frío que a veces aumenta indudablemente su fiebre.

Hasta creo que nuestros relojes doctorales se envician, se apresuran cuando les observamos, se contagian de nuestra inquietud, y su segundero neurasténico por la responsabilidad que ciframos en él, se excede o se queda atrás en el tiempo, atemorizado.

 LA RISITA

 

LOS enfermos que entran en la parálisis progresiva son los que me dan más miedo, más horror. Ese día en que entran es el de mi gran pena. Después ya no, aunque entren en la locura o en la parálisis ya definida, con sus afasias y toda su cohorte de síntomas y averías definitivas.

La entrada es terrible. Es como si entrasen en un sitio alegre, al mover cuya puerta se oyese un carillón. En lo alto de su cabeza se abre la claraboya de luz lechosa.

Han amanecido alegres, muy alegres nada más. Al mirar el día gris y chubascoso por el balcón, lo han sentido dichoso, atravesado de rayos de sol como una catedral, por efecto de las vidrieras amarillas de su locura.

El enfermo, el fatal, está optimista. Ha amanecido con un proyecto magnifico. Se lo cuenta a su esposa. Su esposa, como aún no ha dejado de creer en él, se lo cree todo.

Sale a la calle, mira a los balcones como un torero triunfante a los tendidos.

Parece que recoge puros del cielo. Sonríe a los tranvías que pasan a lo lejos, como si fuesen amigos a los que descubre al cabo del tiempo y a los que se alegra tantísimo en ver.

Yo no confundo todas las alegrías frescas, espontáneas, incontinentes, con esta alegría paralítica. Lo que más me ha molestado en la vida, ha sido cuando he visto la sonrisa del otro doctor, ese día en que yo llevaba una sonrisa así, porque desde antiguo estoy alegre hasta de tener que morir.

Uno de los casos de reblandecido que he estudiado con más atención, ha sido el de un muchacho genial y que casi se daba cuenta de su fatalidad.

¡Qué pena me dio encontrar en él los síntomas determinantes y como inquebrantables!

Ni quiero citar sus iniciales; eso sería hacerle un caso clínico, y le tengo respeto y cariño.

Este amigo, además de la alegría natural, notó un día al levantarse de la cama que la sensación vertiginosa era intensísima: vio que tenía gran tendencia a caer hacia el lado izquierdo.

¡Qué vergüenza además tener que tratar a un ser nada común! Se siente avergonzado el doctor de si mismo. ¡Tener que ser una especie de peluquero tétrico del amigo! Aunque claro es que se es con él lo que sea necesario, porque así se depura uno de tener que tratar con tantos idiotas voluntarios.

Le percutí en la cabeza. La parte posterior —la más grave— era muy sensible a la percusión. (Cuando un doctor que no subraya casi nunca subraya una cosa, ¡cómo sería esa sensibilidad!).

Percibí las cuatro cualidades fundamentales del gusto: oído anormal, Rime negativo, Laterización de Weber.

En el facial hallé las siguientes particularidades: la rama superior de este nervio parece estar intacta, pero la inferior se halla afectada, aunque no muy intensamente; al mostrar los dientes, al reírse, al silbar, se pone de manifiesto la diferencia entre los dos lados.

La lengua estaba bastante desviada hacia el lado izquierdo. ¿Quién notará en sí mismo, en su boca, esta fatal querencia de la lengua hacia un lado, como lengua de toro al que han dado el peor de los golletazos?

El velo del paladar estaba paresiado a la izquierda. La sensibilidad del velo se encuentra disminuida a la izquierda. El reflejo faringeo existía, aunque muy débil. La motilidad y la sensibilidad de la mitad izquierda de la laringe están casi abolidas. No podía mover la cabeza en todos sentidos, ¡No podía decir bien con la cabeza, que no estaba sentenciado! ¡No podía decir que no con rotundidad! ¡No es nada eso!…

Siempre la tendencia a caer hacia la izquierda, hasta cuando me dio la mano.

Qué confesión más amarga la de aquel amigo. Sólo recordaré un retazo de ella:

—En Enero —¿para qué decir de qué año?— noté que me lagrimeaba con frecuencia el ojo izquierdo, escapándose de él las lágrimas abundantemente… ¡Vamos, me dije, alguna mujer ha muerto allá a lo lejos que era mi tipo! Era indudablemente un caso de telepatía del lagrimal… La ceja de ese mismo ojo no la podía levantar como lo hacía con la del derecho y noté al cerrar ambos ojos, que el izquierdo no se cerraba por completo, así como tampoco la boca, que se torcía hacia la derecha, quedando los labio» entreabiertos por este lado.

—¿De qué le sirve a usted que yo le diga que eso del ojo izquierdo es el signo de Gestan y Dupuy-Destemps? Eso no es importante… Usted sabrá lo que tiene… Viva despreocupado y exagere su alegría, precipite su alegría… usted, que sé que le gusta El ajenjo, beba más…

Después de aquella primera visita me hizo unas cuantas más. El que se había dado cuenta de lo que aquello era, me dijo otra de las veces:

—Me huele mi cerebro como uno que me hubiese subido la cocinera de la carnicería y que estuviese un poco pasado.

—Oigo el ruido del tiempo —me dijo otra vez— con varios quejidos en cada palpitación, como si el tiempo tuviese un enfisema… Se hunden en mi masa encefálica esos tic-tacs y es como si me la estuvieran comiendo las carcomas… Pero yo ¡ca! en vez de asustarme me río… oigo con gusto lo irreparable, lo que los demás sufrirán tan súbitamente que no podrán degustarlo.

—El ruido de los coches se hunde en mi masa encefálica como en el barro —me decía extra vez.

Con mis pipetas, con mis tubos de ensayo, con todos los elementos, en fin, preparé la reacción oro coloidal. Lo menos que podía hacer es gastarme mi oro con mi amigo.

La reacción fue positiva, y la terrible agravación la demostraron los sencillos matices optimistas, el que tuviese tal tono azul pálido un tubo, y un tono azul puro el otro, y un tono lila el otro, y un tono rojo azulado el otro, y por fin el último tal tono rojo. Con ese juego optimista de colores quedó demostrada la sentencia inapelable.

Llegó un día en que ya se reía demasiado. Yo por oír lo que me iba a decir de su risa, el gran estoicismo de su alma, le pregunté:

—“¿Por qué se ríe?”.

  

 

Gráfica de la reacción del oro-coloidal en la parálisis del de la risita.

 

—Me río del alma —me contestó—… del alma… Es lo único que me consuela, que me resigna, que es como si bailase con castañuelas mi mal, que es un poco di alegre mal de San Vito… Nietzsche era tan partidario como yo del baile porque sentía la misma remoción, el mismo deseo reblandecido de bailar, porque lo primero que está bailando es nuestro cerebro, baila como baila el agua en los barreños o en los cubos que lleva en el balancín la que viene de la fuente… Es lo único que me consuela, y que, como le digo, me hace bailar guasonamente en mis adentros, el reírme del alma, el reírme de los que creen que tenemos alma en vez de masa encefálica… Me siento aligerado del sentido del alma y de todos los conflictos que entraña… ¡No vale la pena una cosa que se estropea tanto y tan irreparablemente!

Miré a mi amigo hasta el último momento, como si él se hubiese aplicado la única medicina para una descomposición como esa, en que el cráneo sobre el catafalco del hombre vivo, es el féretro de su cerebro que se descompone poco a poco… en vida del paciente… una cosa vulgar pero terrible… Es decir, que lo que ha de pasar después sucede un poco antes…

 LOS BAÑOS DE ALBA

 

MI gran originalidad, mi novedad son los baños de alba, frente a los baños de sol superficiales y mediocrizadores y frente al injerto de ciertas glándulas que dejan todo el resto del cuerpo intratado e indefenso.

En el alba se muere o se vence a la muerte generalmente. El hombre preparado para vivir el alba, el hombre que tiene valentía para abrir sus balcones en el alba es hombre curtido contra la muerte.

Hay que salir en el alba a la calle, pasearla de arriba y abajo, buscar los paseos sin árboles en que cae sobre el rostro, pararse en las grandes plazas en que cae más de plano.

Yo tengo mi terraza para los baños de alba y tengo mis abonados que suben conmigo en esa hora indecisa. Desde la terraza, la ciudad en el alba es un barco naufragado o medio naufragado, todo metido en el gris elemento, en el livor del alba.

Mueren muchas gentes en el alba pero es porque no la habían conocido jamás y prueban un elemento tan fuerte cuando ya están débiles e irremediables.

—Paséese usted durante el alba —digo a muchos enfermos que llegan a mí como si les hubiesen asesinado y llevasen aún el puñal clavado.

He visto gentes muy amarillas y muy arropadas que han ido a mi consulta como a tratar al médico más nuevo de los médicos, como esas aldeanas que llegan a las playas, delgadas, cetrinas, metidas en sus mantones como si fuesen toquillas y que llevan un pañuelo negro sobre otro blanco en la cabeza al parecer descalabrada. A los pocos días de baños de alba como si se hubiesen bañado en el mar, esas gentes perdidas han recobrado el vigor de su vida.

El alba cauteriza las enfermedades como si hubiese en ella una cauterización como la del nitrato de plata y defiende la vida. Yo espero que en el alba para tomar los baños de alba, haya paseos elegantes y concurridos, en que sin el miedo cerval que les entra a todos en el alba se pasearan a pecho descubierto, con el andar reposado y lento del que tomaba antes el sol. Después de haber tomado el alba lo mismo da hacer la vida de día que meterse en la cama hasta el anochecido ¡pero siempre tomar el alba entera sin estar debajo de ningún sombrajo a la hora del alba! ¡No acostarse sin tomar el alba!

Esos hombres galantes y esas mujeres galantes, esos jugadores y esas jugadoras que en cuanto sienten el alba se meten en sus coches y emparejados, con un gran susto ven como son como dos ópalos los cristales de las ventanillas, hacen mal en huir y pierden toda la eficacia de estar en la calle a esa hora. Que en vez de tener el remordimiento de que no les da el sol, que tengan el remordimiento de que no les da el alba y que penetren en ella como quien se pastea por la alfombra del paseo con paso tardo, cuanto más tardo, decisivo y sin precipitarse en dar la vuelta, mejor.

Que en vez de que suenen en el alba todos esos portazos de portezuela de cohes con picaporte de marfil, que los coches sigan a los osados seres que se dirijan a tomar un baño de alba convencidos de la gran atemperancia que esto será para ellos.

 GABARDINAS QUE MATAN

 

LA gabardina es algo peligroso, nocivo y mortífero.

El gabán o “pardessus” de “gabardina”; lacónicamente llamado “gabardina”, es, ante todo, una prenda de un tono mediocre, investidura gris —peor que gris— de la anonadada muchedumbre moderna. Es la prenda de esa clase media espiritual en que ya se funde la aristocracia y el pueblo con la antigua clase media. Es una prenda de color “rata humana”.

Ese color mezclado de la gabardina es el color del tedio ciudadano, y sirve al mimetismo y a la gustosa necesidad de confundirse y mezclarse que tiene el ciudadano con el fondo híbrido y puerco de color que tiene la calle de las grandes ciudades.

En las ciudades de Suiza, que es el pueblo más anodino y perfectamente civil y moderno del mundo, es donde más abunda ese tipo absurdo del ciudadano y la ciudadana “gabardina”, así como los tipos de alma tan simple del ciudadano y la ciudadana “biciclistas” y del ciudadano y la ciudadana mecanógrafos.

Pero esa prenda de color sin belleza, de color ambiguo; esa prenda delgada —ni carne ni pescado—; esa prenda soporífera, que convierte un poco en fardos o en paquetes postales a los que la llevan, es, además de todo eso, peligrosísima, y ha sido fatal para muchos. Ella, que ya tenía algo de colador o “manga” de café, ha sido el colador de la gripe en los pechos ciudadanos. Las gabardinas han tenido la culpa de muchas defunciones, pues, tanto las mujeres como los hombres, se creen abrigados el día de frío, por un fenómeno extraño de sugestión, con la ligera gabardina.

¡Cuidado con las gabardinas! Veamos con claridad lo sutiles, lo de tela de saco, lo vanas y vagas que son. Venzamos a la pueril ilusión de la gabardina, falaz, industrial, tan incomparable con el gabán como el cigarrillo de botica es incomparable y no intenta más que una sustitución engañosa del cigarrillo de verdadero tabaco. La gabardina, que parece la prenda que sirve para todo, la prenda higiénica y de color, es calada por la lluvia el día de lluvia, atrae la pulmonía como la muleta roja al toro y reviste a la Humanidad de un color ignominioso, tonto, chabacano, como si fuere el blusón de la mediatización.

¿Que yo, el doctor que clama contra las gabardinas, la uso también? Sí, es verdad, lo confieso: yo también tengo esa especie de guardapolvo para la vida mundana; pero es porque yo llevo gabardina para huir, no para mezclarme. Yo la uso para disimularme y vivir al margen la vida moderna, sin que se me note demasiado; yo la llevo como un disfraz que desprecio, pero que me es necesario. Yo, debajo de la gabardina, llevo el gabán.

 ESO ES DE LO MISMO

 

Los enfermos acostumbran a preguntar tantas cosas, que resultan inaguantables sus consultas.

—¿Qué será esto que siento aquí?

—¿Qué será este dolor que me acude a este lado cuando acabo de comer?

—¿Qué serán estas palpitaciones que me atacan a este lado como si me latiese una herida?

—¿Este dolor en el costado será grave?

—Por las mañanas siento un abismo tal en mi estómago, que me parece que voy a caerme en él.

—Siento en las palmas de los pies unos dolores agudos y penetrantes como si pisase clavos en punta. —Etcétera, etc.

Yo, para calmar todos esos dolores, no utilizo más que una frase: “Eso es de lo mismo”.

Eso les calma instantáneamente a los enfermos, y como si se les recordase algo grave que ya supiesen, se quedan callados. Es instantánea la eficacia de esa aseveración.

—Eso es de lo mismo.

Y el enfermo lanza un “¡Ah!” de sabiduría, de saciedad, de “¡Ah! ¡también de eso!”.

Claro que si él se preguntase: “¿y eso qué es?”, no encontraría claro el “eso” de lo que es también “eso” otro; pero a la naturaleza la gusta referirse con tranquilidad a otra cosa y lo que más la asusta es complicar sus males.

Es como si a un loco se le dijese la palabra que le calma, que le aduerme instantáneamente.

En realidad, al decir “Eso es de lo mismo”, es como si se diese a oler y se adurmiese al enfermo con una especie de cloroformización instantánea.

 EL BIGOTE

 

AQUEL enfermo se quejaba de atroces dolores en el estómago. Le dolía en los sótanos de su cuerpo mientras miraba las cosas tranquilas que suceden en la vida. En sus tripas se hacían nudos dolorosos, estrangulaciones penosas.

Mientras hablaba conmigo noté que se mordía el bigote, pues era uno de esos hombres obsesionados que muerden, muerden su pensamiento al pensar, que mascan sus ideas.

Yo no le dije otra cosa, irritado por aquella manera de ser un chino relapso con el bigote caído y como introducido siempre por las comisuras de la boca, que: “Aféitese usted el bigote y venga a verme quince días después de habérselo afeitado”.

—Pero… —comenzó a decirme queriendo protestar el enfermo.

—Nada… Usted aféitese y venga a verme dentro de quince días.

Como quien teme que le quiten de un tirón el bigote postizo, se echó mano aquel hombre al bigote y se lo pegó más a su base. Un momento estuvo indeciso sin saber qué hacer, si reír como de una broma o si obedecer como un magnetizado; pero al fin, cogiendo su sombrero y su bastón, se despidió de mi y me dijo esa cosa indeterminada de: “Hasta otro día”.

Me imaginé las dudas, los recelos, el ir con el cuento a sus amigos que estuvo viviendo aquel hombre los días de tregua entre su primera y la que debía ser su segunda visita a mi clínica.

—¿Se lo habrá cortado? —pensaba yo a veces acordándome del hombre que se mordía el bigote como si se mordiese su propio rabo.

Y por fin, un día apareció en el dintel de mi despacho un señor al que al principio no reconocí. Tenía un rostro fresco, carantido, despachado, grande como un pan grande.

—¡Ah! ¡Pero si es el señor que se mordía el bigote! —dije de pronto.

—Sí. Aquí estoy… Me afeité, como usted quería, y ya no me duele el estómago con aquel martirio… ¿Pero quiere usted decirme qué relación hay entre el dolor de estómago y el bigote?…

—Que el bigote es la gran empalizada para defender quizás la boca contra los microbios… En el bigote anidan los peores microbios; y si como usted, el hombre de bigotes, se chupa las guías, no tengo que decirle a usted cómo introduce en su cuerpo los peores microbios, los más grandes roedores del estómago…

Mi cliente, muy agradecido, no ha dejado de enviarme parroquianos, gente que venía a que yo les mandase afeitarse el bigote, las cejas o la cabeza.

 LA ANGINA DE PECHO

 

CUANDO vienen los dos esposos a mi consulta, unas veces creo que vienen a que les divorcie y otras, por el contrario, dan aire de vicaria a mi casa, porque lo que quieren es que los recase, que devuelva a la esposa la vida que ha ido perdiendo, que el marido teme que acabe de perder. Se verifica una especie de nuevo sacramento.

Últimamente se presentó en mi casa una pareja de la clase de esposos que quieren casarse. El me enseñó a su pobre mujer con arranque de enamorado, y abriendo su gabán señalaba el lado que la dolía como si señalase en si mismo un daño hondo y desgarrado… La esposa, consolada por la exaltación del marido, dejaba que éste se quejase… Ella, un poco esfíngica, dejaba que él abriese la puerta de su corazón abriendo la portezuela tallada y mórbida de su seno, portezuela de sagrario…

Me di cuenta que en aquella mujer se fraguaba la angina de pecho. Estudié sus costumbres. La recomendé el tratamiento indicado, pero volvió tan anginosa como siempre.

—¡Pero si la angina de pecho es una cosa que avisa y que se puede conminar después del aviso! —le dije—. ¿Cómo después de mi tratamiento no ha cedido? No lo comprendo… Pero yo iré por su casa a estudiar su vida… ¿se inclina usted sobre algún costurero bajo?

—No… Yo nunca coso… Leo, pero leo sobre las mesas altas.

A los pocos días fui por su casa. Me pasaron al comedor, donde estaba sola la señora… La lámpara de fleco de oro empollaba la luz en su cuévano. El tapete estaba levantado por un lado como embozo de cama ya preparada, y en el frío rincón de hule que aparecía por el trecho ese, una pirámide enorme de tabaco, una caja de cartón grande, tres mazos de papel de fumar y la trompetilla de hacer cigarrillos, delataban la interrumpida labor de una cigarrera amorosa y paciente…

—¡Ah! ¿Conque hace usted los cigarrillos a su esposo?

—Siempre estoy haciéndolos… Mi marido es un fumador impenitente, y mi cuñado, que vive con nosotros, y al que también se los hago… Haré más de mil pitillos a la semana…

—¡Pobrecilla! —dije sin poderme contener—. Ese es el origen de su angina de pecho… Entre las cigarreras de la fábrica se da mucho la angina de pecho… No vuelva a hacerles cigarrillos… Voy a esperar a su esposo y a su cuñado, para decirles, no solamente que la absuelvan de su labor asesina, sino además que dejen de fumar, pues en el estado en que usted está ya, hasta el humo que respire estando con ellos no dejará que se extinga su angina.

En efecto, conseguí que aquellos dos hombres absolviesen a la pobre mujer y se salvó mi dulce predestinada.

 LA DESESPERACIÓN DEL POETA

 

JUAN-RAMÓN, el delicado poeta que mejor oye el silencio, hace tiempo que está desolado. No logra encontrar una casa en que reine el silencio. Siempre hay ruido en la calle o en la vecindad y siente que no se interrumpen los ruidos, y el poeta es como un palo de telégrafo lleno de ruido.

Juan-Ramón, al que siempre se encuentra uno en las librerías, resultando una aparición como la del Señor en el huerto, cuenta en seguida su tenaz aprensión.

Este verano, el zapatero de abajo tenía un grillo, cuyo loco rodorin sonaba en los oídos del poeta como el timbre de la puerta de un cinematógrafo. Juan-Ramón tomó la determinación de comprar el grillo al zapatero, llegando a pagar una fuerte suma por él.

Hay un par de pianolas en la vecindad de Juan-Ramón, que tiene que oír, cuando no quiere, músicas que tampoco hubiera elegido, ¡Hay ratos en que se agradecería un poco de música, pero no son nunca los que elige la vecina! Debían bajar a preguntar al poeta de la casa si es la hora propicia.

Juan-Ramón consultó con un doctor extranjero y por su prescripción forró de corcho la habitación. Aquello iba a ser como un estero de las paredes y del techo, que iba a imponer a la habitación un silencio de más lados que el grato silencio en que se sume la habitación después del día del estero sólo del pavimento. Pero se gastó mucho dinero en encorchar su despacho, y hoy lo descorcharía para que saliese el ruido que se ha metido en él como en una botella de Champagne.

Juan-Ramón, desesperado, ha ido a varios doctores; uno le ha recomendado que se pusiese unos tapones en los oídos. ¡Un poeta con unos tapones en los oídos! ¡Algo imposible de comprender! ¡Y sobre todo, un Juan-Ramón!… Otro doctor le ha prometido unas bolitas de celuloide que han usado los soldados en la guerra para evitar el quedarse sordos por el estampido del cañón; pero Juan-Ramón tampoco lo aceptó, porque él no quiere estar taponado, sordo, separado por dos guiones del mundo, sino que lo que quiere es estar silencioso y atento en medio del silencio, las dos órbitas de sus oídos fijas en los mares lejanos, escuchando el rumor de los pájaros dentro de los árboles.

—¿Pero por qué no se muda usted a las afueras?

—No es eso tampoco lo que quiero… Yo quiero estar dentro de la ciudad, entre sus gentes, y, sin embargo, gozar del silencio.

Hasta a Torres Quevedo, el inventor del “telequino”, ha ido Juan-Ramón para pedirle que le fabricase una máquina para no oír, máquina que le ha prometido inventar Torres Quevedo; la máquina que quizás ahorre, deseque y neutralice los sonidos, gran placa de fonógrafo secante y astringente para el sonido.

En esta situación de espera y nerviosismo, Juan-Ramón se encontró el otro día con Pedro Emilio Coll, el gran venezolano, que se queja hace mucho tiempo de fuertes ruidos en la cabeza, un ruido de trenes, cascabeleos de mulas, aplausos y griterío de chiquillos mezclado a un ruido de xilofones y de gran “jaz-band”.

Pedro Emilio Coll, que es hombre muy cumplido y que sabe la preocupación de Juan-Ramón, estaba volado, porque creía que Juan-Ramón oía los ruidos espantosos de su cabeza, y se despidió en seguida de él como horrorizado de estarle ensordeciendo con un solo de trompa de Eustaquio, vibrante como nunca la gran caracola que él tiene metida en la cabeza.

Ya cansado de saber esto y como gran admirador del poeta, y aunque él no me demostraba gran confianza, fui a verle a su casa.

Juan-Ramón se atemorizó un poco al verme.

Le tembló la voz. A él los doctores le huelen a botica y desesperan su sensibilidad. Además, de pronto sacan un aparato como de liar cigarrillos y se lo ponen al oído fijando el otro extremo en el pecho del auscultado, oyendo su confidencia, ésa que guarda él como si temiese él mismo ser su plagiario.

Yo, que conozco todas estas delicadezas confusas del poeta, le hablé con cuidado extremando mi cortesía.

Juan-Ramón entonces se me confesó.

—Sí. Oigo hasta el agua que va por las cañerías del agua; la oigo atropellarse.

Yo mismo, impresionado por el oído sutil del poeta, oí en su despacho ruidos entrecruzados como si estuviese rayado el espacio por numerosos diamantes resbalando sobre sus cristales y como si numerosas aspas ruidosas voltijeasen en el silencio.

—Si yo le hablase como un doctor poético, le diría que bebiese silencio; pero como tengo que encontrarle una solución práctica, le voy a recomendar que cubra de espejos su habitación… Los espejos todo lo recogen, menos el ruido… En los espejos se reflejan las cosas, los gestos, hasta el fondo de los ojos, pero la palabra no se ve… Somos hasta mudos frente a los espejos; y yo, que una vez monologueé frente a un espejo, sentí que hablaba como un sordomudo y hubo un momento en que me hablé por muecas y señas… Además, para completar esta astringencia de los espejos, le recomiendo que tenga una pecera sobre su mesa o colgada del techo… No hay nada también que deje más sorda una habitación que la pecera cerrada, en que se mueve una vida silenciosa y sorda que no sólo está dentro de la bomba de cristal, sino dentro del agua… Ese efecto, esa suposición de esa vida como en un elemento metido en el corazón de otro elemento, influye mucho en el ambiente…

Juan-Ramón me contestó que lo haría, aunque escondería su mesa entre biombos para no verse en los espejos demacradores…

—Además, reúnase con Ors o con amigos que sigan la doctrina de la “voz baja” predicada por Xenius… Usted sabe que Ors, que odia la voz crecida, la voz destapada, fue encerrado en una habitación por sus enemigos para hacerle gritar, para obligarle a levantar la voz, y Ors consintió en pasar tres días sin comer antes de pedir socorro, aunque sus enemigos cuentan que al fin pidió ¡socorro! con gritos más fuertes que los que se oyen en la noche llamando a los serenos…

 EL MAL DEL SEÑOR COLL

 

ESTE amigo mío, tan inteligente que anda a la par de toda idea, vino al saber que yo había curado al poeta. Conversamos largamente. Sus ojos de leopardo venezolano parecían quererme devorar como una amenaza si yo no acababa su mal. Amable y simpático siempre, Coll no pierde su nota de fiera enjaulada, de hombre de la selva, y, sin embargo, el más civilizado de los hombres.

El señor Coll, varias veces ya, la última cuando me lo encontré con el poeta, me había contado su enfermedad, esa enfermedad en la que el otro no cree, porque el otro nunca oye el enorme ruido de su mal, como si estando juntos, Coll fuese un lejano hombre metido en una cueva marina y el interlocutor estuviese solo en la calle tranquila llena apenas de los discretos ruidos de los tranvías, ¡Fantástico caso de percusión laberíntica, tan grave como el de la sordera laberíntica!

El ruido del señor Coll era quizás el ruido de las caracolas marinas, quizás porque ese caracol del oído había tomado cierta conformación de caracol marino perdida la compasión humana que lo distrae de oír el ruido eterno, el ¡uh! ¡uh! ¡uh! del mar lejano junto a costas llenas de numerosas cuevas de lobos.

—¡Hoy ha sido terrible! —me dijo el señor Coll—; y acabo de llegar de unas aguas que me recomendó un médico, diciéndome ahora que no me han sentado porque he bebido ¡demasiado agua!… Me han sondado; todo inútil…

—Y le habrán dicho que el origen es un catarro antiguo…

—Si —me dijo el señor Coll.

—Bueno; pues márchese ahora, que voy a pensar en serio en su mal… Vuelva dentro de tres días… Si estuviésemos en Turquía, le haría pasar por alguna situación tan peligrosa que tuviese que guardar un silencio irremediable, teniendo que callarse hasta ese ruido de su cabeza.

Pensando y sin encontrarle solución, se me ocurrió intentar la curación por la música. Llamé a mi casa un gran violoncellista amigo mío, y ensayamos el ruido de las caracolas y el del viento tempestuoso. Entre uno y otro estaba el mal de mi amigo. Le extirparíamos el ruido encontrando “su acorde”. En México, cuando ese bicho llamado la nigua —y esto no es inverosímil, sino histórico y verdadero— se introduce en la carne y prospera y forma bajo la piel como un sistema venoso nuevo que se complica en la frente poniendo en ella un emparrado de esos del que se le hinchan las venas, se toca un aparato sutil de una sola cuerda, algo así como una flecha sonora tocada con el arco de un violín, y el bicho interminable se va enrollando a la cuerda de guitarra y se sigue tocando, tocando, tocando hasta que ha salido toda entera, pues si por falta de delicadeza o por hacer una pausa en la música se quebrase la larga solitaria, otra vez volvería a echar cabeza en el fondo del organismo.

Llamé al señor Coll, que con su gran tipo de Verlaine venezolano vino a verme, haciéndome breves saludos militares bajando la mano desde su nariz, efusivo como el que espera su salvación.

—Su medicina —le dije señalando al violoncellista.

El señor Coll, brillante su mirada de tigre alegre, le dio la mano.

—Maestro, comience a buscar el tono del ruido de mi amigo…

El músico comenzó. El señor Coll oía ensimismado como magnetizado por el aparato.

—¿Es ese el tono? —le preguntaba yo de vez en cuando.

El músico subía, bajaba, variaba, ponía más larga arcada en una sola cuerda.

Hubo un momento en que, sin que dijese el señor Coll nada, halló el músico el tema de su ruido, y como teníamos convenido tocó con insistencia aquel acorde que, francamente, se acordaba con el que sonaba en el fondo de la trompa de Eustaquio del oído del señor Coll. Concertado con su ruido lo fue sacando, sacando, desliando, consiguiendo ovillarlo, ovillarlo, hasta que, zas, salió la última hebra de su ruido…

—¡Gracias!… ¡Gracias! —me dijo el señor Coll. —Ya no oigo nada… Me ha sacado usted todo el mal, el rencor eterno del vacío.

 


 LA MISS

 

ME interesó aquella enferma echada en su chaisse-longue, imperturbable, con los cabellos hacia atrás y enseñando una frente magnífica. Su padre me dijo en voz baja:

—Ya está cansada de que la vean los doctores y no quiere hablar nada con ellos… Su gran irritación es la hoja de observaciones de un médico, que por casualidad vio en un descuido mío y rompió con ira… Le hubiera matado… La pareció la falta de galantería más grande que se pudo cometer con ella.

—¿Y qué doctor fue ese? —le pregunté a su padre en voz baja también. —El doctor Drañon. —¡Ah!, muy amigo mío y gran médico. Me fui a ver al doctor Drañon, en cuya casa se respiraba la presencia del hombre excepcional. Parecía un especialista en espejos. Grandes espejos de luto por sus muertos antiguos, estaban a veces orlados por la gracia de unos grandes cordones de borlas, como si con esos cordones se corriese o se descorriese el telón entre un tiempo y otro, entre unos personajes y otros…

Los cuadros elevaban la vida en aquella casa, los cuadros mejor escogidos, revelando esa misma elección la sabiduría que este hombre tenía que tener al apreciar una mancha rosa del rostro en relación con la misma mancha más decolorada. Nuestra profesión es matiz y gusto sobre todo.

Como no estaba el doctor, pero estaba para llegar, estuve observando su preciosa colección de miniaturas, aquellas miniaturas que el doctor salvaba de la perdición y que resucitaba en su clínica, como salvando las mejores al olvido y al rodar desgraciado de las miniaturas… Parecía con esto de las miniaturas como si el doctor, no sólo aspirase a salvar mujeres del presente, sino que quisiera salvar las desconocidas mujeres del pasado…

Por fin el doctor llamó a su timbre con la insistencia de varios segundos con que se fijan los dedos en el pulso al tomárselo a los enfermos. Yo también toco así el timbre. Es tocata de doctor.

—¡Compañero!

—¡Compañero!

Le puse en antecedentes de la enferma de que se trataba, y el doctor buscó en los cajones de su bargueño, sacando fotografías absurdas y fantásticas.

—Este —le decía yo viendo el rostro de un hombre viejo de ojos inyectados… —Este es ese al que dicen “Pase usted, caballero”, con gran insistencia de que pase, de no verle más, de que se pierda entre el público…

—¡Pobre mujer, parece vestida no de carne ya, sino por un guardapolvo de pellejo! —dije frente a la fotografía de una mujer casi esquelética, y en la que se veía la gracia de los huesos que es la gracia de las caderas.

—Mi especialidad, como usted sabe, trata con las peores deformaciones.

El doctor, ya inquieto, seguía sacando fotografías de ésas que se abarquillan, que son rebeldes hasta a la camisa de fuerza del sobre… Parecía que revolvía los retratos de las novias de sus pesadillas, de los amigos de los malos sueños, esos hombres que en esos sueños guardan las puertas de los andenes en que entramos para hacer los viajes interminables, esos que se cruzan por las calles de las pesadillas iluminadas por un día negro, esos que se reúnen en las tabernas de esos sueños…

El doctor Drañon recurrió a sus libros simulados y por fin encontró el sobre de la mujer que me interesaba… Su retrato de aquella época me decía mucho de ella.

—Puede usted llevárselo; fue una señorita impertinente a la que no quiero volver a ver. Sería digna esposa de un hombre extranjero y raro que aparece todos los días de consulta pública por mi consulta, y me dice indefectiblemente que le han sentado mal las medicinas que tomó… Primero estuve por tirarle un tintero; pero después me ha parecido su insistencia como la exquisita insistencia que pone en molestarnos un buen amigo.

Me despedí del gran compañero, y cuando hube llegado a mi casa leí la historia clínica de aquella mujer:

"Observación VIII. —M. T., de 35 años. Sin antecedentes familiares. No ha tenido más enfermedad anterior que unas calenturas. Padece, desde los 13 años, una cifosis no muy acentuada. Estaba bien hasta hace 10 años, en que después de una gran emoción empezó a sentir sed y a orinar mucho (hasta 10 litros). En la actualidad, el análisis de la orina es el siguiente:

Cantidad… 5,600 gramos.

Densidad… 2,004 gr.

Urea… 8.16 gr.

Cloruros… 5.5 gr.

La talla es normal. Tiene tendencia a engruesar desde que comenzó la poliuria. Actualmente pesa 63,5 kilogramos. No hay trastornos menstruales. No hay bello ectópico. —Somnolencia.

Dolores de cabeza muy antiguos. Gran miopía Hemianopsia. Sordera sin lesión del oído medio. La radiografía de la silla turca muestra una imagen rara, en la que aparecen los procesos clinoides anteriores y posteriores, unido por un puente óseo.

Análisis de la sangre: Polinucleares neutrófilos, 54; eosinófilos, I; grandes mononucleares, I; linfocitos, 46.

La inyección de I. C. C. de pituitaria no modifica la poliuria. Como no puedo repetir la inyección por ausentarse la enferma; le dispongo un tratamiento al interior ovárico, suprarrenal y pituitario. A los dos meses me escribe su médico: “Se ha notado efecto beneficioso sobre la poluria, descendiendo hasta 3 litros la orina, encontrándose mucho más aliviada de la sed”.

Realmente estaba bien hecho el cuadro; pero se comprendía cómo habiéndose encontrado ese cuadro de sí misma, una mujer realmente hermosa se había indignado con el doctor. La culpa de todo había sido el descuido del padre, que se olvidó la copia que había tenido la osadía de pedir para dársela al tercer médico que iban a consultar.

La joven guardaba silencio. La enfermedad que el doctor Drañon la había tratado estaba completamente curada, y por eso quería yo que me hablase mucho para encontrar y poder tratar la otra enfermedad nueva. Para engañarla, para que se explayase conmigo, hice un sindroma galante que me dejé olvidado un día: “La bella señorita M. T., de unos 28 años, tiene una enfermedad que ronda su belleza, pero que no la pone en peligro… El color de sus ojos revela lo profundo de su alma”.

Y así continuaba mi hoja de observaciones, no perdiendo el tono galante, pues hasta a su sangre la llamaba “la de más bello carmín”.

Después de obrar su efecto mi hoja de observaciones, se dignó hablarme la mujer de frente grande como un papel de barba, frente para escribir la más larga novela.

—Salgo con una señora de compañía todas las tardes —me dijo en la conversación.

—¿A qué hora viene la señora ésa?

—las cinco.

Me esperé. Tenía no sé por qué ganas de ver a la señora aquella.

—Señorita… Ya está ahí doña Rosa —entró diciendo la doncella.

—¿Es la señora de compañía? —Sí, me dijo ella.

— ¿Quiere usted hacer el favor de mandarla pasar? —rogué yo.

—Que pase doña Rosa —dictaminó ella.

Doña Rosa entró; era una vieja larga, miserable, que parecía tener una cabeza postiza y cuyo pelo era de algodón en rama…

—Siéntese, doña Rosa —dijo mi enferma.

Doña Rosa me miraba con desconfianza y no se atrevía a hablar. Esparcía un revuelo negro a su alrededor y tenía prisa por comerse el aire. No he visto respirar a nadie con más ansia y más precipitadamente.

—Doña Rosa no sólo me acompaña a paseo, sino que me lee y me vela en silencio durante esas horas en que yo caigo en mi enfermedad…

Doña Rosa oyó esto a mi enferma, mirándome como las águilas miran desde dentro de sus jaulas al que pasa.

—Pues las dejo a ustedes solas —la dije yo, y me despedí dirigiéndome al despacho del viejo padre.

—Mire usted —le dije—, hay que despedir a esa señora de compañía… Es la que sorbe la vida de su hija. Es toda una enfermedad esa mujer… Las mises son las amas más secas del universo, las amas secas más nefastas, porque en vez de alimentar se alimentan de la vida de la que las toca acompañar.

En efecto, al poco tiempo de despedir a aquella doña Rosa mi enferma estaba curada.

 AQUELLA PARTURIENTA

 

No me gusta asistir a los partos, porque odio esas manipulaciones para sacar al pobre objeto de ese crimen que es siempre la vida. Pero el médico tiene un supuesto cartel en su puerta, como ése que hay colocado junto a la puerta de las sacristías y en que pone: “Por aquí se piden de noche los Santos Sacramentos”. Ese sacramento que el médico sabe prodigar a cualquier hora que sea, sea quien sea la mujer que le necesite, es el de la asistencia en el parto urgente.

De todos modos, no he tenido que asistir a muchas de esas defunciones risueñas, que son los nacimientos, defunciones, aunque se suponga mucha vida para muchos años en el pequeño recién nacido. El más curioso de esos partos difíciles a que me han llamado, fue el de aquella mujer que hacía seis días que tenía el niño dentro, muerto, insepulto e imposible de desenterrar y de sacar, como sólo a veces sucede con los que han sido enterrados en el fondo de la mina.

Todos los médicos estaban asustados. Era el caso más difícil que se les había presentado. El niño estaba corrompido en la fosa maternal, pero había que dejarle, no se podía tocar aun aquello, porque los órganos de la madre estaban terriblemente inflamados. No se podía tocar aquello, pero esa situación agravaba la salud de la madre, llena de las fiebres de la corrupción interna.

Yo vi el caso con pánico. Realmente, si se la arrancaba el ser muerto con aquella hinchazón, se la ocasionaba la muerte; pero también si aquello se le dejaba allí, las calenturas infecciosas y contagiosas acabarían con la enferma. ¿Qué hacer?…

Se me ocurrió la salvación a que únicamente se podía recurrir y pensé algo insólito: embalsamar con los líquidos a propósito —los mismos líquidos que empleaban los antiguos egipcios— al niño descompuesto y que resultaba amenazador como un sarcoma en las entrañas de su madre.

Después de embalsamado, después de utilizar esos grandes aisladores y constreñidores de los egipcios, dejé momificada la corrupción y a los pocos días extraje de la madre viva, el niño muerto, preparado como el hijo de un Faraón… Si no se me ocurre aquello, la madre habría muerto sin que nada la hubiese podido salvar.

 LAS MÁSCARAS DE LA MEDICINA

 

SIN que representen un caso más, sin que acaben de ser unas anécdotas de mi vida, quiero referirme a ese montón de “máscaras” que he visto en los libros de mi profesión y que yo mismo he enmascarado con mi pluma. Quiero que figuren como inquietud perenne en la novela de mi vida.

Muchas veces el paciente o su familia no quieren figurar en nuestros estudios ni en nuestros cajones.

—Lo que sí le ruego es que me tape el rostro en la fotografía —nos piden algunos enfermos con mucha timidez, como si temiesen que nos venguemos de la advertencia matándoles en la nueva enfermedad.

Ese encargo del enfermo nunca se puede desobedecer; podríamos guardar una prueba sin cubrir, pero nuestro deber nos vence. Yo no hubiera querido tapar el rostro a aquella mujer de formas elegantes y puras, cuyo cáncer, de los llamados “de coraza”, era sobre parte de su pecho y sobre su costado algo como un manojo de rosas de carnicería; pero de cualquier manera, dejándome llevar de como me lo pidió, con su boca llena de dulzura, lo tapé con la pluma. Murió del cáncer, y ahora, arrepentido, quisiera quitarla ese antifaz, desenmascararla para volverla a ver, para verla por primera vez, para reconocerla, porque se me ha olvidado completamente su rostro. Tiene la incitación esa máscara, que no fue nunca máscara, de la máscara misteriosa de un alegre baile. Enmascarada por tan triste motivo, enmascarada como para asistir al baile de enfermos d^ la clínica, produce, con sus ojos que asoman por el incorrecto antifaz del médico, la misma inquietud que la máscara del baile de la Opera.

Los niños enmascarados por la medicina, y que no han podido sonreír porque no sabían que se les iba a poner antifaz, parecen pierrotss pierrotines melancólicos, porque no se pudo ni siquiera deshacer su tristeza, porque bien sabían ellos que se hacía la fotografía de la enfermedad de su brazo anquilosado, de su desproporción, de sus manchas, de su raquitismo. El fotógrafo-médico es el único que no puede decir “sonríase usted” y tampoco le importa que el retratado mire aquí o allí.

Hay máscaras de la medicina que en vez de antifaz tienen un borrón en él rostro. Hay doctores con mucha prisa que con el revés de la pluma manchan el rostro ¡y tapan los ojos!

  

 

Dos «Máscaras» de la medicina (1 y X) y «La que se despidió» (2).

 

Lo que nunca tienen esos antifaces, ni los míos, aunque los dibujo con cuidado, es la puntilla de los antifaces, ni les sale esa hinchazón tiróidica alrededor de los ojos, tan femenina, y que sólo les da su relieve a los verdaderos antifaces.

Suprimimos la explicación de la fisonomía al tapar el rostro de los casos curiosos. La mitad de la enseñanza que se desprendía de la misteriosa cifra del rostro, se pierde con el antifaz medica.

A veces, en vez de parecer las víctimas, hay señores y señoras, ya maduros y de tipo terrible, que enmascarados parecen los asesinos.

A veces es sólo el celo de los monografiadores el que hace cubrir los rostros. Por si acaso hay reclamaciones, tapamos todos los rostros, aunque indudablemente habría muchos que se dejarían presentar desnudos ante el público, como tal de enseñar ese gran bocio, o bulto, o torcedura terrible de las piernas que es su principal orgullo. Les aliviaría del peso de su monstruosidad o de su gran tumor el que apareciesen retratados en la Prensa…

No dicen: “¿No me conoces? ¿No me conoces?”. Estas máscaras están mudas, y muchas de ellas se puede asegurar, ante las enfermedades que lucen, que ya no podrían pronunciar ni siquiera el “¿No me conoces pues han desaparecido completamente desconocidas.

Otras máscaras de éstas han estado junto a nosotros en un café, en un teatro, y nunca se nos hubiera ocurrido pensar que eran las que completamente desnudas lucían su desnudo en las fotografías médicas con la falta de pudor inevitable y fatal que da al cuerpo la enfermedad grave, extraordinaria, mortal.

Yo no quiero dejar de confesar que no me ha parecido una cosa convencional y fría esto de los antifaces, sino que me he parado a ver estas gentes con antifaz, con recuerdos de fiesta en contraste con su postración. Se fueron al otro mundo con su antifaz.

 LA QUE SE DESPIDIÓ

 

NADA más que respeto me mereció esa mujer cuya fotografía doy. Momentos antes de morirse llamé al fotógrafo, y le rogué que impresionara lo más hondamente que pudiese su mejor placa.

—Dela usted toda la exposición que pueda —le dije cuando ya había quitado el “ojil” al objetivo.

Entonces recargó la exposición; y como ella ya estaba próxima a no parpadear, se mantuvo sin parpadear mientras se impresionaba la placa.

Aquella mujer es un recuerdo que guardo con cuidado, y al que a veces paso “un trapito” para abrillantarlo y quitarle empañaduras.

No he visto a nadie despedirse como ella se despidió. Se la veía gozar, perderse, enervarse por la voluptuosidad de la muerte. Tenía la cabeza pegada por la voluptuosidad y el dolor sobre las almohadas. Ella había vencido ya todos los problemas del mundo y la lucha era inútil, porque ya no luchaba. Estaba en el dintel y desde el dintel observaba.

Su último caso era una meningitis.

Resultaba más lejana que quien lo está. La perspectiva ladeada, soslayada, oblicua, que había entre su mirada y los que la miraban por última vez, era infinita. Tenía el gusto de mirar con la cabeza posada sobre las almohadas del otro mundo.

Al mismo tiempo había compasión humana, dorado y anaranjado ocaso, verdadero ocaso, ocaso material y con resplandores en aquella muerta. Yo nunca he visto tan claro el paisaje humano.

Ya no tenía más que el mimo de sí misma. De nadie hubiera aceptado una galantería. Sólo acariciaba su hombro, sintiendo y degustando el último escalofrío agradable de la vida; ese cruzar los brazos sobre el pecho y agarrarse los hombros con las manos. Era el último abrazo a si misma, el que se daba la mujer opulenta, del hombro mórbido y resbaladizo, que se fue.

Su ojo mordore tenía una pinta tan intensa, que no hay bujías que se la puedan calcular. Parecía esa pinta, más que un destello hacia fuera, un destello hacia dentro, como si el alfiler candente y perforador de la muerte hubiera abierto en aquellos ojos el agujerito que diese al otro lado, a la espalda de la pared oscura, a la explanada de la luz, atravesando la almohada que es el mundo entero para el que se acuesta sobre él.

Sin ningún derecho y con todos los respetos habidos y por haber, conservo en un bello marco de miniatura el retrato conmovedor, que perpetúa la despedida de la Eva, madre de todos, de aquélla que se despidió aquel día del mundo con la despedida más elocuente, serena y nostálgica que he conocido.

 EL CHINO

 

CUANDO me dijeron que era un chino agregado de la embajada el que se había puesto enfermo, pasé quizás una de las incertidumbres más grandes de mi espíritu. Si había resuelto enfermedades raras, la del chino iba a tener nudos tan pequeños y conformación tan meticulosa, que no iba a saber acertar.

El chino me desconcertó sobre las almohadas y entre las sábanas, amarillo como un muerto. A continuación pensé que los chinos sanos siempre deben parecer unos muertos acostados en sus lechos, y quizás es por eso por lo que las mujeres galantes no quieren irse con ellos.

Ya todo iba a estar equivocado para mi en aquella diagnosticación. Su pulso era un pulso de relojito agudo y tildeador de los minutos.

—Vea cómo tengo de hinchadas las palmas de las manos —me dijo el chino mostrándome sus manos. Yo me quedé sorprendido de aquel enfermo, que daba tan gran importancia a algo que para mí no la había tenido nunca.

—Además, doctor, simpatizo con el color encarnado, parecido a la cresta del gallo —me indicó de nuevo el chino, como queriéndome orientar, y, sin embargo, desorientándome cada vez más… Hubo un momento en que estuve por recomendarle cualquier cosa inofensiva y desaparecer…

—Yo soy fanático por el Wuy Kim, el gran libro de medicina de mi país, la Biblia, por llamarla como ustedes llaman a su mejor libro —y después de decirme eso me dio la edición francesa del Wuy Kim.

En el silencio en que estaba metido y para recapacitar un poco, comencé a hojear el Wuy Kim y encontré numerosas curiosidades, entre ellas, que cuentan cincuenta y dos especies de viruelas, que distinguen por señales fugaces e insignificantes: viruelas del ala de la nariz, rojas, negras, trasparentes, puntiagudas, aplastadas, separadas, acumuladas.

Saqué sangre al chino y también observé sus esputos al microscopio.

Los microbios del chino eran microbios más inquietos y con algo de letrillas chinas, esas letrillas que parecen vibriones y bacilos.

El carácter de esta enfermedad se podría decir que era penetrante y menudo, inquieto y sutil. Su parecido era con el de una de esas labores chinas, intrincadas, pacientes, llenas de minuciosidades.

Era lo indicado curarle con numerosos globulillos de la homeopatía y, en efecto, con anises homeopáticos fue con lo que pude curar al japonés, pero dándoselos en gran cantidad, a puñados.

 LA DEL EX-VOTO

 

ESTABA veraneando en una playa del Norte, y una tarde entré en la ermita del picacho y me entretuve en ver los ex-votos. Siempre me han atraído los ex-votos. Son reconvenciones y desconfianzas del enfermo para con el médico, son gritos de los que se mueren, son temores inútiles. He visto cajas de muerto colgadas en la pared, trajecitos, hábitos, muletas, trenzas empolvadas, corazones grandes y pequeños, senos, etc., etc. Pero lo que más me interesa son los cuadros, y sobre todo los cuadros con historia, porque en ellos se especifica alguna enfermedad o el delirio o la súplica de un enfermo curioso. Son monólogos en las alcobas solitarias. Las tablas votivas que se ofrecían a los dioses en tiempo de Hipócrates eran parecidas a ellos.

Leyendo las inscripciones con el cuadro de síntomas, por decirlo así, del enfermo perdido en las alcobas oscuras y enormes en que parece que se mueren estos enfermos de ex-voto, encontré una reciente, de hacía dos días: “¡Señor, María Asunción, la del correo, se os muere, de un mal junto al bazo, de sudores fríos, y de que el corazón se le ha hinchado… Señor, la fiebre me mata, quitadme la fiebre!”.

Yo sentí aquella súplica como si fuese una carta dirigida a mí, y me dio pena que habiendo sido escrita el día antes de la visita de un médico a la ermita, quedase colgada como una súplica en vano.

Fui a casa de la buena mujer. El curandero del pueblecillo llevaba escrito el camino de la enfermedad. Era como el historial de un enfermo antiguo hecho por el ayudante de un Hipócrates.

Primer día, fiebre aguda, sudor; la noche fue penosa. Segundo día, exacerbación general, más por la tarde; una pequeña lavativa produjo evacuaciones favorables y la noche fue tranquila. Tercer día, por la mañana y hasta el mediodía pareció haber cesado la calentura; pero a la tarde se presentó con intensidad, hubo sudor, sed, la lengua empezó a secarse, la orina se presentó negra, la noche fue incómoda, se durmió el enfermo y deliró sobre varias cosas. Cuarto día. exacerbación general, orinas negras, la noche menos incómoda y las orinas tuvieron mejor color. Quinto día, hacia el mediodía se presentó una pequeña epistaxis de sangre muy negra, las orinas eran de aspecto vario y se veían flotar nubecillas redondeadas semejantes a la esperma y diseminadas que no formaban sedimento. Con la aplicación de un supositorio, evacuó una pequeña porción de excrementos con ventosidad; la noche fue penosa, durmió poco, habló mucho y de cosas incoherentes; las extremidades se pusieron frías sin que pudieran recobrar el calor, y la orina se presentó negra. A la madrugada se quedó dormida, perdió el habla, sudor frío, lividez en las extremidades. Esta enferma hasta la noche de ayer ha tenido la respiración grande, rara, como sollozos, el bazo se le hinchó y formó un tumor esferoidal, los sudores fríos duraron hasta el último instante, y los paroxismos se verificaron en los días pares".

Estaba ya echada en las angarillas en que se lleva a enterrar a los muertos de las aldeas. La miré toda cerrada, apretada^ muy en lo hermético su calor y su mal.

—Tráiganme un balde de agua fría… —dije yo con una inspiración súbita; y cuando me lo trajeron se lo eché en la cabeza a la moribunda. De su rostro, de su deseóte, de sus manos brotó una verdadera erupción… Lo que se fraguaba en aquella mujer, lo que la había matado de fiebre, pero sin manifestarse, era una viruela, que si no es por el balde de agua fría hubiera brotado en el otro mundo…

Así salvé a la pobre mujer del ex-voto, pintado toscamente en la ermita de la Virgen del Mar. Al sanar colgó sus trenzas en la ermita, pues como ella decía:

—¡Me salvaron con un balde de agua bendita!

 EL BORRACHO

 

MUCHAS veces he curado a los borrachos del día anterior, gentes que se habían divertido con exceso la noche antes y que habían aparecido muy malitos por la noche. Si la cocción y la indigestión no les reponía hasta las nueve de la noche, yo me iba con ellos a un buen retaurant y bebíamos y comíamos con exceso, procurando devolver borracho a su lecho al enfermo del día antes. No he olvidado nunca esa cuarteta:

El que enferma en la mañana

Por beber mucho de noche,

Se le lleva a la taberna

Y con vino se repone.

Aquel amigo mío se moría, en un pueblo lejano, de pulmonía.

“Alfonso apurado, peligro muerte inminente”, decía el telegrama de su esposa.

Me supuse cuál era el tratamiento con que le iba a matar el médico del pueblo, y tomé el tren hacia el pueblecillo.

Alfonso se estaba muriendo en efecto. Yo sin pérdida de tiempo mandé por varias botellas de licores, para hacer aquella mezcla en que figuraba el licor verde, el licor amarillo, el licor ambarino, el licor marrón, y que tanto le gustaba a él. Ante el asombro de todos le preparé una copa de vermouth con todos esos ingredientes y se la di a beber.

—Compañero, me parece que ha hecho usted mal —me dijo el viejo doctor, vestido con un capote imponente, pues había venido desde el pueblo de al lado en su gran caballo blanco, caballo de cosaco, pequeño y con la cabeza muy cabezona.

Yo esperé la reacción del enfermo y, en efecto, aquella misma noche salió del peligro.

Con cuidado durante todos aquellos días le preparaba como un farmacéutico su “explosivo a rayas”, como él lo llamaba, y su ginebra compuesta. Así volví a la vida a mi buen amigo el borracho.

 LOS PAPÁS QUE SE ESCONDEN

 

ALGUNAS veces he sido llamado para ver a niños en los que la fiebre había subido a 41.

—Trajo del paseo un temblor… una cosa… —me dicen.

—¿No ha sufrido ningún susto?

—No… Hemos ido jugando todo el paseo… Al final me escondí y creyó que me había perdido… Pero él al encontrarme rió con una risa tan grande que acabó con un hipo nervioso.

—Pues ahí está el mal… Ese ha sido la causa de su mal… No se vuelva a esconder.

Los papás que se esconden de pronto detrás de un árbol o de un quicio de puerta en el paseo que dan con sus hijos, hacen muy mal en gastar esa broma.

Ellos se ríen con el que pasa y les ve esconderse, pero yo no me he reído nunca con ellos. Yo me he quedado mirando la extraña perspectiva, la verdadera perspectiva de la broma maligna.

¿Cuál no iba a ser el miedo del niño que jugaba con su aro al volverse y no encontrar a su padre? ¡Y los padres sonríen de eso!

El gesto del niño al darse cuenta de que su padre no está, es de estar en un islote que ha aislado más la alta marea. Como su padre no les ha dado por Otro lado la suficiente confianza para sospechar una broma, lo creen y les queda una brutal fiebre del corazón, una gran orfandad.

 ESTUDIO SOBRE EL TIFUS

 

¿Cómo se atrapa el tifus? No se sabe y se sabe. Somos objeto de numerosos tiros al blanco disparados desde la sombra. Unos —muchos— nos pasan rozando, y alguno nos da.

El tifus es una determinación de la Providencia, no una infección. Si fuese una infección, se le podría atajar más fácilmente. Tiene algo, airado, escrito como una sentencia que puede variar entre prisión mayor, pero larga, o muerte. No es pena leve de ningún modo, es incomparable con los arrestos de unos días.

El tifus es también —¿en qué quedamos? —el estrangulamiento por la barriga causado por una mano vigorosa, implacable y que nos maneja como a monigotes. Es la mano cruel, la mano que descansa y vuelve a retortijonear, con sus dedos duros y gozosos de la crueldad, la pancita del atacado.

Ser un tífico nos da miedo, por lo que de denigrante y de alfeñicador hay en eso de decir: ¡Es un tífico!…".

Hay palabras que cambian y crispan nuestra naturaleza, y esa es una: “¡Tífico!”. Se vuelve uno pequeño, delgado, estrangulado, escurrido y retorcido, al ser un “tífico”.

Debe sentirse lo irremediable cuando el médico dice: “Tiene el tifus”. La mano que aprieta, que apretará más y de la que nos costará trabajo desprendernos, ya está encima.

Nos hemos sentido señalados por el índice temible, que ha dicho: “Ese”. Hay que diezmar a los regimientos de hombres muchas veces, todos los días.

—“Tiene el tifus” —se dirán las gentes unas a otras, alejándose de nuestra puerta y viéndonos poseídos por un bicho ruin, que cada cual se imaginará a su capricho. No sé por qué parece que el tifus tiene un tufo imposible, ni sé por qué tampoco se le ve al tífico en cueros, con una desnudez enteca de escuerzo, de monigote, de tipo lleno de corvejones en punta y vestido a ratos de blanco, envuelto en una sábana como un fantasma, y con un gorro blanco como el del loco y del viejo que usa gorro de dormir. ¡Pelele como hecho con gamuza y trapos blancos!

Pensando en este ser que tiene el tifus veo la escena del hombre que lo adquiere. Es muy sencillo.

Hoy, por ejemplo, ese hombre ha comido en un café o en un restaurante. Se puede decir que ha visto por última vez el mundo. ¡Cuánto se hubiera aprovechado de mirarlo si hubiera sabido realmente eso! ¡Hubiera intentado comérselo!

En ese restaurante ha mirado fijamente un reloj, un reloj con manillas como cuernos de langosta, que se movían sin disimulo a la vista de la gente, igual que los cuernos de la langosta cuando avanza poco a poco sobre la arena. Ha mirado los lienzos de pared, en cuyo papel hay pintadas las puntas de unas de esas vegetaciones que asoman por una ventana, algo así como el flequillo de un jardín, unos tenues “esprits” verdes y alguna flor rosada entre los “esprits”. Ha mirado un espejo de esos que ya han sido vendidos al trapero en todas las casas decentes en que los había; un espejo de esos en cuyo margen hay unos brujones, como abultados lunares de cristal; algo así come unas burbujas de espejo, lunares simétricos y monstruosos del espejo y que repiten la imagen como si el espejo tuviese cien espejos supletorios. ¡Collar de miniaturas azogadas!… ¡Madroños de imágenes!…

¿Cómo no había pensado que allí se comía la muerte? ¿Qué allí no se podía comer sino la muerte?

Partió con el cuchillo lo que le iba a ser mortal, y parsimonioso, degustador, como si le quedase mucho que vivir, se fue tomando pedacito a pedacito todo el pedazo malo y exquisito con la salsa y el limón. Sus miradas, estando matándose como se estaba matando, no eran apremiantes, urgentes, ni agarradas. Eran miradas resbaladizas, de sala de espera, realizada con la placidez del que siente que una cena más entre las cenas ha sido acabada.

El camarero le servia con indiferencia, sin querer evitar aquel crimen, sin decirle por lo menos una palabra indicadora. “¡Sálvese! ¡No coma de eso!”. Por el contrario se decía: “¡Uno más; uno, que quizás no volveré a ver más de todas maneras!… Además, de que si yo le dijese algo iría y le daría una queja destemplada al dueño, y el dueño me echaría… Nada, nada, hay que dejar que se muera como tantos otros a los que les ha debido pasar lo mismo, porque no vuelve casi nadie”. Debió decirle que aquella carne con escarola llevaba quince días en la fresquera.

La luz le resultaba grata al que tenía ya dentro la muerte. ¡Grata y plácida como la luz de la noche en que se aparta uno del mundo definitivamente y que resulta así, porque algo en el fondo de nosotros nota eso con resignación, lo nota y parece que no lo nota, porque no nos lo dirá claramente de ninguna manera!

Cerca de él comían don Carnaval y doña Cuaresma; ese hombre con la nariz roja y unos lentes a lo Ontiveros, y esa señora de abrigo pardo y nariz roja también —nariz con punta de timbre—, que tanto vemos por las calles, aburrida, buscando a los paletos y con botas sin tacón. No había nadie más en el salón. Ya al encontrárselos ahí al entrar, había sentido un escalofrío. De vez en cuando les oía lo que hablaban en voz baja los dos, con voces de papel secante, voces sochantrosas, porosas, bizcochosas… “Compré unas galletas y ella se puso encolerizada”… ¡Bah! La historia ruin, rencillosa, mezquina…

El hombre que ha adquirido la muerte quería conocer este restaurante. Hacía mucho tiempo que quería estar en él una noche, y precisamente ahora resulta que ha estado esperando a la noche en que ha habido uno de esos cambios que hay a veces en las farmacias y por el que en vez de una medicina dan un veneno.

Todo tiene tal naturalidad y se desenvuelve tan normalmente, ¡que cómo va a pensarse en la cosa postrera que tiene todo lo que va pasando alrededor, de esta cena!… El sigue acuciándose en la luz. El Rioja que ha tomado parece que encandila más la luz. Hay una cosa que no le deja en un rato pedir la cuenta, y le hace mirar hasta la saciedad lo que ya ha visto. Comprueba lo entretenidas que son las cosas aun cuando lo hayan dicho todo. Siempre están mojadas en tiempo y en espacio.

Por fin pide la cuenta; el mozo la suma sobre el mármol, mirando los platos vacíos y las migas que quedan como para inspirarse; se la presenta, él la paga y se va. ¿Sabe el mozo que le ha amortajado cuando le ha puesto el gabán?

Ya ese caballero no volverá a este restaurante. Ha mirado por última vez los gusanos de seda blanca de las encamisadas luces de gas.

A la una de la noche se pone muy malo. Tiene sed y no puede apagarla. Los tornillos de sus sienes parecen que han sido atornillados con más fuerza que nunca. ¡Recurre al destornillador de la aspirina para aflojarlos; pero lo consigue a medias!

Se mete otra vez en la oscuridad, debajo de la oscuridad, debajo de las sábanas. Intenta así puerilmente ocultarse a si mismo, huir a la perra enfermedad; pero nada, en la oscuridad brillan más que nunca esos microbios de luz, esas minúsculas luciérnagas vibrantes que se ven en la fiebre. "¡Pum-pum!… ¡Pum-pum!… hacen las sienes, como si una máquina de coser instalada en su cabeza le cosiese las ideas, se las atravesase de puntadas menudas y precipitadas.

Ya tan asustado llega a estar, que se incorpora en la oscuridad, y en la mesilla busca el termómetro, que suena como un cascabel al darse a conocer dentro de su estuche metálico. Se lo pone y enciende la luz para ver la hora a que se lo ha puesto.

La una y cuarto. ¿Cómo han podido pasar sólo quince minutos desde que ha comenzado a sentirse mal, si parece haber pasado media noche desde que sintió el síntoma abrumador y la jaqueca que le comenzó a berbiquear la calamocha?

Pasan numerosos segundos…, y cuando es la una y veinticinco se quita el termómetro, se pone los lentes (con los lentes toma cara normal) y saca y acerca el leve cristal del termómetro al imán de sus lentes.

“¡40 Y UNA DÉCIMA!”.

Ver eso es como si uno leyese el telegrama en que se nos notifica la próxima muerte de uno mismo o un “gravísimo” tan terrible como la muerte.

Y a los dos días muere el hombre inteligente, gozoso, sencillo que, como nosotros, entró en ese restaurante misterioso y encantador de soledad y hospitalidad y se comió en una salsa, como todas las salsas, la carne blanda, agradable y jugosa que con el jugo del cuarto de limón y la escarola resultó menos de buey. Nada le previno, nada le extrañó, además de que ya estando allí no tuvo más remedio que comerse lo que le llevaron. Su disculpa es que en el Menú no ponía nada, porque se les olvidó escribir en él, y escribir con tiza en el espejo:

 PLATO DEL DÍA

Carne guarnecida con tifus.

 

 LA GUILLOTINA

 

NADA hacía temer aquel desenlace. Yo trabajaba. Ella dormía. Entre nosotros se interponían nada más que los tic-tac de los relojes.

Algunas veces se perdía su respiración, pero reaparecía en seguida como un Guadiana vivo que sólo él sabe por qué ha hecho eso y por dónde ha ido durante la desaparición.

El tic-tac del reloj va perforando el mundo, va consumiendo hasta a Dios. Es la sierra sutil del universo.

En nuestra cabeza tenemos el contador del tiempo, así como el contador de la luz está recogiendo el gasto de luz en la antesala obscura.

Yo de vez en cuando pensaba como siempre en el tiempo, con el oído izquierdo que era el que daba al reloj, y después lo graduaba hacia un poco más lejos y oía su respiración.

Así hasta que anunciándose como si se soltase toda la cuerda del reloj, sonó una “media”. Aquella “media” fue como la guillotina descolgada sobre su cabeza, lo que indudablemente la mató. Desde entonces tengo un gran pavor y encojo el cuello cuando siento la tajante rotundidad de las “medias” horas.

Con todo lo que tengo de doctor Inverosímil se me murió aquella mujer sin poderlo evitar, aunque pueda diagnosticar de lo que murió.

 LOS MAPAS FATALES

 

AMO, temo y me impresiona cada cosa de mi profesión. Todo entra en la terrible novela de la medicina, cada cosa sirve para dar interés al doctor.

Los mapas de la medicina son algo muy serio. No son los mapas coloreados, con ríos azules, montañas y praderas verdes. Son los mapas blancos y negros, en los que el matiz lo da el rayado de líneas entrecruzadas.

Los que revelan la mortalidad en las distintas regiones tienen manchas negras que dan miedo. ¿Cómo siguen viviendo ahí las gentes y no se mudan después de estar tan emborronada la región? Pues viven, se divierten, celebran sus fiestas sociales y populares. Tienen todos, bajo el borrón del médico que hace estadística, la creencia de que vivirán siempre.

¡Atlas triste el del conjunto de estos mapas, atlas mucho más triste que lo era el atlas natural para los niños, porque entonces, aun no han pensado en la posibilidad de morir!

Los mapas, para reconocer dónde se da especialmente una enfermedad o dónde se da más o menos, parecen que tientan al doctor señalándole el sitio que sería más fértil para su investigación. Nos quieren amargar siempre el goce de los mapas coloreados, estos mapas que son como el esqueleto o el esquema melancólico de los otros mapas frente a los que hemos preparado los viajes más largos.

  

 

La locura también tiene su mapa, con sus regiones infestadas de locos, regiones en las que parece que los cafés, las oficinas, los paseos estarán poblados por locos ya decididos a ser locos o próximos a serlo. Una de mis envidias mayores ha sido muchas veces irme a esa región de la locura como para divertirme de lo lindo, más que en las ciudades de los cuerdos. ¡Gran sidrería y gran kermesse de la locura!

¡Meláncólicos y patológicos mapas los nuestros! ¡Revelan que la tierra está enferma!

 LA PULMONÍA DEL CORAZÓN

 

LA helada es una cosa muy castellana; una cosa muy sutil, pero de una presión formidable. Hasta por entre los días buenos se meten las heladas, como si fuesen un mal pensamiento del día o de la providencia.

Recuerdo días de Castilla preciosos, azules, límpidos, diáfanos, nítidos, miríficos, es decir, días que, merecían todos los piropos y en los que sin embargo, a lo mejor caía una helada terrible. Las heladas que suceden cuando la media luna es más curva y se acusa como una hoz, son como la cuchilla.

—Está helando —dice en una hora clara el experto en heladas, el que tiene hecha la nariz para percibir el filo de la helada.

—¡Qué helada está cayendo! —dice la sirvienta cuando abre las maderas del balcón de la alcoba. Uno mira en seguida el día que hace fuera y no se ve nada, sino un día como a través del cristal fino de una copa de “bacarat” y a lo más un sol al que parece que se le cae la baba ante un día tan precioso. ¿No será esa babilla que se le cae al sol la terrible helada?

En la edición para los pueblos del Zaragozano, en ese Zaragozano sin la guía de las calles de Madrid, pero con las ferias y las fiestas de los pueblos y notas sobre el tiempo muy interesantes y hasta con el nombre del Santo que cura el reuma. San Catufa, están señaladas no sólo las heladas principales, sino unas “heladas negras” que me produjo espanto saber que existían. ¿Cómo serán las heladas negras, si las blancas son ya penetrantes y esquilmadoras? Deben empavonar los campos.

La helada es una especie de galvanoplastia terrible que constriñe la naturaleza. Todo lo que aún es tierno en la Naturaleza, sufre por eso esa fuerte operación que lo reviste con el sutil cristal, con esa cosa que quema que hay en la helada.

La helada a los místicos les ha puesto en la frente claraboyas de cristal con que han pensado y han visto mejor con poderosa sencillez todo el mundo seráfico y conceptuoso. Las horrorosas heladas de Ávila dieron a Santa Teresa las mejores horas de lucidez, aquéllas en que su amor místico encontró el viril por el que ver mejor las imágenes; las heladas le pusieron los ojos de cristal a los Santos de los altares, ojos de cristal que son los que más ven.

La helada, en medio de todo esto, no se ve, es como una idea que lanza el cielo sobre la tierra, algo así.

La helada puede partir el corazón y es, a veces, una lanzada con una lanza de cristal en un costado, lanza que se quiebra y deja un pedazo del afilado cristal dentro. ¡Pulmonía difícil de curar la que causa la helada!

No es nada y, sin embargo, agobia, pesa, tritura. No es ruidosa, no es visible, no es ni siquiera tenue: es inmaterial. Por eso entra en las habitaciones, se cuela en ellas, traspasa el dintel de las puertas, entra por paredes y desciende de su techo. ¿Se puede decir, sin embargo, que está en la habitación? No. La habitación está más formal que puede, sólo que la vieja cocinera entra con sus manos agrietadas por la helada, abiertas sus llagas por la helada que siempre que cae, aunque la vieja cocinera esté en el sitio más resguardado de la casa, la busca, la agarra las manos, se entretiene la muy cruel en separarla los dedos unos de otros hasta rasgarle los intersticios…

Y así la inflexible, la rígida, la impasible busca a sus muchos abonados en el fondo de los pueblos y de las ciudades, en los que muchos de los que mueren les han matado las heladas. Su corazón estaba metido como en un frasco de cristal, seguramente en aquel momento, aunque esa sea cosa siempre improbada en la autopsia.

No hay medio de salvarse a la helada que cae fuera; no sirve ni la calefacción ni nada.

Al que busca lo encuentra y le penetra el corazón.

La helada la tengo yo definida para mi libro sobre la nueva medicina, como la pulmonía del corazón.

 LAS PALÚDICAS

 

TENÍA un gabinete cubierto de cretonas, ese traje que tanto se anticua en las paredes sin pensar que la variedad de la moda en el vestir igual debía regir a ese ropaje colgandero de la casa.

Jugaba a la marquesita y su marido la dejaba jugar y la consentía el juego. ¡Cómo sostenía ella una taza de té en su mano de dedos finos, en su mano vestida de un guante de piel aurirosada!

En aquel rincón de su gabinete sufría de paludismo y todas las tardes a la misma hora la visitaba la fiebre. Era como la visita que iba a tomar con ella el té y se sentaba junto a ella en el hueco del balcón.

No salían de Madrid hacia algún tiempo y los paseos se los daban por el Prado siempre seco y saludable. ¿Dónde podía haber pescado esas palúdicas?

Eso era cosa de su casa, de su vida, unas palúdicas interiores. La tarde se la pasa en el gabinetito adornado de cretonas y lleno de búcaros de todas clases, jarros de porcelana, jarritos de cristal, floreros de bronce. Entre muy pocas figuras lo que imperaba en la estantería eran los vasos para las flores. No sé por qué me dan pena esas decoraciones a base de secos receptores de aire, de vacíos cuévanos de espacio, de algo que fuera del día señalado en que sostiene un manojo de flores, no tiene objeto, falta de objeto que se agrava hasta lo repugnante cuando abunda con esa profusión con que abundaba en la estantería de mi enferma.

Me irritaba como una pobreza en la decoración y como un engaño esa suplantación de las cosas diferentes por una sola especie de cosa, por muy variada que fuese la decoración de das pancitas de los búcaros.

Mi enferma se me aparecía como con polisón o miriñaque, haciendo una reverencia a la par ridícula y encantadora. A su tipo fino le iban bien todos esos gestos, pero no estamos ya en la falsedad ambiente que los admitió en el pasado. Está mintiendo la que los haga y sobre todo cuando los hace fuera del mundo aristocrático que es el que más ha conservado el pasado.

Pero, bueno, ¿y su fiebre de dónde venía? Yo miraba todo a mi alrededor, me entretenía en esas observaciones, pero el mal, que a veces cedía, a los pocos días se recrudecía como si ella se hubiese asomado de nuevo a las lagunas del paludismo para atrapar su fiebre de Malta, como si la hubiese cogido el atardecer en plena campiña romana, el sitio prohibido por el Bedeker al turista de Roma…

Por fin un día mirando los eternos vasos de porcelana para demasiadas flores esperadas en vano, se me ocurrió la idea.

En uno de aquellos búcaros debía haber estancada desde hacía tiempo, el agua espesa y corrompida de las lagunas, el agua con esas esponjas verdes que son como los pulmones tuberculosos, envenenados, supurantes del agua…

Los fui mirando uno a uno y por fin encontré en una rinconera uno casi lleno de agua, de un agua antigua, en la que estaba descompuesto el recuerdo de las flores que tuvo.

—¡Aquí estaban sus palúdicas! —la dije y, en efecto, la fiebre fue perdiéndose desde aquel día y no ha vuelto más.

Ya sólo tiene en los estantes un solo búcaro cuyo fondo vigila mucho. Las demás cosas son juguetes, figuras, casitas de nacimiento, santos de las verbenas, candelabros…

 LA ADRENALINA

 

NO hay literatura que más prepare el espíritu y que más admirable sea que la que me encuentro en la mesa de los que escribieron una página intima en su período preagónico, o la que, en una búsqueda en los cajones del muerto, que supo con tiempo que iba a morir, ha encontrado la familia.

Una de las cuartillas más puras y de un “lamartinismo” más agudo fue la que dejó escrita en su carpeta negra un joven que, después de varios vómitos de sangre acabó en el último. Era como el soneto de su vida, y se titulaba “La Adrenalina”.

Contra esta aprensión busco a una mujer, cuyos contornos tendría que describir como un poeta porque es como una mujer ideal que yo me he imaginado como flotando sobre las cosas.

Existe esta mujer, indudablemente existe, y personifica una cosa que consigue calmar este mal de que espero morir pronto, el único medicamento que contiene la hemorragia, que con un gran consuelo evita el susto final y cortará siempre el vómito, aunque el corazón se retuerza y dé el salto mortal definitivo: la Adrenalina.

Yo sé que ese medicamento es una mujer, y como creo en ella, si la encuentro sé que hará que se esconda mi sangre en sus vasos y evitará el derrame final, el último sorbo.

A la Adrenalina, para mayor consuelo de mis prevenciones, me la imagino de labios muy rojos, aunque de tez muy pálida. Siempre peinada de moño bajo, moño que es como el pensil de su cabeza, avanzará con lentitud hacia mí, vestida con su larga bata roja, y me besará en los labios en las horas en que de nuevo sienta el amago.

Saboreo yo, que no soy nada sentimental y que siento reparo al decir a las mujeres el “te adoro”, el cómo voy a decir a mi Adrenalina:

—¡Te adoro, mi Adrenalina! ¡Te adoro…! ¡Mi Adrenalina!

 MI ESTAFA

 

Yo he cometido una estafa médica, pero la he cometido con toda conciencia de lo que hacía.

La pobre mujer aquella era parienta mía, era la parienta pobre, pero noble, bella, de modales finos, la que recordaba al antepasado más distinguido de nuestra familia.

Se había casado, y se había casado con bastante amor. Debió de saber tocar el piano del alma de su esposo como la más consumada pianista. Pero su marido no pudo seguir gozando aquel goce tan inefable y se extinguió, se murió, haciendo leve su muerte aquella esposa que supo tocar la más dulce marcha fúnebre cuando él expiraba, armonizando las últimas notas de esa manera por la que no se sabe, en las piezas de final perfecto, si ha acabado el piano o sigue.

La dulce mujer había quedado embarazada. Si el hijo vivía, sólo con vivir del usufructo de la renta de los bienes de su esposo podía llevar una vida llena del bienestar que era justo que gozase. Ella no sentía la posibilidad de la angustia de que su hijo naciese muerto, pero la sentía yo, porque ella era enclenque y con tipo de madre a la que se la mueren los hijos…

La familia del marido revoloteaba alrededor de ella con la secreta esperanza, sin que se atreviesen a decirlo, de que el hijo naciese muerto. Yo vigilaba aquel parto con una atención desmesurada.

Llegó el día y sentí al hijo muerto en mis manos antes de salir. Yo tenía presente unas palabras de uno de mis libros: “Las maniobras de la respiración artificial e insuflación, introduciendo el aire en los pulmones, pueden ser causa de que la docimasía hidrostática dé resultados positivos con pulmones que no han respirado. Un hecho de este género ha sido observado en el hotel de Dieu, de París, en un caso de insuflación boca a boca”.

Como si diese un beso al niño, le insuflé aire y les hice a todos los agoreros parientes que oyesen su corazón, poniéndoselo rápidamente en el oído, como quien pone un reloj al oído de un niño. ¡Valientes niños corvinos!

—Ahora, mucho reposo… Déjenla sola, porque si el niño está bien, la madre no lo está…

Todos se fueron convencidos y yo me quedé callado, triste, pensando en aquel niño muerto que había vivido un momento con falsa vida, con un poco de vida mía prestada… ¿Qué habría pensado de mí y del mundo? ¿Se dio cuenta, en esos pocos minutos de vida, de que se sacrificaba por su madre?

Aquel niño era el niño que ha vivido y, sin embargo, no ha vivido nunca. Las equis de siempre se aumentaron de tamaño en aquel caso.

Sólo desvió aquella gran preocupación mía el pensar que no había estado aún la tía Engracia —hermana del esposo muerto—, y que si venía habría que enseñarla el niño muerto. Para ese retraso yo tenía una jeringuilla de aguja muy honda, que clavaría en la espalda del niño y con la que insuflaría un poco de sangre en el corazón del niño, para que la tía lo oyese latir un segundo, pues “si sobre el corazón de una rana, que ya no late, dejamos caer una gota de sangre, revive en el acto, porque hemos puesto a su tejido en condiciones fisiológicas de nutrición”.

No tuve que recurrir a esa inyección de vida falsa, y al día siguiente firmé la defunción del niño, que en el Limbo seguramente “contaría que durante un minuto oyó el ruido desagradable y estridente del mundo”.

 LAS ARTERIAS Y LA PULSERA DE PEDIDA

 

LAS arterias son una cosa muy seria, pues por algo creyeron los antiguos que por ellas circulaban los espíritus vitales.

Muchas veces me quedo compadecido mirando algunos de mis enfermos pensando en cómo tiene sus arterias y en cómo le pueden gastar la broma final a cualquier hora.

En nuestros ríos, en nuestros arroyuelos se va cegando el álveo, se van quedando las piedras inevitables que tira Dios en todo cauce, y la vida se resiente, peligra, muere como la de una región agostada, sin riegos, sin aguas… “Viene la emigración eterna”.

¡Qué envidiable la diferencia entre esas tres manos! La del feto nueva, toda trasparente, sin ninguna torcedura; la del joven persistente, enérgica, todos los caminos trazados, la red sobria, llena, concurrente; la del viejo retorcida, sinuosa, demasiado oscura, con ángulos peligrosos, con enganches en que se puede enganchar la vida, con remansos, con cierta rigidez y dureza de alambre.

Ante esas manos que parecen estilizaciones de esas en que son maestros los japoneses, ¡qué fácil echar la buenaventura!

Cuando podamos dragar en nuestras arterias la vida perdurará un poco más. La terrible arterioescleoris es nuestra fatalidad, esa dureza y sinuosidades arteriales que permiten trazar como relieves duros, como vetas un poco fósiles, la red de las venas. ¡Qué conmovedoras esas manos que tienen algo así como sabañones en sus arterias y que presentan sus venas montuosas para que se las respeten!

  

 

Sistema arterial de la mano en el niño, en el adulto y en el viejo.

 

Yo recuerdo de niño cómo mi gran sensación de contacto con la vejez, haber tocado, con miedo a romperlas, las venas digitales de una mano anciana. Yo pasé muchas noches de velada antes de adormilarme, siguiendo como en un mapa rutas distintas, tacteando como un ciego esas ramificaciones. Yo sentía ya el tacto de la vida en esa apreciación cuando insistí tanto. Eran reunidas la sensación de la vejez la que yo apreciaba y la sensación tierna de la vida, siempre tierna mientras se vive, mientras se pueden tocar las venas de goma; las venas flexibles en medio de la misma arterioesclerosis.

Cuando yo comencé mi profesión ya estaba yo preocupado con las arterias. Recuerdo que a una novia con la que me iba a casar, la llevé con su madre a mi clínica con la promesa de que aquella tarde la iba a regalar la pulsera de pedida. Yo preparaba una de esas originalidades que son las que debían hacer hombre a un hombre a los ojos de una mujer.

La madre y la hija se presentaron aquella tarde en mi consulta. Venían con un anhelo torpe y me miraron ciegas de ira.

—¿Y esa pulsera? ¿Dónde está esa pulsera? —me preguntaron ávidas. ¡Qué mal efecto me hizo aquella pregunta dicha sin contenerse, sin adivinar, implacablemente!

Por un momento yo me quedé serio como si la especie de broma sencilla que tampoco era broma, se me hubiese agriado. Se había operado en mí la retirada del corazón, eso que con las novias es fatal, pero sin embargo, como ya no había otro remedio, cogí a mi novia de la mano —con qué empalago se me prestó aquella mano— y la llevé hacia mi aparato esfigmomanométrico, y cogiendo el brazalete comprensivo se lo puse en el brazo cerrando las dos correillas con que se cierra igual que una muñequera…

Noté que apretaba todo su ser una ira sorda. Había comprendido, pero me despreciaba. La madre más, pero un instinto de conservación del novio las hacía callar. Mientras yo ceñía el brazalete dije:

—¿Para qué una pulsera de pedida vulgar? Esta es la pulsera de mi profesión, la que dará todo su porvenir desahogado y alegre a mi novia…

Con consternación oí a mi suegra algo así como “¡las de Pérez y las de Rodríguez que estaban en casa esperando ver la llegada de la pulsera!”.

Toda la verdad tonta y ambiciosa del casorio, surgió a mi vista. Nadie comprendería que yo ofrecía a mi novia una pulsera mejor que nadie, nadie ni ella misma comprendía esa cantidad de rebeldía que había en contrariar una fórmula de los matrimonios fríos, indiferentes, rencillosos, sin más ternura que, durante los primeros dos años, quizás sólo los primeros meses, la de la hora de irse a acostar…

En la mirada callada, pero de ojos muy bajos y cejas muy altas y desdeñosas, con que miraba mi novia el brazalete del Esfigmomanómetro, comprendí todos mis errores. De todos modos rematé mi acto y miré en el oscilómetro la presión. ¡Terrible tensión arterial!

—¡Qué suerte que te haya puesto hoy esta pulsera de pedida! Tu tensión arterial es terrible… Es urgente curártela… Ea otra pulsera no hubiera dicho nada, no te hubiera salvado…

—Sí, pero yo la hubiera preferido… Además, qué dirán mis amigas… No comprenderán tu genialidad…

Fueron las últimas palabras que oí a aquella mujer. La despedida fue fría, hipócrita, porque si ellas con cobardía no sabían lo que iba a pasar, yo sabía que no volvería a verlas. ¡No comprender la delicadeza de mi pulsera de pedida, la verdadera, la eficaz, la providencial! ¡No comprender cómo un marido regala si trabaja y gana, numerosas pulseras de pedida a la mujer con quien se case y cuya hambre y cuyo lujo mantiene!

No volví a ver a aquella mujer con quien estuve para casarme y a la que aún estaría curando aquella terrible presión arterial que la matará mucho más pronto que si hubiese estado a mi lado. ¡Y pensar que aún se la estaría curando con abnegación si hubiese entendido el valor de su pulsera de pedida! ¡Valiente árbol arterial perdí, después de todo!

 LA FALSA MANCHA

 

TODOS los oculistas habían encontrado que era el principio de una nube, o quizás un derrame interior, o quizás, quizás una rotura interior de la córnea aquello que producía el fenómeno de la mancha persistente, irritante, inacabable en el ojo de aquel hombre espantado y pusilánime que vino a verme.

—Dicen que es una mancha…, es decir, me dicen ellos: “usted lo que ve es una mancha, ¿no?…”. Y yo ¿qué he de decir, señor doctor Inverosímil? Yo tengo que decir que sí, porque ¿cómo voy a explicar lo que ellos debían explicar mejor?

  

 

Esquema del ojo de mi enfermo.

 

Poco a poco, con gran dificultad, le saqué a aquel hombre la noción de que lo que le estorbaba no era precisamente una mancha, sino otra cosa rara, que le parecía viva y movible, y que estaba y que no estaba… Algo dislacerante para sus nervios, más que para su ojo materialmente, pues más bien parecía inmaterial, fuese lo que fuese.

De deducción en deducción, sentí fijarse en mi pensamiento, como en su ojo, la araña, la idea despatarrancada y patarrancona de la araña, la araña que no se sabe si cuelga de nuestro ojo o de un hilillo del aire, la araña que de pronto se pierde no se sabe dónde.

Estudié el ojo, hice su gráfico, su esquema y donde calculé que estaba la araña, dibujé la araña; hecho eso, le enseñé de improviso el gráfico, pues yo esperaba la respuesta de su sorpresa…

—Sí… —me contestó—, lo que yo veo es eso, eso…, una araña… sí.

—Pues eso está en los nervios más que en el ojo —le dije—. Usted ha perseguido una vez una araña, o en el sueño de la calentura ha visto arañas y le ha quedado la obsesión y el temor de la araña… Eso tiene cura rápida y, no tratando el ojo, sino fortaleciendo la sensibilidad y consiguiendo que ya que sabe usted que es una araña, se pertreche del suficiente escepticismo sobre esa idea para matar la araña… Para vencer ese prurito de temer a la araña, que injustificadamente se teme más que al tigre, debe usted matar todas las arañas que encuentre en su casa, sin miedo, con decisión, dando fuerza a sus nervios…

En efecto, al poco tiempo, mi cliente había matado la araña, aquella araña que no veían los oculistas y que algunos le querían sacar con una peligrosa operación, extirpándole el lagrimal.

 EN EL POZO DEL PIANO

 

EN muchas casas sórdidas, opacas, encortinadas, en que el gato ha hecho de las suyas debajo de una butaca y en que las viejas parecen estar sentadas en la cuneta de la vida por como las gusta estar de cuclillas en las sillas pequeñas, la enfermedad procede de que además de todo lo otro tienen un piano que no tocan, un piano cerrado y en cuyo pozo alto se han estancado y se han corrompido las notas.

En esa espalda vacía y honda del piano anida todo lo malo.

En mi vida de Doctor, he curado muchas de esas enfermedades crónicas que no se sabe que son, diciendo nada más que: “¡Venda usted el piano!” y haciéndolo vender.

Yo busco por los rincones de las casas la causa de ese estado comatoso de ensueños y hasta he encontrado el secreto debajo de la cama; en ese emparedado de dentro del piano, en la sima de los macillos he encontrado el repliegue escondido del enemigo, el vacío oscuro donde el polvillo de la enfermedad sin espantar por los martillos de madera y trapo, inmóviles hace tiempo, anida y procrea sus microbios, encantados de tan seguro reducto, sorprendidos de tener para su uso exclusivo y SU runruneo, y su recreo tan estupendos colmenares.

¡Peligrosos reversos de los pianos callados hace mucho tiempo!

 LA HORA ESTÚPIDA

 

LA hora estúpida, es como la hora pulmoniaca. Una hora completamente estúpida, flemáticamente estúpida que hasta llegue a parecer demasiado estúpida al estúpido, es algo que mata, que deja señalado para cualquier forma de enfermedad grave y fatal al que ha pasado por ella…

La enfermedad más enredosa y que es más difícil de curar es la del que ha pasado por la hora asfixiantemente estúpida.

No pongáis nunca tampoco, una cara demasiado tonta, porque entrará en vosotros todo lo que os acecha.

Yo he visto entrar en la parálisis progresiva, en la disociación de un cerebro, a aquel que silbaba siempre interminablemente, acosando su pensamiento con el silbido, pinchándole con las largas agujas de sus silbidos.

Al entrar en mi consulta se callaba, pero después al sentirse en la calle comenzaba a silbar. Hasta que un día me crucé con el silbante y seguí SU silbido monótono por las calles, no me di cuenta de cómo eran de estúpidas y peligrosas las horas del silbante.

 LOS FORROS

 

VOLVED de vez en cuando los forros de los bolsillos hacia fuera porque en ese polvillo de cosas, en esas pelusas, se mantienen y se crean todos los microbios. La putrefacción de muchos, la gangrena de su vida, ha comenzado por esos algodones oscuros que no se sabe de dónde salen, por esas piltrafas misteriosas… Haced como cirujanos auténticos la operación de quitar esas tumefacciones y ese pus a vuestros bolsillos.

Son esquirlas del pasado, condensaciones de tiempo, detritus de lo que pasa, resultados de pájaros invisibles que dejan caer eso desde los árboles del tiempo.

La higiene de los bolsillos de las americanas, de los pantalones, de los chalecos es de las higienes más abandonadas.

Yo lo primero que hago en mis enfermos es descargar sus bolsillos y sacar esos gusanos pegados a las junturas de sus forros, esa cosa que ha crecido en la soledad y que es la concentración del tiempo que murió, el final de las horas y los minutos que cayeron muertos en los bolsillos como en la redecilla del cazador.

 LA SORTIJA

 

EN aquel caso sí que no encontraba la causa del mal por ninguna parte.

Desde luego todos aquellos aspavientos, todas aquellas contracciones eran reflejos. ¿Pero reflejos de qué?

Al ver que no podía curar por los medios ordinarios aquel mal, podía haberme agarrado a la socorrida fórmula de que cuando una enfermedad no responde a la medicación ordinaria es que en su principio tiene algo de específica, pero yo no me conformo con eso nunca.

Con mi manía de mirar las manos miraba aquellas manos de uñas luminosas y de piel de punto de seda, hecho con la más fina de las agujas de ganchillo.

En sus manos veía yo que aunque ella muriese de lo que muriese, ellas no podían morir y la sobrevivirían de cualquier modo, vivas, con más alma que toda la figura, como dos almas, una en cada mano. “¿No habrá piedad para sus manos? —pensaba yo con angustia en aquel momento de fijeza máxima”.

En esa hora precisa de exaltación, a la que me lleva después de muchos días el pensar en la condición mortal de la mujer a la que observo, me fijé en las sortijas de sus manos.

—¿Me quiere usted contar la historia de sus sortijas?

Ella sorprendida y mirándome como a un enamorado más que como a un doctor, se fue quitando las sortijas y contándome su historia:

—Esta de la esmeralda es un recuerdo de mi tía Soledad, la mujer que ha tenido más esmeraldas en sus cajones… Todas sus joyas las cambiaba por otras con esmeraldas… Llegó a tener un verdadero jardín de esmeraldas… Ya la llamaban en el pueblo de que somos, doña Soledad la de los guisantes y las habas…

—Esta del brillantito es del día de mi primera comunión y cuando la miro veo toda la transparencia de aquel día que tenía un sol de invierno helado como se hiela a veces el chorro de las fuentes, como está helada la luz en el diamante…

—Esta con la perla y los dos zafiros es una sortija regalo de un novio que se fue y al que no se la devolví porque es lo que más cuesta devolver a los novios a los que no se ha querido mucho.

—Esta es un sujetador regalo de ese novio modesto y golfo que quizás regala la alianza que le regalaron… Sujetador que compromete como el anillo de bodas y que, sin embargo, es lo que menos papel hace entre las sortijas porque es lo que menos vale.

—Esta… esta es curioso… Esta me la encontré… Me la encontré en la calle.

—Basta —dije yo entonces— déme esa sortija… Esa sortija es quizás la causa de todos sus dolores nerviosos… Una sortija que se ha encontrado es nefasta y hace aparecer en el que se la pone síntomas extraños de enfermedades del “otro” o la “otra” apretando la vida del suplatador y llenándola de los calambres de la extrañeza…

La joven me la dio y aunque yo dudase algo de mi diagnóstico en aquel momento pronto vi que aquellos gestos reflejos desaparecían.

 LA OXIGENADA

 

AQUELLA rubia se me quejaba de anemia, de languidez, de no encontrarse. Lo más textual de lo que me dijo fue eso de no encontrarse: “Ella no se encontraba”.

Su rubiez la sacaba el color rosa, de frambuesa pálida y ponía en sus ojos fulgores metálicos, como si fuesen los ojos dos oscuros escarabajos con reflejos metálicos.

Realmente aquella mujer exuberante estaba demasiado blanduzcamente rosa como un fresón pasado.

—No me encuentro, doctor… No me encuentro…

Y yo tampoco la encontraba.

Para dar la impresión de aquello tendría que decir que era un dulce de jalea que se vendía en una tienda lejana, quizás en Toledo. Todo en ella estaba ido, distanciado, desvanecido. Sólo vivían en ella sus ojos.

“¿Pues señor, qué tiene esta mujer?”, me repetía yo, queriendo acertar a saber cómo siendo tan granadina tomaba aires de cubana, con ese avejentamiento de piña pasada que toman las cubanas.

—Me llegó a parecer, cuando me hablaba, que me escribía, que me escribía desde el otro lado del mar…

Las cosas para combatir la debilidad, todo procedimiento y régimen para robustecer a una persona no me daban resultado con ella…

—¿Por qué tiene usted ese aspecto de mujer que viaja en un trasatlántico y sus cabellos rubios parecen estar entre las gasas que revolotean en la brisa marina…?

—No lo sé… Pero quizás por lo que yo no me encuentro, es porque estoy en alta mar a bordo de ese barco en que usted me ve.

Una tarde dando vueltas alrededor de su cuarto, como yo digo, “auscultando a las paredes”, me encontré en el largo portarretratos de caña, uno de aquellos portarretratos que parecían los visillos de las paredes y en los que había bolsillos como abanicos, me encontré un retrato que le enseñé a ella, rogándola que me dijese de quién era.

  

 

Dos casos finales.

 

—Mío —me respondió.

—Suyo, ¿de cuándo? ¿En la otra juventud?

—¿Cómo de la otra juventud? De esta… y bien de esta… de la única que he tenido y que aún durará un poco…

—Pero…

Me quedé mirando el retrato y repasándola a ella de cara a su retrato. En el extraño contraste que yo había notado estaba, sin duda la causa de su malí, ¡Tate! aquella mujer era una morena admirable, fogosa, grabada en la vida como un aguafuerte y ella se había empeñado en borrarse tiñéndose de rubio. Hay quien es rubia y quien es morena no por puro capricho sino por una lógica que hay que tener presente y que no se puede suprimir. La rubiez era contraria a su naturaleza.

—¿Por qué se ha oxigenado usted sus hermosos cabellos negros?

—Porque así soy más blanca y más rosa, porque así se ve más que quiero coquetear y divertirme en la vida… Soy más llamativa.

—¿Nada más que por eso?

—Nada más… Es decir… Temo la vejez y como no es cosa de teñirse el día antes de envejecer, si una ha sido rubia siempre, no será nunca vieja…

—¡Muy mal pensado! —la repliqué yo. —A cierta hora se será vieja sin remisión… Sus ojos la venderán y su boca también… Cuando llegan las canas hay que dejarlas… Sea usted inteligente y sensata para saberlas llevar… Lo demás no importa nada… No hay nada más idiota que una vieja oxigenada, y perdóneme usted la rudeza, pero quiero disuadirla… Todo su mal procede de su oxigenación… Esa rubiez es lo que hace que usted no se encuentre… Necesita usted verse en los espejos morena y vivir como morena la vida…

Después de algunas réplicas y algunas dudas, pasaron los días suficientes para que se destiñese, y cuando al fin, volvió a ser la morena que era, resplandeció su juventud y su salud…

—Tenía usted razón… ¡Ahora ya “me encuentro”! —me dijo.

 DE OTRO DIARIO

 

DE otro diario voy a dar las mejores páginas. Es también este diario de un pobre muchacho que conocía el sabor constante de la sangre. También llegué tarde a él. ¡Pobre tuberculoso!

—Mire usted si sabía lo que le iba a pasar, que lo tenía escrito… Llévese usted el cuaderno de sus apuntaciones… Eso nos aliviará a todos —me dijo la madre.

Yo acepté y lo tengo guardado en el cajón en que tengo las piezas de convicción.

Dicen así esas páginas:

“¿De qué moriré yo? Y primero no sabía cómo responderme, pero hoy ya tengo el síntoma que quizás otros callan. Desde el día que sentí en la boca el hilillo de sangre, la punta de la hebra constantemente aguzada, como la que se va a meter por el ojo de la aguja, la saboreo, la encuentro cuando más descuidado estoy, la doy con la lengua y tiro de ella con la succión como si fuese desovillando el corazón.

Lo que me hace fijarme más en las cosas, lo que me hace que me dé cuenta de la magnitud de cada problema íntimo es que yo constantemente estoy sintiendo la flor de mi sangre en la boca.

No necesito escupir, no necesito mojar el pañuelo y mirar. Mi palidez ante el sabor brota constantemente y veo que me pongo atónito de una manera que no deben entender las gentes y de la que no deben poder darse cuenta.

Sonrío ya muchas veces cuando siento el sabor a acero, como a la hoja del puñal que me causa la herida, así como a la sangre que brota de ella.

Me aprietan el corazón como la bombilla de goma de un pulverizador y siento en seguida la pulverización inconfundible en la boca. El padre de uno mismo —otro padre que el padre exterior— nos quiere consolar y confundir, pero yo se siempre de qué clase es la oblea que tengo un rato en la boca sin deshacerla, como si comulgase con mi propia vida, como si este fuese el único misterio y sacramento solemne.

  

 

La batalla en el pulmón de un tuberculoso.

 

Cuando alguien ha sido cruel o desleal conmigo, he estado por escupirle sangre. Cuando alguien dudaba de mi esfuerzo, de mi ciencia, de mi abnegación, también he sentido deseos de herirle sin herirle, ensuciándole con mi propia sangre…

¿Tendré sangre para una larga vida? Es posible. Yo que sé lo fatales que son las cosas, tengo una profunda esperanza de que gota a gota tengo para muchos años, como esas fuentes cerradas que nunca dejan de tener una gota en la nariz de su grifo.

Es como si mimase mi muerte al saborear mi sangre. Eso me enternece por mi muerte y me la hace contemplar extasiado en un momento cualquiera.

¿Que llore mucho por tener un poco estropeado ese pulmón que parece que es el corazón? No, porque todos los que mueren de cualquier cosa, hasta de sanos, tendrán en doce horas el pulmón destrozado como nunca lo tuve yo en vida, como sólo lo tendré cuando muera como ellos.

Resulta alegre este bombón que sabe a lástima y que es como esos bombones de licor que se desparrama por la boca sorprendiendo con una estimulante sustancia a la boca ciega…

Sólo hay algunos ratos en que siento una gran tristeza porque me veo como un toro de esos a los que ha descabellado de mala manera el matador —maldita providencia que me ha descabellado a mi— y que tienen un espeso hilillo de sangre en la boca y en todo el canal de la lengua, espantoso cuadro porque la sangre puede salir por la herida, por la nariz, por los ojos; pero lo que es desesperado es que salga por la boca… ¡Para asustarse de su propia sangre el toro bravo descabellado! ¿No habéis visto el enorme puchero que hace?

Sabe a tinta también la sangre. Si. Nos recuerda cuando, como heridos por la pluma mojada, nos chupamos la tinta. Ese fondo de anilina lo tiene también la sangre, como si para darla color se emplease también la anilina…".

 DE LOS DENTISTAS Y DE LAS DENTICIONES

 

¡CUÁNTO dolor! Ali única envidia seria ser como el esclavo Epiktetos, que mientras su señor le retorcía la pierna con un aparato de tortura, decía sonriendo: “Que vas a romperla”; y cuando se rompió, añadió con estoicismo: “¡No te lo decía yo!”.

Donde más dolor hay es en las salas de los dentistas, y quizás más en sus antesalas mientras esperan vez. No he visto sitio en que las gentes se miren menos. Todos ponen la vista en el cielo. Nadie se quiere reconocer. La latente queja de todos, su agudo dolor, pone una atmósfera densa en el saloncillo y es como si a cada uno le dolieran tantos dientes como los que tiene un cocodrilo: cinco o seis dentaduras a cada uno, si hay cinco o seis en la antesala.

No se da importancia a ir a ver al dentista y tiene una importancia capital, si no para todos los que haya en la consulta, para los que el doctor escoge y cita a otra hora solitaria para que no se oigan sus gritos, o algo peor que los gritos, el silencio súbito del que no se reponen, el silencio de la muerte…

En casa de los dentistas muere mucha gente, muere misteriosamente, aunque como son tan doctores para la impunidad como los doctores, se da por bien realizada la muerte del que ha caído.

Hay que ir, por lo tanto, a casa de los dentistas con más seriedad, menos a casa de un sacamuelas, y menos frívolamente. Hay que ir con mucha solemnidad.

Es que los dentistas sacan a veces la muela de la vida, la que la tapona, la que después deja un vacío horrible en la encía del que le ha tocado la vez, descorchado para siempre.

Yo a veces tengo que recurrir al dentista. En una ocasión vino a mí una especie de loco con grandes dolores y al que nadie entendía. Yo Je miré de hito en hito. Su madre no le perdía de vista como si fuese su loquero. Yo sólo le dije:

—Que le saquen mañana mismo la muela del juicio… Sin falta mañana y que vuelva por la tarde.

En efecto, su locura había desaparecido, aquella muela del juicio era la causa de su locura, incrustándose como en su cerebro por lo larga, lo dura, lo enorme y lo insistente que era.

En otra ocasión un señor agresivo, que no podía vivir con nadie y con el que nadie podía vivir, vino a consultarme su caso.

—Es fatal —me decía. —Yo no sé de dónde me sale este humor y estas ansias pendencieras…

Yo le observé. No tenía mal corazón, no era sanguíneo y después de percutirle en la celda número 31 del cerebro en que Broca coloca la agresividad, noté que no la tenía demasiado sensible. Una idea me vino a la mente pensando en lo que vulgarmente se dice de un agresivo, que tiene deseo de mascar la nuez a los demás. Observé su dentadura, la di con el martillo que comprueba sus reflejismos o sus degeneraciones y encontré que sus incisivos eran afilados y enormes. Se los mandé sacar y perdió la agresividad.

Los dentistas viven sacrificados, haciendo un papel un poco deslucido, de elegantes camareros que no hacen más que abrir botellas, con esa estupenda facilidad del que aprieta un poco la botella y ¡zas!, ya está, pasándole después el trapo por di gollete como quien la limpia la baba y las boqueras. ¡Cómo sacaría las muelas un auténtico mozo de comedor de gran hotel! ¡Y cómo destapa una botella de champagne el día de Navidad un dentista!

Yo tengo admiración a esos compañeros que arreglan las cosas más difíciles de arreglar como unos lañadores admirables, pero tengo que reconocer que hay víctimas que caen sin sentido y sin vida en sus sillones americanos que para sí quisieran los peluqueros de gabinete más afamado. ¡Podrían afeitar hasta por dentro la nariz si tuviesen estos “wagon-lits” de los dentistas!

Insisto en pintar esta muerte en casa de los dentistas, en su disimulada cama de operaciones, para prevenir algo y para que los que se van a sacar una muela se despidan en su casa dando las últimas órdenes “por si acaso no vuelvo”. Es la muerte esa en casa de los dentistas tan inesperada como lo sería la muerte en un columpio del carrusel y, sin embargo, es tan mortal como la otra. Triviales muertos de pronóstico leve esos que mueren en las salas esas, bajo la luz espléndida que cae sobre ellos, muertos que dejarán un recuerdo de clientes de peluquería que se han quedado dormidos después de afeitados, mientras les traían el agua caliente.

 LA ENFERMEDAD DE LOS JUDÍOS

 

CUANDO me llamó el primer judío ofreciéndome una sortija con un enorme brillante si lie curaba, estudié todos los antecedentes de los judíos, las obras en que los atacan y las obras en que los defienden y sobre todo, estudié el Levítico, la obra en que se resumen sus prescripciones higiénicas y los animales que no han de comer en capítulos como éste:

1. El Señor habló a Moisés y le dijo:

2. Habla a los hijos de Israel y diles: Si una mujer que haya cohabitado pare varón, será impura por siete días, según el tiempo que esté separada a causa de la purgación de costumbre.

3. El niño será circuncidado al octavo día.

4. Todavía permanecerá separada treinta y tres días para purificarse. No tocará cosa alguna sagrada ni entrará en el santuario hasta pasados los días de su purificación.

5. Si pare hembra, permanecerá dos semanas impura y dejará pasar después del parto sesenta y seis días.

6. Cumplido que sea el tiempo de su purificación, ya de varón, ya de hembra, llevará a la entrada del templo como testimonio, un cordero de un año para ofrecerle en sacrificio y dará al sacerdote un pichón o una tórtola en premio de su pecado.

8. Y el sacerdote pedirá por ella y será purificada.

19. La mujer se separará del marido todo el tiempo que durasen las reglas.

20. El que la toque quedará impuro hasta la tarde.

24. Si un hombre se aproxima a ella durante los menstruos quedará impuro por siete días y será inmundo aquello en que durmiere.

25. La mujer que fuera del período tiene flujos, permanecerá impura en tanto que está sufriendo este desarreglo.

28. Si este accidente se detiene y no vuelve a presentarse, dejará pasar siete días para purificarse.

29. Y al octavo día ofrecerá dos tórtolas o pichones a la entrada del tabernáculo en testimonio de su purificación.

De que era gente antigua, rancia, de lo más viejo de lo viejo, es de lo que me dio la sensación la lectura de El Levítico.

Les he estudiado por todos los medios y hasta he alumbrado mi lámpara de Finsen para estudiarlos mejor.

Con los cráneos de los judíos he hecho, por ejemplo, numerosas experiencias y he comprobado que la nariz, es decir, ese borde de nariz chata que queda en los cráneos se rompe y se deshace en esquirlas en los cráneos judíos mucho antes que en los otros.

Después de todas mis observaciones he deducido que la mayor parte de las enfermedades son incurables en los judíos, porque sus huesos son viejas, estropeados, son de la tierra y la arcilla y el barro de Judea, son por decirlo así de los mismos materiales y de la misma caliza que el templo que no pudo sostenerse.

Casi todas las enfermedades son en los judíos lesiones óseas, de huesos que se deshacen, que están careados, de espinas dorsales que se tuercen, de tuberculosis cervicales, de abscesos intrarraquídeos. El mal de Pott hace grandes estragos en ellos y muchos tienen joroba pótica o de otras clases, pues desaparecen en ellos cinco, seis, hasta ocho cuerpos o tabas vertebrales.

Yo apuntalaría a todos los judíos al nacer y los metería en escayola a todos. El certificado de ser judío me merecería ese trato inmediato y les metería desde niños en los corsés ortopédicos

Están rotos por dentro, sin cimientos, sin pared maestra, todas las piedras de su esqueleto yendo a demoronarse. Quizás tienen que ser ricos y poderosos los judíos para que les cosan con platino las articulaciones, pues de otro modo, en cualquier momento, dejarían olvidado algún hueso en el camino de su vida… ¡Huesos de excavación!

 DOS CASOS FINALES

 

QUIERO perpetuar los dos casos más finales que he tenido. Eran dos cadáveres vivos. Primero surgió en mis visitas ella, y durante mucho tiempo le estuve esperando a él, hasta que apareció.

Era innegable que estaban en los huesos, y, sin embargo, qué expresión tenían en sus esqueletos. Tenían la alegría y la agilidad de los esqueletos y aseguro que vivieron días muy alegres, días, por decirlo así, muy espirituales. No creyendo en la vida futura, en la vida con que sueñan todos vivir, ¡descarnados al fin!, esos dos seres casi desaparecidos han sido los que yo he visto vivir más, como el ideal de todos.

El esqueleto, que es tan alegre, y que siempre lo único que le falta para lanzarse a bailar unas peteneras, son los elásticos que junten sus huesos, en estas dos personas lo he visto junto y forrado sin más, sin nada más. En las rodillas podía apreciarse que todavía los huesos eran más plásticos que la figura, que todavía eran ellos como personas más delgadas espiritualmente que sus propios huesos.

Me harté de hacer preguntas a aquellos dos seres imposibles, en los que el corazón palpitaba como el de un reloj de bolsillo. Eran seres a quienes preguntar por si alguna de sus respuestas lograban tener un interés máximo.

El, sobre todo, era un humorista con sus ojos azules. Yo le apretaba un brazo porque me gustaba no sentir la carne, y después de esa corroboración me parecía estar hablando con una alta silla de enea.

Sentía a cada nuevo día que pasaba que habían conseguido lo que no se suele conseguir en la vida: vivir resucitados, sabiendo un poco la verdad de ultratumba y dando a su esqueleto el gusto de pasear y vivir, a ese esqueleto con el que nosotros no podemos hacer eso y al que ni siquiera llevaremos a hacer una excursioncilla cuando esté libre del favoritismo de la carne, de eso que tanto lo borra.

Cuando les desnudé para hacerles la fotografía noté que ya no tenían pudor, no necesitaban tenerlo: el pudor es de la carne y ellos no tenían sino huesos y una especie de guardapolvo ligero de los huesos.

Hice durar bastante tiempo a estos dos individuos porque yo, que creo tanto en los huesos, y que si tuviese alguna especialidad, sería, de no ser especialista de corazón, especialista en huesos, cuidé mucho sus huesos, les alimenté de inyecciones de bulbo raquídeo joven, les lubrifiqué bien y mandé dar masaje a sus huesos para mantener vivo su periostio, el nunca bien ponderado periostio, pues mientras tengamos el periostio fresco y sin descomponerse, es que estamos vivos.

 LA ESCALERA

 

¡Era un mal del corazón tan parecido el del esposo y la esposa, que eso me orientó! En males así del corazón, no puede haber contagio. Aquello era que un mismo hecho les había ocasionado esa rotura del ritmo del corazón.

—Y una vecina tiene lo mismo —oí que decía, como quien no dice nada, la esposa.

—¿En qué piso? —pregunté yo.

—En el de encima al nuestro.

—¿Podría subir a verla?

—Si. Yo le acompañaré —me dijo el esposo.

En efecto, la vecina tenía lo mismo que el matrimonio: una extraña desarmonía en el corazón.

Sin dar aún con la causa, pero orientado siempre hacia fuera de ellos, me marché. Al subir la escalera al día siguiente, me fijé en los escalones.

—¡Debía haberme fijado antes! —me dije reconviniéndome.

Eran unos escalones desiguales, con una desproporción que rara vez tienen los escalones, que son altos o bajos o regulares; pero no así, alternados, unos de una clase y otros de otra.

Realmente el escalonado de aquella escalera era completamente absurdo, y sin duda ninguna en aquello estaba el mal del corazón que seguramente aquejaría a otros vecinos. Interrumpían al corazón, lo entorpecían al hacer confiar en un ritmo de escalonado regular para después variar inmediatamente. La sístole y diástole del corazón eran trastornadas materialmente.

Lo dije al subir y, como en esas casas que se van a hundir, todos los vecinos se querían mudar aquel mismo día, y poco a poco se fue deshabitando la casa de la enfermedad del corazón, que, conocida por ese nombre en el barrio, tuvo que modificar la escalera. Mis clientes, como era de esperar, curaron de su mal.

 EL PULMÓN MENOS

 

VOY a pintar la psicología de los que tienen un pulmón menos. Supongamos que es el derecho.

Se lo callan, se lo callan; pero tienen un pulmón menos. “No es necesario decírselo a nadie —piensan ellos— porque después abusan de saber esas cosas y esperan vernos fallecer para dar saltos en el escalafón”.

Todo un pulmón menos tienen esos seres de voz perdida, de voz sin aire. Esa apretazón de los pulmones que nosotros sentimos al respirar, ellos sólo la sienten al lado izquierdo. El lado derecho, como si no existiese, opaco, macizo, apretado, espeso, como una maceta que se hubiese quedado para toda la vida en un rincón con su tierra, su tiesto y sus esquejes muertos. “¡Con un pulmón menos ha habido quien ha vivido hasta cien años!” se dicen para consolarse.

Los que tienen un pulmón menos cuando a veces se dan golpes en el pecho nunca escogen el lado derecho. No sienten el “yo” en aquel lado porque aquel lado es el muerto, el que uno ha olvidado ya.

Respiran con gran cuidado poniendo boca de espita o de silbato, porque saben que como se les cierre el único pulmón que les queda ya están muertos.

—¡Cuántos habrá que tengan un solo pulmón y se lo callan! —piensan para darse ánimos—. Sólo ante los fósiles atorados de tierra se conmueven, y cuando ven unas madréporas fosilizadas o unas estalactitas se conmueven. Ellos también guardan, como en un estuche de museo de historia natural, su pulmón aniquilado, el recuerdo de su pulmón.

 


 CASOS CEREBRALES

 

AUNQUE los locos son los tipos más extraordinarios, también son los más vulgares. Todo su tipo artificioso y extraño procede de tal inconsciencia, de tan material trastorno, que no es de lo que más me ha impresionado en mi profesión. Me ha interesado en ellos más el problema general de la locura que los casos. Todo mal novelista y todo mal cuentista abusan de los casos de locura. Hasta a veces los buenos incurren en esa debilidad. Yo casi no he querido recordar casos de locos, cuando lo más efectista hubiera sido contar los extraños de locura, tíos numerosos y fantásticos tipos que han pasado por mi clínica. Es un abuso describir locuras por como en el fondo está lleno de tanta falta de sentido el asunto y es de lo más fácil que hay la colocación del loco en plena divagación absurda.

Lo que a mí me preocupa, repito, es el problema, es el estado de las células nerviosas, son esas mismas células.

Yo además creo que no debe agravarse melodramáticamente la locura. Que lo que hay es que comprenderla en toda su sencillez y buscar el mayor de los incógnitos y de los pudores para ella.

Nada más simple que la locura. Da miedo su pura simpleza.

  

 

Células del sistema nervioso, normales y trastornadas, alrededor de una loca y de la misma después de curada.

 

¡Es tan natural ese cansancio y esa desvariación de tan infinito número de fibrillas sometidas a un trabajo interminable!

¡Estar sonando todos los timbres siempre! ¡Estar puestas todas las comunicaciones siempre!

¡Que se callen y se interrumpan cuando quieran!

Bien pueden degenerar y trastornarse si en eso encuentran abandono, cierto delirio, cierta rebeldía, cierta perdición.

Es hasta natural que se reblandezca o que se coagule nuestra cabeza.

Esos bastoncitos, esos ovillos, esos haces fibrilares, esos cestos fibrilares, esos depósitos calcáreos, esas esférulas hialinas, esas pirámides cerebrales, esas células satélites, eso puentes, etc., etcétera… ¿cómo evitar que se tergiversen, que se incrusten unos en otros, que cambien de sitio y de forma? No siendo más que eso la locura se ve que la enfermedad no tiene esa inmoralidad ni esa avilantez que se la supone. Es una sencilla desvariación, es que a lo muy pequeñito, a lo que a penas se ve al microscopio, le da por echar otra forma tan arbitraria como la que tenía.

Esa espantosa y abrumadora regularidad de todas las células, se ha transformado, deformándose, deseando individualizarse, contentas de encontrar esa perdición en su variación…

Esa imaginación protoplasmática, ¿no es un capricho interior de una voluptuosa exquisitez? ¿En vez de degenerar no será simplemente que se prostituyen de un modo caprichoso y agradable, con el encanto de salirse fuera de la ley?

¡Es tan fácil también que nos calciquemos!

El que muchas veces el caso de trastorno sea que “una substancia blanca se localiza”, desarma, porque, ¿cómo volvernos demasiado indignados contra una substancia blanca?

¡Es tan fácil también que los vasos pequeñísimas sufran una torsión en su eje longitudinal!…

¡Es tan complicado todo nuestro sistema nervioso! Además, lo han complicado doblemente esas células de nombres extraños, de doctores exóticos, esas células de Purkinje, y esos cestos fibrilares de Abzheimer, esas grandes células de Betz, etcétera, etc.

Yo mismo siento que en mi cabeza esas células así llamadas, se excitan queriendo quitarse esos nombres que secretamente saben —aunque no los hayan oído nunca— que les pusieron. ¡Cómo luchan como un gato con un collar y su cascabel, hasta son esos adjetivos triviales con que se las designa llamándolas cosas como “manguitos germinativos” o “aparatos espiróideos y plexiformes de porroncito”!

Observando estas células he notado en ellas la monstruosidad. Son las que más francamente tienen tipo de animales macabros con esos numerosos ojos que en las preparaciones parecen misteriosos, cinco, seis, siete ojos oblicuos, ladeados, espantados.

¡Qué de manos les salen a estas células, qué de manos tienen! Se ve que tienen querencias distintas, desconcertadas en este mundo del que es tan oscuro y tan incierto el objeto. No tienen ellas la culpa sino la desorientación y la ignorancia universal.

Yo ya veo en mi esas manos, esos tentáculos, esos ganchos anhelantes y sobre todo esos ojos listos, fijos, penetrantes, cuya racionalidad nos ceden hasta que se cansan y se envician a su gusto.

¡Qué fácil es la degeneración vítrea de esas pupilas por decirlo así, transparentes, vueltas, con el cerebro en la propia pupila diminuta!

Lo que más siento, lo que más me conmueve es saber que donde más se encuentran las células estropeadas es en la duramadre o en la pía-madre. Aun acostumbrado a saber la cosa tan indiferente como todas las cosas de que nos componemos, y tan cosa, que es la pía-madre, caigo en sentimentalismo al pronunciar su nombre con referencia al enfermo.

¡Que se pongan seniles cuando quieran las células nerviosas, pobrecillas! Por sostener una cosa tan altiva y pretenciosa y falsa, y como sin residencia auténtica en ninguna parte como es la individualidad, lo corrompemos todo, forzamos la máquina, inventamos lamentos falsos, pero abrumadores, ¡Pues no digo nada lo inicua que resulta esta frase cuando encima se sostiene que hay una misión que cumplir!

Además de que quizás el momento supremo de las células es cuando son auténticas, desgarradas, seniles, de primera clase, pues siendo así, como en el caso de Baudelaire, es cuando producen el libro más humano, más bello y clarividente del mundo.

Yo ante los trastornos nerviosos me declaro incompetente, como no estén producidos por el bocio o las afecciones de las glándulas tiroides y paratiróides —que es el caso de la señorita cuyos retratos reproduzco —o cualquier otra causa que admita curación. ¡Es imposible la curación muchas otras veces! Habría que modificar y hacer que funcionasen bien infinitas células rarificadas que muchas veces, por ejemplo, con apariencia de normalidad están disminuidas de tamaño… ¿Cómo arreglar los neuromas en ellas? ¡No habría paciente relojero que pudiera conseguir eso por grande que fuese el monóculo de su ojo y por sutiles que fuesen las herramientas!

No hay persuasión posible. Es abrumadora esa indisciplina. Se sabe cómo sucede, pero no es posible arreglarlo. Cada célula de ésas parece que ha querido ser un hombre, un ser, y ha abortado y ha hecho abortar la razón del hombre que es sólo el orden de todas ellas. ¿Pero su razón, la razón de cada una, se ha perturbado? Quizás no Quizás están más desahogadas.

Hay que darse cuenta para no tener la idea absurda del loco que tenemos, que podemos ser máscaras humanas completamente huecas, sin que la compasión tenga base para emplearse.

Yo no dejo de estudiar sobre los conejos, todos los fenómenos nerviosos, desde el estado marmóreo de ciertos ganglios hasta las proliferaciones más raras, y por cierto que mis compañeros y los que están cuidando los laboratorios, muchas veces se han hecho un arroz con conejo loco, que yo nunca he querido probar porque precisamente un conejo loco está más cerca del hombre de lo que parece.

 LOS DE LOS PUEBLOS

 

A veces me vienen clientes de los pueblos. Les temo. En el fondo de sus casas, esos casones o esas casuchas sombrías de los pueblos, es muy fácil que se pierda el médico. ¡Se puede ocultar tan bien la enfermedad! Hay además tantos sitios vulnerables en las casas de los pueblos, esos corrales solos, esos desvanes, esas cuadras sin animales.

Yo he tenido enfermos que he ido a visitar a los pueblos que de día estaban bien, completamente bien; pero de noche parecía como si la enfermedad saltase las tapias del corral.

Algún día abordaré con este título un estudio de esos casos terribles, fatales, muy parecidos a los de los árboles. Muchas veces matan a esos hombres de los pueblos los ocasos terribles que caen en el aburrimiento de sus calles sin ser observados por nadie.

Hay en los pueblos muchos hombres enfermos de contagio hasta de las cosas que están ya podridas: imágenes, bancos, peroles de hierro, orzas de barro, baúles, etc., etc. Hay los cancerosos de la laringe por ese afán de cantar todo el pueblo los misereres de Semana Santa frente a los libros viejos, amarillos, insanos.

Y en medio de estos enfermos peculiares de los pueblos, a los que mató muchas veces la soledad de la naturaleza, hay viejos y viejas que se salvan y que se salvan, no porque tomen una leche especial, ni por los aires sanos, sino por como se disimulan, por como a esa hora en que dan en todos los relojes las siete de la tarde, la hora inspectora que señala y toma nota de los que han de ser los difuntos del día, ellos están misteriosamente metidos en un rincón, en habitaciones en que no se ve ni gota, y en las que juraríamos que no hay nadie.

 EL QUE HA PENSADO MUCHO EN EL CORAZÓN

 

MUCHAS veces —todo es muchas veces porque el número de enfermos es infinito—, se me ha acercado el hombre al que se ve que le duele el corazón.

Yo le hablo con cierta elocuencia al corazón, así como los que hablan al alma. Vengo a decirles:

—Lo primero que tiene usted que hacer, es deshacer todos los errores sobre el corazón… Lo primero que creen ustedes es que el corazón chorrea sangre, que tiene siempre colgada y a medio caer, como el agua de la lluvia en las barandas de los balcones, una gota que se va engruesando, engruesando hasta que cae… No, amigo… Nada de eso, ni tampoco que el corazón esté húmedo y pintado de sangre. El corazón es rojo, porque es rojo y está satinado, crudo y sin rezumamiento de ninguna clase… También creen ustedes que el corazón se queja como un niño… Nada de eso tampoco… Debe usted sacrificar, no oír, no pensar en esa queja que acongoja su corazón… El corazón tampoco duele, de ninguna manera, aunque hay una presunción del corazón, que le imita, que le suplanta, y al que dan cierto dolor todos los pequeños flatos que flotan y circunvalan en el fondo de nosotros… Lo que hay que procurar mucho en la vida es que los huecos que tenemos no se llenen de falsas ideas, de falsos órganos, porque esos órganos funcionarán con altercados y molestias para los otros órganos… Ese corazón que usted siente es una suplantación del corazón…

A veces esos enfermos me replican, insisten en un dolor del corazón, en que “aquí” les duele, como si tuviesen clavada una punzada interminable.

Yo entonces procuro seguirles disuadiendo:

—El corazón es un estuche vacío, es una cosa seca, apretada, que se parara como un péndulo tan lejano a los posibles dolores del reloj… Es que si el reloj tuviera sensibilidad, ¿le dolería el péndulo?… No. Le dolerían esas entrañas que están por entre su maquinaria…

Así he curado a varios enfermos del corazón.

Tengo comprobado que los males del corazón provienen de la creencia que tiene del corazón el que los padece.

Nada de recomendar digitalina o medicinas como esa, que a veces son fatales, porque el pequeño gránulo es como el punto final que acaba la vida, el punto de la i de fin.

—¡Pero si no toma más que un gránulo! —me diría el médico al que yo reconviniese, sin saber que el punto fatal es todavía algo más pequeño.

Hay que estudiar el corazón en su concepción en la mente del enfermo. El corazón no existe. El corazón sólo es una cosa que marcha o que se para, según el móvil, que no parte de él, sino que, por el contrario, acaba en él.

Yo soy un “corazonista”, es decir, un poco el especialista del corazón, y lo que más he estudiado en él es su vaguedad y su espanto, su pánico.

El corazón es una bombilla de goma o caucho rojo, al que mueve y aprieta, si no una mano, una presión misteriosa, que no está en él, sino a su alrededor. Absorbe y expele y funciona porque ese aire que lo coge, que lo impulsa, que lo aprieta, no abandona su labor.

Frente a la idea del corazón, frente a su sencilla pera, lo que se siente no es la personalidad del corazón, como se siente la personalidad de la cabeza, tanto por dentro como por fuera. El corazón es un nombre, una cosa y un pánico o terror que le rodea, que le observa, que le encierra en su puño.

Los cardiópatas dan demasiada materialidad al corazón, que es sólo una presunción y un gran miedo ante lo que se mueve sin moverlo, ante lo que se mueve porque sí, por lo mismo que los astros se mueven.

El corazón siempre es insuficiente. Esto es lo terrible. Sea todo lo fuerte que se quiera, tiene su punto muerto ostensible, inolvidable, fijo.

Leyendo lo que se ha estudiado del corazón, se ve que está aún por estudiar. Parece que se saben todas las ramificaciones, canalizaciones, correspondencias del corazón, y no se saben.

El corazón tiene sorpresas extrañas, y, por ejemplo, de lo más absurdo que puede verse es que cuando yace un corazón sobre la misma piedra de la mesa del laboratorio se contrae aún, y hasta cuando se aísla la punta de un corazón y se separa del resto de su órgano, la punta deja de latir y el resto no. Claro que es por lo mismo que la cabeza del guillotinado hace un guiño final. Aún le queda un último pensamiento procedente aún de la cabeza, para eso, pues, la cabeza y su poder nervioso es, en definitiva, lo que mueve al corazón. Por eso casi todos los que han dudado de su corazón han muerto.

¡Extraño corazón, dispuesto al desfallecimiento cardíaco, voluptuoso hacia la pereza siempre!

¡Qué fáciles las taquiarritmias, los extrasistoles, los traspiés, las pérdidas del compás del corazón!

A qué cosas más lejanas obedece el corazón, Yo digo que para sorprender las enfermedades del corazón, el por qué de sus palpitaciones o sus ceros, hay que hacer un viaje largo hacia atrás en la historia de la medicina.

Los grandes pintores de las enfermedades están en la antigüedad y en la edad media, y también los pintores de los órganos. Así las mejores descripciones del corazón son las antiguas aun con todas sus falsedades.

En esa época ven los doctores con gran ponderación que el corazón ocupa la región media del tórax, “aunque parezca que se inclina más y más al lado izquierdo por aquella frecuente palpitación que parece hiere más a este lado que al derecho”.

En ese momento en cuando llegan a calcular su fuerza, que llegan a elevar hasta el peso de tres millones de libras. Realmente, el corazón es duro, y tiene algo de ser de hierro sin dejar de ser de carne.

Ningún corazón más respetable que el que han descrito los clásicos, como fray Vicente de Burgos:

“…El corazón ha dos concavidades: la una a la parte derecha, y la otra a la parte siniestra, y son llamadas los pequeños vientres del corazón. Entre estos dos vientres ha una abertura que algunos llaman la vena o la vía hueca; y esta abertura es ancha contra el costado derecho, y estrecha contra el costado izquierdo, y esto es así necesario por facer la sangre mas sotil y mas delicada, la cual viene del vientre izquierdo al derecho, y porque el espíritu vital se engendrase en la parte izquierda muy más sotilmente: ca según San Agustín dice en el libro de la diferencia y del espíritu y del ánima, en el vientre derecho hay más de sangre; mas en el izquierdo hay más de espíritu y por esto es ende principalmente el espíritu vital engendrado, y por unas venas y arterias sotiles es por todo el cuerpo estendido en todo lugar, y dilatado. La parte siniestra del corazón ha dos pequeños forados, el uno dentro de las arterias y venas que traen la sangre del corazón al pulmón: el otro es por do sale la gran arteria, que es la forma de todas las otras arterias del cuerpo, por la cual viene el pulso especialmente en el costado izquierdo por la causa sobre dicha. La parte derecha del corazón ha así mismo dos agujeros: el uno es dentro de la vena hueca que trae la sangre del figado a la diestra parte del corazón, y por el otro forado sale la vena que cría el pulmón. Estos dos agujeros son cubiertos de dos pequeñas pieles que se abren cuando la sangre o el espíritu sale de fuera, y después se cierran porque no puedan dentro después de salidos entrar. En cada uno de los pequeños vientres del corazón ha una pieza de carne que parece una oreja, y por esto son llamadas las orejas del corazón, y aquí son las venas y las arterias fundadas y firmemente firmadas. El corazón ha en su longo una manera de huesos tiernos que son nombrados la silla del corazón. El corazón es cercado de una pelleja que se llama la caja del corazón, y es atada con las pieles del pecho. Esta pelleja no es muy junta al corazón, a fin que su movimiento no sea empachado, el cual movimiento es necesario al corazón como fundamento del calor de que el cuerpo del animal es engendrado”.

—¡Admirable corazón, cómo me preocupas! —comienzo a decirle muchos ratos—. Eres un brujón en medio de la mano invisible, de la mano que aprieta y levanta los más inmensos pesos. La verdad que no se sabe nada de ti, y que pareces insostenido, aunque te apoyas en el hueso del corazón. ¿Un hueso tropezando con el corazón? Sí. Un hueso.

¿Plaqueará nuestro corazón? De pronto dirán: “La enfermedad iba bien; pero le flaqueó el corazón”.

¡Pobre corazón! El será el último que se despedirá, como fue el primero en moverse, “primun movens”.

La inclinación de los ojos nacía atrás anunciará la muerte por causa del corazón.

La aurícula derecha es la última que muere. Es donde se alberga nuestra última esperanza, como en los cuadros del Diluvio se va buscando el punto más alto. Todos nuestros secretos y nuestros proyectos se amparan ahí por último. Yo estudio la manera de devolver la vida, y siempre pienso que por ahí tengo que comenzar, porque, además, lo único que en los cadáveres responde a los estímulos es esa aurícula.

 

En resumen: que el corazón es un receptáculo, una bombilla, cuya personalidad está en algo vago y principal: que para curar el corazón hay que conocer todas las circunstancias conmemorativas, porque se relaciona con todo, y que necesita estar alegre y que la cabeza lo domine, esclavizándolo, y quitándole el pánico.

 LA GOTA DE SANGRE

 

ME llevaron a un muchacha pálida que tardaba mucho en levantar los ojos; aun queriendo levantarlos, no podía: hacía dos esfuerzos; pero cuando los ponía en alto ya le era difícil bajarlos, y se quedaban quietos y pensativos.

Era bella aquella muchacha, y además la daba más belleza el que se creyese una blanca mártir de circo, aceptando el suplicio con resignación, sintiéndose iluminada por la luz que iluminó a los mártires.

—Es una gota de sangre que tiene suelta en la cabeza —me dijo su madre— y que la hace desvanecerse a ratos… Más que nunca, cuando está en una reunión, y toca el piano o baila, se cae redonda, si no la sostienen… Por lo demás, le advierto que es la alhaja de la casa mi Concepción…

¿Era una vulgar alferecía? No lo parecía, aunque lo fuese.

—Necesito ir a las reuniones a que asiste, necesito ver cómo se desmaya y en qué momento —dije yo.

—Pues el martes es día en que recibimos… Le esperaremos con mucho gusto —dijo la madre, mirándome como a un posible yerno, como si supiese que un doctor es el único hombre sin repugnancia para un caso así, el único hombre que se podía casar con la enferma, si era tan bella como su hija. Realmente tenía razón.

—Ahora, señorita —dije yo, estrechando la mano de Concepción, que elevaba poco a poco sus ojos hacia mí—, confíe usted en mí, que espero poder recoger con mi pañuelo esa gota de sangre, preciosa y maldita…

Recuerdo aquellas reuniones a que asistí como si hubiese estado en una de las casas cursis que debe de haber en el Paraíso. Ni en la primera ni en la segunda la dio el síncope; pero en la tercera, cuando yo estaba distraído, se produjo ese súbito resbalar de las sillas de una reunión entera que se lanza en socorro de alguien. Sus ojos lentos estaban cerrados y tardaron mucho tiempo en salir.

Fue lento mi acecho de aquel caso, y yo me sentía a veces muy volado, porque parecía que se daba la reunión para que Concepción se desmayase y yo lo viese.

¿Junto a qué idea, a qué recuerdo, a qué mirada estaba en su cabeza la gota de sangre? Eso es lo que yo buscaba con cuidado, y la hacía hablar y la hablaba a mi vez; pero en la hora fatal caía, sin que estuviésemos hablando de la misma cosa.

—¿En qué pensaba usted? —la preguntaba cuando salía de sus desvanecimientos. No se acordaba.

Un día me fijé, es decir, sumé por tercera vez que cuando se desvanecía es que estaba mirando la luz. La idea de la luz es la que indudablemente la producía esa caída. Había de cauterizar ahí esa gota de sangre o de nerviosina. Preparé en mi gabinete toda una instalación de grandes focos blancos. Yo sólo tenía encendida cuando ella entró una lámpara de mesa, muy cubierta por una pantalla verde. Se sentó, y cuando estábamos hablando, ella sentada y yo de pie, mirado por sus ojos de resortes tomados, di al conmutador, y las veinte mil bujías percutieron en su mirada, deslumbrándola, cauterizando, gracias a la luz, su cerebro, y moviendo y despejando aquello que la hacía perder el conocimiento.

Una gota de sangre cayó de su nariz como una lágrima y la manchó la blusa blanca…

 EL HOTEL

 

Los enfermos más difíciles de salvar son los de hotel.

El que se pone grave en un hotel casi no le queda otro remedio que morir.

Sólo se salva de los hoteles el que por muy enfermo que esté logra escaparse. Yo he llegado muchas veces demasiado tarde; pero cuando no he llegado demasiado tarde, por muy grave que estuviese el paciente, le he hecho arreglar su maleta, pedir su cuenta y salir en el primer tren para su país.

Se lucha en esas enfermedades de los hoteles, no con una enfermedad, sino con una muerte.

El viajero anterior ha dejado allí. Dios sabe qué enfermedad. Era ese hombre grave, de una enfermedad de tipo monstruoso, que viaja como para huir de esa enfermedad. ¿Cuál de los que se han ido fue?

Al principio me tomé el trabajo de consultar las listas del hotel, buscando los antecedentes de aquella enfermedad; pero desistí de ese procedimiento, porque es imposible encontrar a los viajeros. Encontré señores Akerman, y Hervieux, y Verenoff, que seguramente ya estaban en el otro polo, dejando, como las moscas, sus huellas mortíferas en los Hoteles de su trayecto.

Por eso siempre que puedo me niego a ir a los hoteles, porque, además, me da una gran pena ver morir a un hombre en un hotel, lejos de todo. Hay que convertirse en su mejor amigo, en su padre, en su hermano, y es muy triste ver morir todas esas cosas en un desconocido de la víspera. ¡Oh, y cuando es una mujer, queda uno perdidamente enamorado de ella!…

¡Los hoteles son perniciosos!… ¡Terribles hoteles franceses! La más larga de mis curas fue una en que tuve que buscar la causa de la enfermedad a través de los hoteles de Europa. Mi cliente había hecho un viaje largo, y en alguno de los sitios en que había estado había cogido esa cosa extraña que caracterizaba su enfermedad. Con la lista de los hoteles en que residió a la vista, estuve en todos, y allí, en Venecia, di con lo que tenía, que no era más que miedo y pesadumbre, pues había caído en el hotel más sórdido del mundo, un hotel casi abandonado —la servidumbre vivía en la casa del Restaurant que estaba en frente—, dando sus balcones al callejón más triste y sobre las aguas más oscuras. Toda la visión de una Venecia muerta, gangrenada, cenagosa, gravitaba en su alma: esa Venecia de invierno que es de las cosas más graves que he visto.

Para salvarle, volví con él a Venecia en primavera, y vi cómo era el enfermo del mal de la ciudad triste.

 EL MOMENTO DE LA MUERTE

 

EL momento de la muerte me preocupa. Yo lo evitaría y lo volvería dulce en todos. En ese momento de la muerte en que Ludwig Beethoven compuso sus “Oraciones a Dios”, en ese momento terrible y definitivo, en que, como ha dicho Lamartine:

La lira, rompiéndose, lanza un son sublime.

La lámpara que se extingue se reanima de súbito

y brilla con un destello más puro antes de espirar.

lo que habría que procurar es acondicionar la vida, no darle esa lucidez llena de un dolor definitivo, evitar ese cortocircuito de gran intensidad, pero que quema la vida entera, con un dolor de toda ella y con una consciencia de todos los recuerdos, en el mismo momento en que todos los de la juventud y la vejez se ven morir.

Esos médicos que han probado en sí mismos sus inventos para realizar la “euthanasia”, o sea la muerte feliz son unos médicos admirables y dignos de veneración; así Stéphane Leduc que experimentó la inhibición cerebral eléctrica para entrar en el sueño en pocos minutos, ideal de la muerte, pues, como decían los poetas antiguos, el privilegio de las hombres de la edad de oro “era morir en los brazos del sueño”; y Humphry Davy que experimentó la anestesia por el protóxido de ázoe, ese gas hilarante, como le ha llameado Humphry Davy.

Es necesario crear ese tribunal de la muerte, que propone el doctor Binet-Sauglé, haciendo respirar a los que se acepte como dignos de morir una pulverización de cloruro de etylo, y en el costado se les inyectará dos centigramos de clorhidrato de morfina, y después de conseguir este primer grado de laxitud, se les hará respirar el protóxido de ázoe.

Yo he matado a uno de esos desesperados, para los que yo propondría la “euthanasia”. Hay que evitar la clarividencia de ese último momento.

Quincey recuerda que “una parienta suya le contaba un día que, siendo niña, se iba a ahogar, y en el momento de ir a sucumbir, en el último momento crítico antes de que llegasen en su socorro, vio en un resplandor su existencia entera, con todos los incidentes olvidados representados ante ella como en un espejo, y no en una serie de cuadros, sino en un solo cuadro, que ella pudo ver en conjunto gradas a una nueva facultad extraordinaria de ver el conjunto y los detalles”.

Cuando se levante en el horizonte el planeta Anairetes, que anuncia la última hora y la palidez se esparza por el rostro, y un combate —que es lo que significa la palabra agonía— se entable entre el moribundo y las fuerzas hostiles, debe entrar en funciones el buen doctor euthanásico, ese artista supremo de la muerte.

Yo he sentido muchas veces el gran conflicto de morir, porque hay pocos hombres como el botánico Haller, que tengan serenidad para decir, tomándose el pulso a sí mismos en la hora de la muerte: “La arteria late… La arteria late aún… La arteria no late ya”.

Hay que afrontar este problema de curar a la muerte de la muerte, porque no podemos ser como aquel pusilánime Luis XI, que había prohibido pronunciar esa palabra delante de él, “encontrándola demasiado dura para el oído de un rey”.

Tenemos que darnos cuenta de lo que significa sin repetirlo al exterior, como en ciertas comunidades, sino repitiéndolo al interior, y que ese sea motivo de nuestra templanza, de nuestra benignidad, de llevarnos bien.

Sobre todo, hay que morir. Que tampoco se espere de mí la curación siempre. Si supiese que salvaba para siempre de la muerte, no realizaría mis curas. Al mismo Lázaro se le salvó de la muerte pero provisionalmente, pues en seguida volvió a morir. La continuidad excesiva de las crueldades, de los amores, de todo, sería algo monstruoso.

Todo se desordenaría, y aun los más puros, apasionados y leales, en vista de eso, se volverían cínicos redomados. No se puede pensar en una crueldad o un mal carácter posiblemente inacabables. Si todos viviesen, los días no estarían claros para nadie. El mundo estaría lleno de antiguo, y nosotros, cuya curiosidad queremos hacer interminable, no hubiéramos podido comenzar a tenerla siquiera.

Además nos componemos de algo que tiene que sufrir las contingencias: es blando, flojo, sin resistencia para demasiados años. Aun consintiendo en ser unos seres sostenidos por piezas de repuesto, tendríamos la muerte, porque acabaríamos por ser una especie de herederos de nosotros mismos, completamente desconocidos de aquel al que heredamos e independientes a él, pues hasta nuestro cerebro con todas sus ideas, entre ellas la de la personalidad, tendría que ser recambiado y esto es lo que hace la naturaleza, sin ese espectáculo de operaciones continuadas para sostener un tipo remendado y de proterva psicología.

Tenemos que morir porque estamos asesinados.

Tenemos toda la sangre dentro, toda la sangre como en un crimen. ¿Qué más da que no esté desparramada? ¿No dará igual que esté guardada, oculta, contenida en el recipiente entrañable? ¿Es que sólo nos ha de asustar el llenar de sangre las palancanas, los trapos blancos o los suelos como el reguero de una incontinencia?

Justo es que la contengamos, pero sin dejar de sentir lo asesinados que estamos por dentro y como ya figuran varios litros de sangre en nuestro asesinato.

No seamos hipócritas, callados, cobardes. Hay que tener presencia de ánimo y decirlo con entera franqueza: “Estamos asesinados y llenos de sangre, manchados de sangre en todos nuestros adentros”.

¡Con qué cautela escondemos la sangre que atemoriza! ¡Qué gran disimulo tenemos para hacer que no nos damos cuenta! ¡Cómo ocultamos con apariencia de limpios y pálidos esa sangre que sólo parece estar en los pequeños cortes y en los pinchazos de alfiler, cuando nos inunda como a Cristos de mucha sangre!

El jarabe delicioso para la muerte, el bálsamo para esa herida, es lo que hay que encontrar, y además también hay que educar mucho al hombre en la idea de su verdadero y modesto destino, para que su despedida sea sentida, pero no tan dolorosa y atemorizada.

Para lograr mejorar ese momento, yo busco la señal anterior a la muerte, como se anuncia en los que van a morir.

A todos mis enfermos, muy desahuciados, realmente incurables, les hago escribir su diario.

—Cualquier cosa que sienta de extraño o de anómalo, apúntela… —les digo—. Tenga lo que tenga que hacer, y aun yendo por la calle, tome apuntes ante cualquier síntoma un poco extraño, para que no se le olvide.

Aunque el fenómeno príncipe o esencial por excelencia de los seres vivos no sea posible acertarlo porque la vida es un círculo tan bien trazado y tan amplio que no se conoce ni el principio ni el fin, yo lo que intento no es coger infraganti a la vida, sino saber cuando acaba, cuando va a acabar, cuando suena como en las máquinas de escribir el tin-tin de antes de acabar.

Con verdadera avidez he buscado entre los papeles de los que han muerto en tratamiento mío, la confidencia penúltima. No hay uno conteste o parecido con el otro. A todos parece que les ha sorprendido la muerte como si saliendo de detrás de la cortina nos diese a tomar por la fuerza el “papelito” o el “sello”.

Lo que hay que hacer es embellecer el último momento, quitarle cosas de ritual, aventar la muerte.

¿Qué haríamos con las escenas de alcoba? Porque lo peor de la muerte, y no hablemos más, es el desarmar la cama del que se muere para que caiga en la caja. El quitarle la cama de debajo es como quitarle la base del mundo, y yo que he visto hacer eso una vez, me ha parecido presenciar una trampa, una horrible trampa. Algo desleal, terriblemente desleal hay en desmontar la cama con el dormido encima.

¡Ultima mudanza!

¿Es que podemos pensar sin arrebato en ese descenso de la cama y en esa desaparición y escamoteo de la cama de la alcoba, hecho con un gran disimulo para que ni lo sintamos?

Si desde la cama nos echasen a la muerte sin esa operación de desmontar la cama, desaparecería lo peor de la muerte.

 LA SORPRESA DE LA GRÁFICA

 

MI aparato sismográfico para comprobar los terremotos y las sorpresas del corazón, apenas si lo uso. Apenas está gastado ese lápiz para dibujar la letra confusa del corazón, la puntilla de su vida.

Es en mi clínica como uno de esos almanaques que no se usan, y cuyas hojas en blanco pasan de año a año sin que nadie escriba en ellas.

Cuando a veces se lo pongo a alguna persona desconfío mucho de sus conclusiones, pues no espero que se den las líneas de la novelería y de la inquietud del corazón al ponerse a dibujar por primera vez como un niño.

¡Garrapatos incongruentes del corazón obediente a síntomas lejanos! ¡Primeros palotes confusos del corazón cuya mano le lleva el alma muchas veces!

El momento más importante de ese aparato, que en la mayoría de los casos yo tengo por una cosa así de inútil como un pesa cartas, fue aquel en que me llevaron a aquella joven prodigiosa cuyo corazón saltaba en su pecho, dando vida de balón que se hincha a su seno izquierdo.

—Ningún médico sabe lo que tiene en ese corazón, del que se oyen los suspiros de noche —me dijo la madre.

La bella mujer callaba mirándose las manos como cercenadas sobre su falda, manos pálidas y de uñas muy rosas como caramelillos.

—La han dado calmantes; pero su corazón no responde a ellos.

En efecto, su corazón se movía como los émbolos de los expresos que llevan retraso y quieren recobrar el tiempo perdido. La bella mujer iba hacia su final en un tren que daba vueltas a las curvas y curvas del camino y entraba y salía de los túneles largos como si pasase por el túnel insignificante del arco.

—¿Y usted que siente, Señorita?

—Yo, Señor Doctor, siento que mi pecho tropieza con el corset a cada segundo, y que en mi pecho se abre sitio para algo…

Entonces adapté mi aparato a la paciente y dejé que la plumilla marcase un largo telegrama cifrado con la torpe letra de ciego que se tuerce y cae en los más hondos abismos o sube a las alturas del cielo de la carta. Nada raro dio esa primera parte de la gráfica; pero de pronto las líneas incongruentes y sin significado se recompusieron, se organizaron, y apareció trazado un Manuel clarísimo y evidente, aun dentro del gran disimulo que tiene que sostener la gráfica.

  

 

Por si ese había sido un error o fantasía de la plumilla o una rara casualidad, volví a emplear el corazón como una mano de vidente que escribe lo que le dicta el otro mundo, y apareció un segundo Manuel.

  

 

¡Extraordinaria gráfica!

—Ya ve usted —dije a la madre—, se trata de un enamoramiento.

—¡Pero, hija!… ¡¿De Manuel?!

—Sí, madre… De Manuel… Ni me lo había dicho a mí misma en voz alta… Ya ves que lo ha tenido que escribir mi corazón…

—¿Y quién es Manuel? —pregunté yo.

—¿Manuel?… El empleado que tiene en la tienda su padre —me contestó la madre.

—Pues no hay más remedio —la dije—; el mismo corazón ha escrito la receta.

 FEDERIQUITO

 

LOS cuellos de encaje de aquel niño teman las trazas de esos cuellecitos que hay en los museos y que representan una época del encaje ellos solos. Sus padres, riquísimos, le mimaban y le adornaban con desesperación, como si quisieran consumir la fortuna en el hijo que parecía consumirse por momentos, irse a consumir antes de tiempo.

En una de las recaídas de aquel niño, que yo sólo había visto en visita, fui llamado a la casa de las alfombras de yerbas altas, en que se pisan yerbas y flores frescas.

—El niño está estos días caído, melancólico, raro —me dijo el padre.

—Los médicos, los otros médicos no lo entienden —me dijo la madre.

Federiquito estaba junto a un balcón, sentado en el suelo de la única habitación con parquet, y jugaba con un rompecabezas.

Realmente, aquel niño estaba consumido, triste, como mareado de estar en la vida. El sol le lamía los pies como un perro.

Me senté a su lado en el suelo y sus padres nos dejaron jugando. Yo buscaba con él lo que le faltaba al rompecabezas, a ese juego antipático con que cazan las jugueterías a los niños, pero que tiene una cosa de mapa de geografía rota y difícil y de recomposición del descuartizado.

—¿Y qué más juguetes tienes? —le pregunte.

El niño se levantó y me llevó a un cuarto lleno de juguetes.

—¿Y con cuáles es con los que más juegas? —le volví a preguntar.

Con su voz delgada y con algo del ahogo de la voz de los niños de los ventrílocuos, me dijo:

—Con todos…

Ya era un empalago de la vida tantos juguetes, ya era una cosa para que el niño desistiese, por falta de curiosidad, en seguir adelante.

El niño tocó el salterio de cristales y todo se puso triste con aquello; pero cuando noté qué es lo que mantenía en aquella tristeza y en aquella especie de ictericia al pobre niño, fue cuando dio cuerda a su peón, uno de esos lúgubres peones de música con música de último suspiro…

Después de sonar su peón, noté que el niño se quedaba quieto, arrepentido de la vida, con la náusea de vivir más manifiesta en las eses de sus mejillas.

Le dejé entregado a su extraña meditación, con el peón en el regazo, como un niño Jesús con su azul bola del mundo en la mano. Entré al despacho de su padre, y le dije:

—Ese niño está triste y apocado, no sólo por los muchos juguetes que tiene, sino porque tiene un salterio de cristales en que suena la tristeza de las mamparas de colores de ciertos portales tristes, y sobre todo, sobre todo porque tiene un peón con música, lo más nefasto para un niño, lo que tiene una música de tábano del otro mundo… Hay que inutilizar ese peón de música miedosa y lo bastante melancólica para matar un niño, para entenebrecerle, para darle la congoja que da el oír un quejido prolongado y dulce… Federiquito juega con ese quejido… ¿Me comprende?

El padre se quedó convencido y al poco tiempo fue a verme con Federiquito, al que ya compraba sólo los juguetes alegres y sencillos de la calle, en vez de los juguetes complicados o profundos que matan a los niños con la melancolía o con esa honda reflexión que provocan en ellos y con la que no pueden.

 LAS PIPAS

 

ME rogaron que fuera a ver a aquel señor porque ya hacía tiempo que no salía de casa. Contemplaba la vida como detrás de una pecera, detrás de sus cristales.

Era un señor de largo batín color marrón. Parecía ser un maestro y un domador de las cosas de su despacho, de los pobres libros dominados, cohibidos, abrigados los unos con los otros en el gran tacto de codos que tienen en sus plúteos.

—Bueno, pero en resumidas cuentas, ¿qué es lo que usted tiene? —le pregunté yo después de verle tan alegre de no salir, tan satisfecho de una enfermedad que justificaba su eterna estancia en casa.

—Desgraciadamente no es sólo el gusto de estar en casa lo que me retiene aquí, sino un mal de la garganta para el que los médicos me han recomendado que esté sin salir una larga temporada…

—¿Fuma usted mucho?

—No mucho. Dos pipas al día… ¿Quiere que le enseñe los planes de los otros médicos…

—Sí, enséñemelos…

Se fue un rato por aquellos planes fuera y yo me quedé revisando la habitación. Durante esos apartes en que me dejan metido los enfermos yendo por algo a otra habitación, es cuando yo veo mejor y me doy más cuenta del por qué de las enfermedades.

Mientras yo oía el ruido de los cajones al ser sacados, algunos como en un parto difícil de la mesa, me puse a repasar todos los retratos y las cosas de la habitación.

Al llegar al rincón sobre el diván vi una rara y pintoresca colección de pipas. ¿Por qué mis ojos encogieron recelosos cuando miré a las pipas? Ya eso era para quedarse un rato más largo en aquella mirada.

Las pipas… Las pipas… —mi pensamiento comenzaba como un orador premioso esa idea de las pipas, pero no acababa de resolver el párrafo…

—Las pipas… las pipas… ¿Las pipas qué?

¡Ah! Sí. Las pipas usadas tienen en su tubo tan compacta carraspera, tan antigua retestinación de tabaco que el coleccionista de pipas no tiene salvación, aunque deje de fumar, como no regale su panoplia de pipas.

Cuando volvió mi enfermo, con sus recetas y sus planes, yo le dije: “No los necesito… Ahora lo que le voy a rogar es que esa colección de pipas metidas en su pipero las eche al fuego y las queme…”.

—¿Pero por qué? —se atrevió a preguntarme, con ese aire respondón que toman los enfermos cuando atacamos algunos de sus gustos.

—Pues, porque —le respondí yo— de ahí viene todo su mal… Esas pipas respiran, pasa por ellas aún el humo del aire ya que no el humo verdadero, son como gargantas enfermas… La corrunción de su Dasado está entera en el fondo de las pipas, y contra eso no vale ninguna deshollinación…

El coleccionista en pipas, entregó sus pipas a la cocinera para encender la lumbre —¡cómo chisporrotearon las de cerezo!— y al poco tiempo su garganta era suave y normal.

 LA METABOLA

 

No pasaba su fiebre. Eran días y días y ya iba para dos meses.

Era una fiebre sin sentido, sin causa apreciable, sin medida justa.

Resultaba yo ya en aquella casa, más que el doctor, el profesor de francés que viene a dar lecciones a su alumna, pues casi no tenía objeto mi visita como no fuese el de hablar.

Era otro caso de esas fiebres que no se sabe de qué provienen pero que de pronto matan.

Entretenía yo a la enferma contándola las bellezas de la quinina, como Condamine fue el primero que descubrió el árbol de la quina y como la quinina recibió durante una época el nombre de Cinchona en recuerdo de la señora que por primera vez trajo el polvo a Europa.

—Déme usted doña Cinchona —me decía la enferma después.

—La quinina es una cosa de prestidigitación de la que el prestidigitador no sabe el secreto… Por eso en los primeros tiempos de su implantación algunos charlatanes abusaron de ella, entre ellos Talbot, que cuando ningún médico podía cortar unas fiebres al Delfín, él nudo quitárselas y consiguió todo el favor de la corte.

—¡Qué granuja! Realmente parecería un mago —me decía mi enferma.

La quinina hubo un día que flaqueó y entonces pensé en el piramidón, aunque como el corazón de mi enferma era débil, no se lo di por si la ponía en peligro la bajada súbita de la fiebre.

¿Pero la causa de esa fiebre? ¿La causa?

Un día, por fin, encontré en la novela titulada “Laura”, la última que acababa de leer al caer enferma, la razón de su fiebre. De aquella novela falsa, absurda, disparatada provenía indudablemente aquel gran desarreglo que había dañado su corazón. La había leído de una sentada, impresionada por los crímenes, las persecuciones y el amor de la novela y ahora recordaba que aquella noche fue la primera en que sintió fiebre.

Releí “Laura” y ni aun así encontraba la manera de desenredar aquella alma, de hacer olvidar aquello, de desmentir aquellos acontecimientos.

¿Curar con otra novela aquella lectura que mi enferma hizo en el balcón una tarde preciosa, cogiendo todo el relente febril que salía de “Laura”? La escogí algo que pudiese orientar su fiebre, una hermosa novela en cuyo metabolismo confiaba. Nada.

Entonces para orientar aquella fiebre tonta, insistente que por inacabable sólo podía acabar con mi enferma, provoqué una verdadera “metabola”, es decir, convertí aquella enfermedad en otra, contagiando a mi enferma de sarampión, y así orienté la fiebre desacertada que nació con la lectura de la novela “Laura” novela de la baronesa de C. B., traducida del inglés por Nazarina.

 EL ESCAPE

 

VIVÍA en un piso bajo tristón, predispuesto, con un silencio de casa de vieja con gatos. Era una enferma bella, blanca como la cera un poco sobada, con ojos cuyas miradas emitían ojos, producían ojos que parecían sobrecargar el espíritu, ojos que depositaba en nuestros bolsillos, en nuestras manos, en el hueco de nuestro gabán sofaldado al sentarnos. Parecía llenarnos de bombones.

Sus padres me habían dicho:

—No se sabe lo que tiene… Nadie acierta con ella… Todos observan que sus órganos están bien, que no hay una lesión en todo su ser… y sin embargo se va consumiendo día tras día…

En efecto, desde el primer día que la vi hasta la tarde a que me refiero, había ido perdiendo, perdiendo, sin que todos los lenitivos, los reconstituyentes que yo la había prescrito la sentasen bien. El caso era que su salud era perfecta y su estado general admirable, pero se consumía, se gastaba, disminuía por todos lados, menos de alta, pues cada día era más esbelta.

La salita en que me recibía, tema vanas sillas, de esas cuyo respaldo es una lira dorada; en las paredes había cromos y espejos con marco de cuadro y los muebles de gran empaque de la habitación eran las consolas, gallardas sobre sus elegantes patas, muy llenas de numerosos retratos, chucherías y cosas Imposibles de ver una a una.

Ella estaba siempre, siempre, sentada en un sillón sin fondo, que la mantenía muy erguida, junto a un veladorcito de tres patas en el que habla algunas chucherías Inefables, como un mono de plomo quitándose el sombrero de copa, un oso de madera tocando el violón, un zapatito de porcelana con bordes y adornos de oro, un cenicero imitando una cuba y un álbum con retratos, cerrado por dos broches.

Quieta ahí, mirando por los cristales el cabecear de los árboles del jardín de enfrente, recibiendo esas miradas a la oscuridad en la que a lo más brilla algún espejo, que todo el que pasa echa al fondo de los pisos bajos, con los pies sobre un escabel almohadillado y con la base de madera dorada, la visitaba todos los días y me sentaba un largo rato haciendo esa visita un poco de portería que es la que se hace en los pisos bajos. Sólo las sillas de lira y el escabel en que ella ponía sus pies me quitaban esa impresión de haber pasado a sentarme en la portería.

No acababa de acertar lo que la pasaba. Alguna tarde rondé desde la calle su piso bajo pensando en lo que podía ser, como vigilando el momento en que la enfermedad entraba en su casa. La miré desde la calle: estaba sentada en su sillón como siempre, y con las manos puestas en el velador redondo, pequeño, un poco oscilante y cojo sobre sus tres patas; las dos manos como una chuchería más, de las esparcidas en él, como si fuesen dos vaciados a menor tamaño que todas las manos o dos manos esculpidas en el mármol de los pisapapeles.

Ya era una especie de fracaso mi actuación como doctor de urgencia, cuando una de esas tardes en que como un novio y como si llegase para tocar las liras de los respaldos, me sentaba a su lado, pensé la verdad. Fue como si se hubiese encendido sobre nosotros la lámpara de las tres bellotas de luz y hubiese quedado iluminado de repente el truco de la sesión espiritista.

La culpa de todo la tenía el velador. Con sus manos sobre él siempre, se iba, se iba porque esa facultad tienen los veladores espiritistas de tres patas, los que sirven para comunicar con los muertos, los que se levantan en el aire como si hubiera bajado del techo la araña misteriosa y los subiese a pulso, valiéndose de su hilo invisible…

El influjo de ese veladorcito provocaba en mi enferma una comunicación magnética, era lo que el pararrayos es para el rayo, hundía su fluido en la tierra, que la iba dejando desprovista de esas electricidades íntimas que tan necesarias son para la vida. Sobre todo la habían consumido aquellas tardes en que no salía, ni encendía la luz y cruzaba sus manos sobre aquel veladorcito que parecía una banqueta de piano muy desarrollada, crecida después de haber dado infinitas vueltas al asiento alrededor del eje de la espiga creciente.

Abierta su alma, destaponada, deseosa de irse en el derrame del ocaso, aquellas tardes se había desangrado, se había desustanciado copiosamente.

En efecto, suprimido el veladorcito, el enchufe por decirlo así, que unía su magnetismo personal a las cosas, fue ganando lo perdido aquella mujer dadivosa de sí misma, que en vez de miradas regalaba ojos, ojos para botonaduras, para hacerse unos gemelos para los puños, para otras aplicaciones de lujo.

 DEMASIADOS

 

EN cuanto me di cuenta de la optimista historia de aquella familia, me entró la pena negra. Era la ley de la vida la que al fin iba a cumplirse allí. Padre y madre, nueve hijos, todos vivos, vivos los abuelos y las abuelas y todos los tíos. Se tenía que producir la catástrofe; vivían demasiados; eso no podía seguir siendo; si se hubieran sorteado y se hubiera suicidado alguno, la muerte hubiera sido quizás menos injusta, porque el que había elegido ella era el mejor. ¡El pobre, no sabía que era el ahogado, que aunque flotase en la cama, aun haciéndose dulce y vivamente el muerto para seguir flotando en la vida, la ola le cubriría al fin!

Allí había llegado a sobrar uno inminentemente, y por eso en el mejor día, en el día más alegre se había producido la baja.

—Si viese usted qué alegres estábamos, qué felices, qué bien… Ni una enfermedad grave ninguno nunca —me decían unos y otros, señalando su optimismo y su excepción, sin ver que cada detalle de felicidad demasiado completa entre demasiada gente, me hacía desconfiar de salvarle.

—Hace veinte navidades —me dijo el padre— reunía a toda mi familia a cenar; todos los que fuimos, todos los que seguimos siendo, destacándose entre todos dos de mis abuelos que tienen cada uno noventa años.

Cada vez desesperaba más de salvarle. Había en su naturaleza marcado empeño de no responder a las medicinas.

Se murió.

 EL CADÁVER SABIO

 

A veces pienso en un cadáver que estudié yo sólo una tarde en la sala de disección de la Facultad.

¡Ah, si pudieran haber estudiado muchos cadáveres como aquel cadáver que yo perforé y estudié dos días seguidos, aquellos barberos que estudiaban en la Facultad un curso de anatomía y cirugía hubieran sido unos sabios!

Numerosas cosas resultaban muy claras en aquel cadáver, que parecía ayudar a resolver las consultas que en él estudiaba. Disecando aquel cadáver, comprendí muchas cosas de las que después me he servido para muchas de mis curaciones.

No encuentro teoría para explicar cómo pudo ser tan clarividente aquel muerto; pero la verdad es que era como un maestro desde su muerte. Varias veces, abierto como le tenía y ya sin corazón, le miré al rostro para ver si sonreía de ver cómo yo acertaba con muchas cosas que hasta entonces no había podido resolver; pero en su rostro no había más que serenidad y como una pacífica suficiencia. Con un gran respeto y con ese cuidado con que se meten las pinzas en el azucarero, así metía yo mis pinzas en su pecho.

No olvidaré a aquel cadáver como el que no he encontrado ninguno. Con las preparaciones que hice con sus tejidos y sus microbios, he resuelto varios casos difíciles, he aislado algún microbio nuevo.

No es eso, sin embargo, lo más importante.

Lo importante es que estaba lleno de asociaciones de ideas.

Si hubiera podido durar dos días más sin descomponerse, hasta hubiera descubierto la curación del cáncer.

¡Admirable cadáver!

 ETCÉTERAS FINALES

 

A última hora acuden a mi memoria numerosos casos y notas confusas que no quiero dejar de meter en la obra. Aun precipitados, esbozados, atrabancados, ahí va una especie de Índice de más sucedidos y de nuevos procedimientos, y si no me pareciese un absurdo decir axioma, diría de nuevos axiomas.

 

Yo no soy Apolo, que fue el médico de los dioses. Yo no puedo nada con esas cosas que se pudren y que no pueden ser sustituidas.

 

Cuidado con los costureros. No hay nada más estancado que un costurero.

 

Los bostezos dejan sin defensa ante el aire y sus monstruos. Cuidado con los bostezos.

 

Hay una teta de las que un día le da la madre al niño, en que le da la muerte. Hay que presentir ese día.

 

De mirar las estrellas vienen las viruelas.

 

Quizás lo que es base más fija de mis observaciones y mis aciertos, es que sé apreciar bien la hora de la crisis.

La idea de la crisis ha sido inventada por Sócrates, al que acusaron de haberse dejado arrastrar por los dogmas de Pitágoras sobre los números.

La crisis lo es todo. Basta un empujón en el momento de la crisis, o sea en el momento en que coinciden abiertas las dos puertas: la de la vida y la de la muerte, para empujar al enfermo por la de la vida. Si no nota la crisis el médico, será fatal la entrada por la otra puerta, porque es a la única que ayuda la rampa.

 

Las enfermedades desconocidas abundan mucho. Yo no le dejo hacer correr al enfermo el albur de morir o de salvarse. Yo opero cuando se trata de una enfermedad desconocida para ver dónde radica. En eso sigo la norma de algunos doctores extranjeros. El resultado que me da ese estudio del enfermo de enfermedad desconocida, ha sido de salvación en casi todos los casos, como puede verse en esta estadística comparativa entre yo y varios doctores partidarios del mismo sistema:

  

 

Hay quizás muchos que mueren por la electricidad. Es que el que está encargado de cuidar los cuadros en la fábrica, da una fuerte corriente a esa lámpara o a ese enchufe y muere de repente el que leía el periódico o trabajaba… Siempre resultan improbables estos asesinatos, estos descuidos, estos malos pensamientos del lejano conmutacionista, pero son ciertos.

 

Entre las amazonas que espolean y montan el piano hay enfermas de diferentes clases; pero entre las que cantan al lado del piano, las hay que se agravan como verdaderas atacadas de hemoptisis, sobre todo las que cantan “guajiras”. A esas se las abre en el corazón una fuente, que después se confunde con una fuente del pulmón. Yo he curado a alguna callando en ella para siempre las guajiras.

 

Aquella señorita que iba tanto al Parque Zoológico, lo que tenía era la enfermedad del antílope junto a cuya jaula se sentaba a leer.

 

En los boureaux americanos se encierran todas las enfermedades. En esos casilleros se va enranciando el aire antiguo y las ideas que respira el dueño cuando trabaja. Son un insano confesonario de uno mismo por uno mismo.

Sé hasta dónde puede llegar la putrefacción de cada uno, y, sin embargo, no tengo la tristeza de aquel conde de Charney al cual había llevado su exceso de análisis a estos estados: en el tejido fino de su vestido creía advertir el olor infecto del animal que había suministrado la lana; en la seda de sus colgaduras pasearse el gusano que lo había hilado; sobre sus muebles elegantes, sus alfombras, sus encuadernaciones, sus piquetes de nácar y marfil, no veía más que restos y despojos, la muerte, la muerte revestida, vivificada por el sudor de un artesano. La ilusión estaba destruida, la imaginación paralizada.

 

Imito a Paracelso en lo del oro, y en muchas de mis medicinas hay una parte de oro supuesta. Como en tiempo de Paracelso, el enfermo cree en esos específicos como en nada.

 

Quería ser viuda aquella mujer a toda costa. Noté eso en la enfermedad y en la demacración del marido, como quien ve una cosa, antes que en ningún sitio, en un espejo.

Ella vivía todos los días a su alrededor creyendo que sobraba él y eso es muy fuerte. No usaba ningún veneno más que el de sus miradas y el de sus deseos.

Yo me quise interponer, pero vi que era inútil; que ella vivía con él demasiadas horas y ponía su deseo de que él muriese: en los cuadros, en las comidas, en su sueño —cuando él se dormía le debía de mirar levantando el cuello como una serpiente—, hasta en el piano que tocaba. Se producía en todo momento para quedarse viuda. Y al fin enviudó.

 

Entre los tenderos he tenido casos curiosos. El de la ferretería, que estaba atacado por el hierro; el de la tienda de ultramarinos^ que con grandes dificultades y después de muchos estudios descubrí que lo que estaba atacado era por esos bichitos que se forman dentro de las lentejas, y puso un cartel en su escaparate: “No se despachan lentejas”. En una cerería también tuve un caso de anemia producido por la cera, por una especie de pasión por la cera que le había entrado al mancebo. Entre los zapateros también he tenido algunos casos interesantes de atacados por una enfermedad de animal, el más grave fue uno que tuvo la terrible “torquitis” del potro.

 

Pienso siempre en el primer médico ante el que se puso un enfermo. Aquel se encontró con la alimaña de la enfermedad y la vio clara, moviéndose en el más azul y claro mediodía; aquel fue el que supo más de medicina y de enfermos, y en la pupila del enfermo vio qué clase de bestia feroz le poseía.

Envidio a aquel anciano con tipo de mendigo que abrió la primera consulta del mundo.

 

A aquel pobre cura que se ponía la casulla del siglo XVI en la iglesia del pueblo, le hice vender a los anticuarios la hermosa casulla y comprarse una nueva. Le hubiera matado aquella casulla de terciopelo en cuyo terciopelo estaba metida la sutil caspa fatal. Ya había matado en tres años a cuatro curas.

 

Aquel hombre con los brazos siempre detrás, como si fuese atado por la Policía, había enfermado del pecho… Yo actué sólo como el que desata al preso; pero me costó mucho trabajo colocar aquellas manos a los lados, sueltas, tranquilas, con naturalidad.

 

Me encontré agotada y triste a aquella mujer en una mecedora, meciéndose, caída, dispuesta a morirse allí.

Rápido, decisivo, terminante fue mi diagnóstico: “¡Fuera esa mecedora!, la dije. Levántese de ahí… Si alguna vez se encuentra enferma, no se siente en una mecedora… No hay nada que alargue tanto la enfermedad y la aduenna y la eternice… Vendan todas las mecedoras de la casa”. La tísica, la agotada, la que mecía la muerte en esa cuna para adultos, que es la mecedora, se salvó así.

 

Los ataques de grisura son los peores, los que dejan la lesión que explota con ocasión de cualquier cosa.

 

Una de las cosas que más uso son los dulces para alimentar el corazón… Los dulces en casa de esos enfermos del corazón toman una alegría mayor que el día de Santo; son exquisitos, variados dulces y veo cómo realmente responde el corazón a ellos. Una enferma me dijo una frase muy gráfica sobre esto: “Ya ve usted si son para mi corazón, que le consulto el que he de elegir en la bandeja… y siento que señala el que prefiere”.

 

Los hijos de los alcohólicos me dejan atónito y me siento ante una injusticia de la providencia. No merece aquel alegre copeo este pago, lejano al buen día en que los padres borraron su tristeza o su incapacidad con vino. Las hijas sobre todo me amargan la vida. Son bellas. Merecían ser nuestras esposas; tienen rasgos geniales, ojos tintos en los que se mezcla al negro el verde precioso del Pipermin, ¡pero pobres de nosotros si incurriésemos en ellas, si queriendo apagar la sed bebiésemos de lo que la da más fuerte! Una cosa las baila en la cabeza, las hace caer de lado sobre el hombre que está descuidado y las mira turulato y las hace cogerle la mano por detrás de los demás. Es espantosa la fría borrachera nativa que las hace versátiles y crueles.

 

Hay que sacudir los respaldos de los retratos y los cuadros. La peor caspa del tiempo se detiene detrás de ellos, y de su espalda brota la añagaza, los cuellos de las sierpes de la muerte, lo que si puede ocultarse mata, los pólipos del pasado, todas las ideas prófugas y rechazadas. Se puede decir que en este concepto los cuadros son los burladeros de la muerte.

 

A aquel militar al que le sonaban las espuelas hasta cuando no las llevaba, le hice tirar sus panoplias y desarmarse un poco… Así volvió su vida a conseguir ese donaire civil y fresco que tiene que tener la vida para no torcerse.

 

Las reliquias están encanceradas por el tiempo; son como los sarcomas de los bustos relicarios o de los rosarios de que cuelgan. Algunos principios de quiste he curado haciendo regalar a la Iglesia una reliquia que tenía la enferma.

 

En la ciudad, muchos se mueren por la leche que toman, porque no es leche, y, sin embargo, es lo único que les alimenta en su momento de más peligro. El gran engaño de la leche no permite salvarse a los que ya estaban casi curados.

 

En las enfermedades del pulmón hay que fomentar al alegría y la novelería del pulmón. Un pulmón que se pone triste es fatal.

 

Yo tengo un aparato en mi clínica que es como el aparato de la fe. Este aparato tan complicado es el que salva a las personas histéricas. No es nada. He reunido varios aparatos de relojería, geodesia, etc., y he formado con todas este aparato monstruo, que gradúo, preparo, enfoco sobre el enfermo crédulo y con el que muchas veces le salvo… Con el enfermo escéptico empleo aparatos rudimentarios. Hay que sacar muchas enfermedades, como un prestidigitador.

 

Por recomendar algo a gentes sin voluntad que no creen en el paseo, recomendado en vago, con toda la desorientación y el aburrimiento que supone un paseo recomendado por el médico, las recomiendo un árbol del Botánico; que se sienten junto a un árbol del Botánico, al “Platense arábigo” o al “Almez de Occidente”… Ellas en eso sí que creen y hacen su excursión y se pasan la tarde bajo el árbol de su salud… Alguna tarde me he sonreído a solas, pensando que tenía el Botánico lleno de enfermos: unos de pie y otros sentados, según lo que les convenía; unos una hora y otros dos, según el plano que tengo dibujado de sus bancos y sus árboles, siempre procurando que no se junten dos enfermos bajo un mismo árbol… Un curioso y amplio juego de las veinte y hasta las cincuenta esquinas es lo que yo planeo en el Jardín Botánico.

 

El falto de memoria está desprendido de la vida, porque el guión con la vida, el sostén, no es más que la memoria. Se me han ido muchos faltos de memoria. No había medio de contenerlos; se desgarraban en jirones de sí mismos.

—¡Pero acuérdese usted! ¡Pero recuerde! —les gritaba yo, y nada, no se acordaban; se acordaban de lo último, pero no tenían bastante resistencia de recuerdos del pasado.

 

La confidencia de aquella esposa del americano de la ciudad más calurosa del Sur, me dejó preocupado: “Deme usted algo con que quitarme el calor —me dijo—. Mi esposo, hasta en estos días de calor se echa varias mantas y me asfixia”. Realmente, aquello era pavoroso. Yo la recomendé el divorcio. No había otro sistema.

 

La enfermedad del estómago de aquel rumboso dueño de automóvil no era más que el bocinazo de su propio automóvil, que si para el transeúnte era un mal golpe en el vientre, para el dueño era una cosa repetida que le había estropeado el diafragma y el hipogastrio.

 

Al enfermo hay que hacer que coja de frente la vida. Que salga de su calleja y busque el horizonte.

 

Que ese primer viento que se levanta del treinta de Agosto al primero de Septiembre os coja con chaleco.

 

Hay una enfermedad de la que no me ocupo. Rechazo a todos lo que la padecen. Es la enfermedad que más me enfurece y más me mueve al desprecio. Por más apariencias untuosas que tengan sus enfermos, están profundamente corrompidos y aunque sea la que la tiene una enferma y baile las danzas más delicadas enseñando sus brazos de tersura sin igual, por dentro está tan trichinosa como el hombre y lo que ofrece de mejor es como una llaga. ¡Envenenadoras y envenenadores en los que se cuece el peor de los desastres!

Los especialistas dirán que ya eso se cura, pero no es cierto, los hijos tendrán manifestaciones inevitables y temibles, pues la sangre no puede olvidar. Cuando sus hijos sonrían tendrán dientes de Hutchinson, dientes con escotadura semilunar o en forma de uña. ¡Pobrecitos! ¡Quizás les espera la parálisis tardía y a las pobres vírgenes se las abrirá la cara de pronto!

Todo puede provenir de esa enfermedad. Todo. Sus neuralgias de posición, por antiguo que sea el momento en que dieron la positivo deben evocar la idea del aneurisma. Todo debe evocar algo grave o peor. Lo más malo no dejará de fraguarse en ellos ni un minuto. ¡¡Y lo merecen porque son recalcitrantes, empedernidos, cada vez más abyectos con la peor abyección física!!

Le está bien empleada su corrosión, esa voraz corrosión que hoy aumenta pavorosamente, invadiendo el mundo con la peor y más irreparable de las invasiones. Con la absurda y falsa teoría de que todo el mundo tiene esa W entre su nombre y su apellido, van por ella como criminales, pues ese es crimen y no suicidio, y no tiene otro nombre más que el de abyección torpe. Lo he visto en todos los que la tienen.

Las enamoradas estúpidas de los bestias más cínicos, pagarán el defecto de su elección, porque ellos no las absolverán del contagio, y hasta en las seducciones de la inocencia no tendrán reparo ninguno en manchar a la pánfila inocente con la mancha cancerosa y eterna, la peor de las manchas, porque queda hasta en los huesos de los muertos, ¡Crujirá vuestra carne ya siempre y la peor carcoma la abrirá por los cauces más difíciles! Todo estará explicado con ese antecedente, todo. Estarán heridas más que por veinte puñales y por el peor vitriolo. ¡Buscad flamenquismo!

 

He notado que los hombres que llevan papeles en los bolsillos del pecho —muchos sobres sin carta— «son más invulnerables que los otros. Los grandes relojes de bolsillo —los Roskoff— también protegen mucho contra la muerte.

 

He tenido varios que sentían un grillo en la cabeza y a los que metiéndoles una pajuela en el oído he hecho como si les sacase un grillo, portándome como se portan los buscadores de grillos, y consiguiendo que, como la única base de realidad es lo que cada uno se cree sin que valga disputar, así se sintieran curados.

 

Tuve una enferma que volvió a verme después de curada, muy indignada conmigo y pidiéndome que le devolviese su enfermedad, la que le había quitado; se sentía de más en la vida sin su enfermedad; yo la había estafado; era como si yo la hubiese hecho abortar su hijito, el hijo de su solteronía que suele ser una enfermedad.

La despedí con buenos modos, sin indignarme, diciéndola que probablemente se la reproduciría.

 

Alguna vez he curado a una mujer con dolores de cabeza y con un sueño súbito que no la dejaba ni en la ópera ni en los salones, quitándola el abanico antiguo de plumas, impregnado del aire arcaico, pasado, vetusto y de las neuralgias de lo pretérito.

 

En numerosos casos he encontrado la causa de la enfermedad en los cajones de la mesa, donde había certificados de defunción, llaves de féretros ya consumidos en las quemas del pasado, y muchas esquelas de defunción conservadas en los paquetes de cartas… Les hago tirar unas cosas, quemar las otras, y que corten el borde negro de las esquelas de defunción para que no se pierda el recuerdo del amigo, y al mismo tiempo pierdan su virulencia.

 

Entre los niños de ocho a nueve años, a los que he asistido, he descubierto una causa de enfermedad que es muchas veces la muerte. Han comido castañas de Indias. No lo dicen, se marcharán al otro mundo como esos reos que no se confiesan; pero es que han comido castañas de Indias. Yo ya tengo un purgante especial contra las castañas de Indias y he salvado a muchos niños gracias a él.

 

Aquella enfermedad me la llegué a explicar, aun cuando no pude curarla. Aquel hombre pulcro, delicado y servicial había dado lumbre en la calle a un hombre torvo, de cara cadavérica, que le había dejado la muerte en el cigarro con las “Gracias, caballero”, y con el signo elegante que sabe hacer en el aire con el cigarro que devuelve, hasta el más miserable de los vagabundos…

 

Quizás toda la sabiduría médica estaba en un libro perdido, en el gran libro de medicina, que se quemó cuando destruyó la biblioteca china el famoso Sing-che-vang.

 

El ocaso debe verse a veces, no siempre. Es lo que más desgasta la vida.

 

No hay nada que ulcere tanto el estómago y hasta cree el cáncer del estómago, como las latas de sardinas o el escabeche.

 

No espero mi consagración en vida, aunque bien sé que con mis procedimientos evitaré alguna enfermedad después de muerto, como el célebre Tarsaris, al que atribuyen haber hecho desaparecer una peste después de muerto.

 

Yo, por lo menos, puedo decir lo que aquel doctor que decía: “Entre mis manos los enfermos pueden perder la vida, ¡pero jamás el espíritu!”.

Etc., etc., etc., etc., etc.

FIN

 

 

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