PRÓLOGO
En 1957 se lanzó al espacio un objeto fabricado por el hombre y durante varias semanas circundó la Tierra según las mismas leyes de gravitación que hacen girar y mantienen en movimiento a los cuerpos celestes: Sol, Luna y estrellas. Claro está que el satélite construido por el hombre no era ninguna luna, estrella o cuerpo celeste que pudiera proseguir su camino orbital durante un período de tiempo que para nosotros, mortales sujetos al tiempo terreno, dura de eternidad a eternidad. Sin embargo, logró permanecer en los cielos; habitó y se movió en la proximidad de los cuerpos celestes como si a modo de prueba, lo hubieran admitido en su sublime compañía.
Este acontecimiento, que no le va a la zaga a ningún otro, ni siquiera a la descomposición del átomo, se hubiera recibido con absoluto júbilo de no haber sido por las incómodas circunstancias políticas y militares que concurrían en él. No obstante, cosa bastante curiosa, dicho júbilo no era triunfal; no era orgullo o pavor ante el tremendo poder y dominio humano lo que abrigaba el corazón del hombre, que ahora, cuando levantaba la vista hacia el firmamento, contemplaba un objeto salido de sus manos. La inmediata reacción, expresada bajo el impulso del momento, era de alivio ante el primer «paso de la victoria del hombre sobre la prisión terrena». Y esta extraña afirmación, lejos de ser un error de algún periodista norteamericano, inconscientemente era el eco de una extraordinaria frase que, tace más de veinte años, se esculpió en el obelisco fúnebre de uno de los grandes científicos rusos: «La humanidad no permanecerá atada para siempre a la Tierra».
Durante tiempo esta creencia ha sido lugar común Nos nuestra que, en todas partes, los hombres no han sido en modo alguno lentos en captar y ajustarse a los descubrimientos científicos y al desarrollo técnico, sino que, por el contrario, los han sobrepasado en décadas. En éste, como en otros aspectos, la ciencia ha afirmado y hecho realidad lo que los hombres anticiparon en sueños que no eran descabellados ni vanos. La única novedad es que uno de los más respetables periódicos de este país publicó en primera página lo que hasta entonces había pertenecido a la escasamente respetada literatura de ciencia ficción (a la que, por desgracia, nadie ha prestado la atención que merece como vehículo de sentimientos y deseos de la masa). La trivialidad de la afirmación no debe hacernos pasar por alto su carácter extraordinario; ya que, aunque los cristianos se han referido a la Tierra como un valle de lágrimas y los filósofos han considerado su propio cuerpo como una prisión de la mente o del alma, nadie en la historia de la humanidad ha concebido la Tierra como cárcel del cuerno humano ni ha mostrado tal ansia para ir literalmente de aquí a la Luna. La emancipación y secularización de la Edad Moderna, que comenzó con un desvío, no necesariamente de Dios, sino de un dios que era el Padre de los hombres en el cielo, ¿ha de terminar con un repudio todavía más ominosa de una Tierra que fue la Madre de todas las criaturas vivientes bajo el firmamento?
La Tierra es la misma quintaesencia de la condición humana, y la naturaleza terrena según lo que sabemos, quizá sea única en el universo con respecto a proporcionar a los seres humanos un hábitat en el que moverse y respirar sin esfuerzo ni artificio. El artificio humano del mundo separa la existencia humana de toda circunstancia meramente animal, pero la propia vida queda al margen de este mundo artificial y, a través de ella, el hombre se emparenta con los restantes organismos vivos. Desde hace algún tiempo, los esfuerzos de numerosos científicos se están encaminando a producir vida también «artificial», a cortar el último lazo que sitúa al hombre entre los hijos de la naturaleza. El mismo deseo de escapar de la prisión de la Tierra se manifiesta en el intento de crear vida en el tubo de ensayo, de mezclar «plasma de germen congelado perteneciente a personas de demostrada habilidad con el microscopio a fin de producir seres humanos superiores», y de «alterar [su] tamaño, aspecto y función»; y sospecho que dicho deseo de escapar de la condición humana subraya también la esperanza de prolongar la vida humana más allá del límite de los cien años.
Este hombre futuro —que los científicos fabricarán antes de un siglo, según afirman— parece estar poseído por una rebelión contra la existencia humana tal como se nos ha dado, gratuito don que no procede de ninguna parte (materialmente hablando), que desea cambiar, por decirlo así, por algo hecho por él mismo. No hay razón para dudar de nuestra capacidad para lograr tal cambio, de la misma manera que tampoco existe para poner en duda nuestra actual capacidad de destruir toda la vida orgánica de la Tierra. La única cuestión que se plantea es si queremos o no emplear nuestros conocimientos científicos y técnicos en este sentido y tal cuestión no puede decidirse por medios científicos; se trata de un problema político de primer orden y, por lo tanto, no cabe dejarlo a la decisión de los científicos o políticos profesionales.
Mientras tales posibilidades quizá sean aún de un futuro lejano, los primeros efectos de los triunfos singulares de la ciencia se han dejado sentir en una crisis dentro de las propias ciencias naturales. La dificultad reside en el hecho de que las «verdades» del moderno mundo científico, si bien pueden demostrarse en fórmulas matemáticas y comprobarse tecnológicamente, ya no se prestan a la normal expresión del discurso y del pensamiento. En cuanto estas «verdades» se expresen conceptual y coherentemente, las exposiciones resultantes serán «quizá no tan sin sentido como “círculo triangular”, pero mucho más que un “león alado”» (Enwin Schrödinger). Todavía no sabemos si ésta es una situación final. Pero pudiera ser que nosotros, criaturas atadas a la Tierra que hemos comenzado a actuar como si fuéramos habitantes del universo, seamos incapaces de entender, esto es, de pensar y hablar sobre las cosas que, no obstante, podemos hacer. En este caso, sería como si nuestro cerebro, que constituye la condición física, material, de nuestros pensamientos, no pudiera seguir lo que realizamos, y en adelante necesitáramos máquinas artificiales para elaborar nuestro pensamiento y habla. Si sucediera que conocimiento (en el moderno sentido de know-how) y pensamiento se separasen definitivamente, nos convertiríamos en impotentes esclavos no tanto de nuestras máquinas como de nuestros know-how, irreflexivas criaturas a merced de cualquier artefacto técnicamente posible, por muy mortífero que fuera.
Sin embargo, incluso dejando de lado estas últimas y aún inciertas consecuencias, la situación creada por las ciencias es de gran significación política. Dondequiera que esté en peligro lo propio del discurso, la cuestión se politiza, ya que es precisamente el discurso lo que hace del hombre un ser único. Si siguiéramos el consejo, con el que nos apremian tan a menudo, de ajustar nuestras actitudes culturales al presente estado del desarrollo científico, adoptaríamos con toda seriedad una forma de vida en la que el discurso dejaría de tener significado, ya que las ciencias de hoy día han obligado a adoptar un «lenguaje» de símbolos matemáticos que, si bien en un principio eran sólo abreviaturas de las expresiones habladas, ahora contiene otras expresiones que resulta imposible traducir a discurso. La razón por la que puede ser prudente desconfiar del juicio político de los científicos qua científicos no es fundamentalmente su falta de «carácter» —que no se negaran a desarrollar armas atómicas— o su ingenuidad —que no entendieran que una vez desarrolladas dichas armas serían los últimos en ser consultados sobre su empleo—, sino concretamente el hecho de que se mueven en un mundo donde el discurso ha perdido su poder. Y cualquier cosa que el hombre haga, sepa o experimente sólo tiene sentido en el grado en que pueda expresarlo Tal vez haya verdades más allá del discurso, y tal vez sean de gran importancia para el hombre en singular, es decir, para el hombre en cuanto no sea un ser político, pero los hombres en plural, o sea, los que viven, se mueven y actúan en este mundo, sólo experimentan el significado debido a que se hablan y se sienten unos a otros a sí mismos.
Más próximo y quizás igualmente decisivo es otro hecho no menos amenazador: el advenimiento de la automatización, que probablemente en pocas décadas vaciará las fábricas y liberará a la humanidad de su más antigua y natural carga, la del trabajo y la servidumbre a la necesidad. También aquí está en peligro un aspecto fundamental de la condición humana, pero la rebelión contra ella, el deseo de liberarse de la «fatiga y molestia», no es moderna sino antigua como la historia registrada. La liberación del trabajo en sí no es nueva; en otro tiempo se contó entre los privilegios más firmemente asentados de unos pocos. En este caso, parece como si el progreso científico y el desarrollo técnico sólo hubieran sacado partido para lograr algo que fue un sueño de otros tiempos, incapaces de hacerlo realidad.
Sin embargo, esto es únicamente en apariencia. La Edad Moderna trajo consigo la glorificación teórica del trabajo, cuya consecuencia ha sido la transformación de toda la sociedad en una sociedad de trabajo. Por lo tanto, la realización del deseo, al igual que sucede en los cuentos de hadas, llega en un momento en que sólo puede ser contraproducente, Puesto que se trata de una sociedad de trabajadores que está a punto de ser liberada de las trabas del trabajo, y dicha sociedad desconoce esas otras actividades más elevadas y significativas por cuyas causas merecería ganarse esa libertad. Dentro de esta sociedad, que es igualitaria porque ésa es la manera de hacer que los hombres vivan juntos, no quedan clases, ninguna aristocracia de naturaleza política o espiritual a partir de la que pudiera iniciarse de nuevo una restauración de las otras capacidades del hombre. Incluso los presidentes, reyes y primeros ministros consideran sus cargos como tarea necesaria para la vida de la sociedad y, entre los intelectuales, únicamente quedan individuos solitarios que mantienen que su actividad es trabajo y no un medio de ganarse la vida. Nos enfrentamos con la perspectiva de una sociedad de trabajadores sin trabajo, es decir, sin la única actividad que les queda. Está claro que nada podría ser peor.
Este libro no ofrece respuesta a estas preocupaciones y perplejidades. Dichas respuestas se dan a diario, y son materia de política práctica, sujeta al acuerdo de muchos; nunca consisten en consideraciones teóricas o en la opinión de una persona, como si se tratara de problemas que sólo admiten una posible y única solución. Lo que propongo en los capítulos siguientes es una reconsideración de la condición humana desde el ventajoso punto de vista de nuestros más recientes temores y experiencias. Evidentemente, es una materia digna de meditación, y la falta de meditación —la imprudencia o desesperada confusión o complaciente repetición de «verdades» que se han convertido en triviales y vacías— me parece una de las sobresalientes características de nuestro tiempo. Por lo tanto, lo que propongo es muy sencillo: nada más que pensar en lo que hacemos.
En efecto, «lo que hacemos» es el tema central del presente libro. Se refiere sólo a las más elementales articulaciones de la condición humana, con esas actividades que tradicionalmente, así como según la opinión corriente, se encuentran al alcance de todo ser humano. Por ésta y otras razones, la más elevada y quizá más pura actividad de la que es capaz el hombre, la de pensar, se omite en las presentes consideraciones. Así, pues, y de manera sistemática, el libro se limita a una discusión sobre labor, trabajo y acción, que constituye sus tres capítulos centrales. Históricamente, trato en el último capítulo de la Época Moderna y, a lo largo del libro, de las varias constelaciones dentro de la jerarquía de actividades tal como las conocemos desde la historia occidental.
No obstante, la Edad Moderna no es lo mismo que el Mundo Moderno. Científicamente, la Edad Moderna que comenzó en el siglo XVII terminó al comienzo del XX; políticamente, el Mundo Moderno, en el que hoy día vivimos, nació con las primeras explosiones atómicas. No discuto este Mundo Moderno contra cuya condición contemporánea he escrito el presente libro. Me limito, por un lado, al análisis de esas generales capacidades humanas que surgen de la condición del hombre y que son permanentes, es decir, que irremediablemente no pueden perderse mientras no sea cambiada la condición humana. Por otro lado, el propósito del análisis histórico es rastrear en el tiempo la alienación del Mundo Moderno, su doble huida de la Tierra al universo y del mundo al yo, hasta sus orígenes, con el fin de llegar a una comprensión de la naturaleza de la sociedad tal como se desarrolló y presentó en el preciso momento en que fue vencida por el advenimiento de una nueva y aún desconocida edad.
CAPÍTULO I LA CONDICIÓN HUMANA
1. Vita activa y la condición humana
Con la expresión vita activa me propongo designar tres actividades fundamentales: labor, trabajo y acción. Son fundamentales porque cada una corresponde a una de las condiciones básicas bajo las que se ha dado al hombre la vida en la tierra.
Labor es la actividad correspondiente al proceso biológico del cuerpo humano, cuyo espontáneo crecimiento, metabolismo y decadencia final están ligados a las necesidades vitales producidas y alimentadas por la labor en el proceso de la vida. La condición humana de la labor es la misma vida.
Trabajo es la actividad que corresponde a lo no natural de la exigencia del hombre, que no está inmerso en el constantemente repetido ciclo vital de la especie, ni cuya mortalidad queda compensada por dicho ciclo. El trabajo proporciona un «artificial» mundo de cosas, claramente distintas de todas las circunstancias naturales. Dentro de sus límites se alberga cada u na de las vidas individuales, mientras que este mundo sobrevive y trasciende a todas ellas. La condición humana del trabajo es la mundanidad.
La acción única actividad que se da entre los hombres sin la mediación de cosas o materia, corresponde a la condición humana de la pluralidad, al hecho de que los hombres, no el Hombre, vivan en la Tierra y habiten en el mundo. Mientras que todos los aspectos de la condición humana están de algún modo relacionados con la política, esta pluralidad es específicamente la condición —no sólo la conditio sine qua non, sino la conditio per quam— de toda vida política. Así, el idioma de los romanos, quizás el pueblo más político que hemos conocido, empleaba las expresiones «vivir» y «estar entre hombres» (ínter homines esse) o «morir» y «cesar de estar entre hombres» (inter homines esse desinere) como sinónimos. Pero en su forma más elemental, la condición humana de la acción está implícita incluso en el Génesis («y los creó macho y hembra»), si entendemos que esta historia de la creación del hombre se distingue en principio de la que nos dice que Dios creó originalmente el Hombre (adam), a «él» y no a «ellos», con lo que la multitud de seres humanos se convierte en resultado de la multiplicación.[1] La acción sería un lujo innecesario, una caprichosa interferencia en las leyes generales de la conducta, si los hombres fueran de manera interminable repeticiones reproducibles del mismo modelo, cuya naturaleza o esencia fuera la misma para todos y tan predecible como la naturaleza o esencia de cualquier otra cosa. La pluralidad es la condición de la acción humana debido a que todos somos Lo mismo, es decir, humanos, y por tanto nadie es igual a cualquier otro que haya vivido, viva o vivirá.
Estas tres actividades y sus correspondientes contradicciones están íntimamente relacionadas con la condición más general de la existencia humana: nacimiento y muerte, natalidad y mortalidad. La labor no sólo asegura la supervivencia individual, sino también la vida de la especie. El trabajo y su producto artificial hecho por el hombre, concede una medida de permanencia y durabilidad a la futilidad de la vida mortal y al efímero carácter del tiempo humano. La acción, hasta donde se compromete en establecer y preservar los cuerpos políticos, crea la condición para el recuerdo, esto es, para la historia. Labor y trabajo, así como la acción, están también enraizados en la natalidad, ya que tienen la misión de proporcionar y preservar —prever y contar con— el constante aflujo de nuevos llegados que nacen en el mundo como extraños. Sin embargo, de las tres, la acción mantiene la más estrecha relación con la condición humana de la natalidad; el nuevo comienzo inherente al nacimiento se deja sentir en el mundo sólo porque el recién llegado posee la capacidad de empezar algo nuevo, es decir, de actuar. En este sentido de iniciativa, un elemento de acción, y por lo tanto de natalidad, es inherente a todas las actividades humanas Más aún, ya que la acción es la actividad política por excelencia, la natalidad, y no la mortalidad, puede ser la categoría central del pensamiento político, diferenciado del metafísico.
La condición humana abarca más que las condiciones bajo las que se ha dado la vida al hombre. Los hombres son seres condicionados, ya que todas las cosas con las que entran en contacto se convierten de inmediato en una condición de su existencia. El mundo en el que la vita activa se consume, está formado de cosas producidas por las actividades humanas; pero las cosas que deben su existencia exclusivamente a los hombres condicionan de manera constante a sus productores humanos. Además, de las condiciones bajo las que se da la vida del hombre en la Tierra, y en parte fuera de ellas, los hombres crean de continuo sus propias y autoproducidas condiciones que, no obstante su origen humano y variabilidad, poseen el mismo poder condicionante que las cosas naturales. Cualquier cosa que toca o entra en mantenido contacto con la vida humana asume de inmediato el carácter de condición de la existencia humana. De ahí que los hombres, no importa lo que hagan, son siempre seres condicionados. Todo lo que entra en el mundo humano por su propio acuerdo o se ve arrastrado a él por el esfuerzo del hombre pasa a ser parte de la condición humana. El choque del mundo de la realidad sobre la existencia humana se recibe y siente como fuerza condicionadora. La objetividad del mundo —su carácter de objeto o cosa— y la condición humana se complementan mutuamente; debido a que la existencia humana es pura existencia condicionada, sería imposible sin cosas, y éstas formarían un montón de artículos no relacionados, un no-mundo, si no fueran las condiciones de la existencia humana.
Para evitar el malentendido: la condición humana no es lo mismo que la naturaleza humana, y la suma total de actividades y capacidades que corresponden a la condición humana no constituye nada semejante a la naturaleza humana. Ni las que disentimos aquí, ni las que omitimos, como pensamiento y razón, ni siquiera la más minuciosa enumeración de todas ellas, constituyen las características esenciales de la existencia humana, en el sentido de que sin ellas dejaría de ser humana dicha existencia. El cambio más radical que cabe imaginar en la condición humana sería la emigración de los hombres desde la Tierra hasta otro planeta. Tal acontecimiento, ya no totalmente imposible, llevaría consigo que el hombre habría de vivir bajo condiciones hechas por el hombre, radicalmente diferentes de las que le ofrece la Tierra. Ni labor, ni trabajo, ni acción, ni pensamiento, tendrían sentido tal como los conocemos. No obstante, incluso estos hipotéticos vagabundos seguirían siendo humanos; pero el único juicio que podemos hacer con respecto a su «naturaleza» es que continuarían siendo seres condicionados, si bien su condición sería, en gran parte, autofabricada.
El problema de la naturaleza humana, la quaestio mihi factus sum de san Agustín («he llegado a ser un problema para mí mismo»), no parece tener respuesta tanto en el sentido psicológico individual como en el filosófico general. Resulta muy improbable que nosotros, que podemos saber, determinar, definir las esencias naturales de todas las cosas que nos rodean, seamos capaces de hacer lo mismo con nosotros mismos, ya que eso supondría saltar de nuestra propia sombra. Más aún, nada nos da derecho a dar por sentado que el hombre tiene una naturaleza o esencia en el mismo sentido que otras cosas. Dicho con otras palabras: si tenemos una naturaleza o esencia, sólo un dios puede conocerla y definirla, y el primer requisito sería que hablara sobre un «quién» como si fuera un «qué».[2] La perplejidad radica en que los modos de la cognición humana aplicable a cosas con cualidades «naturales», incluyendo a nosotros mismos en el limitado grado en que somos especímenes de la especie más desarrollada de vida orgánica, falla cuando planteamos la siguiente pregunta: «¿Y quiénes somos?». A esto se debe que los intentos de definir la naturaleza humana terminan casi invariablemente en la creación de una deidad, es decir, en el dios de los filósofos que, desde Platón, se ha revelado tras estudio más atento como una especie de idea platónica del hombre. Claro está que desenmascarar tales conceptos filosóficos de lo divino como conceptualizaciones de las capacidades y cualidades humana no supone una demostración, ni siquiera un argumento, de la no existencia de Dios; pero el hecho de que los intentos de definir la naturaleza del hombre lleven tan fácilmente a una idea que de manera definitiva nos suena como «superhumana» y, por lo tanto, se identifique con lo divino, arroja sospechas sobre el mismo concepto de «naturaleza humana».
Por otra parte, las condiciones de la existencia humana —la propia vida, natalidad y mortalidad, mundanidad, pluralidad y la Tierra— nunca pueden «explicar» lo que somos o responder a la pregunta de quiénes somos por la sencilla razón de que jamás nos condicionan absolutamente. Ésta ha sido desde siempre la opinión de la filosofía, a diferencia de las ciencias —antropología, psicología, biología, etc.— que también se preocupan del hombre. Pero en la actualidad casi cabe decir que hemos demostrado incluso científicamente que, si bien vivimos ahora, y probablemente seguiremos viviendo, bajo las condiciones terrenas, no somos simples criaturas sujetas a la Tierra. La moderna ciencia natural debe sus grandes triunfos al hecho de haber considerado y tratado a la naturaleza sujeta a la Tierra desde un punto de vista verdaderamente universal, es decir, desde el de Arquímedes, voluntaria y explícitamente considerado fuera de la Tierra.
2. La expresión vita activa
La expresión vita activa está cargada de tradición. Es tan antigua (aunque no más) como nuestra tradición de pensamiento político. Y dicha tradición, lejos de abarcar y conceptualizar todas las experiencias políticas de la humanidad occidental, surgió de una concreta constelación histórica: el juicio a que se vio sometido Sócrates y el conflicto entre el filósofo y la polis. Esto eliminó muchas experiencias de un pasado próximo que eran inaplicables a sus inmediatos objetivos políticos y prosiguió hasta su final, en la obra de Karl Marx, de una manera altamente selectiva. La expresión misma —en la filosofía medieval, la traducción modelo de la aristotélica bios politikos— se encuentra ya en san Agustín, donde como vita negotiosa o actuosa, aún refleja su significado original: vida dedicada a los asuntos público-políticos.[3]
Aristóteles distinguió tres modos de vida (bioi) que podían elegir con libertad los hombres, o sea, con plena independencia de las necesidades de la vida y de las relaciones que originaban. Este requisito de libertad descartaba todas las formas de vida dedicadas primordialmente a mantenerse vivo, no sólo la labor, propia del esclavo, obligado por la necesidad a permanecer vivo y sujeto a la ley de su amo, sino también la vida trabajadora del artesano libre y la adquisitiva del mercader. En resumen, excluía a todos los que involuntariamente, de manera temporal o permanente, habían perdido la libre disposición de sus movimientos y actividades.[4] Esas tres formas de vida tienen en común su interés por lo «bello», es decir, por las cosas no necesarias ni meramente útiles: la vida del disfrute de los placeres corporales en la que se consume lo hermoso; la vida dedicada a los asuntos de la polis, en la que la excelencia produce bellas hazañas y, por último, la vida del filósofo dedicada a inquirir y contemplar las cosas eternas, cuya eterna belleza no puede realizarse mediante la interferencia productora del hombre, ni cambiarse por el consumo de ellas.[5]
La principal diferencia entre el empleo de la expresión en Aristóteles y en el medioevo radica en que el bias politikos denotaba de manera explícita sólo el reino de los asuntos humanos, acentuando la acción, praxis, necesaria para establecerlo y mantenerlo. Ni la labor ni el trabajo se consideraba que poseyera suficiente dignidad para constituir un bias, una autónoma y auténticamente humana forma de vida; puesto que servían y producían lo necesario y útil, no podían ser libres, independientes de las necesidades y exigencias humanas.[6] La forma de vida política escapaba a este veredicto debido al modo de entender los griegos la vida de la polis, que para ellos indicaba una forma muy especial y libremente elegida de organización política, y en modo alguno sólo una manera de acción necesaria para mantener unidos a los hombres dentro de un orden. No es que los griegos o Aristóteles ignoraran que la vida humana exige siempre alguna forma de organización política y que gobernar constituyera una distinta manera de vida, sino que la forma de vida del déspota, puesto que era «meramente» una necesidad, no podía considerarse libre y carecía de relación con el bios politikos.[7]
Con la desaparición de la antigua ciudad-estado —parece que san Agustín fue el último en conocer al menos lo que significó en otro tiempo ser ciudadano—, la expresión vita activa perdió su específico significado político y denotó toda clase de activo compromiso con las cosas de este mundo. Ni que decir tiene que de esto no se sigue que labor y trabajo se elevaran en la jerarquía de las actividades humanas y alcanzaran la misma dignidad que una vida dedicada a la política.[8] Fue, más bien, lo contrario: a la acción se la consideró también entre las necesidades de la vida terrena, y la contemplación (el bias theôrêtikos, traducido por vita contemplativa) se dejó como el único modo de vida verdaderamente libre.[9]
Sin embargo, la enorme superioridad de la contemplación sobre la actividad de cualquier clase, sin excluir a la acción, no es de origen cristiano. La encontramos en la filosofía política de Platón, en donde toda la utópica reorganización de la vida de la polis no sólo está dirigida por el superior discernimiento del filósofo, sino que no tiene más objetivo que hacer posible la forma de vida de éste. La misma articulación aristotélica de las diferentes formas de vida, en cuyo orden la vida del placer desempeña un papel menor, se guía claramente por el ideal de contemplación (theōria). A la antigua libertad con respecto a las necesidades de la vida y a la coacción de los demás, los fílósofos añadieron el cese de la actividad política (skholē);[10] por lo tanto, la posterior actitud cristiana de liberarse de la complicación de los asuntos mundanos, de todos los negocios de este mundo, se originó en la filosofía apolitia de la antigüedad. Lo que fue exigido sólo por unos pocos se consideró en la era cristiana como derecho de todos.
La expresión vita activa, comprensiva de todas las actividades humanas y definida desde el punto de vista de la absoluta quietud contemplativa, se halla más próxima a la askholia («inquietud») griega, con la que Aristóteles designaba a toda actividad, que al bias politikos griego. Ya en Aristóteles la distinción entre quietud e inquietud, entre una casi jadeante abstención del movimiento físico externo y la actividad de cualquier clase, es más decisiva que la diferencia entre la forma de vida política y la teórica, porque finalmente puede encontrarse dentro de cada una de las tres formas de vida. Es como la distinción entre guerra y paz: de la misma manera que la guerra se libra por amor a la paz, así toda clase de actividad, incluso los procesos de simple pensamiento, deben culminar en la absoluta quietud de la contemplación.[11] Cualquier movimiento del cuerpo y del alma, así como del discurso y del razonamiento, han de cesar ante la verdad. Ésta, trátese de la antigua verdad del Ser o de la cristiana del Dios vivo, únicamente puede revelarse en completa quietud humana.[12]
Tradicionalmente y hasta el comienzo de la Edad Moderna, la expresión vita activa jamás perdió su connotación negativa de «in-quietud», nec-otium, a-skholia. Como tal permaneció íntimamente relacionada con la aún fundamental distinción griega entre cosas que son por sí mismas lo que son y cosas que deben su existencia al hombre, entre cosas que son physei y las que son nomo. La superioridad de la contemplación sobre la actividad reside en la convicción de que ningún trabajo del hombre puede igualar en belleza y verdad al kosmos físico, que gira inmutable y eternamente sin ninguna interferencia del exterior, del hombre o dios. Esta eternidad sólo se revela a los ojos humanos cuando todos los movimientos y actividades del hombre se hallan en perfecto descanso. Comparada con esta actitud de reposo, todas las distinciones y articulaciones de la vita activa desaparecen. Considerada desde el punto de vista de la contemplación, no importa lo que turbe la necesaria quietud, siempre que la turbe.
Tradicionalmente, por lo tanto, la expresión vita activa toma su significado de la vita contemplativa; su muy limitada dignidad se le concede debido a que sirve las necesidades y exigencias de la contemplación en un cuerpo vivo.[13] El cristianismo, con su creencia en el más allá, cuya gloria se anuncia en el deleite de la contemplación,[14] confiere sanción religiosa al degradamiento de la vita activa a una posición derivada, secundaria; pero la determinación del orden coincidió con el descubrimiento de la contemplación (theōria) como facultad humana, claramente distinta del pensamiento y del razonamiento, que se dio en la escuela socrática y que desde entonces ha gobernado el pensamiento metafísico y político a lo largo de nuestra tradición.[15] Parece innecesario para mi propósito discutir las razones de esta tradición. Está claro que son más profundas que la ocasión histórica que dio origen al conflicto entre la polis y el filósofo y que así, casi de manera incidental, condujo también al hallazgo de la contemplación como forma de vida del filósofo. Dichas razones deben situarse en un aspecto completamente distinto de la condición humana, cuya diversidad no se agota en las distintas articulaciones de la vita activa y que, cabe sospechar, no se agotarían incluso si en ella incluyéramos al pensamiento y razón.
Si, por lo tanto, el empleo de la expresión vita activa, tal como lo propongo aquí, está en manifiesta contradicción con la tradición, se debe no a que dude de la validez de la experiencia que sostiene la distinción, sino más bien del orden jerárquico inherente a ella desde su principio. Lo anterior no significa que desee impugnar o incluso discutir el tradicional concepto de verdad como revelación y, en consecuencia, como algo esencialmente dado al hombre, o que prefiera la pragmática aseveración de la Edad Moderna en el sentido de que el hombre sólo puede conocer lo que sale de sus manos. Mi argumento es sencillamente que el enorme peso de la contemplación en la jerarquía tradicional ha borrado las distinciones y articulaciones dentro de la vita activa y que, a pesar de las apariencias, esta condición no ha sufrido cambio esencial por la moderna ruptura con la tradición y la inversión final de su orden jerárquico en Marx y Nietzsche. En la misma naturaleza de la famosa «apuesta al revés» de los sistemas filosóficos o de los actualmente aceptados, esto es, en la naturaleza de la propia operación, radica que el marco conceptual se deje más o menos intacto.
La moderna inversión comparte con la jerarquía tradicional el supuesto de que la misma preocupación fundamental humana ha de prevalecer en todas las actividades de los hombres, ya que sin un principio comprensivo no podría establecerse orden alguno. Dicho supuesto no es algo evidente, y mi empleo de la expresión vita activa presupone que el interés que sostiene todas estas actividades no es el mismo y que no es superior ni inferior al interés fundamental de la vita contemplativa.
3. Eternidad e inmortalidad
Que los varios modos de compromiso activo en las cosas de este mundo, por un lado, y el pensamiento puro que culmina en la contemplación, por el otro, correspondan a dos preocupaciones humanas totalmente distintas, ha sido manifiesto desde que «los hombres de pensamiento y los de acción empezaron a tomar diferentes sendas»,[16] esto es, desde que surgió el pensamiento político en la escuela de Sócrates. Sin embargo, cuando los filósofos descubrieron —y es probable, aunque no demostrado, que dicho descubrimiento se debiera al propio Sócrates— que el reino político no proporcionaba todas las actividades más elevadas del hombre, dieron por sentado de inmediato, no que hubieran encontrado algo diferente a lo ya sabido, sino que se encontraban ante un principio más elevado para reemplazar al que había regido a la polis. La vía más corta, si bien algo superficial, para señalar estos dos distintos y hasta cierto grado incluso conflictivos principios es recordar la distinción entre inmortalidad y eternidad.
Inmortalidad significa duración en el tiempo, vida sin muerte en esta Tierra y en este mundo tal como se concedió, según el pensamiento griego, a la naturaleza y a los dioses del Olimpo. Ante este fondo de la siempre repetida vida de la naturaleza y de la existencia sin muerte y sin edad de los dioses, se erigen los hombres mortales, únicos mortales en un inmortal aunque no eterno universo, confrontados con las vidas inmortales de sus dioses pero no bajo la ley de un Dios eterno. Si confiamos en Herodoto, la diferencia entre ambos parece haber chocado al propio entendimiento griego antes de la articulación conceptual de los filósofos y, por lo tanto, antes de las experiencias específicamente griegas de lo eterno que subrayan esta articulación. Herodoto, al hablar de las formas asiáticas de veneración y creencias en un Dios invisible, afirma de manera explícita que, comparado con este Dios transcendente (como diríamos en la actualidad) que está más allá del tiempo, de la vida y del universo, los dioses griegos son anthrōpophyeis, es decir, que tiene la misma naturaleza, no simplemente la misma forma, que el hombre.[17] La preocupación griega por la inmortalidad surgió de su experiencia de una naturaleza y unos dioses inmortales que rodeaban las vidas individuales de los hombres mortales. Metidos en un cosmos en que todo era inmortal, la mortalidad pasaba a ser la marca de contraste de la existencia humana. Los hombres son «los mortales», las únicas cosas mortales con existencia, ya que a diferencia de los animales no existen sólo como miembros de una especie cuya vida inmortal está garantizada por la procreación.[18] La mortalidad del hombre radica en el hecho de que la vida individual, con una reconocible historia desde el nacimiento hasta la muerte, surge de la biológica. Esta vida individual se distingue de todas las demás cosas por el curso rectilíneo de su movimiento, que, por decirlo así, corta el movimiento circular de la vida biológica. La mortalidad es, pues, seguir una línea rectilínea en un universo donde · todo lo que se mueve lo hace en orden cíclico.
La tarea y potencial grandeza de los mortales radica en su habilidad en producir cosas —trabajo, actos y palabras—[19] que merezcan ser, y al menos en cierto grado lo sean, imperecederas con el fin de que, a través de dichas cosas, los mortales encuentren su lugar en un cosmos donde todo es inmortal a excepción de ellos mismos. Por su capacidad en realizar actos inmortales, por su habilidad en dejar huellas imborrables, los hombres, a pesar de su mortalidad individual, alcanzan su propia inmortalidad y demuestran ser de naturaleza «divina». La distinción entre hombre y animal se observa en la propia especie humana: sólo los mejores (aristor), quienes constantemente se demuestran ser los mejores (aristeuein, verbo que carece de equivalente en ningún otro idioma) y «prefieren la fama inmortal a las cosas mortales», son verdaderamente humanos; los demás, satisfechos con los placeres que les proporciona la naturaleza, viven y mueren como animales. Ésta era la opinión de Heráclito,[20] opinión cuyo equivalente difícilmente se encuentra en cualquier otro filósofo después de Sócrates.
Para nuestro propósito no es de gran importancia saber si fue Sócrates o Platón quien descubrió lo eterno como verdadero centro del pensamiento estrictamente metafísico. Pesa mucho a favor de Sócrates que sólo él entre los grandes pensadores —único en esto como en muchos otros aspectos— no se preocupó de poner por escrito sus pensamientos, ya que resulta evidente que, sea cual sea la preocupación de un pensador por la eternidad, en el momento eh que se sienta para redactar sus pensamientos deja de interesarse fundamentalmente por la eternidad y fija su atención en dejar algún rastro de ellos. Se adentra en la vita activa y elige la forma de la permanencia y potencial inmortalidad. Una cosa es cierta: solamente en Platón la preocupación por lo eterno y la vida del filósofo se ven como inherentemente contradictorias y en conflicto con la pugna por la inmortalidad, la forma de vida del ciudadano, el bios politikos.
La experiencia del filósofo sobre lo eterno, que para Platón era arhēton («indecible») y aneu logou («sin palabra») para Aristóteles y que posteriormente fue conceptualizada en el paradójico nunc stans, sólo se da al margen de los asuntos humanos y de la pluralidad de hombres, como sabemos por el mito de la caverna en la República de Platón, habiéndose liberado de las trabas que le ataban a sus compañeros, abandona la caverna en perfecta «singularidad», por decirlo así, ni acompañado ni seguido por nadie. Políticamente hablando, si morir es lo mismo que «dejar de estar entre los hombres», la experiencia de lo eterno es una especie de muerte, y la única cosa que la separa de la muerte verdadera es que no es final, ya que ninguna criatura viva puede sufrirla durante ningún espacio de tiempo. Y esto es precisamente lo que separa a la vita contemplativa de la vita activa en el pensamiento medieval.[21] No obstante, resulta decisivo que la experiencia de lo eterno, en contradicción con la de lo inmortal, carece de correspondencia y no puede transformarse en una actividad, puesto que incluso la actividad de pensar, que prosigue dentro de uno mismo por medio de palabras, está claro que no sólo es inadecuada para traducirla, sino que interrumpiría y arruinaría a la propia experiencia.
Theōria o «contemplación» es la palabra dada a la experiencia de lo eterno, para distinguirla de las demás actitudes, que como máximo pueden atañer a la inmortalidad. Cabe que el descubrimiento de lo eterno por parte de los filósofos se viera ayudado por su muy justificada duda sobre las posibilidades de la polis en cuanto a inmortalidad o incluso permanencia, y cabe que el choque sufrido por este descubrimiento fuera tan enorme que les llevara a despreciar toda lucha por la inmortalidad como si se tratara de vanidad y vanagloria, situándose en abierta oposición a la antigua ciudad-estado y a la religión que había inspirado. Sin embargo, la victoria final de la preocupación por la eternidad sobre toda clase de aspiraciones hacia la inmortalidad no se debe al pensamiento filosófico. La caída del Imperio Romano demostró visiblemente que ninguna obra salida de manos mortales puede ser inmortal, y dicha caída fue acompañada del crecimiento del evangelio cristiano, que predicaba una vida individual imperecedera y que pasó a ocupar el puesto de religión exclusiva de la humanidad occidental. Ambos hicieron fútil e innecesaria toda lucha por una inmortalidad terrena. Y lograron tan eficazmente convertir a la vita activa y al bias politikos en asistentes de la contemplación, que ni siquiera el surgimiento de lo secular en la Edad Moderna y la concomitante inversión de la jerarquía tradicional entre acción y contemplación bastó para salvar del olvido la lucha por la inmortalidad, que originalmente había sido fuente y centro de la vita activa.
CAPÍTULO II LA ESFERA PÚBLICA Y LA PRIVADA
4. El hombre: animal social o político
La vita activa, vida humana hasta donde se halla activamente comprometida en hacer algo, está siempre enraizada en un mundo de hombres y de cosas realizadas por éstos, que nunca deja ni trasciende por completo. Cosas y hombres forman el medio ambiente de cada una de las actividades humanas, que serían inútiles sin esa situación; sin embargo, este medio ambiente, el mundo en que hemos nacido, no existiría sin la actividad humana que lo produjo, como en el caso de los objetos fabricados, que se ocupa de él, como en el caso de la tierra cultivada, que lo estableció mediante la organización, como en el caso del cuerpo político. Ninguna clase de vida humana, ni siquiera la del ermitaño en la agreste naturaleza, resulta posible sin un mundo que directa o indirectamente testifica la presencia de otros seres humanos.
Todas las actividades humanas están condicionadas por el hecho de que los hombres viven juntos, si bien es sólo la acción lo que no cabe ni siquiera imaginarse fuera de la sociedad de los hombres. La actividad de la labor no requiere la presencia de otro, aunque un ser laborando en completa soledad no sería humano, sino un animal laborans en el sentido más literal de la palabra. El hombre que trabajara, fabricara y construyera un mundo habitado únicamente por él seguiría siendo un fabricador, aunque no homo faber; habría perdido su específica cualidad humana y más bien sería un dios, ciertamente no el Creador, pero sí un demiurgo divino tal como Platón lo describe en uno de sus mitos. Sólo la acción es prerrogativa exclusiva del hombre; ni una bestia ni un dios son capaces de ella,[22] y sólo ésta depende por entero de la constante presencia de los demás.
Esta relación especial entre acción y estar juntos parece justificar plenamente la primitiva traducción del zóon politikon aristotélico por animal socialis, que ya se encuentra en Séneca, y que luego se convirtió en la traducción modelo a través de santo Tomás: homo est naturaliter politicus, id est, socialis («el hombre es político por naturaleza, esto es, social»).[23] Más que cualquier elaborada teoría, esta inconsciente sustitución de lo social por lo político revela hasta qué punto se había perdido el original concepto griego sobre la política. De ahí que resulte significativo, si bien no decisivo, que la palabra «social» sea de origen romano y que carezca de equivalente en el lenguaje o pensamiento griego. No obstante, el uso latino de la palabra societas también tuvo en un principio un claro, aunque limitado, significado político; indicaba una alianza entre el pueblo para un propósito concreto, como el de organizarse para gobernar o cometer un delito.[24] Sólo con el posterior concepto de una sacietas generis humani («sociedad de género humano»),[25] «social» comienza a adquirir el significado general de condición humana fundamental. No es que Platón o Aristóteles desconocieran —o se desinteresaran— el hecho de que el hombre no puede vivir al margen de la compañía de sus semejantes, sino que no incluían esta condición entre las específicas características humanas; por el contrario, era algo que la vida humana tenía en común con el animal, y sólo por esta razón no podía ser fundamentalmente humana. La natural y meramente social compañía de la especie humana se consideraba como una limitación que se nos impone por las necesidades de la vida biológica, que es la misma para el animal humano que para las otras formas de existencia animal.
Según el pensamiento griego, la capacidad del hombre para la organización política no es sólo diferente, sino que se halla en directa oposición a la asociación natural cuyo centro es el hogar (oikia) y la familia. El nacimiento de la ciudad-estado significó que el hombre recibía «además de su vida privada, una especie de segunda vida, su bios politikos. Ahora todo ciudadano pertenece a dos órdenes de existencia, y hay una tajante distinción entre lo que es suyo (idion) y lo que es comunal (koinon)».[26] No es mera opinión o teoría de Aristóteles, sino simple hecho histórico, que la fundación de la polis fue precedida por la destrucción de todas las unidades organizadas que se basaban en el parentesco, tales como la phratria y la phylē.[27] De todas las actividades necesarias y presentes en las comunidades humanas, sólo dos se consideraron políticas y aptas para constituir lo que Aristóteles llamó bios politik os, es decir, la acción (praxis) y el discurso (lexis), de los que surge la esfera de los asuntos humanos (ta tōn anthrōpōn pragmata, como solía llamarla Platón), de la que todo lo meramente necesario o útil queda excluido de manera absoluta.
Sin embargo, si bien es cierto que sólo la fundación de la ciudad-estado capacitó a los hombres para dedicar toda su vida a la esfera política, a la acción y al discurso, la convicción de que estas dos facultades iban juntas y eran las más elevadas de todas parece haber precedido a la polis y estuvo siempre presente en el pensamiento presocrático. La grandeza del homérico Aquiles sólo puede entenderse si lo vemos como «el agente de grandes acciones y el orador de grandes palabras».[28] A diferencia del concepto moderno, tales palabras no se consideraban grandes porque expresaran elevados pensamientos; por el contrario, como sabemos por las últimas líneas de Antígona, puede que la aptitud hacia las «grandes palabras» (megaloi logoi), con las que replicar a los golpes, enseñe finalmente a pensar en la vejez.[29] El pensamiento era secundario al discurso, pero discurso y acción se consideraban coexistentes e iguales, del mismo rango y de la misma clase, lo que originalmente significó no sólo que la mayor parte de la acción política, hasta donde permanece al margen de la violencia, es realizada con palabras, sino algo más fundamental, o sea, que encontrar las palabras oportunas, en el momento oportuno es acción, dejando aparte la información o comunicación que lleven. Sólo la pura violencia es muda, razón por la que nunca puede ser grande. Incluso cuando, relativamente tarde en la antigüedad, las artes de la guerra y la retórica emergieron como los dos principales temas políticos de educación, su desarrollo siguió inspirado por la tradición y por esa anterior experiencia pre-polis, y a ella siguió sujeta.
En la experiencia de la polis, que no sin justificación se ha llamado el más charlatán de todos los cuerpos políticos, e incluso más en la experiencia política que se derivó, la acción y el discurso se separaron y cada vez se hicieron actividades más independientes. El interés se desplazó dé la acción al discurso, entendido más como medio de persuasión que como específica forma humana de contestar, replicar y sopesar lo que ocurría y se hacía.[30] Ser político, vivir en una polis, significaba que todo se decía por medio de palabras y de persuasión, y no con la fuerza y la violencia. Para el modo de pensar griego, obligar a las personas por medio de la violencia, mandar en vez de persuadir, eran formas prepolíticas para tratar con la gente cuya existencia estaba al margen de la polis, del hogar y de la vida familiar, con ese tipo de gente en que el cabeza de familia gobernaba con poderes despóticos e indisputados, o bien con los bárbaros de Asia, cuyo despotismo era a menudo señalado como semejante a la organización de la familia.
La definición aristotélica del hombre como zōon politikon no sólo no guardaba relación, sino que se oponía a la asociación natural experimentada en la vida familiar; únicamente se la puede entender por completo si añadimos su segunda definición del hombre como zōon logon ekhon («ser vivo capaz de discurso»). La traducción latina de esta expresión por animal rationale se basa en una mala interpretación no menos fundamental que la de «animal social». Aristóteles no definía al hombre en general ni indicaba la más elevada aptitud humana, que para él no era el logos, es decir, el discurso o la razón, sino el nous, o sea, la capacidad de contemplación, cuya principal característica es que su contenido no puede traducirse en discurso.[31] En sus dos definiciones más famosas, Aristóteles únicamente formuló la opinión corriente de la polis sobre el hombre y la forma de vida política y, según esta opinión, todo el que estaba fuera de la polis —esclavos y bárbaros— era aneu logou, desprovisto, claro está, no de la facultad de discurso, sino de una forma de vida en la que el discurso y sólo éste tenía sentido y donde la preocupación primera de los ciudadanos era hablar entre ellos.
El profundo malentendido que expresa la traducción latina de «político» como «social», donde quizá se ve más claro es en el párrafo que santo Tomás dedica a comparar la naturaleza del gobierno familiar con el político; a su entender, el cabeza de familia tiene cierta similitud con el principal del reino, si bien, añade, su poder no es tan «perfecto» como el del rey.[32] No sólo en Grecia y en la polis, sirio en toda la antigüedad occidental, habían tenido como la evidencia misma de que incluso el poder del tirano era menor, menos «perfecto», que el poder con el que el paterfamilias, el dominus, gobernaba a su familia y esclavos. Y esto no se debía a que el poder del gobernante de la ciudad estuviera equilibrado y contrarrestado por los poderes combinados de los cabezas de familia, sino a que el gobierno absoluto, irrebatido, y la esfera política propiamente hablando se excluían mutuamente.[33]
5. La polis y la familia
Si bien es cierto que la identificación y el concepto erróneo de las esferas política y social es tan antiguo como la traducción de las expresiones griegas al latín y su adaptación al pensamiento cristiano-romano, la confusión todavía es mayor en el empleo y entendimiento moderno de la sociedad. La distinción entre la esfera privada y pública de la vida corresponde al campo familiar y político, que han existido como entidades diferenciadas y separadas al menos desde el surgimiento de la antigua ciudad-estado; la aparición de la esfera social, que rigurosamente hablando no es pública ni privada, es un fenómeno relativamente nuevo cuyo origen coincidió con la llegada de la Edad Moderna, cuya forma política la encontró en la nación-estado.
Lo que nos interesa en este contexto es la extraordinaria dificultad que, debido a este desarrollo, tenemos para entender la decisiva división entre las esferas pública y privada, entre la esfera de la polis y la de la familia, y, finalmente, entre actividades relacionadas con un mundo común y las relativas a la conservación de la vida, diferencia sobre la que se basaba el antiguo pensamiento político como algo evidente y axiomático. Para nosotros esta línea divisoria ha quedado borrada por completo, ya que vemos el conjunto de pueblos y comunidades políticas a imagen de una familia cuyos asuntos cotidianos han de ser cuidados por una administración doméstica gigantesca y de alcance nacional. El pensamiento científico que corresponde a este desarrollo ya no es ciencia política, sino «economía nacional» o «economía social» o Volkswirtschaft, todo lo cual indica una especie de «administración doméstica colectiva»;[34] el conjunto de familias económicamente organizadas en el facsímil de una familia superhumana es lo que llamamos «sociedad», y su forma política de organización se califica con el nombre de «nación».[35] Por lo tanto, nos resulta difícil comprender que, según el pensamiento antiguo sobre estas materias, la expresión «economía política» habría sido una contradicción de términos: cualquier cosa que fuera «económica», en relación a la vida del individuo y a la supervivencia de la especie, era no política, se trataba por definición de un asunto familiar.[36]
Históricamente, es muy probable que el nacimiento de la ciudad-estado y la esfera pública ocurriera a expensas de la esfera privada familiar.[37] Sin embargo, la antigua santidad del hogar, aunque mucho menos pronunciada en la Grecia clásica que en la vieja Roma, nunca llegó a perderse por completo. Lo que impedía a la polis violar las vidas privadas de sus ciudadanos y mantener como sagrados los límites que rodeaban cada propiedad, no era el respeto hacia dicha propiedad tal como lo entendemos nosotros, sino el hecho de que sin poseer una casa el hombre no podía participar en los asuntos del mundo, debido a que carecía de un sitio que propiamente le perteneciera.[38] Incluso Platón, cuyos esquemas políticos preveían la abolición de la propiedad privada y una extensión de la esfera pública hasta el punto de aniquilar por completo a la primera, habla con gran respeto de Zeus Herkeios, protector de las líneas fronterizas, y califica de horoi, divinas, a las fronteras entre estados, sin ver contradicción alguna.[39]
El rasgo distintivo de la esfera doméstica era que en dicha esfera los hombres vivían juntos llevados por sus necesidades y exigencias. Esa fuerza que los unía era la propia vida —los penates, dioses domésticos, eran, según Plutarco, «los dioses que nos hacen vivir y alimentan nuestro cuerpo»—,[40] que, para su mantenimiento individual y supervivencia de la especie, necesita la compañía de los demás. Resultaba evidente que el mantenimiento individual fuera tarea del hombre, así como propia de la mujer la supervivencia de la especie, y ambas funciones naturales, la labor del varón en proporcionar alimentación y la de la hembra en dar a luz, estaban sometidas al mismo apremio de la vida. Así, pues, la comunidad natural de la familia nació de la necesidad, y ésta rigió todas las actividades desempeñadas en su seno.
La esfera de la polis, por el contrario, era la de la libertad, y existía una relación entre estas dos esferas, ya que resultaba lógico que el dominio de las necesidades vitales en la familia fuera la condición para la libertad de la polis. Bajo ninguna circunstancia podía ser la política sólo un medio destinado a proteger a la sociedad, se tratara de la del fiel, como en la Edad Media, o la de los propietarios, como en Locke, o de una sociedad inexorablemente comprometida en un proceso adquisitivo, como en Hobbes, o de una de productores, como en Marx, o de empleados, como en la nuestra, o de trabajadores, como en los países socialistas y comunistas. En todos estos casos, la libertad (en ciertos casos la llamada libertad) de la sociedad es lo que exige y justifica la restricción de la autoridad política. La libertad está localizada en la esfera de lo social, y la fuerza o violencia pasa a ser monopolio del gobierno.
Lo que dieron por sentado todos los filósofos griegos, fuera cual fuera su oposición a la vida de la polis, es que la libertad se localiza exclusivamente en la esfera política, que la necesidad es de manera fundamental un fenómeno prepolítico, característico de la organización doméstica privada, y que la fuerza y la violencia se justifican en esta esfera porque son los únicos medios para dominar la necesidad —por ejemplo, gobernando a los esclavos— y llegar a ser libre. Debido a que todos los seres humanos están sujetos a la necesidad, tienen derecho a ejercer la violencia sobre otros; la violencia es el acto prepolítico de liberarse de la necesidad para la libertad del mundo. Dicha libertad es la condición esencial de lo que los griegos llamaban felicidad, eudaimonia, que era un estado objetivo que dependía sobre todo de la riqueza y de la salud. Ser pobre o estar enfermo significaba verse sometido a la necesidad física, y ser esclavo llevaba consigo además el sometimiento a la violencia del hombre. Este doble «infortunio» de la esclavitud es por completo independiente del subjetivo bienestar del esclavo. Por lo tanto, un hombre libre y pobre prefería la inseguridad del cambiante mercado de trabajo a una tarea asegurada con regularidad, ya que ésta restringía su libertad para hacer lo que quisiera a diario, se consideraba ya servidumbre (douleia), e incluso la labor dura y penosa era preferible a la vida fácil de muchos esclavos domésticos.[41]
No obstante, la fuerza prepolítica con la que el cabeza de familia regía a parientes y esclavos, considerada necesaria porque el hombre es un «animal social» antes que «animal político», nada tiene que ver con el caótico «estado de naturaleza» de cuya violencia, según el pensamiento político del siglo XVII, sólo podía escapar el hombre mediante el establecimiento de un gobierno que, con el monopolio del poder y de la violencia, aboliera la «guerra de todos contra todos», «manteniéndolos horrorizados».[42] Por el contrario, el concepto de gobernar y ser gobernado, de gobierno y poder en el sentido en que lo entendemos, así como el regulado orden que lo acompaña, se tenía por prepolítico y propio de la esfera privada más que de la pública.
La polis se diferenciaba de la familia en que aquélla sólo conocía «iguales», mientras que la segunda era el centro de la más estricta desigualdad. Ser libre significaba no estar sometido a la necesidad de la vida ni bajo el mando de alguien y no mandar sobre nadie, es decir, ni gobernar ni ser gobernado.[43] Así, pues, dentro de la esfera doméstica, la libertad no existía, ya que al cabeza de familia sólo se le consideraba libre en cuanto que tenía la facultad de abandonar el hogar y entrar en la esfera política, donde todos eran iguales. Ni que decir tiene que esta igualdad tiene muy poco en común con nuestro concepto de igualdad: significaba vivir y tratar sólo entre pares, lo que presuponía la existencia de «desiguales» que, naturalmente, siempre constituían la mayoría de la población de una ciudad-estado.[44] Por lo tanto, la igualdad, lejos de estar relacionada con la justicia, como en los tiempos modernos, era la propia esencia de la libertad: ser libre era serlo de la desigualdad presente en la gobernación y moverse en una esfera en la que no existían gobernantes ni gobernados.
Y aquí termina la posibilidad de describir en términos claros la profunda diferencia entre el moderno y antiguo entendimiento de la política. En el Mundo Moderno, las esferas social y política están mucho menos diferenciadas. Que la política no es más que una función de la sociedad, que acción, discurso y pensamiento son fundamentalmente superestructuras relativas al interés social, no es un descubrimiento de Karl Marx, sino que, por el contrario, es uno de los supuestos que dicho autor aceptó de los economistas políticos de la Edad Moderna. Esta funcionalización hace imposible captar cualquier seria diferencia entre las dos esferas; no se trata de una teoría o ideología, puesto que con el ascenso de la sociedad, esto es, del «conjunto doméstico» (oikia), o de las actividades económicas a la esfera pública, la administración de la casa y todas las materias que anteriormente pertenecían a la esfera privada familiar se han convertido en interés «colectivo».[45] En el Mundo Moderno, las dos esferas fluyen de manera constante una sobre la otra, como olas de la nunca inactiva corriente del propio proceso de la vida.
La desaparición de la zanja que los antiguos tenían que saltar para superar la estrecha esfera doméstica y adentrarse en la política es esencialmente un fenómeno moderno. Tal separación entre lo público y lo privado aún existía de algún modo en la Edad Media, si bien había perdido gran parte de su significado y cambiado por completo su emplazamiento. Se ha señalado con exactitud que, tras la caída del Imperio Romano, la Iglesia católica ofreció a los hombres un sustituto a la ciudadanía que anteriormente había sido la prerrogativa del gobierno municipal.[46] La tensión medieval entre la oscuridad de la vida cotidiana y el grandioso esplendor que esperaba a todo lo sagrado, con el concomitante ascenso de lo secular a lo religioso, corresponde en muchos aspectos al ascenso de lo privado a lo público en la antigüedad. Claro está que la diferencia es muy acusada, ya que por muy «mundana» que llegara a ser la Iglesia, en esencia siempre era otro interés mundano el que mantenía unida a la comunidad de creyentes. Mientras que cabe identificar con cierta dificultad lo público y lo religioso, la esfera secular bajo el feudalismo fue por entero lo que había sido en la antigüedad la esfera privada. Su característica fue la absorción, por la esfera doméstica, de todas las actividades y, por tanto, la ausencia de una esfera pública.[47]
Propio de este crecimiento de la esfera privada, e incidentalmente de la diferencia entre el antiguo jefe de familia y el señor feudal, es que éste podía administrar justicia en su territorio, mientras que el primero, si bien tenía el derecho de aplicar unas normas más duras o más suaves, no conoció leyes ni justicia al margen de la esfera pública.[48] El copo de todas las actividades humanas por la esfera privada y el modelado de todas las relaciones de los hombres bajo el patrón doméstico alcanzó a las organizaciones profesionales en las propias ciudades, a los gremios, confreries y compagnons, e incluso a las primeras compañías mercantiles, donde «la original ensambladura familiar parecía quedar señalada con la misma palabra “compañía” (companis)… [y] con frases tales como “hombres que comen un mismo pan”, “hombres que tienen un mismo pan y un mismo vino”».[49] El concepto medieval del «bien común», lejos de señalar la existencia de una esfera política, sólo reconoce que los individuos particulares tienen intereses en común, tanto materiales como espirituales, y que sólo pueden conservar su intimidad y atender a su propio negocio si uno de ellos toma sobre sí la tarea de cuidar este interés común. Lo que distingue esta actitud esencialmente cristiana hacia la política de la realidad moderna no es tanto el reconocimiento de un «bien común» como la exclusividad de la esfera privada y la ausencia de esa esfera curiosamente híbrida donde los intereses privados adquieren significado público, es decir, lo que llamamos «sociedad».
No es, pues, sorprendente que el pensamiento político medieval, exclusivamente interesado en la esfera secular, siguiera desconociendo la separación existente entre la cobijada vida doméstica y la despiadada exposición de la polis y, en consecuencia, la virtud del valor como una de las más elementales actitudes políticas. Lo que continúa siendo sorprendente es que el único teórico político postclásico que, en su extraordinario esfuerzo por restaurar la vieja dignidad de la política, captó dicha separación y comprendió algo del valor necesario para salvar esa distancia fue Maquiavelo, quien lo describió en el ascenso «del condotiero desde su humilde condición al elevado rango», de la esfera privada a la principesca, es decir, de las circunstancias comunes a todos los hombres a la resplandeciente gloria de las grandes acciones.[50]
Dejar la casa, originalmente con el fin de embarcarse en alguna aventurada y gloriosa empresa y posteriormente sólo para dedicar la propia vida a los asuntos de la ciudad, requería valor, ya que s9lo allí predominaba el interés por la supervivencia personal. Quien entrara en la esfera política había de estar preparado para arriesgar su vida, y el excesivo afecto hacia la propia existencia impedía la libertad, era una clara señal de servidumbre.[51] Por lo tanto, el valor se convirtió en la virtud política por excelencia, y sólo esos hombres que lo poseían eran admitidos en una asociación que era política en contenido y propósito y de ahí que superara la simple unión impuesta a todos —esclavos, bárbaros y griegos por igual— por los apremios de la vida.[52] La «buena vida», como Aristóteles califica a la del ciudadano, no era simplemente mejor, más libre de cuidados o más noble que la ordinaria, sino de una calidad diferente por completo. Era «buena» en el grado en que, habiendo dominado las necesidades de la pura vida, liberándose de trabajo y labor, y vencido el innato apremio de todas las criaturas vivas por su propia supervivencia, ya no estaba ligada al proceso biológico vital.
En la raíz de la conciencia política griega hallamos una inigualada claridad y articulación en el trazado de esta distinción. Ninguna actividad que sólo sirviera al propósito de ganarse la vida, de mantener el proceso vital, tenía entrada en la esfera política, a pesar del grave riesgo de abandonar el comercio y la fabricación a la laboriosidad de esclavos y extranjeros, con lo que Atenas se convirtió en la «pensionópolis» de un «proletariado de consumidores» vívidamente descrito por Max Weber.[53] El verdadero carácter de polis se manifiesta por entero en la filosofía política de Platón y Aristóteles, aunque la línea fronteriza entre familia y polis queda a veces borrada, en especial en Platón, quien, probablemente siguiendo a Sócrates, comenzó a sacar su ejemplo e ilustraciones de la polis mediante las experiencias cotidianas de la vida privada, y también en Aristóteles cuando, tras Platón, da por sentado inicialmente que al menos el origen histórico de la polis ha de estar relacionado con las necesidades de la vida y que sólo su contenido o inherente objetivo (telas) hace que ésta trascienda a «buena vida».
Estos aspectos de las enseñanzas de la escuela socrática, que no tardaron en pasar a ser axiomáticos hasta un grado de trivialidad, eran entonces los más nuevos y revolucionarios y surgían no de la experiencia real en la vida política, sino del deseo de liberarse de su carga, deseo que los filósofos sólo podían justificar en su propio entendimiento demostrando que incluso la más libre de todas las formas de vida seguía relacionada y sujeta a la necesidad. Pero el fondo de la verdadera experiencia política, al menos en Platón y Aristóteles, permaneció tan sólido que nunca se puso en duda la distinción entre la esfera doméstica y la vida política. Sin dominar las necesidades vitales en la casa, no es posible la vida ni la «buena vida», aunque la política nunca se realiza por amor a la vida. En cuanto miembros de la polis, la vida doméstica existe en beneficio de la «gran vida» de la polis.
6. El auge de lo social
La emergencia de la sociedad —el auge de la administración doméstica, sus actividades, problemas y planes organizativos— desde el oscuro interior del hogar a la luz de la esfera pública, no sólo borró la antigua línea fronteriza entre lo privado y lo político, sino que también cambió casi más allá de lo reconocible el significado de las dos palabras y su significación para la vida del individuo y del ciudadano. No coincidimos con los griegos en que la vida pasada en retraimiento con «uno mismo» (idion), al margen del mundo, es «necia» por definición, ni con los romanos, para quienes dicho retraimiento sólo era un refugio temporal de su actividad en la res publica; en la actualidad llamamos privada a una esfera de intimidad cuyo comienzo puede rastrearse en los últimos romanos, apenas en algún periodo de la antigüedad griega, y cuya peculiar multiplicidad y variedad era desconocida en cualquier periodo anterior a la Edad Media.
No se trata simplemente de cambiar el acento. En el sentimiento antiguo, el rasgo privativo de lo privado, indicado en el propio mundo, era muy importante; literalmente significaba el estado de hallarse desprovisto de algo, incluso de las más elevadas y humanas capacidades. Un hombre que sólo viviera su vida privada, a quien, al igual que al esclavo, no se le permitiera entrar en la esfera pública, o que, a semejanza del bárbaro, no hubiera elegido establecer tal esfera, no era plenamente humano. Hemos dejado de pensar primordialmente en privación cuando usamos la palabra «privado», y esto se debe parcialmente al enorme enriquecimiento de la esfera privada a través del individualismo moderno. Sin embargo, parece incluso más importante señalar que el sentido moderno de lo privado está al menos tan agudamente opuesto a la esfera social —desconocida por los antiguos, que consideraban su contenido como materia privada— como a la política, propiamente hablando. El hecho hist6rico decisivo es que lo privado moderno en su más apropiada función, la de proteger lo íntimo, se descubrió como lo opuesto no a la esfera política, sino a la social, con la que sin embargo se halla más próxima y auténticamente relacionado.
El primer explorador claro y en cierto grado incluso teórico de la intimidad fue Jean-Jacques Rousseau, quien es el único gran autor citado a menudo por su nombre de pila. Llegó a su descubrimiento a través de una rebelión, no contra la opresión del Estado, sino contra la insoportable perversión del corazón humano por parte de la sociedad, su intrusión en 1as zonas más íntimas del hombre que hasta entonces no habían necesitado especial protección. La intimidad del corazón, a desemejanza del hogar privado, no tiene lugar tangible en el mundo, ni la sociedad contra la que protesta y hace valer sus derechos puede localizarse con la misma seguridad que el espacio público. Para Rousseau, lo íntimo y lo social eran más bien modos subjetivos de la existencia humana y, en su caso, era como si Jean-Jacques se rebelara contra un hombre llamado Rousseau. El individuo moderno y sus interminables conflictos, su habilidad para encontrarse en la sociedad como en su propia casa o para vivir por completo al margen de los demás, su carácter siempre cambiante y el radical subjetivismo de su vida emotiva, nacieron de esta rebelión del corazón. La autenticidad del descubrimiento de Rousseau está fuera de duda, por dudosa que sea la autenticidad del individuo que fue Rousseau. El asombroso florecimiento de la poesía y de la música desde la mitad del siglo XVIII hasta casi el último tercio del XIX, acompañado por el auge de la novela, única forma de arte por completo social, coincidiendo con una no menos sorprendente decadencia de todas las artes públicas, en especial la arquitectura, constituye suficiente testimonio para expresar la estrecha relación que existe entre lo social y lo íntimo.
La rebelde reacción contra la sociedad durante la que Rousseau y los románticos descubrieron la intimidad iba en primer lugar contra las igualadoras exigencias de lo social, contra lo que hoy día llamaríamos conformismo inherente a toda sociedad. Es importante recordar que dicha rebelión se realizó antes de que el principio de igualdad, al que hemos culpado de conformismo desde Tocqueville, hubiera tenido tiempo de hacerse sentir en la esfera social o política. A este respecto no es de gran importancia que una nación esté formada por iguales o desiguales, ya que la sociedad siempre exige que sus miembros actúen como si lo fueran de una enorme familia con una sola opinión e interés. Antes de la moderna desintegración de la familia, este interés y opinión comunes estaban representados por el cabeza de familia, que gobernaba de acuerdo con dicho interés e impedía la posible desunión entre sus miembros.[54] La asombrosa coincidencia del auge de la sociedad con la decadencia de la familia indica claramente que lo que verdaderamente ocurrió fue la absorción de la unidad familiar en los correspondientes grupos sociales. La igualdad de los miembros de estos grupos, lejos de ser una igualdad entre pares, a nada se parece tanto como a la igualdad de los familiares antes del despótico poder del cabeza de familia, excepto que en la sociedad, donde la fuerza natural del interés común y de la unánime opinión está tremendamente vigorizada por el puro número, el gobierno verdadero ejercido por un hombre, que representa el interés común y la recta opinión, podía llegar a ser innecesario. El fenómeno de conformismo es característico de la última etapa de este desarrollo moderno.
Es cierto que el gobierno monárquico de un solo hombre, que los antiguos consideraban como el esquema organizativo de la familia, se transforma en la sociedad —tal como lo conocemos hoy día, cuando la cima del orden social ya no está formada por un absoluto gobernante de la familia real— en una especie de gobierno de nadie. Pero este nadie —el supuesto interés común de la sociedad como un todo en economía, así como la supuesta opinión única de la sociedad refinada en el salón— no deja de gobernar por el hecho de haber perdido su personalidad. Como sabemos por la más social forma de gobierno, esto es, por la burocracia (última etapa de gobierno en la nación-estado, cuya primera fue el benevolente despotismo y absolutismo de un solo hombre), el gobierno de nadie no es necesariamente no-gobierno; bajo ciertas circunstancias, incluso puede resultar una de sus versiones más crueles y tiránicas.
Es decisivo que la sociedad, en todos sus niveles, excluya la posibilidad de acción, como anteriormente lo fue de la esfera familiar. En su lugar, la sociedad espera de cada uno de sus miembros una cierta clase de conducta, mediante la imposición de innumerables y variadas normas, todas las cuales tienden a «normalizar» a sus miembros, a hacerlos actuar, a excluir la acción espontánea o el logro sobresaliente. En Rousseau encontramos estas exigencias en los salones de la alta sociedad, cuyas convenciones siempre identifican al individuo con su posición en el marco social. Lo que interesa es esta ecuación con el estado social, y carece de importancia si se trata de verdadero rango en la sociedad medio feudal del siglo XVIII, título en la sociedad clasista del XIX, o mera función en la sociedad de masas de la actualidad. Por el contrario, el auge de este último tipo de sociedad sólo indica que los diversos grupos sociales han sufrido la misma absorción en una sociedad que la padecida anteriormente por las unidades familiares; con el ascenso de la sociedad de masas, la esfera de lo social, tras varios siglos de desarrollo, ha alcanzado finalmente el punto desde el que abarca y controla a todos los miembros de una sociedad determinada, igualmente y con idéntica fuerza. Sin embargo, la sociedad se iguala bajo todas las circunstancias, y la victoria de la igualdad en el Mundo Moderno es sólo el reconocimiento legal y político del hecho de que esa sociedad ha conquistado la esfera pública, y que distinción y diferencia han pasado a ser asuntos privados del individuo.
Esta igualdad moderna, basada en el conformismo inherente a la sociedad y únicamente posible porque la conducta ha reemplazado a la acción como la principal forma de relación humana, es en todo aspecto diferente a la igualdad de la antigüedad y, en especial, a la de las ciudades-estado griegas. Pertenecer a los pocos «iguales» (homoioi) significaba la autorización de vivir entre pares; pero la esfera pública, la polis, estaba calada de un espíritu agonal, donde todo individuo tenía que distinguirse constantemente de los demás, demostrar con acciones únicas o logros que era el mejor (aien aristeuein).[55] Dicho con otras palabras, la esfera estaba reservada a la individualidad; se trataba del único lugar donde los hombres podían mostrar real e invariablemente quiénes eran. En consideración a esta oportunidad, y al margen del afecto a un cuerpo político que se la posibilitaba, cada individuo deseaba más o menos compartir la carga de la jurisdicción, defensa y administración de los asuntos públicos.
Este mismo conformismo, el supuesto de que los hombres se comportan y no actúan con respecto a los demás, yace en la raíz de la moderna ciencia económica, cuyo nacimiento coincidió con el auge de la sociedad y que, junto con su principal instrumento técnico, la estadística, se convirtió en la ciencia social por excelencia. La economía —hasta la Edad Moderna una parte no demasiado importante de la ética y de la política, y basada en el supuesto de que los hombres actúan con respecto a sus actividades económicas como lo hacen en cualquier otro aspecto—[56] sólo pudo adquirir carácter científico cuando los hombres se convirtieron en seres sociales y unánimemente siguieron ciertos modelos de conducta, de tal modo que quienes no observaban las normas podían ser considerados como asociales o anormales.
Las leyes de la estadística sólo son válidas cuando se trata de grandes números o de largos periodos, y los actos o acontecimientos sólo pueden aparecer estadísticamente como desviaciones o fluctuaciones. La justificación de la estadística radica en que proezas y acontecimientos son raros en la vida cotidiana y en la historia. No obstante, el pleno significado de las relaciones diarias no se revela en la vida cotidiana, sino en hechos no corrientes, de la misma manera que el significado de un periodo histórico sólo se muestra en los escasos acontecimientos que lo iluminan. La aplicación de la ley de grandes números y largos periodos a la política o a la historia significa nada menos que la voluntariosa destrucción de su propia materia, y es empresa desesperada buscar significado en la política o en la historia cuando todo lo que no es comportamiento cotidiano o tendencias automáticas se ha excluido como falto de importancia.
Sin embargo, puesto que las leyes de la estadística son perfectamente válidas cuando tratamos con grandes números, resulta evidente que todo incremento en la población significa una incrementada validez y una marcada disminución de error. Políticamente, quiere decir que cuanto mayor sea la población en un determinado cuerpo político, mayor posibilidad tendrá lo social sobre lo político de constituir la esfera pública. Los griegos, cuya ciudad-estado era el cuerpo político más individualista y menos acorde de los conocidos por nosotros, sabían muy bien que la polis, con su énfasis en la acción y en el discurso, sólo podía sobrevivir si el número de ciudadanos permanecía restringido. Un gran número de personas, apiñadas, desarrolla una inclinación casi irresistible hacia el despotismo, sea el de una persona o de una mayoría; y, si bien la estadística, es decir, el tratamiento matemático de la realidad, era desconocida antes de la Edad Moderna, los fenómenos modernos que hicieron posible tal tratamiento —grandes números, explicación del conformismo y automatismo en los asuntos humanos— fueron precisamente esos rasgos que, a juicio de los griegos, diferenciaban la civilización persa de la suya propia.
La infortunada verdad sobre el behaviorismo y la validez de sus «leyes» es que cuanto más gente hay, más probablemente actúan y menos probablemente toleran la no-actuación. De manera estadística, esto queda demostrado en la igualación de la fluctuación. En realidad, las hazañas cada vez tendrán menos oportunidad de remontar la marea del comportamiento, y los acontecimientos perderán cada vez más su significado, es decir, su capacidad para iluinir1ar el tiempo histórico. La uniformidad estadística no es en modo alguno un ideal científico inofensivo, sino el ya no secreto ideal político de una sociedad que, sumergida por entero en la rutina del vivir cotidiano, se halla, en paz con la perspectiva científica inherente a su propia existencia.
La conducta uniforme que se presta a la determinación estadística y, por lo tanto, a la predicción científicamente correcta, apenas puede explicarse por la hipótesis liberal de una natural «armonía de intereses», fundamento de la economía «clásica»; no fue Karl Marx, sino los propios economistas liberales quienes tuvieron que introducir la «ficción comunista», es decir, dar por sentado que existe un interés común de la sociedad como un todo, que con «mano invisible» guía la conducta de los hombres y armoniza sus intereses conflictivos.[57] La diferencia entre Marx y sus precursores radicaba solamente en que él tomó la realidad del conflicto, tal como se presentaba en la sociedad de su tiempo, tan seriamente como la ficción hipotética de la armonía; estaba en lo cierto al concluir que la «socialización del hombre» produciría automáticamente una armonía de todos los intereses, y fue más valeroso que sus maestros liberales cuando propuso establecer en realidad la «ficción comunista» como fundamento de todas las teorías económicas. Lo que Marx no comprendió —no podía comprenderlo en su tiempo— fue que el germen de la sociedad comunista estaba presente en la realidad de una familia nacional, y que su pleno desarrollo no estaba obstaculizado por ningún interés de clase como tal, sino sólo por la ya caduca estructura monárquica de la nación-estado. Indudablemente, lo que impedía un suave funcionamiento de la sociedad eran ciertos residuos tradicionales que se inmiscuían y seguían influyendo en la conducta de las clases «retrógradas». Desde el punto de vista de la sociedad, no se trataba más que de factores perturbadores en el camino hacia un pleno desarrollo de las «fuerzas sociales»; ya no correspondían a la realidad y eran por lo tanto, en cierto sentido, mucho más «ficticios» que la científica «ficción» de un interés común.
Una victoria completa de la sociedad siempre producirá alguna especie de «ficción comunista», cuya sobresaliente característica política es la de estar gobernada por una «mano invisible», es decir, por nadie. Lo que tradicionalmente llamarnos estado y gobierno da paso aquí a la pura administración, situación que Marx predijo acertadamente como el «debilitamiento del Estado», si bien se equivocó en suponer que sólo una revolución podría realizarlo, y más todavía al creer que esta completa victoria de la sociedad significaría el surgimiento final del «reino de la libertad».[58]
Para calibrar el alcance del triunfo de la sociedad en la Edad Moderna, su temprana sustitución de la acción por la conducta y ésta por la burocracia, el gobierno personal por el de nadie, conviene recordar que su inicial ciencia de la economía, que sólo sustituye a los modelos de conducta en este más bien limitado campo de la actividad humana, fue finalmente seguida por la muy amplia pretensión de las ciencias sociales que, como «ciencias del comportamiento», apuntan a reducir al hombre, en todas sus actividades, al nivel de un animal de conducta condicionada. Si la economía es la ciencia de la sociedad en sus primeras etapas, cuando sólo podía imponer sus normas de conducta a sectores de la población y a parte de su actividad, el auge de las «ciencias del comportamiento» señala con claridad la etapa final de este desarrollo, cuando la sociedad de masas ha devorado todos los estratos de la nación y la «conducta social» se ha convertido en modelo de todas las fases de la vida.
Desde el auge de la sociedad, desde la admisión de la familia y de las actividades propias de la organización doméstica a la esfera pública, una de las notables características de la nueva esfera ha sido una irresistible tendencia a crecer, a devorar las más antiguas esferas de lo político y privado, así como de la más recientemente establecida de la intimidad. Este constante crecimiento, cuya no menos constante aceleración podemos observar desde hace tres siglos al menos, adquiere su fuerza debido a que, a través de la sociedad, de una forma u otra ha sido canalizado hacia la esfera pública el propio proceso de la vida. En la esfera privada de la familia era donde se cuidaban y garantizaban las necesidades de la vida, la supervivencia individual y la continuidad de la especie. Una de las características de lo privado, antes del descubrimiento de lo íntimo, era que el hombre existía en esta esfera no como verdadero ser humano, sino únicamente como espécimen del animal de la especie humana. Ésta era precisamente la razón básica del tremendo desprecio sentido en la antigüedad por lo privado. El auge de la sociedad ha hecho cambiar la opinión sobre dicha esfera, pero apenas ha transformado su naturaleza. El carácter monolítico de todo tipo de sociedad, su conformismo que sólo tiene en cuenta un interés y una opinión, básicamente está enraizado en la unicidad de la especie humana. Debido a que dicha unicidad no es fantasía ni siquiera simple hipótesis científica, como la «ficción comunista» de la economía clásica, la sociedad de masas, en la que el hombre como animal social rige de manera suprema y donde en apariencia puede garantizarse a escala mundial la supervivencia de la especie, es capaz al mismo tiempo de llevar a la humanidad a su extinción.
Tal vez la indicación más clara de que la sociedad constituye la organización pública del propio proceso de la vida, pueda hallarse en el hecho de que en un tiempo relativamente corto la nueva esfera social transformó todas las comunidades modernas en sociedades de trabajadores y empleados; en otras palabras, quedaron en seguida centradas en una actividad necesaria para mantener la vida. (Para obtener una sociedad de trabajadores, está claro que no es necesario que cada uno de los miembros sea trabajador —ni siquiera la emancipación de la clase trabajadora y el enorme poder potencial que le concede el gobierno de la mayoría son decisivos—, sino que todos sus miembros consideren lo que hacen fundamentalmente como medio de mantener su propia vida y la fe de su familia). La sociedad es la forma en que la mutua dependencia en beneficio de la vida y nada más adquiere público significado, donde las actividades relacionadas con la pura supervivencia se permiten aparecer en público.
En modo alguno es indiferente que se realice una actividad en público o en privado. Sin duda el carácter de la esfera pública debe cambiar de acuerdo con las actividades admitidas en él, pero en gran medida la propia actividad cambia también su propia naturaleza. La actividad laboral, bajo todas las circunstancias relacionadas con el proceso de la vida en su sentido más elemental y biológico, permaneció estacionaria durante miles de años, encerrada en la eterna repetición del proceso vital al que estaba atada. La admisión del trabajo en la esfera pública, lejos de eliminar su carácter de proceso —lo que cabría haber esperado si se recuerda que los cuerpos políticos siempre se han planeado para la permanencia y que sus leyes siempre se han entendido como limitaciones impuestas al movimiento—, ha liberado, por el contrario, dicho proceso de su circular y monótona repetición, transformándolo rápidamente en un progresivo desarrollo cuyos resultados han modificado por completo y en pocos siglos todo el mundo habitado.
En el momento en que el trabajo quedó liberado de las restricciones impuestas por su destierro en la esfera privada —y esta emancipación no fue consecuencia de la emancipación de la clase trabajadora, sino que le precedió—, fue como sí el elemento de crecimiento inherente a toda vida orgánica hubiera superado y sobrecrecido los procesos de decadencia, con los que la vida orgánica es contenida y equilibrada en la familia de la naturaleza. La esfera social, donde el proceso de la vida ha establecido su propio dominio público, ha desatado un crecimiento no natural, por decirlo de alguna manera; y contra este constante crecimiento de la esfera social, no contra la sociedad, lo privado y lo íntimo, por un lado, y lo político (en el más reducido sentido de la palabra), por el otro, se han mostrado incapaces de defenderse.
Lo calificado como crecimiento no natural de lo natural suele considerarse como el incremento constantemente acelerado en la productividad del trabajo. El mayor factor singular de este constante incremento desde su comienzo ha sido la organización laboral, visible en la llamada división del trabajo, que precedió a la Revolución Industrial; incluso la mecanización de los procesos laborales, segundo factor importantísimo en la productividad del trabajo, está basada en dicha organización. Puesto que como propio principio organizativo deriva claramente de la esfera pública más que de la privada, la división del trabajo es precisamente lo que le sobreviene a la actividad laboral sometida a las condiciones de la esfera pública, lo que nunca le ha acaecido en la esfera privada familiar.[59] En ningún otro campo de la vida hemos alcanzado tal excelencia como en la revolucionaria transformación del trabajo, hasta el punto de que el significado verbal de la propia palabra (que siempre había estado relacionado con penas y fatigas casi insoportables, con esfuerzo y dolor y, en consecuencia, con una deformación del cuerpo humano, de tal modo que sólo podían ser su origen la extrema miseria y pobreza) ha comenzado a perderse para nosotros.[60] Mientras la necesidad hacía del trabajo algo indispensable para mantener la vida, la excelencia era lo último que cabía esperar de él.
La propia excelencia, arete para los griegos y virtus para los romanos, se ha asignado desde siempre a la esfera pública, donde cabe sobresalir, distinguirse de los demás. Toda actividad desempeñada en público puede alcanzar una excelencia nunca igualada en privado, porque ésta, por definición, requiere la presencia de otros, y dicha presencia exige la formalidad del público, constituido por los pares de uno, y nunca la casual, familiar presencia de los iguales o inferiores a uno.[61] Ni siquiera la esfera social —aunque hizo anónima a la excelencia, acentuó el progreso de la humanidad en vez del logro de los hombres, y cambió hasta hacerlo irreconocible el contenido de la esfera pública— ha conseguido por completo aniquilar la relación entre actuación pública y excelencia. Mientras que hemos llegado a ser excelentes en la labor que desempeñamos en público, nuestra capacidad para la acción y el discurso ha perdido gran parte de su anterior calidad, ya que el auge de la esfera social los desterró a la esfera de lo íntimo y privado. Esta curiosa discrepancia no ha escapado a la atención pública, que a menudo la carga sobre un presunto tiempo de retraso entre nuestras capacidades técnicas y nuestro general desarrollo humanístico, o entre las ciencias físicas, que modifican y controlan a la naturaleza, y las ciencias sociales, que no saben cómo cambiar y controlar a la sociedad. Dejando aparte otras falacias de la argumentación, ya frecuentemente señaladas y que no es necesario repetir, esa crítica se refiere a un posible cambio de la psicología de los seres humanos —sus llamados modelos de conducta— y no a un cambio del mundo en que se mueven. Y esta interpretación psicológica, para la que la ausencia o presencia de una esfera pública es tan inapropiada como cualquier tangible y mundana realidad, parece más bien dudosa debido a que ninguna actividad pueda pasar a ser excelente si el mundo no le proporciona un espacio adecuado para su ejercicio. Ni la educación, ni la ingeniosidad, ni el talento pueden reemplazar a los elementos constitutivos de la esfera pública, que la hacen lugar propicio para a excelencia humana.
7. La esfera pública: lo común
La palabra «público» significa dos fenómenos estrechamente relacionados, si bien no idénticos por completo.
En primer lugar significa que todo lo que aparece en público puede verlo y oírlo todo el mundo y tiene la más amplía publicidad posible. Para nosotros, la apariencia —algo que ven y oyen otros al igual que nosotros— constituye la realidad. Comparada con la realidad que proviene de lo visto y oído, incluso las mayores fuerzas de la vida íntima —las pasiones del corazón, los pensamientos de la mente, las delicias de los sentidos— llevan una incierta y oscura existencia hasta que se transforman, desindividualizadas, como si dijéramos, en una forma adecuada para la aparición pública.[62] La más corriente de dichas transformaciones sucede en la narración de historias y por lo general en la transposición artística de las experiencias individuales. Sin embargo, no necesitamos la forma artística para testimoniar esta transfiguración. Siempre que hablamos de cosas que pueden experimentarse sólo en privado o en la intimidad, las mostramos en una esfera donde adquieren una especie de realidad que, fuera cual fuese su intensidad, no podía haber tenido antes. La presencia de otros que ven lo que vemos y oyen lo que oímos nos asegura de la realidad del mundo y de nosotros mismos, y puesto que la intimidad de una vida privada plenamente desarrollada, tal como no se había conocido antes del auge de la Edad Moderna y la concomitante decadencia de la esfera pública, siempre intensifica y enriquece grandemente toda la escala de emociones subjetivas y sentimientos privados, esta intensificación se produce a expensas de la seguridad en la realidad del mundo y de los hombres.
En efecto, la sensación más intensa que conocemos, intensa hasta el punto de borrar todas las otras experiencias, es decir, la experiencia del dolor físico agudo, es al mismo tiempo la más privada y la menos comunicable de todas. Quizá no es sólo la única experiencia que somos incapaces de transformar en un aspecto adecuado para la presentación pública, sino que además nos quita nuestra sensación de la realidad a tal extremo que la podemos olvidar más rápida y fácilmente que cualquier otra cosa.
Parece que no exista puente entre la subjetividad más radical, en la que ya no soy «reconocible», y el mundo exterior de la vida.[63] Dicho con otras palabras, el dolor, verdadera experiencia entre la vida como “ser entre los hombres” (inter homines esse) y la muerte, es tan subjetivo y alejado del mundo de las cosas y de los hombres que no puede asumir una apariencia en absolúto.[64]
Puesto que nuestra sensación de la realidad depende por entero de la apariencia y, por lo tamo, de la existencia de una esfera pública en la que las cosas surjan de la oscura y cobijada existencia; incluso el crepúsculo que ilumina nuestras vidas privadas e íntimas deriva de la luz mucho más dura de la esfera pública. Sin embargo, hay muchas cosas que no pueden soportar la implacable, brillante luz de la constante presencia de otros en la escena pública; allí, únicamente se tolera lo que es considerado apropiado, digno de verse u oírse, de manera que lo inapropiado se convierte automáticamente en asunto privado. Sin duda, esto no significa que los intereses privados sean por lo general inapropiados; por el contrario, veremos que existen numerosas materias apropiadas que sólo pueden sobrevivir en la esfera de lo privado. El amor, por ejemplo, a diferencia de la amistad, muere o, mejor dicho, se extingue en cuanto es mostrado en público. («Nunca busques contar tu amor / amor que nunca se puede contar»). Debido a su inherente mundanidad, el amor únicamente se hace falso y pervertido cuando se emplea para finalidades políticas, tales como el cambio o salvación del mundo.
Lo que la esfera pública considera inapropiado puede tener un encanto tan extraordinario y contagioso que cabe que lo adopte todo un pueblo, sin perder por tal motivo su carácter esencialmente privado. El moderno encanto por las «pequeñas cosas», si bien lo predicó la poesía en casi todos los idiomas europeos al comienzo del siglo XX, ha encontrado su presentación clásica en el petit bonheur de los franceses. Desde la decadencia de su, en otro tiempo grande y gloriosa esfera pública, los franceses se han hecho maestros en el arte de ser felices entre «cosas pequeñas», dentro de sus cuatro paredes, entre arca y cama, mesa y silla, perro, gato y macetas de flores, extendiendo a estas cosas un cuidado y ternura que, en un mundo donde la rápida industrialización elimina constantemente las cosas de ayer para producir los objetos de hoy, puede incluso parecer el último y puramente humano rincón del mundo. Esta ampliación de lo privado, el encanto, como si dijéramos, de todo un pueblo, no constituye una esfera pública, sino que, por el contrario, significa que dicha esfera casi ha retrocedido por completo, de manera que la grandeza ha dado paso por todas partes al encanto; si bien la esfera pública puede ser grande, no puede ser encantadora precisamente porque es incapaz de albergar lo inapropiado.
En segundo lugar, el término «público» significa el propio mundo, en cuanto es común a todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente en él. Este mundo, sin embargo, no es idéntico a la Tierra o a la naturaleza, como el limitado espacio para el movimiento de los hombres y la condición general de la vida orgánica. Más bien está relacionado con los objetos fabricados por las manos del hombre, así como con los asuntos de quienes habitan juntos en el mundo hecho por el hombre. Vivir juntos en el mundo significa en esencia que un mundo de cosas está entre quienes lo tienen en común, al igual que la mesa está localizada entre los que se sientan alrededor; el mundo, como todo lo que está en medio, une y separa a los hombres al mismo tiempo.
La esfera pública, al igual que el mundo en común, nos junta y no obstante impide que caigamos uno sobre otro, por decirlo así. Lo que hace tan difícil de soportar a la sociedad de masas no es el número de personas, o al menos no de manera fundamental, sino el hecho de que entre ellas el mundo ha perdido su poder para agruparlas, relacionarlas y separarlas. Esta extraña situación semeja a una sesión de espiritismo donde cierto número de personas sentado alrededor de una mesa pudiera ver de repente, por medio de algún truco mágico, cómo ésta desaparece, de modo que dos personas situadas una frente a la otra ya no estuvieran separadas, aunque no relacionadas entre sí por algo tangible.
Históricamente, sólo conocemos un principio ideado para mantener unida a una comunidad que haya perdido su interés en el mundo común y cuyos miembros ya no se sientan relacionados y separados por ella. Encontrar un nexo entre las personas lo bastante fuerte para reemplazar al mundo, fue la principal tarea política de la primera filosofía cristiana, y fue san Agustín quien propuso basar en la caridad no sólo la «hermandad» cristiana, sino todas las relaciones humanas. Pero esta caridad, aunque su mundanidad corresponde de manera evidente a la general experiencia humana del amor, al mismo tiempo se diferencia claramente de ella por ser algo que, al igual que el mundo, está entre los hombres: «Incluso los ladrones tienen entre sí (inter se) lo que llaman caridad».[65] Este sorprendente ejemplo del principio político cristiano es sin duda un buen hallazgo, ya que el nexo de la caridad entre los hombres, si bien es incapaz de establecer una esfera pública propia, resulta perfectamente adecuado al principal principio cristiano de la no-mundanidad y es sobremanera apropiado para llevar a través del mundo a un grupo de personas esencialmente sin mundo, trátese de santos o de criminales, siempre que se entienda que el propio mundo está condenado y que toda actividad se emprende con la condición de quamdiu mundus durat («mientras el mundo dure»).[66] El carácter no público y no político de la comunidad cristiana quedó primeramente definido en la exigencia de que formara un corpus, un cuerpo, cuyos miembros estuvieran relacionados entre sí como hermanos de una misma farnilía.[67] La estructura de la vida comunitaria se modeló a partir de las relaciones entre los miembros de una familia, ya que se sabía que éstas eran no políticas e incluso antipolíticas. Nunca había existido una esfera pública entre familiares y, por lo tanto, no era probable que surgiera de la vida comunitaria cristiana si dicha vida se regía por el principio de la caridad y nada más. Incluso entonces, como sabernos por la historia y por las reglas de las órdenes monásticas —únicas comunidades en que se ha intentado el principio de caridad como proyecto político—, el peligro de que las actividades emprendidas ante «la necesidad de la vida presente» (necessitas vitae praesentis)[68] llevaran por sí mismas, debido a que se realizaban en presencia de otros, al establecimiento de una especie de contramundo, de esfera pública dentro de las propias órdenes, era lo bastante grande como para requerir normas y regulaciones adicionales, entre las que cabe destacar para nuestro contexto la prohibición de la excelencia y su consiguiente orgullo.[69]
La no-mundanidad como fenómeno político sólo es posible bajo el supuesto de que el mundo no perdurará; sin embargo, con este supuesto es casi inevitable que la no-mundanidad, de una u otra forma, comience a dominar la escena política. Así sucedió tras la caída del Imperio Romano y, aunque por razones muy distintas y con formas muy diferentes e incluso más desconsoladoras, parece ocurrir de nuevo en nuestros días. La abstención cristiana de las cosas del mundo no es en modo alguno la única conclusión que se puede sacar de la convicción de que los objetos del hombre, productos de manos mortales, sean tan mortales como sus fabricantes. Por el contrario, este hecho puede intensificar también el disfrute y consumo de las cosas del mundo, toda clase de intercambios en que el mundo no se considera fundamentalmente como koinon, lo que es común a todos. Sólo la existencia de una esfera pública y la consiguiente transformación del mundo en una comunidad de cosas que agrupa y relaciona a los hombres entre sí, depende por entero de la permanencia. Si el mundo ha de incluir un espacio público, no se puede establecerlo para una generación y planearlo sólo para los vivos, sino que debe superar el tiempo vital de los hombres mortales.
Sin esta trascendencia en una potencial inmortalidad terrena, ninguna política, estrictamente hablando, ningún mundo común ni esfera pública resultan posibles. Porque, a diferencia del bien común, tal como lo entendía el cristianismo —salvación de la propia alma como interés común a todos—, el mundo común es algo en que nos adentramos al nacer y dejamos al morir. Trasciende a nuestro tiempo vital tanto hacia el pasado como hacia el futuro; estaba allí antes de que llegáramos y sobrevivirá a nuestra breve estancia. Es lo que tenemos en común no sólo con nuestros contemporáneos, sino también con quienes estuvieron antes y con los que vendrán después de nosotros. Pero tal mundo común sólo puede sobrevivir al paso de las generaciones en la medida en que aparezca en público. La publicidad de la esfera pública es lo que puede absorber y hacer brillar a través de los siglos cualquier cosa que los hombres quieran salvar de la natural ruina del tiempo. Durante muchas épocas anteriores a la nuestra —hoy día, ya no— los hombres entraban en la esfera pública porque deseaban que algo suyo o algo que tenían en común con los demás fuera más permanente que su vida terrena. (Así, la maldición de la esclavitud no sólo consistía en la falta de libertad y visibilidad, sino también en el temor de los propios esclavos «de que, por ser oscuros, pasarían sin dejar huella de su existencia,»).[70] Quizá no haya testimonio más claro de la desaparición de la esfera pública en la Edad Moderna que la casi absoluta pérdida de interés por la inmortalidad, eclipsada en cierto modo por la simultánea pérdida de preocupación metafísica hacia la eternidad. Ésta, por ser tema de los filósofos y de la vita contemplativa, ha de quedar al margen de nuestras consideraciones. Aquélla se identifica con el vicio privado de la vanidad. En efecto, bajo las condiciones modernas resulta tan improbable que alguien aspire seriamente a la inmortalidad terrena, que está justificado pensar que sólo se trata de vanidad.
El famoso pasaje de Aristóteles —«al considerar los asuntos humanos, uno no debe… considerar al hombre como es y no considerar lo que es mortal en las cosas mortales, sino pensar sobre ellas [únicamente] en la medida en que tienen la posibilidad de inmortalizar»— es muy adecuado al pensamiento de la época.[71] Porque ante todo la polis fue para los griegos, al igual que la res publica para los romanos, su garantía contra la futilidad de la vida individual, el espacio protegido contra esta futilidad y reservado para la relativa permanencia, si no inmortalidad, de los mortales.
Lo que pensaba la Edad Moderna de la esfera pública, tras el espectacular ascenso de la sociedad a la preeminencia pública, lo expresó Adam Smith cuando, con ingenua sinceridad, se refirió a «esa no próspera raza de hombres comúnmente llamada hombres de letras» para la que la «admiración pública… es siempre una parte de su recompensa… una considerable parte… en la profesión de la medicina; quizás aún mayor en la de las leyes; en poesía y filosofía es casi el todo».[72] De lo que resulta evidente que la admiración pública y la recompensa monetaria son de la misma naturaleza y pueden convertirse en sustitutas una de otra. También la admiración pública es algo que cabe usar y consumir, y la posición social, como diríamos hoy día, llena una necesidad como el alimento lo hace con otra: la admiración pública es consumida por la vanidad individual como el alimento por el hambriento. Está claro que desde este punto de vista la prueba de la realidad no se basa en la pública presencia de otros, sino en la mayor o menor urgencia de necesidades de cuya existencia o no existencia nadie puede atestiguar, a excepción de quien las padece. Y puesto que la necesidad de alimento tiene su demostrable base de realidad en el propio proceso de la vida, resulta también claro que las punzadas del hambre, subjetivas por completo, son más reales que la «vanagloria», como Hobbes solía llamar a la necesidad de admiración pública. Incluso si estas necesidades, por algún milagro de simpatía, fueran compartidas por otros, su misma futilidad les impediría establecer algo tan sólido y permanente como un mundo común. La cuestión entonces no es que haya una falta de admiración pública por la poesía y la filosofía en el Mundo Moderno, sino que tal admiración no constituye un espacio en el que las cosas se salven de la destrucción del tiempo. La futilidad de la admiración pública, que se consume diariamente en cantidades cada vez mayores, es tal que la recompensa monetaria, una de las cosas más fútiles que existen, puede llegar a ser más «objetiva» y más real.
A diferencia de esta «objetividad», cuya única base es el dinero como común denominador para proveer a todas las necesidades, la realidad de la esfera pública radica en la simultánea presencia de innumerables perspectivas y aspectos en los que se presenta el mundo común y para el que no cabe inventar medida o denominador común. Pues, si bien el mundo común es el lugar de reunión de todos, quienes están presentes ocupan diferentes posiciones en él, y el puesto de uno puede no coincidir más con el de otro que la posición de dos objetos. Ser visto y oído por otros deriva su significado del hecho de que todos ven y oyen desde una posición diferente. Éste es el significado de la vida pública, comparada con la cual incluso la más rica y satisfactoria vida familiar sólo puede ofrecer la prolongación o multiplicación de la posición de uno con sus acompañantes, aspectos y perspectivas. Cabe que la subjetividad de lo privado se prolongue y multiplique en una familia, incluso que llegue a ser tan fuerte que su peso se deje sentir en la esfera pública, pero ese «mundo» familiar nunca puede reemplazar a la realidad que surge de la suma total de aspectos presentada por un objeto a una multitud de espectadores. Sólo donde las cosas pueden verse por muchos en una variedad de aspectos y sin cambiar su identidad, de manera que quienes se agrupan a su alrededor sepan que ven lo mismo en total diversidad, sólo allí aparece auténtica y verdaderamente la realidad mundana.
Bajo las condiciones de un mundo común, la realidad no está garantizada principalmente por la «naturaleza común» de todos los hombres que la constituyen, sino más bien por el hecho de que, a pesar de las diferencias de posición y la resultante variedad de perspectivas, todos están interesados por el mismo objeto. Si la identidad del objeto deja de discernirse, ninguna naturaleza común de los hombres, y menos aún el no natural conformismo de una sociedad de masas, puede evitar la destrucción del mundo común, precedida por lo general de la destrucción de los muchos aspectos en que se presenta a la pluralidad humana. Esto puede ocurrir bajo condiciones de radical aislamiento, donde nadie está de acuerdo con nadie, como suele darse en las tiranías. Pero también puede suceder bajo condiciones de la sociedad de masas o de la histeria colectiva, donde las personas se comportan de repente como si fueran miembros de una familia, cada una multiplicando y prolongando la perspectiva de su vecino. En ambos casos, los hombres se han convertido en completamente privados, es decir, han sido desposeídos de ver y oír a los demás, de ser vistos y oídos por ellos. Todos están encerrados en la subjetividad de su propia experiencia singular, que no deja de ser singular si la misma experiencia se multiplica innumerables veces. El fin del mundo común ha llegado cuando se ve sólo bajo un aspecto y se le permite presentarse únicamente bajo una perspectiva.
8. La esfera privada: la propiedad
Con respecto a esta múltiple significación de la esfera pública, la palabra «privado» cobra su original sentido privativo, su significado. Vivir una vida privada por completo significa por encima de todo estar privado de cosas esenciales a una verdadera vida humana: estar privado de la realidad que proviene de ser visto y oído por los demás, estar privado de una «objetiva» relación con los otros que proviene de hallarse relacionado y separado de ellos a través del intermediario de un mundo común de cosas, estar privado de realizar algo más permanente que la propia vida. La privación de lo privado radica en la ausencia de los demás; hasta donde concierne a los otros, el hombre privado no aparece y, por lo tanto, es como si no existiera. Cualquier cosa que realiza carece de significado y consecuencia para los otros, y lo que le importa a él no interesa a los demás.
Bajo las circunstancias modernas, esta carencia de relación «objetiva» con los otros y de realidad garantizada mediante ellos se ha convertido en el fenómeno de masas de la soledad, donde ha adquirido su forma más extrema y antihumana.[73] La razón de este extremo consiste en que la sociedad de masas no sólo destruye la esfera pública sino también la privada, quita al hombre no sólo su lugar en el mundo sino también su hogar privado, donde en otro tiempo se sentía protegido del mundo y donde, en todo caso, incluso los excluidos del mundo podían encontrar un sustituto en el calor del hogar y en la limitada realidad de la vida familiar. El pleno desarrollo de la vida hogareña en un espacio interior y privado lo debemos al extraordinario sentido político de los romanos que, a diferencia de los griegos, nunca sacrificaron lo privado a lo público, sino que por el contrario comprendieron que estas dos esferas sólo podían existir mediante la coexistencia. Y aunque las condiciones de los esclavos probablemente apenas eran mejores en Roma que en Atenas, es muy característico que un escritor romano haya creído que, para los esclavos, la casa del dueño era lo que la res publica para los ciudadanos.[74] Dejando aparte lo soportable que pudiera ser la vida privada en la familia, evidentemente nunca podía ser más que un sustituto, aunque la esfera privada tanto en Roma como en Atenas ofrecía numerosas ocasiones para actividades que hoy día clasificamos como más altas que la política, tal como la acumulación de riqueza en Grecia o la entrega al arte y la ciencia en Roma. Esta actitud «liberal», que bajo ciertas circunstancias originó esclavos muy prósperos y de gran instrucción, únicamente significaba que ser próspero no tenía realidad en la polis griega y ser filósofo no tenía mucha consecuencia en la república romana.[75]
Resulta lógico que el rasgo privativo de lo privado; la conciencia de carecer de algo esencial en una vida transcurrida exclusivamente en la restringida esfera de la casa, haya quedado debilitado casi hasta el punto de extinción por el auge del cristianismo. La moralidad cristiana, diferenciada de sus preceptos religiosos fundamentales, siempre ha insistido en que todos deben ocuparse de sus propios asuntos y que la responsabilidad política constituía una carga, tomada exclusivamente en beneficio de1 bienestar y salvación de quienes se liberan de la preocupación por los asuntos públicos.[76] Es sorprendente que esta actitud haya sobrevivido en la secular Época Moderna a tal extremo que Karl Marx, quien en éste como en otros muchos aspectos únicamente resumió, conceptualizó y transformó en programa los básicos supuestos de doscientos años de modernidad, pudiera finalmente predecir y confiar en el «marchitamiento» del conjunto de la esfera pública. La diferencia del punto de vista cristiano y socialista en este aspecto, uno considerando al gobierno como mal necesario debido a la perversidad del hombre y el otro confiando en su final supresión, no lo es en cuanto a estimación de la propia esfera pública, sino de la naturaleza humana. Lo que es imposible captar desde cualquiera de los puntos de vista es que el «marchitamiento del estado» había sido precedido por el debilitamiento de la esfera pública, o más bien por su transformación en una esfera de gobierno muy restringida; en la época de Marx, este gobierno ya había comenzado a marchitarse, es decir, a transformarse en una «organización doméstica» de alcance nacional, hasta que en nuestros días ha empezado a desaparecer por completo en la aún más restringida e impersonal esfera de la administración.
Parece estar en la naturaleza de la relación entre la esfera pública y la privada que la etapa final de la desaparición de la primera vaya acompañada por la amenaza de liquidación de la segunda. No es casualidad que toda la discusión se haya convertido finalmente en una argumentación sobre la deseabilidad o indeseabilidad de la propiedad poseída privadamente. La palabra «privada» en conexión con propiedad, incluso en términos del antiguo pensamiento político, pierde de inmediato su privativo carácter y gran parte de su oposición a la esfera pública en general; aparentemente, la propiedad posee ciertas calificaciones que, si bien basadas en la esfera privada, siempre se consideraron de máxima importancia para el cuerpo político.
La profunda relación entre público y privado, manifiesta en su nivel más elemental en la cuestión de la propiedad privada, posiblemente se comprende mal hoy día debido a la moderna ecuación de propiedad y riqueza por un lado y carencia de propiedad y pobreza por el otro. Dicho malentendido es sumamente molesto, ya que ambas, tanto la propiedad como la riqueza, son históricamente de mayor pertinencia a la esfera pública que cualquier otro asunto e interés privado y han desempeñado, al menos formalmente, más o menos el mismo papel como principal condición para la admisión en la esfera pública y en la completa ciudadanía. Resulta, por lo tanto, fácil olvidar que riqueza y propiedad, lejos de ser lo mismo, son de naturaleza por completo diferente. El actual auge de reales o potencialmente muy ricas sociedades que, al mismo tiempo, carecen en esencia de propiedad debido a que la riqueza del individuo con siste en su participación en la renta anual de la sociedad como un todo, demuestra con claridad la poca relación que guardan estas dos cosas.
Antes de la Edad Moderna, que comenzó con la expropiación de los pobres y luego procedió a emancipar a las clases sin propiedad, todas las civilizaciones se habían basado en lo sagrado de la propiedad privada. La riqueza, por el contrario, privadamente poseída o públicamente distribuida, nunca fue sagrada. En sus orígenes, la propiedad significaba ni más ni menos el tener un sitio de uno en alguna parte concreta del mundo y por lo tanto pertenecer al cuerpo político, es decir, ser el cabeza de una de las familias que juntas formaban la esfera pública. Este sitio del mundo privadamente poseído era tan exactamente idéntico al de la familia que lo poseía,[77] que la expulsión de un ciudadano no sólo podía significar la confiscación de su hacienda sino también la destrucción real del propio edificio.[78] La riqueza de un extranjero o de un esclavo no era bajo ninguna circunstancia sustituto de su propiedad,[79] y la pobreza no privaba al cabeza de familia de su sitio en el mundo ni de la ciudadanía resultante de ello. En los primeros tiempos, si por azar perdía su puesto, perdía automáticamente su ciudadanía y la protección de la ley.[80] Lo sagrado de lo privado era como lo sagrado de lo oculto, es decir, del nacimiento y de la muerte, comienzo y fin de los mortales que, al igual que todas las criaturas vivas, surgían y retornaban a la oscuridad de un submundo.[81] El rasgo no privativo de la esfera familiar se basaba originalmente en ser la esfera del nacimiento y de la muerte, que debe ocultarse de la esfera pública porque acoge las cosas ocultas a los ojos humanos e impenetrables al conocimiento humano.[82] Es oculto porque el hombre no sabe de dónde procede cuando nace ni adónde va cuando muere.
No sólo es importante el interior de esta esfera, que permanece oculta y con significación no pública, sino que también lo es para la ciudad su apariencia externa, manifestada en la esfera ciudadana mediante las fronteras entre una casa y otra. Originalmente, la ley se identificó con esta línea fronteriza,[83] que en los tiempos antiguos era un verdadero espacio, una especie de tierra de nadie[84] entre lo público y lo privado, que protegía ambas esferas y, al mismo tiempo, las separaba. La ley de la polis superó este antiguo concepto, si bien conservó su originario significado espacial. La ley de la ciudad-estado no era el contenido de la acción política (la idea de que la actividad política es fundamentalmente legisladora, aunque de origen romano, es moderna en esencia y tuvo su mayor expresión en la filosofía política de Kant), ni un catálogo de prohibiciones basado, como aún ocurre en todas las leyes modernas, en el «no harás» del Decálogo. Literalmente era una muralla, sin la que podría haber habido un conjunto de casas, una ciudad (asty), pero no una comunidad política. Esta ley-muralla era sagrada, pero sólo el recinto era político.[85] Sin ella, la esfera pública pudiera no tener más existencia que la de una propiedad sin valla circundante; la primera incluía la vida política, la segunda protegía el proceso biológico de la vida familiar.[86]
Por lo tanto, no es exacto decir que la propiedad privada, antes de la Edad Moderna, era la condición evidente para entrar en la esfera pública; era mucho más que eso. Lo privado era semejante al aspecto oscuro y oculto de la esfera pública, y si ser político significaba alcanzar la más elevada posibilidad de la existencia humana, carecer de un lugar privado propio (como era el caso del esclavo) significaba dejar de ser humano.
De origen posterior y diferente por completo es el significado político de la riqueza privada, de la que salen los medios para la subsistencia. Ya hemos mencionado la antigua identificación de la necesidad con la esfera privada de la familia, donde cada uno tenía que hacer frente por sí mismo a las exigencias de la vida. El hombre libre, que disponía de su esfera privada y no estaba, como el esclavo, a disposición de un amo, podía verse «obligado» por la pobreza. Ésta fuerza al hombre libre a comportarse como un esclavo.[87] Así, pues, la riqueza privada se convirtió en condición para ser admitido en la vida pública no porque su poseedor estuviera entregado a acumularla, sino, por el contrario, debido a que aseguraba con razonable seguridad que su poseedor no tendría que dedicarse a buscar los medios de uso y consumo y quedaba libre para la actitud pública.[88] Está claro que la vida pública sólo era posible después de haber cubierto las mucho más urgentes necesidades de la vida. Los medios para hacerles frente procedían del trabajo, y de ahí que a menudo la riqueza de una persona se estableciera por el número de trabajadores, es decir, de esclavos; que poseía.[89] Ser propietarios significaba tener cubiertas las necesidades de la vida y, por lo tanto, ser potencialmente una persona libre para trascender la propia vida y entrar en el mundo que todos tenemos en común.
Sólo con la concreta tangibilidad de ese mundo común, esto es, con el nacimiento de la ciudad-estado, pudo esta especie de propiedad privada adquirir eminente significado político, y es evidente que el famoso «desdén por las ocupaciones serviles» no se halla en el mundo homérico. Si el propietario decidía ampliar su propiedad en lugar de usarla para llevar una vida política, era como si de modo voluntario sacrificara su libertad y pasara a ser lo que era el esclavo en contra de su voluntad, o sea, un siervo de la necesidad.[90]
Hasta el comienzo de la Edad Moderna, esta especie de propiedad nunca se había considerado sagrada, y sólo donde la riqueza como fuente de ingreso se identificaba con el trozo de tierra donde se asentaba la familia, es decir, en una sociedad esencialmente agrícola, coincidieron estos dos tipos de propiedad y asumieron el carácter de sagrado. En todo caso, los abogados modernos de la propiedad privada, que unánimemente la consideran como riqueza individualmente poseída y nada más, tienen poco motivo para apelar a una tradición según la cual no podía existir libre esfera pública sin un adecuado establecimiento y protección de lo privado. Porque la enorme acumulación de riqueza, todavía en marcha, de la sociedad moderna, que comenzó con la expropiación —la de las clases campesinas, que, a su vez, fue la casi accidental consecuencia de la expropiación de las propiedades eclesiásticas después de la Reforma—,[91] jamás ha mostrado demasiada consideración por la propiedad privada, sino que la ha sacrificado siempre que ha entrado en conflicto con la acumulación de riqueza. El dicho de Proudhon de que la propiedad es robo tiene una sólida base de verdad en los orígenes del capitalismo moderno; resulta significativo que incluso Proudhon vacilase en aceptar el dudoso remedio de la expropiación general, puesto que sabía muy bien que la abolición de la propiedad privada, aunque curara el mal de la pobreza, atraía muy probablemente el mayor mal de la tiranía.[92] Puesto que Proudhon no distinguía entre propiedad y riqueza, las dos aparecen en su obra como contradictorias, lo que no es cierto. La apropiación individual de riqueza no respetará a la larga la propiedad privada más que la socialización del proceso de acumulación. No es un invento de Karl Marx, sino algo que existe en la misma naturaleza de esta sociedad, que en cualquier sentido lo privado no hace más que obstaculizar el desarrollo de la «productividad» social, y que se han de denegar las consideraciones de la propiedad privada en favor del proceso siempre creciente de la riqueza social.[93]
9. Lo social y lo privado
Lo que llamábamos antes el auge de lo social coincidió históricamente con la transformación del interés privado por la propiedad privada en un interés público. La sociedad, cuando entró por vez primera en la esfera pública, adoptó el disfraz de una organización de propietarios que, en lugar de exigir el acceso a la esfera pública debido a su riqueza, pidió protección para acumular más riqueza. En palabras de Bodin, el gobierno pertenecía a los reyes y la propiedad a los súbditos, de manera que el deber de los reyes era gobernar en interés de la propiedad de sus súbditos. La «Commonwealth», como se ha señalado recientemente, «existió en gran manera para la common wealth, “riqueza común”».[94]
Cuando esta riqueza común, resultado de actividades anteriormente desterradas a lo privado familiar, consiguió apoderarse de la esfera pública, las posesiones privadas —que por esencia son mucho menos permanentes y mucho más vulnerables a la mortalidad de sus dueños que el mundo común, que siempre surge del pasado y se propone perdurar para las futuras generaciones— comenzaron a socavar la durabilidad del mundo. Cierto es que la riqueza puede acumularse hasta tal extremo que ningún período de vida individual es capaz de consumirla, con lo que la familia más que el individuo se convierte en su propietario. No obstante, la riqueza sigue siendo algo destinado a usarlo y consumirlo, al margen de los periodos de vida individual que pueda sustentar. Únicamente cuando la riqueza se convirtió en capital, cuya principal función era producir más capital, la propiedad privada igualó o se acercó a la permanencia inherente al mundo comúnmente compartido.[95] Sin embargo, esta permanencia es de diferente naturaleza; se trata de la permanencia de un proceso, más que de la permanencia de una estructura estable. Sin el proceso de acumulación, la riqueza caería en seguida en el opuesto proceso de desintegración mediante el uso y el consumo.
Por lo tanto, la riqueza común nunca puede llegar a ser común en el sentido que hablamos de un mundo común; quedó, o más bien se procuró que quedara, estrictamente privada. Sólo era común el gobierno nombrado para proteger entre sí a los poseedores privados en su competitiva lucha por aumentar la riqueza. La evidente contradicción de este moderno concepto de gobierno, donde lo único que el pueblo tiene en común son sus intereses privados, ya no ha de molestarnos como le molestaba a Marx, puesto que sabemos que la contradicción entre privado y público, típica de las iniciales etapas de la Edad Moderna, ha sido un fenómeno temporal que introdujo la completa extinción de la misma diferencia entre las esferas pública y privada, la sumersión de ambas en la esfera de lo social. También por lo anterior nos hallamos en una posición mucho mejor para darnos cuenta de las consecuencias que, para la existencia humana, se derivan cuando desaparecen las esferas pública y privada, la primera porque se ha convertido en una función de la privada y la segunda porque ha pasado a ser el único interés común que queda.
Visto desde este punto de vista, el descubrimiento moderno de la intimidad parece un vuelo desde el mundo exterior a la interna subjetividad del individuo, que anteriormente estaba protegida por la esfera privada. La disolución de esta esfera en lo social puede observarse perfectamente en la progresiva transformación de la propiedad inmóvil hasta que finalmente la distinción entre propiedad y riqueza, entre los fungibiles y los consumptibiles de la ley romana, pierde todo significado, ya que la cosa tangible, «fungible», se ha convertido en un objeto de «consumo»; perdió su privado valor, de uso, que estaba determinado por su posición, y adquirió un valor exclusivamente social, determinado mediante su siempre cambiante intercambiabilidad, cuya fluctuación sólo podía fijarse temporalmente relacionándola con el común denominador del dinero.[96] En estrecho contacto con esta vaporización de lo tangible se hallaba la más revolucionaria contribución moderna al concepto de propiedad, según la cual ésta no era una fija y firmemente localizada parte del mundo adquirida por su dueño de una u otra manera, sino que por el contrario tenía su origen en el propio hombre, en su posesión de un cuerpo y su indisputable propiedad de la fuerza de este cuerpo, que Marx llamó «fuerza de trabajo».
Así, la propiedad moderna perdió su carácter mundano y se localizó en la propia persona, es decir, en lo que un individuo sólo puede perder con su vida. Históricamente, el supuesto de Locke de que la labor del cuerpo de uno es el origen de la propiedad, resulta más que dudoso; pero si tenemos en cuenta el hecho de que ya vivimos bajo condiciones en las que nuestra propiedad más segura es nuestra habilidad y fuerza de trabajo, es más que probable que esto llegará a ser verdad. Porque la riqueza, tras convertirse en interés público, ha crecido en tales proporciones que es casi ingobernable por la propiedad privada. Es como si la esfera pública se hubiera vengado de quienes intentaron usarla para sus intereses privados. Sin embargo, la mayor amenaza no es la abolición de la propiedad de la riqueza, sino la abolición de la propiedad privada en el sentido de tangible y mundano lugar de uno mismo.
Con el fin de comprender el peligro que para la existencia humana deriva de la eliminación de la esfera privada, para la que lo íntimo no es un sustituto muy digno de confianza, conviene considerar esos rasgos no privativos de lo privado que son más antiguos —e independientes del hecho— que el descubrimiento de la intimidad. La diferencia entre lo que tenemos en común y lo que poseemos privadamente radica en primer lugar en que nuestras posesiones privadas, que usamos y consumimos a diario, se necesitan mucho más apremiantemente que cualquier porción del mundo común; sin propiedad, como señaló Locke, «lo común no sirve».[97] La misma necesidad que, desde el punto de vista de la esfera pública, sólo muestra su aspecto negativo como una carencia de libertad, posee una fuerza impulsora cuya urgencia no es equilibrada por los llamados deseos y aspiraciones más elevados del hombre; no sólo será siempre la primera entre las necesidades y preocupaciones del hombre, sino que impedirá también la apatía y desaparición de la iniciativa que, de manera tan evidente, amenaza a las comunidades ricas de todo el mundo.[98] Necesidad y vida están tan íntimamente relacionadas, que la propia vida se halla amenazada donde se elimina por completo a la necesidad. Porque la eliminación de la necesidad, lejos de proporcionar de manera automática el establecimiento de la libertad, sólo borra la diferenciada línea existente entre libertad y necesidad. (Las modernas discusiones sobre la libertad, en las que ésta nunca se entiende como un estado objetivo de la existencia humana, sino que, o bien presenta un insoluble problema de subjetividad, de voluntad enteramente indeterminada o determinada, o se desarrolla a partir de la necesidad, señalan todas el hecho de que la objetiva y tangible diferencia entre ser libre y ser obligado por la necesidad ha dejado de captarse).
La segunda característica sobresaliente y no privativa de lo privado es que las cuatro paredes de la propiedad de uno ofrecen el único lugar seguro y oculto del mundo común público, no sólo de todo lo que ocurra en él sino también de su publicidad, de ser visto y oído. Una vida que transcurre en público, en presencia de otros, se hace superficial. Si bien retiene su visibilidad, pierde la cualidad de surgir a la vista desde algún lugar más oscuro, que ha de permanecer oculto para no perder su profundidad en un sentido muy real y no subjetivo. El único modo eficaz de garantizar la oscuridad de lo que requiere permanecer oculto a la luz de la publicidad es la propiedad privada, lugar privadamente poseído para ocultarse.[99]
Si bien es natural que los rasgos no privativos de lo privado aparezcan con mayor claridad cuando los hombres se ven amenazados con perderlo, el tratamiento moderno de la propiedad privada por los cuerpos políticos premodernos indica a las claras que los hombres siempre han sido conscientes de su existencia e importancia. Esto, sin embargo, no les hizo proteger las actividades en la esfera privada, sino más bien las fronteras que separaban lo previamente poseído de las otras porciones del mundo, del propio mundo común. Por otra parte, el rasgo característico de la moderna teoría política y económica, hasta donde considera a la propiedad privada como tema crucial, ha sido acentuar las actividades privadas; de los propietarios y su necesidad de protección por parte del gobierno, en beneficio de la acumulación de riqueza a expensas de la misma propiedad tangible. Lo importante para la esfera pública no es, sin embargo, el espíritu más o menos emprendedor de los hombres de negocios, sino las vallas alrededor de las casas y jardines de los ciudadanos. La invasión de lo privado por la sociedad, la «socialización del hombre» (Marx), se realiza de manera más eficiente por medio de la expropiación, si bien no es la única forma. Aquí, como en otros aspectos, las medidas revolucionarias del socialismo o del comunismo cabe reemplazarlas por el más lento y no menos seguro «marchitamiento» de la esfera privada en general y de la propiedad privada en particular.
La distinción entre las esferas pública y privada, considerada desde el punto de vista de lo privado más bien que del cuerpo político, es igual a la diferencia entre cosas que deben mostrarse y cosas que han de permanecer ocultas. Sólo la Época Moderna, en su rebelión contra la sociedad, ha descubierto lo rica y diversa que puede ser la esfera de lo oculto bajo las condiciones de la intimidad; pero resulta sorprendente que desde el comienzo de la historia hasta nuestros días siempre haya sido la parte corporal de la existencia humana lo que ha necesitado mantenerse oculto en privado, cosas todas relacionadas con la necesidad del proceso de la vida, que antes de la Edad Moderna abarcaba todas las actividades que servían para la subsistencia del individuo y para la supervivencia de la especie. Apartados estaban los trabajadores, quienes «con su cuerpo atendían a las necesidades [corporales] de la vida»,[100] y las mujeres, que con el suyo garantizaban la supervivencia física de la especie. Mujeres y esclavos pertenecían a la misma categoría y estaban apartados no sólo porque eran la propiedad de alguien, sino también porque su vida era «laboriosa», dedicada a las funciones corporales.[101] En el comienzo de la Edad Moderna, cuando el trabajo «libre» había perdido su lugar oculto en lo privado de la familia, los trabajadores estaban apartados y, segregados de la comunidad como si fueran delincuentes, tras altas paredes y bajo constante supervisión.[102] El hecho de que la Edad Moderna emancipara a las mujeres y a las clases trabajadoras casi en el mismo momento histórico, ha de contarse entre las características dé una época que ya no cree que las funciones corporales y los intereses materiales tengan que ocultarse. Lo más sintomático de la naturaleza de estos fenómenos estriba en que los pocos residuos de lo estrictamente privado se relacionan, incluso en nuestra propia civilización, con las «necesidades», en el sentido original de ser necesarias por el hecho de tener un cuerpo.
10. El lugar de las actividades humanas
Aunque la distinción entre lo público y lo privado coincide con la oposición de necesidad y libertad, de futilidad y permanencia; y, finalmente, de vergüenza y honor, en modo alguno es cierto que sólo lo necesario, lo fútil y lo vergonzoso tengan su lugar adecuado en la esfera privada. El significado más elemental de las dos esferas indica que hay cosas que requieren ocultarse y otras que necesitan exhibirse públicamente para que puedan existir. Si consideramos estas cosas, sin tener en cuenta el lugar en que las encontramos en cualquier civilización determinada, veremos que cada una de las actividades humanas señala su propio lugar en el mundo. Esto es cierto para las principales actividades de la vita activa, labor, trabajo y acción; pero hay un ejemplo, si bien extremo, de este fenómeno cuya ventaja como botón de muestra radica en que desempeñó un considerable papel en la teoría política.
La bondad en sentido absoluto, diferenciada de lo «bueno para» o lo «excelente» de la antigüedad griega y romana, se conoció en nuestra civilización con el auge del cristianismo. Desde entonces conocemos las buenas acciones como una importante variedad de la posible acción humana. El famoso antagonismo entre el primer cristianismo y la res publica, tan admirablemente resumido en la frase de Tertuliano nec ulla magis res aliena quam publica («ninguna materia nos es más ajena que la pública»),[103] corriente y acertadamente se entiende como una consecuencia de las tempranas expectativas escatológicas, que sólo perdieron su inmediato significado cuando la experiencia demostró que incluso la caída del Imperio Romano no llevaba consigo el fin del mundo.[104] Sin embargo, la ultramundanidad del cristianismo aún tiene otra raíz, quizá más íntimamente relacionada con las enseñanzas de Jesús de Nazaret y, de todos modos, tan independiente de la creencia en lo perecedero del mundo, que a uno le tienta ver en ella la verdadera razón interna de por qué la alienación cristiana del mundo pudo tan fácilmente sobrevivir a la evidente no-realización de sus esperanzas escatológicas.
La única actividad que enseñó Jesús con palabras y hechos fue la bondad, e indudablemente ésta acoge una tendencia a no ser vista ni oída. La hostilidad cristiana hacia la esfera pública, la tendencia al menos en los primeros cristianos a llevar una vida lo más alejada posible de la esfera pública, puede también entenderse como una consecuencia evidente de la entrega a las buenas acciones, independiente de todas las creencias y esperanzas. Ya que resulta manifiesto que en el momento en que una buena acción se hace pública y conocida, pierde su específico carácter de bondad, de ser hecha sólo en beneficio de la bondad. Cuando ésta se presenta abiertamente, deja de ser bondad, aunque pueda seguir siendo útil como caridad organizada o como acto de solidaridad. Por lo tanto: «Procura que tus limosnas no sean vistas por los hombres». La bondad sólo existe cuando no es percibida, ni siquiera por su autor; quien se ve desempeñando una buena acción deja de ser bueno, y todo lo más es un miembro útil de la sociedad o un fiel cumplidor de las enseñanzas de una determinada Iglesia. Por lo tanto; «Que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha».
Tal vez esta curiosa cualidad negativa de la bondad, su falta de manifestación externa, hizo de la aparición histórica de Jesús de Nazaret un acontecimiento tan profundamente paradójico; esa misma cualidad parece ser el motivo de que Jesús creyera y enseñara que ningún hombre puede ser bueno: «¿Por qué me llamáis bueno? Nadie es bueno, salvo uno, que es Dios».[105] La misma convicción se expresa en la historia de los treinta y seis hombres justos, en consideración a los cuales Dios salva al mundo y quienes no son conocidos por nadie, y menos aún por sí mismos. Recordamos la gran perspicacia socrática sobre la imposibilidad de que el hombre sea sabio, de la que nació el amor por la sabiduría o filosofía; toda la historia de Jesús parece atestiguar que el amor por la bondad surge de la perspicacia de que ningún hombre puede ser bueno.
Tanto el amor a la sabiduría como el amor a la bondad, si se determina en actividades filosóficas y en el bien obrar, tienen en común que llegan a un fin inmediato, que se cancelan a sí mismos, por decirlo así, siempre que se dé por supuesto que el hombre puede ser sabio o bueno. Los intentos de dar existencia a lo que no puede sobrevivir al fugaz momento del acto no han faltado, y siempre condujeron al absurdo. Los filósofos de la tardía antigüedad que se exigían ser sabios eran absurdos cuando proclamaban su felicidad al quemarse vivos en el famoso Toro Falérico.
Y aquí acaba la similitud entre las actividades que surgen del amor a la bondad y a la sabiduría. Es cierto que ambas se hallan en cierta oposición a la esfera pública, pero el caso de la bondad es mucho más extremo a este respecto y por lo tanto de mayor pertinencia para nuestro contexto. Si no quiere quedar destruida, sólo la bondad ha de ser absolutamente secreta y huir de toda apariencia. El filósofo, incluso si decide de acuerdo con Platón abandonar la «caverna» de los asuntos humanos, no tiene que ocultarse de sí mismo; por el contrario, bajo el firmamento de ideas no sólo encuentra la verdadera esencia de todo lo que existe, sino también a sí mismo en el diálogo entre «yo y yo mismo» (eme emautō), en el que Platón veía la esencia del pensamiento.[106] Estar en soledad significa estar con uno mismo, y pensar, aunque sea la más solitaria de todas las actividades, nunca es completo sin compañía.
Sin embargo, el hombre que arna a la bondad nunca puede permitirse llevar una vida solitaria, y, no obstante, su vivir con otros y para otros ha de quedar esencialmente sin testimonio y carente en primer lugar de la compañía de sí mismo. No está solitario, sino solo; en su vida con los demás ha de ocultarse de ellos y ni siquiera puede confiar en sí mismo para atestiguar lo que hace. El filósofo siempre puede confiar en sus pensamientos para mantenerse en compañía, mientras que las buenas acciones jamás acompañan y han de olvidarse en el momento en que se realizan, porque incluso su recuerdo destruye la cualidad de «bueno». Más aún, el pensar, debido a que cabe recordar lo pensado, puede cristalizar en pensamiento, y los pensamientos, como todas las cosas que deben su existencia al recuerdo, pueden transformarse en objetos tangibles que, como la página escrita o el libro impreso, se convierten en parte de los artefactos humanos. Las buenas acciones, puesto que han de olvidarse instantáneamente, jamás pueden convertirse en parte del mundo; vienen y van, sin dejar huella. Verdaderamente no son de este mundo.
Este no ser del mundo, inherente a las buenas acciones, hace del amante de la bondad una figura esencialmente religiosa y de la bondad, al igual que la sabiduría en la antigüedad, una cualidad en esencia no humana, superhumana. Y sin embargo; el amor a la bondad, a diferencia del amor a la sabiduría, no está limitado a la experiencia de unos pocos, de la misma manera que la soledad, a diferencia de la vida solitaria, se halla al alcance de la experiencia de cualquier hombre. Así, pues, en cierto sentido, bondad y soledad son de mucha más pertinencia a la política que la sabiduría y la vida solitaria; no obstante, sólo la vida solitaria puede convertirse en una auténtica forma de existencia en la figura del filósofo, mientras que la experiencia mucho más general de la soledad es tan contraria a la condición humana de pluralidad, que, sencillamente, resulta insoportable durante cualquier período de tiempo y requiere la compañía de Dios, único testigo imaginable de las buenas acciones, si no quiere aniquilar por completo la existencia humana. La ultramundanidad de la experiencia religiosa, hasta donde es verdadera experiencia de amor en el sentido de actividad, y no la mucho más frecuente de pasiva contemplación de una verdad revelada, se manifiesta dentro del mundo; ésta, al igual que todas las otras actividades, no abandona el mundo, sino que ha de realizarse dentro de él. Pero dicha manifestación, aunque se presenta en el espacio en que se realizan otras actividades y depende de dicho espacio, es de naturaleza activamente negativa; al huir del mundo y esconderse de sus habitantes, niega el espacio que el mundo ofrece a los hombres, y más que todo, esa porción pública donde todas las cosas y personas son vistas y oídas por los demás.
La bondad, por lo tanto, como consistente forma de vida, no es sólo imposible dentro de los confines de la esfera pública, sino que incluso es destructiva. Quizá nadie ha comprendido tan agudamente como Maquiavelo esta ruinosa cualidad de ser bueno, quien, en un famoso párrafo, se atrevió a enseñar a los hombres «cómo no ser bueno».[107] Resulta innecesario añadir que no dijo ni quiso decir que a los hombres se les debe enseñar a ser malos; el acto criminal, si bien por otras razones, también ha de huir de ser visto y oído por los demás. El criterio de Maquiavelo para la acción política era la gloria, el mismo que en la antigüedad clásica, y la maldad no puede brillar más gloriosa que la bondad. Por lo tanto, todos los métodos que lleven a «ganar más poder que gloria» son malos.[108] La maldad que surge de lo oculto es impúdica y destruye directamente el mundo común; la bondad que surge de lo oculto y asume un papel público ya no es buena, sino corrupta en sus propios términos y llevará la corrupción a cualquier sitio que vaya. Así, para Maquiavelo, la razón por la que la Iglesia tuviera una corruptora influencia en la política italiana se debía a su participación en los asuntos seculares como tales y no a la corrupción individual de obispos y prelados. Para él, la alternativa planteada por el problema del dominio religioso sobre la esfera secular era ineludiblemente ésta: o la esfera pública corrompía al cuerpo religioso y por lo tanto también se corrompía, o el cuerpo religioso no se corrompía y destruía por completo a la esfera pública. Así, pues, a los ojos de Maquiavelo, una Iglesia reformada aún era más peligrosa, y seguía con gran respeto y con mayor aprensión el renacimiento religioso de su tiempo, las «nuevas órdenes» que, para «salvar a la religión de quedar destruida por la disipación de prelados y jerarquías de la Iglesia», enseñaban al pueblo a ser bueno y no a «resistir al mal», con el resultado de que los «perversos gobernantes hacen todo el mal que les place».[109]
Hemos elegido el ejemplo extremo de realizar buenas obras, extremo porque esta actividad ni siquiera se encuentra en su elemento en la esfera de lo privado, con el fin de indicar que los juicios históricos de las comunidades políticas, por los que cada una determinaba qué actividades de la vita activa debían mostrarse en público y cuáles tenían que ocultarse en privado, pueden tener su correspondencia en la naturaleza de estas mismas actividades. Al plantear este problema no intento un exhaustivo análisis de las actividades de la vita activa, cuyas articulaciones han sido curiosamente despreciadas por una tradición que la consideró fundamentalmente desde el punto de vista de la vita contemplativa, sino procurar determinar con cierto grado de seguridad su significado político.
CAPÍTULO III LABOR
En este capítulo se critica a Karl Marx. Tengo la desgracia de hacerlo en un momento en que tantos escritores, que anteriormente vivieron de apropiarse explícita o tácitamente ideas e intuiciones del rico mundo de Marx, han decidido convertirse en antimarxistas, e incluso uno de ellos ha descubierto que el propio Marx fue incapaz de ganarse la vida, olvidando las generaciones de autores que ha «mantenido». Ante esta dificultad me alivia recordar un párrafo escrito por Benjamín Constant cuando se vio obligado a atacar a Rousseau: «J’éviterai certes de me joindre aux détracteurs d’un grand homme. Quand le hasard fait qu’en apparence je me recontre avec eux sur un seul point, je suis en défiance de moi-même; et pour me consoler de paraitre un instant de leur avis… j’ai besoin de désavouer et de flétrir, autant qu’íl est en moi, ces prétendus auxiliaires» (“Cierto es que evitaré unirme a los detractores de un gran hombre. Si la casualidad hace que en apariencia esté de acuerdo con ellos en un solo punto, desconfío de mí mismo; y para consolarme de parecer por un instante de su opinión… necesito contradecir e infamar todo lo que puedo a estos pretendidos colaboradores”).[110]
11. «La labor de nuestiro cuerpo y el trabajo de nuestras manos»[111]
La distinción que propongo ent1e labor y trabajo no es usual. La evidencia a su favor es demasiado grande para no tenerla en cuenta, y, sin embargo, es un hecho histórico que salvo unas cuantas observaciones aisladas, que además ni siquiera desarrollaron los autores en sus teorías, apenas hay nada en la tradición premoderna del pensamiento político o en el amplio cuerpo de las modernas teorías sobre la labor que la sustente. No obstante, contra esta escasez histórica se levanta un testimonio muy articulado y obstinado, es decir, el simple hecho de que todo idioma europeo, antiguo y moderno, contiene dos palabras etimológicamente no relacionadas para definir lo que creemos es la misma actividad, conservadas pese a su persistente uso sinónimo.[112]
Así, la distinción de Locke entre manos que trabajan y cuerpo que labora es algo reminiscente de la diferencia griega entre cheirotechnēs, artesano, a la que corresponde la palabra alemana Handwerker, y aquellos que, como los «esclavos y animales domésticos, atienden con sus cuerpos a las necesidades de la vida»,[113] en griego tō sōmati ergazesthai, trabajan con sus cuerpos (incluso aquí, labor y trabajo ya se tratan como idénticos, puesto que la palabra usada no es ponein, “labor”, sino ergazesthai, “trabajo”). Sólo en un aspecto que, sin embargo, es el más importante desde el punto de vista lingüístico, el uso antiguo y moderno de las dos palabras deja de ser sinónimo, es decir, en la formación del nombre correspondiente. De nuevo encontramos aquí completa unanimidad; la palabra «labor», entendida como nombre, nunca designa el producto acabado, el resultado de la labor, sino que se queda en nombre verbal para clasificarlo con el gerundio, mientras que el propio producto deriva invariablemente de la palabra que indica trabajo, incluso cuando el uso corriente ha seguido el desarrollo moderno tan estrechamente que la forma verbal de la palabra «trabajo» se ha quedado más bien anticuada.[114]
El motivo de que esta distinción haya pasado por alto en la antigüedad y no se haya explorado su significación es bastante claro. El desprecio hacia la labor, que originalmente surge de la apasionada lucha por la libertad mediante la superación de las necesidades, y del no menos apasionado rechazo de todo esfuerzo que no dejara huella, monumento, ni gran obra digna de ser recordada, se propagó con las recientes exigencias de la vida de la polis sobre el tiempo de los ciudadanos, así como debido a su insistencia en la abstención (skholē) de lo que no fueran actividades políticas, hasta que englobó todo lo que suponía un esfuerzo. La primera costumbre política, anterior al pleno desarrollo de la ciudad-estado, distinguía simplemente entre esclavos, enemigos vencidos (dmōes o douloi) que eran llevados a la casa del vencedor con el resto del botín, donde en calidad de residentes (oiketai o familiares) se esclavizaban para atender a su propia vida y a la de su amo, y los d emiourgoi, trabajadores del pueblo, que se movían libremente fuera de la esfera privada y dentro de la pública.[115] Tiempo después cambió incluso el nombre de estos artesanos, a quienes Salón aún describía como hijos de Atenea y Hefesto, y los llamaba banausoi, o sea, hombres cuyo principal interés es el oficio y no el lugar del mercado. Sólo a partir de finales del siglo V comenzó la polis a clasificar las ocupaciones según el esfuerzo requerido, y así Aristóteles calificaba esas ocupaciones «en las que el cuerpo más se deteriora» como las más bajas. Aunque se negó a admitir a los banausoi como ciudadanos, hubiera aceptado a los pastores y pintores, y no a los campesinos y escultores.[116]
Más adelante veremos que los griegos, aparte de su desprecio por la labor, tenían sus propias razones para desconfiar del artesano o más bien de la mentalidad del homo faber. No obstante, esta desconfianza sólo se da en ciertos periodos, mientras que la estima por las actividades humanas, incluso la de aquellos que, como Hesíodo, supuestamente elogian la labor,[117] se basa en la convicción de que la labor de nuestro cuerpo, requerida por sus necesidades, resulta abyecta. De ahí que las ocupaciones que no consistían en laborar, aunque se emprendieran no por su propio fin, sino para hacer frente a las necesidades de la vida, se asimilaban al status de labor, lo que explica las variaciones y cambios en su estima y clasificación en diferentes periodos y en distintos lugares. La opinión de que labor y trabajo eran despreciados en la antigüedad debido a que sólo incumbían a los esclavos, es un principio de los historiadores modernos. Los antiguos razonaban de manera totalmente distinta; creían que era necesario poseer esclavos debido a la servil naturaleza de todas las ocupaciones útiles para el mantenimiento de la vida.[118] Precisamente sobre esta base se defendía y justificaba la intuición de la esclavitud. Laborar significaba estar esclavizado por la necesidad, y esta servidumbre era inherente a las condiciones de la vida humana. Debido a que los hombres estaban dominados por las necesidades de la vida, sólo podían ganar su libertad mediante la dominación de esos a quienes sujetaban a la necesidad por la fuerza. La degradación del esclavo era un golpe del destino y un destino peor que la muerte, ya que llevaba consigo la metamorfosis del hombre en algo semejante al animal domesticado.[119] Por lo tanto, un cambio en el estado legal de un esclavo, como la manumisión por su dueño o un cambio en la circunstancia política general que elevara ciertas ocupaciones a la pertinencia pública, aseguraba de modo automático un cambio en la «naturaleza» del esclavo.[120]
La institución de la esclavitud en la antigüedad, aunque no en los últimos tiempos, no era un recurso para obtener trabajo barato o un instrumento de explotación en beneficio de los dueños, sino más bien el intento de excluir la labor de las condiciones de la vida del hombre. Lo que los hombres compartían con las otras formas de vida animal no se consideraba humano. (Diremos de paso que ésta era también la razón del malentendido que ha suscitado la teoría griega sobre la no humana naturaleza del esclavo. Aristóteles, que argumentó dicha teoría de manera tan explícita, y luego, en su lecho de muerte, liberó a sus esclavos, no fue tan inconsistente como se inclinan a creer los modernos. No negó la capacidad del esclavo para ser humano, sino únicamente el uso de la palabra «hombres» para designar a los miembros de la especie mientras estuvieran totalmente sujetos a la necesidad).[121] Y la verdad es que está plenamente justificado el empleo de la palabra «animal» en concepto de animal laborans, para diferenciarlo del muy discutible uso de la misma palabra en la expresión animal rationale. En efecto, el animal laborans es sólo uno, a lo sumo el más elevado, de la especie animal que puebla la tierra. No es sorprendente que la distinción entre labor y trabajo fuera ignorada en la antigüedad clásica. La diferenciación entre la familia privada y la esfera política pública, entre el residente familiar que era el esclavo y el cabeza de familia que era el ciudadano, entre actividades que han de ocultarse en privado y las que son dignas de verse, oírse y recordarse, eclipsó y predeterminó todas las demás distinciones hasta que sólo quedó un criterio: ¿dónde se gasta la mayor cantidad de tiempo y esfuerzo, en público o en privado?, ¿está motivada la ocupación por cura privati negotii o cura rei publicae, por el cuidado de los asuntos privados o públicos?[122] Con el auge de la teoría política, los filósofos superaron incluso estas distinciones, que al menos habían diferenciado las actividades, oponiendo la contemplación a toda clase de actividades semejantes. Con ellos, incluso la actividad política quedó nivelada al rango de necesidad, que en adelante pasó a ser el denominador común de todas las articulaciones dentro de la vita activa. Razonablemente no cabe esperar ayuda alguna del pensamiento político cristiano, que aceptó la distinción de los filósofos, la refinó, y, al ser la religión para la mayoría y la filosofía para los pocos, le dio general validez, obligando a todos los hombres.
No obstante, a primera vista resulta sorprendente que la Edad Moderna —con la inversión de todas las tradiciones; del tradicional rango de la acción y contemplación no menos que de la tradicional jerarquía dentro de la propia vita activa, con su glorificación del trabajo como fuente de todos los valores y su elevación desde animal laborans hasta la posición tradicionalmente mantenida por el animal rationale— no haya ideado una sola teoría en la que el animal laborans y el homo faber, «la labor de nuestro cuerpo y el trabajo de nuestras manos», estén claramente diferenciados. En vez de eso, primero encontramos la distinción entre labor productiva e improductiva, algo después la diferenciación entre trabajo experto e inexperto, y, finalmente, superando a las dos debido a que aparentemente es de significación más elemental, la división de todas las actividades en trabajo manual e intelectual De las tres, sólo la distinción entre labor productiva e improductiva llega al núcleo del asunto, y no es casualidad que los dos teóricos más importantes en este campo, Adam Smith y Karl Marx, basaran en ella toda la estructura de su argumentación. El motivo de la elevación de la labor en la Época Moderna fue su «productividad», y la, en apariencia, blasfema noción de Marx al afirmar que la labor (y no Dios) creó al hombre o que la labor (y no la razón) distinguía al hombre de los otros animales, únicamente era la formulación más radical y consistente de algo sobre lo que estaba de acuerdo toda la Época Moderna.[123]
Más aún, tanto Smith como Marx estaban de acuerdo con la opinión pública moderna al despreciar la labor improductiva como parásita, en realidad una especie de perversión de la labor, como si nada que no fuera digno de este nombre enriqueciera al mundo. Marx compartió el desprecio de Smith por los «sirvientes domésticos», que como «huéspedes perezosos… nada dejan tras de sí a cambio de su consumo».[124] Sin embargo, eran precisamente estos sirvientes domésticos, estos residentes familiares, oiketai o familiares, que laboraban por pura subsistencia y que se necesitaban para el consumo sin esfuerzo más que para la producción, a quienes todas las épocas anteriores a la moderna tenían en mente cuando identificaban la condición laboral con la esclavitud. Lo que dejaban tras de sí a cambio de su consumo no era ni más ni menos que la libertad de sus dueños o, en lenguaje moderno, la potencial productividad de sus amos.
Dicho con otras palabras, la distinción entre labor productiva e improductiva contiene, aunque con prejuicio, la distinción más fundamental entre trabajo y labor.[125] En efecto, signo de todo laborar es que no deja nada tras sí, que el resultado de su esfuerzo se consume casi tan rápidamente como se gasta el esfuerzo. Y no obstante, dicho esfuerzo, a pesar de su futilidad, nace de un gran apremio y está motivado por su impulso mucho más poderoso que cualquier otro, ya que de él depende la propia vida. La época moderna en general y Karl Marx en particular, anonadados, por decirlo así, por la productividad sin precedente de la humanidad occidental, tuvieron la casi irresistible tendencia a considerar toda labor como trabajo y a referirse al animal laborans en términos mucho más adecuados al homo faber, confiando en que sólo era necesario un poco más para eliminar por completo a la labor y a la necesidad.[126]
Sin duda, el auténtico desarrollo histórico que sacó a la labor de lo oculto y la llevó a la esfera pública, donde pudo ser organizada y «dividida»,[127] constituyó un poderoso argumento en el desarrollo de estas teorías. Sin embargo, un hecho más significativo a este respecto, ya observado por los economistas clásicos y claramente descubierto y analizado por Karl Marx, es que la propia actividad laboral, al margen de las circunstancias históricas e independientemente de su lugar en la esfera privada o pública, posee una «productividad» suya, por fútiles y no duraderos que puedan ser sus productos. Dicha productividad no se basa en los productos de la labor, sino en el «poder» humano, cuya fuerza no queda agotada cuando ha producido los medios para su propia subsistencia y supervivencia, que es capaz de producir un «superávit», es decir, más de lo necesario para su propia «reproducción». Debido a que lo que explica la productividad de la labor no es ésta en sí misma, sino el superávit del «poder de la labor» humana (Arbeitskraft), la introducción de este término por Marx constituyó, como Engels señaló acertadamente, el elemento más original y revolucionario de todo su sistemá.[128] A diferencia de la productividad del trabajo, que añade nuevos objetos al artificio humano, la productividad del poder de la labor sólo produce objetos de manera incidental y fundamentalmente se interesa por los medios de su propia reproducción; puesto que su poder no se agota una vez asegurada su propia reproducción, puede usarse para la reproducción de más de un proceso de vida, si bien no «produce» más que vida.[129] Mediante la opresión violenta en una sociedad de esclavos o de explotación en la sociedad capitalista de la época de Marx, puede canalizarse de tal modo que la labor de unos baste para la vida de todos.
Desde este punto de vista puramente social, que es de la Época Moderna pero que cobró su mayor y más coherente expresión en la obra de Marx, todo el laborar es «productivo», y la anterior distinción entre las «tareas domésticas» que no dejan huella y la producción de cosas lo suficientemente duraderas para su acumulación pierde su validez. Como vimos antes, el punto de vista social es idéntico a la interpretación que sólo tiene en cuenta el proceso de vida de la humanidad y, dentro de su marco de referencia, todas las cosas se convierten en objetos de consumo. En una «humanidad socializada» por completo, cuyo único propósito fuera mantener el proceso de la vida —y tal es, desgraciadamente, el nada utópico ideal que guía a las teorías de Marx—,[130] la distinción entre labor y trabajo desaparecería por entero; todo trabajo se convertiría en labor debido a que las cosas se entenderían no en su mundana y objetiva cualidad, sino como resultado del poder de la labor y de las funciones del proceso de la vida.[131]
Es interesante observar que la distinción entre trabajo diestro y no diestro e intelectual y manual, no desempeña papel alguno en la economía política clásica ni en la obra de Marx. Comparados con la productividad de la labor, son de importancia secundaria. Toda actividad requiere una cierta destreza, tanto si se trata de limpiar y cocinar como de escribir un libro o construir una casa. La distinción no se aplica a diferentes actividades, sino que sólo señala ciertos grados y cualidades en cada una de ellas. Podría adquirir cierta importancia la moderna división del trabajo, donde las tareas asignadas anteriormente a los jóvenes e inexpertos quedaron congeladas en ocupaciones para toda la vida. Pero la consecuencia de la división del trabajo, en que una actividad se divide en tantas minúsculas partes que cada especialista sólo necesita un mínimo de habilidad, tiende a abolir por completo el trabajo diestro, como atinadamente predijo Marx. El resultado es que lo comprado y vendido en el mercado del trabajo no es habilidad individual, sino «poder de la labor», del que todo ser humano posee aproximadamente el mismo. Más aún, puesto que el trabajo no hábil es una contradicción expresiva, la propia distinción sólo es válida para la actividad laboral, y el intento de usada como importante marco de referencia ya indica que la distinción entre labor y trabajo ha quedado abandonada en favor de la labor.
Muy distinto es el caso de la más popular categoría de trabajo manual e intelectual. Aquí, el lazo subyacente entre quien trabaja con la mano y el que lo hace con la cabeza es de nuevo el proceso laboral, en un caso desempeñado por la cabeza y en el otro por otra parte del cuerpo. Sin embargo, pensar, que presumiblemente es la actividad de la cabeza, aunque en cierta manera es como el laborar —también un proceso que probablemente sólo finaliza con la propia vida—, es incluso menos «productivo» que la labor; si ésta no deja huella permanente, el pensar no deja nada tangible. Por sí mismo, nunca se materializa en objeto. Siempre que el trabajador intelectual desea manifestar sus pensamientos, ha de usar sus manos y adquirir habilidad manual como cualquier otro trabajador. Dicho con otras palabras, pensar y trabajar son dos actividades diferentes que nunca coinciden por completo; el pensador que quiere que el mundo conozca el «contenido» de sus pensamientos, lo primero de todo ha de hacer una pausa y recordar sus pensamientos. Tanto aquí como en los demás casos, el recuerdo prepara lo intangible y lo fútil para su final materialización; es el comienzo del proceso de trabajo y, al igual que la consideración del artesano sobre el modelo que guiará su obra, su etapa más inmaterial. El propio trabajo siempre requiere entonces algún material sobre el que actuar y que mediante la fabricación, la actividad del homo faber, se transformará en un objeto mundano. La específica cualidad del trabajo intelectual no se debe menos al «trabajo de nuestras manos» que el de cualquier otra clase de trabajo.
Parece razonable y es muy corriente relacionar y justificar la moderna distinción entre labor intelectual y manual con la antigua que diferenciaba las «artes serviles» de las «liberales». Sin embargo, el signo característico entre estas últimas no es en absoluto «un mayor grado de inteligencia» o que el «artista liberal» trabaje con el cerebro y el «sórdido artesano» lo haga con las manos. El antiguo criterio es fundamentalmente político. Son liberales las ocupaciones que requieren prudentia, capacidad para el juicio prudente, que es la virtud de los estadistas, y las profesiones de utilidad pública (ad hominum utílitatem),[132] tales como la arquitectura, la medicina y la agricultura.[133] Todos los oficios, tanto el del amanuense como el del carpintero, son «sórdidos», inapropiados para un ciudadano completo, y los peores son los considerados como más útiles, por ejemplo el de «pescadero, carnicero, cocinero, pollero y pescador».[134] No obstante, ni siquiera éstos son necesariamente puro trabajo. Aún hay una tercera categoría en la que se remuneran el esfuerzo y la fatiga (las operae diferenciadas del opus, la mera actividad diferenciada del trabajo), y en estos casos «el propio salario es señal de esclavitud».[135]
La distinción entre trabajo manual e intelectual, aunque cabe encontrar su origen en la Edad Media,[136] es moderna y tiene dos causas por completo diferentes que, no obstante, son igualmente características del clima general de la Época Moderna. Puesto que bajo las condiciones modernas toda ocupación tenía que mostrar su «utilidad» para la sociedad en general, y puesto que la utilidad de las ocupaciones intelectuales se hizo más que dudosa debido a la glorificación de la labor, era natural que también los intelectuales quisieran contarse entre la población trabajadora. Al mismo tiempo, y sólo en aparente contradicción con este desarrollo, la necesidad y estima de esta sociedad por ciertas relaciones «intelectuales» ascendió a un grado sin precedente en nuestra historia, excepto en los siglos de la decadencia del Imperio Romano. Cabe recordar que, a través de la historia de la antigüedad, los servicios «intelectuales» de los amanuenses, ya sirvieran las necesidades de la esfera pública o de la privada, eran realizados por esclavos y clasificados en consonancia con el estado legal de éstos. Sólo la burocratización del Imperio Romano y el concomitante auge social y político de los emperadores llevó consigo una revaluación de los servicios «intelectuales».[137] Hasta donde el intelectual no es un «trabajador» —que, al igual que los demás trabajadores, desde el más humilde artesano al más grande artista, está comprometido en añadir una cosa más, a ser posible duradera, al mundo del hombre— se parece más que ningún otro al «sirviente doméstico» de Adam Smith, aunque su función radica menos en conservar intacto el proceso de la vida y mantener su regeneración que en ocuparse de la conservación del gigantesco aparato burocrático cuyo proceso consume sus servicios y devora sus productos tan rápida y despiadadamente como el propio proceso biológico de la vida.[138]
12. El carácter de cosa del mundo
El desprecio por el trabajo en la teoría antigua y su glorificación en la moderna proceden de la actitud subjetiva o actividad del trabajador, desconfiando de su penoso esfuerzo o elogiando su productividad. Este carácter subjetivo del enfoque se ve de modo más claro en la distinción entre trabajo fácil y difícil, pero ya vimos, al menos en el caso de Marx —quien, como los más importantes teóricos del trabajo, suministra una especie de piedra de toque para estas cuestiones—, que la productividad del trabajo se mide y calibra según las exigencias del proceso de la vida para su propia reproducción; radica en la potencial plusvalía inherente a la fuerza de trabajo humano, no en la cualidad o carácter de las cosas que produce. De manera similar, la opinión griega, que clasificaba a los pintores en grado superior a los escultores, no se basaba en una mayor consideración por la pintura.[139] Parece que la diferencia entre labor y trabajo, que nuestros teóricos tanto se han obstinado en olvidar y nuestros idiomas tan tercamente en conservar, se convierte simplemente en una diferencia de grado si el carácter mundano de la cosa producida —su lugar, función y tiempo de permanencia en el mundo— no se tiene en cuenta. La diferencia entre un pan, cuya «expectativa de vida» en el mundo es apenas más de un día, y una mesa, que fácilmente puede sobrevivir a generaciones de hombres, es mucho más clara y decisiva que la distinción entre un panadero y un carpintero.
La curiosa discrepancia entre lenguaje y teoría, que observamos anteriormente, resulta ser por lo tanto una discrepancia entre el lenguaje «objetivo» y orientado por el mundo que hablamos y las teorías subjetivas y orientadas por el hombre que usamos en nuestros intentos para entendernos. El lenguaje, y las fundamentales experiencias humanas que lo sustentan, es lo que nos enseña que las cosas del mundo, entre las que se consume la vita activa, son de naturaleza muy diferente y producidas por muy distintas clases de actividad. Considerados como parte del mundo, los productos del trabajo —y no los de la labor— garantizan la permanencia y «durabilidad», sin las que no sería posible el mundo. Dentro de este mundo de cosas duraderas encontramos los bienes de consumo que aseguran a la vida los medios para su propia supervivencia. Necesarias para nuestro cuerpo y producidas por su laborar, pero sin propia estabilidad, estas cosas de incesante consumo aparecen y desaparecen en un medio ambiente de objetos que no se consumen sino que se usan, y a los que, debido a que los usamos, nos acostumbrarnos. Como tales, originan la familiaridad del inundo, sus costumbres y hábitos de intercambio entre hombres y cosas, así como entre hombres. Lo que los bienes de consumo son para la vida, los objetos de uso son para el mundo. De ellos derivan los primeros su carácter de cosa; y el lenguaje, que no permite a la actividad laborante formar algo tan sólido y no verbal como un nombre, sugiere con extrema probabilidad que no conoceríamos lo que es una cosa sin tener ante nosotros «el trabajo de nuestras manos».
Diferenciados de los bienes de consumo y de los objetos de uso, encontramos finalmente los «productos» de la acción y del discurso, que juntos constituyen el tejido de las relaciones y asuntos humanos. Dejados en sí mismos, no sólo carecen de la tangibilidad de las otras cosas, sino que incluso son menos duraderos y más fútiles que lo que producimos para consumo. Su realidad depende por entero de la pluralidad humana, de la constante presencia de otros que ven, y por lo tanto atestiguan de su existencia. Actuar y hablar siguen siendo manifestaciones exteriores de la vida humana, que sólo conoce una actividad que, si bien relacionada con el mundo exterior de muchas maneras, no se manifiesta necesariamente en él y no requiere ser vista, ni oída, ni usada, ni consumida para ser real: la actividad del pensamiento.
Sin embargo, considerados en su mundanidad, acción, discurso y pensamiento tienen mucho más en común que cualquiera de ellos con el trabajo o la labor. No «producen», no engendran nada, son tan fútiles como la propia vida. Para convertirse en cosas mundanas, es decir, en actos, hechos, acontecimientos y modelos de pensamientos o ideas, lo primero de todo han de ser vistos, oídos, recordados y luego transformados en cosas, en rima poética, en página escrita o libro impreso, en cuadro o escultura, en todas las clases de memorias, documentos y monumentos. Todo el mundo real de los asuntos humanos depende para su realidad y continuada existencia en primer lugar de la presencia de otros que han visto, oído y que recordarán y, luego, de la transformación de lo intangible en la tangibilidad de las cosas. Sin el recuerdo y la transformación que aquél necesita para su propia realización y que lo convierte, como sostenían los griegos, en la madre de todas las artes, el discurso, la acción y el pensamiento perderían su realidad al final de cada proceso y desaparecerían como si nunca hubieran existido. La materialización que han de sufrir para permanecer en el mundo la pagan en cuanto que la «letra muerta» siempre reemplaza a algo que surgió de un momento fugaz y que durante ese breve tiempo existió como «espíritu vivo». Han de pagar ese precio porque su naturaleza es por completo no mundana y, por consiguiente, necesita la ayuda de una actividad cuya naturaleza sea diferente; para su realidad y materialización dependen de la misma mano de obra que construye las demás cosas.
La realidad y confiabilidad del mundo humano descansan principalmente en el hecho de que estamos rodeados de cosas más permanentes que la actividad que las produce, y potencialmente incluso más permanentes que las vidas de sus autores. La vida humana, en la medida en que construye el mundo, se encuentra en constante proceso de transformación, y el grado de mundanidad de las cosas producidas depende de su mayor o menor permanencia en el propio mundo.
13. Labor y vida
Las cosas menos duraderas son las necesarias para el proceso de la vida. Su consumo apenas sobrevive al acto de su producción; en palabras de Locke, todas esas «buenas cosas» que son «realmente útiles para la vida del hombre», para la «necesidad de subsistir», tienen «por lo general breve duración, de manera que —si no se consumen por el uso— decaen y perecen por sí mismas».[140] Tras corta permanencia en el mundo, vuelven al proceso natural que las produjo, ya por absorción en el proceso de la vida del animal humano o por decadencia; en su aspecto conferido por el hombre, con el que adquirieron su efímero lugar en el mundo de los objetos fabricados por los humanos, desaparecen mucho más rápidamente que cualquier otra porción del mundo. Consideradas en su mundanidad, son las menos mundanas y al mismo tiempo las más naturales de todas las cosas. Aunque están hechas por el hombre, vienen y van, son producidas y consumidas, en consonancia con el siempre repetido movimiento cíclico de la naturaleza. Cíclico, también, es el movimiento del organismo vivo, sin excluir el cuerpo humano, mientras puede resistir el proceso que impregna su ser y lo hace vivo. La vida es un proceso que en todas partes consume lo durable; lo desgasta, lo hace desaparecer, hasta que finalmente la materia muerta, resultado de pequeños, singulares y cíclicos procesos de la vida, retorna al total y gigantesco círculo de la propia naturaleza, en el que no existe comienzo ni fin y donde todas las cosas naturales giran en inmutable e inmortal repetición.
La naturaleza y el cíclico movimiento en el que ésta obliga a entrar a todas las cosas vivas, desconocen el nacimiento y la muerte tal como los entendemos. El nacimiento y la muerte de los seres humanos no son simples casos naturales, sino que se relacionan con un mundo en el que los individuos, entidades únicas, no intercambiables e irrepetibles, aparecen y parten. Nacimiento y muerte presuponen un mundo que no está en constante movimiento, pero cuya cualidad de durable y de relativa permanencia hace posible la aparición y desaparición, que existía antes de la llegada de cualquier individuo y que sobrevivirá a su marcha final. Sin un mundo en el que los hombres nazcan y mueran, sólo existiría la inmutable y eterna repetición, la inmortal eternidad de lo humano y de las otras especies animales. Una filosofía de la vida que no llegue a la afirmación de la «eterna repetición» (ewige Wiederkehr, de Nietzsche) como el más elevado principio de todo ser, simplemente no sabe de lo que está hablando.
Sin embargo, la palabra «vida» tiene un significado por completo diferente si la relacionamos con el mundo y deseamos designar el intervalo entre nacimiento y muerte. Limitada por un principio y un fin, es decir, por los dos supremos acontecimientos de aparición y desaparición del mundo, sigue un movimiento estrictamente lineal, llevada por el motor de la vida biológica que el hombre comparte con otras cosas vivas y que retiene para siempre el movimiento cíclico de la naturaleza. La principal característica de esta vida específicamente humana cuya apanc1on y desaparición constituyen acontecimiento mundanos, consiste en que en sí misma está llena siempre de hechos que en esencia se pueden contar como una historia, establecer una biografía; de esta vida, bios, diferenciada del simple zōē, Aristóteles dijo que «de algún modo es una clase de praxis».[141] Porque acción y discurso, que estaban muy próximos a la política para el entendimiento griego, como ya hemos visto, son las dos actividades cuyo resultado final siempre será una historia con bastante coherencia para contarla, por accidentales y fortuitos que los acontecimientos y su causa puedan parecer.
Sólo dentro del mundo humano, el cíclico movimiento de la naturaleza se manifiesta como crecimiento y decadencia. Como el nacimiento y la muerte, tampoco ésos son casos naturales; no tienen sitio en el incesante, infatigable ciclo en el que toda la familia de la naturaleza gira a perpetuidad. Sólo cuando entran en el mundo hecho por el hombre, los procesos de la naturaleza pueden caracterizarse por el crecimiento y la decadencia; sólo si consideramos los productos de la naturaleza, este árbol o este perro, como cosas individuales, con lo cual ya los sacamos de su medio ambiente «natural» y los ponernos en nuestro mundo, comienzan a crecer y decaer. Mientras que la naturaleza se manifiesta en la existencia humana mediante el movimiento circular de nuestras funciones corporales, su presencia en el mundo hecho por el hombre la deja sentir en b constante amenaza de hacerlo crecer o decaer demasiado. La característica común del proceso biológico en el hombre y del proceso de crecimiento y decadencia en el mundo, consiste en que ambos son parte del movimiento cíclico de la naturaleza y, por lo tanto, interminablemente repetidos; todas las actividades humanas que surgen de la necesidad de hacerles frente se encuentran sujetas a los repetidos ciclos de la naturaleza y carecen en sí mismas de principio y fin, propiamente hablando; a diferencia del trabajar, cuyo final llega cuando el objeto está acabado, dispuesto a incorporarse al mundo común de las cosas, el laborar siempre se mueve en el mismo círculo, prescrito por el proceso biológico del organismo vivo, y el fin de su «fatiga y molestia» sólo llega con la muerte de este organismo.[142]
Cuando Marx definió la labor como «el metabolismo del hombre con la naturaleza», en cuyo proceso «el material de la naturaleza se adapta mediante un cambio de forma a las necesidades del hombre», de manera que «la labor se ha incorporado a su circunstancia», indicaba con claridad que «hablaba fisiológicamente» y que labor y consumo no son más que dos etapas del siempre repetido ciclo de la vida biológica.[143] Este ciclo requiere que lo sustente el consumo, y la actividad que proporcionan los medios de consumo es la labor.[144] Cualquier cosa que ésta produce pasa casi de inmediato a alimentar el proceso de la vida, produce —o más bien reproduce— nueva «fuerza de labor», exigida para el posterior sostenimiento del cuerpo.[145] Desde el punto de vista de las exigencias del propio proceso de la vida, la «necesidad de subsistir», como decía Locke, el laborar y el consumir se siguen tan de cerca que casi constituyen un solo y único movimiento, que apenas acabado ha de empezar de nuevo. La «necesidad de subsistir» domina tanto a la labor como al consumo, y ésta, cuando se incorpora, «recoge» y corporalmente «mezcla» las cosas proporcionadas por la naturaleza,[146] realiza activamente lo que el cuerpo hace incluso más íntimamente cuando consume el alimento. Ambos son procesos devoradores que apresan y destruyen la materia, y el «trabajo» realizado por la labor sobre su material es sólo el preparativo para su final destrucción.
Este aspecto destructivo y devorador de la actividad laborante sólo es visible desde el punto de vista del mundo y a diferencia del trabajo, que no prepara la materia para la incorporación, sino que la transforma en material con el fin de obrar sobre ella y usar el producto acabado. Desde el punto de vista de la naturaleza, el trabajo más que la labor es destructivo, puesto que su proceso saca la materia de las manos de la naturaleza, sin devolvérsela en el rápido curso del natural metabolismo del cuerpo vivo.
Igualmente atada a los repetidos ciclos de los movimientos naturales, si bien no tan premiosamente impuesta al hombre por la «condición de la vida humana»,[147] se halla la segunda tarea del labrar, es decir, su constante e inacabable lucha contra los procesos de crecimiento y decadencia mediante los cuales la naturaleza invade para siempre el artificio humano, amenazando la cualidad de durable del mundo y su adecuación para el uso humano. La protección y preservación del mundo contra los procesos naturales son duros trabajos que exigen la realización de monótonas y diarias tareas. Esta lucha laborante, a diferencia del tranquilo cumplimiento con que la labor obedece las órdenes de las inmediatas necesidades corporales, aunque sea menos «productiva» que el directo metabolismo del hombre con la naturaleza, mantiene una relación mucho más estrecha con el mundo, al que defiende de la naturaleza. En viejos cuentos e historias mitológicas se da por sentada la grandeza de las luchas heroicas contra opresivas desigualdades, como en el relato de Hércules, cuya limpieza de los establos de Augías se cuenta entre sus doce trabajos. Un significado similar de actos heroicos que requieren gran fuerza y valor y su realización con espíritu de lucha, se manifiesta en el uso medieval de la palabra: labor, travail, Arbeit. Sin embargo, la lucha diaria entablada por el cuerpo humano para mantener limpio el mundo e impedir su decaimiento, guarda poca semejanza con los actos heroicos; el sufrimiento necesario para reparar cotidianamente el derroche del día anterior no es valor, y lo que hace penoso el esfuerzo no es el peligro, sino su inexorable repetición. Los trabajos de Hércules comparten con todas las grandes acciones su característica de ser únicos; por desgracia, una vez realizado el esfuerzo y concluida la tarea, lo único que queda limpio es el mitológico establo de Augías.
14. Labor y fertilidad
El repentino y espectacular ascenso de la labor desde la más humilde y despreciada posición al rango más elevado, a la más estimada de todas las actividades humanas, comenzó cuando Locke descubrió que la labor es la fuente de toda propiedad. Siguió su curso cuando Adam Smith afirmó que la labor era la fuente de toda riqueza y alcanzó su punto culminante en el «sistema de labor»[148] de Marx, donde ésta pasó a ser la fuente de toda productividad y expresión de la misma humanidad del hombre. De los tres, sin embargo, sólo Marx se interesó por la labor como tal; Locke lo hizo de la institución de la propiedad privada como raíz de la sociedad y Smith quiso explicar y asegurar el progreso sin trabas de la ilimitada acumulación de riqueza. Pero los tres, si bien Marx con mayor fuerza y consistencia, sostuvieron que la labor se consideraba la suprema capacidad del hombre para constituir el mundo, y puesto que la labor es la más natural y menos mundana de las actividades del hombre, los tres autores, y de nuevo Marx el primero, se encontraron ante auténticas contradicciones. En la propia naturaleza de esta materia parece hallarse la más patente solución a dichas contradicciones, o, mejor dicho, la razón más evidente de que estos tres grandes autores no hayan sabido ver dichas contradicciones radica en que igualaron el trabajo con la labor, de manera que a ésta la dotaron de ciertas facultades que sólo posee el trabajo. Esta igualdad conduce siempre a patentes absurdos, si bien no suelen ser tan claramente manifiestos como en la siguiente frase de Veblen: «La prueba duradera de la labor productiva es su producto material, por lo general algún artículo de consumo»,[149] donde la «prueba duradera» con que comienza, debido a que la necesita para la pretendida productividad de la labor, queda inmediatamente destruida por él «consumo» del producto con que acaba la frase, obligado, por así decirlo, por la real evidencia del propio fenómeno.
Así, Locke, con el fin de salvar la labor de su manifiesta desgracia de producir sólo «cosas de breve duración», tuvo que introducir el dinero —«cosa duradera que los hombres conservan sin que se estropee»—, una especie de deus ex machina sin cuya intervención el cuerpo laborante, en su obediencia al proceso de la vida, nunca hubiera llegado a ser el origen de algo tan permanente y duradero como la propiedad, debido a que no existen «cosas duraderas» que puedan conservarse y sobrevivir al proceso laborante. E incluso Marx, que definió al hombre como animal laborans, hubo de admitir que la productividad de la labor, propiamente hablando, comienza con la reificación (Vergegenstandlichung), con «la erección de un objetivo mundo de cosas» (Erzeugung einer gegenständlichen Welt).[150] Pero el esfuerzo de la labor nunca libera al animal laborante de la repetición una y otra vez de dicho esfuerzo y, por lo tanto, queda como una «eterna necesidad impuesta por la naturaleza».[151] Cuando Marx insiste en que el «proceso de la labor acaba en el producto»,[152] forja su propia definición de este proceso como el «metabolismo entre el hombre y la naturaleza» en el que queda inmediatamente «incorporado» el producto, consumido y aniquilado por el proceso vital del cuerpo.
Puesto que ni Locke ni Smith se interesan por la labor como tal, pueden permitirse ciertas distinciones que realmente valen como una diferenciación en principio entre labor y trabajo, si no fuera por una interpretación inapropiada de los rasgos genuinos del laborar. Según este criterio, Smith califica de «labor productiva» a todas las actividades relacionadas con el consumo, como si esto fuera una despreciable y accidental característica de algo cuya verdadera naturaleza consistía en ser productivo. El mismo desprecio con que habla de que «las tareas y servicios domésticos perecen por lo general en el instante de su realización y rara vez dejan tras de sí huella o valor»,[153] está mucho más relacionado con la opinión premoderna sobre esta materia que con su glorificación moderna. Smith y Locke sabían muy bien que no toda clase de labor «establece la diferencia de valor sobre todo»[154] y que existe una actividad que no añade nada «al valor de los materiales sobre los que trabaja».[155] Sin duda, también la labor añade a la naturaleza algo propio del hombre, pero la proporción entre lo que la naturaleza da —las «buenas cosas»— y lo que el hombre añade es exactamente lo contrario en los productos de labor y en los productos de trabajo. Las «buenas cosas» para el consumo nunca pierden por completo su naturaleza, el grano de trigo nunca desaparece por entero en el pan, ni el árbol en la mesa. De este modo, Locke, aunque prestó escasa atención a su propia distinción entre «la labor de nuestro cuerpo y el trabajo de nuestras manos», tuvo que reconocer la diferencia entre cosas «de breve duración» y las suficientemente «duraderas» para que «los hombres las conserven sin que se estropeen».[156] La dificultad era la misma para Smith y Locke; sus «productos» tenían que permanecer lo bastante en el mundo de las cosas tangibles para llegar a ser «valiosos», con lo que carece de importancia que Locke defina el valor como algo que puede conservarse y convertirse en propiedad o que Smith lo considere como algo que dura lo bastante para cambiarlo por alguna otra cosa.
La verdad es que éstas son cuestiones menores si las comparamos con la contradicción fundamental que como un hilo rojo recorre todo el pensamiento de Marx, y que está presente tanto en el tercer volumen de El capital como en sus escritos de juventud. La actitud de Marx con respecto a la labor, que es el núcleo mismo de su pensamiento, fue siempre equívoca.[157] Mientras fue una «necesidad eterna impuesta por la naturaleza» y la más humana y productiva de las actividades del hombre, la revolución, según Marx, no tiene la misión de emancipar a las clases laborales, sino hacer que el hombre se emancipe de la labor; sólo cuando ésta quede abolida, el «reino de la libertad» podrá suplantar al «reino de la necesidad». Porque «el reino de la libertad sólo comienza donde cesa la labor determinada por la necesidad y la externa utilidad», donde acaba «el gobierno de las necesidades físicas inmediatas».[158] Tan fundamental y flagrante contradicción raramente se encuentra en escritores de segunda categoría; en la obra de los grandes autores, dicha contradicción lleva directamente al centro de su trabajo. En el caso de Marx, de cuya lealtad e integridad al describir los fenómenos tal como se le presentaban no puede dudarse, las importantes discrepancias que existen en su obra, observadas por todos los estudiosos de Marx, no deben cargarse a la diferencia «entre el punto de vista científico del historiador y el punto de vista moral del profeta»,[159] ni al movimiento dialéctico que requiere lo negativo, o malo, para producir lo positivo, o bueno. Sigue en pie el hecho de que en todas las fases de su obra define al hombre como animal laborans y luego lo lleva a una sociedad en que su mayor y más humana fuerza ya no es necesaria. Nos deja con la penosa alternativa entre esclavitud productiva y libertad improductiva.
Así, surge la cuestión de por qué Locke y sus sucesores, dejando aparte sus propias intuiciones, persistieron tan obstinadamente en considerar la labor como fuente de la propiedad, de la riqueza, de todos los valores y, finalmente, de la misma humanidad del hombre. O, para plantear la cuestión de otra manera, ¿cuáles eran las experiencias inherentes a la actividad laboral que la mostraban de tan gran importancia a la Época Moderna?
Históricamente, los teóricos políticos a partir del siglo XVII tuvieron que enfrentarse con un proceso hasta entonces desconocido de crecimiento de la riqueza, de la propiedad, de la adquisición. En su intento de dar cuenta de este constante crecimiento, su atención se fijó en el fenómeno de un proceso en sí mismo progresivo, de manera que, por las razones que expondremos más adelante,[160] el concepto de proceso se convirtió en el término clave de la nueva edad, que además desarrolló las ciencias, naturales e históricas. Desde su comienzo, este proceso, debido a su aparente perpetuidad, se entendió como un proceso natural y más concretamente como imagen del propio proceso de la vida. La más tosca superstición de la Edad Moderna —la de que «el dinero engendra dinero»—, así como su más aguda percepción política —que el poder genera poder—, debe su credibilidad a la subyacente metáfora de la natural fertilidad de la vida. De todas las actividades humanas, sólo la labor, no la acción ni el trabajo, es interminable, y progresa de manera automática en consonancia con la propia vida y al margen de las decisiones o propósitos humanamente intencionados.
Quizá nada indica con más claridad el nivel del pensamiento de Marx y la fidelidad de sus descripciones al fenómeno de la realidad, que el hecho de basar toda su teoría en el entendimiento del laborar y procrear como dos modos del mismo fértil proceso de la vida. Para él, labor era la «reproducción de la propia vida de uno» que aseguraba la supervivencia del individuo, y procreación era la producción de «vida extraña» que aseguraba la supervivencia de la especie.[161] Cronológicamente, esta percepción es el origen nunca olvidado de su teoría, que luego elaboró sustituyendo la fuerza de labor de un organismo vivo por la «labor abstracta» y entendiendo el superávit de labor como esa cantidad de fuerza laboral que aún queda después de haber sido producidos los medios para la propia reproducción del laborante. Con esto, sondeó una profunda experiencia no alcanzada por ninguno de sus predecesores —a quienes debía, por otra parte, casi todas sus decisivas inspiraciones— ni sucesores. Encajó su teoría, la teoría de la Edad Moderna, con las intuiciones sobre la naturaleza de la labor que, según la tradición hebraica y clásica, estaba tan íntimamente ligada a la vida como el nacimiento. Por la misma característica, el verdadero significado de la recientemente descubierta productividad de la labor sólo queda de manifiesto en la obra de Marx, donde se basa en la igualdad de la productividad con la fertilidad, de modo que el famoso desarrollo de las «fuerzas productivas» de la humanidad en una sociedad abundante en «cosas buenas», no obedece a otra ley ni está sujeto a otra necesidad que no sea la del mandato «creced y multiplicaos», que es como si nos hablara la propia voz de la naturaleza.
La fertilidad del metabolismo humano con la naturaleza, que surge de la natural redundancia de la fuerza laboral, todavía participa de la superabundancia que observamos por todas partes en la familia de la naturaleza. La «bendición o júbilo» de la labor es el modo humano de experimentar la pura gloria de estar vivo que compartimos con todas las criaturas vivientes, e incluso es el único modo de que también los hombres permanezcan y giren contentamente en el prescrito ciclo de la naturaleza, afanándose y descansando, laborando y consumiendo, con la misma regularidad feliz y sin propósito que se siguen el día y la noche, la vida y la muerte. La recompensa a la fatiga y molestia radica en la fertilidad de la naturaleza, en la serena confianza de que quien ha realizado su parte con «fatiga y molestia», queda como una porción de la naturaleza en el futuro de sus hijos y de los hijos de éstos. El Antiguo Testamento, que, a diferencia de la antigüedad clásica, sostiene que la vida es sagrada y, por lo tanto, ni la muerte ni la labor son un mal (y menos aún un argumento contra la vida),[162] muestra en las historias de los patriarcas la despreocupación de éstos por la muerte, su no necesidad de inmortalidad individual y terrena, ni de seguridad en la eternidad de su alma, y cómo la muerte les llegaba bajo el familiar aspecto de sereno, nocturno y tranquilo descanso a una «edad avanzada y cargados de años».
La bendición de la vida como un todo, inherente a la labor, jamás se encuentra en el trabajo y no debe tomarse con el inevitable y breve alivio y júbilo que sigue a la realización de una cosa. La bendición de la labor consiste en que el esfuerzo y la gratificación se siguen tan de cerca como la producción y consumo de los medios de subsistencia, de modo que la felicidad es concominante al propio proceso, al igual que el placer lo es al funcionamiento de un cuerpo sano. La «felicidad del mayor número», en la que hemos generalizado y vulgarizado la felicidad con la que siempre ha sido bendecida la vida terrena, conceptualizó en un «ideal» la realidad fundamental de una humanidad laborante. El derecho a la búsqueda de esta felicidad es tan innegable como el derecho a la vida; incluso son idénticos. Pero nada tiene en común con la buena fortuna, que es rara, nunca perdura y no puede buscarse, ya que la fortuna depende de la suerte y de lo que la oportunidad da y quita, aunque la mayoría de las personas, en su «búsqueda de la felicidad», corre tras la buena fortuna y se siente desventurada incluso cuando la encuentra, ya que desea conservar y disfrutar la suerte como si se tratara de una abundancia inagotable de «buenas cosas». No hay felicidad duradera al margen del prescrito ciclo de penoso agotamiento y placentera regeneración, y cualquier cosa que desequilibra este ciclo —la pobreza y la desgracia en las que el agotamiento va seguido por la desdicha en lugar de la regeneración, o las grandes riquezas y una vida sin esfuerzo alguno desde el aburrimiento ocupa el sitio del agotamiento y donde los molinos de la necesidad, del consumo y de la digestión, muelen despiadada e inútilmente hasta la muerte un imponente cuerpo humano— destruye la elemental felicidad de estar vivo.
La fuerza de la vida es la fertilidad. El organismo vivo no se agota tras proveer lo necesario para su propia reproducción, y su «excedente» radica en su potencial multiplicación. El consistente naturalismo de Marx descubrió el «poder de la labor» como el modo específicamente humano de la fuerza de la vida, que es capaz de crear un «excedente» como la propia naturaleza. Puesto que estaba interesado casi de manera exclusiva por este proceso, el proceso de las «fuerzas productivas de la sociedad», en cuya vida, como en la de toda especie animal, producción y consumo siempre encuentran un equilibrio, la cuestión de una existencia aparte de las cosas mundanas, cuyo carácter duradero sobrevive y soporta los devoradores procesos de la vida, no se le ocurrió en absoluto. Desde el punto de vista la vida de la especie, todas las actividades hallan su común denominador en el laborar, y el único criterio diferenciador es la abundancia o escasez de los bienes que se consumen en el proceso de la vida. Cuando cada cosa se ha convertido en objeto de consumo, el hecho de que el excedente de labor no modifique la naturaleza, la «breve duración», de los propios productos, pierde importancia, y esta pérdida se manifiesta en la obra de Marx en el desprecio con que trata las elaboradas distinciones de sus predecesores entre labor productiva e improductiva o diestra e inhábil.
El motivo por el que los predecesores de Marx no supieran librarse de estas distinciones, que esencialmente son equivalentes a la más fundamental distinción entre trabajo y labor, no era que fueran menos «científicos», sino que aún escribían bajo el supuesto de la riqueza nacional. Para el establecimiento de la propiedad, la mera abundancia nunca es bastante; los productos de la labor no se hacen más duraderos por su abundancia, ni pueden «amontonarse» y almacenarse para convertirse en parte de la propiedad de un hombre. Por el contrario, existe gran probabilidad de que sólo desaparezcan en el proceso de apropiación o «perezcan inútilmente» si no se consumen «antes de que se estropeen».
15. Lo privado de la propiedad y riqueza
A primera vista parece extraño que una teoría que tan decisivamente concluía con la abolición de toda propiedad haya partido del establecimiento teórico de la propiedad privada. Sin embargo, esta extrañeza queda en cierto modo mitigada si recordamos el agudo aspecto polémico de la Edad Moderna con respecto a la propiedad, cuyos derechos se hicieron valer de manera explícita contra la esfera común y el Estado. Puesto que ninguna teoría política anterior al socialismo y comunismo había propuesto establecer una sociedad enteramente sin propiedad, y puesto que ningún gobierno antes del siglo XX había mostrado seria inclinación a expropiar a sus ciudadanos, el contenido de la nueva teoría no podía impulsarse basándose en la necesidad de proteger los derechos de la propiedad contra la posible intrusión de la administración gubernamental. La cuestión es que entonces, a diferencia de ahora en que todas las teorías de la propiedad están en evidente defensiva, los economistas no estaban a la defensiva, sino que, por el contrario, se manifestaban abiertamente hostiles a la esfera del gobierno que, como máximo, se consideraba un «mal necesario» y un «reflejo de la naturaleza humana»,[163] y, en el peor de los casos, como un parásito en la que sin él sería saludable vida de la sociedad.[164] Lo que la Época Moderna defendía con tanto ardor no era la propiedad, sino la búsqueda sin trabas de más propiedad o apropiación; contra todos los órganos que apoyaban la «muerta» permanencia de un mundo común, libraba sus batallas en nombre de la vida, de la vida de la sociedad.
No hay duda de que, debido a que el proceso natural de la vida se localiza en el cuerpo, no existe actividad más inmediatamente ligada a la vida que la laborante. A Locke no le satisfacía la tradicional explicación de la labor, según la cual es la natural e inevitable consecuencia dela pobreza y nunca un medio para suprimirla, ni la tradicional explicación del origen de la propiedad por medio de la adquisición, conquista u original división del mundo común.[165] Lo que verdaderamente le interesaba era la apropiación, y lo que había de buscar era una actividad de apropiación del mundo, cuyo carácter privado debía estar al mismo tiempo fuera de duda y disputa.
Evidentemente, nada más privado que las funciones corporales del proceso de la vida, sin excluir su fertilidad, y es digno de observarse que los pocos ejemplos en que incluso una «humanidad socializada» respeta e impone estrictamente lo privado, se refieren a esas «actividades» obligadas por el propio proceso de la vida. De éstas, la labor, porque es una actividad y no simplemente una función, es la menos privada, por decirlo así, la única en que no tenemos necesidad de ocultamos; sin embargo, se halla lo bastante próxima al proceso de la vida para admitir el argumento en favor de lo privado de la apropiación, diferenciado del muy distinto de lo privado de la propiedad.[166] Locke encontró la propiedad privada en la cosa más privada que se posee, es decir, en «la propiedad [del hombre] de su propia persona», o sea, de su propio cuerpo.[167] «La labor de nuestro cuerpo y el trabajo de nuestras manos» pasan a ser uno y lo mismo, ya que ambos son los «medios» para «apropiarse» de lo que «Dios… ha dado… en común a los hombres». Y estos medios, cuerpo, manos y boca, son los naturales apropiadores, ya que no «pertenecen en común a la humanidad», sino que se dan a cada hombre para su uso privado.[168]
De la misma manera que Marx introdujo una fuerza natural, la «fuerza de labor» del cuerpo, para explicar la productividad de la labor y el progresivo proceso de crecimiento de la riqueza, Locke, aunque menos explícito, tuvo que rastrear la propiedad hasta un origen natural de apropiación con el fin de abrir esas estables y mundanas fronteras que «entierran» la parte que cada persona posee privadamente del mundo «de lo común».[169] Marx tenía en común eón Locke su deseo de ver el proceso de crecimiento de la riqueza como un proceso natural que, de manera automática, seguía sus propias leyes y se hallaba al margen de decisiones y propósitos. La única actividad implicada en este proceso era una «actividad» corporal, cuyo natural funcionamiento no pudiera comprobarse ni aunque uno lo quisiera. Comprobar estas «actividades» es destruir la naturaleza, y, para la Época Moderna, aunque eso afirme la institución de la propiedad privada o lo considere un impedimento para el aumento de la riqueza, toda comprobación o control del proceso de la riqueza era equivalente al intento de destruir la propia vida de la sociedad.
El desarrollo de la Época Moderna y el auge de la sociedad, donde la más privada de todas las actividades humanas, la de laborar, ha pasado a ser pública y se le ha permitido establecer su propia esfera común, hacen dudoso que la existencia de la propi dad como lugar poseído privadamente dentro del mundo sea capaz de soportar el implacable proceso del crecimiento de la riqueza. No obstante, es cierto que el carácter privado de las pertenencias de uno, es decir, su completa independencia «de lo común», no podía garantizarse mejor que con la transformación de la propiedad en apropiación o con el «aislamiento de lo común», interpretado como el resultado, el «producto», de la actividad corporal. Bajo este aspecto, el cuerpo se convierte en la quintaesencia de toda propiedad, ya que es la única cosa que no se puede compartir aunque se desee hacerlo. De hecho nada es menos común y comunicable, y por eso de mayor escudo contra la visibilidad y audibilidad de la esfera pública, que le que ocurre dentro del cuerpo, sus placeres y dolores, su labora1 y consumir. Por lo mismo, nada arroja a uno de manera más radical del mundo que la exclusiva concentración en la vida del cuerpo, concentración obligada en la esclavitud o en el dolo: insoportable. Quien desee, por la razón que sea, hacer de la existencia humana algo «privado» por completo, independiente del mundo y sólo sabedor de su propio ser vivo, debe basar sus argumentos en estas experiencias; y puesto que el implacable esfuerzo de la labor del esclavo no es «natural» sino inventado por el hombre y en contradicción con la natural fertilidad del animal laborans, cuya fuerza no se agota ni se consume su tiempo cuando ha reproducido su propia vida, la experiencia «natural» en que radica la independencia del mundo tanto de los estoicos como de los epicúreos no es labor o esclavitud, sino dolor. La felicidad lograda en aislamiento del mundo y disfrutada en el interior de la privada existencia de uno mismo sólo puede ser la famosa «ausencia de dolor», definición con la que han de estar de acuerdo todas las variaciones de consistente sensualismo. El hedonismo, doctrina que sólo reconoce como reales las sensaciones del cuerpo, es la más radical forma de vida no política, absolutamente privada, verdadero cumplimiento de la frase de Epicuro lathe biōsas kai mē politeuesthai (“vivir oculto y no preocuparse del mundo”).
Por lo general, la ausencia de dolor no es más que la condición corporal para conocer el mundo; sólo si el cuerpo no está irritado y, con la irritación, vuelto sobre sí mismo, pueden funcionar normalmente nuestros sentidos, recibir lo que se les da. La ausencia de dolor se suele «sentir» sólo en el breve intermedio entre el dolor y el no-dolor, y la sensación que corresponde al concepto sensualista de felicidad surge del dolor más que de su ausencia. Está fuera de duda la intensidad de esta sensación; sólo la iguala la propia sensación de dolor.[170] El esfuerzo mental exigido por las filosofías que, por diversas razones, desean «liberar» al hombre del mundo, siempre es un acto de imaginación en el que la mera ausencia de dolor se experimenta y realiza en la sensación de quedar liberado de él.[171]
En cualquier caso, el dolor y la concomitante experiencia de liberarse de él son las únicas experiencias sensuales tan independientes del mundo que no contienen la experiencia de ningún objeto mundano. El dolor que causa una espada o el cosquilleo de una pluma de ave nada nos dice de la cualidad o incluso existencia de una espada o de una pluma.[172] Únicamente una irresistible desconfianza en la capacidad de los sentidos humanos para una adecuada experiencia del mundo —y dicha desconfianza es el origen de toda la filosofía moderna— explica la extraña e incluso absurda elección que emplea fenómenos —tales como el dolor o el cosquilleo, que impiden a nuestros sentidos funcionar con normalidad— a manera de ejemplo de toda experiencia sensual, de los que hace derivar la subjetividad de las cualidades «secundarias» e incluso «fundamentales». Si no tuviéramos otras percepciones que las sentidas por el propio cuerpo, la realidad del mundo exterior no sólo estaría abierta a la duda, sino que ni siquiera tendríamos noción del mundo.
La única actividad que corresponde estrictamente a la experiencia de no-mundanidad o, mejor dicho, a la pérdida del mundo tal como ocurre bajo el dolor, es la labor, donde el cuerpo humano, a pesar de su actividad, vuelve sobre sí mismo, se concentra sólo en estar vivo, y queda apresado en su metabolismo con la naturaleza sin trascender o liberarse del repetido ciclo de su propio funcionamiento. Mencionábamos antes el doble dolor relacionado con el proceso de la vida, para el que el lenguaje sólo tiene una palabra y que según la Biblia se impuso junto con la vida del hombre, el penoso esfuerzo requerido para la reproducción de la propia vida de uno y la de la especie. Si este penoso esfuerzo de vivir y fertilizar fuera el verdadero origen de la propiedad, lo privado de dicha propiedad estaría tan sin mundo como el sin par carácter privado de tener un cuerpo y experimentar dolor.
Este carácter privado, aunque esencialmente es lo privado de la apropiación, en modo alguno es lo que Locke, cuyos conceptos seguían siendo los de la tradición premoderna, entendía por propiedad privada. Sea cual sea su origen, esta propiedad era para él un «aislamiento de lo común», es decir, fundamentalmente un lugar en el mundo donde lo que es privado puede ocultarse y protegerse de la esfera pública. Como tal, permanecía en contacto con el mundo común incluso cuando el crecimiento de la riqueza y de la apropiación comenzó a amenazar con la extinción al mundo común. La propiedad no refuerza, sino que mitiga, la no-relación con el mundo del proceso de la labor, debido a su propia seguridad mundana. Por lo mismo, el carácter del proceso de laborar, la implacabilidad con que el propio proceso de la vida apremia y conduce a la labor, está contrarrestado por la adquisición de propiedad. En una sociedad de propietarios, a diferencia de otra de laborantes, sigue siendo el mundo, y no la abundancia natural ni la pura necesidad de la vida, el centro del cuidado y preocupación humanos.
El tema se hace diferente por completo si el principal interés ya no es la propiedad, sino el crecimiento de la riqueza y el proceso de acumulación como tal. Dicho proceso puede ser tan infinito como el de la vida de la especie, y su infinidad se ve constantemente desafiada e interrumpida por el molesto hecho de que los individuos privados no viven siempre ni tienen ante sí un tiempo infinito. Sólo si la vida de la sociedad como un todo, en lugar de las limitadas vidas de los individuos, se considera materia gigantesca del proceso de acumulación, puede éste proseguir plenamente libre y a toda velocidad, sin estar trabado por las limitaciones que impone el periodo de vida individual y la propiedad poseída individualmente. Sólo cuando el hombre no actúa como individuo, interesado únicamente en su propia supervivencia, sino como un «miembro de la especie», un Gattungswesen, como solía decir Marx, sólo cuando la reproducción de la vida individual queda absorbida por el proceso de la vida de la especie, puede el proceso de la vida colectiva de una «humanidad socializada» seguir su propia «necesidad», es decir, su automático curso de fertilidad en el doble sentido de multiplicación de vidas y de la creciente abundancia de bienes que ellas necesitan.
La coincidencia de la filosofía de la labor de Mar con las teorías de evolución y desarrollo del siglo XIX —la evolución natural de un proceso de vida singular desde las más bajas formas de vida orgánica hasta la aparición del animal humano y el histórico desarrollo de un proceso de vida de la humanidad como un todo— resulta sorprendente y ya fue observada por Engels, quien llamó a Marx «el Darwin de la historia». Lo que todas estas teorías en las diversas ciencias —economía, historia, biología, geología— tienen en común es el concepto de proceso, virtualmente desconocido antes de la Época Moderna. Puesto que el descubrimiento de los procesos por las ciencias naturales había coincidido con el hallazgo de la introspección en filosofía, es natural que el proceso biológico dentro de nosotros mismos se convirtiera finalmente en el mismo modelo del nuevo concepto; en el marco de las experiencias dadas a la introspección, no conocemos más proceso que el de la vida dentro de nuestros cuerpos, y la única actividad en la que podemos traducir y que corresponde a ella es la labor. De ahí que parezca casi inevitable que la igualdad de productividad con fertilidad en la filosofía de la labor propia de la Época Moderna se haya visto seguida por las diferentes variedades de filosofía de la vida que se basan en la misma igualdad.[173] La diferencia entre las primeras teorías de la labor y las últimas filosofías de la vida radica fundamentalmente en que éstas han perdido de vista la única actividad necesaria para mantener el proceso de la vida. Sin embargo, incluso esta pérdida parece corresponder al real desarrollo histórico que hizo más fácil la labor que antes y, por lo tanto, más similar al proceso de la vida que funciona automáticamente. Cuando a la vuelta del siglo (con Nietzsche y Bergson) se proclamó a la vida, y no a la labor, «creadora de todos los valores», esta glorificación del puro dinamismo del proceso de la vida excluía ese mínimo de iniciativa presente incluso en esas actividades en que, como el laborar y el procrear, la necesidad urge al hombre.
No obstante, ni el enorme incremento en la fertilidad ni la socialización del proceso, esto es, la sustitución de la sociedad o especie colectiva por el hombre individual, puede eliminar el estricto e incluso cruel carácter privado de la experiencia de los procesos corporales en los que la vida se manifiesta, o de la propia actividad de la labor. Ni la abundancia de bienes ni la disminución del tiempo requerido en la labor dan por resultado el establecimiento de un mundo común, y el expropiado animal laborans no deja de ser menos privado porque se le haya desprovisto de un lugar privado de su propiedad para ocultarse y protegerse de la esfera común. Marx predijo correctamente, aunque con injustificado júbilo, «el marchitamiento» de la esfera pública bajo condiciones de desarrollo no trabado de las «fuerzas productivas de la sociedad», y fue también justo, es decir, consecuente con su concepción del hombre como animal laborans, cuando vaticinó que los «hombres socializados» dedicarían su liberación del laborar a esas actividades estrictamente privadas y esencialmente no mundanas que llamamos hobbies.[174]
16. Los instrumentos del trabajo y la división de la labor
Por desgracia, parece estar en la naturaleza de las condiciones de la vida, tal como se ha concedido al hombre, la única posible ventaja de que la fertilidad de la fuerza laboral humana se base en su habilidad para hacer frente a las necesidades de más de un hombre o de una familia. Los productos de la labor, los productos del metabolismo del hombre con la naturaleza, no permanecen en el mundo lo bastante para convertirse en parte de él, y la propia actividad laborante, concentrada exclusivamente en la vida y en su mantenimiento, se olvida del mundo hasta el extremo de la no-mundanidad. El animal Zaborans, llevado por las necesidades de su cuerpo, no usa este cuerpo libremente como hace el homo faber con sus manos, sus herramientas primordiales, motivo por el que Platón decía que los laborantes y los esclavos no sólo estaban atados a la necesidad e incapacitados para la libertad, sino que tampoco podían dominar a la parte «animal» de ellos.[175] Una sociedad de masas de trabajadores, tal como Marx la tenía en mente cuando hablaba de «humanidad socializada», está compuesta de especímenes no mundanos de la especie de la humanidad, trátese de esclavos domésticos llevados a su situación por la violencia de otros, o de hombres libres que realizan sus funciones de manera voluntaria.
Esta no-mundanidad del animal laborans es diferente por completo de la activa huida de la publicidad del mundo, inherente a la actividad de las «buenas obras». El animal laborans no huye del mundo, sino que es expulsado de él en cuanto que está encerrado en lo privado de su propio cuerpo, atrapado en el cumplimiento de necesidades que nadie puede compartir y que nadie puede comunicar plenamente. El hecho de que la esclavitud y exilio en el hogar fueran la condición social de todos los trabajadores antes de la Época Moderna, se debe de modo fundamental a la propia condición humana; la vida, que para las demás especies animales es la misma esencia de su ser, se convierte en una carga para el hombre debido a su innata «repugnancia por la futilidad».[176] Dicha carga se hace más pesada debido a que ninguno de los llamados «deseos más excelsos» tiene la misma urgencia, y el hombre se ve obligado a llevarla por necesidad. La esclavitud se convirtió en la condición social de las clases laborales porque se la consideraba como la condición natural de la vida misma. Omnis vita servitium est.[177]
La carga de la vida biológica, que lastra y consume el período de vida humano entre el nacimiento y la muerte, sólo puede eliminarse con el empleo de sirvientes, y la función principal de los antiguos esclavos era más llevar la carga de consumo del hogar que producir para la sociedad en general.[178] El motivo de que la labor del esclavo desempeñara tan enorme papel en las sociedades antiguas y de que su improductividad y carácter antieconómico no se descubriera, radica en que las antiguas ciudades-estado eran principalmente «centros de consumo».[179] El precio pagado por liberar la carga de la vida de los hombros de los ciudadanos era enorme, y en modo alguno consistía sólo en la violenta injusticia de obligar a una parte de la humanidad a adentrarse en las tinieblas del dolor y de la necesidad. Puesto que estas tinieblas son naturales, inherentes a la condición humana —sólo el acto violento, cuando un grupo de hombres intenta liberarse de los grilletes sujetando a todos los demás al dolor y a la necesidad, es propio del hombre—, el precio exigido para liberarse por completo de la necesidad es, en un sentido, la propia vida, o más bien la institución de la vida real por la sufrida por otros. Bajo las condiciones de la esclavitud, el grande de la tierra podía incluso usar los sentidos de otros, podía «ver y oír mediante sus esclavos», como decía Herodoto.[180]
En su nivel más elemental, la «fatiga y molestia» de obtener y el placer de «incorporar» las necesidades de la vida están tan estrechamente unidos en el ciclo biológico de la vida, cuyo repetido ritmo condiciona a la vida humana en su único y lineal movimiento, que la perfecta eliminación del dolor y del esfuerzo laboral no sólo quitaría a la vida biológica sus más naturales placeres, sino que le arrebataría su misma viveza y vitalidad. La condición humana es tal que el dolor y el esfuerzo no son meros síntomas que se pueden suprimir sin cambiar la propia vida; son más bien los modos en que la vida, junto con la necesidad a la que se encuentra ligada, se deja sentir. Para los mortales, la «vida fácil de los dioses» sería una vida sin vida.
Porque nuestra confianza en la realidad de la vida y en la realidad del mundo no es la misma. La segunda procede fundamentalmente del carácter permanente y duradero del mundo, que es muy superior al de la vida mortal. Si uno supiera que el mundo iba a terminar con la muerte o poco después de morir uno, el mundo perdería toda su realidad, como la perdió para los primeros cristianos mientras estuvieron convencidos del inmediato cumplimiento de sus expectativas escatológicas. Por el contrario, la confianza en la realidad de la vida depende casi de modo exclusivo de la intensidad con que se sienta la vida, de la fuerza con que ésta se deje sentir. Dicha intensidad es tan grande y su fuerza tan elemental que siempre que prevalece, tanto en la felicidad como en el pesar, oscurece la restante realidad del mundo. Se ha observado con frecuencia que la vida del rico pierde en vitalidad, en proximidad a las «buenas cosas» de la naturaleza, lo que gana en refinamiento, en sensibilidad con respecto a las cosas hermosas del mundo. El hecho es que la capacidad humana para la vida en el mundo lleva siempre consigo una habilidad para trascender y para alienarse de los procesos de la vida, mientras que la vitalidad y viveza sólo pueden conservarse en la medida en que el hombre esté dispuesto a tomar sobre sí la carga, fatiga y molestia de la vida.
Es cierto que el enorme progreso de nuestros instrumentos de labor —los mudos robots con que el homo faber va en ayuda del animal laborans, a diferencia de los instrumentos humanos y vocales (los instrumentum vocale, como se llamaba a los esclavos en los antiguos hogares) a quienes el hombre de acción tenía que dominar y oprimir cuando quería liberar al animal laborans de su servidumbre— han hecho más fácil y menos penosa la doble labor de la vida: el esfuerzo para su mantenimiento y el dolor del nacimiento. Naturalmente, esto no ha eliminado el apremio de la actividad laboral o la condición de estar sujeto a las necesidades de la vida humana. Pero, a diferencia de la sociedad esclavista, donde la «maldición» de la necesidad seguía siendo una vívida realidad, debido a que la vida de un esclavo atestiguaba a diario que la «vida es esclavitud», esta condición ya no está plenamente manifiesta y su no-apariencia la ha hecho más difícil de observar y recordar. El peligro es claro. El hombre no puede ser libre si no sabe que está sujeto a la necesidad, debido a que gana siempre su libertad con sus intentos nunca logrados por entero de liberarse de la necesidad. Y si bien puede ser cierto que su impulso más fuerte hacia esa liberación procede de su «repugnancia por la futilidad», también es posible que el impulso pueda debilitarse si esta «futilidad» se muestra más fácil, requiere menos esfuerzo. Porque es muy probable que los enormes cambios de la revolución industrial y los aún mayores de la revolución atómica seguirán siendo cambios para el mundo, y no para la básica condición de la vida humana en la Tierra.
Los utensilios e instrumentos que facilitan de modo considerable el esfuerzo de la labor no son en sí mismos producto de la labor, sino del trabajo; no pertenecen al proceso del consumo, sino que son parte y parcela del mundo de los objetos usados. Su papel, dejando aparte su importancia en la labor de una determinada civilización, nunca puede ser tan fundamental como el de los útiles de toda clase de trabajo. Ningún trabajo puede realizarse sin útiles, y el nacimiento del homo faber y de un mundo de cosas hecho por el hombre son contemporáneos del descubrimiento de los útiles e instrumentos. Desde el punto de vista de la labor, los útiles fortalecen y multiplican la fuerza humana hasta el punto de casi reemplazarla, como en todos los casos en que las fuerzas naturales, la domesticación de animales o la energía hidráulica o la electricidad, y no las simples cosas materiales, caen bajo el dominio humano. Por lo mismo, incrementan la natural fertilidad del animal laborans y proporcionan abundancia de bienes de consumo. Pero todos estos cambios son de orden cuantitativo, mientras que la calidad de las cosas fabricadas, desde el más sencillo objeto de uso hasta la obra maestra artística, depende íntimamente de la existencia de instrumentos adecuados.
Más aún, las limitaciones de los instrumentos para facilitar la vida laboral —el simple hecho de que los servicios de un sirviente no se pueden reemplazar enteramente por un centenar de artefactos en la cocina ni media docena de robots en la bodega— son de naturaleza fundamental. Una curiosa e inesperada prueba de esto es que hace miles de años pudo predecirse el fabuloso desarrollo moderno de los utensilios y máquinas. Con tono medio fantástico, medio irónico, Aristóteles imaginó lo que un día sería realidad, o sea, que «cada utensilio podría desempeñar su propio trabajo cuando se le ordenara… como las estatuas de Dédalo o los trípodes de Hefesto, que, según el poeta, entraron por su propio acuerdo en la asamblea de los dioses». Entonces, «la lanzadera tejería y el plectro tocarla la lira sin que una mano les guiara». Esto, sigue diciendo, significaría que el artesano ya no necesitaría ayudantes humanos, pero no que pudiera prescindirse de los esclavos domésticos. Porque los esclavos no son instrumentos de fabricación de cosas o de producción, sino de vida, que consume constantemente sus servicios.[181] El proceso de fabricar una cosa es limitado Y la función del instrumento acaba con el producto terminado; el proceso de vida que requiere el laborar es una actividad interminable y el único «instrumento» que le igualara tendría que ser un perpetuum mobile, es decir, el instrumentum vocale, tan vivo y «activo» como el organismo al que sirve. Debido precisamente a que de los «instrumentos de la casa nada resulta a excepción del uso de la propia posesión», no pueden reemplazarse por útiles e instrumentos de elaboración «de los que resulta algo más que el mero uso del instrumento».[182]
Mientras que útiles e instrumentos, concebidos para producir más y algo por completo diferente de su mero uso, son de importancia secundaria para el laborar, no se puede decir lo mismo con respecto al otro gran principio del proceso de la labor humana, el de la división de la labor, que surge directamente del proceso laborante y que no ha de confundirse con el principio en apariencia similar de la especialización, que prevalece en los procesos del trabajo y con el que se suele igualar la especialización del trabajo y la división de la labor sólo tienen en común el principio general de organización, que en sí nada tiene que ver con el trabajo o con la labor, sino que debe su origen a la esfera estrictamente política de la vida, al hecho de la capacidad del hombre para actuar y hacerlo junto y de acuerdo con otros. Sólo dentro del marco de la organización política, donde los hombres no viven meramente, sino que actúan en común, cabe la especialización del trabajo y la división de la labor.
Sin embargo, mientras que la especialización del trabajo está esencialmente guiada por el producto acabado, cuya naturaleza requiere diferentes habilidades que han de organizarse juntas, la división de la labor, por el contrario, presupone la cualitativa equivalencia de las actividades singulares para las que no se requiere especial destreza, y dichas actividades no tienen fin en sí mismas, sino que representan ciertas cantidades de fuerza laboral que se suman juntas de manera puramente cuantitativa. La división de la labor se basa en el hecho de que dos hombres pueden unir su fuerza laboral y «comportarse mutuamente como si fueran uno».[183] Esta unidad es exactamente lo opuesto a cooperación, indica la unidad de la especie con respecto a la cual todo miembro es el mismo e intercambiable. (La formación de una labor colectiva donde los laborantes estén socialmente organizados de acuerdo con este principio de común y divisible poder laboral, es lo opuesto a las varias organizaciones de trabajadores, desde los antiguos gremios y corporaciones hasta ciertos tipos de sindicatos modernos, cuyos miembros están unidos por la destreza y especialización que los diferencia de los demás). Puesto que ninguna de las actividades en las que se divide el proceso tiene un fin en sí misma, su fin «natural» es exactamente el mismo que en el caso de la labor «no dividida»: la simple reproducción de los medios de subsistencia, es decir, la capacidad de consumo de los laborantes, o el agotamiento de la fuerza de labor humana. Ninguna de estas dos limitaciones es final: el agotamiento es parte del proceso individual de la vida, no del colectivo, y el sujeto del proceso laborante bajo las condiciones de la división de la labor es una fuerza laboral colectiva, no individual. El carácter inagotable de esta fuerza laboral corresponde exactamente a la no-mortalidad de la especie, cuyo proceso de vida como un todo no queda interrumpido por los nacimientos y muertes individuales.
Más grave parece la limitación impuesta por la capacidad para consumir, que sigue ligada al individuo incluso cuando una fuerza colectiva de labor reemplaza al poder individual de labor. El progreso de la acumulación de riqueza puede ser ilimitado en una «humanidad socializada» que se ha zafado de las limitaciones de la propiedad individual y superado la limitación de apropiación individual disolviendo toda la riqueza estable, la posesión de cosas «amontonadas» y «almacenadas», en dinero para gastar y consumir. Vivimos ya en una sociedad donde la riqueza se calcula en términos de ganancias y gastos, que no son más que modificaciones del doble metabolismo del cuerpo humano. Por lo tanto, el problema consiste en concertar el consumo individual con una ilimitada acumulación de riqueza.
Puesto que la humanidad como un todo está muy lejos de haber alcanzado el límite de la abundancia, el modo de que se vale la sociedad para superar esta natural limitación de su propia fertilidad sólo es posible captarlo a modo de ensayo y a escala nacional. La solución parece ser bastante sencilla. Consiste en tratar todos los objetos usados como si fueran bienes de consumo, de manera que una silla o una mesa se consuman tan rápidamente como un vestido y éste se gaste casi tan de prisa como el alimento. Esta forma de intercambio con las cosas del mundo es perfectamente adecuada al modo en que son producidas. La revolución industrial ha reemplazado la artesanía por la labor, con el resultado de que las cosas del Mundo Moderno se han convertido en productos de la labor cuyo destino natural consiste en ser consumidos, en vez de productos del trabajo destinados a usarlos. De la misma manera que los útiles e instrumentos, aunque procedentes del trabajo, siempre se emplearon también en los procesos de la labor, así la división de ésta; enteramente apropiada y concertada con el proceso laboral, ha pasado a ser una de las principales características de los procesos del trabajo moderno, o sea, de la fabricación y producción de objetos de uso. La división de la labor, más que la creciente mecanización, ha reemplazado a la rigurosa especialización que anteriormente requería la artesanía. Ésta sólo se necesita para el diseño y fabricación de modelos antes de pasar a la producción masiva, que también depende de útiles y maquinaria. Pero, además, la producción masiva sería imposible sin reemplazar a los trabajadores y a la especialización por laborantes y la división de la labor.
Útiles e instrumentos disminuyen el dolor y el esfuerzo y, por lo tanto, modifican las maneras en que la urgente necesidad inherente a la labor se manifestó anteriormente. No cambian la necesidad; únicamente sirven para ocultarla de nuestros sentidos. Algo similar puede decirse de los productos de la labor, que no se hacen más duraderos con la abundancia. El caso es distinto por completo en la correspondiente transformación moderna del proceso del trabajo por la introducción del principio de la división de la labor. Ahí, la misma naturaleza del trabajo queda modificada y el proceso de producción, aunque en modo alguno produce objetos para el consumo, asume el carácter de labor. Aunque las máquinas nos han obligado a un ritmo de repetición infinitamente más rápido que el prescrito ciclo de los procesos naturales —y esta aceleración específicamente moderna es, por desgracia, apta para hacemos despreciar el carácter repetitivo de todo laborar—, la repetición y la interminabilidad del proceso ponen una inconfundible marca de labor. Esto es incluso más evidente en los objetos de uso producidos por estas técnicas de labor. Su misma abundancia los transforma en bienes de consumo. La interminabilidad del proceso laborante está garantizada por las siempre repetidas necesidades de consumo; la interminabilidad de la producción sólo puede asegurarse si sus productos pierden su carácter de uso y cada vez se hacen más objetos de consumo, o bien si, para decirlo de otro modo, la proporción de uso queda tan tremendamente acelerada que la objetiva diferencia entre uso y consumo, entre la relativa duración de los objetos de uso y el rápido ir y venir de los bienes de consumo, disminuye hasta la insignificancia.
En nuestra necesidad de reemplazar cada vez más rápidamente las cosas que nos rodean, ya no podemos permitirnos usarlas, respetar y preservar su inherente carácter durable; debemos consumir, devorar, por decirlo así, nuestras casas, muebles y coches, como si fueran las «buenas cosas» de la naturaleza que se estropean inútilmente si no se llevan con la máxima rapidez al interminable ciclo del metabolismo del hombre con la naturaleza. Es como si hubiéramos derribado las diferenciadas fronteras que protegían al mundo, al artificio humano, de la naturaleza, tanto el biológico proceso que prosigue su curso en su mismo centro como los naturales procesos cíclicos que lo rodean, entregándoles la siempre amenazada estabilidad de un mundo humano.
Los ideales del homo faber, el fabricador del mundo, que son la permanencia, estabilidad y carácter durable, se han sacrificado a la abundancia, ideal del animal laborans. Vivimos en una sociedad de laborantes debido a que sólo el laborar, con su inherente fertilidad, es posible que origine abundancia; y hemos cambiado el trabajo por el laborar, troceándolo en minúsculas partículas hasta que se ha prestado a la división, donde el común denominador de la más sencilla realización se alcanza con el fin de eliminar de la senda de la fuerza laboral humana —que es parte de la naturaleza e incluso quizá la más poderosa de todas las fuerzas naturales— el obstáculo de la «no natural» y puramente mundana estabilidad del artificio humano.
17. Una sociedad de consumidores
Se dice con frecuencia que vivimos en una sociedad de consumidores, y puesto que, como hemos visto, labor y consumo no son más que dos etapas del mismo proceso, impuesto al hombre por la necesidad de la vida, se trata tan sólo de otra manera de decir que vivimos en una sociedad de laborantes. Esta sociedad no ha surgido de la emancipación de las clases laborales, sino de la emancipación de la propia actividad laboral, que precedió en varios siglos a la emancipación política de los laborantes. La cuestión no es que por primera vez en la historia se admitiera y concediera a los laborantes iguales derechos en la esfera pública, sino que casi hemos logrado nivelar todas las actividades humanas bajo el común denominador de asegurar los artículos de primera necesidad y procurar que abunden. Cualquier cosa que hacemos, se supone que la hacemos para «ganarnos la vida»; tal es el veredicto de la sociedad, y el número de personas capaz de desafiar esta creencia ha disminuido rápidamente. La única excepción que la sociedad está dispuesta a conceder es el artista, quien, estrictamente hablando, es el único «trabajador» que queda en la sociedad laborante. La misma tendencia a considerar todas las actividades como un medio de ganarse la vida se manifiesta en las actuales teorías laborales, que casi de manera unánime definen la labor como lo contrario de diversión. De ahí que todas las actividades serias, prescindiendo de sus frutos, se llaman labor, y toda actividad que no es necesaria para la vida del individuo o para el proceso de vida de la sociedad se clasifica en la categoría de la mera diversión.[184] En estas teorías, que al hacerse eco de la opinión corriente que se da en una sociedad la agudizan y la llevan a su inherente extremo, ni siquiera queda el «trabajo» del artista; se disuelve en diversión y pierde su significado mundano. Esta característica «divertida» del artista se considera que desempeña la misma función en el proceso de la vida laborante de la sociedad que la de jugar al tenis o tener un hobby en la vida del individuo. La emancipación de la labor no ha dado como resultado la igualdad de esta actividad con las otras de la vita activa, sino casi su indisputado predominio. Desde el punto de vista de «ganarse la vida», toda actividad no relacionada con la labor se convierte en hobby.[185]
Para disipar la aparente credibilidad de esta autointerpretación del hombre moderno, cabe recordar que todas las civilizaciones anteriores a la nuestra hubieran estado de acuerdo con Platón en que el «arte de ganar dinero» (technē mistharnētikē) no guarda relación alguna con el contenido real de artes como la medicina, navegación o arquitectura, que eran atendidas con recompensas monetarias. Para explicar esta recompensa monetaria que sin duda es de naturaleza distinta por completo a la salud, objeto de la medicina, a la erección de edificios, objeto de la arquitectura, Platón introdujo un nuevo arte que les acompañara. Este arte adicional en modo alguno se entiende como el elemento de labor de las artes libres, sino, por el contrario, como el único mediante el cual el «artista», el trabajador profesional, como diríamos, se mantiene libre de la necesidad de laborar.[186] Dicho arte se encuentra en la misma categoría que el requerido por el dueño de una familia, quien ha de saber cómo ejercer autoridad y usar la violencia en su gobierno sobre los esclavos. Su objetivo es librarse de tener que «ganarse la vida», y los objetivos de las demás artes están incluso más alejados de esta necesidad elemental.
La emancipación de la labor y la concomitante emancipación de las clases laborantes de la opresión y explotación, sin duda alguna significó un progreso hacia la no-violencia. Mucho menos cierto es que también significó lo mismo hacia la libertad. Ninguna violencia ejercida por el hombre, excepto la empleada en la tortura, puede igualar la fuerza natural que ejerce la propia necesidad. Por esta razón los griegos derivaron la palabra que designaba a la tortura de la necesidad, llamándola anagkai, y no de bia, empleada para designar la violencia ejercida por el hombre sobre el hombre, y también es la razón de que a lo largo de la antigüedad occidental la tortura, la «necesidad que ningún hombre puede soportar», se aplicara sólo a los esclavos, que de todos modos estaban sujetos a la necesidad.[187] El arte de la violencia, de la guerra, de la piratería y, finalmente, del gobierno absoluto, llevaron a los derrotados a servir a los vencedores, con lo que éstos tuvieron en suspenso a la necesidad durante el período más largo de la historia.[188] La Época Moderna, mucho más marcadamente que el cristianismo, ha traído —junto con la glorificación de la labor— una tremenda degradación en la estimación de estas artes y un menor pero no menos importante decrecimiento en el empleo de los instrumentos de violencia en los asuntos humanos en general.[189] La elevación de la labor y la necesidad inherente al metabolismo laborante con la naturaleza parecen estar íntimamente relacionadas con la degradación de todas las actividades que surgen directamente de la violencia, como el empleo de la fuerza en las relaciones humanas, o que contienen en sí mismas un elemento de violencia que, como ya veremos, es el caso de toda habilidad en la elaboración de cosas. Es como si la creciente eliminación de la violencia en la Época Moderna abriera casi de manera automática las puertas para la reentrada de la necesidad en su nivel más elemental. Lo que ya ocurrió una vez en la historia, en los siglos de la decadencia del Imperio Romano, puede estar sucediendo de nuevo. Incluso entonces, la labor pasó a ser una ocupación de las clases libres, «sólo para llevarles las obligaciones de las clases serviles».[190]
El peligro de que la emancipación de la labor en la Época Moderna no sólo fracase en asentar un periodo de libertad para todos, sino que por el contrario lleve por primera vez a la humanidad bajo el yugo de la necesidad, lo vio claramente Marx cuando insistió en que el objetivo de una revolución no podía ser la emancipación ya lograda de las clases laborantes, sino que el hombre se emancipara de la labor. A primera vista este objetivo parece utópico, el único elemento estrictamente utópico de las enseñanzas de Marx.[191] La emancipación de la labor, según el propio Marx, es la emancipación de la necesidad, y esto significaría en último término la emancipación también del consumo, es decir, del metabolismo con la naturaleza que es la condición misma de la vida humana.[192] Sin embargo, el desarrollo de la última década, y en especial las posibilidades que se abren mediante el posterior avance de la automatización, nos autoriza a preguntarnos si la utopía de ayer no se convertirá en realidad mañana, de tal manera que finalmente sólo quede de la «fatiga y molestia» inherente al ciclo biológico a cuyo motor está ligada la vida humana el esfuerzo del consumo.
No obstante, ni siquiera esta utopía podría cambiar la esencial futilidad mundana del proceso de la vida. Las dos etapas por las que ha de pasar el siempre repetido ciclo de la vida biológica, las etapas de labor y consumo, pueden modificar su proporción hasta el punto de que casi toda la «fuerza de labor» humana se gaste en consumo, con el concomitante y grave problema social del ocio, es decir, el problema de cómo proporcionar la suficiente oportunidad al agotamiento diario para que conserve intacta su capacidad de consumo.[193] El consumo sin dolor y sin esfuerzo no cambiarla, sino que incrementarla, el carácter devorador de la vida biológica hasta que una humanidad «liberada» por completo de los grilletes del dolor y del esfuerzo quedaría libre para «consumir» el mundo entero y reproducir a diario todas las cosas que deseara consumir. Carecería de importancia para el mundo la cantidad de cosas que aparecerían y desaparecerían diariamente y a cada hora en el proceso de la vida de tal sociedad, siempre que el mundo y su carácter de cosa pudiera soportar el derrochador dinamismo de un proceso de vida enteramente motorizado. El peligro de la futura automatización radica menos en la tan deplorada mecanización y artificialización de la vida natural, que en el hecho de que toda la productividad humana, a pesar de su artificialidad, quedara absorbida en un proceso de vida enormemente intensificado y siguiera de manera automática, sin dolor ni esfuerzo, su siempre repetido ciclo natural. El ritmo de las máquinas ampliarla e intensificaría grandemente el ritmo natural de la vida, pero no cambiaría, sino que baria más mortal, el principal carácter de la vida con respecto al mundo, que es desgastar la «durabilidad».
Hay un largo camino entre la gradual disminución de las horas de trabajo, que ha progresado de manera constante desde casi hace un siglo, y esta utopía. Más aún, se ha exagerado el valor del progreso, ya que se midió tomando como base las inhumanas condiciones de la explotación que prevalecían durante las primeras etapas del capitalismo. Si pensamos en períodos más prolongados, la suma total y al año del tiempo libre individual disfrutado en el presente parece menos un logro de la modernidad que una demorada aproximación a la normalidad.[194] En éste como en otros aspectos, la consideración que nos merece una verdadera sociedad de consumidores resulta más alarmante como ideal de la actual sociedad que como realidad ya existente. El ideal no es nuevo; estaba claramente indicado en el indisputable supuesto de la economía política clásica, según el cual el objetivo último de la vita activa es el aumento de la riqueza, la abundancia y la «felicidad del mayor número». Y qué otro es el ideal de la moderna sociedad sino el viejo ensueño de los pobres y menesterosos (cuyo encanto dura sólo mientras se mantiene como ensueño) de volver a la felicidad ilusoria en cuanto se realice dicho ideal.
La esperanza que inspiró a Marx y a los mejores hombres de los varios movimientos obreros —la de que el tiempo libre emancipará finalmente a los hombres de la necesidad y hará productivo al animal laborans— se basa en la ilusión de una mecanicista filosofía que da por sentado que la fuerza de la labor, como cualquier otra energía, no puede perderse, de modo que si no se gasta y agota en las pesadas faenas de la vida nutre automáticamente a otras actividades «más elevadas». Sin duda, el modelo de esta esperanza de Marx es la Atenas de Pericles que, en el futuro, con ayuda de la incrementada productividad de la labor humana, no necesitaría esclavos para mantenerse y sería una realidad a pesar de eso. Cien años después de Marx sabemos que ese razonamiento es una falacia; el tiempo de ocio del animal laborans siempre se gasta en el consumo, y cuanto más tiempo le queda libre, más ávidos y vehementes son sus apetitos. Que estos apetitos se hagan más adulterados, de modo que el consumo no quede restringido a los artículos de primera necesidad, sino que por el contrario se concentre principalmente en las cosas superfluas de la vida, no modifica el carácter de esta sociedad que contiene el grave peligro de que ningún objeto del mundo se libre del consumo y de la aniquilación a través de éste.
La incómoda verdad de esta cuestión es que el triunfo logrado por el mundo moderno sobre la necesidad se debe a la emancipación de la labor, es decir, al hecho de que al animal laborans se le permitió ocupar la esfera pública; y sin embargo, mientras el animal laborans siga en posesión de dicha esfera, no puede haber auténtica esfera pública, sino sólo actividades privadas abiertamente manifestadas. El resultado es lo que llamamos con eufemismo cultura de masas, y su enraizado problema es un infortunio universal que se debe, por un lado, al perturbado equilibrio entre labor y consumo y, por el otro, a las persistentes exigencias del animal laborans para alcanzar una felicidad que sólo puede lograrse donde los procesos de agotamiento y regeneración de la vida, del dolor y de librarse de él, encuentren un perfecto equilibrio. La universal demanda de felicidad y el ampliamente repartido infortunio en nuestra sociedad (y éstos son sólo dos lados de la misma moneda) se encuentran entre las señales más persuasivas de que hemos comenzado a vivir en una sociedad de labor a la que falta bastante actividad laboral para mantenerla satisfecha. Ya que sólo el animal laborans, no el artesano o el hombre de acción, ha exigido ser «feliz» o creído que los hombres mortales pudieran ser felices.
Uno de los signos de peligro más claros en el sentido de que tal vez estamos acuñando el ideal del animal laborans, es el grado en que nuestra economía se ha convertido en una economía de derroche, en la que las cosas han de ser devoradas y descartadas casi tan rápidamente como aparecen en el mundo, para que el propio proceso no termine en repentina catástrofe. Pero si el ideal existiera ya y fuéramos verdaderos miembros de una sociedad de consumidores, dejaríamos de vivir en un mundo y simplemente seríamos arrastrados por un proceso en cuyo ciclo siempre repetido las cosas aparecen y desaparecen, se manifiestan y desvanecen, nunca duran lo suficiente para rodear al proceso de la vida.
El mundo, el hogar levantado por el hombre en la Tierra y hecho con el material que la naturaleza terrena entrega a las manos humanas, está formado no por cosas que se consumen, sino por cosas que se usan. Si la naturaleza y la Tierra constituyen por lo general la condición de la vida humana, entonces el mundo y las cosas de él constituyen la condición bajo la que esta vida específicamente humana pueda estar en el hogar sobre la Tierra. La naturaleza vista con los ojos del animal laborans es la gran proveedora de todas las «cosas buenas» que pertenecen por igual a todos sus hijos, quienes «[las] sacan de sus [de la naturaleza] manos» y las «mezclan con» ellos mediante la labor y el consumo.[195] La misma naturaleza vista con los ojos del homo faber, o sea, del constructor del mundo, «proporciona sólo materiales casi sin valor en sí mismos», valorizados por entero con el trabajo realizado sobre ellos.[196] Sin sacar las cosas de las manos de la naturaleza, y sin defenderse de los naturales procesos de crecimiento y decadencia, el animal laborans no podría sobrevivir. Pero sin sentirse a gusto en medio de las cosas cuyo carácter duradero las hace adecuadas para el uso y para erigir un mundo cuya misma permanencia está en directo contraste con la vida, esta vida no sería humana.
Cuanto más fácil se haga la vida en una sociedad de consumidores o laborantes, más difícil será seguir conociendo las urgencias de la necesidad, e incluso cuando existe dolor y esfuerzo, las manifestaciones exteriores de la necesidad apenas son observables. El peligro radica en que tal sociedad, deslumbrada por la abundancia de su creciente fertilidad y atrapada en el suave funcionamiento de un proceso interminable, no sea capaz de reconocer su propia futilidad, la futilidad de una vida que «no se fija o realiza en una circunstancia permanente que perdure una vez transcurrida la [su] labor».[197]
CAPÍTULO IV TRABAJO
18. El carácter duradero del mundo
El trabajo de nuestras manos, a diferencia del trabajo de nuestros cuerpos —el homo faber que fabrica y literalmente «trabaja sobre»[198] diferenciado del animal laborans que labora y «mezcla con»—, fabrica la interminable variedad de cosas cuya suma total constituye el artificio humano. Principalmente, aunque no de manera exclusiva, se trata de objetos para el uso que tienen ese carácter durable exigido por Locke para el establecimiento de la propiedad, el «valor» que Adam Smith necesitaba para el intercambio mercantil, y que dan testimonio de productividad, que para Marx era prueba de naturaleza humana. Su adecuado uso no las hace desaparecer y dan al artificio humano la estabilidad y solidez sin las que no merecerían confianza para albergar a la inestable y mortal criatura que es el hombre.
El carácter duradero del artificio humano no es absoluto, ya que el uso que hacemos de él, aunque no lo consumamos, lo agota. El proceso de la vida que impregna todo nuestro ser lo invade también, y aunque no usemos las cosas del mundo, finalmente también decaen, vuelven al total proceso natural del que fueron sacadas y contra el que fueron erigidas. Abandonada a sí misma o descartada del mundo humano, la silla volverá a ser madera, la madera se deshará y volverá a la tierra, de donde surgió el árbol que fue talado para convertirse en el material sobre el que trabajar y con el que construir. Pero aunque éste sea el inevitable fin de todas las cosas del mundo, su signo de ser productos de un hacedor mortal, no es tan cierto el destino final del propio artificio humano, ya que todas las cosas se reemplazan constantemente con el cambio de las generaciones que llegan, habitan el mundo hecho por el hombre y se van. Más aún, mientras que el uso está sujeto a consumir estos objetos, este fin no es su destino en el sentido que tiene la destrucción de ser el fin inherente a todas las cosas de consumo. Lo que el uso agota es el carácter duradero.
Este carácter duradero da a las cosas del mundo su relativa independencia con respecto a los hombres que las producen y las usan, su «objetividad» que las hace soportar, «resistir»[199] y perdurar, al menos por un tiempo, a las voraces necesidades y exigencias de sus fabricantes y usuarios. Desde este punto de vista, las cosas del mundo tienen la función de estabilizar la vida humana, y su objetividad radica en el hecho de que —en contradicción con la opinión de Heráclito de que el mismo hombre nunca puede adentrarse en el mismo arroyo— los hombres, a pesar de su siempre cambiante naturaleza, pueden recuperar su unicidad, es decir, su identidad, al relacionarla con la misma silla y con la misma mesa. Dicho con otras palabras, contra la subjetividad de los hombres se levanta la objetividad del mundo hecho por el hombre más bien que la sublime indiferencia de una naturaleza intocada, cuya abrumadora fuerza elemental, por el contrario, les obligaría a girar inexorablemente en el círculo de su propio movimiento biológico, tan estrechamente ajustado al movimiento cíclico total de la familia de la naturaleza. Sólo nosotros, que hemos erigido la objetividad de un mundo nuestro a partir de lo que nos da la naturaleza, que lo hemos construido en el medio ambiente de la naturaleza para protegernos de ella, podemos considerar a la naturaleza como algo «objetivo». Sin un mundo entre los hombres y la naturaleza, existe movimiento eterno, pero no objetividad.
Aunque el uso y el consumo, como el trabajo y la labor, no son lo mismo, parecen coincidir en ciertas zonas importantes a tal extremo que está muy justificado el unánime acuerdo, tanto por la opinión pública como por la erudita, de identificar estas dos diferentes materias. En efecto, el uso contiene un elemento de consumo en la medida en que el proceso de desgaste se realiza mediante el contacto del objeto de uso con el organismo vivo de consumo, y cuanto más próximo sea el contacto entre el cuerpo y la cosa usada, más apropiada parecerá una igualdad de ambos. Si, por ejemplo, uno interpreta la naturaleza de los objetos de uso en términos de indumentaria; se sentirá tentado a sacar la conclusión de que el uso no es más que consumo a paso más lento. Contra esto se levanta lo mencionado anteriormente, que la destrucción, aunque inevitable, es contingente al uso e inherente al consumo. Lo que diferencia al par de zapatos más endeble de los simples bienes de consumo es que los zapatos no se estropean si no los llevo, que tienen su propia independencia, por modesta que sea, que les capacita para sobrevivir incluso durante considerable tiempo a la cambiante disposición de ánimo de su dueño. Usados o no, permanecerán en el mundo durante cierto tiempo, a menos que los destruya el desenfreno.
Cabe presentar un argumento similar, aunque más famoso y adecuado, en favor de la identificación de labor y trabajo. La labor del hombre más necesaria y elemental, el cultivo del suelo, parece un perfecto ejemplo de labor transformándose en trabajo. Parece así porque el cultivo del suelo, a pesar de su estrecha relación con el ciclo biológico y su total dependencia del más amplio ciclo de la naturaleza, no deja tras sí ningún producto que sobreviva a su propia actividad y suponga una durable suma al artificio humano: la misma tarea, realizada año sí, año no, transformaría finalmente lo yermo en tierra de cultivo. Precisamente por esta razón, este ejemplo figura de manera destacada en todas las teorías antiguas y modernas sobre la labor. Sin embargo, a pesar de la innegable similitud y aunque sin duda la consagrada dignidad de la agricultura deriva de que el cultivo del suelo no sólo proporciona los medios de subsistencia, sino que en este proceso prepara también a la tierra para la edificación del mundo, incluso en este caso la distinción sigue estando clara: la tierra cultivada no es, propiamente hablando, un objeto de uso con su propio carácter durable y que para su permanencia no requiera más que el ordinario cuidado de conservación; el suelo cultivado, para seguir así, exige laborado a su debido tiempo. Dicho con otras palabras, una verdadera reificación, en la que nunca se da que la existencia de la cosa producida queda asegurada de manera definitiva; ha de ser reproducida una y otra vez para que permanezca en el mundo humano.
19. Reificación
La fabricación, el trabajo del homo faber, consiste en reificación. La solidez, inherente a todas las cosas, incluso las más frágiles, procede del material trabajado, pero este material en sí no se da simplemente, como los frutos del campo y los árboles que podemos coger o dejar sin modificar la familia de la naturaleza. El material ya es un producto de las manos humanas que lo han sacado de su lugar natural, ya matando un proceso de vida, como el caso del árbol que debemos destruir para que nos proporcione madera, o bien interrumpiendo uno de los procesos más lentos de la naturaleza, como el caso del hierro, piedra o mármol, arrancados de las entrañas de la Tierra. Este elemento de violación y de violencia está presente en toda fabricación, y el homo faber, creador del artificio humano, siempre ha sido un destructor de la naturaleza. El animal laborans, que con su cuerpo y la ayuda de animales domesticados nutre la vida, puede ser señor y dueño de todas las criaturas vivientes, pero sigue siendo el siervo de la naturaleza y de la Tierra; sólo el homo faber se comporta como señor y amo de toda la Tierra. Desde que se consideró su productividad a imagen de Dios-Creador, de manera que donde Dios crea ex nihilo, el hombre lo hace a partir de una determinada sustancia, la productividad humana quedó por definición sujeta a realizar una rebelión de Prometeo, ya que podía erigir un mundo hecho por el hombre sólo tras haber destruido parte de la naturaleza creada por Dios.[200]
La experiencia de esta violencia es la más elemental de la fuerza humana y, por lo tanto, lo opuesto al doloroso y agotador esfuerzo que se siente en la pura labor. Puede proporcionar seguridad y satisfacción, incluso convertirse en fuente de autoconfianza a lo largo de la vida, todo lo cual es muy diferente del deleite que cabe esperar de una vida de labor y fatiga o del pasajero, aunque intenso, placer del propio laborar que surge cuando el esfuerzo se coordina y ordena rítmicamente, y que en esencia es el mismo placer que se siente en los demás movimientos corporales. La mayoría de las descripciones sobre la «alegría del trabajo», si no son tardíos reflejos de la bíblica felicidad de la vida y de la muerte y no confunden el orgullo de haber hecho una tarea con el «júbilo» de realizarla, se relacionan con la soberbia sentida al ejercer una violenta fuerza que le sirve al hombre para medirse ante el abrumador poder de los elementos y que, mediante el astuto invento de ciertos útiles, sabe cómo multiplicarla más allá de su natural medida.[201] La solidez no es el resultado del placer o del agotamiento al ganarse el pan «con el sudor de su frente», sino de esta fuerza, y no se toma como libre don de la eterna presencia de la naturaleza, aunque sería imposible sin la materia extraída de ésta; ya es un producto de las manos del hombre.
El verdadero trabajo de fabricación se realiza bajo la guía de un modelo, de acuerdo con el cual se construye el objeto. Dicho modelo puede ser una imagen contemplada por la mente o bien un boceto en el que la imagen tenga ya un intento de materialización mediante el trabajo. En cualquier caso, lo que guía al trabajo de fabricación está al margen del fabricante y precede al verdadero proceso de trabajo casi de la misma manera que los apremios del proceso de la vida en el laborante preceden al verdadero proceso de la labor. (Esta descripción está en flagrante contradicción con los hallazgos de la moderna psicología, que afirman casi unánimemente que las imágenes de la mente se hallan tan localizadas en nuestra cabeza como los dolores del hambre se localizan en nuestro estómago. Esta subjetivación de la ciencia moderna, reflejo sólo de una más radical subjetivación de1 Mundo Moderno, se justifica en este caso en el hecho de que la mayor parte del trabajo realizado en el Mundo Moderno se hace a modo de labor, de manera que el trabajador, aunque lo quisiera, no podría «laborar para su trabajo en vez de para sí mismo»,[202] y a menudo es mero instrumento en la producción de objetos de cuyo último aspecto no tiene la menor idea.[203] Estas circunstancias, si bien de gran importancia histórica, no son pertinentes en una descripción de las fundamentales articulaciones de la vita activa). Lo que reclama nuestra atención es el auténtico foso que separa a todas las sensaciones corporales, placer o dolor, deseos y satisfacciones —que son tan «privadas» que ni siquiera pueden expresarse de manera adecuada, mucho menos representarse en el mundo exterior y, podo tanto, incapaces por completo de ser transformadas—, de las imágenes mentales que tan fácil y naturalmente se prestan a la reificación que no concebimos construir una cama sin tener antes alguna imagen, alguna «idea» de una cama ante nuestros ojos internos, ni podemos imaginar una cama sin recurrir a alguna experiencia visual de una cosa real.
Para el papel que desempeñó la fabricación en la jerarquía de la vita activa es de suma importancia que la imagen o modelo cuyo aspecto guía el proceso de fabricación no sólo preceda a éste, sino que no desaparezca una vez terminado el producto, que sobreviva intacta, presente, como si dijéramos, para prestarse a una infinita continuación o fabricación. Esta potencial multiplicación, inherente al trabajo, es diferente en principio de la repetición que es característica de la labor. Dicha repetición apremia y permanece sujeta al ciclo biológico; las necesidades y exigencias del cuerpo humano van y vienen y, aunque reaparezcan una y otra vez a intervalos regulares, nunca rigen durante un período de tiempo. La multiplicación, a diferencia · de la mera repetición, amplía algo que ya posee una relativamente estable y permanente existencia en el mundo. Esta cualidad de permanencia del modelo o imagen, de estar allí antes de que comience la fabricación y de seguir después de que ésta haya acabado, sobreviviendo a todos los posibles objetos de uso a los que ayuda a dar existencia, tiene una enorme influencia en la doctrina de Platón sobre las ideas eternas. En la medida en que su enseñanza se inspiró en la palabra idea o eidos («aspectos» o «formá»), que empleó por vez primera en un contexto filosófico, se basaba en las experiencias de poiēsis o fabricación, y aunque Platón usó esta teoría para expresar experiencias muy diferentes y quizá mucho más «filosóficas», nunca dejó de sacar sus ejemplos del campo de la fabricación cuando quiso demostrar la credibilidad de lo que decía.[204] La eterna idea que gobierna sobre una multitud de cosas perecederas deriva su credibilidad en la teoría platónica de la permanencia y unicidad del modelo, de acuerdo con el cual pueden hacerse muchos objetos perecederos.
El proceso de la fabricación está en sí mismo determinado enteramente por las categorías de medios y fin. La cosa fabricada es un producto final en el doble sentido de que el proceso de producción termina allí («el proceso desaparece en el producto», dice Marx) y de que sólo es un medio para producir este fin. Es indudable que también la labor produce para el fin del consumo, pero puesto que este fin, la cosa que ha de consumirse, carece de la mundana permanencia de un objeto de trabajo, el fin del proceso no está determinado por el producto final, sino más bien por el agotamiento del poder laboral, mientras que los propios producto pasan a ser de inmediato medios otra vez, medios de subsistencia y reproducción de la fuerza de la labor. Por el contrario, en el proceso de fabricación el fin está fuera de duda: llega cuando se añade al artificio humano una cosa nueva por completo y lo suficientemente durable como para permanecer en el mundo en concepto de entidad independiente. En lo que respecta a la cosa, producto final de la fabricación, el proceso no necesita repetirse. El impulso hacia la repetición procede de la necesidad que tiene el artesano de ganar su medio de subsistencia, en cuyo caso su trabajo coincide con su labor, o bien de una demanda del mercado, en cuyo caso el artesano añade, como hubiera dicho Platón, a su oficio el arte de ganar dinero. La cuestión radica en que en cualquier caso el proceso se repite por razones externas a él y es diferente de la obligatoria repetición inherente al laborar, donde uno ha de comer para laborar y laborar para comer.
Tener un comienzo definido y un fin definido «predictible» es el rasgo propio de la fabricación, que mediante esta sola característica se diferencia de las restantes actividades humanas. La labor, atrapada en el movimiento cíclico del proceso vital del cuerpo, carece de principio y de fin. La acción, aunque puede tener un definido principio, nunca tiene, como ya veremos, un fin «predictible». Esta gran confianza del trabajo se refleja en que el proceso de fabricación, a desemejanza de la acción, no es irreversible: toda cosa producida por manos humanas puede destruirse, y ningún objeto de uso se necesita tan urgentemente en el proceso de la vida que su fabricante no pueda sobrevivir y destruirlo. El homo faber es efectivamente seño, y dueño, no sólo porque es el amo o se ha impuesto como tal en toda la naturaleza, sino porque es dueño de sí mismo y de sus actos. No puede decirse lo mismo del animal laborans, sujeto a la necesidad de su propia vida, ni del hombre de acción, que depende de sus semejantes. Sólo con su imagen del futuro producto, el homo faber es libre de producir y, frente al trabajo hecho por sus manos, es libre de destruir.
20. Instrumentalidad y animal laborans
Desde el punto de vista del homo faber, que confía por entero en los primordiales útiles de sus manos, el hombre es, según dijo Benjamín Franklin, un «fabricante de útiles». Los mismos instrumentos, que sólo aligeran y mecanizan la labor del animal laborans, los diseña e inventa el homo faber para erigir un mundo de cosas, y su adecuación y precisión están dictadas por finalidades tan «objetivas» como desee y no por exigencias y necesidades subjetivas. Útiles e instrumentos son objetos tan intensamente mundanos que su empleo sirve como criterio para clasificar a civilizaciones enteras. Sin embargo, en ninguna parte se manifiesta más su carácter mundano que cuando se usan en los procesos de la labor, donde son las únicas cosas tangibles que sobreviven al propio proceso de la labor y del consumo. Por lo tanto, para el animal laborans, como está sujeto y constantemente ocupado con los devoradores procesos de la vida, la duración y estabilidad del mundo se hallan representadas por los útiles e instrumentos, y en una sociedad de laborantes, los útiles asumen algo más que un simple carácter instrumental de función.
Las frecuentes quejas que oímos sobre la perversión de fines y medios en la moderna sociedad, sobre el hecho de que los hombres se conviertan en siervos de las máquinas que han inventado y se «adapten» a sus requisitos en lugar de usarlas como instrumentos de las necesidades y exigencias humanas, tienen su raíz en la situación real del laborar. En esta situación, donde la producción consiste fundamentalmente en la preparación para el consumo, la propia distinción entre medios y fines; tan característica de las actividades del homo faber, simplemente no tiene sentido, y, por lo tanto, los instrumentos que inventó el homo faber y con los que ayudó a la labor del animal laborans, pierden su carácter instrumental una vez que son usados. Dentro del propio proceso de la vida, del que el laborar sigue siendo una parte integral y que nunca trasciende, resulta ocioso hacer preguntas que presupongan la categoría de medios y fin, tales como si el hombre vive y consume para cobrar fuerzas con el fin de laborar o si labora para tener los medios de consumo.
Si consideramos en términos de conducta humana esta pérdida de la facultad para distinguir con claridad entre medios y fines, cabe decir que la libre disposición y uso de los instrumentos para un específico producto final queda reemplazada por la unificación rítmica del cuerpo laborante con su utensilio, en la que el movimiento del propio laborar actúa como fuerza unificadora. La labor, no el trabajo, requiere para alcanzar los mejores resultados una ejecución rítmicamente ordenada y, en la medida en que se agrupen muchos laborantes, una rítmica coordinación de todos los movimientos individuales.[205] En esta noción, los útiles pierden su carácter instrumental, y la clara distinción entre el hombre y sus utensilios, así como sus fines, se hace borrosa. Lo que domina al proceso de la labor y a todos los procesos del trabajo que se realizan a la manera del laborar, no es el esfuerzo con propósito determinado del hombre, ni el producto que desea, sino la noción del proceso mismo y el ritmo que impone a los laborantes. Los instrumentos de la labor son llevados a este ritmo hasta que cuerpo y útil giran en el mismo movimiento repetido, es decir, hasta que, en el uso de las máquinas, que de todos los útiles son los más adecuados a la ejecución del animal laborans, ya no es el movimiento del cuerpo el que determina el movimiento del útil, sino el de la máquina el que refuerza el movimiento del cuerpo. La cuestión es que nada puede mecanizarse más fácil y menos artificialmente que el ritmo del proceso de la labor, que a su vez corresponde al también repetido y automático ritmo del proceso de la vida y su metabolismo con la naturaleza. Precisamente porque el animal laborans no emplea los útiles e instrumentos para construir un mundo, sino para facilitar las labores de su propio proceso vital, ha vivido literalmente en un mundo de máquinas desde que la revolución industrial y la emancipación de la labor reemplazaron casi todos los útiles manuales por las máquinas, que de una u otra manera suplantaron la fuerza de la labor humana con el superior poder de las fuerzas naturales.
La diferencia decisiva entre útiles y máquinas se ilustra perfectamente con la en apariencia interminable discusión sobre sí el hombre debe «ajustarse» a la máquina o las máquinas a la «naturaleza» del hombre. En el primer capítulo mencionamos la principal razón por la que parece estéril tal discusión: si la condición humana consiste en que el hombre sea un ser condicionado para el que todo, dado o hecho por él, se convierte en una condición de su posterior existencia, entonces el hombre se «ajustó» a un medio ambiente de máquinas en el mismo momento que las diseñó. Lo cierto es que se han convertido en una condición tan inalienable de nuestra existencia como lo fueron en todas las épocas anteriores los útiles e instrumentos. Desde nuestro punto de vista, el interés de la discusión radica en el hecho de que pudiera plantearse esta cuestión de ajustamiento. No hubo ninguna duda en que el hombre se ajustara o necesitara especial ajustamiento a los útiles que empleaba; uno podría haberse ajustado igualmente a sus manos. El caso de las máquinas es enteramente distinto. A diferencia de los útiles del artesanado, que en todo momento del proceso del trabajo siguen siendo siervos de la mano, las máquinas exigen que el trabajador las sirva a ellas, que ajuste el ritmo natural de su cuerpo a su movimiento mecánico. Esto no sólo implica que el hombre como tal se ajuste o se convierta en sen1idor de sus máquinas, sino que también significa, mientras dura el trabajo de las máquinas, que el proceso mecánico ha reemplazado al ritmo del cuerpo humano. Incluso el más refinado útil sigue siendo una ayuda, incapaz de reemplazar o guiar a la mano. Incluso la más primitiva máquina guía la labor del cuerpo y finalmente la reemplaza por completo.
Parece como si las verdaderas implicaciones de la tecnología, es decir, el reemplazamiento de útiles e instrumentos por maquinaria, han surgido a la luz sólo en su última etapa, con h llegada de la automatización. Para nuestro propósito puede ser útil recordar, aunque sea brevemente, las principales etapas del moderno desarrollo tecnológico desde el comienzo de la Época Moderna. La primera etapa, la invención de la máquina de vapor, que llevó a la revolución industrial, todavía estaba caracterizada por la imitación de los procesos naturales y el empleo de fuerzas naturales para objetivos humanos, que en principio no diferían del antiguo uso de la fuerza del agua y del viento. El principio de la máquina de vapor no era nuevo, pero sí lo era e descubrimiento y uso de las minas de carbón para alimentarla.[206] Los útiles-máquina de esta primera etapa reflejan esa imitación de procesos naturales conocidos; imitan y aprovechan al máximo las actividades naturales de la mano humana. Pero hoy día se nos dice que «la mayor trampa en la que podemos caer consiste en asumir que el objetivo del diseño es la reproducción de los movimientos de la mano del operador o laborante».[207]
La siguiente etapa se caracteriza fundamentalmente por el uso de la electricidad, y, en efecto, la electricidad determina este periodo de desarrollo técnico. Dicha etapa ya no puede describirse en términos de gigantesca ampliación y continuación de las viejas artes y oficios, y únicamente a este mundo dejan de aplicarse las categorías del homo faber, para quien todo instrumento es un medio para conseguir un fin prescrito. Aquí ya no usamos el material de la forma que lo produce la naturaleza, es decir, matando, interrumpiendo los procesos naturales. En todos estos ejemplos, cambiamos y desnaturalizamos la naturaleza para nuestros propios fines mundanos, de modo que el mundo humano o artificio, por un lado, y la naturaleza, por el otro, siguen siendo dos entidades claramente separadas. Hoy en día hemos empezado a «crear», por decirlo así, o sea, a desencadenar procesos naturales propios que nunca se hubieran dado sin nosotros, y en lugar de rodear cuidadosamente el artificio humano con defensas ante las fuerzas elementales de la naturaleza, manteniéndolas lo más alejadas posible del mundo hecho por el hombre, hemos canalizado dichas fuerzas, junto con su poder elemental, hacia el propio mundo. El resultado ha sido una verdadera revolución en el concepto de fabricación; ésta, que siempre había sido «una serie de pasos separados», se ha convertido en «un continuado proceso», el de la cadena de arrastre y montaje.[208]
La automatización es la etapa más reciente de este desarrollo, que en efecto «ilumina toda la historia del maquinismo».[209] Seguirá siendo el punto culminante del progreso moderno, incluso si la era atómica y la tecnología basada en los descubrimientos nucleares le pone rápido punto final. Los primeros instrumentos de la tecnología nuclear, los diversos tipos de bombas atómicas, si se soltaran en cantidad suficiente, incluso no muy grande, podrían destruir toda la vida orgánica de la Tierra, prueba suficiente de la enorme escalada que podría traer tal cambio. Ya no se tratarla de desencadenar y liberar los procesos naturales elementales, sino de manejar en la vida cotidiana de nuestra Tierra energías y fuerzas que sólo se dan en el universo; esto ya se ha hecho, si bien sólo en los laboratorios de los físicos nucleares.[210] Si la actual tecnología consiste en canalizar fuerzas naturales hacia el mundo del artificio humano, la futura puede consistir en canalizar las fuerzas universales del cosmos a nuestro alrededor, hacia la naturaleza de la Tierra. Queda por ver si estas futuras técnicas transformarán la familia de la naturaleza, tal como la conocemos desde el comienzo de nuestro mundo, en la misma medida, o incluso mayor, que la presente tecnología ha cambiado la misma mundanidad del artificio humano.
La canalización de las fuerzas naturales hacia el mundo humano ha destrozado el determinado propósito del mundo, el hecho de que los objetos son los fines para los que se diseñan los útiles e instrumentos. Característica de todos los procesos naturales es que surgen sin ayuda del hombre, y que son naturales las cosas que no «se hacen» sino que por sí mismas se convierten en lo que sea. (Éste es también el auténtico significado de nuestra palabra «naturaleza», la derivemos de su raíz latina nasci, nacer, o la remontemos a su origen griego physis, que procede de phyein, surgir de, aparecer por sí mismo). A diferencia de los productos de las manos del hombre, que han de realizarse paso a paso y cuyo proceso de fabricación es enteramente distinto a la existencia de la cosa fabricada, la natural existencia de la cosa no está separada, sino que de algún modo es idéntica al proceso mediante el que se origina: la simiente contiene y, en cierto sentido, ya es árbol, y éste deja de ser si se detiene el proceso de crecimiento por el que cobra existencia. Si consideramos estos procesos teniendo como fondo los propósitos humanos, que tienen un comienzo deseado y un fin definido, asumen el carácter de automatismo. Llamamos automáticos a todos los movimientos que se mueven por sí mismos y, por lo tanto, al margen del alcance de la deseada y determinada interferencia. En la producción introducida por la automación, la distinción entre operación y producto, lo mismo que la procedencia del producto sobre la operación (que sólo es el medio para producir el fin), carecen de sentido y se han hecho anticuadas.[211] Las categorías del homo faber y de su mundo no se aplican aquí más de lo que pudieran aplicarse a la naturaleza y al universo natural. A esto se debe, dicho sea de paso, que quienes hoy día abogan por la automatización suelan adoptar una actitud muy firme contra el aspecto mecanicista de la naturaleza y el utilitarismo práctico del siglo XVIII, eminentemente característico de la parcial y unilateral orientación del trabajo del homo faber.
La discusión del problema global de la tecnología, es decir, de la transformación de la vida y del mundo mediante la introducción de la máquina, se ha descarriado extrañamente al concentrarse de modo exclusivo en el servicio o no servicio que las máquinas prestan al hombre. Se da por supuesto que todo útil e instrumento se diseña fundamentalmente para hacer más fácil la vida humana y menos penosa la labor del hombre. Su instrumentalídad se entiende de modo exclusivo con este sentido antropocéntrico. Pero la instrumentalidad de útiles e instrumentos está mucho más estrechamente relacionada con el objeto que se planea producir, y su puro «valor huma no» queda restringido al uso que hace de ellos el animal laborans. Dicho con otras palabras, el homo faber, fabricante de utensilios, inventó los útiles e instrumentos para erigir un mundo, y no —al menos, de manera fundamental— para ayudar al proceso de la vida humana. La cuestión, por consiguiente, no es tanto saber si somos dueños o esclavos de nuestras máquinas, sino si éstas aún sirven al mundo y a sus cosas, o si, por el contrario, dichas máquinas y el movimiento automático de sus procesos han comenzado a dominar e incluso a destruir el mundo y las cosas.
Una cosa es cierta: el continuo proceso automático de la fabricación no sólo ha suprimido el «no garantizable supuesto» de que «las manos humanas guiadas por los cerebros humanos representan el máximo de eficacia»,[212] sino el mucho más importante de que las cosas que nos rodean del mundo deben depender del diseño humano y construirse de acuerdo con los modelos humanos de utilidad o belleza. En lugar de la utilidad y belleza, que son modelos del mundo, diseñamos productos que aún cumplen ciertas «funciones básicas» pero cuyo aspecto queda primordialmente determinado por la operación de la máquina. Las «funciones básicas» son, claro está, las propias del proceso vital del animal humano, ya que ninguna otra función es básicamente necesaria, pero el producto mismo —no sólo sus variaciones, sino incluso el «cambio total a un nuevo producto»— depende por completo de la capacidad de la máquina.[213]
Diseñar objetos para la capacidad operativa de la máquina en vez de diseñar máquinas para la producción de ciertos objetos, sería lo inverso a la categoría medios-fin, si esta categoría aún tiene sentido. Pero incluso el fin más general, la liberación de la mano de obra, que se asignó a las máquinas, se considera ahora un objetivo secundario y obsoleto, inadecuado y restrictivo del «pasmoso incremento de la eficacia».[214] Tal como están las cosas hoy día, se ha hecho tan carente de sentido describir este mundo de máquinas en términos de medios y fines, como siempre lo fue preguntarse si la naturaleza produce la simiente para producir el árbol o éste para producir la simiente. Por el mismo motivo, resulta muy probable que el continuo proceso de canalizar los interminables procesos de la naturaleza hacia el mundo humano proporcionará ilimitadamente a la especie lo necesario para la vida, al igual que lo hizo la naturaleza antes de que los hombres erigieran su hogar artificial sobre la Tierra y levantaran una barrera entre la naturaleza y ellos mismos.
Para una sociedad de laborantes, el mundo de las máquinas se ha convertido en un sustituto del mundo real, aunque este pseudomundo no pueda realizar la tarea más importante del artificio humano, que es la de ofrecer a los mortales un domicilio más permanente y estable que ellos mismos. En el proceso continuo de la operación, este mundo de máquinas pierde incluso ese carácter mundanamente independiente que en tan alto grado poseían los útiles, instrumentos y la primera maquinaria de la Época Moderna. Los procesos naturales de los que se alimenta lo relacionan cada vez más con el propio proceso biológico, de manera que los aparatos que manejamos libremente en otro tiempo comienzan a parecer «caparazones pertenecientes al cuerpo humano como el caparazón pertenece al cuerpo de la tortuga». Considerada desde este ventajoso punto de vista, la tecnología ya no se presenta «como el producto de un consciente esfuerzo humano para aumentar el poder material, sino como desarrollo biológico de la humanidad en la que las estructuras innatas del organismo humano están trasplantadas en medida siempre creciente al medio ambiente del hombre».[215]
21. Instrumentalidad y homo faber
Los útiles instrumentos del homo faber, de los que surge la más fundamental experiencia de instrumentalidad, determinan todo el trabajo y la fabricación. Aquí sí que es cierto que el fin justifica los medios; más aún, los produce y los organiza. El fin justifica la violencia ejercida sobre la naturaleza para obtener el material, como la madera justifica la muerte del árbol y la mesa la destrucción de la madera. Debido al producto final, se diseñan los útiles y se inventan los instrumentos, y el mismo producto final organiza el propio proceso de trabajo, decide los especialistas que necesita, la medida de cooperación, el número de ayudantes, etc. Durante el proceso de trabajo, todo se juzga en términos de conveniencia y utilidad para el fin deseado, y para nada más.
Los mismos modelos de medios y fin se aplican al producto mismo. Aunque es un fin con respecto a los medios con los que fue producido y es el fin del proceso de fabricación, nunca se convierte, por decirlo así, en fin en sí mismo, al menos mientras sigue siendo objeto de uso. La silla, que es el fin del trabajo del carpintero, sólo puede mostrar su utilidad pasando de nuevo a ser medio, ya como cosa cuyo carácter durable permite su uso en calidad de medio para la comodidad del vivir o como medio de intercambio. La dificultad del modelo utilitario inherente a la misma actividad de la fabricación radica en que la relación entre medios y fin con que cuenta se parece grandemente a una cadena cuyos fines pueden servir de nuevo como medios para otra cosa. Es decir que, en un mundo estrictamente utilitario, todos los fines están sujetos a tener breve duración y a transformarse en medios para posteriores fines.[216]
Esta perplejidad, inherente a todo utilitarismo consistente, la filosofía del homo faber por excelencia, cabe diagnosticarla en teoría como innata incapacidad para comprender la diferencia entre utilidad y pleno significado, que expresamos lingüísticamente mediante la distinción entre «con el fin de» y «en beneficio de». Así, el ideal de utilidad que impregna a una sociedad de artesanos —como el ideal de comodidad en una sociedad de laborantes o el de adquisición que rige a las sociedades comerciales— ya no es una cuestión de utilidad sino de significado.
«En beneficio de» la utilidad en general juzga el homo faber y realiza todo «con el fin de». El propio ideal de utilidad, al igual que los ideales de otras sociedades, ya no puede concebirse como algo necesario para tener algo más; simplemente, desafía el preguntar sobre su propio uso. Está claro que no existe respuesta a la cuestión planteada por Lessing a los filósofos utilitarios de su tiempo: «¿Y cuál es el uso del uso?». La perplejidad del utilitarismo radica en que éste se encuentra atrapado en una interminable cadena de medios y fines sin llegar a algún principio que pueda justificar la categoría de medios y fin, esto es, de la propia utilidad. El «con el fin de» ha pasado a ser el contenido del «en beneficio de»; en otras palabras, la utilidad establecida como significado genera la significación.
Dentro de la categoría de medios y fin, y entre las experiencias de instrumentalidad que rigen el mundo total de objetos de uso y utilidad, no hay manera de terminar la cadena de medios y fines e impedir que todos los fines se usen de nuevo como medios, excepto para declarar que una u otra cosa es «un medio en sí misma». En el mundo del homo faber, donde todo ha de ser de algún uso, es decir, debe prestarse como instrumento para realizar algo más, el propio significado sólo puede presentarse como fin, como «fin en sí mismo», que realmente es una tautología que se aplica a todos los fines o una contradicción terminológica. Porque un fin, una vez alcanzado, deja de ser un fin y pierde su capacidad para guiar y justificar la elección de medios, para organizarlos y producirlos. Se convierte en objeto entre los objetos, esto es, se ha añadido al enorme arsenal de lo dado a partir del cual el homo faber selecciona libremente sus medios para conseguir sus fines. El significado, por el contrario, debe ser permanente y no perder nada de su carácter si está logrado o, mejor, encontrado por el hombre, o bien frustrado o pasado por alto. El homo faber, en la medida en que no es más que un fabricante y sólo piensa en términos de medios y fines que surgen directamente de su actividad de trabajo, es tan incapaz de entender el significado como el animal laborans de entender la instrumentalidad. Y de la misma manera que los útiles e instrumentos que usa el homo faber para erigir el mundo se convierten en el mundo del animal laborans, así la significación de este mundo, que realmente se encuentra más allá del alcance del homo faber, se convierte para él en el paradójico «fin en sí mismo».
La única salida al dilema de la no-significación en toda filosofía estrictamente utilitaria es apartarse del mundo objetivo de las cosas de uso y recurrir a la subjetividad del propio uso. Sólo en u n mundo estrictamente antropocéntrico, donde el usuario, es decir, el propio hombre, pasa a ser el fin último que acaba con la interminable cadena de medios y fines, puede la utilidad como tal adquirir la dignidad de la significación. Sin embargo, la tragedia es que en el momento en que el homo faber parece haberse realizado en términos dé su propia actividad, comienza a degradar el mundo de cosas, el fin y el producto final de su mente y manos; si el hombre es el fin más elevado, «la medida de todas las cosas», entonces no sólo la naturaleza, tratada por el homo faber como casi el «material sin valor» sobre el que trabajar, sino las propias cosas «valiosas» se convierten en simples medios, perdiendo con ello su intrínseco «valor».
El utilitarismo antropocéntrico del homo faber ha encontrado su mayor expresión en la fórmula kantiana de que ningún hombre debe convertirse en medio de un fin, que todo ser humano es un fin en sí mismo. Aunque conocíamos anteriormente (por ejemplo, en la insistencia de Locke de que a ningún hombre debe permitírsele poseer el cuerpo de otro hombre o usar su fuerza corporal) las fatales consecuencias que invariablemente ha de ocasionar en la esfera política pensar, sin trabas ni guía alguna, en términos de medios y fines, solamente en Kant la filosofía de las etapas precedentes a la Época Moderna se libera por entero de las trivialidades del sentido común que siempre hallamos donde el homo faber regula los modelos de sociedad. La razón se debe, claro está, a que Kant no desea formular o conceptualizar los dogmas del utilitarismo de su tiempo, sino que, por el contrario, quería ante todo relegar la categoría de medios-fin a su propio lugar e impedir su empleo en el marco de la acción política. Su fórmula, sin embargo, no puede negar su origen del pensamiento utilitario, al igual que su famosa y también paradójica interpretación de la actitud del hombre hacia los únicos objetos que no son «para uso», es decir, las obras de arte, en las que a su entender tenemos «placer sin interés».[217] Porque la misma operación que constituye al hombre como «supremo fin», le permite, «si puede, subrayar toda la naturaleza a él»,[218] es decir, degradar la naturaleza y el mundo a simples medios, despojándolos de su independiente dignidad. Ni siquiera Kant pudo solventar la perplejidad o iluminar la ceguera del homo faber con respecto al problema del significado sin recurrir al paradójico «fin en sí mismo», y esta perplejidad radica en el hecho de que mientras que sólo la fabricación con su instrumentalidad es capaz de construir un mundo, este mundo se hace tan sin valor como el material empleado, simples medíos para posteriores fines, si a los modelos que gobernaron su toma de existencia se les permite regirlo tras su establecimiento.
El hombre, en la medida en que es homo faber, instrumentaliza, y su instrumentalización implica una degradación de todas las cosas en medios, su pérdida de valor intrínseco e independiente, de manera que finalmente no sólo los objetos de fabricación, sino también «la tierra en general y todas las fuerzas de la naturaleza», que claramente toman su ser sin ayuda del nombre y tienen una existencia independiente del mundo humano, pierden su «valor debido a que no presentan la reificación que proviene del trabajo».[219] Por esta actitud del homo faber con respecto al mundo, los griegos, en su período clásico, declararon que todo el campo de las artes y de los oficios, donde el hombre trabaja con instrumentos y hace algo no en su propio beneficio sino para producir algo más, era banáusico, palabra cuya mejor traducción quizá sea la de «filisteo», es decir, vulgaridad de pensamiento y actuación de conveniencia. Este Vehemente desprecio no deja de asombrarnos si pensamos que en modo alguno quedaron exceptuados de este veredicto los grandes maestros de la escultura y arquitectura griegas.
El tema en juego no es, claro está, la instrumentalidad como tal, el uso de medios para lograr un fin, sino la generalización de la experiencia de fabricación en la que se establece la utilidad como modelo para la vida y el mundo de los hombres. Esta generalización es inherente a la actividad del homo faber debido a que la experiencia de medios y fin, tal como está presente en la fabricación, no desaparece con el producto terminado, sino que se extiende a su último destino, que es servir de objeto de uso. La instrumentalizacíón del mundo y de la Tierra, esa ilimitada devaluación de todo lo dado, ese proceso de creciente falta de significado donde todo fin se transforma en medio y que sólo puede detenerse haciendo del propio hombre el señor y dueño de todas las cosas, no surge directamente del proceso de fabricación; porque desde el punto de vista de la fabricación, el producto acabado es tanto un fin en sí mismo, una independiente y duradera entidad con existencia propia, como el hombre es un fin en sí mismo en la filosofía política kantiana. Sólo en la medida en que la fabricación produce principalmente objetos de uso, el producto acabado se convierte de nuevo en medio, y sólo en la medida en que el proceso de la vida se apodera de las cosas y las usa para sus propósitos, la productiva y limitada instrumentalidad de la fabricación se transforma en la ilimitada instrumentalización de todo lo que existe.
Es evidente que los griegos temían esta devaluación del mundo y de la naturaleza con su inherente antropomorfismo —la «absurda» opinión de que el hombre es el ser más elevado y que todo lo demás se halla sujeto a las exigencias de la vida humana (Aristóteles)— no menos que despreciaban la pura vulgaridad de todo consistente utilitarismo. El mejor ejemplo de hasta qué grado conocían las consecuencias de considerad al homo faber como la más elevada posibilidad humana nos laida el famoso argumento de Platón contra Protágoras y su, en apariencia, evidente afirmación de que «el hombre es la medida de todas las cosas de uso (chrēmata), de la existencia de las que son, y de la no-existencia de las que no son».[220] (Protágoras no dijo que «el hombre es la medida de todas las cosas», como le atribuyen la tradición y las traducciones modelo). El quid del asunto es que Platón vio de inmediato que si se toma al hombre como medida de todas las cosas de uso, pasa a ser el usuario e instrumentalizador, y no el hombre orador, hacedor o pensador, a quien se relaciona con el mundo. Y puesto que la naturaleza del hombre usuario e instrumentalizador le lleva a considerar todo como medios para un fin —todo árbol como madera en potencia—, el significado final es que el hombre se convierte en la medida no sólo de las cosas cuya existencia depende de él, sino literalmente de todo lo que existe.
En esta interpretación platónica, Protágoras parece el más antiguo precursor de Kant, ya que si el hombre es la medida de todas las cosas, entonces el hombre es la única cosa al margen de la relación medios-fin, el único fin en sí mismo que puede usar todo lo demás como medio. Platón sabía muy bien que las posibilidades de producir objetos de uso y de tratar a todas las cosas de la naturaleza como potenciales objetos de uso, son tan ilimitadas como las necesidades y talentos de los seres humanos. Si se permite que los modelos del homo faber rijan el mundo acabado como necesariamente han de regir el acceso a la existencia de este mundo, entonces el homo faber terminará sirviéndose de todo y considerando todo como simple medio para él. Juzgará todas las cosas como si pertenecieran a la clase chrēmata, de objetos de uso, de tal manera que, siguiendo el ejemplo de Platón, ya no se entenderá al viento como fuerza natural, sino que exclusivamente se le considerará apropiado para calentar o refrescar, según las necesidades humanas, lo que significa que el viento queda eliminado de la experiencia humana como algo objetivamente dado. Debido a estas consecuencias, Platón, que al final de su vida recuerda en las Leyes la afirmación de Protágoras, replica con una fórmula casi paradójica: no el hombre —quien por sus necesidades y talento desea el uso de todo y, por lo tanto, termina despojando a todas las cosas de su valor intrínseco—, sino «el dios es la medida (incluso] de los simples objetos de uso».[221]
22. El mercado de cambio
Marx —en uno de sus numerosos apartes que atestiguan su eminente sentido histórico— observó en cierta ocasión que la definición de Benjamín Franklin del hombre como fabricante de útiles es tan característica de «Yanquilandia», es decir, de la Época Moderna, como fue para la antigüedad[222] la definición del hombre como animal político. La verdad de esta observación radica en el hecho de que la Época Moderna fue como un intento de excluir al hombre político, es decir, al hombre que actúa y habla, de la esfera pública, semejante a la exclusión qué la antigüedad hizo del homo faber. En ambos casos, dicha exclusión no era esperada, como lo fue la de las clases laborantes y desprovistas de propiedad hasta su emancipación en el siglo XIX. La Época Moderna sabía perfectamente que la esfera política no era siempre, ni requería serlo, una simple función de la «sociedad», destinada a proteger la faceta social y productiva de la naturaleza humana mediante la administración del gobierno, pero consideraba «charla ociosa» y «vanagloria» todo lo que estuviera más allá del reforzamiento de la ley y el orden. La capacidad humana en la que basaba su pretensión de la natural e innata productividad de la sociedad era la incuestionable productividad del homo faber. A la inversa, la antigüedad conocía muy bien tipos de comunidades humanas en las que ni el ciudadano de la polis ni la res publica como tales establecían y determinaban el contenido de la esfera pública, y en las que la vida pública del hombre corriente estaba restringida a «trabajar para el pueblo» en general, es decir, a ser un dēmiourgos, un trabajador para el pueblo a diferencia de un oiketēs, laborante familiar y, por lo tanto, esclavo.[223] El rasgo característico de estas comunidades no políticas era que su plaza pública, el agora, no era un lugar de reunión de los ciudadanos, sino una plaza de mercado donde los artesanos exhibían y cambiaban sus productos. Más aún, la ambición siempre frustrada de todos los tiranos griegos consistía en desalentar la preocupación por los asuntos públicos, el tiempo que pasaban los ciudadanos en improductivo agoreuein y politeuesthai, y transformar el agora en un conjunto de tiendas semejantes a los bazares del despotismo oriental. Lo que caracterizaba a estas plazas de mercado, y más adelante caracterizó a los barrios comerciales y artesanos de las ciudades medievales, era que la exhibición de productos para la venta iba acompañada de la exhibición de su producción. «La producción conspicua» (si se nos permite variar el término de Veblen) es, de hecho, un rasgo no menor de una sociedad de productores que el «conspicuo consumo» lo es de una sociedad de laborantes.
A diferencia del animal laborans, cuya vida social carece de mundo y es semejante al rebaño y que, por lo tanto, es incapaz de establecer o habitar una esfera pública, mundana, el homo faber está plenamente capacitado para tener una esfera pública propia, aunque no sea una esfera política, propiamente hablando. Su esfera pública es el mercado de cambio, donde puede mostrar los productos de sus manos y recibir la estima que se le debe. Esta tendencia se relaciona estrechamente y es probable que no esté menos enraizada que la «propensión a la permuta, trueque e intercambio de una cosa por otra», que, según Adam Smith, diferencia al hombre del animal.[224] La cuestión es que el homo faber, constructor del mundo y productor de cosas, sólo encuentra su propia relación con otras personas mediante el intercambio de productos, ya que estos productos siempre se han producido en aislamiento. Lo privado, que la primera Época Moderna exigía como el supremo derecho de todo miembro de la sociedad, fue la garantía del aislamiento, sin el que no puede realizarse ningún trabajo. No fueron los observadores y espectadores de las plazas de mercado medievales (donde el artesano, en su aislamiento, estaba expuesto a la luz pública), sino sólo el auge de la esfera social (en la que los demás no se contentan con contemplar, juzgar y admirar, sino que desean que se les admita en la compañía del artesano y participar como iguales en el proceso del trabajo), lo que amenazó el «espléndido aislamiento» del trabajador y socavó finalmente las mismas nociones de competencia y excelencia. Este aislamiento es la necesaria condición de vida de toda maestría, que consiste en estar sola con la «idea», con la imagen mental de la cosa que va a ser. Dicha maestría, a diferencia de las formas políticas de dominio, es primordialmente un poder sobre las cosas y materiales y no sobre las personas. De hecho, éstas son secundarias a la actividad del artesanado, y las palabras «trabajador» y «maestro» —ouvrier y maître— se usaron originalmente como sinónimos.[225]
La única compañía que surge directamente del artesanado es la necesidad que el maestro tiene de ayudantes o el deseo de éste de adiestrar a otros en su oficio. Pero la distinción entre su habilidad y la inhabilidad de los aprendices es temporal, al igual que la distinción entre adultos y niños. Apenas puede haber algo más extraño o incluso destructivo para el artesanado que el trabajo en equipo, que realmente no es más que una variedad de la división de la labor y presupone la «descomposición de las operaciones en sus simples movimientos constitutivos».[226] El equipo, multicéfalo sujeto de toda producción realizada según el principio de la división de la labor, posee la misma contigüidad que las partes que forman el todo, y cualquier intento de aislarlo de alguna de sus partes sería fatal para la producción. Pero el maestro y el trabajador no sólo carecen de esta contigüidad mientras se entregan activamente a la producción; las formas específicamente políticas de estar junto a otros, de actuar de acuerdo y hablar entre sí, están por completo al margen de su productividad. Sólo cuando acaba su producto, el maestro puede abandonar su aislamiento.
Históricamente, la última esfera pública, el último lugar de reunión relacionado al menos con la actividad del homo faber, es el mercado de cambio en el que exhibe sus productos. La sociedad comercial, característica de las primeras etapas de la Época Moderna o del comienzo del capitalismo, surgió de esta «conspicua producción» con su concomitante apetito de universales posibilidades de trueque y permuta, y su fin llegó con el auge de la labor y de la sociedad laboral que reemplazó a la conspicua producción y su orgullo por el «conspicuo consumo» y su concomitante vanidad.
Claro está que las personas que se reunían en el mercado de cambio ya no eran los propios fabricantes, y no se congregaban en calidad de personas, sino como dueños de artículos de primera necesidad y valores de cambio, tal como señaló repetidamente Marx. En una sociedad donde el cambio de productos se ha convertido en la principal actividad pública, incluso los laborantes, debido a que se enfrentan a «dueños de dinero o de artículos de primera necesidad», pasan a ser propietarios, «dueños de su propia fuerza de labor». Sólo en este punto se inicia la famosa autoalienación de Marx, la degradación de los hombres en artículos de primera necesidad, y dicha degradación es característica de la situación de la labor en una sociedad productora que juzga a los hombres no como personas, sino como productores, según la calidad de sus productos. Una sociedad laborante, por el contrario, juzga a los hombres de acuerdo con las funciones que realizan en el proceso de la labor; mientras que a los ojos del homo faber la fuerza de la labor es sólo el medio para producir el fin necesariamente más elevado, es decir, ya un objeto de uso o de cambio, la sociedad laborante concede a la fuerza de la labor el mismo alto valor que reserva a la máquina. Dicho con otras palabras, esta sociedad es sólo aparentemente más «humana», aunque es cierto que bajo sus condiciones el precio de la labor humana asciende a tal extremo que puede parecer de más valor y más apreciable que cualquier material o materia; de hecho, lo único que hace es prefigurar algo aún más «valioso» o sea, el funcionamiento más suave de la máquina cuyo tremendo poder de elaboración primero uniforma y luego desvaloriza todas las cosas al considerarlas bienes de consumo.
La sociedad comercial, o el capitalismo en sus primeras etapas, cuando aún poseía un vehemente espíritu competitivo y adquisitivo, sigue regida por los modelos del homo faber. Cuando éste sale de su aislamiento, aparece como mercader y comerciante y establece el mercado de cambio. Dicho mercado ha de existir antes del auge de la clase manufacturera, que entonces produce exclusivamente para el mercado, esto es, produce objetos de cambio en vez de cosas de uso. En este proceso que va desde el artesanado aislado hasta la fabricación para el mercado de cambio, el producto acabado modifica de algún modo su cualidad pero no por completo. El carácter duradero, que determina si una cosa existe como cosa y perdura en el mundo como entidad diferenciada, sigue siendo el criterio supremo, aunque ya no hace una cosa adecuada para el uso, sino para «almacenarla de antemano» con destino al futuro cambio.[227]
Ésta es la modificación cualitativa reflejada en la distinción corriente entre uso y valor de cambio, con lo cual éste se relaciona con el primero como el mercader y comerciante lo hacen con el fabricante y manufacturero. En la medida en que el homo faber fabrica objetos de uso, no sólo los produce en privado aislamiento, sino también para uso privado, y así aparecen y emergen en la esfera pública cuando se convierten en artículos de primera necesidad en el mercado de cambio. Se ha observado con frecuencia y por desgracia se ha olvidado a menudo que el valor, al ser «una idea de proporción entre la posesión de una cosa y la posesión de otra en la concepción del hombre»,[228] «siempre significa valor de cambio».[229] Porque sólo es en el mercado de cambio, en el que todo puede permutarse por otra cosa, donde todas las cosas, sean productos de la labor o del trabajo, bienes de consumo u objetos de uso, necesarias para la vida del cuerpo o convenientes para la vida de la mente, se convierten en «valores». Este valor consiste solamente en la estima de la esfera pública donde las cosas aparecen como artículos de primera necesidad, y ni la labor, el trabajo, el capital, el beneficio o el material conceden tal valor a un objeto, sino sólo y exclusivamente la esfera pública donde aparece para ser estimado, solicitado o despreciado. Valor es la cualidad que una cosa nunca puede tener en privado, pero que lo adquiere automáticamente, en cuanto aparece en público. Este «valor comerciable», como lo designó muy claramente Locke, nada tiene que ver con «la intrínseca valía natural de algo»,[230] que es una objetiva cualidad de la propia cosa, «al margen de la voluntad del comprador o vendedor; algo unido a la cosa, existente tanto si gusta como si no gusta, y que debe reconocerse».[231] Este valor intrínseco de una cosa sólo puede modificarse mediante el cambio de la propia cosa —se rebaja el valor de una mesa si le cortamos una pata—, mientras que el «valor comerciable» de un artículo de primera necesidad se modifica por «la alteración de una proporción que ese artículo tiene respecto a alguna otra cosa».[232]
Dicho con otras palabras, los valores, a diferencia de las cosas, actos o ideas, nunca son los productos de una específica actividad humana, sino que cobran existencia siempre que cualquiera de tales productos se llevan a la siempre modificada relatividad de cambio entre los miembros de la sociedad. Nadie, como acertadamente señaló Marx, «produce valores en su aislamiento», y nadie, pudo haber añadido, se preocupa de ellos en su aislamiento; las cosas, ideas o ideales morales «sólo se convierten en valores en su relación social».[233]
La confusión de la economía clásica,[234] y la todavía mayor confusión que surge del empleo de la palabra «valor» en filosofía, se deben originalmente al hecho de que la más antigua palabra «valía», que aún se encuentra en Locke, se suplantó por la aparentemente más científica expresión «valor de uso». También Marx aceptó esta terminología y, de acuerdo con su repugnancia por la esfera pública, vio en el cambio de valor de uso por valor de cambio el pecado original del capitalismo. Pero contra estos pecados de una sociedad comercial, donde en efecto el mercado de cambio es el lugar público más importante y por lo tanto toda cosa pasa a ser un valor comerciable, un artículo de consumo, Marx no situó la intrínseca valía objetiva de la cosa en sí. En su lugar puso la función que las cosas tienen en el proceso consumidor de la vida humana, que no conoce objetiva e intrínseca valía ni subjetivo y socialmente determinado valor. En la igual distribución socialista de todos los artículos entre todos los que laboren, cada cosa tangible se disuelve en simple función en el proceso de regeneración de la vida y de la fuerza de labor.
Sin embargo, esta confusión verbal sólo nos cuenta una parte de la historia. El motivo de que Marx retuviera con terquedad la expresión «valor de uso», y sus numerosos y fútiles intentos para encontrar una fuente objetiva —tal como labor, tierra o beneficio— para el nacimiento de valores, fue que a nadie le resultaba fácil aceptar el simple hecho de que no existe «valor absoluto» en el mercado de cambio, que es la esfera propia de los valores, y que buscarlo es intentar la cuadratura del círculo. La muy deplorada devaluación de todas las cosas, es decir, la pérdida de todo valor intrínseco, comienza con su transformación en valores o artículos de primera necesidad, porque a partir de ese momento sólo existen en relación con alguna otra cosa que puede adquirirse en su lugar. La relatividad universal, o sea, que una cosa sólo exista en relación con otras cosas, y la pérdida de valor intrínseco, o sea, que nada posea un valor «objetivo» independiente de las siempre mudables estimaciones de la oferta y la demanda, son inherentes al propio concepto de valor.[235] La razón de que este desarrollo, que parece inevitable en una sociedad comercial, se convirtiera en fuente de inquietud y finalmente constituyera el principal problema de la nueva ciencia de la economía, no era la relatividad como tal, sino el hecho de que el homo faber, cuya actividad global está determinada por el empleo constante de patrones, medidas, normas y modelos, no podía soportar la pérdida de modelos o patrones «absolutos». Porque el dinero, que sin duda sirve como denominador común para la variedad de cosas con el fin de que puedan cambiarse entre sí, en modo alguno posee la independiente y objetiva existencia, que trasciende a todos los usos y sobrevive a toda manipulación, que posee el modelo o cualquier otra medida con respecto a las cosas que se supone que va a medir y a los hombres que las manejan.
Esta pérdida de modelos y normas universales, sin las que el hombre no hubiera erigido el mundo, la captó ya Platón en la propuesta de Protágoras de establecer al hombre, fabricante de las cosas, y al uso que hace de ellas, como suprema medida. Esto muestra la estrecha relación de la relatividad del mercado de cambio con la instrumentalidad que surge del mundo del artesanado y de la experiencia de fabricación, La primera se desarrolla sin rupturas y de manera consistente a partir de la segunda. No obstante, la réplica de Platón —no el hombre, sino un «dios es la medida de todas las cosas»— sería un gesto vacío y moralizante si fuera realmente verdad, como da por sentado la Época Moderna, que la instrumentalidad bajo el disfraz de la utilidad gobierna la esfera del mundo acabado tan exclusivamente como rige la actividad mediante la que el mundo y todas las cosas que contiene cobran existencia.
23. La permanencia del mundo y la obra de arte
Entre las cosas que confieren al artificio humano la estabilidad sin la que no podría ser un hogar de confianza para los hombres, se encuentran ciertos objetos que carecen estrictamente de utilidad alguna y que, más aún, debido a que son únicos, no son intercambiables y por lo tanto desafían la igualización mediante un denominador común como es el dinero; si entran en el mercado de cambio, su precio se fija arbitrariamente. Y lo que es más, el propio comercio de una obra de arte es para no usarla; por el contrario, debe separarse cuidadosamente de los objetos de uso ordinario para que alcance su lugar adecuado en el mundo. Por el mismo motivo, debe apartarse de las exigencias y necesidades de la vida cotidiana, con la que tiene menos contacto que cualquier otra cosa. Queda al margen de la cuestión si esta inutilidad ha acompañado siempre a los objetos de arte o si anteriormente el arte sirvió a las llamadas necesidades religiosas del hombre, al igual que los objetos de uso ordinario sirven a las necesidades más ordinarias. Incluso si el origen histórico del arte fuera de carácter exclusivamente religioso o mitológico, el hecho es que el arte ha sobrevivido de manera gloriosa a su separación de la religión, de la magia y del mito.
Debido a su sobresaliente permanencia, las obras de arte son las más intensamente mundanas de todas las cosas tangibles; su carácter duradero queda casi inalterado por los corrosivos efectos de los procesos naturales, puesto que no están sujetas al usó por las criaturas vivientes, uso que, lejos de dar realidad a su inherente propósito —como se da realidad a la finalidad de una silla al sentarse en ella—, lo único que hace es destruirlas. Así, su carácter duradero es de un orden más elevado que el que necesitan las cosas para existir; puede lograr permanencia a lo largo del tiempo. En esta permanencia, la misma estabilidad del artificio humano —que, al estar habitado y usado por mortales, nunca, puede ser absoluto— consigue una representación propia. En ningún otro sitio aparece con tanta pureza y claridad el carácter duradero del mundo de las cosas, en ningún otro sitio, por lo tanto, se revela este mundo de cosas de modo tan espectacular como el hogar no mortal para los seres mortales. Es como si la estabilidad mundana se hubiera hecho transparente en la permanencia del arte, de manera que una premonición de inmortalidad, no la inmortalidad del alma o de la vida, sino de algo inmortal realizado por manos mortales, ha pasado a ser tangiblemente presente para brillar y ser visto, para resonar y ser oído, para hablar y ser leído.
La fuente inmediata de la obra de arte es la capacidad humana para pensar, como su «tendencia al trueque y permuta» es la fuente de los objetos de cambio, y como su habilidad para usar es el origen de las cosas de uso. Se trata de capacidades del hombre y no de meros atributos del animal humano, tales como sentimientos, exigencias y necesidades, con los que se relacionan y que a menudo constituyen su contenido. Tales propiedades humanas se hallan tan separadas del mundo que el hombre crea como su hogar en la Tierra como las correspondientes propiedades de otra especie animal, y si tuvieran que constituir un medio ambiente hecho por el hombre para el animal humano, este mundo sería un no-mundo, el producto de la emancipación en vez del propio de la creación. El pensamiento está relacionado con el sentimiento y transforma su mudo e inarticulado desaliento, como el cambio transforma la desnuda avidez del deseo y el uso cambia el desesperado anhelo de cosas necesarias, hasta que todos ellos son aptos para entrar en el mundo y transformarse en cosas. En cada uno de los ejemplos, una capacidad humana que por su propia naturaleza es comunicativa y abierta al mundo, trasciende y libera en el mundo una apasionada intensidad que estaba prisionera en el yo.
En el caso de las obras de arte, la reificación es más que simple transformación; es transfiguración, verdadera metamorfosis en la que ocurre como si el curso de la naturaleza que desea que todo el fuego se reduzca a cenizas quede invertido e incluso el polvo se convierta en llamas.[236] Las obras de arte son cosas del pensamiento, pero esto no impide que sean cosas. El proceso del pensamiento por sí mismo no produce ni fabrica cosas tangibles, tales como libros, pinturas, esculturas o composiciones, como tampoco el uso por sí mismo produce y fabrica casas y muebles. La reificación que se da al escribir algo, pintar una imagen, modelar una figura o componer una melodía se relaciona evidentemente con el pensamiento que precedió a la acción, pero lo que de verdad hace del pensamiento una realidad y fabrica cosas de pensamiento es la misma hechura que, mediante el primordial instrumento de las manos humanas, construye las otras cosas duraderas del artificio humano.
Mencionamos antes que esta reificación y materialización, sin las que ningún pensamiento puede convertirse en una cosa tan tangible, siempre se paga, y que el precio es la vida misma: siempre es la «letra muerta» en la que debe sobrevivir el «espíritu vivo», y dicha letra sólo puede rescatarse de la muerte cuando se ponga de nuevo en contacto con una vida que desee resucitarla, aunque esta resurrección comparta con todas las cosas vivas el hecho de que también morirá. Este carácter de muerte, aunque de algún modo está presente en todo arte e indica, por así decirlo, la distancia entre el hogar original del pensamiento en el corazón o la cabeza del hombre y su destino final en el mundo, varia en las diferentes artes. En música y poesía, las menos «materialistas» de las artes debido a que su material está formado por sonidos y palabras, la reificación y elaboración se mantienen al mínimo. El joven poeta y el niño prodigio en la música pueden alcanzar gran perfección sin demasiado adiestramiento y experiencia, fenómeno apenas igualado en la pintura, escultura y arquitectura.
La poesía, cuyo material es el lenguaje, quizás es la más humana y menos mundana de las artes, en la que el producto final queda muy próximo al pensamiento que lo inspiró. El carácter duradero de un poema se produce mediante la condensación, como si el lenguaje hablado en su máxima densidad y concentración fuera poético en sí mismo. En este caso el recuerdo, Mnēmosynē, madre de las musas, se transforma directamente en memoria, y el medio del poeta para lograr la transformación es el ritmo, mediante el cual el poema se fija en el recuerdo casi por sí mismo. Esta contigüidad al recuerdo vivo capacita al poema para permanecer, para retener su carácter duradero, al margen de la página impresa o escrita, y aunque la «calidad» de un poema puede estar sujeta a una variedad de modelos, su «memoriabilidad» determinará de manera inevitable su carácter duradero, es decir, su posibilidad de quedar permanentemente en el recuerdo de la humanidad. De todas las cosas del pensamiento, la poesía es la más próxima a él, y un poema es menos cosa que cualquier otra obra de arte; no obstante, incluso un poema, no importa el tiempo que exista como palabra viva hablada en el recuerdo del bardo y de quienes le escuchan, finalmente será «hecho», es decir, transcrito y transformado en una cosa tangible entre cosas, porque la memoria y el don de recuerdo, de los que surge todo deseo de ser imperecedero, necesita cosas tangibles para recordarlas, para que no perezcan por sí mismas.[237]
Pensamiento y cognición no son lo mismo. El primero, origen de las obras de arte, se manifiesta en toda gran filosofía sin transformación o transfiguración, mientras que la principal manifestación del proceso cognitivo, por el que adquirirnos y almacenamos conocimiento, son las ciencias. La cognición siempre persigue un objetivo definido, que puede establecerse por consideraciones prácticas o por «ociosa curiosidad»; pero una vez alcanzado este objetivo, el proceso cognitivo finaliza. El pensamiento, por el contrario, carece de fin u objetivo al margen de sí, y ni siquiera produce resultados; no sólo la filosofía utilitaria del homo faber, sino también los hombres de acción y los científicos que buscan resultados, se han cansado de señalar lo «inútil» que es el pensamiento, tan inútil como las obras de arte que inspira. Y ni siquiera puede reclamar el pensamiento estos productos inútiles, ya que, al igual que los grandes sistemas filosóficos, apenas cabe calificarlos de resultados de puro pensar, estrictamente hablando, puesto que precisamente es el proceso del pensamiento lo que el artista o el filósofo escritor ha de interrumpir y transformar para materializar la reificación de su obra. La actividad de pensar es tan implacable y repetida como la misma vida, y la cuestión de si el pensamiento tiene algún significado constituye un enigma tan insoluble como el de la vida; sus procesos impregnan de manera tan íntima la totalidad de la existencia humana, que su comienzo y final coinciden con los de la vida del hombre. El pensamiento, por lo tanto, aunque inspira la más alta productividad mundana del homo faber, no es en modo alguno su prerrogativa; únicamente empieza a afirmarse como fuente de inspiración donde se alcanza a sí mismo, por así decirlo, y comienza a producir cosas inútiles, objetos que no guardan relación con las exigencias materiales o intelectuales, con las necesidades físicas del hombre ni con su sed de conocimiento. La cognición, por otra parte, pertenece a todos, y no sólo a los procesos de trabajo intelectual o artístico; al igual que la fabricación, es un proceso con principio y fin, cuya utilidad puede comprobarse, y que falla si no produce resultado, como fracasa el trabajo del carpintero si construye una mesa de dos patas. Los procesos cognitivos de las ciencias no son básicamente distintos de la función cognitiva en la fabricación; los resultados científicos que se producen mediante la cognición se añaden al artificio humano de la misma manera que las otras cosas.
Tanto el pensamiento como la cognición han de distinguirse del poder del razonamiento lógico que se manifiesta en operaciones tales como deducciones de principios axiomáticos o evidentes, inclusión de casos particulares en reglas generales, o las técnicas de alargar consistentes series de conclusiones. En estas facultades humanas nos enfrentarnos realmente con una especie de poder cerebral que en más de un aspecto a nada se parece tanto como a la fuerza de labor que desarrolla el animal humano en su metabolismo con la naturaleza. Solemos llamar inteligencia u bs procesos mentales que se alimentan del poder del cerebro, y esta inteligencia puede medirse con tests al igual que también cabe medir la fuerza corporal. Sus leyes, las de la lógica, pueden descubrirse de la misma manera que otras leyes de la naturaleza porque están profundamente enraizadas en la estructura del cerebro humano y, en el individuo normalmente sano, poseen la misma fuerza de apremio que la de la necesidad que regula las demás funciones de nuestro cuerpo. En la estructura del cerebro humano radica que se le pueda forzar a admitir que dos más dos son cuatro. Si fuera cierto que el hombre es un animal rationale en el sentido que le da la Época Moderna, es decir, una especie animal que difiere de las restantes por estar dotada de un superior poder cerebral, entonces las recién inventadas máquinas eléctricas que, a veces para desaliento y otras para confusión de sus inventores, son tan espectacularmente más «inteligentes» que los seres humanos, serían homunculi. Tal como están las cosas, son, al igual que todas las máquinas, meros sustitutos y mejoradores de la fuerza de labor humana, que siguen el consagrado plan de toda división de la labor con el fin de fraccionar cada operación en sus más simples movimientos constitutivos, sustituyendo, por ejemplo, la suma repetida por la multiplicación. El superior poder de la máquina se manifiesta en su velocidad, que es mayor que la del cerebro humano; debido a esta mayor velocidad, la máquina puede prescindir de la multiplicación, que es el ingenio técnico preelectrónico para acelerar la suma. Lo que demuestran los gigantescos ordenadores es que la Época Moderna se equivocó al creer con Hobbes que la racionalidad, en el sentido de «tener en cuenta las consecuencias», era la más elevada y humana de las capacidades del hombre, y que los filósofos de la vida y de la labor, Marx, Bergson o Nietzsche, estaban en lo cierto al ver en este tipo de inteligencia, que confundían con la razón, una mera función del propio proceso de la vida o, como señaló Hume, un simple «esclavo de las pasiones». Claro está que el poder del cerebro y los apremiantes procesos lógicos que genera no son capaces de erigir un mundo; son tan sin mundo como los apremiantes procesos de la vida, de la labor y del consumo.
Una de las notables discrepancias en la economía clásica es que los mismos teóricos que se enorgullecían de la consistencia de su utilitaria perspectiva, con frecuencia estiman poco la pura utilidad. Por regla general, sabían que la específica productividad del trabajo radica menos en su utilidad que en su capacidad para producir «durabilidad». Debido a esta discrepancia, admitían tácitamente la falta de realismo en su filosofía utilitaria. Porque si bien el carácter duradero de las cosas ordinarias no es más que un débil reflejo de la permanencia de que son capaces las cosas más mundanas, las obras de arte, algo de esta cualidad —para Platón divina porque acerca a la inmortalidad— es inherente a toda cosa como cosa, y precisamente esta cualidad o su carencia es lo que sobresale en su aspecto y lo hace hermoso o feo. Sin duda, el ordinario objeto de uso no es ni debe proponerse ser hermoso; sin embargo, cualquiera que sea su aspecto, no puede evitarse que se considere hermoso, feo o como una mezcla de ambos. Todo lo que existe ha de tener apariencia, y nada puede aparecer sin forma propia; de ahí que no haya ninguna cosa que no trascienda de algún modo su uso funcional, y su trascendencia, su belleza o fealdad, se identifica con su aparición pública y el que se la vea. Por lo mismo, es decir, en su pura existencia mundana, toda cosa trasciende también la esfera de la instrumentalidad en cuanto queda completada. El modelo por el que se juzga la excelencia de una cosa nunca es simple utilidad, como si una mesa fea cumpliera la misma función que otra de bello diseño, sino su adecuación o inadecuación a lo que debe parecer, y esto, en lenguaje platónico, no es más que adecuación o inadecuación al eidos o idea, la imagen mental, o más bien la imagen vista por el ojo interior, que precedió a su existencia y sobrevive a su potencial destrucción. Dicho con otras palabras, incluso los objetos de uso se juzgan no sólo de acuerdo con las necesidades subjetivas de los hombres, sino también con los modelos objetivos del mundo donde encontrarán su lugar para perdurar, para ser vistos y para usados.
El mundo de cosas hecho por el hombre, el artificio humano erigido por el homo faber, se convierte en un hogar para los hombres mortales, cuya estabilidad perdurará al movimiento siempre cambiante de sus vidas y acciones sólo hasta el punto en que trascienda el puro funcionalismo de las cosas producidas para el consumo y la pura utilidad de los objetivos producidos para el uso. La vida en su sentido no biológico, el periodo de tiempo que tiene todo hombre entre nacimiento y muerte, se manifiesta en la acción y el discurso, que comparten con la vida su esencial futilidad. La «realización de grandes hechos y la articulación de grandes palabras» no dejarán huella, ni producto alguno que perdure al momento de la acción y de la palabra hablada. Sí el animal laborans necesita la ayuda del homo faber para facilitar su labor y aliviar su esfuerzo, y si los mortales necesitan su ayuda para erigir un hogar en la Tierra, los hombres que actúan y hablan necesitan la ayuda del homo faber en su más elevada capacidad, esto es, la ayuda del artista, de poetas e historiógrafos, de constructores de monumentos o de escritores, ya que sin ellos el único producto de su actividad, la historia que establecen y cuentan, no sobreviviría. Con el fin de que el mundo sea lo que siempre se ha considerado que era, un hogar para los hombres durante su vida en la Tierra, el artificio humano ha de ser lugar apropiado para la acción y el discurso, para las actividades no sólo inútiles por completo a las necesidades de la vida, sino también de naturaleza enteramente diferente de las múltiples actividades de fabricación con las que se produce el mundo y todas las cosas que cobija. No es necesario elegir entre Platón y Protágoras, o decidir si ha de ser el hombre o un dios la medida de todas las cosas; lo cierto es que la medida puede no ser ni la acuciante necesidad de la vida biológica y de la labor, ni el instrumentalismo utilitario de la fabricación y del uso.
CAPÍTULO V ACCIÓN
Todas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas.
ISAK DINESEN
Nam in omni actione principaliter intenditur ab agente, sive necessitate naturae sive voluntarie agat, propriam similitudinem explicare; unde fit quod omne agens, in quantum huiusmodi, delectatur, quia, cum omne quod est appetat suum esse, ac in agendo agentis esse modammodo amplietur, sequitur de necessitate delectatio… Nihil igitur agit nisi tale existens quale patiens fieri debet.
«Porque en toda acción, lo que intenta principalmente el agente, ya actúe por necesidad natural o por libre voluntad, es explicar su propia imagen. De ahí que todo agente, en tanto que hace, se deleita en hacer; puesto que todo lo que es apetece su ser, y puesto que en la acción el ser del agente está de algún modo ampliado, la delicia necesariamente sigue… Así, nada actúa a menos que [al actuar] haga patente su latente yo».
DANTE
24. La revelación del agente en el discurso y la acción
La pluralidad humana, básica condición tanto de la acción como del discurso, tiene el doble carácter de igualdad y distinción. Si los hombres no fueran iguales, no podrían entenderse ni planear y prever para el futuro las necesidades de los que llegarán después. Si los hombres no fueran distintos, es decir, cada ser humano diferenciado de cualquier otro que exista, haya existido o existirá, no necesitarían el discurso ni la acción para entenderse. Signos y sonidos bastarían para comunicar las necesidades inmediatas e idénticas.
La cualidad humana de ser distinto no es lo mismo que la alteridad, la curiosa calidad de alteritas que posee todo lo que es y, en la filosofía medieval, una de las cuatro características básicas y universales del Ser, trascendentes a toda cualidad particular. La alteridad es un aspecto importante de la pluralidad, la razón por la que todas nuestras definiciones son distinciones, por la que somos incapaces de decir que algo es sin distinguirlo de alguna otra cosa. La alteridad en su forma más abstracta sólo se encuentra en la pura multiplicación de objetos inorgánicos, mientras que toda la vida orgánica muestra variaciones y distinciones, incluso entre especímenes de la misma especie. Pero sólo el hombre puede expresar esta distinción y distinguirse, y sólo él puede comunicar su propio yo y no simplemente algo: sed o hambre, afecto, hostilidad o temor. En el hombre, la alteridad que comparte con todo lo que es, y la distinción, que comparte con todo lo vivo, se convierte en unicidad, y la pluralidad humana es la paradójica pluralidad de los seres únicos.
El discurso y la acción revelan esta única cualidad de ser distinto. Mediante ellos, los hombres se diferencian en vez de ser meramente distintos; son los modos en que los seres humanos se presentan unos a otros, no como objetos físicos, sino qua hombres. Esta apariencia, diferenciada de la mera existencia corporal, se basa en la iniciativa, pero en una iniciativa que ningún ser humano puede contener y seguir siendo humano. Esto no ocurre en ninguna otra actividad de la vita activa. Los hombres pueden vivir sin laborar, pueden obligar a otros a que laboren por ellos, e incluso decidir el uso y disfrute de las cosas del mundo sin añadir a éste un simple objeto útil; la vida de un explotador de la esclavitud y la de un parásito pueden ser injustas, pero son humanas. Por otra parte, una vida sin acción ni discurso —y ésta es la única forma de vida que en conciencia ha renunciado a toda apariencia y vanidad en el sentido bíblico de la palabra— está literalmente muerta para el mundo; ha dejado de ser una vida humana porque ya no la viven los hombres.
Con palabra y acto nos insertamos en el mundo humano, y esta inserción es como un segundo nacimiento, en el que confirmamos y asumimos el hecho desnudo de nuestra original apariencia física. A dicha inserción no nos obliga la necesidad, como lo hace la labor, ni nos impulsa la utilidad, como es el caso del trabajo. Puede estimularse por la presencia de otros cuya compañía deseemos, pero nunca está condicionada por ellos; su impulso surge del comienzo, que se adentró en el mundo cuando nacimos y al que respondemos comenzando algo nuevo por nuestra propia iniciativa.[238] Actuar, en su sentido más general, significa tomar una iniciativa, comenzar (como indica la palabra griega archein, «comenzar», «conducir» y finalmente «gobernar»), poner algo en movimiento (que es el significado original del agere latino). Debido a que son initium los recién llegados y principiantes, por virtud del nacimiento, los hombres toman la iniciativa, se aprestan a la acción. [Initium] ergo ut esset, creatus est homo, ante quem nullus fuit («para que hubiera un comienzo, fue creado el hombre, antes del cual no había nadie»), dice san Agustín en su filosofía política.[239] Este comienzo no es el mismo que el del mundo;[240] no es el comienzo de algo, sino de alguien que es un principiante por sí mismo. Con la creación del hombre, el principio del comienzo entró en el propio mundo, que, claro está, no es más que otra forma de decir que el principio de la libertad se creó al crearse al hombre, no antes.
En la propia naturaleza del comienzo radica que se inicie algo nuevo que no puede esperarse de cualquier cosa que haya ocurrido antes. Este carácter de lo pasmoso inesperado es inherente a todos los comienzos y a todos los origen es. Así, el origen de la vida a partir de la materia inorgánica es una infinita improbabilidad de los procesos inorgánicos, como lo es el nacimiento de la Tierra considerado desde el punto de los procesos del universo, o la evolución de la vida humana a partir de la animal. Lo nuevo siempre se da en oposición a las abrumadoras desigualdades de las leyes estadísticas y de su probabilidad, que para todos los fines prácticos y cotidianos son certeza; por lo tanto, lo nuevo siempre aparece en forma de milagro. El hecho de que el hombre sea capaz de acción significa que cabe esperarse de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que es infinitamente improbable. Y una vez más esto es posible debido sólo a que cada hombre es único, de tal manera que con cada nacimiento algo singularmente nuevo entra en el mundo. Con respecto a este alguien que es único cabe decir verdaderamente que nadie estuvo allí antes que él. Si la acción como comienzo corresponde al hecho de nacer, si es la realización de la condición humana de la natalidad, entonces el discurso corresponde al hecho de la distinción y es la realización de la condición humana de la pluralidad, es decir, de vivir como ser distinto y único entre iguales.
Acción y discurso están tan estrechamente relacionados debido a que el acto primordial y específicamente humano debe contener al mismo tiempo la respuesta a la pregunta planteada a todo recién llegado: «¿Quién eres tú?». Este descubrimiento de quién es alguien está implícito tanto en sus palabras como en sus actos; sin embargo, la afinidad entre discurso y revelación es mucho más próxima que entre acción y revelación,[241] de la misma manera que la afinidad entre acción y comienzo es más estrecha que la existente entre discurso y comienzo, aunque muchos, incluso la mayoría de los actos se realizan a manera de discurso. En todo caso, sin el acompañamiento del discurso, la acción no sólo perdería su carácter revelador, sino también su sujeto, como si dijéramos; si en lugar de hombres de acción hubiera robots se lograría algo que, hablando humanamente por la palabra y, aunque su acto pueda captarse en su cruda apariencia física sin acompañamiento verbal, sólo se hace pertinente a través de la palabra hablada en la que se identifica como actor, anunciando lo que hace, lo que ha hecho y lo que intenta hacer.
Ninguna otra realización humana requiere el discurso en la misma medida que la acción. En todas las demás, el discurso desempeña un papel subordinado, como medio de comunicación o simple acompañamiento de algo que también pudo realizarse en silencio. Cierto es que el discurso es útil en extremo como medio de comunicación e información, pero como tal podría reemplazarse por un lenguaje de signos, que tal vez demostrara ser más útil y conveniente para transmitir ciertos significados, como en el caso de las matemáticas y otras disciplinas científicas o en ciertas formas de trabajo en equipo. Así, también es cierto que la capacidad del hombre para actuar, y especialmente para hacerlo concertadamente, es útil en extremo para los fines de autodefensa o de búsqueda de intereses; pero si no hubiera nada más en juego que el uso de la acción como medio para alcanzar un fin, está claro que el mismo fin podría alcanzarse mucho más fácilmente en muda violencia, de manera que la acción no parece un sustituto muy eficaz de la violencia, al igual que el discurso, desde el punto de vista de la pura utilidad, se presenta como un difícil sustituto del lenguaje de signos:
Mediante la acción y el discurso, los hombres muestran quiénes son, revelan activamente su única y personal identidad y hacen su aparición en el mundo humano, mientras que su identidad física se presenta bajo la forma única del cuerpo y el sonido de la voz, sin necesidad de ninguna actividad propia. El descubrimiento de «quién» en contradistinción al «qué» es alguien —sus cualidades, dotes, talento y defectos que exhibe u oculta— está implícito en todo lo que ese alguien dice y hace. Sólo puede ocultarse en completo silencio y perfecta pasividad, pero su revelación casi nunca puede realizarse como fin voluntario, como si upo poseyera y dispusiese de este «quién» de la misma manera que puede hacerlo con sus cualidades. Por el contrario, es más que probable que el «quién», que se presenta tan claro e inconfundible a los demás, permanezca oculto para la propia persona, como el daimōn de la religión griega que acompañaba a todo hombre a lo largo de su vida, siempre mirando desde atrás por encima del hombro del ser humano y por lo tanto sólo visible a los que éste encontraba de frente.
Esta cualidad reveladora del discurso y de la acción pasa a primer plano cuando las personas están con otras, ni a favor ni en contra, es decir, en pura contigüidad humana. Aunque nadie sabe a quién revela cuando uno se descubre a sí mismo en la acción o la palabra, voluntariamente se ha de correr el riesgo de la revelación, y esto no pueden asumirlo ni el hacedor de buenas obras, que debe ocultar su yo y permanecer en completo anonimato: ni el delincuente, que ha de esconderse de los demás. Los dos son figuras solitarias, uno a favor y el otro en contra de todos los hombres; por lo tanto, permanecen fuera del intercambio humano y, políticamente, son figuras marginales que suelen entrar en la escena histórica en período de corrupción, desintegración y bancarrota política. Debido a su inherente tendencia a descubrir al agente junto con el acto, la acción necesita para su plena aparición la brillantez de la gloria, sólo posible en la esfera pública.
Sin la revelación del agente en el acto, la acción pierde su específico carácter y pasa a ser una forma de realización entre otras. En efecto, entonces no es menos medio para un fin que lo es la fabricación para producir un objeto. Esto ocurre siempre que se pierde la contigüidad humana, es decir, cuando las personas sólo están a favor o en contra de las demás, por ejemplo durante la guerra, cuando los hombres entran en acción y emplean medios de violencia para lograr ciertos objetivos en contra del enemigo. En estos casos, que naturalmente siempre se han dado, el discurso se convierte en «mera charla», simplemente en un medio más para alcanzar el fin, ya sirva para engañar al enemigo o para deslumbrar a todo el mundo con la propaganda; las palabras no revelan nada, el descubrimiento sólo procede del acto mismo, y esta realización, como todas las realizaciones, no puede revelar al «quién», a la única y distinta identidad del agente.
En estos casos la acción pierde la cualidad mediante la que trasciende la simple actividad productiva, que, desde la humilde fabricación de objetos de uso hasta la inspirada creación de obras de arte, no tiene más significado que el que se revela en el producto acabado y no intenta mostrar más de lo claramente visible al final del proceso de producción. La acción sin un nombre, un «quién» unido a ella, carece de significado, mientras que una obra de arte mantiene su pertinencia conozcamos o no el nombre del artista. Los monumentos al «Soldado Desconocido» levantados tras la Primera Guerra Mundial testimonian la necesidad aún existente entonces de glorificación, de encontrar un «quién», un identificable alguien al que hubieran revelado los cuatro años de matanza. La frustración de ese deseo y la repugnancia a resignarse al hecho brutal de que el agente de la guerra no era realmente nadie, inspiró la erección de los monumentos al «desconocido», a todos los que la guerra no había dado a conocer, robándoles no su realización, sino su dignidad hurnana.[242]
25. La trama de las relaciones y las historias interpretadas
La manifestación de quién es el que habla y quién el agente, aunque resulte visible, retiene una curiosa intangibilidad que desconcierta todos los esfuerzos encaminados a una expresión verbal inequívoca. En el momento en que queremos decir quién es alguien, nuestro mismo vocabulario nos induce a decir qué es ese alguien; quedamos enredados en una descripción de cualidades que necesariamente ese alguien comparte con otros como él; comenzamos a describir un tipo o «carácter» en el antiguo sentido de la palabra, con el resultado de que su específica unicidad se nos escapa.
Esta frustración mantiene muy estrecha afinidad con la bien conocida imposibilidad filosófica de llegar a una definición del hombre, ya que todas las definiciones son determinaciones o interpretaciones de qué es el hombre, por lo tanto de cualidades que posiblemente puede compartir con otros seres vivos, mientras que su específica diferencia se hallaría en una determinación de qué clase de «quién» es dicha persona. No obstante, aparte de esta perplejidad filosófica; la imposibilidad, como si dijéramos, de solidificar en palabras la esencia viva de la persona tal como se muestra en la fusión de acción y discurso, tiene gran relación con la esfera de asuntos humanos, donde existimos primordialmente como seres que actúan y hablan. Esto excluye en principio nuestra capacidad para manejar estos asuntos como lo hacemos con cosas cuya naturaleza se halla a nuestra disposición debido a que podemos nombrarlas. La cuestión estriba en que la manifestación del «quien» acaece de la misma manera que las manifestaciones claramente no dignas de confianza de los antiguos oráculos que, según Heráclito, «ni revelan ni ocultan con palabras, sino que dan signos manifiestos».[243] Éste es un factor básico en la también notoria inseguridad no sólo de todos los asuntos políticos, sino de todos los asuntos que se dan directamente entre hombres, sin la intermediaria, estabilizadora y solidificadora influencia de las cosas.[244]
Esta no es más que la primera de las muchas frustraciones que dominan a la acción y, por consiguiente, a la contigüidad y comunicación entre los hombres. Quizás es la más fundamental de las que hemos de afrontar en la medida en que no surge de comparaciones con actividades más productivas y dignas dé confianza, tales como la fabricación, contemplación, cognición e incluso labor, sino que indica algo que frustra la acción en términos de sus propios propósitos. Lo que está en juego es el carácter revelador sin el que la acción y el discurso perderían toda pertinencia humana.
La acción y el discurso se dan entre los hombres, ya que a ellos se dirigen, y retienen su capacidad de revelación del agente aunque su contenido sea exclusivamente «objetivo», interesado por los asuntos del mundo de cosas en que se mueven los hombres, que físicamente se halla entre ellos y del cual surgen los específicos, objetivos y mundanos intereses humanos. Dichos intereses constituyen, en el significado más literal de la palabra, algo del inter-est, que se encuentra entre las personas y por lo tanto puede relacionarlas y unirlas. La mayor parte de la acción y del discurso atañe a este intermediario, que varía según cada grupo de personas, de modo que la mayoría de las palabras y actos se refieren a alguna objetiva realidad mundana, además de ser una revelación del agente que actúa y habla. Puesto que este descubrimiento del sujeto es una parte integrante del todo, incluso la comunicación más «objetiva», el físico, mundano en medio de junto con sus intereses queda sobrepuesto y, como si dijéramos, sobrecrecido por otro en medio de absolutamente distinto, formado por hechos y palabras y cuyo origen lo debe de manera exclusiva a que los hombres actúan y hablan unos para otros. Este segundo, subjetivo en medio de no es tangible, puesto que no hay objetos tangibles en los que pueda solidificarse; el proceso de actuar y hablar puede no dejar tras sí resultados y productos finales. Sin embargo, a pesar de su intangibilidad, este en medio de no es menos real que el mundo de cosas que visiblemente tenemos en común. A esta realidad la llamamos la «trama» de las relaciones humanas, indicando con la metáfora su cualidad de algún modo intangible.
Sin duda, esta trama no está menos ligada al mundo objetivo de las cosas que lo está el discurso a la existencia de un cuerpo vivo, pero la relación no es como la de una fachada o, en terminología marxista, de una superestructura esencialmente superflua pegada a la útil estructura del propio edificio. El error básico de todo materialismo en la política —y dicho materialismo no es marxista y ni siquiera de origen moderno, sino tan antiguo como nuestra historia de la teoría política—[245] es pasar por alto el hecho inevitable de que los hombres se revelan como individuos, como distintas y únicas personas, incluso cuando se concentran por entero en alcanzar un objeto material y mundano. Prescindir de esta revelación, si es que pudiera hacerse, significaría transformar a los hombres en algo que no son; por otra parte, negar que esta revelación es real y tiene consecuencias propias es sencillamente ilusorio.
La esfera de los asuntos humanos, estrictamente hablando, está formada por la trama de las relaciones humanas que existe dondequiera que los hombres viven juntos. La revelación del «quien» mediante el discurso, y el establecimiento de un nuevo comienzo a través de la acción, cae siempre dentro de la ya existente trama donde pueden sentirse sus inmediatas consecuencias. Juntos inician un nuevo proceso que al final emerge como la única historia de la vida del recién llegado, que sólo afecta a las historias vitales de quienes entran en contacto con él. Debido a esta ya existente trama de relaciones humanas, con sus innumerables y conflictivas voluntades e intenciones, la acción siempre realiza su propósito; pero también se debe a este medio, en el que sólo la acción es real, el hecho de que «produce» historias con o sin intención de manera tan natural como la fabricación produce cosas tangibles. Entonces esas historias pueden registrarse en documentos y monumentos, pueden ser visibles en objetos de uso u obras de arte, pueden contarse y volverse a contar y trabajarse en toda clase de material. Por sí mismas, en su viva realidad, son de naturaleza diferente por completo a estas reificaciones. Nos hablan más sobre sus individuos, el «héroe» en el centro de cada historia, que cualquier producto salido de las manos humanas lo hace sobre el maestro que lo produjo y, sin embargo, no son productos, propiamente hablando. Aunque todo el mundo comienza su vida insertándose en el mundo humano mediante la acción y el discurso, nadie es autor o productor de la historia de su propia vida. Dicho con otras palabras, las historias, resultados de la acción y el discurso, revelan un agente, pero este agente no es autor o productor. Alguien la comenzó y es su protagonista en el doble sentido de la palabra, o sea, su actor y paciente, pero nadie es su autor.
Que toda vida individual entre el nacimiento y la muerte pueda contarse finalmente como una narración con comienzo y fin es la condición prepolítica y prehistórica de la historia, la gran narración sin comienzo ni fin. Pero la razón de que toda vida humana cuente su narración y que en último término la historia se convierta en el libro de narraciones de la humanidad, con muchos actores y oradores y sin autores tangibles, radica en que ambas son el resultado de la acción. Porque el gran desconocido de la historia, que ha desconcertado a la filosofía de la historia en la Época Moderna, no sólo surge cuando uno considera la historia como un todo y descubre que su protagonista, la humanidad, es una abstracción que nunca puede llegar a ser un agente activo; el mismo desconocido ha desconcertado a la filosofía política desde su comienzo en la antigüedad y contribuido al general desprecio que los filósofos desde Platón han tenido por la esfera de los asuntos humanos. La perplejidad radica en que en cualquier serie de acontecimientos que juntos forman una historia con un único significado, como máximo podemos aislar al agente que puso todo el proceso en movimiento; y aunque este agente sigue siendo con frecuencia el protagonista, el «héroe» de la historia, nunca nos es posible señalarlo de manera inequívoca como autor del resultado final de dicha historia.
Por este motivo Platón creía que los asuntos humanos (ta tōn anthrōpōn pragmata), el resultado de la acción (praxis), no han de tratarse con gran seriedad; las acciones de los hombres parecen como los gestos de las marionetas guiadas por una mano invisible tras la escena, de manera que el hombre parece ser una especie de juguete de un dios.[246] Merece la pena señalar que Platón, que no tenía indicio alguno del concepto moderno de la historia, haya sido el primero en inventar la metáfora de un actor tras la escena que, a espaldas de los hombres que actúan, tira de los hilos y es responsable de la historia. El dios platónico no es más que un símbolo por el hecho de que las historias reales, a diferencia de las que inventamos, carecen de autor; como tal, es el verdadero precursor de la Providencia, la «mano invisible», la Naturaleza, el «espíritu del mundo», el interés de clase, y demás, con los que los filósofos cristianos y modernos intentaron resolver el intrincado problema de que si bien la historia debe su existencia a los hombres, no es «hecha» por ellos. (Nada indica con mayor claridad la naturaleza política de la historia —su carácter de ser una narración de hechos y acción en vez de tendencias, fuerzas o ideas— que la introducción de un actor invisible tras la escena a quien encontramos en todas las filosofías de la historia, las cuales sólo por esta razón pueden reconocerse como filosofías disfrazadas. Por el mismo motivo, el simple hecho de que Adam Smith necesitara una «mano invisible» para guiar las transacciones en el mercado de cambio muestra claramente que en dicho cambio se halla implicado algo más que la pura actividad económica, y que el «hombre económico», cuando hace su aparición en el mercado, es un ser actuante y no sólo un productor, negociante o traficante).
El autor invisible tras la escena es un invento que surge de una perplejidad mental, pero que no corresponde a una experiencia real. Mediante esto, la historia resultante de la acción se interpreta erróneamente como una historia ficticia, donde el autor tira de los hilos y dirige la obra. Dicha historia ficticia revela a u n hacedor, de la misma manera que toda obra de arte índica con claridad que la hizo alguien; esto no pertenece a la propia historia, sino sólo al modo de cobrar existencia. La diferencia entre una historia real y otra ficticia estriba precisamente en que ésta fue «hecha», al contrario de la primera, que no la hizo nadie. La historia real en la que estarnos metidos mientras vivimos carece de autor visible o invisible porque no está hecha. El único «alguien» que revela es su héroe, y éste es el solo medio por el que la originalmente intangible manifestación de un único y distinto «quién» puede hacerse tangible ex post facto mediante la acción y el discurso. Sólo podemos saber quién es o era alguien conociendo la historia de la que es su héroe, su biografía, en otras palabras; todo lo demás que sabemos de él, incluyendo el trabajo que pudo haber realizado y dejado tras de sí, sólo nos dice cómo es o era. Así, aunque sabemos mucho menos de Sócrates, que no escribió una sola línea, que de Platón o Aristóteles, conocemos mucho mejor y más íntimamente quién era, debido a que nos es familiar su historia, que Aristóteles por ejemplo, sobre cuyas opiniones estamos mucho mejor informados.
El héroe que descubre la historia no requiere cualidades heroicas; en su origen la palabra «héroe», es decir, en Homero, no era más que un nombre que se daba a todo hombre libre que participaba en la empresa troyana[247] y sobre el cual podía contarse una historia. La connotación de valor, que para nosotros es cualidad indispensable del héroe, se hallaba ya en la voluntad de actuar y hablar, de insertar el propio yo en el mundo y comenzar una historia personal. Y este valor no está necesaria o incluso primordialmente relacionado con la voluntad de sufrir las consecuencias; valor e incluso audacia se encuentran ya presentes al abandonar el lugar oculto y privado y mostrar quién es uno, al revelar y exponer el propio yo. El alcance de este valor original, sin el que no sería posible la acción ni el discurso y en consecuencia, según los griegos, la libertad, no es menos grande y de hecho puede ser mayor si el «héroe» es un cobarde.
El contenido específico, al igual que su significado general, de la acción y del discurso puede adoptar diversas formas de reificación en las obras de arte que glorifican un hecho o un logro y, por transformación y condensación, mostrar algún extraordinario acontecimiento en su pleno significado. Sin embargo, la cualidad específica y reveladora de la acción y del discurso, la implícita manifestación del agente y del orador, está tan indisolublemente ligada al flujo vivo de actuar y hablar que sólo puede representarse y «reificarse» mediante una especie de repetición, la imitación o mimēsis, que, según Aristóteles, prevalece en todas las artes aunque únicamente es apropiada de verdad al drama, cuyo mismo nombre (del griego dran, «actuar») indica que la interpretación de una obra es una imitación de actuar.[248] Sin embargo, el elemento imitativo no sólo se basa en el arte del actor, sino también, como señala Aristóteles, en el hacer o escribir la obra, al menos en la medida en que el drama cobra plena vida sólo cuando se interpreta en el teatro. Únicamente los actores y recitadores que re-interpretan el argumento de la obra son capaces de transmitir el pleno significado, no tanto de la historia en sí como de los «héroes» que se revelan en ella.[249] En términos de la tragedia griega, esto significaba que la historia y su universal significado lo revelaba el coro, que no imita[250] y cuyos comentarios son pura poesía, mientras que las identidades intangibles de los agentes de la historia, puesto que escapan a toda generalización y por lo tanto a toda reificación, sólo pueden transmitirse mediante una imitación de su actuación. Éste es también el motivo de que el teatro sea el arte político por excelencia; sólo en él se transpone en arte la esfera política de la vida humana. Por el mismo motivo, es el único arte cuyo solo tema es el hombre en su relación con los demás.
26. La fragilidad de los asuntos humanos
La acción, a diferencia de la fabricación, nunca es posible en aislamiento; estar aislado es lo mismo que carecer de la capacidad de actuar. La acción y el discurso necesitan la presencia de otros no menos que la fabricación requiere la presencia de la naturaleza para su material y de un mundo en el que colocar el producto acabado. La fabricación está rodeada y en constante contacto con el mundo; la acción y el discurso lo están con la trama de los actos y palabras de otros hombres. La creencia popular en un «hombre fuerte» que, aislado y en contra de los demás, debe su fuerza al hecho de estar solo es pura superstición, basada en la ilusión de que podemos «hacer» algo en la esfera de los asuntos humanos —«hacer» instituciones o leyes, por ejemplo, de la misma forma que hacemos mesas y sillas, o hacer hombres «mejores» o «peores»—,[251] o consciente desesperación de toda acción, política y no política, redoblada con la utópica esperanza de que cabe tratar a los hombres como se trata a otro «material».[252] La fuerza que requiere el individuo para cada proceso de producción pierde por completo su valor cuando la acción está en peligro, trátese de una fuerza intelectual o puramente material. La historia está llena de ejemplos de la impotencia del hombre fuerte y superior que no sabe cómo conseguir la ayuda, la co-acción de sus semejantes. A menudo se achaca su fallo a la fatal inferioridad de la mayoría y al resentimiento que toda persona sobresaliente inspira a los mediocres. Sin embargo; por ciertas que sean tales observaciones, no se adentran en el meollo del problema.
Para ilustrar lo que aquí se halla en peligro hemos de recordar que el griego y el latín, a diferencia de las lenguas modernas, contienen dos palabras diferentes y sin embargo interrelacionadas para designar al verbo «actuar». A los verbos griegos archein («comenzar», «guiar» y finalmente «gobernar») y prattein («atravesar», «realizar», «acabar») corresponden los verbos latinos agere («poner en movimiento», «guiar») y gerere (cuyo significado original es «llevar»).[253] Parece como si cada acción estuviera dividida en dos partes, el comienzo, realizado por una sola persona, y el final, en el que se unen muchas para «llevar» y «acabar» la empresa aportando su ayuda. No sólo están las palabras interrelacionadas de manera similar, sino que también es muy similar la historia de su empleo. En ambos casos, la palabra que originalmente designaba sólo la segunda parte de la acción, su conclusión —prattein y gerere—, pasó a ser la palabra aceptada para la acción en general, mientras que las que designaban el comienzo de la acción se especializaron en el significado, al menos en el lenguaje político. Archein pasó a querer decir principalmente «gobernar» y «guiar» cuando se usó de manera específica, y agere significó «guiar» en vez de «poner en movimiento».
Así, el papel de principiante y guía, que era primus inter pares (en el caso de Homero, rey entre reyes), pasó a ser el del gobernante; la original interdependencia de la acción, la dependencia del principiante y guía con respecto a los demás debido a la ayuda que éstos prestan y la dependencia de sus seguidores con el fin de actuar ellos mismos en una ocasión, constituyeron dos funciones diferentes por completo: la función de dar órdenes, que se convirtió en la prerrogativa del gobernante, y la función de ejecutarlas, que pasó a ser la obligación de sus súbditos. Este gobernante se encuentra solo, aislado y en contra de los demás por su fuerza, al igual que el principiante estaba aislado por su iniciativa de comenzar, antes de encontrar a otros que se le agregaran. Sin embargo, la fuerza del principiante y del guía sólo se muestra en la iniciativa y riesgo que corren, no en la verdadera realización. En el caso del gobernante con éxito, puede reclamar para sí lo que realmente es el logro de muchos, algo que Agamenón, que era rey pero no gobernante, nunca hubiera permitido. Mediante esta reclamación, el gobernante monopoliza, por decirlo así, la fuerza de aquellos sin cuya ayuda no hubiera podido realizar nada. De este modo surge la ilusión de fuerza extraordinaria y la falacia del hombre fuerte que es poderoso porque está solo.
Debido a que el actor siempre se mueve entre y en relación con otros seres actuantes, nunca es simplemente un «agente», sino que siempre y al mismo tiempo es un paciente. Hacer y sufrir son como las dos caras de la misma moneda, y la historia que un actor comienza está formada de sus consecuentes hechos y sufrimientos. Dichas consecuencias son ilimitadas debido a que la acción, aunque no proceda de ningún sitio, por decirlo así, actúa en un medio donde toda reacción se convierte en una reacción en cadena y donde todo proceso es causa de nuevos procesos. Puesto que la acción actúa sobre seres que son capaces de sus propias acciones, la reacción, aparte de ser una respuesta, siempre es una nueva acción que toma su propia resolución y afecta a los demás. Así, la acción y la reacción entre hombres nunca se mueven en círculo cerrado y nunca · pueden confinarse a dos partícipes. Esta ilimitación es característica no sólo de la acción política, en el más estrecho sentido de la palabra, como si la ilimitación de la interrelación humana sólo fuera el resultado de la ilimitada multitud de personas comprometidas, que podrían escaparse al renunciar a la acción dentro de un limitado marco de circunstancias; el acto más pequeño en las circunstancias más limitadas lleva la simiente de la misma ilimitación, ya que un acto, y a veces una palabra, basta para cambiar cualquier constelación.
Más aún, la acción, al margen de su específico contenido, siempre establece relaciones y por lo tanto tiene una inherente tendencia a forzar todas las limitaciones y cortar todas las fronteras.[254] Las limitaciones y fronteras existen en la esfera de los asuntos humanos, pero nunca ofrecen un marco que pueda soportar el asalto con el que debe insertarse en él cada nueva generación. La fragilidad de las instituciones y leyes humanas y, en general, de todas las materias que atañen a los hombres que viven juntos, surge de la condición humana de la natalidad y es independiente de la fragilidad de la naturaleza humana. Las vallas que aíslan la propiedad privada y aseguran los límites de cada familia, las fronteras territoriales que protegen y hacen posible la identidad física de un pueblo, y las leyes que protegen y hacen posible su existencia política, son de tan gran importancia para la estabilidad de los asuntos humanos precisamente porque ninguno de tales principios limitadores y protectores surge de las actividades que se dan en la propia esfera de los asuntos humanos. Las limitaciones de la ley nunca son por entero salvaguardas confiables contra la acción dentro del cuerpo político, de la misma manera que las fronteras territoriales no lo son contra la acción procedente de fuera. La ilimitación de la acción no es más que la otra cara de su tremenda capacidad para establecer relaciones, es decir, su específica productividad; por este motivo la antigua virtud de la moderación, de mantenerse dentro de los límites, es una de las virtudes políticas por excelencia, como la tentación política por excelencia es hubris (como los griegos, de gran experiencia en las potencialidades de la acción, sabían muy bien) y no voluntad de poder, como nos inclinamos a creer.
Sin embargo, mientras las varias limitaciones y fronteras que encontramos en todo cuerpo político pueden ofrecer cierta protección contra la inherente ilimitación de la acción, son incapaces de compensar su segunda importante característica: su inherente falta de predicción. No es simplemente una cuestión de incapacidad para predecir todas las lógicas consecuencias de un acto particular, en cuyo caso un computador electrónico podría predecir el futuro, sino que deriva directamente de la historia que, como resultado de la acción, comienza y se establece tan pronto como pasa el fugaz momento del acto. El problema estriba en que cualquiera que sea el carácter y contenido de la subsiguiente historia, ya sea interpretada en la vida privada o pública, ya implique a muchos o pocos actores, su pleno significado sólo puede revelarse cuando ha terminado. En contraposición a la fabricación, en la que la luz para juzgar el producto acabado la proporciona la imagen o modelo captados de antemano por el ojo artesano, la luz que ilumina los procesos de acción, y por lo tanto todos los procesos históricos, sólo aparece en su final, frecuentemente cuando han muerto todos los participantes. La acción sólo se revela plenamente al narrador, es decir, a la mirada del historiador, que siempre conoce mejor de lo que se trataba que los propios participantes. Todos los relatos contados por los propios actores, aunque pueden en raros casos dar una exposición enteramente digna de confianza sobre intenciones, objetivos y motivos, pasan a ser simple fuente de material en manos del historiador y jamás pueden igualar la historia de éste en significación y veracidad. Lo que el narrador cuenta ha de estar necesariamente oculto para el propio actor, al menos mientras realiza el acto o se halla atrapado en sus consecuencias, ya que para él la significación de su acto no está en la historia que sigue. Aunque las historias son los resultados inevitables de la acción, no es el actor, sino el narrador, quien capta y «hace» la historia.
27. La solución griega
Esta falta de predicción del resultado se relaciona estrechamente con el carácter revelador de la acción y del discurso, en los que se revela el yo de uno sin conocerse a sí mismo ni poder calcular de antemano a quién revela. El antiguo dicho de que nadie puede llamarse eudaimōn antes de su muerte puede apuntar al tema que tratamos si nos fuera posible oír su significado original después de dos mil quinientos años de manoseada repetición; ni siquiera su traducción latina, proverbial ya en Roma —nema ante mortem beatus esse dici potest—, lleva este significado, aunque haya inspirado la práctica de la Iglesia católica de beatificar a sus santos sólo después de transcurrido largo tiempo desde su muerte. Porque eudaimonia no significa ni felicidad ni beatitud; no puede traducirse y tal vez ni siquiera pueda explicarse. Tiene la connotación de santidad, pero sin matiz religioso, y literalmente significa algo como el bienestar del daimōn que acompaña a cada hombre a lo largo de la vida, que es su distinta identidad, pero que sólo aparece y es visible a los otros.[255] Por lo tanto, a diferencia de la felicidad, que es un modo pasajero, y a diferencia de la buena fortuna, que puede tenerse en ciertos momentos de la vida y faltar en otros, la eudaimonia, al igual que la propia vida, es un estado permanente de ser que no está sujeto a cambio ni es capaz de hacerlo. Ser eudaimōn y haber sido eudaimōn, según Aristóteles, son lo mismo, de igual forma que «vivir bien» (eu dzēn) y haber «vivido bien» son lo mismo mientras dure la vida; no son estados o actividades que cambian la cualidad de la persona, tales como aprender y haber aprendido, que indican dos atributos por completo diferentes de la misma persona en distintos momentos.[256]
Esta incambiable identidad de la persona, aunque revelándose intangible en el acto y el discurso, sólo se hace tangible en la historia de la vida del actor y del orador; pero como tal únicamente puede conocerse, es decir, agarrarse como palpable entidad, después de que haya terminado. Dicho con otras palabras, la esencia humana —no la naturaleza humana en general (que no existe) ni la suma total de cualidades y defectos de un individuo, sino la esencia de quién es alguien— nace cuando la vida parte, no dejando tras de sí más que una historia. Por lo tanto, quienquiera que conscientemente aspire a ser «esencial», a dejar tras de sí una historia y una identidad que le proporcione «fama inmortal», no sólo debe arriesgar su vida, sino elegir expresamente, como hizo Aquiles, una breve vida y prematura muerte. Sólo el hombre que no sobrevive a su acto supremo es el indisputable dueño de su identidad y posible grandeza, debido a que en la muerte se retira de las posibles consecuencias y continuación de lo que empezó. Lo que da a la historia de Aquiles su paradigmática significación es que muestra en la cáscara de una nuez que la eudaimonia sólo puede adquirirse al precio de la vida y que uno no puede sentirse seguro de esto más que renunciando a la continuidad del vivir en donde nos revelamos gradualmente, resumiendo toda la vida de uno en un solo acto, de manera que la historia del acto termine junto con la vida misma. Cierto es que, incluso Aquiles, depende del narrador, poeta o historiador, sin quienes todo lo que hizo resulta fútil; pero es el único «héroe», y por lo tanto el héroe por excelencia, que entrega en las manos del narrador el pleno significado de su acto, de modo que es como si no hubiera simplemente interpretado la historia de su vida, sino que también la hubiera «hecho» al mismo tiempo.
Sin duda, este concepto de acción es muy individualista, como diríamos hoy en día.[257] Acentúa la urgencia de la propia revelación a expensas de los otros factores y por lo tanto queda relativamente intocado por el predicamento de la falta de predicción. Como tal, pasó a ser el prototipo de la acción para la antigüedad griega e influyó, bajo la forma del llamado espíritu agonal, en el apasionado impulso de mostrar el propio yo midiéndolo en pugna con otro, que sustenta el concepto de la política prevalente en las ciudades-estado. Un notable síntoma de esta prevalente influencia es que los griegos, a diferencia de los posteriores desarrollos, no contaban a la legislación entre las actividades políticas. A su juicio, el jurista era como el constructor de la muralla de la ciudad, alguien que debía realizar y acabar su trabajo para que comenzara la actividad política. De ahí que fuera tratado como cualquier otro artesano o arquitecto y que pudiera traerse de fuera y encargarle el trabajo sin tener que ser ciudadano, mientras que el derecho a politeuesthai, a comprometerse en las numerosas actividades que finalmente continuaban en la polis, estaba exclusivamente destinado a los ciudadanos. Para éstos, las leyes, como la muralla que rodeaba la ciudad, no eran resultados de la acción, sino productos del hacer. Antes de que los hombres comenzaran a actuar, tuvo que asegurarse un espacio definido y construirse una estructura donde se realizaran todas las acciones subsecuentes, y así el espacio fue la esfera pública de la polis y su estructura la ley; el legislador y el arquitecto pertenecían a la misma categoría.[258] Pero estas entidades tangibles no eran el contenido de la política (ni Atenas era lapolis,[259] sino los atenienses), y no imponían la misma lealtad que la del tipo romano de patriotismo.
Aunque es cierto que Platón y Aristóteles elevaron la legislación y la edificación de la ciudad a la máxima categoría de la vida política, no quiere decir que ampliaran las fundamentales experiencias griegas de la acción y de la política para abarcar lo que luego resultó ser el genio político de Roma: la legislación y la fundación. La escuela socrática, por el contrario, recurrió a estas actividades, que eran prepolíticas para los griegos, ya que deseaba volverse contra la política y la acción. Para los socráticos, la legislación y la ejecución de las decisiones por medio del voto son las actividades políticas más legítimas, ya que en ellas los hombres «actúan como artesanos»: el resultado de su acción es un producto tangible, y su proceso tiene un fin claramente reconocible.[260] Ya no es o, mejor dicho, aún no es acción (praxis), propiamente hablando, sino fabricación (poiēsis) lo que prefieren debido a su gran confiabilidad. Es como si hubieran dicho que si los hombres renunciaran a su capacidad para la acción, con su futilidad, ilimitacíón e inseguridad de resultado, pudiera existir un remedio para la fragilidad de los asuntos humanos.
Hasta qué punto este remedio puede destruir la propia substancia de las relaciones humanas, lo podemos ver en uno de los raros casos en que Aristóteles saca un ejemplo de actuación a partir de la esfera de la vida privada, en la relación entre el benefactor y la persona que recibe. Con esa ingenua falta de moralización que es el signo característico de la antigüedad griega, aunque no de la romana, afirma como cosa natural que el benefactor siempre ama más a quienes ayuda que éstos a él. Continúa diciendo que esto es natural, ya que el benefactor ha realizado un trabajo, un ergon, mientras que el que recibe se ha limitado a sufrir su beneficencia. El benefactor, según Aristóteles, ama su «trabajo», la vida del que recibe lo que él ha «hecho», como el poeta ama su poema, y recuerda a sus lectores que el amor del poeta hacia su obra apenas es menos apasionado que el de la madre por sus hijos.[261] Esta explicación muestra con claridad que la actuación la ve en términos de fabricación, y su resultado, la relación entre los hombres, en términos de «trabajo» realizado (a pesar de sus intentos de distinguir entre acción y fabricación, praxis y poiēsis).[262] En dicho ejemplo queda perfectamente claro que esta interpretación, aunque sirva para explicar psicológicamente el fenómeno de la ingratitud al dar por sentado que tanto el benefactor como quien recibe están de acuerdo en interpretar la acción en términos de fabricación, que realmente estropea a la acción y a su verdadero resultado, la relación ha de establecerse. El caso del legislador es menos adecuado para nosotros debido a que el concepto griego de la tarea y papel del legislador en la esfera pública resulta extraño por completo al nuestro. En cualquier caso, el trabajo, tal como la actividad del legislador en el concepto griego, puede convertirse en el contenido de la acción sólo bajo la condición de que no es deseable o posible la acción posterior, y la acción sólo puede resultar un producto final bajo la condición de que se destruya su auténtico, no tangible y siempre frágil significado. El original y prefilosófico remedio griego para esta fragilidad fue la fundación de la polis. Ésta, como surgió y quedó enraizada en la experiencia griega de la pre-polis y en la estima de lo que hace que valga la pena para los hombres vivir juntos (syzēn), es decir, el «compartir palabras y hechos»,[263] tenía una doble función. En primer lugar, se destinó a capacitar a los hombres para que realizaran de manera permanente, si bien bajo ciertas restricciones, lo que de otro modo sólo hubiera sido posible como extraordinaria e infrecuente empresa que les hubiera obligado a dejar sus familias. Se suponía que la polis multiplicaba las ocasiones de ganar «fama inmortal», es decir, de multiplicar las oportunidades para que el individuo se distinga, para que muestre con hechos y palabras quién es en su única distinción. Una de las razones, si no la principal, del increíble desarrollo del genio en Atenas, al igual que de la no menos sorprendente rápida decadencia de la ciudad-estado, fue precisamente que desde el principio hasta el final su primer objetivo fue hacer de lo extraordinario un caso corriente de la vida cotidiana. La segunda función de la polis, de nuevo muy en relación con los azares de la acción experimentados antes de que ésta cobrara existencia, era ofrecer un remedio para la futilidad de la acción y del discurso; porque las oportunidades de que un hecho merecedor de fama no se olvidara, de que verdaderamente se convirtiera en «inmortal», no eran muy grandes. Homero no fue sólo un brillante ejemplo de función política del poeta, y por lo tanto el «educador de toda la Hélade»; el mismo hecho de que una empresa tan grande como la guerra de Troya pudiera haberse olvidado de no haber existido un poeta que la inmortalizara varios centenares de años después, ofrecía un excelente ejemplo de lo que le podía ocurrir a la grandeza humana si para su permanencia sólo se confiaba en los poetas.
Aquí no nos interesan las causas históricas que determinaron el nacimiento de la ciudad-estado; los griegos dejaron muy claro lo que pensaban de ella y de su raison d’être. La polis —si confiamos en las famosas palabras de Pericles en la Oración Fúnebre— garantizaba a quienes obligaran a cualquier mar y tierra a convertirse en escenario de su bravura que ésta no quedaría sin testimonio, y que no necesitarían ningún Homero ni cualquier otro que supiera hacer su elogio con palabras; sin ayuda de otros, quienes actuaran podrían asentar el imperecedero recuerdo de sus buenas o malas acciones, inspirar admiración en el presente y en el futuro.[264] Dicho con otras palabras, la vida en común de los hombres en la forma de la polis parecía asegurar que la más fútil de las actividades humanas, la acción y el discurso, y el menos tangible y más efímero de los «productos» hechos por el hombre, los actos e historias que son su resultado, se convertirían en imperecederos. La organización de la polis, físicamente asegurada por la muralla que la rodeaba y fisonómicamente garantizada por sus leyes —para que las siguientes generaciones no cambiaran su identidad más allá del reconocimiento—, es u na especie de recuerdo organizado. Asegura al actor mortal que su pasajera existencia y fugaz grandeza nunca carecerá de la realidad que procede de que a uno lo vean, le oigan y, en general, aparezca ante un público de hombres, realidad que fuera de la polis duraría el breve momento de la ejecución y necesitaría de Homero y de «otros de su oficio» para que la presentaran a quienes no se encontraban allí.
Según esta autointerpretación, la esfera política surge de actuar juntos, de «compartir palabras y actos». Así, la acción no sólo tiene la más íntima relación con la parte pública del mundo común a todos nosotros, sino que es la única actividad que la constituye. Es como si la muralla de la polis y las fronteras de la ley se trazaran alrededor de un espacio ya existente que, no obstante, sin tal estabilizadora protección pudiera no perdurar, no sobrevivir al momento de la acción y del discurso. No históricamente, claro está, sino metafórica y teóricamente hablando, es como si los hombres que volvían de la guerra de Troya hubieran deseado hacer permanente el espacio de la acción que había surgido de sus hechos y sufrimientos, e impedir que pereciera al dispersarse y retornar a sus aislados lugares de origen.
La polis, propiamente hablando, no es la ciudad-estado en su situación física; es la organización de la gente tal como surge de actuar y hablar juntos, y su verdadero espacio se extiende entre las personas que viven juntas para este propósito, sin importar dónde estén. «A cualquier parte que vayas, serás una polis»: estas famosas palabras no sólo se convirtieron en el guardián fiel de la colonización griega, sino que expresaban la certeza de que la acción y el discurso crean un espacio entre los participantes que puede encontrar su propia ubicación en todo tiempo y lugar. Se trata del espacio de aparición en el más amplio sentido de la palabra, es decir, el espacio donde yo aparezco apte otros como otros aparecen ante mí, donde los hombres no existen meramente como otras cosas vivas o inanimadas, sino que hacen su aparición de manera explícita.
Este espacio no siempre existe, y aunque todos los hombres son capaces de actos y palabras, la mayoría de ellos —como el esclavo, el extranjero y el bárbaro en la antigüedad, el laborante o artesano antes de la Época Moderna, el hombre de negocios en nuestro mundo— no viven en él. Más aún, ningún hombre puede vivir en él todo el tiempo. Estar privado de esto significa estar privado de realidad, que, humana y políticamente hablando, es lo mismo que aparición. Para los hombres, la realidad del mundo está garantizada por la presencia de otros, por su aparición ante todos; «porque lo que aparece a todos, lo llamamos Ser»,[265] y cualquier cosa que carece de esta aparición viene y pasa como un sueño, íntima y exclusivamente nuestro pero sin realidad.[266]
28. El poder y el espacio de la aparición
El espacio de aparición cobra existencia siempre que los hombres se agrupan por el discurso y la acción, y por lo tanto precede a toda formal constitución de la esfera pública y de las varias formas de gobierno, o sea, las varias maneras en las que puede organizarse la esfera pública. Su peculiaridad consiste, en que, a diferencia de los espacios que son el trabajo de nuestras manos, nos sobrevive a la actualidad del movimiento que le dio existencia, y desaparece no sólo con la dispersión de los hombres —como en el caso de grandes catástrofes cuando se destruye el cuerpo político de un pueblo—, sino también con la desaparición o interrupción de las propias actividades. Siempre que la gente se reúne, se encuentra potencialmente allí, pero sólo potencialmente, no necesariamente ni para siempre. Que las civilizaciones nazcan y declinen, que los poderosos imperios y grandes culturas caigan y pasen sin catástrofes externas —y, con mayor frecuencia, que tales «causas» externas no vayan precedidas por una no menos visible decadencia interna que invita al desastre— se debe a esta peculiaridad de la esfera pública que, puesto que en su esencia reside en la acción y el discurso, nunca pierde por completo su potencial carácter. Lo que primero socava y luego mata a las comunidades políticas es la pérdida de poder y la impotencia final; y el poder no puede almacenarse y mantenerse en reserva para hacer frente a las emergencias, como los instrumentos de la violencia, sino que sólo existe en su realidad. Donde el poder carece de realidad, se aleja, y la historia está llena de ejemplos que muestran que esta pérdida no pueden compensarla las mayores riquezas materiales. El poder sólo es realidad donde palabra y acto no se han separado, donde las palabras no están vacías y los hechos no son brutales, donde las palabras no se emplean para velar intenciones sino para descubrir realidades, y los actos no se usan para violar y destruir sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades.
El poder es lo que mantiene la existencia de la esfera pública, el potencial espacio de aparición entre los hombres que actúan y hablan. La palabra misma, su equivalente griego dynamis, como el latino potentia con sus diversos derivados modernos o el alemán Macht (que procede de mögen y möglich, no de machen), indica su carácter «potencial». Cabría decir que el poder es siempre un poder potencial y no una intercambiable, mensurable y confiable entidad como la fuerza. Mientras que ésta es la cualidad natural de un individuo visto en aislamiento, el poder surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece en el momento en que se dispersan. Debido a esta peculiaridad, que el poder comparte en todas las potencialidades que pueden realizarse pero jamás materializarse plenamente, el poderes en grado asombroso independiente de los factores materiales, ya sea el número o los medios. Un grupo de hombres comparativamente pequeño pero bien organizado puede gobernar casi de manera indefinida sobre grandes y populosos imperios, y no es infrecuente en la historia que países pequeños y pobres aventajen a poderosas y ricas naciones. (La historia de David y Gollat sólo es cierta metafóricamente; el poder de unos pocos puede ser mayor que el de muchos, pero en una lucha entre dos hombres no decide el poder sino la fuerza, y la inteligencia, esto es, la fuerza del cerebro, contribuye materialmente al resultado tanto como la fuerza muscular). La rebelión popular contra gobernantes materialmente fuertes puede engendrar un poder casi irresistible incluso si renuncia al uso de la violencia frente a fuerzas muy superiores en medios materiales. Llamar a esto «resistencia pasiva» es una idea irónica, ya que se trata de una de las más activas y eficaces formas de acción que se hayan proyectado, debido a que no se le puede hacer frente con la lucha, de la que resulta la derrota o la victoria, sino únicamente con la matanza masiva en la que incluso el vencedor sale derrotado, ya que nadie puede gobernar sobre muertos.
El único factor material indispensable para la generación de poder es el vivir unido del pueblo. Sólo donde los hombres viven tan unidos que las potencialidades de la acción están siempre presentes, el poder puede permanecer con ellos, y la fundación de ciudades, que como ciudades-estado sigue siendo modelo para toda organización política occidental, es por lo tanto el más importante prerrequisito material del poder. Lo que mantiene al pueblo unido después de que haya pasado el fugaz momento de la acción (lo que hoy día llamamos «organización») y lo que, al mismo tiempo, el pueblo mantiene vivo al permanecer unido es el poder. Y quienquiera que, por las razones que sean, se aísla y no participa en ese estar unidos, sufre la pérdida de poder y queda impotente, por muy grande que sea su fuerza y muy válidas sus razones.
Si el poder fuera más que esta potencialidad de estar juntos, si pudiera poseerse como la fuerza o aplicarse como ésta en vez de depender del acuerdo temporal y no digno de confianza de muchas voluntades e intenciones, la omnipotencia sería una concreta posibilidad humana. Porque el poder, como la acción, es ilimitado; carece de limitación física en la naturaleza humana, en la existencia corporal del hombre, como la fuerza. Su única limitación es la existencia de otras personas, pero dicha limitación no es accidental, ya que el poder humano corresponde a la condición de la pluralidad para comenzar. Por la misma razón, el poder puede dividirse sin aminorarlo, y la acción recíproca de poderes con su contrapeso y equilibrio es incluso propensa a generar más poder, al menos mientras dicha acción recíproca sigue viva y no termina estancándose. La fuerza, por el contrario, es indivisible, y aunque se equilibre también por la presencia de otros, la acción recíproca de la pluralidad da por resultado una definida limitación de la fuerza individual, que se mantiene dentro de unos límites y que puede superarse por el potencial poder de los demás. La identificación de la fuerza necesaria para la producción de cosas con el poder necesario para la acción, sólo es concebible como el atributo divino de un dios. La omnipotencia nunca es, por lo tanto, un atributo de los dioses en el politeísmo, sea cual sea la superioridad de su fuerza con respecto a la de los hombres. Inversamente, la aspiración hacia la omnipotencia siempre implica —aparte de su utópica hubris— la destrucción de la pluralidad.
Bajo las condiciones de la vida humana, la única alternativa al poder no es la fortaleza —que es impotente ante el poder— sino la fuerza, que un solo hombre puede ejercer contra sus semejantes y de la que uno o unos pocos cabe que posean el monopolio al hacerse con los medios de la violencia. Pero si bien la violencia es capaz de destruir al poder, nunca puede convertirse en su sustituto. De ahí resulta la no infrecuente combinación política de fuerza y carencia de poder, impotente despliegue de fuerzas que se consumen a sí mismas, a menudo de manera espectacular y vehemente pero en completa futilidad, no dejando tras sí monumentos ni relatos, apenas con el justo recuerdo para entrar en la historia. En la experiencia histórica y la teoría tradicional, esta combinación, aunque no se reconozca como tal, se conoce como tiranía, y el consagrado temor a esta forma de gobierno no se inspira de modo exclusivo en su crueldad, que —como atestigua la larga serie de benévolos tiranos y déspotas ilustrados— no es uno de sus rasgos inevitables, sino en la impotencia y futilidad a que condena a gobernantes y gobernados.
Más importante es un descubrimiento hecho por Montesquieu, el último pensador político que se interesó seriamente por el problema de las formas de gobierno. Montesquieu se dio cuenta de que la característica sobresaliente de la tiranía era que se basaba en el aislamiento —del tirano con respecto a sus súbditos y de éstos entre sí debido al mutuo temor y sospecha—, y de ahí que la tiranía no era una forma de gobierno entre otras, sino que contradecía la esencial condición humana de la pluralidad, el actuar y hablar juntos, que es la condición de todas las formas de organización política. La tiranía impide el desarrollo del poder, no sólo en un segmento particular de la esfera pública sino en su totalidad; dicho con otras palabras, genera impotencia de manera tan natural como otros cuerpos políticos generan poder. Esto hace necesario, en la interpretación de Montesquieu, asignarle un lugar especial en la teoría de los cuerpos políticos: sólo la tiranía es incapaz de desarrollar el poder suficiente para permanecer en el espacio de la aparición, en la esfera pública; por el contrario, fomenta los gérmenes de su propia destrucción desde que cobra existencia.[267]
Resulta bastante curioso que la violencia pueda destruir al poder más fácilmente que a la fuerza, y aunque la tiranía siempre se caracteriza por la impotencia de sus súbditos, que pierden su capacidad humana de actuar y hablar juntos, necesariamente no se caracteriza por la debilidad y esterilidad; por el contrario, las artes y oficios pueden florecer bajo estas condiciones si el gobernante es lo bastante «benévolo» para dejar a sus súbditos solos en su aislamiento. Por otra parte, la fuerza, don de la naturaleza que el individuo no puede compartir con otros, hace frente a la violencia con más éxito que al poder, ya de modo heroico, consintiendo en luchar y morir, ya estoicamente, aceptando el sufrimiento y desafiando a la aflicción mediante la autosuficiencia y el retiro del mundo; en ambos casos, la integridad del individuo y su fuerza permanecen intactas. A la fuerza sólo la puede destruir el poder y por eso siempre está en · peligro ante la combinada fuerza de la mayoría. El poder corrompe cuando los débiles se congregan con el fin de destruir a los fuertes, pero no antes. La voluntad de poder, como la Época Moderna de Hobbes a Nietzsche la entendió en su glorificación o denuncia, lejos de ser una característica de los fuertes, se halla, como la envidia y la codicia; entre los vicios de los débiles, y posiblemente es el más peligroso.
Si la tiranía puede describirse como el intento siempre abortado de sustituir el poder por la violencia, la oclocracia, o gobierno de la plebe, que es su exacta contrapartida, puede caracterizarse por el intento mucho más prometedor de sustituir la fuerza por el poder. En efecto, éste es capaz de destruir a toda fuerza y sabemos que donde la principal esfera pública es la sociedad, existe siempre el peligro de que, mediante una perversa forma de «actuar juntos» —por presión y los trucos de las clíques—, pasen a primer plano quienes nada saben y nada pueden hacer. El vehemente anhelo por la violencia, tan característico de algunos de los mejores y más creativos artistas modernos, pensadores, eruditos y artesanos, es una reacción natural de aquellos cuya fuerza ha tratado de engañar la sociedad.[268]
El poder preserva a la esfera pública y al espacio de la aparición, y, como tal, es también la sangre vital del artificio humano que, si no es la escena de la acción y del discurso, de la trama de los asuntos humanos y de las relaciones e historias engendradas por ellos, carece de su última raison d’étre. Sin que los hombres hablen de él y sin albergarlos, el mundo no sería un artificio humano, sino un montón de cosas sin relación al que cada individuo aislado estaría en libertad de añadir un objeto más; sin el artificio humano para albergarlos, los asuntos humanos serían tan flotantes, fútiles y vanos como los vagabundeos de las tribus nómadas. La sabia melancolía del Eclesiastés —«Vanidad de vanidades, todo es vanidad… No hay nada nuevo bajo el sol… no hay memoria de lo que precedió, ni de lo que sucederá habrá memoria en los que serán después»— no surge necesariamente de la específica experiencia religiosa, pero sin duda es inevitable donde y siempre que nuestra confianza en el mundo como lugar adecuado para la aparición humana, para la acción y el discurso, se haya perdido. Sin la acción para hacer entrar en el juego del mundo el nuevo comienzo de que es capaz todo hombre por el hecho de nacer, «no hay nada nuevo bajo el sol»; sin el discurso para materializar y conmemorar, aunque sea de manera tentativa, lo «nuevo» que aparece y resplandece, «no hay memoria»; sin la permanencia del artificio humano, no puede haber «memoria de lo que sucederá en los que serán después». Y sin poder, el espacio de aparición que se crea mediante la acción y el discurso en público se desvanece tan rápidamente como los actos y palabras vivas.
Quizá nada en nuestra historia ha tenido tan corta vida como la confianza en el poder, ni nada más duradera que la desconfianza platónica y cristiana sobre el esplendor que acompaña al espacio de aparición, ni nada —finalmente en la Época Moderna— más común que la convicción de que el «poder corrompe». Las palabras de Pericles, tal como las relata Tucídides, son tal vez únicas en su suprema confianza de que los hombres interpretan y salvan su grandeza al mismo tiempo, por decirlo así, con un solo y mismo gesto, y que la interpretación como tal bastará para generar dynamis y no necesitará la transformadora reificación del homo faber para mantenerse en realidad.[269] El discurso de Pericles, aunque correspondía y se articulaba en las íntimas convicciones del pueblo de Atenas, siempre se ha leído con esa triste sabiduría de la percepción posterior que nos dice que sus palabras se pronunciaron en el comienzo del final. No obstante, por breve que haya sido esta fe en la dynamis (y en consecuencia en la política) —y ya había llegado al fin cuando se formularon las primeras filosofías políticas—, su desnuda existencia ha bastado para elevar a la acción al más alto rango en la jerarquía de la vita activa y para singularizar el discurso como decisiva distinción entre la vida humana y animal, acción y discurso que concedieron a la política una dignidad que incluso hoy día no ha desaparecido por completo.
Lo que es evidente en la formulación de Pericles —y no menos transparente en los poemas de Homero— es que el íntimo significado del acto actuado y de la palabra pronunciada es independiente de la victoria y de la derrota y debe permanecer intocado por cualquier resultado final, por sus consecuencias para lo mejor o lo peor. A diferencia de la conducta humana —que los griegos, como todos los pueblos civilizados, juzgaban según «modelos morales», teniendo en cuenta motivos e intenciones por un lado y objetivos y consecuencias por el otro—, la acción sólo puede juzgarse por el criterio de grandeza debido a que en su naturaleza radica el abrirse paso entre lo comúnmente aceptado y alcanzar lo extraordinario, donde cualquier cosa que es verdadera en la vida común y cotidiana ya no se aplica, puesto que todo lo que existe es único y sui generis.[270] Tucídides (o Pericles) sabía perfectamente que había roto con los modelos normales de conducta cotidiana cuando encontró que la gloria de Atenas consistía en haber dejado tras de sí «por todas partes imperecedera memoria (mnēemeia aidia) de sus actos buenos y malos». El arte de la política enseña a los hombres cómo sacar a la luz lo que es grande y radiante, ta megala kai lampra, en palabras de Demócrito; mientras está allí la polis para inspirar a los hombres que se atreven a lo extraordinario, todas las cosas están seguras; si la polis perece, todo está perdido.[271] Los motivos y objetivos, por puros y grandiosos que sean, nunca son únicos; al igual que las cualidades psicológicas, son típicos, característicos de diferentes clases de personas. La grandeza, por lo tanto, o el significado específico de cada acto, sólo puede basarse en la propia realización, y no en su motivación ni en su logro.
Esta insistencia en los actos vivos y en la palabra hablada como los mayores logros de que son capaces los seres humanos, fue conceptualizada en la noción aristotélica de energeia («realidad»), que designaba todas las actividades que no persiguen un fin (son ateleis) y no dejan trabajo tras sí (no par autas erga), sino que agotan su pleno significado en la actuación.[272] De la experiencia de esta plena realidad deriva su significado original del paradójico «fin en sí mismo»; porque en estos ejemplos de acción y discurso[273] no se persigue el fin (lelos), sino que yace en la propia actividad que por lo tanto se convierte en entelecheia, y el trabajo no es lo que sigue y extingue el proceso, sino que está metido en él; la realización es el trabajo, es energeia.[274] Aristóteles, en su filosofía política, es plenamente consciente de lo que está en juego en la política, o sea, nada menos que el ergon tau anthrōpou[275] (el «trabajo del hombre» qua hombre), y al definir este «trabajo» como «vivir bien» (eu zēn), claramente quería decir que aquí ese «trabajo» no es producto de trabajo, sino que sólo existe en pura realidad. Este logro específicamente humano se sitúa fuera de la categoría de medios y fines; el «trabajo del hombre» no es fin porque los medios para lograrlo —las virtudes o aretai— no son cualidades que puedan o no realizarse, sino que por sí mismas son «realidades». Dicho con otras palabras, los medios para lograr el fin serían ya el fin; y a la inversa, este «fin» no puede considerarse un medio en cualquier otro aspecto, puesto que no hay nada más elevado que alcanzar que esta realidad misma.
Es como un débil eco de la experiencia prefilosófica griega de la acción y el discurso como pura realidad para indicar una y otra vez en la filosofía política a partir de Demócrito y Platón que la política es una technē, está incluida entre las artes, y puede semejarse a actividades tales como la curación o la navegación, donde, como en la interpretación del danzarín o del actor, el «producto» es idéntico al propio acto interpretativo. Pero cabe apreciar lo que les ha ocurrido a la acción y al discurso, que son los únicos con existencia real, y por consiguiente las actividades más altas en la esfera política, cuando escucharnos lo que ha dicho sobre ellos la sociedad moderna, con la peculiar y no comprometedora consistencia que la caracterizó en sus primeras etapas. Porque esta importantísima degradación de la acción y del discurso se denota cuando Adam Smith clasifica todas las ocupaciones que se basan esencialmente en la interpretación —como la profesión militar, «eclesiásticos, abogados, médicos y cantantes de ópera»— junto a los «servicios domésticos»; la más baja e improductiva «labor».[276] Fueron precisamente estas ocupaciones —la curación, el tañido de flauta, la interpretación teatral— las que proporcionaron al pensamiento antiguo ejemplos para las más elevadas y grandes actividades del hombre.
29. El homo faber y el espacio de aparición
La raíz de la antigua estima por la política radica en la convicción de que el hombre qua hombre, cada individuo en su única distinción, aparece y se confirma a sí mismo en el discurso y la acción, y que estas actividades, a pesar de su futilidad material, poseen una permanente cualidad propia debido a que crean su propia memoria.[277] La esfera pública, el espacio dentro del mundo que necesitan los hombres para aparecer, es por lo tanto más específicamente «el trabajo del hombre» que el trabajo de sus manos o la labor de su cuerpo.
La convicción de que lo más grande que puede lograr el hombre es su propia aparición y realización no es cosa natural. Contra esta convicción se levanta la del homo faber al considerar que los productos del hombre pueden ser más —y no sólo más duraderos— que el propio hombre, y también la firme creencia del animal laborans de que la vida es el más elevado de todos los bienes. Por lo tanto, ambos son apolíticos, estrictamente hablando, y se inclinan a denunciar la acción y el discurso como ociosidad, ocio de la persona entrometida y ociosa charla, y por lo general juzgan las actividades públicas por su utilidad con respecto a fines supuestamente más elevados: hacer el mundo más útil y hermoso en el caso del homo faber, hacer la vida más fácil y larga en el caso del animal laborans.
Sin embargo, esto no quiere decir que estén libres de prescindir por completo de una esfera pública, ya que sin un espacio de aparición y sin confiar en la acción y el discurso como modo de estar juntos, ni la realidad del yo de uno, de su propia identidad, ni la realidad del mundo circundante pueden establecerse fuera de toda duda. El sentido humano de la realidad exige que los hombres realicen la pura y pasiva concesión de su ser, no con el fin de cambiarlo sino de articular y poner en plena existencia lo que de otra forma tendrían que sufrir de cualquier modo.[278] Esta realización reside y acaece en esas actividades que sólo existen en pura realidad.
El único carácter del mundo con el que calibrar su realidad es el de ser común a todos, y si el sentido común ocupa tan alto rango en la jerarquía de las cualidades políticas se debe a que es el único sentido que encaja como un todo en la realidad de nuestros cinco sentidos estrictamente individuales y los datos; exclusivamente particulares que captan. Por virtud del sentido común, las percepciones de los demás sentidos revelan la realidad y no se sienten simplemente como irritaciones de nuestros nervios o sensaciones de resistencia de nuestros cuerpos. Un apreciable descenso del sentido común en cualquier comunidad y un notable incremento de la superstición y charlataneri4 son, por lo tanto, signos casi infalibles de alienación del mundo.
Esta alienación —la atrofia del espacio de aparición y el debilitamiento del sentido común— se lleva a un extremo mucho mayor en el caso de una sociedad laborante que en el de una sociedad de productores. En su aislamiento, no molestado, ni visto, ni oído, ni confirmado por los demás, el homo faber no sólo está junto al producto que hace, sino también al mundo de cosas donde añadirá sus propios productos; de esta manera, si bien de forma indirecta, sigue junto a los demás, que hicieron el mundo y que también son fabricantes de cosas. Ya hemos mencionado el mercado de cambio en el que los artesanos se reúnen con sus pares y que para ellos representa una común esfera pública en la medida en que cada uno ha contribuido a ella con algo. No obstante, mientras que la esfera pública como mercado de cambio corresponde de modo más adecuado a la actividad de la fabricación, el intercambio en sí pertenece ya al campo de la acción y en modo alguno es una prolongación de la producción; incluso es menos que una simple función de los procesos automáticos, ya que la compra de alimento y de otros medios de consumo es necesariamente aneja al laborar. La pretensión de Marx de que las leyes económicas son como leyes naturales, que no están hechas por los hombres para regular los actos libres del intercambio, sino que son funciones de las condiciones productivas de la sociedad como un todo, sólo es correcta en una sociedad laboral, donde todas las actividades están ajustadas al metabolismo del cuerpo humano con la naturaleza y donde no existe el intercambio sino sólo el consumo.
Sin embargo, las personas que se reúnen en el mercado de cambio no son principalmente personas sino productoras de productos, y nunca se muestran a sí mismas, ni siquiera exhiben sus habilidades y cualidades como en la «conspicua producción» de la Edad Media, sino sus productos. El impulso que lleva al fabricante al mercado público es la apetencia de productos, no de personas, y la fuerza que mantiene unido y en existencia a este mercado no es la potencialidad que surge entre la gente cuando se unen en la acción y el discurso, sino un combinado «poder de cambio» (Adam Smith) que cada uno de los participantes adquirió en aislamiento. A esta falta de relación con los demás y este interés primordial por el intercambio los calificó Marx como la deshumanización y autoalienación de la sociedad comercial, que excluye a los hombres qua hombres y exige, en sorprendente contradicción con la antigua relación entre lo público y lo privado, que los hombres se muestren sólo en lo privado de sus familias o en intimidad con sus amigos.
La frustración de la persona humana inherente a una comunidad de productores e incluso más a una sociedad comercial quizá se ilustre de la mejor manera con el fenómeno del genio, en el que, desde el Renacimiento hasta finales del siglo XIX, la sociedad moderna vio su más elevado ideal. (El genio creativo como expresión quintaesencial de la grandeza humana era totalmente desconocido en la antigüedad o en la Edad Media). Fue al comienzo de nuestro siglo cuando los grandes artistas protestaron con sorprendente unanimidad contra la calificación de «genios» e insistieron en los conceptos de elaboración, competencia y la estrecha relación entre el arte y el oficio. Sin duda, esta protesta no es en parte más que una reacción contra la vulgarización y comercialización de la noción de genio; pero también se debe al más reciente auge de la sociedad laboral, para la que no es ningún ideal la productividad o creatividad y que carece de todas las experiencias a partir de las cuales puede surgir la propia noción de grandeza. Lo importante en nuestro contexto es que el trabajo del genio, a diferencia del producto del artesano, parece haber absorbido esos elementos de distinción y unicidad que sólo encuentran su inmediata expresión en la acción y en el discurso. La obsesión de la Época Moderna por la firma de cada artista, su no precedente sensibilidad por el estilo, muestra una preocupación por esos rasgos que hacen que el artista trascienda su habilidad de manera similar a la que la unicidad de cada persona trascienda la suma total de sus cualidades. Debido a esta trascendencia, que diferencia el gran trabajo del arte de todos los demás productos de las manos humanas, el fenómeno del genio creativo parece la más alta legitimación de la seguridad del homo faber de que los productos de un hombre pueden ser más y esencialmente más grandes que él mismo.
Sin embargo, el gran acato que rindió la Época Moderna al genio, y que tan frecuentemente ha bordeado la idolatría, apenas pudo cambiar el hecho elemental de que la esencia de quien es alguien no puede reificarse por sí misma. Cuando aparece «objetivamente» —en el estilo de una obra de arte o en la escritura corriente— manifiesta la identidad de una persona y por lo tanto sirve para identificar al autor, pero permanece muda y se nos escapa si intentamos interpretarla como el espejo de una persona viva. Dicho con otras palabras, la idolatría al genio contiene la misma degradación de la persona humana que los otros principios que prevalecen en la sociedad comercial.
Es un elemento indispensable del orgullo humano la creencia de que quien es alguien trasciende en grandeza e importancia a todo lo que el hombre puede hacer y producir. «Dejemos que los médicos, reposteros y criados de las grandes casas sean juzgados por lo que han hecho o incluso por lo que han querido hacer; las grandes personas se juzgan por lo que son».[279] Sólo el vulgo aceptará que su orgullo deriva de lo que ha hecho; por esta aceptación, dichas personas se convierten en «esclavos y prisioneros» de sus propias facultades y comprenderán, si en ellas queda algo más que la pura y estúpida vanidad, que ser esclavo y prisionero de uno mismo no es menos amargo y quizá más vergonzoso que ser el siervo de algún otro. No es la gloria, sino el predicamento del genio creativo, lo que hace que parezca invertida la superioridad del hombre con respecto a su trabajo, de manera que él, el creador vivo, se halla en competencia con sus creaciones, a las que sobrevive, aunque finalmente le sobrevivan. La única buena cualidad de todos los dones realmente grandes es que las personas que los tienen siguen siendo superiores a lo que han hecho, al menos mientras está viva la fuente de la creatividad; porque esta fuente surge de quién son y permanece al margen del verdadero proceso de trabajo, así como independiente de lo que realice. Que el predicamento del genio es no obstante real queda claro en el caso de los literati, donde el invertido orden entre el hombre y su producto es de hecho consumado; lo que en su caso es tan afrentoso, y que incita el odio popular incluso más que la espuria superioridad intelectual, es que incluso su peor producto es probablemente mejor que lo que son ellos mismos. La característica del «intelectual» es que permanece imperturbable ante «la terrible humillación» bajo la que labora el verdadero artista o escritor, que es «sentir que se convierte en el hijo de su obra», en la que está condenado a verse «como en un espejo, limitado, tal y tal».[280]
30. El movimiento de la labor
La actividad del trabajo, cuyo necesario prerrequisito es el aislamiento, aunque puede no ser capaz de establecer una esfera pública autónoma en la que aparezcan los hombres qua hombres, sigue estando de muchas maneras en relación con este espacio de apariciones; por lo menos sigue en relación con el mundo tangible de las cosas que produjo. Por consiguiente, la elaboración puede ser una forma no política de la vida, pero ciertamente no es antipolítica. Precisamente éste es el caso del laborar, actividad en la que el hombre no está junto con el mundo ni con los demás, sino solo con su cuerpo, frente a la desnuda necesidad de mantenerse vivo.[281] No cabe duda de que también vive en presencia de y junto a otros, pero esta contigüidad carece de los rasgos distintivos de la verdadera pluralidad. No consiste en la intencionada combinación de diferentes habilidades y oficios como en el caso de la elaboración (para no hablar de las relaciones entre personas únicas), sino que existe en la multiplicación de especímenes que son fundamentalmente semejantes p9rque son lo que son como meros organismos vivos.
En la naturaleza del laborar radica que los hombres se junten en forma de grupo de labor, donde cualquier número de individuos «laboran juntos como si fueran uno»,[282] y en este sentido la contigüidad puede impregnar el laborar de manera más íntima que cualquier otra activídad.[283] Pero esta «naturaleza colectiva de la labor»,[284] lejos de establecer una reconocible, identificable realidad para cada miembro del grupo de labor, requiere por el contrario la verdadera pérdida de todo conocimiento de individualidad e identidad; por esta razón todos esos «valores» que derivan del laborar, más allá de su obvia función en el proceso de la vida, son enteramente «sociales» y esencialmente no diferentes del placer adicional derivado de comer y beber en compañía. La sociabilidad de esas actividades que surgen del metabolismo del cuerpo humano con la naturaleza no se basa en la igualdad, sino en la identidad, y desde este punto de vista resulta perfectamente cierto que «por naturaleza un filósofo no es un genio y modo de ser ni la mitad diferente de un mozo de cuerda que lo es un mastín de un galgo». Esta frase de Adam Smith, que Marx citó con sumo agrado,[285] corresponde mucho mejor a una sociedad de consumidores que a la reunión de personas en el mercado de cambio, que saca a la luz las habilidades y cualidades de los productores y de esta manera siempre proporciona alguna base para la distinción.
La identidad que prevalece en una sociedad basada en la labor y el consumo y expresada en su conformidad, está íntimamente relacionada con la experiencia somática de laborar juntos, donde el ritmo biológico de la labor une al grupo de laborantes hasta el punto de que cada uno puede sentir que ya no es un individuo, sino realmente uno con todos los otros. Sin duda, esto facilita la fatiga y molestia de la labor tanto como el caminar juntos facilita el esfuerzo de cada soldado durante la marcha. Por lo tanto, es absolutamente cierto que para el animal laborans «el sentido de la labor y el valor dependen por entero de las condiciones sociales», o sea, de la medida en que el proceso de labor y consumo se permite funcionar suave y fácilmente, con independencia de las «actitudes profesionales propiamente dichas»;[286] el problema radica en que las mejores «condiciones sociales» son aquellas bajo las que es posible perder la propia identidad. Esta unión de muchos en uno es básicamente antipolítica; es el extremo opuesto de esa contigüidad que prevalece en las comunidades políticas o comerciales, que —siguiendo el ejemplo de Aristóteles— no está formada por una asociación (koinōnia) entre dos médicos, sino entre un médico y un agricultor, «y en general entre personas que son diferentes y desiguales».[287]
La igualdad que lleva consigo la esfera pública es forzosamente una igualdad de desiguales que necesitan ser «igualados» en ciertos aspectos y para fines específicos. Como tal, el factor igualador no surge de la «naturaleza» humana, sino de fuera, de la misma manera que el dinero —y continuamos con el ejemplo aristotélico— se necesita como factor externo para igualar las desiguales actividades del médico y del agricultor. La igualdad política, por lo tanto, es el extremo opuesto a nuestra igualdad ante la muerte, que como destino común a todos los hombres procede de la condición humana, o a la igualdad ante Dios, al menos en su interpretación cristiana, en la que afrontamos una igualdad pecaminosa inherente a la naturaleza humana. En estos casos no se requiere ningún igualador, ya que prevalece la uniformidad; sin embargo, por el mismo motivo, la experiencia real de esta uniformidad, la experiencia de la vida y de la muerte, no sólo se da en aislamiento, sino en total soledad, donde no es posible la verdadera comunicación, y mucho menos la asociación y comunidad. Desde el punto de vista del mundo y de la esfera pública, la vida y la muerte y todo lo que atestigua uniformidad son experiencias no mundanas, antipolíticas y verdaderamente trascendentes.
La incapacidad del animal laborans para la distinción y, de ahí, para la acción y el discurso parece confirmarse por la sorprendente inexistencia de rebeliones de esclavos en los tiempos antiguos y modernos.[288] No menos sorprendente es el repentino y a menudo extraordinario papel productivo que los movimientos laborales han desempeñado en la política moderna. Desde las revoluciones de 1848 hasta la húngara de 1956, la clase trabajadora europea, por ser la única organizada y por lo tanto la dirigente del pueblo, ha escrito uno de los más gloriosos y probablemente más prometedores capítulos de la historia contemporánea. No obstante, aunque la frontera entre las demandas económicas y políticas, entre las organizaciones políticas y los sindicatos, estaba bastante difuminada, no hay que confundir ambas organizaciones. Los sindicatos, al defender y luchar por los intereses de la clase trabajadora, son responsables de su incorporación final en la sociedad moderna, en especial del extraordinario incremento en la seguridad económica, prestigio social y poder político. Los sindicatos nunca fueron revolucionarios en el sentido de desear una transformación de la sociedad junto con una transformación de las instituciones políticas en que esta sociedad estaba representada, y los partidos políticos de la clase trabajadora han sido la mayor parte del tiempo partidos de intereses, en modo alguno diferentes de los partidos que representaban a las demás clases sociales. Sólo apareció una distinción en esos raros y sin embargo decisivos momentos en que, durante el proceso de una revolución, resultó repentinamente que la clase trabajadora, sin estar dirigida por ideologías y programas oficiales de partido, tenía sus propias ideas sobre las posibilidades de gobierno democrático bajo las condiciones modernas. Dicho con otras palabras, la línea divisoria entre las organizaciones políticas y los sindicatos no es una cuestión de extremas exigencias económicas y sociales, sino sólo de propuesta de una nueva forma de gobierno.
Lo que fácilmente pasa por alto el historiador moderno que se enfrenta al auge de los sistemas totalitarios, en especial cuando se trata de los progresos en la Unión Soviética, es que de la misma manera que las masas modernas y sus líderes lograron, al menos temporalmente, producir en el totalitarismo una auténtica, si bien destructiva, forma de gobierno, las revoluciones del pueblo han adelantado durante más de cien años, aunque nunca con éxito, otra nueva forma de gobierno: el sistema de los consejos populares con el que sustituir al sistema continental de partidos que, cabe decir, estaba desacreditado incluso antes de cobrar existencia.[289] Los destinos históricos de las dos tendencias de la clase trabajadora, el movimiento sindical y las aspiraciones políticas del pueblo, no podían estar más en desacuerdo: los sindicatos, es decir, la clase trabajadora en la medida en que sólo es una de las clases de la sociedad moderna, ha ido de victoria en victoria; mientras que al mismo tiempo el movimiento político laboral ha salido derrotado cada vez que se atrevió a presentar sus propias demandas, diferenciado de los programas de partido y de las reformas económicas. Si la tragedia de la revolución húngara sólo logró mostrar al mundo que, a pesar de todas las derrotas y apariencias, este impulso político aún no ha muerto, sus sacrificios no fueron en vano.
Esta aparentemente flagrante discrepancia entre el hecho histórico —la productividad política de la clase trabajadora— y los datos fenomenales obtenidos de un análisis de la actividad laboral, desaparece probablemente al examinar con mayor atención el desarrollo y sustancia del movimiento laboral. La principal diferencia entre la labor del esclavo y la libre y moderna no radica en que el laborante tenga libertad personal —libertad de movimiento, actividad económica e inviolabilidad personal—, sino en que se le admite en la esfera pública y está plenamente emancipado como ciudadano. El momento decisivo en la historia de la labor llegó con la abolición del requisito de la propiedad para ejercer el derecho de voto. Hasta entonces el estado legal de la labor libre había sido muy similar al de la población esclava de la antigüedad, cuya emancipación se incrementaba de manera constante; estos hombres eran libres, asimilados al estado legal de los residentes extranjeros, pero no ciudadanos. En contraste con las antiguas emancipaciones de esclavos, en las que regía como norma que el esclavo dejaba de ser un laborante en cuanto dejaba de ser esclavo, y en las que, por lo tanto, la esclavitud seguía siendo la condición social del laborar al margen de la cantidad de esclavos que se emanciparan, la moderna emancipación laboral se propuso elevar la propia actividad de la labor, que se logró mucho antes de que el trabajador, como persona, obtuviera derechos civiles y personales.
Sin embargo, uno de los más importantes efectos secundarios de la real emancipación de los laborantes fue que un nuevo sector de la población quedó de pronto más o menos admitido en la esfera pública, es decir, apareció en público,[290] sin que al mismo tiempo fuera admitido en sociedad, sin desempeñar ningún papel dirigente en las importantes actividades económicas de esta sociedad y, por consiguiente, sin ser absorbido por la esfera social y, como si dijéramos, arrebatado de la esfera pública. El decisivo papel de simple aparición, de distinguirse uno mismo y descollar en la esfera de los asuntos humanos, queda perfectamente reflejado en el hecho de que los laborantes, cuando entraron en la escena de la historia, sintieron la necesidad de adoptar una indumentaria propia, el sans-culotte, del que tomarían él nombre durante la Revolución francesa.[291] Con esta indumentaria se distinguieron, y dicha distinción iba dirigida contra todos los demás.
El rasgo conmovedor del movimiento laboral en sus primeras etapas —y sigue en sus primeras etapas en todos los países donde el capitalismo no ha alcanzado su pleno desarrollo, en la Europa oriental, por ejemplo, y también en Italia o España e incluso en Francia— surge de su lucha contra la sociedad como un todo. El enorme poder potencial que estos movimientos adquirieron en un tiempo relativamente corto y a menudo bajo circunstancias muy adversas se debe a que, a pesar de todas las teorías y palabras, era el único grupo en la escena política que no sólo defendía sus intereses económicos, sino que libraba una batalla política completa. Dicho con otras palabras, cuando apareció el movimiento laboral en la escena pública era la única organización en la que los hombres actuaban y hablaban qua hombres, y no qua miembros de la sociedad.
Para este papel político y revolucionario del movimiento laboral, que con toda probabilidad está próximo a su fin, es decisivo que la actividad de sus miembros sea incidental y que su fuerza de atracción no se limite a la clase trabajadora. Aunque durante cierto tiempo pareció que el movimiento lograría establecer, al menos dentro de sus propias filas, un nuevo espacio público con modelos políticos distintos, el motivo de estos intentos no fue la labor —ni la propia actividad laboral, ni la siempre utópica rebelión contra las urgentes necesidades de la vida—, sino esas injusticias e hipocresías que han desaparecido con la transformación de una sociedad de clases en una de masas y con la sustitución de un salario anual garantizado por la paga diaria o semanal.
Hoy día los trabajadores ya no están al margen de la sociedad; son sus miembros y participan en las tareas colectivas como todos los demás. El significado político del movimiento laboral es ahora igual al de cualquier otro grupo de presión; ha pasado el tiempo, que duró casi cien años, en que representaba al pueblo como un todo, si entendemos por le peuple el cuerpo político real, diferenciado como tal de la población y de la sociedad.[292] (Durante la revolución húngara los trabajadores no se diferenciaban en nada del resto del pueblo; lo que desde 1848 hasta 1918 había sido casi un monopolio de la clase trabajadora —la noción de un sistema parlamentario basado en consejos en lugar de partidos— se había convertido en la unánime demanda de todo el pueblo). El movimiento laboral, equívoco en su contenido y objetivos desde el comienzo, perdió esta representación y por consiguiente su papel político en todos los países en que la clase trabajadora pasó a ser parte integrante de la sociedad, una fuerza económica y social propia en la mayoría de las economías desarrolladas del mundo occidental, o donde «logró» transformar toda la población en una sociedad laboral, como en Rusia y como puede ocurrir en cualquier otra parte incluso en condiciones no totalitarias. Bajo circunstancias en las que incluso se está suprimiendo el mercado de cambio, el debilitamiento de la esfera pública, tan evidente a lo largo de la Época Moderna, puede llegar a su última fase de desaparición.
31. La tradicional sustitución del hacer por el actuar
La Época Moderna, en su primera etapa de interés por los productos tangibles y beneficios demostrables o en su posterior obsesión por el suave funcionamiento y sociabilidad, no fue la primera en denunciar la ociosa inutilidad de la acción y del discurso en particular y de la política en general.[293] La exasperación por la triple frustración de la acción —no poder predecir su resultado, la irrevocabilidad del proceso, y el carácter anónimo de sus autores— es casi tan antigua como la historia registrada. Siempre ha supuesto una gran tentación, tanto para los hombres de acción como para los de pensamiento, encontrar un sustituto a la acción con la esperanza de que la esfera de los asuntos humanos escapara de la irresponsabilidad moral y fortuita inherente a una pluralidad de agentes. La notable monotonía de las soluciones propuestas a lo largo de la historia da testimonio de la elemental simplicidad de la materia. Hablando en términos generales, siempre intentan refugiarse de las calamidades de la acción en cualquier actividad en que un hombre solo, aislado de los demás, sea dueño de sus actos desde el comienzo hasta el final. Este intento de reemplazar el actuar por el hacer es manifiesto en el conjunto de argumentos contra la «democracia», que, cuanto más consistente y razonado sea, se convierte en alegato contra la esencia de la política.
Las calamidades de la acción derivan de la condición humana de la pluralidad, condición sine qua non para ese espacio de aparición que es la esfera pública. De ahí que el intento de suprimir esta pluralidad sea equivalente a la abolición de la propia esfera pública. La salvación más clara de los peligros de la pluralidad es la monarquía, o gobierno de un hombre, en sus numerosas variedades, desde la completa tiranía de uno contra todos hasta el benevolente despotismo y esas formas de democracia en las que la mayoría forma un cuerpo colectivo de tal modo que el pueblo «es muchos en uno» y se constituye en «monarca».[294] La solución platónica del filósofo-rey, cuya «sabiduría» solventa las perplejidades de la acción como si fueran solubles problemas de cognición, no es más que una variedad del gobierno de un hombre, y en modo alguno la menos tiránica. El problema que originan estas formas de gobierno no es que sean crueles, ya que a menudo no lo son, sino más bien que funcionan demasiado bien. Los tiranos, si conocen su cometido, pueden ser «amables y suaves en todo», como Pisístrato, cuyo gobierno fue comparado en la antigüedad a «la edad de oro de Cronos»;[295] sus medidas pueden ser muy «poco tiránicas» y beneficiosas a les oídos modernos, en especial cuando se nos informa que el único —aunque fracasado— intento de abolir la esclavitud en la antigüedad lo hizo Periandros, tirano de Corinto.[296] Sin embargo, todos tienen en común el destierro de los ciudadanos de la esfera pública y la insistencia en que se preocupen de sus asuntos privados y que sólo «el gobernante debe atender los asuntos públicos».[297] Sin duda, esto equivalía a fomentar la industria privada y la laboriosidad, pero los ciudadanos no veían en esta política más que el intento de quitarles el tiempo necesario para su participación en los asuntos comunes. Las ventajas de corto alcance de la tiranía, es decir, la estabilidad, seguridad y productividad, preparan el camino para la inevitable pérdida de poder, aunque el desastre real ocurra en un futuro relativamente lejano.
Escapar de la fragilidad de los asuntos humanos para adentrarse en la solidez de la quietud y el orden se ha recomendado tanto, que la mayor parte de la filosofía política desde Platón podría interpretarse fácilmente como los diversos intentos para encontrar bases teóricas y formas prácticas que permitan escapar de la política por completo. El signo característico de tales huidas es el concepto de gobierno, o sea, el concepto de que los hombres sólo pueden vivir juntos legal y políticamente cuando algunos tienen el derecho a mandar y los demás se ven obligados a obedecer. La trivial noción, que ya se encuentra en Platón y Aristóteles, de que toda comunidad política está formada por quienes gobiernan y por los que son gobernados (en la que se basan las actuales definiciones de formas de gobierno: gobierno de uno o monarquía, gobierno de pocos u oligarquía, gobierno de muchos o democracia), se fundamenta en la sospecha que inspira la acción más que en el desprecio hacia los hombres, y procede del deseo de encontrar un sustituto a la acción más que de la irresponsable o tiránica voluntad de poder.
En teoría, la versión más breve y fundamental de ese escapar de la acción para adentrarse en el gobierno se da en el Político, donde Platón abre una brecha entre los dos modos de acción, archein y prattein («comienzo» y «actuación»), que según el pensamiento griego estaban relacionados. El problema, tal como lo vio Platón, consistía en asegurarse que el principiante seguiría siendo el dueño completo de lo que había comenzado, sin necesitar la ayuda de los demás para realizarlo. En la esfera de la acción, este dominio aislado sólo puede lograrse si los demás ya no necesitan unirse a la empresa por su propio acuerdo, con sus motivos y objetivos propios, sino que están acostumbrados a ejecutar órdenes, y si, por otra parte, el principiante que tornó fa iniciativa no se permite comprometerse en la acción. De esta manera, comenzar (archein) y actuar (prattein) pueden convertirse en dos actividades diferentes por completo, y el principiante llegar a ser un gobernante (archōn en el doble sentido de la palabra) que «no tiene que actuar (prattein), sino que gobierna (archein) sobre quienes son capaces de ejecución». En esas circunstancias, la esencia de la política es «saber cómo comenzar y gobernar los asuntos más graves con respecto a oportunidad e inoportunidad»; la acción como tal se ha eliminado totalmente y ha pasado a ser la simple «ejecución de órdenes».[298] Platón fue el primero en introducir la división entre, quienes saben y no actúan y los que actúan y no saben, en lugar de la antigua articulación de la acción en comienzo y realización, de modo que saber qué hacer y hacerlo se convirtieron en dos actividades completamente diferentes.
Puesto que Platón identificó de inmediato la línea divisoria entre acción y pensamiento con la brecha que separa a los gobernantes de los gobernados, resulta evidente que las experiencias en las que se basa la división platónica son las de la familia, donde nada podía hacerse sí el dueño no sabía qué hacer y no daba órdenes a los esclavos, órdenes que éstos ejecutaban sin saber. De ahí que quien sabe no tiene que hacer y quien hace no necesita pensamiento ni conocimiento. Platón era plenamente consciente de que proponía una transformación revolucionaria de la polis cuando aplicaba a su administración las máximas reconocidas para u na familia bien ordenada.[299] (Es un error común creer que Platón deseaba abolir la familia; quería, por el contrario, ampliar este tipo de vida hasta el extremo de que una familia incluyera a todos los ciudadanos. Dicho con otras palabras, quería eliminar de la comunidad familiar su carácter privado, y con ésta finalidad recomendaba la abolición de la propiedad privada y del status marital individual).[300] Según el pensamiento griego, la relación entre gobernar y ser gobernado, entre mando y obediencia, era por definición idéntica a la relación entre amo y esclavos y por consiguiente impedía toda posibilidad de acción. Por lo tanto, la argumentación de Platón de que las normas de conducta en los asuntos públicos debían derivarse de la relación amo-esclavo en una familia bien ordenada, significaba realmente que la acción no tenía que desempeñar parte alguna en los asuntos humanos.
Es evidente que el esquema de Platón ofrece muchas más posibilidades para establecer un orden permanente en los asuntos humanos que los esfuerzos del tirano para eliminar a todos, con excepción de él, de la esfera pública. Aunque cada uno de los ciudadanos retuviera algún derecho en el manejo de los asuntos públicos, en conjunto «actuarían» como un solo hombre sin tener siquiera la posibilidad de disensión interna, menos aún de lucha de facciones: mediante el gobierno «los muchos se convierten en uno en todo aspecto» excepto en la aparición fisica.[301] Históricamente, el concepto de gobierno, aunque tiene su origen en la esfera familiar, ha desempeñado su papel más decisivo en la organización de los asuntos públicos y para nosotros está invariablemente relacionado con la política. Esto no debe hacer que pasemos por alto el hecho de que para Platón era una categoría mucho más general. Veía en dicho concepto el principal dispositivo para ordenar y juzgar los asuntos humanos en todo aspecto. Esto no sólo resulta evidente debido a su insistencia en que la ciudad-estado ha de considerarse como «amplio mandamiento del hombre», sino también debido a su const1ucción de un orden psicológico que realmente sigue al orden público de su utópica ciudad, y aún es más manifiesto en la grandiosa consistencia con la que introdujo el principio de dominación en la relación del hombre consigo mismo. El supremo criterio de aptitud para gobernar a los demás es, tanto en Platón como en la aristocrática tradición del Occidente, la capacidad para gobernarse a uno mismo. Al igual que el filósofo-rey manda en la ciudad, el alma manda en el cuerpo y la razón lo hace en las pasiones. En el propio Platón, la legitimidad de esta tiranía en todo lo que atañe al hombre, su conducta con respecto a su mismo y a los demás, sigue estando firmemente enraizada en la equívoca significación de la palabra archein, que significa comenzar y gobernar; para Platón es decisivo, como lo dice expresamente al final de las Leyes, que sólo el comienzo (archē) da derecho a gobernar (archein). En la tradición del pensamiento platónico, esta identidad original y lingüísticamente predeterminada de gobernar y comenzar tuvo como consecuencia que todo comienzo se entendió como legitimación de gobierno hasta que, finalmente, el factor comienzo desapareció por completo del concepto de gobierno. Con él desapareció de la filosofía política la comprensión más elemental y auténtica de la libertad humana.
La separación platónica de saber y hacer ha quedado en la raíz de todas las teorías de dominación que no son simples justificaciones de una irreductible e irresponsable voluntad de poder. Debido a la conceptualización y clarificación filosófica, la identificación platónica de conocimiento con mando y gobierno y de acción con obediencia y ejecución rigieron las primeras experiencias y articulaciones de la esfera política y pasó a ser autoritaria para toda la tradición del pensamiento político, incluso después de que hubieran quedado olvidadas las raíces de las que Platón derivó sus conceptos. Aparte de la singular mezcla platónica de profundidad y belleza, cuyo peso iba a llevar sus pensamientos a través de los siglos, la razón de la longevidad de esta parte concreta de su obra radica en que vigorizó la sustitución de gobierno por acción mediante una interpretación aún más razonable, en términos de hacer y fabricar. Es cierto —y Platón, que había obtenido la palabra clave de su filosofía, la «idea», de las experiencias en la esfera de la fabricación, debió de ser el primero en observarlo— que la división entre conocer y hacer, tan extraña a la esfera de la acción, cuya validez y significación se destruyen en el momento en que pensamiento y acción se separan, es una experiencia cotidiana en la fabricación, cuyos procesos se dividen en dos partes: en primer lugar, captar la imagen o aspecto (eidos) del producto que va a ser, y luego organizar los medios y comenzar la ejecución.
El deseo platónico de sustituir el hacer por el actuar con el fin de conceder a la esfera de los asuntos humanos la solidez inherente al trabajo y a la fabricación se hace más aparente donde toca la esencia de su filosofía, la doctrina de las ideas. Cuando Platón no se interesa por la filosofía política (como en el Banquete y en alguna otra obra), describe las ideas como lo que «brilla más» (ekphanestaton) y por consiguiente como variaciones de lo hermoso. Sólo en la República se transforman las ideas en modelos, medidas y normas de conducta, que son variaciones o derivaciones de la idea de lo «bueno» en el sentido griego de la palabra, o sea, de lo «bueno para» o de adecuación.[302] Esta transformación era necesaria para aplicar la doctrina de las ideas a la política, y debido esencialmente a un propósito político, el de" eliminar el carácter de fragilidad de los asuntos humanos, Platón creyó preciso declarar lo bueno, y no lo hermoso, como la más elevada idea. Pero esta idea de lo nuevo no es la más elevada del filósofo, quien desea contemplar la verdadera esencia del Ser y por consiguiente cambia la oscura caverna de los asuntos humanos por el brillante firmamento de las ideas; incluso en la República, el filósofo sigue definido como amante de lo hermoso, no de lo bueno. La bondad es la más elevada idea del filósofo-rey, que desea gobernar los asuntos humanos porque ha de pasar su vida entre los hombres y no puede residir para siempre bajo el firmamento de las ideas. Sólo cuando vuelve a la oscura caverna de los asuntos humanos para vivir de nuevo con sus semejantes, necesita las ideas para que le guíen como modelos y normas con los que medir y clasificar la variada multitud de actos y palabras humanas, con la misma absoluta y «objetiva» certeza con que el artesano se guía en la fabricación y el lego en juzgar las camas individuales mediante el determinado y siempre presente modelo, la «idea» de la cama en general.[303]
Técnicamente, la mayor ventaja de esta transformación y aplicación de la doctrina de las ideas a la esfera política radica en que se elimina el elemento personal en el concepto platónico del gobierno ideal. Platón sabía muy bien que sus analogías favoritas sacadas de la vida familiar, tales como la relación dueño-esclavo o pastor-rebaño, exigían en el gobernante una cualidad casi divina para diferenciarlo de sus súbditos tan claramente como se diferencian los esclavos del amo o la oveja del pastor.[304] La construcción del espacio público en la imagen de un objeto fabricado llevaba sólo consigo, por el contrario, la implicación de la maestría y experiencia corriente en el arte de la política como en todas las demás artes, donde el factor apremiante no radica en la persona del artista o artesano, sino en el objeto impersonal de su arte u oficio. En la República, el filósofo-rey aplica las ideas como el artesano lo hace con sus normas y modelos; «hace» su ciudad como el escultor una estatua;[305] y en la obra platónica final estas mismas ideas incluso se han convertido en leyes que sólo necesitan ser ejecutadas.[306]
Dentro de este marco, la aparición de un sistema político utópico que de acuerdo con un modelo podría construirlo alguien con dominio de las técnicas de los asuntos humanos, casi pasa a ser una cosa natural; Platón, que fue el primero en concebir un dibujo de ejecución para la formación de cuerpos políticos, ha sido la inspiración de todas las posteriores utopías. Y aunque ninguna de estas utopías ha desempeñado un papel importante en la historia —porque en los pocos casos en que se realizaron los esquemas utópicos, quedaron destruidos bajo el peso de la realidad, no tanto de la realidad de las circunstancias exteriores como de las reales relaciones humanas que no podían controlar—, estaban entre los medios más eficientes para conservar y desarrollar una tradición del pensamiento político en la que, consciente o inconscientemente, el concepto de acción se interpretaba como formación y fabricación.
En el desarrollo de esta tradición es digna de observarse una cosa. Es cierto que la violencia, sin la que no podía darse ninguna fabricación, siempre ha desempeñado un importante papel en el pensamiento y esquemas políticos basados en una interpretación de la acción como construcción; pero hasta la Época Moderna, este elemento de violencia siguió siendo estrictamente instrumental, un medio que necesitaba u n fin para justificarlo y limitarlo, con lo que la glorificación de la violencia como tal está ausente de la tradición del pensamiento político anterior a la Época Moderna. En términos generales, dicha glorificación era imposible mientras se supusiera que la contemplación y la razón eran las más elevadas capacidades del hombre, ya que con tal supuesto todas las articulaciones de la vita activa, la fabricación no menos que la acción, y no digamos la labor, seguían siendo secundarias e instrumentales. En la ms estrecha esfera de la teoría política, la consecuencia fue que la noción de gobierno y las concomitantes cuestiones de legitimidad y justa autoridad desempeñaron un papel mucho más decisivo que la comprensión e interpretaciones de la propia acción. Sólo la convicción de la Época Moderna de que el hombre únicamente puede conocer lo que hace, que sus capacidades pretendidamente más elevadas dependen de la fabricación y que, por lo tanto, es profundamente homo faber y no animal rationale, pusieron de manifiesto las implicaciones mucho más antiguas de la violencia inherentes a todas las interpretaciones de la esfera de los asuntos humanos como esfera de la fabricación. Esto ha llamado la atención especialmente en las series de revoluciones, características de la Época Moderna, todas las cuales —con excepción de la norteamericana— muestran la misma combinación del antiguo entusiasmo romano por la creación de un nuevo cuerpo político con la glorificación de la violencia como único medio para «hacerlo». La sentencia de Marx, la «violencia es la partera de toda vieja sociedad preñada de otra nueva», es decir, de todo cambio en la historia y la política,[307] sólo resume la convicción de la Época Moderna y saca las consecuencias de su profunda creencia en que la historia la «hacen» los hombres de la misma manera que la naturaleza la «hace» Dios.
La mejor prueba de la persistente y triunfal transformación de la acción en un modo de hacer nos la da la terminología del pensamiento y de la teoría políticos, que hace casi imposible tratar de estas materias sin emplear la categoría de medios y fines y discutir en términos de instrumentalidad. Quizá más convincente aún es la unanimidad con que los proverbios populares de todas las lenguas modernas nos advierten que «quien desea un fin debe desear también los medios» y que «no se puede hacer una tortilla sin romper el huevo». Tal vez seamos la primera generación que se ha dado perfecta cuenta de las fatales consecuencias inherentes a una línea de pensamiento que admite que todos los medios, con tal de que sean eficaces, están permitidos y justificados en la busca de algo definido como fin. Para escapar de estas trilladas sendas de pensamiento no es suficiente añadir algunas calificaciones, tales como que no todos los medios están permitidos o que en ciertas circunstancias los medios pueden ser más importantes que los fines; estas calificaciones dan por sentado un sistema moral que, como demuestran las exhortaciones, apenas puede darse por sentado, o quedan vencidas por el propio lenguaje o las analogías que usan. Afirmar que los fines no justifican todos los medios es hablar en términos paradójicos, ya que la definición de un fin es precisamente la justificación de los medios; y las paradojas siempre indican perplejidad, nada solventan y de ahí que no sean convincentes. Mientras creamos que tratamos con medios y fines en la esfera política, no podremos impedir que cualquiera use todos los medios para perseguir fines reconocidos.
La sustitución de hacer por actuar y la concomitante degradación de la política en medios para obtener un presunto fin «más elevado» —en la antigüedad la protección de los buenos del gobierno de los malos en general, y la seguridad del filósofo en particular,[308] en la Edad Media la salvación de las almas, en la Época Moderna la productividad y el progreso de la sociedad— es tan vieja como la tradición de la filosofía política. Cierto es que sólo la Época Moderna definió al hombre fundamentalmente como homo faber, fabricante de utensilios y productor de cosas, y por lo tanto pudo superar el arraigado desprecio y sospecha que la tradición había tenido de la fabricación. Sin embargo, esta misma tradición, en cuanto también se había vuelto contra la acción —de manera menos abierta, sin duda, aunque no menos eficazmente—, se vio obligada a interpretar la acción en términos de hacer, con lo que, a pesar de la sospecha y desprecio, introdujo en la filosofía política ciertas tendencias y modelos de pensamiento a los que podía recurrir la Época Moderna. A este respecto, la Época Moderna no invirtió la tradición, sino que la liberó de los «prejuicios» que le habían impedido declarar abiertamente que el trabajo del artesano debía clasificarse en un puesto más alto que las «perezosas» opiniones y hechos constitutivos de la esfera de los asuntos humanos. La cuestión es que Platón, en menor grado Aristóteles, a cuyo criterio los artesanos no merecían la plena ciudadanía, fueron los primeros en proponer que se manejaran los asuntos políticos y se rigieran los cuerpos políticos a la manera de la fabricación. Esta aparente contradicción indica con claridad lo profundo de las auténticas perplejidades inherentes a la capacidad humana para la acción y la fuerza de la tentación para eliminar los riesgos y peligros al introducir en la trama de las relaciones humanas las categorías, mucho más cálidas y dignas de confianza, inherentes a las actividades en las que nos enfrentamos a la naturaleza y construimos el mundo del artificio humano.
32. El carácter procesual de la acción
La instrumentalización de la acción y la degradación de la política en un medio para algo más nunca han logrado eliminar la acción, impedir que sea una de las decisivas experiencias humanas, o destruir por completo la esfera de los asuntos humanos. Vimos anteriormente que en nuestro mundo la aparente eliminación de la labor como penoso esfuerzo al que estaba ligada toda vida, tuvo en primer lugar como consecuencia que el trabajo se realizara a manera de laborar, y que los productos del trabajo, objetos para el uso, se consumieran como si fueran simples artículos de consumo. De modo similar, el intento de eliminar la acción debido a su inseguridad y con el fin de salvar los asuntos hermanos de su fragilidad al tratarlos como si fueran o pudieran llegar a ser los planeados productos de la fabricación humana, ha dado como resultado canalizar la capacidad humana para la acción, para comenzar nuevos y espontáneos procesos que sin los hombres no se hubieran realizado, en una actitud hacia la naturaleza que hasta el último periodo de la Época Moderna había sido de exploración de las leyes naturales y de fabricación de objetos a partir del material de la naturaleza. Hasta qué grado hemos comenzado a actuar en la naturaleza, en el sentido literal de la palabra, nos lo ilustra una reciente y casual observación de un científico que con la máxima seriedad sugirió que la «investigación básica se produce cuando hago lo que no sé qué hago».[309]
Esto comenzó de manera bastante inofensiva al experimentar los hombres que ya no estaban satisfechos con observar, registrar y contemplar lo que la naturaleza producía, y empezaron a prescribir condiciones y provocar procesos naturales. Lo que luego se desarrolló en una creciente habilidad en desencadenar procesos elementales que, sin la interferencia de los hombres, hubieran permanecido latentes y quizá no se hubieran realizado, acabó finalmente en un verdadero arte de «fabricar» naturaleza, es decir, de crear procesos «naturales» que sin los hombres no existirían y cuya naturaleza terrena parece incapaz por sí misma de realizar, aunque procesos similares o idénticos sean fenómenos comunes en el universo que rodea a la Tierra. Mediante este experimento, en el que prescribimos las condiciones Pensadas por el hombre para los procesos naturales y les obligamos a adecuarse a los modelos de ideación humana, aprendimos finalmente a «repetir el proceso que se desarrolla en el sol», es decir, a obtener a partir de los progresos naturales de la Tierra esas energías que sin nosotros sólo se desarrollan en el universo.
El hecho mismo de que las ciencias naturales se han convertido exclusivamente en ciencias de proceso y, en su última etapa, en ciencias de «procesos sin retorno», potencialmente irreversibles e irremediables, es una clara indicación de que, cualquiera que sea la fuerza cerebral necesaria para iniciarlos, la efectiva y fundamental capacidad humana que podría originar este desarrollo no es capacidad «teórica», ni contemplación ni razón, sino habilidad para actuar, para comenzar nuevos procesos sin precedente cuyo resultado es incierto, de pronóstico imposible, ya se desencadenen en la esfera humana o en la natural.
En este aspecto de la acción —importantísimo para la Época Moderna, para su enorme ampliación de las capacidades humanas como para su concepto y conciencia de la historia— se inician procesos cuyo resultado no se puede vaticinar, de manera que la inseguridad más que la fragilidad pasa a ser el carácter decisivo de los asuntos humanos. Esta propiedad de la acción escapó a la atención de la antigüedad en general, y apenas encontró adecuada articulación en la filosofía antigua, para la que el concepto de la historia tal como lo conocemos era extraño por completo. El concepto central de las dos nuevas ciencias de la Época Moderna, las naturales no menos que las históricas, es el de proceso, y la real experiencia humana subyacente es acción. Sólo debido a que somos capaces de actuar, de iniciar procesos nuestros, podemos concebir la naturaleza y la historia como sistemas de procesos. Cierto es que este carácter del pensamiento moderno se colocó por primera vez en primer plano en la ciencia de la historia, que, desde Vico, se ha presentado conscientemente como una «nueva ciencia», mientras que las ciencias naturales necesitaron varios siglos antes de verse obligadas por los resultados de sus logros a cambiar su marco conceptual obsoleto por un vocabulario que es sorprendentemente similar al usado en las ciencias históricas.
Sea como sea, sólo bajo ciertas circunstancias históricas se presenta la fragilidad como la característica principal de los asuntos humanos. Los griegos se oponían a la constante presencia o eterna repetición de todas las cosas naturales, y su principal preocupación consistía en hacerse merecedores de una inmortalidad que rodea a los hombres pero que los mortales no poseen. Para quienes no sienten dicha preocupación por la inmortalidad, la esfera de los asuntos humanos muestra un aspecto diferente por completo, incluso contradictorio en cierto modo, o sea, una extraordinaria elasticidad cuya fuerza de persistencia y continuidad en el tiempo es muy superior a la estable duración del sólido mundo de las cosas. Si bien los hombres han podido destruir cualquier producto salido de las manos humanas e incluso hoy día tienen capacidad para la potencial destrucción de lo que han hecho —la Tierra y la naturaleza terrena—, nunca han sido capaces ni lo serán de deshacer o controlar con seguridad cualquiera de los procesos que comenzaron a través de la acción. Ni siquiera el olvido y la confusión, que encubren eficazmente el origen y la responsabilidad de todo acto individual, pueden deshacer un acto o impedir sus consecuencias. Y esta incapacidad para deshacer lo que se ha hecho va ligada a una casi completa imposibilidad para predecir las consecuencias de cualquier acto o tener un conocimiento digno de confianza de sus motivos.[310]
Mientras que la fuerza del proceso de producción queda enteramente absorbida y agotada por el producto final, la fuerza del proceso de la acción nunca se agota en un acto individual, sino que, por el contrario, crece al tiempo que se multiplican sus consecuencias; lo que perdura en la esfera de los asuntos humanos son estos procesos, y su permanencia es tan ilimitada e independiente de la caducidad del material y de la mortalidad de los hombres como la permanencia de la propia humanidad. El motivo de que no podamos vaticinar con seguridad el resultado y fin de una acción es simplemente que la acción carece de fin. El proceso de un acto puede literalmente perdurar a través del tiempo hasta que la humanidad acabe.
Que los actos posean tan enorme capacidad de permanencia, superior a la de cualquier otro producto hecho por el hombre, podría ser materia de orgullo si fuéramos capaces de soportar su peso, el peso de su carácter irreversible y no pronosticable, del que el proceso de la acción saca su propia fuerza. Los hombres siempre han sabido que esto es imposible. Tienen plena conciencia de que quien actúa nunca sabe del todo lo que hace, que siempre se hace «culpable» de las consecuencias que jamás intentó o pronosticó, que por muy desastrosas e inesperadas que sean las consecuencias de su acto no puede deshacerlo, que el proceso que inicia nunca se consuma inequívocamente en un solo acto o acontecimiento, y que su significado jamás se revela al agente, sino a la posterior mirada del historiador que no actúa. Todo esto es razón suficiente para alejarse con desesperación de la esfera de los asuntos humanos y despreciar la capacidad del hombre para la libertad, que, al producir la trama de las relaciones humanas, parece enmarañar su producto en tal medida que el individuo más semeja la víctima y el paciente que el autor y agente de lo que ha hecho. Dicho con otras palabras, en ninguna parte, ni en la labor, sujeta a la necesidad de la vida, ni en la fabricación, dependiente del material dado, aparece el hombre menos libre que en esas actividades cuya esencia es la libertad y en esa esfera que no debe su existencia a nadie ni a nada si no es al hombre.
La gran tradición del pensamiento occidental acusa a la libertad de atraer al hombre a la necesidad, condena la acción, el espontáneo comienzo de algo nuevo, ya que sus resultados caen en una predeterminada red de relaciones que invariablemente arrastran con ellas al agente, quien parece empeñar su libertad en el instante en que hace uso de ella. La única manera de salvarse de esta clase de libertad parece radicar en la no-actuación, en la abstención de participar en la esfera de los asuntos humanos como medio de salvaguarda de la soberanía e integridad personal. Dejando aparte las desastrosas consecuencias de estas recomendaciones (que sólo se materializaron en un consistente sistema de conducta humana en el estoicismo), su error básico parece radicar en la identificación de la soberanía con la libertad, que siempre se ha dado por sentada en el pensamiento tanto político como filósofo. Si fuera verdad que soberanía y libertad son lo mismo, ningún hombre sería libre, ya que la soberanía, el ideal de intransigente autosuficiencia y superioridad, es contradictoria a la propia condición de pluralidad. Ningún hombre puede ser soberano porque ningún hombre solo, sino los hombres, habitan la Tierra, y no, como mantiene la tradición desde Platón, debido a la limitada fuerza del hombre, que le hace depender de la ayuda de los demás. Todas las recomendaciones que la tradición ofrece para superar la condición de no-soberanía y ganar una intocable integridad de la persona humana sólo son una compensación de la intrínseca «debilidad» de la pluralidad. Sin embargo, si dichas recomendaciones se siguieran y el intento de superar las consecuencias de la pluralidad tuviera éxito, el resultado no sería tanto el soberano dominio del yo de uno como el arbitrario dominio sobre los demás, o, como en el estoicismo, el cambio del mundo real por otro imaginario donde los demás dejarían sencillamente de existir.
Con otras palabras, no se trata de fuerza o debilidad en el sentido de autosuficiencia. En los sistemas politeístas, por ejemplo, incluso un dios, por poderoso que sea, no puede ser soberano; sólo bajo el supuesto de un solo dios («Uno es uno y sólo uno y siempre será así») cabe que la soberanía y la libertad sean lo mismo. En las demás circunstancias, la soberanía únicamente es posible en la imaginación, pagada al precio de la realidad. De la misma manera que el epicureísmo se basa en la ilusión de felicidad cuando asan vivo a uno en el Toro Falérico, el estoicismo lo hace en la ilusión de libertad cuando uno está esclavizado. Ambas ilusiones atestiguan el poder psicológico de la imaginación, pero dicho poder sólo puede ejercerse a condición de que el mundo y los vivos, donde uno es y aparece como feliz o infortunado, libre o esclavo, queden eliminados en tal medida que ni siquiera se les admita en calidad de espectadores del espectáculo de la propia decepción.
Si consideramos la libertad desde el punto de vista de la tradición, identificando la soberanía con la libertad, la simultánea presencia de la libertad y de la no-soberanía, de ser capaz de comenzar algo nuevo y no poder controlar o incluso predecir sus consecuencias, casi parece obligarnos a sacar la conclusión de que la existencia humana es absurda.[311] En vista de la realidad humana y de su fenomenal evidencia, es tan espurio negar la libertad humana a actuar debido a que el agente nunca es dueño de sus actos como mantener que es posible la soberanía humana por el incontestable hecho de la libertad humana.[312] La cuestión que surge entonces es la de si nuestra noción de que la libertad y la no-soberanía son mutuamente exclusivas no queda derrotada por la realidad, o, para decirlo de otra manera, si la capacidad para la acción no alberga en sí ciertas potencialidades que la hacen sobrevivir a las incapacidades dé la no-soberanía.
33. Irreversibilidad y el poder de perdonar
Hemos visto que el animal laborans podía redimirse de su encarcelamiento en el siempre repetido ciclo del proceso de la vida, de estar para siempre sujeto a la necesidad de la labor y del consumo, sólo mediante la movilización de otra capacidad humana, la de hacer, fabricar y producir del homo faber, quien como constructor de utensilios alivia el dolor y molestia del laborar y erige también un mundo duradero. La redención de la vida, que es sostenida por la labor, es mundanidad, sostenida por la fabricación. Vimos además que el homo faber podía redimirse de su situación insignificante, de la «devaluación de todos los valores», y de la imposibilidad de encontrar modelos válidos en un mundo determinado por la categoría de medios y fines, sólo mediante las interrelacionadas facultades de la acción y del discurso, que produce historias llenas de significado de manera tan natural como la fabricación produce objetos de uso. Si no quedara al margen de estas consideraciones, cabría añadir a estos ejemplos el pensamiento, ya que también éste es incapaz de «pensar por sí mismo» al margen de los predicamentos que engendra la propia actividad de pensar. Lo que en cada uno de estos casos salva al hombre —al hombre qua animal laborans, qua homo faber, qua pensador— es algo diferente por completo, algo que llega del exterior, no del exterior del hombre, sino de cada una de las respectivas actividades. Desde el punto de vista del animal laborans, es como un milagro que sea también un ser que conozca y habite un mundo; desde el punto de vista del homo faber, parece un milagro, como la revelación de la divinidad, que el significado tenga un lugar en este mundo.
El caso de la acción y de los predicamentos de la acción es muy distinto. Aquí, el remedio contra la irreversibilidad y carácter no conjeturable del proceso iniciado por el actuar no surge de otra facultad posiblemente más elevada, sino que es una de las potencialidades de la misma acción. La posible redención del predicamento de irreversibilidad —de ser incapaz de deshacer lo hecho aunque no se supiera, ni pudiera saberse, lo que se estaba haciendo— es la facultad de perdonar. El remedio de la imposibilidad de predecir, de la caótica inseguridad del futuro, se halla en la facultad de hacer y mantener las promesas. Las dos facultades van juntas en cuanto que una de ellas, el perdonar, sirve para deshacer los actos del pasado, cuyos «pecados» cuelgan como la espada de Damocles sobre cada nueva generación; y la otra, al obligar mediante promesas, sirve para establecer en el océano de inseguridad, que es el futuro por definición, islas de seguridad sin las que ni siquiera la continuidad, menos aún la duración de cualquier clase, sería posible en las relaciones entre los hombres.
Sin ser perdonados, liberados de las consecuencias de lo que hemos hecho, nuestra capacidad para actuar quedaría, por decirlo así, confinada a un solo acto del que nunca podríamos recobrarnos; seriamos para siempre las víctimas de sus consecuencias, semejantes al aprendiz de brujo que carecía de la fórmula mágica para romper el hechizo. Sin estar obligados a cumplir las promesas, no podríamos mantener nuestras identidades, estaríamos condenados a vagar desesperados, sin dirección fija, en la oscuridad de nuestro solitario corazón, atrapados en sus contradicciones y equívocos, oscuridad que sólo desaparece con la luz de la esfera pública mediante la presencia de los demás, quienes confirman la identidad entre el que promete y el que cumple. Por lo tanto, ambas facultades dependen de la pluralidad, de la presencia y actuación de los otros, ya que nadie puede perdonarse ni sentirse ligado por una promesa hecha únicamente a sí mismo; el perdón y la promesa realizados en soledad o aislamiento carecen de realidad y no tienen otro significado que el de un papel desempeñado ante el yo de uno mismo.
Puesto que estas facultades corresponden a la condición humana de la pluralidad, su papel en la política establece una serie diametralmente distinta de principio-guía con respecto a, los modelos «morales» inherentes a la noción platónica de gobierno. Ésta, cuya legitimidad se basa en el dominio del yo, deriva sus principios-guía —los que al mismo tiempo justifican y limitan el poder sobre los demás— de una relación establecida entre uno y uno mismo, de manera que lo bueno y malo de las relaciones con los otros está determinado por las actitudes hacia el yo de uno mismo, hasta que el conjunto de la esfera pública se ve en el recto orden entre las capacidades de mente, alma y cuerpo del hombre individual. Por otra parte, el código deducido de las facultades de perdonar y de prometer, se basa en experiencias que nadie puede tener consigo mismo, sino que, por el contrario, se basan en la presencia de los demás. Y así como el grado y maneras del gobierno del yo justifica y determina el gobierno sobre los otros —como uno se gobierna, gobernará a los demás—, así el grado y maneras de ser perdonado y prometido determina el grado y maneras en que uno puede perdonarse o mantener promesas que sólo le incumben a él. · Debido a que los remedios contra la enorme fuerza y elasticidad inherentes a los procesos de la acción sólo funcionan bajo la condición de la pluralidad, resulta muy peligroso usar esta facultad en cualquier esfera que no sea la de los asuntos humanos. La ciencia natural moderna y la tecnología, que ya no observan, toman material o imitan los procesos de la naturaleza, sino que realmente actúan en ella, parecen haber llevado la irreversibilidad y la humana incapacidad de predecir a la esfera natural, donde no cabe remedio alguno para deshacer lo que se ha hecho. De manera similar, parece que uno de los grandes peligros del actuar a la manera del hacer y dentro del categórico marco de medios y fines, radica en la concomitante autoprivación de los remedios sólo inherentes a la acción, de manera que uno está obligado a hacer con los medios de violencia necesarios a toda fabricación, y también a deshacer lo que ha hecho como deshace un objeto fallido, por medio de la destrucción. Nada parece más manifiesto en estos intentos que la grandeza del poder humano, cuya fuente se basa en la capacidad para actuar, y que sin los remedios inherentes a la acción comienza de modo inevitable a subyugar y destruir no al propio hombre, sino a las condiciones bajo las que se le dio la vida.
El descubridor del papel del perdón en la esfera de los asuntos humanos fue Jesús de Nazaret. El hecho de que hiciera este descubrimiento en un contexto religioso y lo articulara en un lenguaje religioso no es razón para tomarlo con menos seriedad en un sentido estrictamente secular. En la naturaleza de nuestra tradición de pensamiento político (y por razones que no podemos explorar aquí) radica su carácter altamente selectivo y el excluir de la conceptualización articulada una gran variedad de experiencias políticas, entre las que no ha de sorprendernos encontrar algunas de naturaleza elemental. Ciertos aspectos de la enseñanza de Jesús de Nazaret que no están fundamentalmente relacionados con el mensaje religioso cristiano, sino que surgieron de las experiencias en la pequeña y cerradamente entramada comunidad de sus seguidores, inclinada a desafiar a las autoridades públicas de Israel, se encuentran entre dichas experiencias políticas, aunque han sido despreciados debido a su alegada naturaleza exclusivamente religiosa. El único signo rudimentario de que se sabía que el perdón puede ser el correctivo necesario para los inevitables daños que resultan de la acción, puede verse en el principio romano de ahorrar la vida del vencido (parcere subiectis) —buen criterio absolutamente desconocido por los griegos— o en el derecho a conmutar la pena de muerte, probablemente también de origen romano, prerrogativa de casi todos los jefes de estado occidentales.
En nuestro contexto es decisivo el hecho de que Jesús mantenga en contra de los «escribas y fariseos» no ser cierto que sólo Dios tiene el poder de perdonar,[313] y que este poder no deriva de Dios —como si Dios, no los hombres, perdonara mediante el intercambio de los seres humanos—, sino que, por el contrario, lo han de poner en movimiento los hombres en su recíproca relación para que Dios les perdone también. La formulación de Jesús aún es más radical. En el evangelio, el hombre no perdona porque Dios perdona y él ha de hacerlo «asimismo», sino que «si cada uno perdonare de todo corazón», Dios lo hará «igualmente».[314] La insistencia en el deber de perdonar procede claramente de que «no saben lo que hacen», y esto no se aplica al punto extremo del pecado y al mal voluntariamente deseado, ya que entonces no habría sido necesario enseñar: «Si siete veces al día peca contra ti y siete veces se vuelve a ti diciéndote: “Me arrepiento”, le perdonarás».[315] Tanto el extremo pecado como el mal voluntariamente deseado son raros, incluso más raros que las buenas acciones; según Jesús, Dios dará a cada uno según sus obras en el Juicio Final, que no desempeña papel alguno en la vida terrena, y que no se caracteriza por el perdón sino por la justa retribución (apodounai).[316] Pero pecar es un hecho diario que radica en la misma naturaleza del constante establecimiento de nuevas relaciones de la acción dentro de una trama de relaciones, y necesita el perdón para posibilitar que la vida prosiga, exonerando constantemente a los hombres de lo que han hecho sin saberlo.[317] Sólo mediante esta mutua exoneración de lo que han hecho, los hombres siguen siendo agentes libres, sólo por la constante determinación de cambiar de opinión y comenzar otra vez se les confía un poder tan grande como es el de iniciar algo nuevo.
En este aspecto, el perdón es el extremo opuesto a la venganza, que actúa en forma de reacción contra el pecado original, por lo que en lugar de poner fin a las consecuencias de la falta, el individuo permanece sujeto al proceso, permitiendo que la reacción en cadena contenida en toda acción siga su curso libre de todo obstáculo. En contraste con la venganza, que es la reacción natural y automática a la transgresión y que debido a la irreversibilidad del proceso de la acción puede esperarse e incluso calcularse, el acto de perdonar no puede predecirse; es la única reacción que actúa de manera inesperada y retiene así, aunque sea una reacción/algo del carácter original de la acción. Dicho con otras palabras, perdonar es la única reacción que no reactúa simplemente, sino que actúa de nuevo y de forma inesperada, no condicionada por el acto que la provocó y por lo tanto libre de sus consecuencias, lo mismo quien perdona que aquel que es perdonado. La libertad contenida en la doctrina de Jesús sobre el perdón es liberarse de la venganza, que incluye tanto al agente como al paciente en el inexorable automatismo del proceso de la acción, que por sí mismo nunca necesita finalizar.
La alternativa del perdón, aunque en modo alguno lo opuesto, es el castigo, y ambos tienen en común que intentan finalizar algo que sin interferencia proseguiría inacabablemente. Por lo tanto es muy significativo, elemento estructural en la esfera de los asuntos públicos, que los hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden castigar e incapaces de castigar lo que ha resultado ser imperdonable. Ésta es la verdadera marca de contraste de esas ofensas que, desde Kant, llamamos «mal radical» y sobre cuya naturaleza se sabe tan poco. Lo único que sabemos es que no podemos castigar ni perdonar dichas ofensas, que, por consiguiente, trascienden la esfera de los asuntos humanos y las potencialidades del poder humano. Aquí, donde el propio acto nos desposee de todo poder, lo único que cabe es repetir con Jesús: «Mejor le fuera que le atasen al cuello una rueda de molino y le arrojasen al mar».
Quizás el argumento más razonable de que perdonar y actuar estén tan estrechamente relacionados como destruir y hacer, deriva de ese aspecto del perdón en el que deshacer lo hecho parece mostrar el mismo carácter revelador que el acto mismo. El perdón y la relación que establece siempre es un asunto eminentemente personal (aunque no es necesario que sea individual o privado), en el que lo hecho se perdona por amor a quien lo hizo. También esto lo reconoció claramente Jesús («Le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho. Pero a quien poco se le perdona, poco ama»), y éste es el motivo de la convicción corriente de que sólo el amor tiene poder para perdonar. Porque el amor, aunque es uno de los hechos más raros en la vida humana,[318] posee un inigualado poder de autorrevelación y una inigualada claridad de visión para descubrir el quién, debido precisamente a su desinterés, hasta el punto de total no-mundanidad, por lo que sea la persona amada, con sus virtudes y defectos no menos que con sus logros, fracasos y transgresiones. El amor, debido a su pasión, destruye el en medio de que nos relaciona y nos separa de los demás. Mientras dura su hechizo, el único en medio de que puede insertarse entre dos amantes es el hijo, producto del amor. El hijo, este en medio de con el que los amantes están relacionados y que poseen en común, es representativo del mundo en que también esto les separa; es una indicación de que insertarán un nuevo mundo en el ya existente.[319] Mediante el hijo es como si los amantes volvieran al mundo del que les ha expulsado su amor. Pero esta nueva mundanidad, el posible resultado y el único posible final de un amor es, en un sentido, el fin del amor, que debe subyugar de nuevo a los amantes o transformarse en otra manera de pertenecerse. El amor, por su propia naturaleza, no es mundano, y por esta razón más que por su rareza no sólo es apolítico sino antipolítico, quizá la más poderosa de todas las fuerzas antipolíticas humanas.
Si fuera verdad, por lo tanto, como el cristianismo da por sentado, que sólo el amor puede perdonar, ya que sólo él es plenamente receptivo de quién es alguien, hasta el punto de estar siempre dispuesto a perdonar cualquier cosa que se haya hecho, habría que excluir por completo de nuestras consideraciones al perdón. Sin embargo, lo que el amor es en su propio respeto —y en su estrechamente circunscrita esfera— se halla en el más amplio dominio de los asuntos humanos. El respeto, no diferente de la aristotélica philia politikē, es una especie de «amistad» sin intimidad ni proximidad; es una consideración hacia la persona desde la distancia que pone entre nosotros el espacio del mundo, y esta consideración es independiente de las cualidades que admiremos o de los logros que estimemos grandemente. Así, la moderna pérdida de respeto, o la convicción de que sólo cabe el respeto en lo que admiramos o estimarnos, constituye un claro síntoma de la creciente despersonalización de la vida pública y social. En todo caso, el respeto, debido a que sólo concierne a la persona, es totalmente suficiente para impulsar lo que hizo una persona, por amor a la persona. Pero el hecho de que el mismo quién, revelado en la acción y en el discurso, sigue siendo también el sujeto del perdón es la razón más profunda de por qué nadie puede perdonarse a sí mismo; aquí, al igual que por la general en la acción y en el discurso, dependemos de los demás, ante quienes aparecemos con una distinción que nosotros somos incapaces de captar. Encerrados en nosotros mismos, nunca podríamos perdonamos ningún fallo o transgresión debido a que careceríamos de la experiencia de la persona por cuyo amor uno puede perdonar.
34. La imposibilidad de predecir y el poder de la promesa
En contraste con el perdón, que —quizá debido a su contexto religioso, quizás a su conexión con el amor que acompaña a su descubrimiento— siempre se ha considerado no realista e inadmisible en la esfera pública, el poder de estabilización inherente a la facultad de hacer promesas ha sido conocido a lo largo de nuestra tradición. Lo encontramos en el sistema legal romano, en la inviolabilidad de acuerdos y tratados (pacta sunt servanda); o cabe ver a su descubridor en Abraham, el hombre de Ur, cuya historia, tal como la cuenta la Biblia, muestra tal apasionamiento en pactar alianzas que parece haber salido de su país con el único fin de comprobar el poder de la mutua promesa en el desierto del mundo, hasta que finalmente el propio Dios aceptó una Alianza con él. En todo caso, la gran variedad de teorías de contrato desde la época romana atestigua que el poder de hacer promesas ha ocupado el centro del pensamiento político durante siglos.
La no-predicción que, al menos parcialmente, disipa el acto de prometer es de doble naturaleza: surge simultáneamente de la «oscuridad del corazón humano», o sea, de la básica desconfianza de los hombres que nunca pueden garantizar hoy quiénes serán mañana, y de la imposibilidad de pronosticar las consecuencias de un acto en una comunidad de iguales en la que todo el mundo tiene la misma capacidad para actuar. La inhabilidad del hombre para confiar en sí mismo o para tener fe completa en sí mismo (que es la misma cosa) es el precio que los seres humanos pagan por la libertad; y la imposibilidad de seguir siendo dueños únicos de lo que hacen, de conocer sus consecuencias y confiar en el futuro es el precio que les exige la pluralidad y la realidad, por el júbilo de habitar junto con otros un mundo cuya realidad está garantizada para cada uno por la presencia de todos.
La función de la facultad de prometer es dominar esta doble oscuridad de los asuntos humanos y, como tal, es la única alternativa a un dominio que confía en ser dueño de uno mismo y gobernar a los demás; corresponde exactamente a la existencia de una libertad que se concedió bajo la condición de no soberanía. El peligro y la ventaja inherente a todos los cuerpos políticos que confían en contratos y tratados radica en que, a diferencia de los que se atienen al gobierno y la soberanía, dejan tal como son el carácter de no-predicción de los asuntos humanos y la desconfianza de los hombres, usándolos simplemente como el expediente, por decirlo así, en el que se arrojan ciertas islas de predicción y se levantan ciertos hitos de confianza. En el momento en que las promesas pierden su carácter de aisladas islas de seguridad en un océano de inseguridad, es decir, cuando esta facultad se usa mal para cubrir todo el terreno del futuro y formar una senda segura en todas direcciones, pierden su poder vinculante y, así, toda la empresa resulta contraproducente.
Ya hemos mencionado el poder que se genera cuando las personas se reúnen y «actúan de común acuerdo», poder que desaparece en cuanto se dispersan. La fuerza que las mantiene unidas, a diferencia del espacio de aparición en que se agrupan y el poder que mantiene en existencia este espacio público, es la fuerza del contrato o de la mutua promesa. La soberanía, que es siempre espuria si la reclama una entidad aislada, sea la individual de una persona o la colectiva de una nación, asume una cierta realidad limitada en el caso de muchos hombres recíprocamente vinculados por promesas. La soberanía reside en la resultante y limitada independencia de la imposibilidad de calcular el futuro, y sus límites son los mismos que los inherentes a la propia facultad de hacer y mantener las promesas. La soberanía de un grupo de gente que se mantiene unido, no por una voluntad idéntica que de algún modo mágico les inspire, sino por un acordado propósito para el que sólo son válidas y vinculantes las promesas, muestra claramente su indiscutible superioridad sobre los que son completamente libres, sin sujeción a ninguna promesa y carentes de un propósito. Esta superioridad deriva de la capacidad para disponer del futuro como si fuera el presente, es decir, la enorme y en verdad milagrosa ampliación de la propia dimensión en la que el poder puede ser efectivo. Nietzsche, con su extraordinaria sensibilidad para los fenómenos morales, y a pesar de su prejuicio moderno de considerar el origen de todo poder en la voluntad de poder del individuo aislado, vio en la facultad de las promesas (la «memoria de la voluntad», como la llamó) la distinción misma que deslinda la vida humana de la animal.[320] Si la soberanía es en la esfera de la acción y de los asuntos humanos lo que la maestría es en la esfera del hacer y del mundo de las cosas, entonces su principal diferencia consiste en que una sólo puede realizarse por muchos unidos, mientras que la otra sólo se concibe en aislamiento.
En la medida en que la moralidad es más que la suma total de mores, de costumbres y modelos de conducta solidificados a lo largo de la tradición y válidos en el terreno de los acuerdos, costumbres y modelos que cambian con el tiempo, no tiene, al menos políticamente, más soporte que la buena voluntad para oponerse a los enormes riesgos de la acción mediante la aptitud de perdonar y ser perdonado, de hacer promesas y mantenerlas. Estos preceptos morales son los únicos que no se aplican a la acción desde el exterior, desde alguna supuestamente más elevada facultad o desde las experiencias fuera del alcance de la acción. Por el contrario, surgen directamente de la voluntad de vivir junto a otros la manera de actuar y de hablar, y son así como mecanismos de control construidos en la propia facultad para comenzar nuevos e interminables procesos. Puesto que sin la acción y el discurso, sin la articulación de la natalidad, estaríamos condenados a girar para siempre en el repetido ciclo del llegar a ser, sin la facultad para deshacer lo que hemos hecho y controlar al menos parcialmente los procesos que hemos desencadenado, seríamos las víctimas de una automática necesidad con todos los signos de las leyes inexorables que, según las ciencias naturales anteriores a nuestra época, se suponía que constituían las características sobresalientes de los procesos naturales. Ya hemos visto que para los seres mortales esta fatalidad natural, aunque gira alrededor de sí misma y puede ser eterna, únicamente puede significar predestinación. Si fuera cierto que la fatalidad es la marca inalienable de los procesos históricos, sería igualmente cierto que todo lo que se hace en la historia está predestinado.
Y en cierta medida esto es verdad. Dejados sin control, los asuntos humanos no pueden más que seguir la ley de la mortalidad, que es la más cierta y la única digna de confianza de una vida que transcurre entre el nacimiento y la muerte. La facultad de la acción es la que se interfiere en esta ley, ya que interrumpe el inexorable curso automático de la vida cotidiana, que a su vez, como vimos, se interfería e interrumpía el ciclo del proceso de la vida biológica. El lapso de vida del hombre en su carrera hacia la muerte llevaría inevitablemente a todo lo humano a la ruina y destrucción si no fuera por la facultad de interrumpirlo y comenzar algo nuevo, facultad que es inherente a la acción a manera de recordatorio siempre presente de que los hombres, aunque han de morir, no han nacido para eso sino para comenzar. De la misma manera que, desde el punto de vista de la naturaleza, el movimiento rectilíneo del lapso de vida del hombre comprendido entre el nacimiento y la muerte parece una peculiar desviación de la común y natural norma del movimiento cíclico, también la acción, considerada desde el punto de vista de los procesos automáticos que parecen determinar el curso del mundo, semeja un milagro. En el lenguaje de la ciencia natural, es la «infinita improbabilidad lo que se da regularmente». De hecho, la acción es la única facultad humana de hacer milagros, como Jesús de Nazaret (cuya confianza de esta facultad puede compararse por su originalidad sin precedente con la de Sócrates en lo que respecta a las posibilidades del pensamiento), debió de conocer muy bien al comparar el poder de perdonar con el más general de realizar milagros, poniendo ambos al mismo nivel y al alcance del hombre.[321]
El milagro que salva al mundo, a la esfera de los asuntos humanos, de su ruina normal y «natural» es en último término el hecho de la natalidad, en el que se enraíza ontológicamente la facultad de la acción. Dicho con otras palabras, el nacimiento de nuevos hombres y un nuevo comienzo es la acción que son capaces de emprender los humanos por el hecho de haber nacido. Sólo la plena experiencia de esta capacidad puede conferir a los asuntos humanos fe y esperanza, dos esenciales características de la existencia humana que la antigüedad griega ignoró por completo, considerando el mantenimiento de la fe como una virtud muy poco común y no demasiado importante y colocando a la esperanza entre los males de la ilusión en la caja de Pandora. Esta fe y esperanza en el mundo encontró tal vez su más gloriosa y sucinta expresión en las pocas palabras que en los evangelios anuncian la gran alegría: «Os ha nacido hoy un Salvador».
CAPÍTULO VI LA VITA ACTIVA Y LA ÉPOCA MODERNA
Er hat den archimedischen Punkt gefunden, hat ihn aber gegen sich ausgenutzt, offenbar hat er ihn nur unter dieser Bedingung finden dürfen.
«Encontró el punto de Arquímedes, pero lo usó contra sí mismo; parece que sólo se le permitió encontrarlo con esta condición».
FRANZ KAFKA
35. La alienación del mundo
Tres grandes acontecimientos se sitúan en el umbral de la Época Moderna y determinan su carácter: el descubrimiento de América y la consiguiente exploración de toda la Tierra; la Reforma, que al expropiar las posesiones eclesiásticas y monásticas inició el doble proceso de expropiación individual y acumulación de riqueza social; la invención del telescopio y el desarrollo de una nueva ciencia que considera la naturaleza de la Tierra desde el punto de vista del universo. Éstos no pueden llamarse acontecimientos modernos, ya que los conocemos desde la Revolución Francesa, y aunque no pueden explicarse por ninguna cadena de causalidad, ya que no cabe hacerlo de ningún acontecimiento, continúan ocurriendo en una continuidad intacta en la que existen los precedentes y pueden nombrarse los predecesores. Ninguno de ellos exhiben el carácter peculiar de una explosión de corrientes subterráneas que, tras cobrar fuerza en la oscuridad, afloran de repente. Los nombres relacionados con dichos acontecimientos, Galileo Galiki, Martín Lutero y los grandes navegantes, exploradores y aventureros de la época de los descubrimientos, todavía pertenecen a un mundo premoderno. Más aún, el extraño rasgo conmovedor de la novedad, la casi violenta insistencia de la mayoría de los grandes autores, científicos y filósofos desde el siglo XVII que vieron cosas nunca vistas, que meditaron pensamientos nunca hasta entonces desarrollados, no se encuentra en ninguno de ellos, ni siquiera en Galileo.[322] Estos precursores no son revolucionarios, y sus motivos e intenciones siguen firmemente enraizados en la tradición.
A los ojos de sus contemporáneos, el más espectacular de estos acontecimientos debe de haber sido el descubrimiento de continentes no oídos y de océanos no soñados; el más turbador pudo haber sido la irremediable partición de la Cristiandad occidental por la Reforma, con su inherente desafío a la ortodoxia como tal y su inmediata amenaza a la tranquilidad de las almas; seguramente el que menos llamó la atención fue la adición de un nuevo aparato al ya amplio arsenal de instrumentos, cuya única utilidad era observar las estrellas, aunque se trataba del primer instrumento puramente científico que se diseñaba. Sin embargo, si pudiéramos medir el impulso de la historia como medimos los procesos naturales, hallaríamos que lo que originariamente tuvo la menor repercusión, los primeros pasos del hombre hacia el descubrimiento del universo, ha ido constantemente incrementando su importancia y velocidad hasta eclipsar no sólo a la ampliación de la superficie de la Tierra, que tuvo su limitación final en las limitaciones del globo, sino también al aparentemente ilimitado proceso de acumulación económica.
Pero esto no es más que simple especulación. De hecho, el descubrimiento de la Tierra, la cartografía de tierras y aguas, tardó muchos siglos y sólo ahora ha comenzado a verse su final. Sólo ahora ha tomado el hombre plena posesión de su mortal vivienda y reunido los horizontes infinitos, que estuvieron tentadora y prohibitivamente abiertos a todas las épocas anteriores, en un globo cuyo mayestático contorno y detallada superficie conoce el hombre como si se tratara de las líneas de su mano. Precisamente cuando se descubrió la inmensidad del espacio que disponía la Tierra, comenzó la famosa reducción del globo, hasta que finalmente en nuestro mundo (que, aunque resultado de la Época Moderna, no es en modo alguno idéntico al mundo de la Época Moderna) cada hombre es tanto un habitante de la Tierra como un habitante de su país. Los hombres viven ahora en una total y continua amplia Tierra donde incluso la noción de distancia, todavía inherente a la más perfectamente entera contigüidad de las partes, ha sucumbido al asalto de la velocidad. Ésta ha conquistado el espacio; y aunque este proceso conquistador ha encontrado su límite en la inconquistable frontera de la simultánea presencia de un cuerpo en dos lugares diferentes, ha dejado sin sentido a la distancia, ya que ninguna parte significante de una vida humana —años, meses o incluso semanas— es necesaria para alcanzar cualquier punto de la Tierra.
Sin duda, nada podría haber sido más extraño al propósito de los exploradores y circunnavegantes de la primera Época Moderna que este proceso final; ellos fueron a ampliar la Tierra, no a reducirla, y cuando se sometieron a la llamada de lo distante, no tenían la intención de abolir la distancia. Sólo la sabiduría de la percepción tardía ve lo obvio, que nada puede permanecer inmenso si cabe medirlo, que toda panorámica junta partes distantes y por lo tanto establece la contigüidad donde antes imperaba la distancia. Así, los mapas y cartas de navegación de las primeras etapas de la Época Moderna anticiparon los inventos técnicos mediante los cuales todo el espacio terráqueo ha pasado a ser pequeño y al alcance de la mano. Antes de la reducción del espacio y la abolición de la distancia mediante el ferrocarril, el barco y el avión, se da la infinitamente mayor y más efectiva reducción que acaece mediante la capacidad topográfica de la mente humana, cuyo uso de los números, símbolos y modelos puede condensar y medir según escala la distancia física terráquea, poniéndola al alcance del entendimiento y natural sentido del cuerpo humano. Antes de aprender a rodear la Tierra, a limitar a días y horas la habitación humana, trajimos el globo a nuestro cuarto de estar para tocarlo con nuestras manos y hacerlo girar ante nuestros ojos.
Hay otro aspecto de esta materia que, como veremos, será de la mayor importancia en nuestro contexto. Por su propia naturaleza, la capacidad topográfica humana sólo puede funcionar si el hombre se desenreda de toda complicación e interés por lo que tiene al alcance de la mano y se distancia de todo lo que tiene cerca. Cuanto mayor sea la distancia entre él y su medio, mundo o Tierra, más fácil le resultará medir y menos espacio mundano y ligado a la Tierra le quedará. El hecho de que la decisiva reducción de la Tierra fue consecuencia de la invención del avión, es decir, abandonar la superficie de la Tierra, es como un símbolo del general fenómeno que atestigua que cualquier disminución de la distancia terrestre sólo se gana al precio de poner una decisiva distancia entre el hombre y la Tierra, de alienar al hombre de su inmediato medio terreno.
El hecho de que la Reforma, acontecimiento por completo diferente, nos confronta finalmente con un similar fenómeno de alienación, que Max Weber incluso identificó, bajo el nombre de «ascetismo interior mundano», como el móvil más profundo de la nueva mentalidad capitalista, puede ser una de las muchas coincidencias que hacen tan difícil que el historiador no crea en fantasmas, demonios y Zeitgeists. Lo sorprendente y turbador es la similitud en la más distante divergencia. Porque esta alienación del interior mundano nada tiene que hacer, en intención o contenido, con la alienación de la Tierra inherente al descubrimiento y torna de posesión de la Tierra. Más aún, la alienación del interior mundano cuyos hechos históricos demostró Max Weber en su famoso ensayo, no está sólo presente en la nueva moralidad que surgió de los intentos de Lutero y Calvino por restaurar la inflexible ultramundanidad de la fe cristiana; también está presente, aunque a un nivel diferente por completo, en la expropiación del campesinado, que fue la imprevista consecuencia de la expropiación de la propiedad de la Iglesia y, como tal, el mayor factor del derrumbamiento del sistema feudal.[323] Naturalmente, resulta ocioso especular sobre cuál hubiera sido el curso de nuestra economía sin este acontecimiento, que lanzó a la humanidad occidental a un desarrollo en el que se destruyó toda propiedad en el proceso de su apropiación, se devoraron todas las cosas en el proceso de su producción, y la estabilidad del mundo se socavó en un constante proceso de cambio. No obstante, tal especulación está plena de significado en la medida en que nos recuerda que la historia es un relato de acontecimientos y no de fuerzas o ideas cuyo curso cabe predecir. Es ociosa e incluso peligrosa cuando la empleamos como argumentos en contra de la realidad y cuando indicamos positivas potencialidades y alternativas, ya que su número no sólo es indefinido por definición, sino que también carece de esa tangible calidad de lo inesperado del acontecimiento, y se iguala por la mera plausibilidad. Por consiguiente, se queda en puro fantasma, sea cual sea la pedestre manera en que se presente.
Con el fin de no subestimar el impulso que este proceso ha alcanzado tras siglos de desarrollo casi no obstaculizado, puede ser conveniente reflexionar sobre el llamado «milagro económico» de la Alemania de postguerra, milagro solamente si se le considera en un anticuado marco de referencia. El ejemplo alemán muestra claramente que bajo condiciones modernas la expropiación del pueblo, la destrucción de objetos y la devastación de ciudades pasan a ser un radical estimulante para un proceso no de simple recuperación, sino de más rápida y eficaz acumulación de riqueza, con tal que el país sea lo bastante moderno para responder en términos del proceso de producción. Alemania, la destrucción completa ocupó el lugar del implacable proceso de depreciación de todas las cosas mundanas, que es la marca de contraste de la economía de derroche en la que vivimos. El resultado es casi el mismo: un alza de la prosperidad que, como ilustra la Alemania de postguerra, no se alimenta de la abundancia de bienes materiales o de algo estable y dado, sino del propio proceso de producción y consumo. Bajo las condiciones modernas, la conservación, no la destrucción, significa ruina debido a que la misma duración de los objetos conservados es el mayor impedimento para el proceso de renovación, cuyo constante aumento de velocidad es la única constancia que deja dondequiera que se apodera.[324]
Vimos anteriormente que la propiedad, a diferencia de la riqueza y de la apropiación, indica la parte privadamente poseída de un mundo común y, por lo tanto, es la condición política más elemental para la mundanidad del hombre. Por lo mismo, la expropiación y la alienación del mundo coinciden, y la Época Moderna, muy en contra de todos los actores de la obra, comenzó a alienar del mundo a ciertos estratos de la población. Tendemos a pasar por alto la gran importancia de esta alienación para la Época Moderna debido a que solemos acentuar su carácter secular e identificar la palabra secularidad con mundanidad. Sin embargo, la secularización como hecho histórico tangible no significa más que separación de Iglesia y Estado, de religión y política, y esto, desde un punto de vista religioso, implica una vuelta a la primitiva actitud cristiana de «Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» en vez de una pérdida de fe y trascendencia o un nuevo y enfático interés en las cosas de este mundo.
La moderna pérdida de fe no es de origen religioso —no puede derivarse de la Reforma y Contrarreforma, los dos grandes movimientos religiosos de la Época Moderna— y su alcance no está en modo alguno restringido a la esfera religiosa. Más aún, incluso si admitiésemos que la Época Moderna comenzó con un súbito e inexplicable eclipse de trascendencia, de creencia en el más allá, de ninguna manera se seguiría que esta pérdida devolvió el hombre al mundo. Por el contrario, la evidencia histórica demuestra que los hombres modernos no fueron devueltos al mundo sino a sí mismos. Una de las más persistentes tendencias de la filosofía moderna desde Descartes, y quizá su contribución más original a la filosofía, ha sido la exclusiva preocupación por el yo, diferenciado del alma, la persona o el hombre en general, intento de reducir todas las experiencias, tanto con el mundo como con otros seres humanos, a las propias del hombre consigo mismo. La grandeza del descubrimiento de Max Weber sobre los orígenes del capitalismo radica precisamente en demostrar que resulta posible una enorme y estrictamente mundana actividad sin tener que preocuparse o disfrutar del mundo, actividad cuya motivación más profunda es, por el contrario, el interés y preocupación por el yo. La alienación del mundo, y no la propia alienación como creía Max,[325] ha sido la marca de contraste de la Época Moderna.
La expropiación, la privación para ciertos grupos de su lugar en el mundo y su desnuda exposición a las exigencias de la vida, crearon tanto la original acumulación de riqueza como la posibilidad de transformar esa riqueza en capital mediante la labor. Esto constituyó las condiciones para el auge de una economía capitalista. Que este desarrollo, comenzado y alimentado con la expropiación, daría como resultado un enorme incremento de la productividad humana era evidente desde el comienzo, siglos antes de la revolución industrial. La nueva clase laboral, que literalmente vivía al día, no sólo permaneció bajo la apremiante urgencia de la necesidad,[326] sino que al mismo tiempo quedó enajenada de todos los cuidados y preocupaciones que no eran inmediato resultado del propio proceso de la vida. Lo que se liberó en las etapas iniciales de la primera clase laboral que ha sido libre en la historia, fue la fuerza inherente al «poder laboral», es decir, a la pura abundancia natural del proceso biológico, que, como todas las fuerzas naturales —tanto de procreación como de labor—, proporciona un generoso excedente que va más allá de la reproducción de lo joven para equilibrar lo viejo. Lo que en el comienzo de la Época Moderna diferencia a este desarrollo de los casos similares dados en el pasado es que la expropiación y apropiación de riqueza no derivó en nueva propiedad ni llevó a una distinta redistribución de riqueza, sino que volvieron a proveer el proceso para generar posteriores apropiaciones, mayor productividad y apropiación.
Dicho con otras palabras, la liberación de la fuerza laboral como proceso natural no quedó restringida a ciertas clases de la sociedad, y la apropiación no terminó con la satisfacción de necesidades y deseos; la acumulación de capital no llevó, por lo tanto, al estancamiento que tan bien conocemos por los ricos imperios anteriores a la Época Moderna, sino que se extendió por toda la sociedad e inició un continuo y creciente flujo de riqueza. Pero este proceso, que es el «proceso de la vida de la sociedad», como solía llamarlo Marx, y cuya capacidad de producir riqueza sólo cabe compararla con la fertilidad de los procesos naturales en los que la creación de un hombre y de una mujer bastaron para producir por multiplicación cualquier número dado de seres humanos, sigue sujeto al principio de la alienación del mundo, principio del que surgió; el proceso sólo puede continuar con tal que no se permita la interferencia de la duración y estabilidad mundanas, sólo mientras todas las cosas del mundo, todos los productos finales del proceso productivo, lo provean de nuevo a velocidad siempre creciente. Dicho con otras palabras, el proceso de acumulación de riqueza, tal como lo conocemos, estimulado por el proceso de la vida y a su vez estimulando la vida humana, sólo es posible si se sacrifican el mundo y la misma mundanidad del hombre.
La primera etapa de esta alienación se señaló por su crueldad, por el infortunio y miseria material que significó para un número constantemente incrementado de «pobres trabajadores», a quienes la expropiación desposeyó de la doble protección de la familia y de la propiedad, es decir, de la parte privada poseída por la familia en el mundo, que hasta la Época Moderna había albergado el proceso de la vida individual y la actividad laboral sujeta a sus necesidades. La segunda etapa se alcanzó cuando la sociedad se convirtió en el sujeto del nuevo proceso de la vida, como lo había sido antes la familia. La pertenencia a una clase social reemplazó a la protección previamente ofrecida por la familia, y la solidaridad social se convirtió en el muy eficaz sustituto de la anterior y natural solidaridad que regía a la unidad familiar. Más aún, la sociedad en conjunto, el «sujeto colectivo» del proceso de la vida, en modo alguno siguió siendo una entidad intangible, la «ficción comunista» requerida por la economía clásica; así como la unidad familiar se había identificado con la parte privadamente poseída del mundo, con su propiedad, la sociedad se identificó con una tangible, aunque colectivamente poseída, parte de propiedad, el territorio de la nación-estado, que hasta su decadencia en el siglo XX ofreció a todas las clases u n sustituto al hogar privadamente poseído, del que se había desprovisto a los pobres.
Las teorías orgánicas del nacionalismo, en especial en su versión centroeuropea, se basan en la identificación de la nación y las relaciones entre sus miembros con la familia y las relaciones familiares. Debido a que la sociedad pasa a ser el sustituto de la familia, se da por supuesto que la «sangre y el suelo» rigen las relaciones entre sus miembros; la homogeneidad de la población y su enraizamiento en el suelo de un determinado territorio se convirtieron en los requisitos de la nación-estado. No obstante, si bien este desarrollo mitigó sin duda alguna la crueldad y aflicción, apenas influyó en el proceso de expropiación y de alienación del mundo, puesto que la propiedad colectiva, estrictamente hablando, es una contradicción terminológica.
La decadencia del sistema europeo de nación-estado; la reducción geográfica y económica de la Tierra, de tal modo que la prosperidad y depresión tienden a convertirse en fenómenos de alcance mundial; la transformación de la humanidad, que hasta nuestro tiempo era un concepto abstracto o un principio-guía solamente para los humanistas, en una entidad realmente existente cuyos miembros situados en los puntos más distantes del globo necesitan menos tiempo para reunirse que el requerido hace una generación por los miembros de un mismo país, todo esto señala el comienzo de la última etapa de este desarrollo. Al igual que la familia y su propiedad fueron reemplazados por la pertenencia a una clase y por el territorio nacional, la humanidad comienza ahora a reemplazar a las sociedades nacionalmente ligadas, y la Tierra sustituye al limitado territorio del Estado. Cualquier cosa que sea lo que nos aporte el futuro, el proceso de la alienación del mundo, iniciado por la expropiación y que se caracteriza por un progreso siempre creciente de la riqueza, asumirá proporciones aún más radicales sí se le permite seguir su propia e inherente ley. Porque los hombres no pueden convertirse en ciudadanos del mundo como lo son de sus respectivos países, ni los hombres sociales poseer colectivamente como lo hace la familia con su propiedad privada. El auge de la sociedad acarreó la simultánea decadencia de la esfera pública y de la privada. Pero el eclipse de un mundo común público, tan crucial en la formación del solitario hombre de masas y tan peligroso en la formación de la mentalidad no mundana de los modernos movimientos ideológicos de las masas, comenzó con la pérdida mucho más tangible de una parte privadamente compartida del mundo.
36. El descubrimiento del punto de Arquímedes
«Desde que un niño nació en un pesebre, cabe dudar de si ha acontecido una cosa tan grande con tan pequeño revuelo». Con estas palabras Whitehead presenta a Galileo y al descubrimiento del telescopio en la etapa del «Mundo Moderno».[327] No hay exageración en dichas palabras. Como el nacimiento en un pesebre, que no significó el fin de la antigüedad, sino el comienzo de algo tan imposible de predecir e inesperadamente nuevo que ni la esperanza ni el temor podían haberlo anticipado, estas primeras miradas de tanteo al universo a través de un aparato, ajustado a los sentidos humanos y destinado a descubrir lo que de manera definitiva y permanente debía quedar fuera de su alcance, preparó el terreno a un mundo nuevo por completo y determinó el curso de otros acontecimientos que con mucho mayor alboroto iban a introducirse en el Mundo Moderno. Excepto para los numéricamente escasos, y de poca importancia política, especialistas —astrónomos, filósofos y teólogos—, el telescopio no produjo conmoción alguna; la atención del público se concentraba en las dramáticas demostraciones de Galileo sobre las leyes de caída de los cuerpos, que se consideraban como el comienzo de la moderna ciencia natural (aunque cabe dudar de si por sí mismas, sin ser transformadas posteriormente por Newton en la ley universal de la gravitación —que sigue siendo uno de los más grandiosos ejemplos de la moderna amalgama de astronomía y física—, hubieran llevado a la nueva ciencia por la senda de la astrofísica). Porque lo que diferenciaba más drásticamente el criterio del nuevo mundo no sólo del propio de la antigüedad o de la Edad Media, sino también de la gran sed de experiencia directa propia del Renacimiento, fue el dar por s-en do que la misma clase de fuerza exterior debe manifestarse en la caída de los cuerpos terrestres y en los movimientos de los celestes.
Más aún, la novedad del descubrimiento de Galileo quedó oscurecida por su estrecha relación con sus antecedentes y predecesores. No sólo las especulaciones filosóficas de Nicolás de Cusa y Giordano Bruno, sino también la imaginación matemáticamente adiestrada de los astrónomos, Copérnico y Kepler, habían desafiado el punto de vista finito y geocéntrico que los hombres compartían desde tiempo inmemorial. No fue Galileo, sino los filósofos, quienes abolieron la dicotomía entre una Tierra y un cielo sobre ésta, elevando a la Tierra, según su criterio, «al rango de las nobles estrellas» y hallándole un lugar en un universo eterno e infinito.[328] Y al parecer los astrónomos no necesitaban telescopio para afirmar que, contrariamente a la experiencia sensorial, no es el Sol el que se mueve alrededor de la Tierra, sino ésta la que gira alrededor del Sol. Si el historiador vuelve la vista hacia estos comienzos con toda la sabiduría y prejuicios de la intuición, se siente tentado a concluir que no era precisa ninguna confirmación empírica para abolir el sistema de Ptolomeo. Más bien lo que se necesitaba era el valor especulativo para seguir el antiguo y medieval principio de la simplicidad de la naturaleza —incluso si llevaba a la negación de toda experiencia sensorial— y la gran audacia de la imaginación de Copérnico, que le elevó de la Tierra y le capacitó para observarla como si fuera un habitante del Sol. Y el historiador se siente justificado en sus conclusiones cuando considera que los descubrimientos de Galileo estuvieron precedidos por un véritable retour à Archimède, efectivo desde el Renacimiento. La verdad es que resulta sugestivo que Leonardo lo estudiara con apasionado interés y que a Galileo se le pueda llamar su discípulo.[329]
Sin embargo, ni las especulaciones de los filósofos ni las imaginaciones de los astrónomos han constituido un acontecimiento. Antes de los descubrimientos telescópicos de Galileo, la filosofía de Giordano Bruno apenas atrajo la atención de los eruditos, y sin la confirmación que los hechos concedieron a la revolución de Copérnico, no sólo los teólogos sino todos los «hombres sensatos… la habrían considerado el insensato llamamiento… de una imaginación incontro1ada».[330] En la esfera de las ideas sólo hay originalidad y profundidad, ambas cualidades personales, pero no absoluta y objetiva novedad; las ideas van y vienen, tienen una permanencia, incluso una inmortalidad propia, que depende de su inherente poder de iluminación, el cual es y perdura independientemente del tipo y de la historia. Más aún, las ideas, a diferencia de los hechos, nunca carecen de precedente, y las especulaciones empíricamente no confirmadas sobre el movimiento de la Tierra alrededor del Sol carecían de precedente no menos que les ocurría a las teorías contemporáneas sobre los átomos si no tuvieran base en los experimentos y consecuencias en el mundo real.[331] Lo que Galileo hizo y que nadie había hecho antes fue emplear el telescopio de tal manera que los secretos del universo se entregaran a la cognición humana «con la certeza de la percepción de los sentidos»;[332] es decir, puso al alcance de la criatura atada a la Tierra y de su cuerpo sujeto a los sentidos lo que siempre había parecido estar más allá de sus posibilidades, abierto a lo sumo a las inseguridades de la especulación e imaginación.
Esta diferencia entre el sistema de Copérnico y los descubrimientos de Galileo fue perfectamente entendida por la Iglesia católica, que no puso objeciones a la teoría anterior a Galileo de un Sol inmóvil y una Tierra en movimiento mientras los astrónomos la emplearon como hipótesis conveniente para finalidades matemáticas; pero, como señaló el cardenal Bellarmino a Galileo, «probar que la hipótesis… salva las apariencias no es en modo alguno lo mismo que demostrar la realidad del movimiento de la Tierra».[333] Inmediatamente pudo verse lo atinado de esta observación por el repentino cambio de ánimo del mundo de la erudición tras la confirmación del descubrimiento de Galileo. A partir de entonces, brillaron por su ausencia el entusiasmo con que Giordano Bruno había concebido un universo infinito, y la pía exultación con que Kepler había contemplado al Sol, «el más excelente de todos los cuerpos del universo, cuya esencia completa no es más que pura luz» y que, por consiguiente, consideraba como el lugar más adecuado para que habitara «Dios y los benditos ángeles»,[334] y la más soberbia satisfacción de Nicolás de Cusa al ver finalmente a la Tierra en su elemento en el firmamento estrellado. Al «confirmar» a sus predecesores, Galileo estableció un hecho demostrable donde antes de él hubo inspiradas especulaciones. La inmediata reacción filosófica a esta realidad no fue la exultación, sino la duda cartesiana en la que se fundaba la moderna filosofía —esa «escuela de sospecha», como la calificó en cierta ocasión Nietzsche—, y que terminó en la convicción de que «sólo en el firme fundamento de la inexorable desesperación puede en adelante construirse con seguridad la morada del alma».[335]
Durante muchos siglos las consecuencias de este acontecimiento, de nuevo no diferente de las consecuencias de la Natividad, fueron contradictorias e inconclusas, e incluso hoy día el conflicto entre el propio acontecimiento y sus casi inmediatas consecuencias está lejos de haberse resuelto. Al auge de las ciencias naturales se le atribuye un aumento demostrable y cada vez más rápido del poder y conocimiento humanos; poco antes de la Época Moderna, la humanidad europea sabía menos que Arquímedes en el siglo III antes de J.C., mientras que los primeros quince años de nuestro siglo han sido testigos de descubrimientos más importantes que el conjunto de todos los siglos de historia registrada. Sin embargo, y con igual razón, se ha culpado al mismo fenómeno del apenas menos demostrable incremento de la desesperación humana o del nihilismo específicamente moderno que se ha extendido a más amplias zonas de la población, ambos con el significado aspecto de incluir a los propios científicos, cuyo bien fundado optimismo todavía se alzaba, en el siglo XIX, contra el también justificable pesimismo de los pensadores y poetas. El moderno punto de vista del mundo astrofísico, que comenzó con Galileo, y su desafío a la suficiencia de los sentidos para revelar la realidad, nos ha dejado un universo de cuyas cualidades sólo conocemos la manera en que afectan nuestros instrumentos de medida, y —según Eddington— «el anterior tiene tanta semejanza con el último como un número de teléfono con un abonado».[336] En lugar de cualidades objetivas en otros mundos encontramos instrumentos, y en vez de la naturaleza o el universo —copiamos las palabras de Heisenberg— el hombre sólo se encuentra consigo mismo.[337]
En nuestro contexto, la cuestión es que tanto la desesperación como el triunfo son inherentes al mismo acontecimiento. Si queremos enfocarlo con una perspectiva histórica, es como si el descubrimiento de Galileo probara con un hecho demostrable que el peor temor y la esperanza más presuntuosa de la especulación humana, el antiguo temor a que nuestros sentidos, nuestros propios órganos de recepción de la realidad, pudieran traicionarnos, y que el anhelo de Arquímedes de un punto exterior a la Tierra desde el que desequilibrar al mundo, sólo juntos pudieran realizarse, como si el deseo solamente se garantizase con tal que perdiéramos la realidad y el temor tuviera que acabarse sólo si se compensaba por la adquisición de poderes supramundanos. Porque cualquier cosa que hagamos hoy día en física —ya liberemos procesos de energía que por lo general sólo se dan en el Sol, o intentemos iniciar en un tubo de ensayo los procesos de la evolución cósmica, o penetremos con la ayuda de telescopios el espacio cósmico hasta dos e incluso seis billones de años luz, o construyamos máquinas para la producción y control de energías desconocidas en la naturaleza terrena, o alcancemos en los aceleradores atómicos velocidades que se aproximan a la de la luz, o produzcamos elementos que no se encuentran en la naturaleza, o dispersemos partículas radioactivas, creadas mediante el uso de la radiación cósmica— siempre manejarnos la naturaleza desde un punto del universo exterior a la Tierra. Sin encontrarnos realmente en el lugar en que Arquímedes quiso estar (dos moi pou stō), sujetos todavía a la Tierra por nuestra condición humana, hemos hallado una manera de actuar sobre la Tierra y en la naturaleza terrestre como si dispusiéramos de ella desde el exterior, desde el punto de Arquímedes. E incluso al riesgo de poner en peligro el proceso de la vida natural, exponemos la Tierra a fuerzas universales y cósmicas extrañas al entorno de la naturaleza.
Mientras estos logros no fueron anticipados por nadie, y mientras la mayor parte de las teorías actuales contradicen lisa y llanamente las formuladas durante los primeros siglos de la Época Moderna, este desarrollo sólo fue posible porque al principio la antigua dicotomía entre Tierra y cielo se abolió y se efectuó una unificación del universo, de manera que a partir de entonces nada de lo que ocurriera en la naturaleza terrestre se tuvo como simple acaecer terreno. Todos los hechos se consideraron ligados a una ley universalmente válida en el pleno sentido de la palabra, lo que significa, entre otras cosas, válida más allá del alcance de la experiencia del sentido humano (incluso de las experiencias sensoriales realizadas con la ayuda de los instrumentos más precisos), válida más allá de la memoria humana y de la aparición de la humanidad sobre la Tierra, válida incluso más allá del comienzo de la existencia de la vida orgánica y de la misma Tierra. Todas las leyes de la nueva ciencia astrofísica se formulan a partir del punto de Arquímedes, y este punto probablemente se encuentra mucho más lejos de la Tierra y ejerce sobre ella mucho más poder de lo que se atrevieron a pensar Arquímedes o Galileo.
Si hoy en día los científicos señalan que podemos asumir con igual validez que la Tierra gira alrededor del Sol o que éste lo hace alrededor de la Tierra, que ambos supuestos están en consonancia con los fenómenos observados y que la diferencia sólo estriba en el punto de referencia elegido, esto en modo alguno indica una vuelta a la posición del cardenal Bellarmino o de Copérnico, en la que los astrónomos trataban con simples hipótesis. Más bien significa que hemos trasladado el punto de Arquímedes un paso más lejos de la Tierra a un lugar del universo donde ni la Tierra ni el Sol son centros de un sistema universal. Significa que ni siquiera nos sentimos ligados al Sol, que nos movemos libremente en el universo, que elegimos nuestro punto de referencia donde sea conveniente para un propósito específico. Para los logros reales de la ciencia moderna este cambio del primitivo sistema heliocéntrico a otro sin centro fijo es, sin duda, tan importante como el cambio original desde el punto de vista del mundo geocéntrico al heliocéntrico. Sólo ahora nos hemos establecido como seres «universales», como criaturas que son terrenas no por naturaleza y esencia sino únicamente por la condición de estar vivas y que por consiguiente en virtud del razonamiento pueden superar esta condición no de manera especulativa sino real. No obstante, el general relativismo que resulta automáticamente del cambio del punto de vista de un mundo heliocéntrico a otro sin centro alguno —conceptualizado en la teoría de la relatividad de Einstein con su negación en que «en un definido instante presente toda la materia es simultáneamente real»[338] y la concomitante e implicada negación de que el Ser que aparece en tiempo y espacio posee una realidad absoluta— estaba ya contenido, o al menos precedido, en esas teorías del siglo XVII según las cuales el azul no es más que una «relación con el ojo que ve», y el peso una «relación de aceleración recíproca».[339] La ascendencia del relativismo moderno no está en Einstein sino en Galileo y Newton.
Lo que se introdujo en la Época Moderna no fue el antiguo deseo de los astrónomos de simplicidad, armonía y belleza, que hizo que Copérnico considerara las órbitas de los planetas desde el Sol en lugar de hacerlo desde la Tierra, ni el recién despertado amor del Renacimiento por la Tierra y el mundo, con su rebelión contra el racionalismo del escolasticismo medieval; este amor por el mundo fue, por eCc6ntrario, la primera víctima de la triunfal alienación del mundo de la Época Moderna. Fue más bien el descubrimiento, debido al nuevo instrumento, de que la imagen de Copérnico del «hombre viril que permanece en el Sol… mirando desde lo alto los planetas»[340] era mucho más que una imagen o un gesto, era una indicación de la asombrosa capacidad humana para pensar en términos del universo mientras seguía en la Tierra, y la quizás aún más asombrosa habilidad humana para usar las leyes cósmicas como principios-guía de la acción terrestre. Comparada con la alienación de la Tierra que sirve de base a todo el desarrollo de la ciencia natural en la Época Moderna, la retirada de la proximidad terrestre que encierra el descubrimiento del globo como un todo y la alienación del mundo producida en el doble proceso de expropiación y acumulación de riqueza son de menor significado.
En todo caso, mientras la alienación del mundo determinó el curso y desarrollo de la sociedad moderna, la alienación de la Tierra pasó a ser, y sigue siéndolo, la marca de contraste de la ciencia moderna. Bajo el signo de la alienación de la Tierra, toda ciencia, no sólo la física y natural, cambió tan radicalmente su íntimo contenido que cabe dudar de si existía algo semejante a la ciencia antes de la Época Moderna. Esto quizá se ve con mayor claridad en el desarrollo del más importante instrumento mental de la nueva ciencia, las invenciones de la moderna álgebra, mediante el cual las matemáticas «lograron liberarse de los grilletes de la espacialidad»,[341] es decir, de la geometría, que, como su nombre indica, depende de medidas y mediciones terrestres. Las matemáticas modernas liberaron al hombre de los grilletes de la experiencia sujeta a la Tierra y a su poder de cognición de los grilletes de la finitud.
Aquí el punto decisivo no estriba en que los hombres al comienzo de la Época Moderna creyeran con Platón en la estructura matemática del universo, ni que, una generación después, creyeran con Descartes que cierto conocimiento sólo es posible sí la mente maneja sus propias formas y fórmulas. Lo decisivo, es la completa y no platónica sujeción de la geometría al tratamiento algebraico, que revela el ideal moderno de reducir a símbolos matemáticos los movimientos y datos de la sensación terrena. Sin este simbólico lenguaje no espacial Newton no hubiera podido unificar en una sola ciencia a la física y la astronomía ni, para decirlo de otra manera, formular una ley de la gravedad en la que la misma ecuación sirviera para los movimientos de los cuerpos celestes y de los terrestres. Incluso entonces estaba claro que las matemáticas modernas, ya en un pasmoso desarrollo, habían descubierto la sorprendente facultad humana de captar en símbolos esas dimensiones y conceptos que a lo sumo habían sido pensados como negaciones y por lo tanto limitaciones de la mente, porque su inmensidad parecía trascender las mentes de los simples mortales, cuya existencia dura un tiempo insignificante y se halla ligada a un rincón no demasiado importante del universo. Más significativo aún que esta posibilidad —habérselas con entidades que no podía «ver» el ojo de la mente— era el hecho de que el nuevo instrumento mental, en este aspecto incluso más nuevo y significativo que todos los utensilios científicos que ayudó a proyectar, abrió el camino a una manera completamente original de enfocar en el experimento a la naturaleza. En el experimento el hombre se dio cuenta de su recién ganada liberación de los grilletes que le araban a la experiencia sujeta a la Tierra; en lugar de observar los fenómenos naturales tal como se le presentaban, colocó a la naturaleza bajo las condiciones de su propia mente, es decir, bajo las condiciones obtenidas a partir de un universal, astrofísico, cósmico punto de vista, exterior a la propia naturaleza.
Por esta razón las matemáticas se convirtieron en la ciencia guía de la Época Moderna, y este ascenso nada tenía que ver con Platón, quien consideraba a las matemáticas como la más noble de todas las ciencias, superada sólo por la filosofía, a la que nadie debería acercarse sin estar antes familiarizado con el mundo matemático de las formas ideales. Porque las matemáticas (es decir, la geometría) eran la introducción adecuada a ese firmamento de ideas en el que ni las meras imágenes (eidōla) y sombras, ni la materia perecedera, no podían ya interferir la aparición del ser eterno, en el que estas apariciones están seguras y salvas (sōzein ta phainomena), tan purificadas de la sensualidad y mortalidad humanas como del material perecedero. Sin embargo, las formas matemáticas e ideales no eran productos del intelecto, sino que se daban a los ojos de la mente como los datos sensoriales se daban a los órganos de los sentidos; y quienes estaban adiestrados a percibir lo que estaba oculto a los ojos, de la visión corporal y a la mente no preparada de la mayoría, captaban al verdadero ser, o más bien al ser en su verdadera apariencia. Con el auge de la modernidad, las matemáticas no sólo ampliaron su contenido y penetración en el infinito para hacerse aplicables a la inmensidad de un infinito e infinitamente creciente universo en expansión, sino que dejaron de interesarse por las apariencias. Ya no son el comienzo de la filosofía, de la «ciencia» del Ser en su verdadera apariencia, sino que se convierten en la ciencia de la estructura de la mente humana.
Cuando la geometría analítica de Descartes trataba el espacio y la extensión, la res extensa de la naturaleza y del mundo, de manera «que sus relaciones, por complicadas que sean, deben ser siempre expresables en fórmulas algebraicas», las matemáticas lograron reducir y verter todo lo que el hombre no es en modelos que son idénticos a las estructuras mentales humanas. Más aún, cuando la misma geometría analítica mostró «inversamente que las verdades numéricas… pueden representarse por entero espacialmente» se había desarrollado una ciencia física que para su cumplimiento no requería otros principios que los puramente matemáticos, y en esta ciencia el hombre podía moverse, arriesgarse en el espacio con la seguridad de que no encontrada nada que no fuera él mismo, nada que no pudiera reducirse a modelos presentes en él.[342] Ahora 1os fenómenos podían aprovecharse en la medida en que fuera posible reducirlos a un orden matemático, y esta operación matemática no sirve para preparar la mente del hombre para la revelación del verdadero Ser dirigiéndolo a las medidas ideales que aparecen en los datos dados sensorialmente, y servir, por el contrario, para reducir estos datos a la medida de la mente humana, que, dada la suficiente distancia, si es lo bastante remota y no comprometida, puede considerar y manejar la multitud y variedad de lo concreto de conformidad con SUS propios modelos y símbolos. Ya no son formas ideales reveladas al ojo de la mente, sino los resultados de apartar los ojos de la mente, no menos que los del cuerpo, de los fenómenos, de reducir todas las apariencias mediante la fuerza inherente a la distancia.
Bajo esta condición de lejanía, todo agrupamiento de cosas se transforma en simple multitud, y toda multitud, por desordenada, incoherente y confusa que sea, cae en ciertos modelos y configuraciones que poseen la misma validez y no mayor significado que la curva matemática que, según observó Leibniz, siempre puede encontrarse entre puntos colocados al azar en un trozo de papel. Porque sí «puede demostrarse que una trama matemática de cierta clase puede tejerse alrededor de cualquier universo que contenga varios objetos… entonces el hecho de que nuestro universo se preste a tratamiento matemático no es de gran significado filosófico».[343] La verdad es que no es una demostración de un inherente e inherentemente hermoso orden de la naturaleza ni ofrece una confirmación de la mente humana, de su capacidad para superar a los sentidos en perceptividad o de su adecuación como órgano para la recepción de la verdad.
La moderna reductio scientiae ad mathematicam ha superado al testimonio de la naturaleza observado muy de cerca por los sentidos humanos, de la misma manera que Leibniz superó el conocimiento del casual origen y caótica naturaleza del trozo de papel cubierto de puntos. Y la sensación de sospecha, ultraje y desesperación, que fue la primera y espiritualmente sigue siendo la consecuencia más duradera del descubrimiento de que el punto de Arquímedes no era vano sueño de perezosa especulación, no es diferente del ultraje sentido por un hombre que, habiendo observado con sus propios ojos cómo estos puntos se han colocado en el papel de manera arbitraria y sin previsión, se le demuestra y obliga a admitir que sus sentidos y poder de juicio le han traicionado y que lo que vio fue la evolución de una «línea geométrica cuya dirección está constante y uniformemente definida por una regla».[344]
37. Lo universal y la ciencia natural
Pasaron muchas generaciones y unos cuantos siglos antes de que se revelara el verdadero significado de la revolución de Copérnico y el descubrimiento del punto de Arquímedes. Sólo nosotros, y únicamente desde hace poco más de unas décadas, hemos llegado a vivir en un mundo determinado enteramente por una ciencia y una tecnología cuya verdad objetiva y conocimiento práctico derivan de leyes cósmicas y universales, a diferencia de las terrestres y «naturales», y en el que un conocimiento adquirido al seleccionar un punto de referencia exterior a la Tierra se aplica a la naturaleza terrena y al artificio humano. Hay una profunda zanja entre quienes sabían que la Tierra gira alrededor del Sol, que ninguno de los dos es el centro del universo, y que sacaban la conclusión de que el hombre había perdido su hogar y su privilegiada posición en la creación, y nosotros, que seguimos siendo y probablemente para siempre criaturas ligadas a la Tierra, dependientes del metabolismo con una naturaleza terrena, y que hemos hallado los medios para efectuar procesos de origen cósmico y posiblemente de cósmica dimensión. La línea distintiva entre la Época Moderna y el mundo en que vivimos cabe trazarla en la diferencia entre una ciencia que considera a la naturaleza desde un punto de vista universal y que de esta manera adquiere pleno dominio sobre ella, y una verdadera ciencia «universal» que conlleva procesos cósmicos incluso con el claro peligro de destruir a la naturaleza y, por consiguiente, el dominio que sobre ella tiene el hombre.
Claro está que en el presente lo primero que ocupa nuestras mentes es el enormemente acrecentado poder de destrucción del hombre, el hecho de que somos capaces de arrasar toda vida orgánica y muy probablemente, algún día, de destruir incluso la misma Tierra. Sin embargo, no es menos horrible y difícil de aceptar el correspondiente nuevo poder de creación, el hecho de que podemos producir nuevos elementos que no se encuentran en la naturaleza, que no solamente seamos capaces de especular sobre las relaciones entre masa y energía y su profunda identidad, sino que podamos también transformar la masa en energía o la radiación en materia. Al mismo tiempo, hemos comenzado a poblar el espacio que rodea a la Tierra con estrellas fabricadas por el hombre, creando, por así decirlo, nuevos cuerpos celestes en forma de satélites, y confiamos en que en un futuro no muy lejano podamos realizar lo que las épocas anteriores a la nuestra consideraron como el secreto más grande, más profundo y más sagrado de la naturaleza: la creación o recreación del milagro de la vida. Empleo deliberadamente la palabra «crear» para señalar que estamos haciendo lo que hasta ahora se consideraba prerrogativa de la acción divina.
Este pensamiento nos tacha de blasfemos, y aunque es blasfemo en todo marco de referencia filosófico o teológico de la tradición occidental u oriental, no lo es más que lo que hemos estado haciendo y aspiramos a realizar. El pensamiento pierde su carácter blasfemo en cuanto entendemos lo que Arquímedes comprendió tan perfectamente —aunque no supiera cómo alcanzar su punto exterior a la Tierra—, es decir, que sin importar la forma en que expliquemos la evolución de la Tierra, de la naturaleza y del hombre, su existencia se ha debido a alguna fuerza transmundana, «universal», cuyo trabajo ha de ser comprensible hasta el punto de imitación por alguien que es capaz de ocupar la misma posición. En último término sólo esta asumida situación en el universo exterior a la Tierra nos capacita para producir procesos que no se dan en la Tierra, que no desempeñan ningún papel en la estable materia, pero que son decisivos para crearla. En efecto, la astrofísica y no la geofísica, la ciencia «universal» y no la «natural», podrían haber penetrado los últimos secretos de la Tierra y de la naturaleza en la misma estructura de la cosa. Desde el punto de vista del universo, la Tierra no es más que un caso especial, y como tal puede entenderse; bajo este criterio no puede haber una fundamental distinción entre materia y energía, al ser ambas «sólo formas diferentes de la mismísima sustancia básica».[345]
Ya en Galileo, sin duda desde Newton, la palabra «universal» comenzó a adquirir un significado muy específico; quiere decir «válido más allá de nuestro sistema solar». Y algo similar ha ocurrido con otra palabra de origen filosófico, la palabra «absoluto», «movimiento absoluto» o «velocidad absoluta», con el significado de un tiempo, espacio, movimiento y velocidad que están presentes en el universo y que en comparación con los cuales el tiempo, espacio, movimiento o velocidad ligados a la Tierra son sólo «relativos». Todo lo que ocurre en la Tierra ha pasado a ser relativo desde que la relación de la Tierra con el universo se ha convertido en el punto de referencia de todas las mediciones.
Filosóficamente, parece que la habilidad del hombre para adoptar este punto de vista cósmico, universal, sin cambiar su posición es la más clara indicación de su origen universal, por así decirlo. Es como si ya no necesitáramos teología que nos diga que el hombre no es, no puede ser, de este mundo aunque en él pase su vida; y cabe que un día consideremos el antiguo entusiasmo de los filósofos por lo universal como la primera indicación, algo así como un presentimiento, de que llegaría un tiempo en que los hombres vivirían bajo las condiciones de la Tierra y a la vez podrían actuar sobre ella desde un punto exterior. (El problema consiste —o así lo parece ahora— en que si bien d hombre puede hacer cosas desde un punto de vista «universal», absoluto, lo cual siempre habían considerado imposible los filósofos, ha perdido su capacidad de pensar en términos universales, absolutos, cumpliendo y rechazando al mismo tiempo los modelos e ideales de la filosofía tradicional. En lugar de la antigua dicotomía entre Tierra y firmamento, tenemos otra entre hombre y universo, o entre las capacidades de la mente humana para comprender y las leyes universales que el hombre puede descubrir y manejar sin verdadera comprensión). Cualquiera que sean las recompensas y cargas de este futuro aún incierto, una cosa es segura: aunque afecte grandemente, quizás incluso de manera radical, al vocabulario y al contenido metafórico de las religiones existentes, no abolirá, ni suprimirá, ni siquiera desviará a lo desconocido, que es la región de la fe.
Mientras que la nueva ciencia, la ciencia del punto de Arquímedes, necesitó siglos y generaciones para desarrollar sus plenas potencialidades, y le costó unos dos siglos para el inicio del cambio en el mundo y el establecimiento de nuevas condiciones para la vida del hombre, la mente humana no tardó más de unas décadas, apenas una generación, para sacar ciertas conclusiones de los descubrimientos de Galileo y de la suposición y métodos empleados para realizarlos. La mente humana cambió en años o décadas tan radicalmente como el mundo humano en siglos; y mientras este cambio quedó restringido a los pocos que pertenecían a la más extraña de las sociedades modernas, la sociedad de los científicos y la república de las letras (la única que ha sobrevivido a todos los cambios de convicción y conflicto sin una revolución y sin olvidarse de «respetar al hombre cuyas creencias no se comparten»),[346] esta sociedad anticipó en muchos aspectos, por la pura fuerza de la imaginación adiestra da y controlada, el cambio radical de la mente del hombre moderno que sólo en nuestro tiempo pasó a ser una realidad políticamente demostrable.[347] Descartes no es menos padre de la filosofía moderna que Galileo es el antecesor de la ciencia moderna, y si bien es cierto que después del siglo XVII, y principalmente debido al desarrollo de la filosofía moderna, la ciencia y la filosofía se separaron más radicalmente que antes[348] —Newton fue casi el último en considerar sus propios esfuerzos como «filosofía experimental» y en ofrecer sus descubrimientos a la reflexión de «astrónomos y filósofos»,[349] de la misma manera que Kant fue el último filósofo que era también una especie de astrónomo y de científico natural—,[350] la filosofía moderna debe su origen y su curso exclusivamente más a específicos descubrimientos científicos que cualquier previa filosofía. Que esta filosofía, exacta equivalencia de un punto de vista hace tiempo · descartado del mundo científico, no haya quedado anticuada hoy día, no sólo se debe a la naturaleza de la filosofía que, si es auténtica, posee la misma permanencia y carácter duradero que las obras de arte, sino que en este caso particular se halla estrechamente relacionada a la evolución final de un mundo en el que las verdades, durante muchos años accesibles sólo a unos pocos, han pasado a ser realidades para todo el mundo.
Sería necio pasar por alto la casi demasiado precisa congruencia de la alienación del mundo del hombre moderno con el subjetivismo de la filosofía moderna, desde Descartes y Hobbes hasta el sensualismo, empirismo y pragmatismo ingleses, así como el idealismo y materialismo alemanes hasta el reciente existencialismo fenomenológico y el positivismo lógico o epistemológico. Pero también sería necio creer que lo que desvió la mente del filósofo de las viejas cuestiones metafísicas y la dirigió hacia una gran variedad de introspecciones —introspección en su aparato sensual o cognitivo, en su conciencia, en los procesos psicológicos y lógicos— fue un ímpetu surgido de un desarrollo autónomo de ideas, o, como variación del mismo enfoque, creer que nuestro mundo hubiera sido diferente si la filosofía se hubiera agarrado firmemente a la tradición. Como decíamos antes, no son las ideas, sino los hechos, los que cambian el mundo —el sistema heliocéntrico como idea es tan antiguo como la especulación de Pitágoras y tan persistente en nuestra historia como la tradición neoplatónica, sin que por eso haya cambiado el mundo o la mente humana—, y el autor del hecho decisivo de la Época Moderna es Galileo más que Descartes. Así lo entendía éste, y cuando se enteró del juicio y retractación de Galileo, por un momento estuvo tentado de quemar todos sus papeles, ya que «si el movimiento de la Tierra es falso, todas las bases de mi filosofía son también falsas».[351] Pero Descartes y los filósofos, al elevar lo ocurrido al nivel de firme pensamiento, señalaron con desigual precisión la enorme conmoción del hecho; anticiparon, al menos parcialmente, las perplejidades inherentes al nuevo punto de vista del hombre de las que los científicos no se preocuparon hasta que, en nuestra época, comenzaron a aparecer en su trabajo y a interferirse en sus propias pesquisas. Desde entonces, la curiosa discrepancia entre el carácter de la moderna filosofía, que desde el principio ha sido predominantemente pesimista, y el carácter de la ciencia moderna, que hasta fecha muy reciente ha sido alegremente optimista, se ha superado. Parece que queda poca alegría en ambas.
38. El auge de la duda cartesiana
La filosofía moderna comenzó con el de omnibus dubitandum est de Descartes, con la duda, pero no con la duda como control inherente a la mente humana para protegerse de las decepciones del pensamiento y de las ilusiones de los sentidos, ni como escepticismo ante los prejuicios y morales de los hombres y de los tiempos, ni siquiera como método crítico de la investigación científica y de la especulación filosófica. La duda cartesiana es de alcance mucho más amplio y de intención demasiado fundamental para determinarla con tan concretos contenidos. En el pensamiento y la filosofía modernos, la duda ocupa la misma posición central que durante siglos ocupó el thaumazein griego; la extrañeza de que todo sea como es. Descartes fue el primero en conceptualizar esta duda moderna, que tras él se convirtió en el evidente e inaudible motor que ha movido todo pensamiento, en el invisible eje a cuyo alrededor se ha centrado todo el pensar. Lo mismo que, desde Platón y Aristóteles hasta la Época Moderna, la filosofía conceptual, en sus representantes mejores y más auténticos, había sido la articulación de la admiración, así la filosofía moderna desde Descartes ha consistido en las articulaciones y ramificaciones de la duda.
La duda cartesiana, en su radical y universal significación, fue originariamente la respuesta a una nueva realidad, no menos real por haber estado restringida durante siglos al pequeño y políticamente insignificante círculo de especialistas y eruditos. Los filósofos comprendieron en seguida que los descubrimientos de Galileo no implicaban un mero desafío al testimonio de los sentidos y que ya no era la razón la que, como en Aristarco y Copérnico, había «cometido tal violación de sus sentidos», en cuyo caso los hombres sólo habrían necesitado elegir entre sus facultades y dejar que la innata razón se convirtiera en «la querida de su credulidad».[352] No era la razón, sino un aparato construido por el hombre, el telescopio, el que cambiaba el punto de vista sobre el mundo físico; no eran la contemplación, la observación y la especulación las que llevaban al nuevo conocimiento, sino la intervención activa del homo faber, su capacidad de fabricar. Dicho con otras palabras, el hombre estuvo engañado mientras confió en que la realidad y la verdad se revelarían a sus sentidos y a su razón con tal de que se mantuviera fiel a lo que veía con los ojos del cuerpo y de la mente. La antigua oposición entre verdad sensorial y racional, entre la inferior capacidad de verdad de los sentidos y la superior de la razón, palidecía ante este desafío, ante la obvia implicación de que ni la verdad ni la realidad se dan, de que ninguna de ellas aparece como es, y que sólo la supresión de las apariencias puede ofrecer una esperanza de lograr el verdadero conocimiento.
El grado en que la razón y la fe en ésta no depende de las percepciones aisladas de los sentidos, cada una de las cuales puede ser una ilusión, sino del indiscutible supuesto de que los sentidos como un todo —mantenidos juntos y gobernados por el sentido común, el sexto y más elevado sentido— ajustan al hombre a la realidad que le rodea, se descubrió entonces. Si el ojo humano traiciona al hombre a tal extremo que muchas generaciones creyeron engañosamente que el Sol gira alrededor de la Tierra, entonces ya no es posible mantener por más tiempo la metáfora de los ojos de la mente; ésta se basaba, aunque implícitamente e incluso cuando se empleaba en oposición a los sentidos, en una esencial confianza en la visión corporal. Si el Ser y la Apariencia se separan para siempre, y esto es —como señaló Marx— el supuesto básico de toda la ciencia moderna, a la fe no le quedó nada para tomar a su cargo; hay que dudar d todo. Fue como si se hubiera convertido en verdad la predicción de Demócrito en el sentido de que una victoria de la mente sobre los sentidos sólo podría terminar en la derrota de la mente, con la diferencia de que ahora la lectura de un aparato parecía haber obtenido una victoria tanto sobre la mente como sobre los sentidos.[353]
La característica sobresaliente de la duda cartesiana es su universalidad, el hecho de que nada, ni pensamiento ni experiencia, puede escapar a ella. Tal vez nadie ha explorado sus verdaderas dimensiones con mayor honestidad que Kierkegaard cuando saltó —no a partir de la razón, como creía, sino de la duda— a la creencia, con lo que llevó la duda al propio corazón de la religión moderna.[354] Su universalidad se extiende desde el testimonio de los sentidos hasta el testimonio de la razón y de la fe debido a que esta duda reside fundamentalmente en la pérdida de la propia evidencia, y todo pensamiento había partido siempre de lo que es evidente en y por sí mismo, evidente no sólo para el pensador, sino para todo el mundo. La duda cartesiana no sólo dudó de que el entendimiento humano puede no abrirse a toda verdad o que la visión humana puede no ser capaz de verlo todo, sino también de que para el entendimiento humano la inteligibilidad no constituye en absoluto una demostración de verdad, de la misma manera que la visibilidad no constituye en modo alguno prueba de realidad. Esta duda pone en cuestión que exista la verdad, y descubre de este modo que el concepto tradicional de verdad, basado en la percepción sensorial o en la razón o en la creencia en la revelación divina, se había basado en el doble supuesto de que lo que verdaderamente existe aparece espontáneamente y que las capacidades humanas son adecuadas para captarlo.[355] Que la verdad se revela a si misma fue credo común de la antigüedad pagana y hebrea, de la filosofía cristiana y secular. Ésta es la razón por la que la moderna filosofía atacó con tanta vehemencia —con una violencia que bordeaba el odio— a la tradición, despachando sumariamente el entusiasmo renacentista sobre el descubrimiento de la antigüedad.
La acerbidad de la duda de Descartes se comprende perfectamente si uno considera que los nuevos descubrimientos asestaban un golpe aún más desastroso a la confianza humana en el mundo y en el universo de lo que indicaba la tajante separación del ser y de la apariencia. Porque la relación entre estos dos ya no es estática como lo había sido el escepticismo tradicional, como si las apariencias ocultaran y encubrieran a un ser verdadero que escapara siempre a la observación del hombre. Por el contrario, este Ser es tremendamente activo y vigoroso: crea sus propias apariencias, aunque dichas apariencias son engañosas. Cualquier cosa que captan los sentidos del hombre es realizada por fuerzas secretas e invisibles, y si mediante ciertos ingeniosos instrumentos esas fuerzas se cogen in fraganti en vez de descubrirlas —como se atrapa a un animal o se coge a un ladrón—, resulta que este Ser tremendamente eficaz es de tal naturaleza que sus revelaciones deben ser ilusiones y las conclusiones sacadas de su apariencia han de ser engaños.
La filosofía de Descartes está acosada por dos pesadillas que en cierto sentido se convirtieron en las pesadillas de toda la Época Moderna, no porque esta época estuviera profundamente influenciada por la filosofía cartesiana, sino porque su emergencia era casi ineludible en cuanto se entendieron las verdaderas implicaciones del punto de vista del Mundo Moderno. Estas pesadillas son muy simples y muy bien conocidas. En una de ellas se duda de la realidad del mundo y de la vida humana; si no se puede confiar en los sentidos, ni en la razón, ni en el sentido común, cabe perfectamente que todo lo que consideremos realidad sólo sea un sueño. La otra se refiere a la general condición humana tal como fue revelada por los nuevos descubrimientos y a la imposibilidad por parte del hombre de confiar en sus sentidos y su razón; bajo estas circunstancias parece mucho más probable que un mal espíritu, un dieu trompeur, intencionada y malévolamente traicione al hombre que no que ese dios sea el gobernante del universo. La consumada perversidad de este espíritu malo consistiría en haber creado a un ser que, si bien tiene el concepto de verdad, es incapaz de alcanzar verdad alguna, de estar seguro de algo.
Este último punto, la cuestión de la certeza, iba a ser decisivo en el desarrollo de la moralidad moderna. Lo que se perdió en la Época Moderna no fue la aptitud por la verdad, la realidad, la fe, ni la concomitante e inevitable aceptación del testimonio de los sentidos y de la razón, sino la certeza que anteriormente iba con ellas. En la religión no fue la creencia en la salvación o en el más allá lo que inmediatamente se perdió, sino la certitudo salutis, y esto ocurrió en todos los países protestantes en los que la caída de la Iglesia católica había eliminado la última institución ligada a la tradición que, donde su autoridad no fue desafiada, se mantuvo entre el choque de la modernidad y las masas de creyentes. De la misma manera que la inmediata consecuencia de esta pérdida de certeza fue un nuevo celo para hacer el bien en esta vida como si fuera un período más largo de prueba,[356] así la pérdida de la certeza en la verdad terminó en un nuevo y sin precedente celo por la veracidad, como si el hombre pudiera permitirse el lujo de ser un embustero sólo cuando estaba seguro de la existencia no desafiada de la verdad y de la realidad objetiva, que sin duda sobreviviría y derrotaría a todas sus mentiras.[357] El radical cambio que sufrieron los modelos morales en el primer siglo de la Época Moderna se inspiró en las necesidades e ideales de su más importante grupo de hombres, los nuevos científicos; y las modernas virtudes cardinales —éxito, industria y veracidad— son al mismo tiempo las más grandes virtudes de la ciencia moderna.[358]
Las sociedades ilustradas y las reales academias pasaron a ser centros moralmente influyentes donde los científicos estaban organizados con el fin de encontrar caminos y medios con los que atrapar a la naturaleza mediante experimentos e instrumentos, de tal modo que ésta se viera obligada a rendir sus secretos. Y esta gigantesca tarea, sólo adecuada al esfuerzo colectivo de las mentes, prescribió las normas de conducta y los nuevos modelos de juicio. Si antiguamente la verdad residió en la especie de «teorías» que desde los griegos significó la mirada contemplativa del espectador interesado en —y que recibía— la realidad que se revelaba ante él, ahora la cuestión del éxito se impuso y la prueba de la «teoría» se convirtió en prueba «práctica», funcionara o no funcionara. La teoría pasó a ser hipótesis, y el éxito de la hipótesis se convirtió en verdad. Sin embargo, este importante modelo de éxito no depende de consideraciones prácticas o de desarrollos técnicos que pueden ir o no acompañados de específicos descubrimientos científicos. El criterio del éxito es inherente a la misma esencia y progreso de la ciencia moderna, completamente al margen de su aplicabilidad. Aquí d éxito no es el vacío ídolo en que degeneró en la sociedad burguesa; era, y sigue siéndolo en las ciencias, un verdadero triunfo de la inventiva humana sobre las abrumadoras desigualdades.
La solución cartesiana de la duda universal o su salvación de las dos pesadillas interrelacionadas —que todo es sueño y no existe la realidad y que no es Dios, sino un mal espíritu, quien gobierna el mundo y se burla del hombre— fue similar en método y contenido al desviarse de la verdad a la veracidad y de la realidad a la confiabilidad. La convicción de Descartes de que «aunque nuestra mente no es la medida de las cosas o de la verdad, sin duda debe ser la medida de las cosas que afirmamos o negamos»,[359] es un eco de lo que habían descubierto los científicos en general y sin articulación explícita: que incluso si no existe la verdad, el hombre puede ser verdadero, e incluso si no hay certeza confiable, el hombre puede ser digno de confianza. Si había salvación, tenía que radicar en el propio hombre, y si existía una solución a las cuestiones planteadas por la duda, tenía que proceder del dudar. Si todo se ha hecho dudoso, al menos la duda es cierta y real. Cualquiera que sea el estado de la realidad y de la verdad tal como se dan a los sentidos y a la razón, «nadie puede dudar de su duda y permanecer inseguro de si duda o no duda».[360] El famoso cogito ergo sum (pienso, luego existo) no le surgió a Descartes de una autocerteza de pensamiento como tal —en cuyo caso el pensamiento habría adquirido una nueva dignidad y significado para el hombre—, sino que era una mera generalización de un dubito ergo sum.[361] Dicho con otras palabras, de la mera certeza lógica de que al dudar de algo conozco un proceso de duda en mi conciencia, Descartes sacó la conclusión de que esos procesos que prosiguen en la mente del hombre tienen una certeza por sí mismos, que pueden convertirse en el objeto de la investigación en la introspección.
39. La introspección y la pérdida del sentido común
En realidad, la introspección, no la reflexión de la mente del hombre sobre el estado de su alma o cuerpo, sino el puro interés cognitivo de la conciencia por su propio contenido (y ésa es la esencia de la cogitatio cartesiana, en la que cogito siempre significa cogito me cogitare), debe producir certeza, ya que aquí sólo queda implicado lo que la mente ha producido por sí misma; nadie a excepción del productor del producto se ha interferido, el hombre no hace frente a nada ni a nadie sino a sí mismo. Mucho antes de que las ciencias físicas y naturales comenzaran a preguntarse si el hombre es capaz de enfrentarse, conocer y comprender algo que no sea él, la moderna filosofía se había cerciorado de que en la introspección el hombre sólo se interesa por sí mismo. Descartes creía que la certeza producida por este nuevo método de introspección era la certeza del yo soy.[362] Dicho con otras palabras, el hombre lleva su certeza, la de su existencia, dentro de él; el puro funcionamiento de la conciencia, aunque no puede asegurar una realidad mundana dada a los sentidos y a la razón, confirma fuera de duda la realidad de las sensaciones y del razonamiento, es decir, la realidad de los procesos que se dan en la mente. Éstos no son diferentes a los procesos biológicos que se desarrollan en el cuerpo y de cuya realidad, cuando se les conoce, queda uno convencido. Puesto que incluso los sueños son reales, ya que presuponen un soñador y un sueño, el mundo de la conciencia es bastante real. La única dificultad radica en que de la misma manera que sería imposible inferir del conocimiento de los procesos corporales el verdadero aspecto de cualquier cuerpo, incluyendo el propio, resulta también imposible alcanzar a partir de la mera conciencia de las sensaciones, en la que uno siente sus sentidos y en la que incluso el objeto sentido pasa a ser parte de la sensación, la realidad con sus formas, aspectos, colores y constelaciones. El árbol visto puede ser lo suficientemente real para la sensación de la visión, de igual modo que el árbol soñado es lo suficientemente real para el soñador mientras dura el sueño, pero ninguno de los dos puede convertirse en árbol verdadero.
Partiendo de estas perplejidades, Descartes y Leibniz tuvieron que demostrar no la existencia de Dios, sino Su bondad, el primero demostrando que ningún mal espíritu gobierna el mundo y se burla del hombre, y el otro que este mundo, incluido el hombre, es el mejor de los mundos posibles. La característica de estas justificaciones exclusivamente modernas, desde Leibniz conocidas como teodiceas, es que la duda no se interesa por la existencia de un ser más elevado, que se da ya por sentado, sino por su revelación, tal como se da en la tradición bíblica, y por sus intenciones con respecto al hombre y al mundo, o más bien por la adecuación de la relación entre hombre y mundo. De estas dos, la duda de que la Biblia o la naturaleza contiene la revelación divina es cosa natural, u na vez que se ha demostrado que la revelación como tal, el descubrimiento de la realidad a los sentidos y de la verdad a la razón, no es garantía para ninguno de los dos. Sin embargo, la duda sobre la bondad de Dios, la noción de un dieu trompeur, surgió de la misma experiencia de la decepción inherente a la aceptación del nuevo punto de vista del mundo, decepción cuya acerbidad radica en su irremediable repetición, ya que ningún conocimiento sobre la naturaleza heliocéntrica de nuestro sistema planetario puede cambiar el hecho de que todos los días se ve al Sol circundar la Tierra, levantándose y poniéndose en su lugar predeterminado. Sólo cuando se comprendió que, de no haber sido por la casual aparición del telescopio, el hombre quizá se hubiera mantenido en el engaño para siempre, los designios de Dios se hicieron inescrutables; cuanto más aprendía el hombre sobre el universo, menos entendía las intenciones y propósitos por los que había sido creado. La bondad del Dios de las teodiceas es, por lo tanto, estrictamente la cualidad de un deus ex machina; la bondad inexplicable es en esencia la última cosa que salva a la realidad en la filosofía de Descartes (la coexistencia de mente y extensión, res cogitans y res extensa), como salva la preestablecida armonía entre el hombre y el mundo en la filosofía de Leibniz.[363]
La verdadera ingeniosidad de la introspección cartesiana, y de ahí la razón de que esta filosofía fuera tan importante para el desarrollo espiritual e intelectual de la Época Moderna, radica en que empleó la pesadilla de la no-realidad como recurso para sumergir todos los objetos mundanos en la corriente de la conciencia y de sus procesos. El «árbol visto» hallado en la conciencia median te la introspección ya no es el árbol dado por la vista y el tacto, entidad en sí misma con un inalterable e idéntico aspecto propio. Al ser elaborado en un objeto de conciencia al mismo nivel que una cosa meramente recordada o por completo imaginaria, pasa a ser parte integrante de este proceso, de esa conciencia, es decir, lo que uno conoce solamente como una corriente siempre en movimiento. Quizá nada preparó mejor nuestras mentes para la final disolución de la materia en energía, de los objetos en un remolino de casos atómicos, que esa disolución de la realidad objetiva en los estados subjetivos de la mente o, más bien, en los procesos subjetivos mentales. En segundo lugar, y esto aún fue de mayor pertinencia en las etapas iniciales de la Época Moderna, el método cartesiano de asegurar la certeza sobre la duda universal correspondió más precisamente a la más obvia conclusión que iba a extraerse de la nueva ciencia física: aunque no se puede conocer la verdad como algo dado y revelado, el hombre puede al menos conocer lo que hace. Esto se convirtió en la actitud más generalmente aceptada de la Época Moderna, y dicha convicción, más que la duda subyacente, empujó a una generación tras otra durante más de trescientos años a caminar con paso siempre acelerado por la senda de los descubrimientos y del desarrollo.
La razón cartesiana se basa por entero «en la implícita asunción de que la mente sólo puede conocer lo que ha producido y retiene en cierto sentido dentro de sí».[364] Por lo tanto, su ideal más elevado debe ser el conocimiento matemático tal como lo entiende fa Época Moderna, es decir, no el conocimiento de formas ideales dadas fuera dela mente, sino de formas producidas por una mente que en este caso particular ni siquiera necesitó el estímulo —o, más bien, la irritación— de los sentidos por objetos distintos a ella misma. Esta teoría la califica Whitehead como «el resultado del sentido común en retirada».[365] Porque el sentido común, que en otro tiempo babia sido el que ajustaba a. · los otros sentidos, con sus sensaciones íntimamente privadas, en el mundo común, al igual que la visión ajustaba al hombre al mundo visible, se convirtió en una facultad interior sin relación con el mundo. Se le llamó sentido común simplemente porque era común a todos. Lo que entonces tienen en común los hombres no es el mundo, sino la estructura de sus mentes, y ésta no pueden tenerla en común, estrictamente hablando; sólo su facultad de razonamiento puede ser común a todos.[366] El hecho de que, planteado el problema de saber qué suman dos más dos, la respuesta de todos sea la misma, cuatro, en adelante se convierte en el modelo de razonamiento del sentido común.
La razón, en Descartes no menos que en Hobbes, pasa a ser «consciente de las consecuencias», de la facultad de deducir y sacar conclusiones, es decir, un proceso que el hombre puede en todo momento desencadenar dentro de sí mismo. La mente de este hombre —para seguir en la esfera de las matemáticas— ya no considera que «dos más dos son cuatro» como una ecuación en la que dos términos se equilibran en una evidente armonía, sino que entiende dicha ecuación como expresión de un proceso en el que dos más dos se convierten en cuatro con el fin de generar posteriores procesos de suma que finalmente llevarán al infinito. La Época Moderna califica a esta facultad como razonamiento del sentido común; es el juego de la mente consigo misma, que se da cuando ésta se cierra a toda realidad y únicamente se «siente» a sí misma. Los resultados de este juego son «verdades» apremiantes porque la estructura de las mentes de dos hombres se supone que no difiere más que el aspecto de sus respectivos cuerpos. Cualquier diferencia que haya es una diferencia de fuerza mental, que puede probarse y medirse como si fuera un caballo de fuerza. Aquí la vieja definición del hombre como animal rationale adquiere terrible precisión: desprovistos del sentido mediante el cual los cinco sentidos animales del hombre se ajustan al mundo común de todos los hombres, los seres humanos no son más que animales capaces de razonar, «de tener en cuenta las consecuencias».
La perplejidad inherente al descubrimiento del punto de Arquímedes fue y sigue siendo el hecho de que el punto situado fuera de la Tierra lo encontrara una criatura sujeta a la Tierra, quien en cuanto intentó aplicar su criterio del mundo universal a su real medio ambiente vio que no sólo vivía en un mundo diferente, sino también trastornado. La solución cartesiana a esta perplejidad fue trasladar el punto de Arquímedes al interior del propio hombre,[367] elegir como último punto de referencia el modelo de la mente humana, la cual manifiesta b realidad y certeza en un entramado de fórmulas matemáticas que son sus propios productos. Aquí la famosa reductio scientiae ad mathematicam permite reemplazar lo que se da sensualmente por un sistema de ecuaciones matemáticas en el que todas las relaciones reales se disuelven en lógicas relaciones entre símbolos hechos por el hombre. Dicho reemplazo permite a la ciencia moderna cumplir su «tarea de producir» los fenómenos y objetos que desea observar.[368] Y se da por supuesto que ni Dios ni un espíritu maligno pueden cambiar el hecho de que dos más dos sean cuatro.
40. El pensamiento y el punto de vista del mundo moderno
El traslado cartesiano del punto de Arquímedes a la mente del hombre, si bien capacitó al hombre a llevarlo, por así decirlo, dentro de sí dondequiera que fuera, liberándose por completo de la realidad dada —es decir, de la condición humana de ser habitante de la Tierra—, quizá nunca ha sido tan convincente como la duda universal de la que surgió y que se suponía iba a disipar.[369] De todos modos, hoy día encontramos en las dudas que asaltan a los científicos en medio de sus mayores triunfos las mismas pesadillas que han obsesionado a los filósofos desde el comienzo de la Época Modera. Dicha pesadilla está presente en el hecho de que una ecuación matemática, como la de masa y energía —que originalmente se destinó únicamente a salvar los fenómenos, a estar de acuerdo con los hechos observables que también podían explicarse de modo diferente, al igual que los sistemas de Ptolomeo y de Copérnico diferían originalmente sólo en sencillez y armonía—, se presta a una conversión muy real de masa en energía y viceversa, de modo que la «conversión» matemática implícita en toda ecuación corresponde en la realidad a la convertibilidad; se halla presente en el misterioso fenómeno de haber encontrado los sistemas de matemáticas no euclidianas sin premeditación de aplicabilidad ni siquiera de significado empírico antes de que alcanzara su sorprendente validez en la teoría de Einstein; y aún es más turbadora en la inevitable conclusión de que «la posibilidad de tal aplicación debe mantenerse abierta a todo, incluso a las más remotas construcciones de las matemáticas puras».[370] Si fuera cierto que todo un universo, o más bien cualquier número de universos completamente diferentes, cobraran existencia y «demostraran» cualquier modelo construido por la mente humana, el hombre podría, por un momento, regocijarse en una reafirmación de la «preestablecida armonía entre las matemáticas puras y la física»,[371] entre mente y materia, entre el hombre y el universo. Pero será difícil evitar la sospecha de que este mundo matemáticamente preconcebido sea un mundo de ensueño en el que toda soñada visión que produce el hombre sólo tiene el carácter de realidad mientras dura el ensueño. Y las sospechas aumentarán al descubrir que los hechos y casos que acaecen en lo infinitamente pequeño, en el átomo, siguen las mismas leyes y regularidades que se dan en lo infinitamente grande, en los sistemas planetarios.[372] Lo que esto parece indicar es que si investigamos la naturaleza desde el punto de vista de la astronomía recibimos sistemas planetarios, mientras que si realizamos nuestras investigaciones astronómicas desde el punto de vista de la Tierra obtenemos sistemas geocéntricos, es decir, terrestres.
En todo caso; dondequiera que intentamos trascender la apariencia más allá de toda experiencia sensual, incluso con ayuda de aparatos, con el fin de captar los secretos esenciales del Ser, que según nuestro punto de vista del mundo físico se halla tan oculto que nunca aparece y al mismo tiempo es tan poderoso que produce toda apariencia, encontramos que los mismos modelos rigen al macrocosmos y el microcosmos, que los aparatos registran las mismas lecturas. Aquí, una vez más, cabe que nos recreemos en una reencontrada unidad del universo para caer luego en la sospecha de que tal vez lo que hemos encontrado nada tiene que ver con el macrocosmos o el microcosmos, que sólo tratamos con modelos de nuestra mente, la que diseñó los aparatos y puso a la naturaleza bajo sus condiciones en el experimento —que prescribió sus leyes a la naturaleza, según la frase de Kant—, en cuyo caso es como si nos halláramos en manos de un espíritu maligno que se buda de nosotros y frustra nuestra sed de conocimiento, de tal modo que al buscar lo que no somos, encontramos solamente los modelos de nuestra propia mente.
La duda cartesiana, lógicamente la más razonable y cronológicamente la consecuencia más inmediata del descubrimiento de Galileo, fue acallada durante siglos por el ingenioso desplazamiento del punto de Arquímedes al interior del propio hombre, al menos en lo que respecta a la ciencia natural. Pero la «matematización» de la física, mediante la que se realizó la absoluta renuncia de los sentidos en favor del conocimiento, tuvo en sus últimas etapas la inesperada y sin embargo razonable consecuencia de que toda cuestión que el hombre plantea a la naturaleza se contesta en términos matemáticos a los que no puede adecuarse ningún modelo, puesto que uno tendría que estar ahormado según nuestras experiencias sensoriales.[373] En este punto, la conexión entre pensamiento y experiencia de los sentidos, inherente a la condición humana, parece cobrarse su venganza: si bien la tecnología demuestra la «verdad» de los conceptos más abstractos de la ciencia moderna, sólo demuestra que el hombre siempre puede aplicar los resultados de su mente, que sea cual sea el sistema que emplee para la explicación de los fenómenos naturales siempre podrá adoptarlo como principio-guía para hacer y actuar. Esta posibilidad estaba latente incluso en el comienzo de las modernas matemáticas, cuando resultó que las verdades numéricas podían traducirse plenamente en relaciones espaciales. Si, por lo tanto, la ciencia actual apunta en su perplejidad a logros técnicos para «probar» que tratamos con un «auténtico orden» dado en la naturaleza,[374] parece que ha caído en un círculo vicioso, que cabe formular así: los científicos formulan sus hipótesis para disponer sus experimentos y luego usan dichos experimentos para comprobar sus hipótesis; durante toda esta actividad está claro que tratan con una naturaleza hipotética.[375]
Dicho con otras palabras, el mundo del experimento siempre parece capaz de convertirse en una realidad hecha por el hombre, y esto, que acrecienta el poder del hombre para hacer y actuar, incluso para crear un mundo, mucho más allá de lo que cualquier época anterior se atrevió a imaginar en sueños y fantasías, por desgracia hace retroceder una vez más al hombre —y ahora de manera más enérgica— a la cárcel de su propia mente, a las limitaciones de los modelos que él mismo creó. En el momento en que desea lo que todas las épocas anteriores lograron, es decir, experimentar la realidad de lo que no es, encontrará que la naturaleza y el universo «se le escapan» y que un universo construido a partir del comportamiento de la naturaleza en el experimento y de acuerdo con los principios que el hombre puede traducir técnicamente en una realidad laborante carece de posible representación. La novedad aquí no es que existan cosas de las que no podernos formar una imagen —tales «cosas» fueron siempre conocidas y entre ellas se contaba, por ejemplo, el «alma»—, sino que las cosas materiales que vemos y representamos y que nos sirvieron para juzgar las cosas inmateriales cuyas imágenes no podemos formar son también «inimaginables». Con la desaparición del mundo sensualmente dado, desaparece también el mundo trascendente, y con él la posibilidad de trascender el mundo material en concepto y pensamiento. Por lo tanto, no es sorprendente que el nuevo universo no sea sólo «prácticamente inaccesible, sino ni siquiera pensable», ya que, «por mucho que lo pensemos, es falso; quizá no tan falto de significado como un “círculo triangular”, pero mucho más que un “león alado”».[376]
La universal duda cartesiana ha alcanzado ahora al corazón de la propia ciencia física; porque la huida hacia la mente del hombre está cerrada si resulta que el moderno universo físico no sólo no se presenta, lo que es natural bajo el supuesto de que ni la naturaleza ni el Ser se revelan a los sentidos, sino que además es inconcebible, impensable en términos de puro razonamiento.
41. La inversión de la contemplación y de la acción
Quizá la más importante de las consecuencias espirituales de los descubrimientos de la Época Moderna y, al mismo tiempo, la única que pudo evitarse, puesto que seguía muy de cerca al descubrimiento del punto de Arquímedes y al concomitante auge de la duda cartesiana, haya sido la inversión del orden jerárquico entre la vita contemplativa y la vita activa.
Para atender el carácter apremiante de los motivos que llevaran a dicha inversión es necesario ante todo librarnos del prejuicio común que atribuye el desarrollo de la ciencia moderna, debido a su aplicabilidad, al deseo pragmático de mejorar las condiciones de la vida humana en la Tierra. Es un hecho histórico que la moderna tecnología no se origina en la evolución de esos utensilios que el hombre había diseñado con el doble propósito de facilitar sus labores y crear el artificio humano, sino exclusivamente en una búsqueda no práctica de conocimiento inútil. Así, el reloj, uno de los primeros instrumentos modernos, no se inventó pensando en fines prácticos, sino de modo exclusivo con el elevado propósito «teórico» de realizar ciertos experimentos sobre la naturaleza. No cabe duda de que este invento, en cuanto se vio su utilidad práctica, cambió el ritmo y la fisonomía de la vida humana; pero desde el punto de vista de los inventores, el resultado fue simple incidente. Si sólo hubiéramos confiado en el llamado instinto práctico del hombre, no cabría hablar de ninguna clase de tecnología, y, aunque en la actualidad los inventos técnicos ya existentes llevan cierto impulso que posiblemente generará mejoras hasta un cierto punto, no es probable que nuestro mundo técnicamente condicionado sobreviva, y mucho menos que se desarrolle, si nos convencemos de que el hombre es primordialmente un ser práctico.
Al margen de lo que ocurra, la experiencia fundamental de la inversión de la contemplación y de la acción fue precisamente que la sed de conocimientos del hombre sólo podía saciarse si confiaba en la inventiva de sus manos. No se trataba de que la verdad y el conocimiento ya no eran importantes, sino de que sólo se podían alcanzar mediante la «acción» y no por la contemplación. Un aparato, el telescopio, construido por las manos del hombre, obligó finalmente a la naturaleza, o más bien al universo, a entregar sus secretos. Las razones para confiar en el hacer y desconfiar de la contemplación u observación aún se hicieron más convincentes tras los resultados de las primeras investigaciones. Separados el ser y la aparición y dado por supuesto que la verdad ya no se presentaba, no se revelaba al ojo mental del observador, surgió una verdadera necesidad de buscar la verdad tras las apariencias engañosas. Nada podía ser menos digno de confianza para adquirir conocimientos y aproximarse a la verdad que la observación pasiva o la mera contemplación. Para estar en lo cierto había que cerciorarse, y para conocer había que hacer. Sólo podía alcanzarse la certeza del conocimiento bajo una doble condición: primera, que el conocimiento sólo se relacionara con lo que uno había hecho —de modo que, al tratar con entidades autorrealizadas de la mente, su ideal se convirtió en el conocimiento matemático—, y segunda, que el conocimiento fuera de tal naturaleza que sólo pudiera comprobarse mediante nueva acción.
Desde entonces la verdad científica y la filosófica se separaron; la primera no sólo no necesitaba ser eterna, sino ni siquiera comprensible o adecuada a la razón humana. Pasaron muchas generaciones de científicos antes de que la mente del hombre se atreviera a enfrentarse por entero a esta implicación de la modernidad. Si la naturaleza y el universo son productos de un hacedor divino, y si la mente humana es incapaz de entender lo que el hombre no ha hecho por sí mismo, no cabe que el hombre confíe en aprender algo sobre la naturaleza que pueda entender. Quizá pueda, mediante la inventiva, averiguar e incluso imitar los esquemas de los procesos naturales, pero eso no significa que dichos esquemas tengan sentido para él: no tienen que ser necesariamente inteligibles. En realidad, ninguna supuesta revelación divina suprarracional y ninguna supuestamente abstrusa verdad filosófica ha ofendido tan notoriamente a la razón humana como ciertos resultados de la ciencia moderna. Cabe decir con Whitehead: «El cielo sabe qué aparente tontería puede el día de mañana quedar como demostrada verdad».[377]
El cambio ocurrido en el siglo XVII fue mucho más radical de lo que es capaz de indicar una simple inversión del tradicional orden establecido entre la contemplación y la acción. Estrictamente hablando, la inversión afectó solamente a la relación entre pensamiento y acción, mientras que la contemplación, en el sentido original de contemplar la verdad, fue eliminada por completo. Porque pensamiento y contemplación no son lo mismo. Tradicionalmente, el pensamiento se concibió como d camino más directo e importante que llevaba a la contemplación de la verdad. Desde Platón, y probablemente desde Sócrates, el pensamiento se entendió como el diálogo interior con el que uno habla consigo (eme emautō, en los diálogos de Platón); y aunque este diálogo carece de toda manifestación externa e incluso requiere un cese más o menos completo de las demás actividades, constituye por sí mismo un estado grandemente activo. Su inactividad externa está claramente separada de la pasividad, de la completa quietud, en la que la verdad se revela finalmente al hombre. El escolasticismo medieval, que consideró a la filosofía como la asistenta de la teología, podía muy bien haber recurrido a Platón y a Aristóteles; ambos, si bien en un contexto muy diferente, consideraron este proceso de pensamiento dialogal como el medio para preparar al alma y llevar a la mente a la contemplación de la verdad más allá del pensamiento y del discurso, una verdad que es arrbēton, incapaz de comunicarse mediante palabras, como señala Platón,[378] o está más allá del discurso, como en Aristóteles.[379]
La inversión de la Época Moderna consistió, pues, en elevar la acción al rango de contemplarla como el estado más elevado del ser humano, como si en adelante la acción fuera el significado último en virtud del cual tenía que interpretarse la contemplación, al igual que, hasta ese tiempo, todas las actividades de la vita activa se habían juzgado y justificado en la medida en que hacían posible la vita contemplativa. La inversión afectó sólo al pensamiento, que a partir de entonces fue el sirviente de la acción como ésta había sido la ancilla theologiae, la asistenta de la contemplación de la verdad divina en la filosofía medieval y la asistenta de la contemplación de la verdad del Ser en la filosofía antigua. La propia contemplación se vació de significado.
El carácter radical de esta inversión está un tanto oscurecido por otra clase de inversión, con la que es frecuentemente identificada y que, desde Platón, ha dominado la historia del pensamiento occidental. Quien lea la alegoría de la caverna en la República de Platón a la luz de la historia griega comprenderá en seguida que el periagōgē, el giro que Platón exige al filósofo equivale en realidad a una inversión del orden del mundo homérico. No es la vida tras la muerte, como en el Hades homérico, sino la vida corriente en la Tierra la que se localiza en una «caverna», en un averno; el alma no es la sombra del cuerpo, sino que éste es la sombra del alma, y el movimiento sin sentido, fantasmal, que atribuye Homero a la existencia sin vida del alma en el Hades tras la muerte, se atribuye ahora a las acciones sin sentido de los hombres que no abandonan la caverna de la existencia humana para contemplar las ideas eternas visibles en el firmamento.[380]
En este contexto, sólo me importa el hecho de que la tradición platónica de pensamiento tanto filosófico como político comenzó con una inversión, y que esta original inversión determinó en gran medida los modelos de pensamiento en los que cayó casi automáticamente la filosofía occidental en cualquier lugar donde no estuvo animada por un gran y original ímpetu filosófico. La filosofía académica ha estado desde entonces dominada por las inacabables inversiones de idealismo y materialismo, de trascendentalismo e inmanentismo, de realismo y nominalismo, de hedonismo y ascetismo, etcétera. Lo que aquí importa es la invertibilidad de todos estos sistemas, que se puedan poner hacia arriba o hacia abajo en cualquier momento de la historia sin requerir acontecimientos históricos o cambios en los elementos estructurales. Los propios conceptos siguen siendo lo mismo cualquiera que sea el lugar donde se les coloque en los varios órdenes sistemáticos. En cuanto Platón logró hacer invertibles estos conceptos y elementos estructurales, las inversiones dentro del curso de la historia intelectual ya no necesitaron más que la experiencia puramente intelectual, experiencia dentro del marco del pensamiento conceptual. Estas inversiones comenzaron ya en la tardía antigüedad con las escuelas filosóficas y siguen siendo parte de la tradición occidental. La misma tradición, el mismo juego intelectual con emparejadas antítesis rige, en cierto grado, las famosas inversiones modernas de las jerarquías espirituales, tal como el vuelco de Marx a la dialéctica hegeliana o la revolución nietzscheana de lo sensual y natural en contraste con lo supersensual y supernatural.
La inversión que tratamos aquí, la consecuencia espiritual de los descubrimientos de Galileo, aunque se ha interpretado frecuentemente en función de las inversiones tradicionales y por consiguiente como integrante de la historia occidental de las ideas, es de naturaleza diferente por completo. La convicción de que la verdad objetiva no se le da al hombre y de que sólo puede conocer lo que él mismo hace, no es resultado del escepticismo sino de un descubrimiento demostrable, y por lo tanto no lleva a la renuncia sino a la actividad redoblada o a la desesperación. La pérdida del mundo de la moderna filosofía, cuya introspección descubrió la conciencia como el sentido interior con el que uno siente sus sentidos y que consideró como la única garantía de la realidad, es diferente no solamente en grado de la antigua sospecha de los filósofos hacia el mundo y los otros con quienes comparten dicho mundo; el filósofo ya no pasa del mundo de la engañosa caducidad a otro de verdad eterna, sino que se aleja de ambos y se adentra en sí mismo. Lo que descubre en la región del yo interior no es una imagen cuya permanencia pueda contemplarse, sino por el contrario el movimiento constante de las percepciones sensuales y la no menos constante actividad de la mente. Desde el siglo XVII la filosofía ha logrado los mejores y menos disputados resultados al investigar, mediante un supremo esfuerzo de autoinspección, los procesos de los sentidos y de la mente. En este aspecto, la mayor parte de la filosofía moderna es teoría del conocimiento y psicología, y en los pocos casos en que hombres como Pascal, Kierkegaard y Nietzsche dieron plena realidad a las potencialidades del método de introspección cartesiano, cabe decir que los filósofos experimentaron consigo mismo de manera no menos radical e incluso quizá más valerosa que lo hicieron los científicos con la naturaleza.
Por mucho que admiremos el valor y respetemos la extraordinaria inventiva de los filósofos a la largo de la Época Moderna, apenas puede negarse que su influencia e importancia decreció más que nunca hasta entonces. No fue en el pensamiento medieval, sino en el moderno, donde la filosofía pasó a desempeñar un segundo e incluso tercer papel. Después de que Descartes basó su propia filosofía en los descubrimientos de Galileo, la filosofía pareció condenada a ir siempre un paso por detrás de los científicos y de sus descubrimientos cada vez más asombrosos, cuyos principios se ha esforzado arduamente en descubrir ex post facto y adecuar en alguna interpretación total de la naturaleza del conocimiento humano. Como tal, la filosofía no ha sido necesaria a los científicos, quienes creían —al menos hasta nuestra época— que no necesitaban sirvienta, y menos aún una que «llevara la antorcha delante de su agradable señora» (Kant). Los filósofos se convirtieron en epistemólogos, preocupándose por una teoría total de la ciencia que los científicos no necesitaban, o bien pasaron a ser lo que Hegel deseaba que fueran: órganos del Zeitgeist, portavoces que expresaron con conceptual claridad el talante general de la época. En ambos casos, consideraran la naturaleza o la historia, intentaron entender y arreglarse con lo que ocurría sin ellos. Sin duda alguna, la filosofía sufrió más debido a la modernidad que cualquier otro campo del esfuerzo humano, y resulta difícil decir si sufrió más por el ascenso casi automático de la actividad a una dignidad del todo inesperada y sin precedentes, o debido a la pérdida de la verdad tradicional, es decir, del concepto de verdad en que se basaba nuestra tradición.
42. La inversión dentro de la vita activa y la victoria del homo faber
Hacer y fabricar, prerrogativas del homo faber, fueron las primeras actividades de la vita activa que ascendieron al puesto ocupado anteriormente por la contemplación. Dicho ascenso fue bastante natural, ya que las actividades del hombre como fabricante de utensilios llevaba a la revolución moderna. A partir de entonces, todo el progreso moderno ha estado muy íntimamente ligado al desarrollo cada vez más refinado de la manufactura de útiles e instrumentos. A manera de ejemplo cabe decir que si bien los experimentos de Galileo sobre la caída de los cuerpos pesados podrían haberse realizado en cualquier momento histórico con tal de que los hombres se hubieran sentido inclinados a buscar la verdad por medio de los experimentos, el de Michelson con el interferómetro a finales del siglo XIX no se basa sólo en su «genio experimental», sino que «requirió el avance de la tecnología», y por lo tanto «no pudo hacerse antes de cuando se hizo».[381]
No fue únicamente el conjunto de instrumentos —y de ahí la ayuda que el hombre solicitó de1 homo faber para adquirir conocimientos— lo que hizo ascender a estas actividades desde su humilde puesto en la jerarquía de las capacidades humanas. Aún más decisivo fue el factor de hacer y fabricar presente en el propio experimento, que produce sus fenómenos de observación y que por consiguiente depende desde el principio de la capacidad productiva del hombre. El empleo del experimento con el fin de adquirir conocimientos era ya la consecuencia de la convicción de que uno sólo puede saber lo que él mismo ha hecho, ya que esta convicción significaba que cabía aprender sobre las cosas no hechas por el hombre y ello mediante el cálculo e imitación de los procesos que dan existencia a esas cosas. El muy discutido cambio de acentuación en la historia de la ciencia de las viejas preguntas sobre la existencia de algo o las causas de ella, al modo como cobró existencia es consecuencia directa de dicha convicción, y su respuesta sólo puede hallarse en el experimento. Éste repite el proceso natural como si el propio hombre estuviera a punto de hacer objetos a partir de la naturaleza, y aunque en las primeras etapas de la Época Moderna ningún científico responsable podía sospechar el alcance de la capacidad humana para «fabricar» naturaleza, no obstante, enfocó a ésta desde el punto de vista de Quien la creó, y eso no por razones prácticas de aplicabilidad técnica, sino de manera exclusiva por la razón «teórica» de que la certeza del conocimiento no podía obtenerse de otro modo: «Dadme materia y construiré un mundo a partir de ella, es decir, dadme materia y os demostraré cómo a partir de ella se desarrolló un mundo».[382] Estas palabras de Kant muestran en sustancia la moderna mezcla de hacer y conocer, como si se hubieran necesitado unos cuantos siglos de conocer la manera de hacer a manera de aprendizaje para preparar al hombre moderno a hacer lo que deseaba saber.
Productividad y creatividad, que iban a convertirse en los ideales más elevados e incluso en los ídolos de la Época Moderna en sus fases iniciales, son modelos inherentes al homo faber, al hombre como constructor y fabricante. Sin embargo, existe otro elemento y quizá más significativo en la versión moderna de estas facultades. El cambio del «qué» y «por qué» al «cómo» implica que los verdaderos objetos de conocimiento ya no pueden ser cosas o movimientos eternos; sino que han de ser proceso, y que por lo tanto el objeto de la ciencia no es ya la naturaleza o el universo, sino la historia, el relato de la manera de cobrar existencia, de la naturaleza o de la vida o del universo. Mucho antes de que la Época Moderna desarrollara su conciencia histórica y de que el concepto de historia se hiciera dominante en la filosofía moderna, las ciencias naturales se habían desarrollado en disciplinas históricas, hasta que en el siglo XIX añadieron a la física y química, a la zoología y botánica, las nuevas ciencias de la geología o historia de la Tierra, biología o historia de la vida, antropología o historia de la vida humana, y, generalmente, la historia natural. En todos estos casos, el desarrollo, concepto clave de las ciencias históricas, pasó a ser también el concepto central de las ciencias físicas. La naturaleza, debido a que sólo podía conocerse en procesos que la inventiva humana, el ingenio del homo faber, podía repetir y rehacer en el experimento, se convirtió en un proceso,[383] y todas las cosas particulares derivaron su significado de sus funciones en el proceso total. En lugar del concepto de Ser encontrarnos ahora el concepto de Proceso. Y de la misma manera que por su propia naturaleza el Ser aparece y así se revela, el Proceso por su propia naturaleza permanece invisible, es algo cuya existencia sólo puede inferirse a partir de la presencia de ciertos fenómenos. Originariamente este proceso fue el de fabricación que «desaparece en el producto», y se basó en la experiencia del homo faber, quien sabía que un proceso de producción precede necesariamente a la existencia real de todo objeto.
Esta insistencia en el proceso de fabricación o en considerar toda cosa como resultado de un proceso de fabricación es sumamente característica del homo faber y de su esfera de experiencia, mientras que es nuevo el exclusivo acento que puso en ello la Época Moderna a costa de todo interés por las cosas, por los propios productos. Esto trasciende la mentalidad del hombre en su doble cualidad de creador de útiles y fabricante, para quien, por el contrario, el proceso de producción o el desarrollo, fueran más importantes que el fin, el producto acabado. La razón de este cambio de acentuación es evidente: el científico sólo fabricaba con el fin de saber, no para producir cosas, y el producto era un subproducto, un efecto secundario. Incluso hoy en día todos los verdaderos científicos estarán de acuerdo en que la aplicabilidad técnica de lo que hacen es un simple subproducto de su esfuerzo.
El pleno significado de esta inversión de medios y fines estuvo latente mientras predominó el punto de vista del mundo mecanicista, el punto de vista del homo faber por excelencia. Este enfoque encontró su teoría más razonable en la famosa analogía de la relación entre la naturaleza y Dios con la existente entre el reloj y el relojero. Lo destacable de nuestro contexto no es tanto que la idea de Dios del siglo XVIII estuviera formada a imagen del homo faber como que en este caso el carácter de proceso de la naturaleza era aún limitado. Aunque todas las cosas particulares de carácter natural se habían ya sumido en el proceso a partir del cual habían cobrado existencia, la naturaleza como un todo no era aún un proceso, sino el más o menos estable producto final de un divino hacedor. La imagen del reloj y del relojero es tan apropiada precisamente porque contiene la noción del carácter de un proceso de naturaleza —representado por los movimientos del reloj— y la noción de ser todavía un objeto intacto, proporcionada por la imagen del propio reloj y de su fabricante.
Es importante recordar que la específica sospecha moderna hacia la capacidad receptora de la verdad que tiene el hombre, la desconfianza de lo dado, y de ahí la nueva confianza en el hacer y la introspección inspirada en la esperanza de que en la conciencia humana habría una esfera donde coincidieran el saber y el producir, no surgieron directamente del descubrimiento del punto de Arquímedes en el universo, fuera de la Tierra. Fueron más bien las necesarias consecuencias que dicho descubrimiento tuvo para el descubridor, en cuanto que éste seguía siendo una criatura atada a la Tierra. Esta estrecha relación de la mentalidad moderna con la reflexión filosófica implica naturalmente que la victoria del homo faber no podía quedar restringida al empleo de nuevos métodos en las ciencias naturales, al experimento y la «matematización» de la investigación científica. Una de las consecuencias más razonables que cabía derivar de la duda cartesiana era el abandono de todo intento de comprender a la naturaleza y, en general, de conocer sobre las cosas no producidas por el hombre, y volverse exclusivamente hacía las cosas cuya existencia se debía al hombre. Esta argumentación hizo que Vico trasladara su atención de la ciencia natural a la historia, que a su entender era la única esfera donde el hombre podía lograr cierto conocimiento, debido precisamente a que en dicha disciplina sólo trataba con los productos de la actividad humana.[384] El descubrimiento moderno de la historia y de la consciencia histórica no debió uno de sus mejores impulsos al nuevo entusiasmo por la grandeza del hombre, por sus actos y sufrimientos ni a la creencia de que el significado de la existencia humana podía encontrarse en la historia de la humanidad, sino a la desesperación de la razón humana, que sólo parecía adecuada cuando se confrontaba con los objetos hechos por el hombre.
Anteriores al moderno descubrimiento de la historia, si bien estrechamente relacionados con él en sus impulsos, se hallan los intentos del siglo XVII de formular nuevas filosofías políticas o, más bien, de inventar los medios e instrumentos con los que «hacer un animal artificial… llamado Commonwealth o Estado».[385] Tanto en Hobbes como en Descartes «el principal móvil fue la duda»,[386] y el método elegido para establecer el «arte del hombre», mediante el cual haría y gobernaría su propio mundo como «Dios ha hecho y gobierna al mundo» por el arte de la naturaleza, es también la introspección, «leer en sí mismo», ya que esta lectura le mostrará «la similitud de los pensamientos y pasiones de un hombre con los pensamientos y pasiones de otro». También aquí las reglas y modelos con los que construir y juzgar la más humana de las obras de arte[387] humanas no se hallan fuera del hombre, no son algo que los hombres tengan en común en una realidad mundana captada por los sentidos o por la mente. Se encuentran más bien en el interior del hombre, abiertas solamente a la introspección, de modo que su validez se basa en la asunción de que «no… los objetos de las pasiones», sino las propias pasiones, son las mismas en todo espécimen de la especie humana. Volvemos a encontrar la imagen del reloj, esta vez aplicada al cuerpo humano y luego usada para los movimientos de las pasiones. El establecimiento de la Commonwealth, la creación humana de «un hombre artificial» significa construir un «autómata [una máquina] que se mueva por medio de muelles y ruedas como lo hace un reloj».
Dicho con otras palabras, el proceso que, como vimos, invadió las ciencias naturales mediante el experimento, mediante el intento de imitar en condiciones artificiales el proceso de «fabricación» por el que una cosa natural cobraba existencia, sirve igualmente o incluso mejor que el principio de la acción en la esfera de los asuntos humanos. Porque aquí los procesos de vida interior, hallados en las pasiones mediante la introspección, pueden convertirse en los modelos y normas para la creación de la vida «automática» de ese «hombre artificial» que es «el gran Leviatán». Los resultados obtenidos con la introspección, único método que posiblemente puede ofrecer cierto conocimiento, se hallan en la naturaleza de los movimientos: sólo los objetos de los sentidos permanecen tal como son, preceden y sobreviven al acto de la sensación; sólo los objetos de las pasiones son permanentes y fijos en la medida en que no son devorados por el logro de algún apasionado deseo; sólo los objetos del pensamiento, aunque nunca el propio pensamiento, se encuentran más allá del movimiento y de lo perecedero. Por lo tanto, los procesos, y no las ideas, los modelos y formas de las cosas que van a ser, se convierten en guía de las actividades fabricadoras del homo faber en la Época Moderna.
El intento de Hobbes de introducir los nuevos conceptos de fabricar y calcular en la filosofía política —o, más bien, su intento de aplicar las recién descubiertas aptitudes de fabricar a la esfera de los asuntos humanos— fue de suma importancia; el racionalismo moderno como se le conoce corrientemente, con el asumido antagonismo de la razón y de la pasión, nunca ha encontrado un representante más claro y firme. No obstante, fue precisamente en la esfera de los asuntos humanos donde se halló deficiente a la nueva filosofía, ya que por su propia naturaleza no podía entender ni siquiera creer en la realidad. La idea de que sólo lo que voy a fabricar será real —perfectamente cierta y legítima en la esfera de la fabricación— queda para siempre vencida por el curso real de los acontecimientos, donde lo que ocurre con más frecuencia es lo totalmente inesperado. Actuar en forma de fabricación, razonar en forma de «tener en cuenta las consecuencias», significa omitir lo inesperado, el propio hecho, ya que sería irrazonable o irracional esperar lo que no es más que una «infinita improbabilidad». Puesto que el hecho constituye el propio tejido de la realidad en la esfera de los asuntos humanos, en la que lo «totalmente improbable ocurre regularmente», es muy poco realista no tenerlo en cuenta, es decir, no tener en cuenta algo con lo que nadie puede contar con seguridad. La filosofía política de la Época Moderna, cuyo máximo representante sigue siendo Hobbes, zozobra en la perplejidad de que el moderno racionalismo es irreal e irracional el realismo moderno, lo cual no es más que otra manera de decir que la realidad y la razón humana se han separado. La gigantesca empresa hegeliana de reconciliar espíritu con realidad (den Geist mit der Wirklichkeit zu versöhnen), reconciliación que es la mayor preocupación de todas las teorías modernas de la historia, se basó en la intuición de que la razón moderna se fue a pique en la roca de la realidad.
El hecho de que la alienación del Mundo Moderno fuera lo bastante radical para extenderse incluso a la más mundana de las actividades humanas, al trabajo y la reificación, a la fabricación de cosas y a la construcción de un mundo, diferencia las actitudes y evaluaciones modernas de las tradicionales de manera más aguda de lo que podría indicar una simple inversión de contemplación y acción, de pensamiento y acción. La ruptura con la contemplación no se consumó con la elevación del hombre fabricante a la posición que anteriormente ocupaba el hombre contemplador, sino con la introducción del concepto de proceso en la fabricación. Comparado con esto, resulta de menor importancia la nueva y asombrosa disposición del orden jerárquico en la vita activa, en la que la fabricación pasó a ocupar el rango que antes tenía la acción política. Ya vimos que esta jerarquía fue denegada, aunque no de manera expresa, en el comienzo de la filosofía política por la arraigada sospecha de los filósofos ante la política en general y la acción en particular.
El asunto es algo confuso, ya que la filosofía política griega sigue el orden establecido por la polis aun cuando le es hostil; pero en sus obras estrictamente políticas (a las que hay que volver si se desea conocer sus pensamientos más profundos), Platón tiende al igual que Aristóteles a invertir la relación entre trabajo y acción en favor del primero. Así, Aristóteles, al debatir en su Metafísica las diferentes clases de conocimiento, coloca la dianoia y la epistēmē praktikē, el discernimiento práctico y la ciencia política, en el puesto más bajo de su orden, y sitúa por encima a la ciencia de la fabricación, la epistēmē poiētikē, que inmediatamente precede y guía a la theoria, la contemplación de la verdad.[388] El motivo de esta predilección en la filosofía no es la sospecha políticamente inspirada de la acción, sino la filosóficamente mucho más apremiante de que la contemplación y la fabricación (theōria y poiēsis) tienen una afinidad interna y no se hallan en la misma inequívoca oposición entre si como la contemplación y la acción. La cuestión decisiva de la similitud, al menos en la filosofía griega, fue que la contemplación se consideró que también era un elemento inherente a la fabricación, puesto que el trabajo del artesano se guiaba por la «idea», el modelo qué contemplaba antes de que comenzara: el proceso de fabricación y después de que terminara, y dicho modelo le indicaba lo que debía hacer y luego le capacitaba para juzgar el producto acabado.
Históricamente, la fuente de esta contemplación, descrita por vez primera en la escuela socrática, es al menos doble. Por una parte, se halla en obvia y consistente relación con el famoso argumento platónico, citado por Aristóteles, de que el thaumazein, el pasmo ante el milagro del Ser, es el comienzo de toda filosofía.[389] Me parece muy probable que este argumento platónico sea resultado inmediato de una experiencia, quizá la más asombrosa, ofrecida por Sócrates a sus discípulos: la repetida visión del maestro vencido de repente por sus pensamientos y absorto en un estado de perfecta inmovilidad durante muchas horas. No parece menos probable que este pasmo fuera en esencia silencioso, es decir, que su verdadero contenido fuera intraducible en palabras. Esto explicaría al menos por qué Platón y Aristóteles, que mantenían que el thaumazein era el comienzo de la filosofía, estaban también de acuerdo —a pesar de tantos y tan decisivos desacuerdos— en que cierto estado de mutismo, el esencialmente mudo estado de contemplación, era el fin de la filosofía. De hecho, theōria no es más que otra palabra para designar thaumazein; la contemplación de la verdad a la que finalmente llega el filósofo es el mudo pasmo, filosóficamente purificado, con el que empezó.
Hay, sin embargo, otro aspecto de esta cuestión, que se muestra más articulado en la doctrina de las ideas de Platón, tanto en su contenido como en su terminología y ejemplos. Éstos se basan en las experiencias del artesano, quien ve ante su ojo interno la forma del modelo con arreglo al cual fabrica su objeto. Para Platón, este modelo, que la artesanía sólo puede imitar pero no crear, no es producto de la mente humana, sino algo que se le da. Como tal posee un grado de durabilidad y excelencia que no se realiza y que, por el contrario, se deteriora en su materialización a través del trabajo de las manos del hombre. El trabajo hace perecedero y daña la excelencia de lo que permaneció eterno mientras fue objeto de la mera contemplación. Por lo tanto, la actitud apropiada con respecto a los modelos que guían al trabajo y a la fabricación, es decir, con respecto a las ideas platónicas, es dejarlas tal como son y se presentan al ojo interno de la mente. Si el hombre renuncia a su capacidad para el trabajo y no hace nada, puede contemplarlas y de este modo participar de su eternidad. En este aspecto la contemplación es por entero diferente al embelesado estado de pasmo con el que el hombre responde al milagro del Ser. Es y sigue siendo parte integrante de un proceso de fabricación aun cuando se haya divorciado de todo trabajo y de toda acción; la contemplación del modelo, que ahora ya no guía a ninguna acción, se prolonga y disfruta en su propio provecho.
En la tradición filosófica, esta segunda clase de contemplación pasó a ser la predominante. Por lo tanto, la inmovilidad que en el estado de mudo pasmo no es más que un resultado incidental e inintencionado de la concentración, se convierte en la condición y principal característica de la vita contemplativa. No es el pasmo el que sojuzga y arroja al hombre a la inmovilidad, sino que, mediante el cese consciente de la actividad, de la actividad de fabricar, se alcanza el estado contemplativo. Al leer las fuentes medievales sobre las delicias de la contemplación, parece como si los filósofos hubieran querido cerciorarse de que el homo faber atendía a su llamada, dejaba caer sus brazos y comprendía finalmente que su mayor deseo, el deseo de permanencia e inmortalidad, no podía lograrse por medio de la acción, sino únicamente al comprender que lo hermoso y eterno no puede fabricarse. En la filosofía platónica, el mudo pasmo, el comienzo y el fin de la filosofía, junto con el amor del filósofo hacia lo eterno y el deseo del artesano por la permanencia e inmortalidad, los impregna recíprocamente hasta que son casi indiferenciados. Sin embargo, el hecho de que el mudo pasmo del filósofo parecía ser una experiencia reservada a muy pocos, mientras que la mirada contemplativa del artesano era conocida por muchos, pesaba en favor de una contemplación derivada fundamentalmente de las experiencias del homo faber. Ya pesaba en Platón, quien sacó sus ejemplos de la esfera de la fabricación puesto que estaban más próximos a una experiencia humana más general, e incluso pesó más donde, como en la cristiandad medieval, se requería de todo el mundo cierta clase de contemplación y meditación.
Así, pues, no fue primordialmente el filósofo y el mudo pasmo filosófico los que moldearon el concepto y práctica de la contemplación y de la vita activa, sino más bien el homo faber disfrazado; el hombre hacedor y fabricante, cuya tarea es violentar a la naturaleza con el fin de construir un permanente hogar para sí, fue persuadido a renunciar a la violencia y a toda actividad, a dejar las cosas como son, y a buscar su hogar en la morada contemplativa situada en la vecindad de lo imperecedero y eterno. El homo faber se convenció de realizar este cambio de actitud debido a que conocía por propia experiencia la contemplación y algunas de sus delicias; no necesitó un completo cambio de ánimo, una verdadera periagōgē, una radical mudanza. Lo único que tuvo que hacer fue dejar caer los brazos y prolongar indefinidamente el acto de contemplar el eidos, el eterno modelo y forma que antes había querido imitar y cuya excelencia y belleza sabía ahora que podía estropear mediante cualquier intento de reificación.
Aunque el desafío moderno a la prioridad de la contemplación sobre cualquier clase de actividad había volteado el orden establecido entre fabricación y contemplación, no por eso dejó de permanecer en el marco tradicional. No obstante, dicho marco se amplió cuando en el modo de entender la fabricación el énfasis pasó del producto y del permanente modelo-guía al proceso de fabricación, de la pregunta de qué es una cosa y qué clase de cosa debía producirse a la pregunta de cómo y con qué medios y procesos había cobrado realidad y podía reproducirse. Esto implicaba que ya no se creía que la contemplación condujera a la verdad y que aquélla había perdido su posición en la vita activa y, por consiguiente, en la esfera de la común experiencia humana.
43. La derrota del homo faber y el principio de felicidad
Si se consideran solamente los acontecimientos que llevaron a la Época Moderna y se reflexiona en las inmediatas consecuencias del descubrimiento de Galileo, que debió de impresionar a las grandes mentes del siglo XVII con la fuerza de la verdad incontrovertible, la in versión de la contemplación y de la fabricación, o más bien la eliminación de aquélla de la esfera de las capacidades humanas significantes, es casi algo natural. También parece verosímil que esta inversión haya elevado al homo faber, al hacedor y fabricante, más que al hombre actor o animal laborans, al más alto grado de las posibilidades humanas. Y, en efecto, entre las características sobresalientes de la Época Moderna desde su comienzo hasta nuestros días encontramos las actitudes típicas del homo faber: su instrumentalización del mundo, su confianza en los útiles y en la productividad del fabrican te de objetos artificiales; su confianza en la total categoría de los medios y fin, su convicción de que cualquier problema puede resol verse y de que toda motivación humana puede reducirse al principio de utilidad; su soberanía, que considera como material lo dado y cree que la naturaleza es «un inmenso tejido del que podemos cortar lo que deseemos para recoserlo a nuestro gusto»;[390] su ecuación de inteligencia con ingeniosidad, es decir, su desprecio por todo pensamiento que no se pueda considerar como «el primer paso… hacia la fabricación de objetos artificiales, en particular de útiles para fabricar útiles, y para variar su fabricación indefinidamente»;[391] por último, su lógica identificación de la fabricación con la acción.
Nos llevaría demasiado lejos seguir las ramificaciones de esta mentalidad, y no es necesario, ya que dichas ramificaciones se descubren con facilidad en las ciencias naturales, en las que el esfuerzo puramente teórico se entiende como el deseo de crear orden a partir del «mero desorden», de la «desenfrenada variedad de la naturaleza»,[392] y en las que por lo tanto la predilección del homo faber hacia modelos para producir cosas reemplaza a las más antiguas nociones de armonía y sencillez. Dicha mentalidad se encuentra en la economía clásica, cuyo modelo más elevado es la productividad y cuyo prejuicio contra las actividades no productivas es tan fuerte que incluso Marx pudo justificar su alegato en favor de la justicia para los trabajadores únicamente desfigurando la actividad laboral no productiva con el empleo de los términos trabajo y fabricación. Naturalmente, está más articulada en las tendencias pragmáticas de la filosofía moderna, que no sólo están caracterizadas por la cartesiana alienación del mundo, sino también por la unanimidad con la que la filosofía inglesa desde el siglo XVII en adelante y la francesa en el XVIII adoptaron el principio de utilidad como la llave que abriría todas las puertas a la explicación de la motivación y conducta del hombre. Hablando en términos generales, la más antigua convicción del homo faber —la de que «el hombre es la medida de todas las cosas»— ascendió al rango de lugar común universalmente aceptado.
Lo que exige explicación no es la moderna estima del homo faber, sino el hecho de que esa estima fue rápidamente seguida por la elevación de la labor al más alto puesto en el orden jerárquico de la vita activa. Esta segunda in versión de la jerarquía dentro de la vita activa se realizó de manera más gradual y menos dramática que la inversión de la contemplación y de la acción en general o la de la acción y fabricación en particular. La elevación de la labor estuvo precedida por ciertas desviaciones y variaciones de la tradicional mentalidad del homo faber que eran sumamente características de la Época Moderna y que surgieron casi de modo automático a partir de la misma naturaleza de los hechos que la introdujeron. Lo que cambió la mentalidad del homo faber fue la posición central del concepto de proceso en la modernidad. En lo que atañía al homo faber, el moderno cambio de énfasis del «qué» al «cómo», de la propia cosa a su proceso de fabricación, no fue en modo alguno pura bendición. Privó al hombre constructor de esos modelos y mediciones permanentes y fijos que, antes de la Época Moderna, le habían servido de guía para su acción y de criterio para su juicio. No es sólo, y quizá ni siquiera primordialmente, el desarrollo de la sociedad comercial lo que, con la triunfal victoria del valor de cambio sobre el valor de uso, introdujo en primer lugar el principio de intercambiabilidad, luego el de relativización y, finalmente, la devaluación, de todos los valores. Para la mentalidad del hombre moderno, tal como quedó determinada por la evolución de la ciencia moderna y el concomitante desarrollo de la filosofía moderna, fue decisivo que el hombre comenzara a considerarse parte integrante de los dos procesos, superhumanos y que lo abarcan todo, de la naturaleza y de la historia, los cuales parecían destinados a un infinito progreso sin alcanzar ningún inherente telos ni aproximarse a ninguna idea predeterminada.
Dicho con otras palabras, el homo faber, tal como surgió de la gran revolución de la modernidad, aunque iba a adquirir una habilidad inimaginada en idear instrumentos para medir lo infinitamente grande y pequeño, quedó desprovisto de esas medidas permanentes que preceden y sobreviven al proceso de fabricación y forman un auténtico y confiable absoluto con respecto a la actividad de la fabricación. Sin duda, ninguna de las actividades de la vita activa tuvo tantas probabilidades de perder, mediante la eliminación de la contemplación del campo de las capacidades humanas significantes, como la fabricación. Porque a diferencia de la acción, que en parte consiste en el desencadenamiento de procesos, y a diferencia del laborar, que sigue muy de cerca el proceso metabólico de la vida biológica, la fabricación experimenta los procesos como simples medios hacia un fin, es decir, como algo secundario y derivado. Más aún, ninguna otra capacidad perdió tanto debido a la moderna alienación del mundo y al ascenso de la introspección a un omnipotente recurso para conquistar a la naturaleza como esas facultades primordialmente dirigidas a la construcción del mundo y a la producción de cosas mundanas.
Quizá nada indica con mayor claridad el fundamental fracaso del homo faber en afirmarse como la rapidez con que el principio de utilidad, la quintaesencia de su punto de vista sobre el mundo, desapareció y se reemplazó por el de «la mayor felicidad del mayor número».[393] Cuando sucedió esto quedó de manifiesto que la convicción de la época relativa a que el hombre sólo puede conocer lo que fabrica —que en apariencia era tan propicia para la plena victoria del homo faber— seria dominada y finalmente destruida por el aún más moderno principio de proceso, cuyos conceptos y categorías son extraños por completo a las necesidades e ideales del homo faber. Porque el principio de utilidad, aunque su punto de referencia es claramente el hombre, quien emplea la materia para producir cosas, todavía presupone un mundo de objetos de uso que rodean al hombre y entre los que éste se mueve. Si esta relación entre hombre y mundo ya no es segura, si las cosas mundanas ya no se consideran primordialmente por su utilidad sino más o menos como resultados incidentales del proceso de producción que les dio realidad, de manera que el proceso de producción deja de ser un fin verdadero y se valora la cosa producida no por uso predeterminado sino «por su producción de algo más», está claro que entonces cabe objetar que «… su valor es sólo secundario, y un mundo que no contiene valores fundamentales tampoco puede contener valores secundarios».[394] Esta radical pérdida de valores en el restringido marco de referencia del homo faber se da casi automáticamente en cuanto éste se define no como fabricante de objetos y constructor del artificio humano que incidentalmente inventa útil es, sino como fabricante de útiles y «en particular de útiles para fabricar útiles» que sólo de manera incidental produce también cosas. Si en este contexto aplicamos el principio de utilidad, vemos que se refiere de modo primordial no a los objetos de uso, sino al proceso de producción. Ahora bien, lo que ayuda a estimular la productividad y disminuye el dolor y el esfuerzo es útil. Dicho con otras palabras, el modelo esencial de medición no es la utilidad y el uso, sino la «felicidad», es decir, el grado de dolor y de placer experimentado en la producción o en el consumo de las cosas.
El invento de Bentham del «cálculo del dolor y del placer» combinó la ventaja de introducir aparentemente el método matemático en las ciencias morales con la atracción aún mayor de haber encontrado un principio que se basaba por completo en la introspección. Su «felicidad», la suma total de placeres menos dolores, es tanto un sentido interno que percibe sensaciones y se mantiene sin relación alguna con los objetos mundanos como la conciencia cartesiana que es consciente de su propia actividad. Más aún, el básico supuesto de Bentham de que lo que todos los hombres tienen en común no es el mundo sino la identidad de cálculo y de ser afectados por el dolor y el placer, deriva directamente de los filósofos anteriores de la Época Moderna. Para esta filosofía, el término «hedonismo» aún es más inapropiado que para el epicureísmo de la tardía antigüedad, con el que el moderno hedonismo está superficialmente relacionado. El principio de todo hedonismo, tal como vimos, no es el placer, sino la evitación del dolor, y Hume, que, a diferencia de Bentbam, fue un filósofo, sabía muy bien que quien desea hacer del placer el fin último de toda acción humana se ve obligado a admitir que sus verdaderos guías no son el placer sino el dolor, no el deseo sino el temor. «Si uno pregunta por qué [alguien] desea la salud, la respuesta inmediata será porque la enfermedad es dolorosa. Sí se sigue preguntando y se desea saber la razón por la que ese alguien odia el dolor, será imposible obtener respuesta. Se trata de un fin último, al que nunca hace referencia ningún otro objeto».[395] La razón de esta imposibilidad radica en que sólo el dolor es independiente por completo de cualquier objeto, que sólo quien padece dolor se siente a sí mismo de manera exclusiva; no se disfruta el placer, sino algo fuera de él. El dolor es el único sentido interno encontrado por la introspección que puede rivalizar independientemente de los objetos experimentados con la evidente certeza del razonamiento lógico y matemático.
Si bien este fundamento esencial del hedonismo en la experiencia del dolor es cierto tanto en sus variedades antiguas como modernas, en la Época Moderna adquiere un énfasis mucho más acusado y diferente por entero. Porque ahora no es el mundo lo que lleva al hombre hacia si mismo, como en la antigüedad, para escapar de los dolores que puede ocasionarle bajo cuya circunstancia el dolor y el placer siguen reteniendo mucha parte de su significado mundano. La alienación de mundo antiguo en todas sus variedades —desde el estoicismo hasta el epicureísmo, el hedonismo y el cinismo— estuvo inspirada por una profunda desconfianza del mundo y movida por un vehemente impulso de retirada de la intrincación mundana, de la molestia y d olor que inflige, y de caminar hacia la seguridad de una esfera interior en la que el yo sólo queda expuesto a sí mismo. Sus modernos correlatos —puritanismo, sensualismo y el hedonismo de Bentham— se inspiraron, por el contrario, en una igualmente profunda desconfianza del hombre como tal; las impulsó la duda sobre la adecuación de los sentidos humanos para captar la realidad, sobre la adecuación de la razón humana para aptar la verdad y, en consecuencia, la convicción de la deficiencia o incluso de la depravación de la naturaleza humana.
Dicha depravación no es cristiana o bíblica ni en su origen ni en el contenido, aunque se interpretó en términos de pecado original, y resulta difícil decir si es más nociva y repulsiva cuando los puritanos denuncian la corrupción del hombre o cuando los seguidores de Bentham vocean como virtudes lo que los hombres han tenido siempre como vicios. Mientras que los antiguos confiaron en la imaginación y la memoria, en la imaginación de los dolores de los que se habían librado o en la memoria de pasados placeres en situaciones agudamente dolorosas, para convencerse de su felicidad, los modernos necesitaron el cálculo del placer o la puritana contaduría moral de méritos y transgresiones para llegar a cierta ilusoria certeza matemática de felicidad o salvación. (Esta aritmética moral es, claro está, extraña por completo al espíritu de las escuelas filosóficas de la tardía antigüedad. Más aún, basta reflexionar sobre la rigidez de la disciplina impuesta a sí misma y la concomitante nobleza de carácter, tan manifiesta en quienes se habían formado en el antiguo estoicismo o epicureísmo, para darse cuenta del foso que separa estas versiones hedonistas del moderno puritanismo, sensualismo y hedonismo. Para esta diferencia resulta casi fuera de lugar que el carácter moderno esté formado por el fariseísmo mezquino y fanático o haya producido el más reciente egotismo autoindulgente y autosuficiente co6su infinita variedad de fútiles miserias). Parece más que dudoso que el «principio de máxima felicidad» hubiera logrado sus triunfos intelectuales en el mundo de habla inglesa si no hubiera tenido más consecuencia que el discutible descubrimiento de que «la naturaleza ha colocado a la humanidad bajo el gobierno de dos dueños soberanos: el dolor y el placer»,[396] o la absurda idea de establecer morales como si se tratara de una ciencia exacta aislando «en el alma humana ese sentimiento que parece ser el más fácilmente mensurable».[397]
Oculto tras estas menos interesantes variaciones de la sacralidad del egoísmo y del penetrante poder del propio interés, tan corrientes que pasaron a ser lugar común en los siglos XVIII y comienzos del XIX, encontramos otro punto de referencia que constituye un principio mucho más poten te que cualquier cálculo del dolor-placer, y ese principio no es otro que el de la misma vida. Lo que el dolor y el placer, el temor y el deseo, se supone que logran en todos estos sistemas no es la felicidad, sino el ascenso de la vida individual o la garantía de supervivencia de la humanidad. Si el egoísmo moderno fuera la despiadada búsqueda del placer (llamada felicidad) como pretende, no faltaría lo que en todos los sistemas verdaderamente hedonistas es un elemento indispensable de la argumentación: la radical justificación del suicidio. Esta ausencia indica que en realidad nos ocupamos aquí de la filosofía de la vida en su forma más vulgar y menos critica. En último término, la vida es siempre el modelo supremo al que ha de referirse todo lo demás, y tanto los intereses de la vida individual como los de la humanidad están siempre igualados con la vida individual o la de las especies como si fuera evidente que la vida es el bien supremo.
El fracaso del homo faber en afirmarse bajo condiciones en apariencia tan propicias pudiera también haberse explicado por otra revisión, filosóficamente incluso más adecuada, de las creencias básicas tradicionales. La radical crítica de Hume del principio de causalidad, que preparó el camino para la posterior adopción del principio de evolución, se ha considerado a menudo como uno de los orígenes de la filosofía moderna. El principio de causalidad con su doble axioma central —que todo lo que existe ha de tener una causa (nihil sine causa) y qué la causa debe ser más perfecta que su efecto más perfecto— se basa por completo en las experiencias de la esfera de la fabricación, en las que el fabricante es superior a sus productos. Visto con este enfoque, el momento crítico de la historia intelectual de la Época Moderna acaeció cuando la imagen del desarrollo de la vida orgánica —en: la que la evolución de un ser inferior, por ejemplo el mono, puede ser la causa de la aparición de un ser superior, por ejemplo el hombre— apareció en lugar de la imagen del relojero que debe ser superior a todos los relojes que fabrica.
En este cambio se halla implicado mucho más que la simple negación de la rigidez sin vida de un punto de vista del mundo mecanicista. Es como si en el latente conflicto del siglo XVII entre los dos posibles métodos a derivar del descubrimiento de Galileo, el método del experimento y de la fabricación por un lado y el de la introspección por el otro, este último lograra algo así como una tardía victoria. Porque el único objeto tangible que produce la introspección, si es que produce algo más que una vacía consciencia de sí misma, es el proceso biológico. Y puesto que esta vida biológica, accesible a la propia observación, es al mismo tiempo un proceso metabólico entre el hombre y la naturaleza, resulta como si la introspección ya no necesitara perderse en las ramificaciones de una consciencia sin realidad, ya que ha encontrado dentro del hombre —no en su mente, sino en sus procesos corporales— suficiente materia exterior para unirse de nuevo con el mundo exterior. La división entre sujeto y objeto, inherente a la consciencia humana e irremediable en la oposición cartesiana del hombre como res cogitans con el mundo circundan te de las res extensae, desaparece por completo en el caso de un organismo vivo, cuya supervivencia depende de la incorporación, del consumo, de materia exterior. El naturalismo, versión del siglo XIX del materialismo, pareció encontrar en la vida el medio de resolver los problemas de la filosofía cartesiana y al mismo tiempo salvar la fosa cada vez más amplia que separa la filosofía de la ciencia.[398]
44. La vida como bien supremo
Por tentador que sea —debido a pura consistencia— derivar el concepto de la vida moderna de las perplejidades autoinfligidas de la filosofía moderna, sería un engaño y una grave injusticia a la seriedad del problema de la Época Moderna si se las considerara desde el punto de vista del desarrollo de las ideas. La derrota del homo faber puede explicarse en función de la inicial transformación de la física en astrofísica, de las ciencias naturales en una ciencia «universal». Lo que aún falta por explicar es por qué esta derrota terminó en victoria del animal laborans; por qué, con el ascenso de la vita activa, fue precisamente la actividad laboral la que subió al más alto rango de las capacidades del hombre o, para decirlo de otra manera, por qué dentro de la diversidad de la condición humana, con sus múltiples y diversas capacidades, fue la vida la que dominó sobre todas las demás consideraciones.
La razón de que la vida se afirmara como fundamental punto de referencia en la Época Moderna y de que siga siendo el supremo bien de la sociedad moderna, radica en que la inversión moderna operó en la estructura de una sociedad cristiana cuya creencia principal en la sacralidad de la vida ha sobrevivido —e incluso ha permanecido inamovible— a la secularización y a la general decadencia de la fe cristiana. Dicho con otras palabras, la inversión moderna siguió y no puso en tela de juicio a la más importante inversión con la que irrumpió el cristianismo en el mundo antiguo, inversión que políticamente fue incluso de mucho mayor alcance —históricamente, desde luego— y más duradera que cualquier específico contenido dogmático o creencia. Porque la «buena nueva» cristiana sobre la inmortalidad de la vida humana individual invirtió la antigua relación entre el hombre y el mundo y elevó la coa más mortal, la vida humana, a la posición de la inmortalidad, hasta entonces ocupada por el cosmos.
Históricamente, es más que probable que el triunfo de la fe cristiana en el mundo antiguo se debió en gran parte a esta inversión, que llevó la esperanza a quienes sabían que su mundo estaba condenado, una esperanza más allá de la esperanza, puesto que el nuevo mensaje prometía una inmortalidad que nunca se habían atrevido a esperar. Dicha inversión fue desastrosa para la estima y dignidad de la política. La actividad política, que hasta entonces se inspiró fundamentalmente en anhelar una inmortalidad mundana, se hundió al bajo nivel de una actividad sujeta a la necesidad, destinada a remediar las consecuencias de la pecaminosidad humana, por un lado, y a complacer los deseos e intereses de la vida terrena, por el otro. La aspiración a la inmortalidad se equiparó a la vanagloria; la fama que el mundo concedía al hombre era ilusión, puesto que el mundo era mucho más perecedero que el hombre, y el esfuerzo para alcanzar la inmortalidad mundana carecía de significado, ya que la propia vida era inmortal.
Fue precisamente la vida individual la que pasó a ocupar el puesto que tenía en otro tiempo la «vida» del cuerpo político, y la frase de san Pablo «la muerte es el premio del pecado» resuena en Cicerón cuando dice que la muerte es la recompensa de los pecados cometidos por las comunidades políticas que se crearon para durar eternamente.[399] Es como si los primeros cristianos —al menos san Pablo, que después de todo era ciudadano romano— amoldaran conscientemente su concepto de inmortalidad según el modelo romano, sustituyendo la vida individual por la vida política del cuerpo político. De la misma manera que éste posee una inmortalidad potencial que puede perderse por transgresiones políticas, la vida individual perdió en otro tiempo su garantizada inmortalidad con la caída de Adán y ahora, por medio de Cristo, había vuelto a ganar una nueva vida, potencialmente perdurable, que, no obstante, podía perderse de nuevo con una segunda muerte debida al pecado individual.
Sin duda alguna, el énfasis cristiano en la sacralidad de la vida es parte integrante de la herencia hebrea, que ya presentaba asombroso contraste con las actividades de la antigüedad: el desprecio pagano por los sufrimientos que la vida impone al ser humano en el trabajo y en el parto, la envidiada imagen de la «vida fácil» de los dioses, la costumbre de abandonar a los hijos no deseados, la convicción de que la vida sin salud no val; la pena vivirla (de tal manera que, por ejemplo, se considera un error la actitud del médico que prolonga una vida cuya salud no puede restablecerse),[400] y de que el suicidio es un noble gesto para escapar de una existencia que se ha hecho gravosa. Basta recordar que el Decálogo enumera el asesinato, sin especial énfasis, entre otras transgresiones —que para nuestro modo de pensar difícilmente pueden competir en gravedad con este supremo delito— para darse cuenta de que ni siquiera el código legal hebreo, aunque está mucho más próximo a nosotros que cualquier escala pagana de ofensas, hizo de la conservación de la vida la piedra angular del sistema legal del pueblo judío. Esta posición intermedia que el código legal hebreo ocupa entre la antigüedad pagana y todos los sistemas legales cristianos o postcristianos, cabe explicarla por el credo hebreo que acentúa la inmortalidad potencial de la gente, a diferencia de la inmortalidad cristiana de la vida individual. En cualquier caso, la inmortalidad cristiana concedida a la persona, quien en su unicidad comienza la vida con el nacimiento en la Tierra, no sólo dio por resultado el incremento de otra mundanidad, sino también una enorme importancia a la vida terrena. La cuestión es que el cristianismo —a excepción de las especulaciones heréticas y gnósticas— siempre insistió en que la vida, aunque no tuviera un final, contaba con un definido comienzo. Cabe que la vida terrena no sea más la primera y más miserable etapa de la vida eterna; a pesar de todo, es vida, y sin esta vida que terminará con la muerte, no puede haber vida eterna. Tal vez sea ésta la razón del indiscutible hecho de que sólo cuando la inmortalidad de la vida individual se convirtió en el credo central de la humanidad occidental, es decir, sólo con el auge del cristianismo, la vida terrena pasó a ser el bien supremo del hombre.
El énfasis cristiano en la sacralidad de la vida tendió a nivelar las antiguas distinciones y articulaciones dentro de la vita activa; tendió a considerar igualmente sujetos a la necesidad de la vida presente la labor, el trabajo y la acción. Al mismo tiempo, ayudó a liberar la actividad laboral, es decir, cualquier cosa que sea necesaria para mantener el proceso biológico, del desprecio que por ella sentía la antigüedad. El viejo desdén hacia el esclavo, despreciado porque únicamente servía a las necesidades de la vida y se sometía a la coacción de su amo porque a toda costa deseaba seguir vivo, no pudo mantenerse en la era cristiana. Ya no cabía despreciar —como hizo Platón— al esclavo por someterse a un dueño en vez de suicidarse, ya que conservar la vida bajo cualquier circunstancia se había convertido en un deber sagrado, y el suicidio se consideraba peor que el asesinato. No se le negaba el entierro cristiano al asesino, sino a quien había puesto fin a su propia vida.
Sin embargo, contrariamente a lo que algunos intérpretes modernos han creído ver en las fuentes cristianas, no hay indicaciones de la moderna glorificación de la labor en el Nuevo Testamento o en otros premodernos escritores cristianos. San Pablo, a quien se ha llamado «el apóstol del trabajo»,[401] no era nada de eso, y los pocos párrafos en los que se basa dicha denominación están dirigidos a quienes por pereza «comían el pan de los otros» o bien recomiendan el trabajo como un buen medio para evitar las molestias, es decir, refuerzan la prescripción general de una vida estrictamente privada y ponen en guardia sobre las actividades políticas.[402] Resulta mucho más apropiado el hecho de que en la posterior filosofía cristiana, en particular en santo Tomás, el trabajo se convirtió en deber para quienes no tenían otros medios de subsistencia, y dicho deber no consistía en laborar, sino en mantenerse vivo; si podía hacerlo pidiendo limosna, tanto mejor. Quien lea las fuentes sin los modernos prejuicios en pro del trabajo, se sorprenderá de lo poco que los padres de la Iglesia se aprovecharon para justificar el trabajo como castigo por el pecado original. Así, santo Tomás no vacila en seguir a Aristóteles, en vez de la Biblia, en esta cuestión y en afirmar que «sólo la necesidad de mantenerse vivo obliga a realizar el trabajo manual».[403] Para él la labor es el medio de la naturaleza para mantener la vida de la especie humana, y de ahí saca la conclusión de que no es necesario que todos los hombres se ganen el pan con el sudor de la frente, sino que más bien se trata de un último y desesperado recurso para solventar el problema o cumplir el deber.[404] Ni siquiera es descubrimiento cristiano el empleo del trabajo como medio para alejar los peligros de la ociosidad, puesto que ya era un lugar común en la moralidad romana. Finalmente, en completo acuerdo con la antigua convicción sobre el carácter de la actividad laboral se halla el frecuente uso cristiano de la mortificación de la carne, en el que el trabajo, especialmente en los monasterios, desempeñó a veces el mismo papel que otros dolorosos ejercicios y formas de autotortura.[405]
La razón por la que el cristianismo, a pesar de su insistencia en la sacralidad de la vida y en el deber de mantenerse vivo, no desarrolló nunca una positiva labor filosófica radica en la incuestionable prioridad que concedió a la vita contemplativa sobre todas las demás actividades humanas. Vita contemplativa simpliciter melior est quam vita activa («La vida contemplativa es simplemente mejor que la vida de acción»), y cualesquiera que sean los méritos de una vida activa, los de una vida dedicada a la contemplación son «más efectivos y poderosos».[406] Cierto es que esta convicción apenas puede hallarse en la predicación de Jesús, y ello se debe a la influencia de la filosofía griega; no obstante, incluso si la filosofía medieval se hubiera mantenido más próxima a los evangelios, difícilmente hubiera encontrado allí alguna razón para la glorificación del trabajo.[407] La única actividad que recomienda Jesús en su predicación es la acción, y la única capacidad humana que acentúa es la de «realizar milagros».
De todos modos, lo cierto es que la Época Moderna siguió actuando bajo el supuesto de que la vida, y no el mundo, es el supremo bien del hombre; en sus más audaces y radicales revisiones y críticas de los conceptos y creencias tradicionales, ni siquiera se le ocurrió poner en tela de juicio esta inversión fundamental que el cristianismo llevó al agonizante mundo antiguo. Al margen de lo conscientes y claros que fueran los pensadores de la modernidad en sus ataques a la tradición, la prioridad de la vida sobre todo lo demás había adquirido para ellos la categoría de «verdad axiomática», y como tal ha sobrevivido hasta nuestro mundo actual, que ya ha comenzado a dejar atrás a toda la Época Moderna y a sustituir esa sociedad por la sociedad laboral. Si bien es concebible que el desarrollo que siguió al descubrimiento del punto de Arquímedes habría tomado una dirección diferente por completo si se hubiera realizado mil setecientos años antes, cuando el mundo y no la vida era el bien supremo del hombre, en modo alguno se desprende que sigamos viviendo en un mundo cristiano. Porque lo que hoy día importa no es la inmortalidad de la vida, sino que ésta es el bien supremo. Y si bien este supuesto es sin duda alguna de origen cristiano, no constituye para la fe cristiana más que una importante circunstancia auxiliar. Más aún, incluso si no hacemos caso de los detalles del dogma cristiano y consideramos sólo el carácter general del cristianismo, que se basa en la importancia de la fe, resulta evidente que nada puede ser más perjudicial para su espíritu que la desconfianza y recelo dela Época Moderna. La duda cartesiana en ningún sitio ha demostrado su eficiencia de forma más desastrosa e irreparable que en la esfera de la creencia religiosa, donde la introdujeron Pascal y Kierkegaard, los dos máximos pensadores religiosos de la modernidad. (Porque lo que socavó la fe cristiana no fue el ateísmo del siglo XVIII o el materialismo del XIX —sus argumentos son con frecuencia vulgares y, en su mayor parte, fácilmente refutables por la teología tradicional—, sino más bien el dudoso interés por la salvación de hombres genuinamente religiosos, para quienes el tradicional contenido y promesa cristianos habían pasado a ser «absurdos»).
De la misma manera que no sabemos lo que hubiera ocurrido si se hubiera descubierto el punto de Arquímedes antes del auge del cristianismo, tampoco podemos determinar lo que habría sido el destino del cristianismo si el gran despertar del Renacimiento no se hubiera interrumpido por este acontecimiento. Antes de Galileo todas las sendas parecían abiertas. Si pensamos en Leonardo da Vinci, cabe imaginar que en cualquier caso el desarrollo de la humanidad se habría visto alcanzado por una revolución técnica. Tal vez se hubiera conseguido volar, dando así realidad a uno de los más antiguos y persistentes sueños del hombre, pero difícilmente habría llevado a adentrarse en el universo; quizá se hubiera logrado la unificación de la Tierra, pero difícilmente se habría realizado la transformación de la materia en energía ni facilitado aventurarse en el universo microscópico. De lo único que podemos estar seguros es de que la coincidencia de la inversión de la acción y de la contemplación con la anterior de la vida y del mundo pasó a ser el punto de partida de todo el desarrollo moderno. Sólo cuando la vita activa perdió su punto de referencia en la vita contemplativa pudo convertirse en vida activa en el pleno sentido de la palabra; y sólo debido a que esta vida activa permaneció ligada a la vida como su único punto de referencia pudo la vida como tal, el metabolismo laboral del hombre con la naturaleza, hacerse activa y desplegar toda su fertilidad.
45. La victoria del animal laborans
La victoria del animal laborans no habría sido completa si el proceso de secularización, la moderna pérdida de la fe que inevitablemente originó la duda cartesiana, no hubiera desprovisto a la vida individual de su inmortalidad, o al menos de su certeza de inmortalidad. La vida individual se hizo mortal de nuevo, tan mortal como lo había sido en la antigüedad, y el mundo fue menos estable, menos permanente, y por consiguiente menos digno de confianza que lo había sido durante la era cristiana. El hombre moderno, cuando perdió la certeza de un mundo futuro, se lanzó dentro de sí mismo y no del mundo; no sólo inmortal, sino que ni siquiera estuvo seguro de que fuera real. Y en la medida en que hubo de asumir que era real debido al optimismo no crítico de una ciencia en constante progreso, se trasladó de la Tierra a un punto mucho más distante del que cualquier otra mundanidad cristiana le había llevado. Sea cual fuere el significado pe la palabra «secular» en el uso común, históricamente no es posible equipararla a mundanidad; el hombre moderno no ganó este mundo cuando perdió el otro, ni tampoco, estrictamente hablando, ganó la vida. Se vio obligado a retroceder y a adentrarse en la cerrada interioridad de la introspección, donde lo máximo que pudo experimentar fueron los vacíos procesos de cálculo de la mente, su juego consigo misma. El único contenido que quedó fueron los apetitos y deseos, los apremios sin sentido de su cuerpo, que erróneamente tomó por pasión y consideró que eran «irrazonables» debido a que no podía «razonar», es decir, calcular con ellos. La única cosa que podía ser potencialmente inmortal, tan inmortal como el cuerpo político en la antigüedad y la vida individual durante la Edad Media, era la vida misma, es decir, el posiblemente eterno proceso vital de la especie humana.
Vimos anteriormente que en el auge de la sociedad lo último que se afirmó fue la vida de la especie. En teoría, el punto decisivo desde la insistencia de la Época Moderna en la vida «egoísta» del individuo hasta su posterior énfasis en la vida «social» y el «hombre socializado» (Marx) se alcanzó cuando Marx transformó el concepto de economía clásica —que todos los hombres, en la medida en que actúan, lo hacen por razones de propio interés— en fuerzas de interés que informan, mueven y guían a las clases sociales, y cuyos conflictos dirigen a la sociedad como un todo. La humanidad socializada es ese estado de la sociedad en el que sólo rige un interés, y el sujeto de dicho interés es la humanidad o las clases, pero nunca el hombre o los hombres. La cuestión es que desapareció incluso el último vestigio de acción en lo que los hombres hacían, el motivo implicado en el propio interés. Quedó una «fuerza natural», la fuerza del propio proceso de la vida, al que todos los hombres y todas las actividades humanas estaban sometidos («el proceso del pensamiento es un proceso natural»)[408] y cuyo único objetivo, si es que había alguno, era la supervivencia de la especie animal del hombre. Ya no era necesaria ninguna de las más elevadas capacidades del hombre para conectar la vida individual a la de la especie; aquélla pasó a formar parte del proceso de la vida, y lo único necesario fue trabajar, con el fin de asegurar la continuidad de la existencia de uno y la vida de su familia. Lo no necesario, lo no requerido por el metabolismo de la vida con la naturaleza, o bien era superfluo o sólo podía justificarse como peculiaridad de lo humano para diferenciarlo de cualquier otra vida animal; de ahí que se consideró que Milton había escrito El paraíso perdido por las mismas razones y similares urgencias que apremian al gusano de seda a producir seda.
Si comparamos el Mundo Moderno con el pasado, la pérdida de la experiencia humana comprometida en este desarrollo es sorprendente. No es sólo, ni de manera primordial, la contemplación lo que ha pasado a ser una experiencia desprovista por completo de significado. El propio pensamiento, cuando se convirtió en «cálculo de las consecuencias», pasó a ser una función del cerebro, con el resultado de que los instrumentos electrónicos sirven mucho mejor para cumplir estas funciones. No tardó en entenderse la acción —y así continúa— casi exclusivamente como hacer y fabricar, con la diferencia de que hacer, debido a su mundanidad e inherente indiferencia por la vida, se consideró como otra forma de laborar, una función más complicada pero no más misteriosa del proceso de la vida.
Mientras tanto, hemos demostrado bastante habilidad en hallar medios que mitiguen la fatiga y molestia del vivir, a tal extremo que ya no cabe considerar como utópica la eliminación del trabajo de la esfera de las actividades humanas. Porque incluso ahora la palabra labor es demasiado elevada, demasiado ambiciosa para lo que hacemos, o creemos que hacemos, en el mundo que nos ha tocado vivir. La última etapa de la sociedad laboral exige de sus miembros una función puramente automática, como si la vida individual se hubiera sumergido en el total proceso vital de la especie y la única decisión activa que se exigiera del individuo fuera soltar, por decirlo así, abandonar su individualidad, el aún individualmente sentido dolor y molestia de vivir, y conformarse con un deslumbrante y «tranquilizado» tipo funcional de conducta. Lo malo de las modernas teorías de behaviorismo no es que sean erróneas, sino que podrían llegar a ser verdaderas, que en realidad son 1mejores conceptualizaciones posibles de ciertas claras tendencias de la sociedad moderna. Resulta fácilmente concebible que la Época Moderna —que comenzó con una explosión de actividad humana tan prometedora y sin precedente— acabe en la pasividad más mortal y estéril de todas las conocidas por la historia.
Pero aún existen otras indicaciones más peligrosas de que el hombre desee y esté a punto de evolucionar en esa especie animal de la que, desde Darwin, imagina que procede. Si volvemos una vez más al descubrimiento del punto de Arquímedes y lo aplicamos al propio hombre —cosa que Kafka nos advirtió que no hiciéramos— y a lo que hace en esta Tierra, de inmediato se hace manifiesto que todas sus actividades, observadas desde un punto del universo suficientemente alejado y ventajoso, no parecerían actividades sino procesos, de manera que, como ha señalado recientemente un científico, la motorización moderna parecería un proceso de mutación biológica en el que los cuerpos humanos comienzan gradualmente a cubrirse de caparazones de acero. Para el observador situado en el universo, esta mutación no sería ni más ni menos misteriosa que la que surge ante nuestros ojos en esos pequeños organismos vivos que combatimos con antibióticos y que misteriosamente han desarrollado nuevas fuerzas que nos hacen frente. En las metáforas que dominan el pensamiento científico de hoy día se observa lo arraigado que se halla en contra nuestra este uso del punto de Arquímedes. La razón de que los científicos nos hablen de la «vida» en el átomo —en el que aparentemente toda partícula es «libre» de comportarse como quiera y donde las leyes que rigen estos movimientos son estadísticamente las mismas que, según los científicos sociales, gobiernan la conducta humana y hacen que la multitud se comporte como debe, por «libre» que pueda parecer en sus elecciones, la partícula individual—, la razón, dicho con otras palabras, de que la conducta de la partícula infinitamente pequeña no sólo sea de modelo similar al sistema planetario, tal como éste se nos presenta, sino que además se asemeje a la vida y modelos de conducta de la sociedad humana, se debe a que vivimos en esta sociedad como si estuviéramos tan lejanos de nuestra propia existencia humana como lo estamos de lo infinitamente pequeño y de lo inmensamente grande que, aunque pudieran captarse con los aparatos más sensibles, están demasiado lejos de nosotros para experimentarlos.
Ni que decir tiene que esto no significa que el hombre moderno haya perdido sus capacidades o esté a punto de perderlas. Al margen de lo que nos diga la sociología, la psicología y la antropología sobre el «animal social», los hombres persisten en hacer, fabricar y construir, aunque estas facultades se restrinjan cada vez más a las habilidades del artista, de manera que las existencias concomitantes a la mundanidad escapan cada vez más de la experiencia humana corriente.[409]
De modo similar, la capacidad para la acción, al menos en el sentido de liberación de procesos, sigue en nosotros, aunque se ha convertido en prerrogativa exclusiva de los científicos, quienes han ampliado la esfera de los asuntos humanos hasta el extremo de borrar la consagrada y protectora línea divisoria entre la naturaleza y el mundo humano. Ante tales logros, realizados durante siglos en la invisible quietud de los laboratorios, parece natural que sus actos hayan terminado por tener mayor resonancia pública, mayor significación política, que las actividades administrativas y diplomáticas de la mayoría de los llamados estadistas. No deja de ser irónico que quienes la opinión pública ha considerado desde siempre como los miembros menos prácticos y políticos de la sociedad, hayan resultado ser los únicos que aún saben cómo actuar y cómo hacerlo de común acuerdo. Las organizaciones que fundaron en el siglo XVII para la conquista de la naturaleza, y donde desarrollaron sus propios modelos morales y su propio código de honor, no sólo han sobrevivido a todas las vicisitudes de la Época Moderna, sino que se han convertido en los más poderosos focos generadores de poder de toda historia. Pero la acción de los científicos, puesto que actúa en la naturaleza desde el punto de vista del universo y no en la trama de las relaciones humanas, carece del carácter revelador de la acción, así como de la habilidad para crear relatos y hacerse histórica, factores que juntos son la fuente de donde surge la plenitud de significado que ilumina a la existencia humana. En este aspecto existencialmente de suma importancia, la acción se ha convertido además en una experiencia para unos pocos privilegiados, y estos pocos que aún saben lo que significa actuar tal vez sean menos que los artistas, e incluso su experiencia más rara que la genuina experiencia por el mundo.
Por último, el pensamiento —que, siguiendo la tradición premoderna y moderna, hemos omitido de nuestra reconsideración de la vita activa— todavía es posible, y sin duda real, siempre que los hombres vivan bajo condiciones de libertad política. Por desgracia, y contrariamente a lo que se suele creer de la proverbial e independiente torre de marfil de los pensadores, no existe ninguna otra capacidad humana tan vulnerable, y de hecho es mucho más fácil actuar que pensar bajo un régimen tiránico. Como experiencia viva, siempre se ha supuesto —quizás erróneamente— que el pensamiento era patrimonio de unos pocos. Quizá no sea excesivo atrevimiento creer que en nuestros días esos pocos son aún menos. Esto puede ser de escasa o de limitada importancia para el futuro del mundo, pero no lo es para el futuro del hombre. Porque si a las varias actividades dentro de la vita activa no se les aplicara más prueba que la experiencia de estar activo, ni otra medida que el alcance de la pura actividad, pudiera ocurrir que el pensamiento como tal las superara a todas. Quien tiene cualquier experiencia en esta materia sabe la razón que asistía a Catón cuando dijo: Numquam se plus agere quam nihil cum ageret, numquam minus solum esse quam cum solus esset («Nunca está nadie más activo que cuando no hace nada, nunca está menos solo que cuando está consigo mismo»).
Notas
[1] En la entrevista televisada que le hizo Günter Gauss el 28 de octubre de 1964 Hannah Arendt iba todavía más allá y declaraba: «Yo no pertenezco al círculo de los filósofos. […] No me siento filósofa de ninguna manera y tampoco creo que haya sido recibida en el círculo de los filósofos» (trad. catalana en la revista Saber, n. 13, primavera 1987). También Ingebor Nordman, en su trabajo «Hannah Arendt: las vías hacia la acción y el pensamiento políticos», Debats n. 37, diciembre de 1991, págs. 38-35, ha destacado este mismo rasgo. <<
[2] Laura Boella, «L’attimo inevitabile del presente», Il manifesto, 24 de octubre de 1992. <<
[3] «Soy un individuo judío feminini generis, como Vds. pueden ver, nacida y educada en Alemania, como tampoco es difícil de adivinar, y durante ocho largos y felices años me formé en Francia», se autorretrataba en el discurso pronunciado en Cophenague en 1975, con motivo de la concesión del premio Sonning (trad. cat., «El gran joc del món», Saber, cit).. <<
[4] La bibliografía más completa y fiable de la obra de H. Arendt es la contenida en la bibliografía escrita por Elisabeth Young-Bruehl, Hanna Arendt. For love of the World, New Haven, Londres, Yale University Press, 1982 (trad. cast., Hannah Arendt, Valencia, Edicions Alfons el Magnanim, 1993). Otra biografía, la de Wolfgang Heuer, Hannah Arendt, Hamburgo, Rowohlt Verlag, 1987, incluye un anexo bibliográfico dedicado a estudios sobre su obra con diversos apartados dedicados a estudios monográficos y números especiales, artículos en general, estudios comparativos, reseñas y conmemoraciones. <<
[5] «From the pariah’s point of view: reflections on Hannah Arendt’s life and work» en M.A. Hill (comp)., Hannah Arendt: The Recovery of the Public World, Nueva York, St. Martin’s Press, 1979 (trad. cast. del artículo con el título «Reflexiones sobre la vida y la obra de Hannah Arendt» en Revista de Occidente n. 23, abril 1983, págs. 21-42, de donde procede la cita). <<
[6] Arendt empezó a trabajar en la biografía de esta dama, que tenía un salón en Berlín a fines del siglo XVIII, casi inmediatamente después de terminar su tesis doctoral (El concepto del amor en San Agustín) en 1929. La primera noticia del personaje la había obtenido a través de su compañera de escuela de Konisberg Anne Mendelssohn, que luego fue mujer del filósofo Eric Weil. Con ambos, judíos también, se encontró en París, en la época en la que dio por concluido el manuscrito (hacia 1938), y tenemos indicios para suponer que esta coincidencia tuvo poco de casual. El libro no apareció hasta 1958, cuando se encontraba ya en Nueva York (Rahel Varnhagen: The Lif e of a Jewess, Londres, Eastend West Library, 1959). <<
[7] «Estamos tan acostumbrados a las viejas contraposiciones entre razón y pasión, y entre espíritu y vida, que en cierto modo nos extraña la idea de un pensamiento apasionado en el que pensar y ser viviente se convierte en una misma cosa» (H. Arendt, «Martin Heidegger, octogenario», Madrid, Revista de Occidente, n. 84, pág. 261. De este mismo texto hay nueva traducción con el título de «Martin Heidegger o el pensamiento como actividad pura» en Archipiélago, n. 9, 1992). <<
[8] En Debats, cit., págs. 4-7. <<
[9] The Origins of Totalitarism Nueva York, Hartcourt Brace & Co., 1951, 2.ª ed. aumentada: 1958 (trad. cast., Los origenes del totalitarismo, Madrid, Tauros, 1974). <<
[10] Elisabeth Young-Bruehl, «Reflexiones sobre…», cit., pág. 27. <<
[11] Bastará con recordar que el libro de Pareto Tratado de sociología general, donde se plantea la cuestión general de la formación y circulación de las minorías, es de 1916, el de Mosca, Elementos de ciencias políticas, donde se contiene la primera formulación sistemática sobre la «clase política», de 1923, y que de la misma época son los trabajos de R. Mitchels sobre la situación de los partidos políticos y la «ley de bronce de las oligarquías». Estos textos constituyen el substrato teórico del libro de David Riesman, La muchedumbre solitaria (Barcelona, Paidós, 1981) de enorme repercusión en los Estados Unidos precisamente en los años cincuenta. <<
[12] El escrito se publicó por primera vez en la revista alemana Merkur con el título «Walter Benjamin» (vol. XXII, 1968), traduciéndose al inglés en The New Yorker (19 octubre 1968) y apareciendo, a continuación, como Introducción a la versión americana del Iluminaciones benjaminiano (Iluminations, Nueva York, Harcout Brace & Worl, 1968). Este mismo texto se halla también incluido en el volumen de Hannah Arendt M en in Dark Times (Nueva York, Harcout Brace & World, 1968). Existen dos versiones castellanas del libro: una primera, Walter Benjamin; Bertold Brecht; Hermann Broch; Rosa Luxemburgo (Barcelona, Anagrama, 1971), que recoge tan sólo los cuatro trabajos indicados en el título, y una segunda, ya más completa, y fielmente traducida como Hombres en tiempos de oscuridad (Barcelona, Gedisa, 1990), en la que sin embargo sigue faltando el importante trabajo «Karl Jaspers: a laudatio». <<
[13] Véaseu Claude Lefort, «Hannah Arendt et la question du politique» en Essais sur le politique (XIX-XX siecles), París, Seuil, 1986, págs. 59-72. <<
[14] Los orígenes…, cit., pág. 388. <<
[15] Ibídem, pág. 392. <<
[16] Raymond Aron, p. ej. ha insistido en la centralidad de la función del terror en el totalitarismo en su trabajo «L’essence du totalitarisme», Critique, X/80 (1954), págs. 51-70. <<
[17] Véase Genevieve Even-Granbuolan, Une femme de pensee, Hannah Arendt, París, Anthropos, 1990, prefacio de Paul Ricoeur, especialmente el epígrafe titulado «Le mal, príncipe d’organisation politique», págs. 173-211. <<
[18] La cita abre la tercera parte de Los orígenes…, y se diría que Hannah Arendt estaba pensando en ella cuando, en la entrevista citada supra, afirmaba: «[En Auschwitz] pasó algo que todavía no hemos entendido». La cita de Rousset pertenece a su libro Les jours de notre mort, París, 10/18, 1974, l.ª ed., 1947. <<
[19] Paul Ricoeur, «De la filosofía…», cit., pág. 6. <<
[20] Ibídem, pág. 554. Significativamente, el texto de Claude Lefort dedicado a reflexionar sobre el archipiélago Gulag lleva por título Un homme de trop, París, Seuil, 1976. Otro desarrollo valioso de las tesis de Arendt a este respecto se encuentra en R.L. Rubinstein, The Cunning of History. The Holocaust and the American Future, Nueva York, Harper & Row, 1975. <<
[21] El resultado fue el libro Eichmann in Jerusalem: A report on the Banality of Evil, Nueva York, The Viking Press, l.ª ed., 1963; 2.ª ed., revisada y aumentada, 1965 (trad. cast., Eichamnn en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 1967). <<
[22] Hannah Arendt, La vida del espíritu, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984, pág. 14 (la edición original inglesa es de 1978: The Life of the Mind, pref. y comp. de Mary McCarthy, Nueva York, Harcourt Brace Jov., 1978, 2 vols).. <<
[23] H. Arendt, On Revolution, Nueva York, The Viking Press, 1963; 2.ª ed. revisada, 1965 (trad. cast., «Sobre la revolución», Madrid, Revista de Occidente, l.ª ed. 1967). <<
[24] Un comentario de la crítica que Habermas (en su trabajo «La historia de dos revoluciones») ha hecho de esta tesis de H. Arendt se encuentra en Jean-Marc Ferry, Habermas. L’éthique de la communication, París, PUF, 1987, págs. 75-115. A lo largo de su cap. 11, titulado «Rationalité et politique», el autor pone en conexión aquella crítica con la que el propio Habermas (en su otro trabajo, «El concepto de poder de Hannah Arendt») ha presentado de la concepción arendtiana de la política y, más allá, de su posición en el tema del fundamento de la legitimidad. Los textos de Habermas están incluidos en Perfiles filosófico-políticos, Madrid, Taurus, 1984. <<
[25] «El poder surge allí donde las personas se juntan y actúan concertadamente», escribe H. Arendt en Crisis de la república, Madrid, Tauros, 1973, pág. 154 (la revisión original inglesa es del año 1972: Crises of the Republic, Nueva York, Harcort Brace & World). <<
[26] Hannah Arendt parecía depositar en el sistema de consejos implantado en Rusia tras la revolución del 17 (y desaparecido en beneficio del sistema de partido único), en España durante la guerra civil o en Hungría en 1956, todas sus esperanzas de actualización del modelo de la polis. Aludió a ello en diversas ocasiones: en el prólogo a Between Past and Future, cit., en las últimas páginas de On Revolution, cit., o, sin ir más lejos, en algún pasaje de este mismo libro. <<
[27] Paolo Flores d’Arcais abre su ensayo «L’esistenzialismo libertario di Hannah Arendt», en Esistenza e liberta, Génova, Marietti, 1990, con estas palabras: «La política es la esfera de la existencia auténtica, el lugar exclusivo y privilegiado donde le es dado al hombre realizarse en cuanto hombre». <<
[28] Según propia declaración, «en toda mi vida no he querido a ningún pueblo o colectividad alguna, fueran los alemanes, los franceses o los americanos, ni siquiera a la clase obrera o a cualquier otra. De hecho, sólo quiero a mis amigos y soy absolutamente incapaz de tener ninguna otra forma de amor». <<
[29] «Quiero contemplar la política con los ojos por así decir puros de toda filosofía,» le declaraba a Günter Gauss en la entrevista mencionada, supra, nota 1. <<
[30] La condición humana apareció primero en versión inglesa en 1958: The Human Condition, Chicago/Londres, Univ. of Chicago Press. La versión alemana lleva el título vita activa (exactamente, Vita activa oder vom tätigen Lebem; Stuttgart, Kohlhammer-München, Piper, 1960) con el que denominó el ciclo de conferencias en las que tiene su origen este trabajo y con el que Arendt se refería al manuscrito en su correspondencia con Jaspers. La vida activa o mundo de la práctica se opone a la vita contemplativa o vida del espíritu, a la que nuestra autora dedicó su último e inacabado libro (The Life of the Mind, cit).. <<
[31] A algunas de las dificultades que plantea esta clasificación tricotómica se ha referido Bhikhu Parekh en su libro Hannah Arendt and the Search for a New Polítical Philosophy, Londres, Macmillan, 1981, págs. 108-123. <<
[32] Carece de sentido, por tanto, la expresión «naturaleza humana». El hombre en tanto que humano no tiene naturaleza. La discusión que Eric Voeglin mantuvo con Arendt a propósito del totalitarismo giraba alrededor de esta noción: mientras que ésta veía en la expresión «naturaleza humana» una contradicción en los términos, el autor de The New Science of Politics veía ese mismo tipo de contradicción en la expresión «cambio de naturaleza» (Voeglin, «The Origins of Totalitarianism», Review of Politics, 15, 1953). <<
[33] Richard Bernstein ha analizado esta noción en su trabajo «Rethinking the Social and the Political», incluido en Philosophical Profiles, Cambridge, Polity Press, 1986, págs. 238 y sigs. <<
[34] Fina Birulés ha subrayado este extremo en «Poética y Política: Hannah Arendt», incluido en el vol. col. Hannah Arendt. La política tra natalità e mortalità, Milán, Franco Angeli Libri, en prensa, donde se recogen las ponencias presentadas en el coloquio que, bajo el mismo título, tuvo lugar en Sorrento el 13 y 14 de octubre de 1992. <<
[35] Véase J.M. Chaumont, «La singularité de l’univers concentrationnair selon Hannah Arendt» en A.M. Roviello y M. Weyembergh (coords)., Hannah Arendt et la modernité, París, Vrin, 1992. <<
[36] Véase su «The Concept of History» en Between Past and Future, Nueva York, The Viking Press, l.ª ed., 1961; hay una segunda edición en 1968, en la que se han añadido dos ensayos y también una traducción catalana parcial con el título La crisi de la cultura, Barcelona, Portie, 1989. <<
[37] Seyla Behabib ha enfatizado el ascendente benjaminiano de Arendt a este respecto en «Models of Public Space», Situating the Self, Cambridge, Polity Press 1992, pág. 92. <<
[38] En Hombres en tiempos…, cit., pág. 20. <<
[39] Citado por Ingeborg Nordmann, en «Hannah Arendt: las vías hacia la acción y el pensamiento políticos», en Debats, cit., pág. 41. <<
[40] Los orígenes… cit., pág. 10. <<
[41] Para la crítica de Arendt a la idea de sujeto y su relación con el planteamiento heideggeriano véase Alessandro del Lago, Il paradosso dell’agire, Nápoles, Liguori Editore, 1990, cap. 8, «Una filosofia della presenza». <<
[42] Escribe Hannah Arendt en «Sobre la humanidad en tiempos de oscuridad. Reflexiones sobre Lessing» (en Hombres en tiempos… cit., pág. 31, aunque la afirmación se repite casi literalmente en «Understanding Politics», Partisan Review, 1953, pág. 388): «El significado de un acto se revela cuando la acción en sí ha concluido y se ha convertido en historia susceptible de narración». Sólo cuando la escucha, Ulises llega a ser plenamente consciente del significado de esa historia extraída de su propia vida (La vida del espíritu, cit., pág. 159). <<
[43] Véase André Enegrén, La pensée politique de Hannah Arendt, París, PUF, 1984, especialmente el epígrafe «La mémoire du précaire», págs. 168 y sigs. <<
[44] Véase los textos de H. Arendt sobre Kant en el volumen Lectures on Kant’s Política! Philosophy, Chicago, The University of Chicago Press, 1982. El volumen contiene, además del post-scriptum al tomo I de La vida del espíritu, incluido en la edición castellana de la obra, trece conferencias sobre la filosofía política de Kant y las notas de un seminario sobre la Crítica del juicio, impartido en la New School for Social Research en el otoño de 1970. <<
Notas
[1] En el análisis del pensamiento político postclásico, resulta a menudo sumamente iluminador averiguar cuál de las dos versiones bíblicas de la creación se cita. Así, es muy característico de la diferencia entre la enseñanza de Jesús de Nazaret y la de san Pablo el hecho de que Jesús; al discutir la relación entre hombre y mujer, se refiere a Gén., I. 27: «¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra?» (Mt., XIX. 4), mientras que san Pablo en una ocasión similar insiste en que la mujer se creó «del hombre» y de ahí «para el hombre», si bien atenúa en cierto modo la diferencia: «ni la mujer sin el varón ni el varón sin la mujer» (I Cor., XI. 8-12), La diferencia indica mucho más que una diferente actitud sobre el papel de la mujer. Para Jesús, la fe estaba íntimamente relacionada con la acción; para san Pablo, la fe estaba conectada de manera primordial con la salvación. Sobre este punto es de especial interés la aportación de san Agustín (De civitate Dei, XII. 21), quien no sólo se desvía por completo de Gén., 1. 27, sino que ve la diferencia entre hombre y animal en el hecho de que el primero fue creado unum ac singulum, mientras que a todos los animales se les ordenó «existir varios al mismo tiempo» (plura simul iussit exsistere). Para san Agustín, la creación ofrece una grata oportunidad para acentuar el carácter de especie de la vida animal, a diferencia de la singularidad de la existencia humana. <<
[2] San Agustín, a quien se suele considerar el primero que planteó la llamada cuestión antropológica en filosofía, lo sabía muy bien. Distingue entre «¿Quién soy yo?» y «¿Qué soy yo?», la primera pregunta dirigida por el hombre a sí mismo («Y me dirigí a mí mismo y me dije: Tú, ¿quién eres tú? Y contesté: un hombre» —tu, quis es?, Confesiones, x. 6) y la segunda a Dios («Entonces, ¿qué soy, Dios mío? ¿Lo que es mi naturaleza?»— Quid ergo sum, Deus meus? Quae natura sum?, x. 17). Porque en el «gran misterio», el grande profundum, en que se halla el hombre (IV. 14), hay «algo de hombre (aliquid hominis) que el espíritu del hombre que está en él no conoce. Pero, Tú, Señor, que le has hecho (fecisti eum), conoces todo de él (eius omnia)» (x. 5). Así, la más familiar de estas frases cuyo texto he citado, la quaestio mihi factus sum, es una pregunta planteada en presencia de Dios, «ante cuyos ojos he llegado a ser un problema para mí mismo» (x. 33). En resumen, la respuesta a la pregunta «¿quién soy yo?» es sencillamente: «Eres un hombre, cualquier cosa que eso sea»; y la respuesta a «¿qué soy?» sólo puede darla Dios, que hizo al hombre. El interrogante sobre la naturaleza del hombre no es menos teológico que el referido a la naturaleza de Dios; ambos sólo cabe establecerlos en el marco de una respuesta divinamente revelada. <<
[3] Véase san Agustín, De civitate Dei, XIX. 19. <<
[4] William L. Westermann —«Between Slavery and Freedom», American Historical Review, L (1945)— sostiene que el «criterio de Aristóteles… de que los artesanos viven en una condición de esclavitud limitada, significa que éstos, cuando hacían un contrato de trabajo, disponían de dos de los cuatro elementos de su libre estado social (o sea, libertad de actividad económica y derecho al movimiento no restringido), pero por su propia voluntad y durante un periodo temporal»; esta cita de Westermann demuestra que la libertad se entendía formada por «el estado social, la inviolabilidad personal, la libertad de actividad económica, el derecho al movimiento no restringido», y en consecuencia la esclavitud «era la ausencia de estos cuatro atributos». Aristóteles, en su enumeración de «modos de vida» en la Ética a Nicómaco (1. 5) y Ética a Eudemo (1215a35 sigs)., ni siquiera menciona la forma de vida del artesano; para él resulta claro que un banausos no es libre (véase Política, 1337b5). Se refiere, sin embargo, a «la vida de lucro» y la rechaza porque también se «emprende bajo apremio» (Ét. Nic., 1096a5). En la Ética a Eudemo se acentúa que el criterio sea libre: únicamente enumera esas vidas que se eligen ep’exousian. <<
[5] Con respecto a la oposición de lo hermoso a lo necesario y útil, véase Política, 1333a30 sigs., 1332b32. <<
[6] Con respecto a la oposición de lo libre a lo necesario y útil, véase ibíd. 1332b2. <<
[7] Véase ibíd., 1277b8 con respecto a la distinción entre la ley despótica y la política. Sobre el tema de que la vida del déspota no es igual a la del hombre libre porque el primero está interesado por las «cosas necesarias», véase ibíd. 1325a24. <<
[8] Sobre la extendida opinión de que la estimación moderna del trabajo es de origen cristiano, véase apartado 44. <<
[9] Consúltese santo Tomás, Summa theologica, II - II. 179, esp. art. 2, donde la vita activa surge de la necessitas vitae praesentis, y Expositio in Psalmos, XLV, 3, donde al cuerpo político se le asigna la tarea de hallar todo lo que sea necesario para la vida: in civitate oportet invenire omnia necessaria ad vitarn. <<
[10] La palabra griega skholē, al igual que la latina otium, significa primordialmente libertad de actividad política y no sólo tiempo de ocio, si bien ambas palabras se emplean también para indicar libertad de labor y necesidades de la vida. En cualquier caso, siempre señalan una condición libre de preocupaciones y cuidados. Una excelente descripción de la vida cotidiana de un ciudadano ateniense corriente, que disfruta de plena libertad de labor y trabajo, se halla en Fustel de Coulanges, The Ancient City (Anchor ed., 1956), págs. 334-336; descripción que convencerá a cualquiera del tiempo que se consumía en la actividad política bajo las condiciones de la ciudad-estado. Resulta fácil imaginar la cantidad de preocupaciones que acarreaba esta ordinaria vida política si recordamos que la ley ateniense no permitía permanecer neutral y castigaba con pérdida de la ciudadanía a quienes se negaban a tomar parte en la pugna de las distintas facciones. <<
[11] Véase Aristóteles, Política, 1333a30-33. Santo Tomás define la contemplación como quies ab exterioribus motibus (Summa theologica, II - II. 179.1). <<
[12] Santo Tomás acentúa la tranquilidad del alma y recomienda la vita activa porque agota y, por lo tanto, «aquieta las pasiones interiores» facilitando la contemplación (Summa theologica, II - II. 182.3). <<
[13] Santo Tomás se muestra muy explícito sobre la relación entre la vita activa y las exigencias y necesidades del cuerpo humano que tienen en común hombres y animales (Summa theologica, II - II. 182.1). <<
[14] San Agustín habla de la «carga» (sarcina) de la vida activa impuesta por el deber de la caridad, que sería insoportable sin la «suavidad» (suavitas) y el «deleite de la verdad» que se da en la contemplación (De civitate Dei, XIX. 19). <<
[15] El tradicional resentimiento del filósofo contra la condición humana por el hecho de tener un cuerpo, no es idéntico al antiguo desprecio por las necesidades de la vida; estar sujeto a la necesidad era sólo un aspecto de la existencia corporal, y el cuerpo, una vez liberado de esta necesidad, era capaz de esa pura apariencia que los griegos llamaban belleza. Desde Platón, los filósofos añadieron al resentimiento por estar obligados a las exigencias del cuerpo, un nuevo resentimiento hacia el movimiento de cualquier clase. Debido a que el filósofo vive en completa quietud, sólo su cuerpo, según Platón, habita en la ciudad. De aquí deriva también el anterior reproche de interferencia dirigido contra los que dedicaban su vida a la política. <<
[16] Véase F. M. Cornford, «Plato’s Commonwealth», Unwritten Philosophy (1950), pág. 54: «La muerte de Pericles y la guerra del Peloponeso marcan el momento en que los hombres de pensamiento y los de acción emprenden diferentes senderos, destinados a divergir cada vez más hasta que el sabio estoico dejó de ser ciudadano de su propio país y se convirtió en ciudadano del universo». <<
[17] Herodoto (L 131), tras referir que los persas «no tienen imágenes de los dioses, ni templos, ni altares, y que consideran necias estas cosas», pasan a explicar que eso demuestra que «no creen, a diferencia de los griegos, que los dioses sean anthrōpophyeis, de naturaleza humana», o, podemos añadir, que dioseó y hombres tengan la misma naturaleza. Véase también Píndaro, Cannina Nemaea, vi. <<
[18] Véase Aristóteles, Económica, l343b24. La naturaleza garantiza para siempre a las especies su ser a través de la repetición (periodos), pero no puede hacerlo para siempre al individuo. El mismo pensamiento, «para las cosas vivas, la vida es ser», aparece en Sobre el alma, 415b13. <<
[19] El idioma griego no distingue entre «trabajos» y «actos»; denomina a los dos erga si son lo bastante duraderos para perdurar y lo suficientemente grandes para que se les recuerde. Sólo cuando los filósofos o, mejor dicho, los sofistas, comenzaron a trazar sus «interminables distinciones» y a diferenciar entre hacer y actuar (poiein y prattein), las palabras poiēmata y pragmata adquirieron mayor uso (véase Platón, Cármides, 163). Homero aún desconoce la palabra pragmata, que en Platón (ta ton anthrōpōn pragmata) está mejor interpretado por «asuntos humanos» y que tiene las connotaciones de trastorno y futilidad. En Herodoto, pragmata puede tener la misma connotación (véase, por ejemplo, I. 155). <<
[20] Heráclito, frag. B29 (Diels, Fragmente der Vorsokratiker, 19224). <<
[21] In vita activa fixi permanere possumus; in contemplativa autem intenta mente manere nullo modo valemus (santo Tomás, Summa theologica, II. II.181.4). <<
[22] Resulta Sorprendente que los dioses homéricos sólo actúen con respecto a los hombres gobernándoles desde lejos o interfiriéndose en sus asuntos. También los conflictos y luchas entre los dioses parecen surgir principalmente por su intromisión en los problemas humanos o su conflictiva parcialidad hacía los mortales. Lo que entonces aparece es una historia en la que actúan juntos hombres y dioses, pero la escena está montada por los mortales, incluso cuando la decisión se toma en la asamblea de los dioses en el Olimpo. Creo que tal «cooperación» está señalada en el homérico erg’ andrōn te theōn te (Odisea, l. 338): el bardo canta las hazañas de dioses y hombres, no historias de dioses e historias de hombres. De manera similar, la Teogonía de Hesíodo no trata las hazañas de los dioses, sino la génesis del mundo (116); así, pues, refiere cómo comenzaron a existir las cosas mediante la procreación y nacimiento (repetidos constantemente). El cantor, sirviente de las musas, exalta «las gloriosas hazañas de los hombres del pasado y de los dioses benditos» (pág. 97 sigs)., pero en ninguna parte, por lo que he podido ver, elogia las gloriosas hazañas de los dioses. <<
[23] La cita está tomada del «Index Rerum», de la edición de Tauro de santo Tomás (1922). La palabra «politicus» no se da en texto, pero el Index resume correctamente el significado de santo Tomás, como puede cumprobarse en la Summa theologica, I. 96.4; II. II.109.3. <<
[24] Societas regni en Livio, societas sceleris en Camelio Nepote. Tal alianza pudo también concluirse con propósitos comerciales, y santo Tomás todavía mantiene que una «verdadera societas» entre hombres de negocios sólo existe «donde el propio inversor comparte el riesgo», esto es, donde la sociedad es una alianza. Véase W. J. Ashley, An introduction to English Economic History and Theory (1931), pág. 419). <<
[25] Empleo aquí y en el resto del libro la expresión «especie humana» (mankind) para diferenciarla de «humanidad» (mankind), que indica la suma total de seres humanos. <<
[26] Werner Jaeger, Paideia (1945), vol. III, pág. 111. <<
[27] Aunque la principal tesis de Fustel de Coulanges, según la introducción a The Ancient City (Anchor ed., 1950), consiste en demostrar que «la misma religión» constituyó la organización de la antigua familia y la antigua ciudad-estado, aporta numerosas referencias al hecho de que el régimen de la gens, basado en la religión de la familia, y el de la ciudad «eran en realidad dos formas antagónicas de gobierno… O la ciudad no podía perdurar o con el tiempo tenía que destruir a la familia» (pág. 252). La contradicción existente en este gran libro me parece que reside en el intento de Coulanges de tratar juntas a Roma y a las ciudades-estado griegas; confía principalmente en el sentimiento político e institucional romano, si bien reconoce que el culto a la diosa Vesta «se debilitó en Grecia en una fecha muy temprana… y nunca disminuyó en Roma» (pág. 146). No sólo era mucho mayor la separación entre familia y ciudad en Grecia que en Roma, sino que únicamente en Grecia existía la religión del Olimpo, la de Homero y la ciudad-estado, diferenciada y superior a la más antigua de la familia. Mientras que Vesta, la diosa del hogar, se convirtió en la protectora de una «ciudad-hogar» y parcialmente en el culto oficial y político tras la unificación y segunda fundación de R0ma, a su colega griega, Hestia, la menciona por vez primera Hesíodo, único poeta griego que, en consciente oposición a Homero, elogia la vida del hogar; en la religión oficial de la polis tuvo que ceder su puesto a Dioniso en la asamblea de los doce dioses del Olimpo. (Véase Mommsen, Römische Geschichte, 5.ª ed., libro I, cap. 12, y Robert Graves, The Greek Myths, 1955, 27.k). <<
[28] El pasaje se encuentra en el discurso de Fénix, Iliada, IX. 443. Claramente se refiere a la educación para la guerra y el agora, la reunión pública, en las que pueden distinguirse los hombres. La traducción literal es así: «[tu padre] me encargó que te enseñara todo esto, a ser un orador de palabras y agente de hazañas» (mylthōn te rhētēr’ emenai prēktēra te ergōn). <<
[29] La traducción literal de las últimas líneas de Antígona es como sigue: «Pero las grandes palabras, contrarrestando (o devolviendo] los grandes golpes del demasiado orgulloso, enseñan entendimiento en la vejez». El significado de este párrafo es tan confuso para la comprensión moderna que rara vez se encuentra un traductor que se atreva a dar el sentido desnudo. Una excepción es la traducción de Holderlin: «Grosse Blicke aber, / Grosse Streiche der hohen Schultern / Vergeltend, / Sie haben im Alter gelehrt, zu denken». Una anécdota relatada por Plutarco puede ilustrar, a un nivel mucho más bajo, la conexión entre actuar y hablar. En cierta ocasión un hombre se acercó a Demóstenes y le relató lo horriblemente que le habían golpeado. «Pero tú no sufriste nada con lo que me cuentas», dijo Demóstenes. A lo que el otro levantó la voz y chilló: «¿Que no sufrí nada?». Demóstenes dijo a su vez: «Ahora oigo la voz de alguien que fue maltratado y sufrió» (en «Demóstenes», Vidas paralelas). Un último residuo de esta antigua conexión entre discurso y pensamiento, de la que carece nuestra noción de expresar el pensamiento por medio de palabras, puede hallarse en la fórmula ciceroniana de ratio et orntio. <<
[30] Característica de este desarrollo es que a todo político se le llamaba «rhetor» y que la retórica, el arte de hablar en público, a diferencia de la dialéctica, arte del discurso filosófico, la define Aristóteles como el arte de la persuasión (véase Retórica, 1354 al 2 sigs., y 1355b26 sigs).. (La propia distinción deriva de Platón, Gorgías, 448). En este sentido hemos de entender la decadencia de Tebas, que se imputó a la negligencia tebana por la retórica en favor del ejercicio militar (véase Jacob Burckhardt, Griechische Kulturgeschichte, Kroener ed., vol. III, pág. 190). <<
[31] Ética a Nicómáco, 1142a25 y 1178a6 sigs. <<
[32] Santo Tomás, op. cit., II-II. 50.3. <<
[33] Por lo tanto, dominus y paterfamilias fueron sinónimos, al igual que servus y familiaris: Domínum patrem familiae apellaverunt; servos… familiares (Séneca, Epístolas, 47.12). La antigua libertad romana del ciudadano desapareció cuando los emperadores romanos adoptaron el título de dominus, «ce nom, qu’Auguste et que Tibère encore, repoussaient comme une malédiction et une injure» (H. Wallon, Histoire de l’esclavage dans l’antíquité, 1847, vol. III, pág. 21). <<
[34] Segun Gunnar Myrdal (The Polítical Element in the Development of Economic Theory, 1953, p. XI), la «idea de economía social o administración doméstica colectiva (Volkswirtschaft)» es uno de los «tres principales focos» a cuyo alrededor «la especulación política que ha impregnado a la economía desde el mismo principio se halla para cristalizarse». <<
[35] Con esto no pretendo negar que la nación-estado y su sociedad surjan del reino medieval y del feudalismo, en cuyo marco la unidad familiar y el conjunto de vasallos tienen una importancia inigualable en la antigüedad clásica. La diferencia, sin embargo, es marcada. Dentro del marco feudal, familias y conjunto de vasallos eran mutuamente casi independientes, de tal modo que [a realeza, que representa una determinada zona territorial y que gobierna a los señores feudales como primus inter pares, no pretendía ser como gobernante absoluto la cabeza de una familia. La «nación» medieval era un conglomerado de familias, sus miembros no se consideraban componentes de una familia que abarcara toda la nación. <<
[36] La diferencia está muy clara en los primeros párrafos de la Económica de Aristóteles, ya que al despótico gobierno de un hombre (monarchia) de la organización familiar opone la organización de la polis, diferente por completo. <<
[37] Puede verse en Atenas el punto decisivo en la legislación de Salón. Coulanges observa acertadamente que la ley ateniense que instituyó el deber filial de mantener a los padres es la prueba de la pérdida del poder paterno (op. cit., págs. 315-316). No obstante, el poder paterno sólo se limitaba si entraba en conflicto con los intereses de la ciudad y nunca en beneficio del individuo de la familia. Así, la venta de niños y la exposición de criaturas perduró a lo largo de la antigüedad. (Véase R. H. Barrow; Slavery in the Roman Empire, 1928, pág. 8: «Otros derechos de la patria potes/as habían quedado en desuso, pero el de exposición no fue prohibido hasta el año 374 después de J.C.») <<
[38] Con respecto a esta distinción es interesante observar que había ciudades griegas en las que se obligaba a los ciudadanos a compartir sus cosechas y consumirlas en común, al tiempo que cada: uno de ellos tenía la propiedad de su terreno de manera absoluta e incontrovertida. Véase Coulanges (op. cit., pág. 61), quien califica esta ley de «singular contradicción»; no es contradicción, ya que estos dos tipos de propiedad no tenían nada en común para el antiguo entendimiento. <<
[39] Véase Leyes, 842. <<
[40] Tomado de Coulanges, op. cit., pág. 96; la referencia a Plutarco se halla en Quaestiones romanae, 51. Parece extraño que el parcial énfasis de Coulanges sobre las deidades del averno en la religión griega y romana haya pasado por alto que estos dioses no eran simples dioses de los muertos ni su culto un «culto de muerte», sino que esta temprana religión atada a la tierra servía a la vida y a la muerte como dos aspectos del mismo proceso. La vida surge de la tierra y a ella vuelve; nacimiento y muerte sólo son dos diferentes etapas de la misma vida biológica sobre la que gobiernan los dioses subterráneos. <<
[41] La discusión entre Sócrates y Eutero en la M.emorabilia (II.8) de Jenofonte es muy interesante. El segundo se ve obligado por la necesidad a trabajar y está convencido de que su cuerpo no podrá soportar esa clase de vida durante mucho tiempo y también que en su vejez será un menesteroso. A pesar de lo cual cree que trabajar es mejor que pedir. Sócrates le propone que busque a alguien «que sea rico y necesite un ayudante», a lo que Eutero responde que no podría soportar la servidumbre (douleia). <<
[42] La cita está tornada de Hobbes, Leviathan, parte I, cap. 13. <<
[43] La referencia más conocida y hermosa es la discusión de las diferentes formas de gobierno en Herodoto (m. 80-83), donde Otanes, defensor de la igualdad griega (isonomiē), declara que «no desea gobernar ni ser gobernado». Con igual espíritu Aristóteles afirma que la vida de un hombre libre es mejor que la de un déspota, negando como cosa natural la libertad de éste (Política, 1325a24). Según Coulanges, todas las palabras griegas y latinas que expresan gobierno sobre otros, tales como rex, pater, anax, basileus, se refieren originalmente a las relaciones domésticas y eran nombres dados por los esclavos a sus amos (op. cit., págs. 89 sigs.; 228). <<
[44] La proporción variaba y es ciertamente exagerada en el informe de Jenofonte sobre Esparta, donde un extranjero no contó más de sesenta ciudadanos entre cuatro mil personas reunidas en el mercado (Hellenica, III. 35). <<
[45] Véase Myrdal, op. cit.: «La noción de que la sociedad, al igual que el cabeza de familia, se responsabiliza de sus miembros, se halla profundamente enraizada en la terminología económica… La palabra alemana Volkswirtschaftslehre sugiere que existe un tema colectivo de actividad económica… con un propósito y valores comunes. En inglés, “teoría de la riqueza” o “teoria del bienestar” expresan ideas similares» (pág. 140). «¿Qué significa una economía social cuya función es una economía doméstica social? En primer lugar, implica o sugiere una analogía entre el individuo que dirige a su familia y la sociedad. Adam Smith y James Mill elaboraron explícitamente esta analogía. Tras la crítica de J. S. Smith, y con el más amplio reconocimiento de la distinción entre economía política práctica y teórica, la analogía fue menos puesta de relieve por lo general» (pág. 143). El hecho de que la analogía dejara de usarse puede también deberse a una evolución, en cuyo transcurso la sociedad devoró a la unidad familiar hasta que se convirtió en su total sustituta. <<
[46] R. H. Barrow, The Romans (1953), pág. 194. <<
[47] Las características que E. Levasseur (Histoire des classes ouvrières et de l’industrie en France avant 1789, 1900) halla en la organización feudal del trabajo, son válidas para el conjunto de las comunidades feudales: «Chacun vivait chez soi et vivait de soi-mème, le noble sur sa seigneurie, le vilain sur sa culture, le citadin dans sa vílle» (pág. 229). <<
[48] El trato justo a los esclavos, recomendado por Platón en las Leyes (777), tiene poco que ver con la justicia y no se recomienda «por consideración a los esclavos, sino por respeto a nosotros mismos». Con respecto a la coexistencia de las dos leyes, la política de justicia y la doméstica, véase Wallon, op. cit., vol. II, pág. 200: «La loi, pendant bien longtemps, donc… s’abstenait de pénétrer dan la famille, ou elle reconnaissait l’empire d’une autre loi». La jurisdicción antigua, especialmente la romana, relativa a los asuntos domésticos, trato dado a los esclavos, relaciones familiares, etc., estaba en esencia destinada a limitar el poder, de otra forma no restringido, del cabeza de familia; era inimaginable que pudiera existir una norma de justicia en la por completo «privada» sociedad de los mismos esclavos, ya que por definición estaban al margen de la ley y sujetos a la voluntad de su dueño. Sólo éste, en cuanto también era ciudadano, estaba sometido a las leyes, que, en beneficio de la ciudad, a veces incluso reducían su poder doméstico. <<
[49] W. J. Ashley, op. cit., pág. 415. <<
[50] Este «ascenso» de una esfera o rango a otro más elevado es un tema repetido en Maquiavelo. (Véase en especial El príncipe, cap. 6, sobre Hierón de Siracusa, así como cap. 7; y Discursos, libro II, cap. 13). <<
[51] «En tiempo de Salón, la esclavitud había lleado a ser considerada peor que la muerte» (Robert Schlaifer, «Greek Theories of Slavery from Homer to Aristotle», Harvard Studies in Classical Philology, XLVII, 1936). Desde entonces, philopsychia «amor a la vida» y cobardía se identificaron con esclavitud. De este modo Platón podía creer que había demostrado la natural servidumbre de los esclavos por el hecho de que no habían preferido la muerte (República, 386A). Un eco posterior de esto se halla en la respuesta de Séneca a las quejas de los esclavos: «¿No está la libertad tan próxima a la mano para que no haya ningún esclavo?» (Ep. 77.14) o en su vita si moriendi virtus abest, servitus est, «la vida es esclavitud sin la virtud que sabe cómo morir» (77.13). Para entender la antigua actitud hacia la esclavitud, no deja de tener importancia recordar que la mayoría de los esclavos eran enemigos derrotados y que por lo general sólo un pequeño porcentaje habían nacido esclavos. Mientras que bajo la República romana los esclavos procedían de territorios al margen de la ley romana, los esclavos g1iegos solían ser de la misma nacionalidad que sus dueños; habían demostrado su naturaleza servil al no suicidarse y, puesto que el valor era la virtud política por excelencia, su «natural» indignidad, su incapacidad para ser ciudadanos. La actitud hacia los esclavos cambió en el Imperio Romano, no sólo debido a la influencia del estoicismo, sino también a que una gran parte de la población esclava lo era de nacimiento. Pero incluso en Roma, labos es considerado por Virgilio:(Eneida, VI) como algo estrechamente relacionado con la muerte no gloriosa. <<
[52] Que el hombre libre se distingue del esclavo por su valor parece haber sido el tema de un poema del poeta cretense Hibrias: «Mis riquezas son la lanza, la espada y el hermoso escudo… quienes no se atreven a llevar lanza, espada y el hermoso escudo que protege al cuerpo, caen a mis pies empavorecidos y me llaman señor y gran rey» (tomado.de Eduard Meyer, Die S klaverei im Altertum, 1898, pág. 22). <<
[53] Max Weber, «Agrarverhaltnisse im Altertum», Gesammelte Aufsätze zur Social und Wirtschaftsgeschichte (1924), pág. 147. <<
[54] Perfectamente ilustrado por una observación de Séneca, quien, al discutir la utilidad de los esclavos altamente instruidos (los que conocen de memoria a todos los clásicos) con un dueño presuntamente ignorante, comenta: «Lo que la familia sabe, sabe el amo» (Ep. 27.6, tomado de Barrow, Slavery in the Roman Empire, pág. 61). <<
[55] Aien aristeuein kai hypeirochon emmenai allōn («ser siempre el mejor y sobresalir de los demás») es la preocupación fundamental de los héroes homéricos (Ilíada, VI. 208), y Homero fue «el preceptor de la Hélade». <<
[56] «La concepción de la economía política como ciencia data únicamente de Adam Smith» y fue desconocida no sólo en la antigüedad y Edad Media, sino también en la doctrina canónica, la primera «doctrina completa y económica» que «difería de la economía moderna por ser un “arte” en vez de una “ciencia”» (W. J. Ashley, op. cit., págs. 379 sigs).. La economía clásica da por sentado que el hombre, hasta donde es un ser activo, actúa exclusivamente por interés propio y sólo se deja arrastrar por un deseo, el de adquirir. La introducción de Adam Smith de una «mano invisible para fomentar un fin que no formaba parte de la intención (de nadie)», demuestra que incluso este mínimo de acción, con su uniforme motivación, contiene todavía demasiadas iniciativas que no se pueden predecir para el establecimiento de una ciencia. Marx desarrolló la economía clásica al sustituir los intereses individuales y personales por los de grupo o clase y al reducir éstos en dos clases importantes, capitalistas y trabajadores, con lo que se quedó con un conflicto, mientras que los economistas clásicos habían visto multitud de conflictos contradictorios. La razón de que el sistema económico marxista sea mucho más consistente y coherente y en consecuencia mucho más «científico» en apariencia que los de sus predecesores, radica principalmente en la elaboración del «hombre socializado», que incluso es menos activo que el «hombre económico» de la economía liberal. <<
[57] Que el utilitarismo liberal, y no el socialismo, se ve «obligado a una insostenible “ficción comunista” sobre la unidad de la sociedad» y que «la ficción comunista [está] implícita en muchos textos de economía», constituye una de las principales tesis del brillante trabajo de Myrdal (op. cit., págs. 54 y 150). Demuestra de manera concluyente que la economía sólo puede ser una ciencia si se da por sentado que un interés llena a la sociedad como un todo. Tras la «armonía de intereses» se erige siempre la «ficción comunista» de un interés, que podría llamarse bienestar. Los economistas liberales, en consecuencia, siempre se dejaron llevar por un ideal «comunista», es decir, por el «interés de la sociedad como un todo» (págs. 194-195). El problema del argumento radica en que esto «equivale a la afirmación de que la sociedad ha de concebirse como un solo súbdito, que es precisamente lo que no puede concebirse. Si lo hiciéramos, estaríamos intentando abstraer el hecho esencial de que la actividad social es el resultado de varios individuos» (pág. 154). <<
[58] Para una brillante exposición de este aspecto, por lo general olvidado, de la pertinencia de Marx a la sociedad moderna, véase Siegfried Landshut, «Die Gegenwart im Lichte de Marxschen Lehre», Hamburger Jahrbuch für Wirtschafts und Gesellschaftspolitik, I (1956). <<
[59] Aquí y más adelante aplico la expresión «división del trabajo» sólo a las modernas condiciones de trabajo en las que una actividad es dividida y atomizada en innumerables y minúsculas manipulaciones, y no a la «división del trabajo» dado en la especialización profesional. Ésta únicamente se puede clasificar así bajo el supuesto de que la sociedad debe concebirse como un solo individuo, la satisfacción de cuyas necesidades las subdivide entonces «una mano invisible» entre sus miembros. Lo mismo cabe afirmar, mutatis mutandis, de la antigua noción de la división del trabajo entre los sexos, considerada por algunos escritores como la más original. Supone que su único individuo es la especie humana, que ha dividido sus labores entre hombres y mujeres. Donde se empleó el mismo argumento en la antigüedad (véase, por ejemplo, Jenofonte, Oeconomicus, VII, 22), el énfasis y el significado son por completo distintos. La principal división es entre una vida transcurrida puertas adentro, en la familia, y la que se vive afuera, en el mundo. Sólo ésta es plenamente digna del hombre, y la noción de igualdad entre hombre y mujer que es un supuesto necesario para la división del trabajo, está ausente por entero (véase n. 81). Parece que la antigüedad sólo conoció la especialización profesional, que supuestamente estaba predeterminada por cualidades y dotes naturales. Así, el trabajo en las minas de oro, que ocupaba a varios miles de trabajadores, se distribuía de acuerdo con la fuerza y habilidad. Véase J. P. Vernant, «Travail et nature dans la Grèce ancienne», Journal de Psychologie Normale et Fathologique, LII, n. 1 (enero-marzo 1955). <<
[60] Todas las palabras europeas que indican «labor», la latina y la inglesa labor, la griega panos, la francesa travail, la alemana Arbeit, significan dolor y esfuerzo y también se usan para los dolores del parto. Labor tiene la misma raíz etimológica que labare («tropezar bajo una carga»); ponos y Arbeit, la misma que «pobreza» (penia en griego y Armut en alemán). Incluso Hesíodo, considerado entre los pocos defensores del trabajo en la antigüedad, pone el «trabajo doloroso», ponon alginoenta, como el primero de los males que importunan al hombre (Teogonía, 226). Con respecto al uso griego, véase G. Herzog-Hauser, Ponos, en Pauly-Wissowa. Arbeit y arm derivan del germánico arbma, solitario y olvidado, abandonado. Véase Kluge y Götze, Etymologisches Worterbttch (1951). En alemán medieval, la palabra se emplea para traducir labor, tribulatío, persecutio, adversitas, malum (véase la tesis de Klara Vontobel, Das Arbeitsethos des deutschen Protestantismus, Berna 1946). <<
[61] El muy citado párrafo de Homero en el que dice que Zeus se lleva la mitad de la excelencia (arete) de un hombre el día que.se convierte en esclavo (Odisea, XVII, 320 sigs)., está puesto en boca del esclavo Eumeo, y se trata de una afirmación objetiva, no de una crítica o juicio moral. El esclavo perdía la excelencia porque no era admitido en la esfera pública, donde puede mostrarse la excelencia. <<
[62] Ésta es también la razón por la que resulta imposible «diseñar el carácter de algún esclavo que vivió… Hasta que surgían a la libertad y notoriedad, era tipos indefinidos más que personas» (Barrow, Slavery in the Roman Empire, pág. 156). <<
[63] Tengo presente un poema poco conocido de Rilke sobre el dolor, escrito en su lecho de muerte. Los primeros versos del intitulado poema son éstos: «Komm du, du letzter, den ich anerkenne, / heilloser Schmerz im leiblichen Geweb», y concluye así: «Bin ich es noch, derda unkenntlich brennt? / Erinnerungen reiss ich nicht herein. / O Leben, Leben: Draussensein. / Und ich in Lohe. Niemand, der mich kennt». <<
[64] Sobre la subjetividad del dolor y su pertinencia en todas las variaciones de hedonismo y sensualismo, véase apartados 15 y 43. Para los vivos, la muerte es fundamentalmente desaparición. Pero, a diferencia del dolor, hay un aspecto de la muerte en que es como si ésta apareciera entre los vivos, aspecto que se da en la vejez. Goethe señaló que hacerse viejo es «retroceder gradualmente de la apariencia» (stufenweises Zurücktreten aus der Erscheinung); la verdad de esta observación, así como la aparición real de este proceso de desaparición, se hace tangible en los autorretratos de los grandes maestros en edad avanzada —Rembrandt, Leonardo, etc.— en los que la intensidad de los ojos parece iluminar y presidir el retroceso de la carne. <<
[65] Contra Faustum Manichaeum, v. 5. <<
[66] Esta presuposición todavía se da incluso en la filosofía política de santo Tomás (véase op. cit., II-II.181.4). <<
[67] La expresión corpus rei publicae es corriente en el latín preclásico, pero tiene la connotación de población que habita una res publica, una esfera política determinada. La palabra griega correspondiente, soma, nunca se empleó en el griego preclásico en sentido político. La metáfora se da por primera vez en san Pablo (I Cor., XII. 12-27) y es corriente en todos los escritos cristianos del primer periodo (véase, por ejemplo, Tertuliano, Apologeticus, 39, o san Ambrosio De officiis ministrorum, III. 3.17). Pasó a ser de la mayor importancia para la teoría política medieval, que de manera unánime asumió que todos los hombres eran quasi unum corpus (santo Tomás, op. cit., II-II.81.1). Pero mientras que los primeros escritores acentuaron la igualdad de los miembros, todos igualmente necesarios para el bienestar del cuerpo como un todo, más tarde se pasó la acentuación y la diferencia entre la cabeza y los miembros, al deber de la cabeza de gobernar y de los miembros de obedecer. (Para la Edad Media, véase Anton-Hennann Chrous «The Corporate Idea in the Middle Ages», Review of Politics, VIII, 1947). <<
[68] Santo Tomás, op. cit., II-II. 2.179.2. <<
[69] Véase el capítulo 57 de la Regla benedictina, en Levasseur, op. cit., 187: se uno de los monjes se enorgullecía de su trabajo, tenía que dejarlo. <<
[70] Barrow (Slavery in the Roman Empire, pág. 168), en un iluminador estudio sobre la asociación de esclavos en los colegios romanos, que les proporcionaba, además de «buena compañía en vida y la certeza de un entierro decente… el glorioso remate de un epitafio; y en esto último el esclavo encontraba un placer melancólico». <<
[71] Ética a Nicómaco, 1177b31. <<
[72] Wealth of Nations, Colección Everyman libro I, cap. 10, vol. I, págs. 95 y 120. <<
[73] Con respecto a la soledad como fenómeno de masas, véase David Riesman, The Lonely Crowd (1950). <<
[74] Plinio el Joven. El dato está tomado de W. L. Westermann, Sklaverei, en Pauly-Wissowa, suplem. VI, pág. 1045. <<
[75] Hay muchas pruebas que atestiguan la diferente estimación de la riqueza y de la cultura en Roma y en Grecia. Resulta interesante observar la sólida coincidencia de dicha estimación con la situación de los esclavos. Los esclavos romanos desempeñaron un papel mucho mayor en la cultura romana que sus colegas griegas en la suya, mientras que el papel de éstos en la vida económica fue mucho más importante. (Véase Westermann, en Pauly-Wissowa, pág. 984). <<
[76] San Agustín (De civitate Dei, XIX. 19) ve en el deber de la caridad hacia la utilitas proximi («el interés del prójimo») la limitación del otium y de la contemplación. Pero «en la vida activa no debemos codiciar los honores o poder dé esta vida… sino que el bienestar de quienes están debajo de nosotros (salutem subditorum)». Sin duda, esta clase de responsabilidad se parece más a la del cabeza de familia que a la responsabilidad política, propiamente hablando. El precepto cristiano de ocuparse de los propios asuntos de uno deriva de I Thess., 4.11: «que os esforcéis en llevar una vida quieta, laboriosa en vuestros negocios» (prattein ta idia, por lo cual ta idia se entiende como opuesto a ta koina «asuntos públicos comunes»). <<
[77] Coulanges (op. cit). sostiene lo siguiente: «El verdadero significado de familia es propiedad; designa el campo, la casa, el dinero y los esclavos», (pág 107). Sin embargo, esta «propiedad» no se considera vinculada a la familia, sino que, por el contrario, «la familia está vinculada al hogar, y éste al suelo» (pág. 62). La cuestión es que «la fortuna es inamovible como el hogar y la tumba a los que está vinculada. El único que pasa es el hombre» (pág. 74). <<
[78] Levasseur (op. cit). relata la fundación de una comunidad medieval y sus condiciones de admisión: «Il ne suffisait pas d’habiter la ville pour avoir droit à cette admission. Il fallait… posséder une maison…». Más aún: «Toute injure proférée en public contre la commune entrainait la démolition de la maison et le bannissement du coupable» (pág. 240, incluyendo n. 3). <<
[79] La distinción es mucho más obvia en el caso de los esclavos que, aunque sin propiedad en el sentido antiguo (es decir, sin un lugar propio), en modo alguno carecían de propiedad en el sentido moderno. El peculium (la «posesión privada de un esclavo») podía ascender a una suma considerable e incluso contar con esclavos propios (vicarii). Barrow habla de «la propiedad que poseían los más humildes de su clase» (Slavery in the Roman Empire, pág. 122; esta obra es el mejor informe sobre el papel desempeñado por el peculium). <<
[80] Coulanges refiere la observación de Aristóteles de que el hijo no podía ser ciudadano mientras vivía su padre; a la muerte de éste, sólo el primogénito disfrutaba de los derechos políticos (op. cit., pág. 228). Coulanges mantiene que la plebs romana estaba formada por gente sin hogar y, por lo tanto, claramente diferenciada del populus Romanus (págs. 229 sigs).. <<
[81] El conjunto de esta religión se hallaba encerrado entre las paredes de cada casa. A todos estos dioses, el Hogar, los Lares y los Manes, se les llamaba dioses ocultos o dioses del interior. Para los actos de esta religión se exigía el secreto, sacrificia occulta, como dice Cicerón (De arusp. respl., 17). Coulanges, op. cit., pág. 37). <<
[82] Parece como si los misterios eleusinos proporcionaran una experiencia común y casi pública de toda esta esfera, ya que, si bien eran comunes a todos, requerían ocultarse, mantenerse en secreto de la esfera pública. Todos podían participar en ellos, pero a nadie se le permitía hablar sobre su experiencia. Los misterios relativos a lo indecible y las experiencias más allá del discurso eran no políticos y quizás antipolíticos por definición. (Véase Karl Kerenyi, Die Geburt der Helena, 1943-1945, págs. 48 sigs). Que se referían al secreto del nacimiento y de la muerte parece demostrado por un fragmento de Píndaro: oide merz biou teleutan, oiderz de diosdotorz archan (frag. 137a). donde se dice que el iniciado conoce «el fin de la vida y el comienzo dado por Zeus». <<
[83] La palabra griega nomos, ley, procede de nemein, que significa distribuir, poseer (lo que se ha distribuido) y habitar. La combinación de ley y valla en la palabra nomos queda de manifiesto en un fragmento de Heráclito: machesthai chré ton demorz hyper tau nomou hokósper teicheos, «el pueblo ha de luchar tanto por la ley como por la valla». La palabra romana lex, ley, tiene un significado diferente por completo; indica una relación formal entre personas más que la valla que separa a unas de otras. Pero el límite y su dios, Terminus, que dividía d agrum publicum a privato (Livio). eran mucho más venerados que sus correspondientes theoi horoi griegos. <<
[84] Coulanges habla de una antigua ley griega que prohibía el contacto de dos edificios (op. cit., pág. 63). <<
[85] En su origen, la palabra polis llevaba consigo la aceptación de algo como una «pared circundante», y parece que la urbs latina también expresaba la noción de «círculo», derivada de la misma raíz que orbis. Encontramos la misma relación en la palabra inglesa town, que, originalmente, al igual que la alemana Zaun tiene el significado de valla circundante. (Véase R. B. Onians. The Origins of European Thought, J 954, pág. 444, n. 1). <<
[86] Por lo tanto, al legislador no se le exigía ser ciudadano y a menudo procedía de afuera. Su trabajo no era político; sin embargo, la vida política sólo podrá comenzar después de que hubiera acabado de legislar. <<
[87] Demóstenes, Ora/iones, 57.45: «La pobreza obliga al hombre libre a hacer muchas cosas serviles y bajas» (polla doulika kai tapeina pragmata tous eleutherous he pēnia biazetai poiein). <<
[88] Esta condición para ser admitido en la esfera pública todavía existía en la alta Edad Media. Los Books of Customs ingleses aún establecen «una definida distinción entre el artesano y el hombre libre, franke homme, de la ciudad… Si un artesano se hacía tan rico que deseaba convertirse en hombre libre, en primer lugar tenía que renegar de su oficio y sacar de su casa todos los utensilios de trabajo» (W. J. Ashley, op. cit., pág. 83). Sólo en el reinado de Eduardo III llegaron a ser tan ricos los artesanos que «en lugar de serlos artesanos quienes eran incapaces de alcanzar la ciudadanía, ésta quedó ligada a ser miembro de una de las compañías» (pág. 89). <<
[89] A diferencia de otros autores, Coulanges pone de relieve el tiempo y el esfuerzo que le exigían sus actividades a un ciudadano de la antigüedad, y añade que la afirmación aristotélica de que nadie que hubiera de trabajar para vivir podía ser ciudadano, es la simple confirmación de un hecho y no la expresión de un prejuicio (op. cit., págs. 335 sigs).. Una de las características del desarrollo moderno fue que las riquezas en sí, sin que importara la ocupación de su dueño, pasaron a ser calificación para la ciudadanía: únicamente después fue un privilegio ser ciudadano, desligado de cualquier actividad específicamente política. <<
[90] A mi entender, ésta es la solución del «famoso misterio que se nos presenta al estudiar la historia económica del mundo antiguo, es decir, que la industria se desarrolló hasta cierto punto, pero dejó de pronto de hacer los progresos que cabía esperar… (teniendo en cuenta] la calidad y capacidad organizativa mostrada a gran escala por los romanos en otros aspectos, en los servicios públicos y en el ejército» (Barrow, Slavery in the Roman Empire, págs. 109-110). Parece un prejuicio, debido a las condiciones modernas, esperar la misma capacidad de organización en lo privado que en los «servicios públicos». Max Weber, en su notable ensayo (op. cit)., ya había insistido en el hecho de que las ciudades antiguas eran más bien «centros de consumo que de producción» y que el antiguo esclavo propietario era un «rentier y no un capitalista (Unternehmer)» (págs. 13, 22 sigs. y 144). La misma indiferencia de los escritores antiguos por los asuntos económicos, así como la falta de documentos a este respecto, añade peso a la argumentación de Weber. <<
[91] Todas las historias sobre la clase trabajadora, es decir, una clase de personas que carece de propiedad y vive del trabajo de sus manos, sufren del ingenuo supuesto de que siempre ha existido tal clase. Sin embargo, como ya vimos, incluso los esclavos no carecían de propiedad, y en la antigüedad el llamado trabajo libre estaba formado generalmente por «tenderos libres, traficantes y artesanos» (Barrow, Slavery in the Roman Empire, pág. 126). M. E. Park (The Plebs Urbana in Cicero’s Day, 1921) llega por lo tanto a la conclusión de que no había trabajo libre, puesto que el hombre libre siempre aparece de alguna manera como propietario.
W. J. Ashley resume así la situación de la Edad Media hasta el siglo XV: «No había una amplia clase de jornaleros, ni “clase trabajadora” en el sentido moderno de la expresión. Con el nombre de “trabajadores” indicamos a un número de hombres entre quienes puede surgir algún dueño, pero que en su mayoría no pueden elevarse a una posición superior. Pero en el siglo XIV los más pobres tenían que pasar unos cuantos años como jornaleros, mientras que la mayoría probablemente se establecía por su cuenta en calidad de maestros artesanos en cuanto terminaban su aprendizaje» (op. cit., págs. 93-94).
Así, pues, la clase trabajadora de la antigüedad no era libre ni estaba carente de propiedad; si, por la manumisión, al esclavo se le concedía (en Roma) o tenía que comprar (en Atenas) su libertad, no pasaba a ser un trabajador libre, sino que instantáneamente se convertía en un comerciante independiente o en un artesano. («Parece ser que la mayoría de los esclavos llevaba a su estado libre algún capital de su propiedad» para establecerse en el comercio o la industria. Barrow, Slavery in the Roman Empire, pág. 103). Y en la Edad Media, ser un trabajador en el moderno sentido de la palabra no suponía más que una etapa temporal en la vida del individuo, una preparación para la maestría y la madurez. El trabajo alquilado era una excepción en la Edad Media, y los trabajadores alemanes (los Tagelohner, según la traducción de la Biblia de Lutero) o los manceuvres franceses vivían fuera de las comunidades asentadas y eran idénticos a los pobres, los «pobres trabajadores» de Inglaterra (véase Pierre Brizon, Histoire du travail et des travailleurs, 1926, pág. 40). Más aún, el hecho de que ningún código de Napoleón trate del trabajo libre (véase W. Endemann, Die Behandiung der Arbeit im Privatrecht, 1896, págs. 49 y 53) demuestra de manera concluyente lo reciente que es la existencia de la clase trabajadora. <<
[92] Véase el ingenioso comentario sobre la «propiedad es robo» en la obra de Proudhon, póstumamente publicada, Théorie de la propriété, págs. 209-210, donde presenta, la propiedad en su «egoísta y satánica naturaleza» como el «medio más eficaz para resistir al despotismo sin derribar al Estado». <<
[93] Debo confesar que no sé ver en qué se basan los economistas liberales de la sociedad actual (que hoy día se califican de conservadores) para justificar su optimismo en que la apropiación privada de riqueza bastará para salvaguardar las libertades individuales, es decir, que desempeñará el mismo papel que el de la propiedad privada. En una sociedad que acapara las tareas, esas libertades sólo están seguras mientras las garantice el Estado, e incluso entonces se hallan constantemente amenazadas, no por el Estado, sino por la sociedad, que distribuye las tareas y determina la porción de apropiación individual. <<
[94] R. W. K. Hinton, «Was Charles I a Tyrant?», Review of Politics, XVIII (enero 1956). <<
[95] Para la historia de la palabra «capital» como derivada de la latina caput, que se empleaba en la ley romana para designar al causante de una deuda, véase W. J. Ashley, op. cit., págs. 429 y 433, n. 183. Hasta el siglo XVIII no comenzaron los escritores a usar la palabra en el sentido moderno de «riqueza invertida de tal manera que produzca beneficio». <<
[96] La teoría económica medieval no concibió el dinero como denominador común y patrón, sino que lo incluía entre los consumptibiles. <<
[97] Second Treatise of Civil Govemment, sec. 27. <<
[98] Los relativamente escasos autores antiguos que elogian el trabajo y la pobreza se inspiran en este peligro (véase G. Herzog-Hauser, op. cit).. <<
[99] Las palabras griega y latina que designan el interior de la casa, megaron y atrium, guardan íntimo parentesco con oscuridad y negrura (véase Mommsen, op. cit., págs. 22 y 236). <<
[100] Aristóteles, Política, 1254b25. <<
[101] Aristóteles (Sobre la generación de los animales, 775a33) llama ponētikos a la vida de una mujer. Que mujeres y esclavos pertenecieran y vivieran juntos, que ninguna mujer, ni siquiera la esposa del cabeza de familia, viviera entre sus iguales —otras mujeres libres—, de modo que la categoría dependía mucho menos del nacimiento que de la «ocupación» o función, está muy bien presentado por Wallon (op. cit., vol. I, págs. 77 sigs)., quien habla de una «confusion des rangs, ce partage de toutes les fonctions domestiques»: «Les femmes… se confondaient avec leurs esclaves dans les soins habituels de la vie intérieure. De quelque rang qu’e lles fussent, le travail était leur apanage, comme aux hommes la guerre». <<
[102] Véase Pierre Brizon, Histoire du travail et des travailleurs (19264), pág. 184, con respecto a las condiciones del trabajo en fábrica en el siglo XVII. <<
[103] Tertuliano, op. cit., 38. <<
[104] Esta distinta experiencia puede explicar en parte la diferencia existente entre la gran cordura de san Agustín y la horrible concreción de los juicios de Tertuliano sobre política. Ambos eran romanos y profundamente modelados por la vida política romana. <<
[105] Lc. VIII. 19. El mismo pensamiento lo encontramos en Mt. VI. 1-18, donde Jesús advierte contra la hipocresía, contra la abierta exhibición de piedad. Esta no puede «aparecer en los hombres», sino sólo en Dios, que «está en lo secreto».
Cierto es que Dios «recompensará» al hombre, pero no «abiertamente»; como afirma el modelo de traducción. La palabra alemana Scheinheiligkeit expresa este fenómeno religioso, en el que la simple apariencia ya es hipocresía, de manera muy adecuada. <<
[106] Se encuentra este modismo passim en Platón (véase esp. Gorgias 482). <<
[107] El príncipe, cap. 15. <<
[108] Ibíd., cap. 8. <<
[109] Discursos, libro III, cap. 1. <<
[110] Véase «De la libertè eles anciens comparée a celle des modernes» (1819), reimpreso en Cours de Poliiique Conscitutionelle, II (1872), 549. <<
[111] Locke, Second Treatise of Civil Coverment, sec. 26. <<
[112] Así, el idioma griego distingue entre punein y ergazesthai, el latino entre laborare y facere o fabricarí, que tienen la misma raíz etimológica, el francés entre travailler y ouvrer, el alemán entre árbeiten y werken. En todos estos casos, sólo los equivalentes de «labor» tienen un inequívoco sentido de dolor y molestia. La palabra alemana Arbeit originariamente sólo se aplicó a la labor campesina ejecutada por siervos y no al trabajo del artesano, que se llamó Werk. La francesa travailler reemplazó a la antigua labourer y deriva de tripalium, una especie de tortura. Véase Grimm, Wörterbuch, págs. 1854 sigs., y Lucien Fébre, Travail: évolution d’un mot et d’une idée…Journal de Psychologie Normale et Pathologique, XLI, n. 1 (1948). <<
[113] Aristóteles, Política, 1254b25. <<
[114] Tal es el caso del francés ouvrer y del alemán werken. En ambos idiomas, a diferencia del uso corriente en inglés de «labor», las palabras travailler y arbeiten casi han perdido el significado original de dolor y molestia; Grimm (op. cit). ya había observado a mediados del siglo pasado este desarrollo: «Während in älterer Sprache die Bedeutung von molestia und schwerer Arbeit vorherrschte, die von opus. opera, zurücktrat, tritt umgekehrt in der heutigen diese vor und jene erscheint seltener». También es interesante que los nombres work, œuvre y Werk muestren una creciente tendencia a usarse en los tres idiomas para designar obras de arte. <<
[115] Véase J.-P. Vemant, «Travail et nature dans la Grèce ancienne»,Journal de Psychologie Nonnale et Pathologique, LII, n. 1 (enero-marzo 1955): «Le tenne dèmiourgoi, chez Homère et Hésiode, ne qualifie pas à l’origine l’artisan en tant que tel, comme “ouvrier”: il définit toutes les activités qui s’exercent en dehors du cadre de l’oikos, en faveur d’un public, dēmos: les artisans —charpentiers et forgerons— mais non moins qu’eux les devins, les héraults, les aèdes». <<
[116] Política, 1258b35 sigs. Para la argumentación de Aristóteles sobre la admisión de los banausoi en la ciudadanía, véase Política, III. S. Su teoría se corresponde estrechamente con la realidad: se estimaba que el ochenta por ciento del comercio, la labor y el trabajo libres lo realizaban no ciudadanos, ya «extranjeros» (katoikountes y metoikoi) o esclavos emancipados que destacaban en estas clases (véase Fritz Heichelheim, Wirtschaftsgeschichte des Altertums, 1938, vol. I, págs. 398 sigs).. Jacob Burckhardt, que en su Griechiscize Kulturgeschichte (vol. II, secs. 6 y 8) refiere la opinión griega sobre quién pertenece y quién no a la clase de los banausoi, nos informa también que no conocemos tratado alguno sobre la escultura. Teniendo en cuenta los muchos ensayos relativos a la música y a la poesía, probablemente esta carencia se debe a un simple accidente sobre la actitud de superioridad e incluso de arrogancia de los pintores famosos y ninguna anécdota sobre los escultores. Dicha estimación sobre los pintores y escultores sobrevivió muchos siglos. Todavía se la encuentra en el Renacimiento, donde la escultura se cuenta entre las artes serviles y la pintura se sitúa entre éstas y las liberales (véase Otto Neurath, «Beitrage zur Geschichte der Opera Servilia», Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, XLI, n. 2, 1915).
Que la opinión pública griega de las ciudades-estado juzgara las ocupaciones según el esfuerzo y el tiempo que requerían, nos lo confirma una observación de Aristóteles sobre la vida de los pastores: «Hay grandes diferencias en los modos de vida humana. Los más perezosos son los pastores, ya que sin labor (ponòs) se alimentan de los animales domesticados y están en holganza (skholazousin)» (Política, 1256a30 sigs).. Resulta interesante que Aristóteles, posiblemente siguiendo la opinión general, mencione aquí la pereza (aergia) junto a, y de algún modo candición de, skholē, abstención de ciertas actividades, que es la condición para llevar una vida política. El lector actual ha de saber que aergia y skholē no es lo mismo. La pereza tenía el mismo sentido que para nosotros, y una vida de skholē no se consideraba una vida perezosa. Sin embargo, la igualdad de skholē y pereza es característica de un desarrollo dentro de la polis. Así. Jenofonte relata que Sócrates fue acusado de haber citado el siguiente párrafo a Hesíodo: «El trabajo no es desgracia, pero la pereza (aergia) es desgracia». La acusación significaba que Sócrates había inculcado a sus alumnos un espíritu servil (Memorabilia, l. 2.56). Históricamente es importante tener en cuenta la distinción entre el desprecio de las ciudades-estado griega5 hacia todas las ocupaciones no políticas, que derivan de la enorme exigencia de tiempo y energía de los ciudadanos, y el anterior, más original y extendido, desprecio por las actividades que sólo sirven para mantener la vida; ad vitae sus1en1ationem se sigue definiendo en el siglo XVIII como opera servilia. En el mundo homérico, París y Odisea ayudan en la construcción de sus casas, y la propi Nausica lava la ropa de sus hermanos, etc. Todo esto pertenece a la autosuficiencia del héroe homérico, a su independencia y autónoma supremacía de su persona. Ningún trabajo es sórdido si confiere mayor independencia; la mismísima actividad pudiera ser un signo de esclavitud si no está en juego la independencia personal, sino la pura supervivencia, si no es expresión de soberanía, sino de sujeción a la necesidad. La diferente estimación de la artesanía en Homero es bien conocida. Su verdadero significado nos lo ofrece galanamente expuesto Richard Harder en un reciente ensayo titulado Eigenart der Griechen (1949). <<
[117] Labor y trabajo (panos y ergon) están diferenciados en Hesíodo; sólo el trabajo se debe a Eris, diosa de la buena lucha (Los trabajos y los días, págs. 20-26), pero la labor, como los demás males, salió de la caja de Pandera (90 sigs). y es castigo de Zeus porque Prometeo, «el astuto, le engañó». Desde entonces, «los dioses han ocultado su vida de los hombres» (42 sigs). y su maldición cae sobre los «hombres comedores de pan» (82). Más aún, Hesíodo da por sentado como cosa natural que la verdadera labor campesina la realizan los esclavos y los animales domesticados. Elogia la vida cotidiana —lo que ya bastante extraordinario en un griego—, pero su ideal es el campesino-caballero, en vez del laborante, que permanece en su casa, se aleja de las aventuras marítimas y de los asuntos públicos en el agora (29 sigs)., y se ocupa de los suyos. <<
[118] Aristóteles comienza su famosa discusión sobre la esclavitud (Política, 1253b25) afirmando que «sin las cosas necesarias, la vida, así como la buena vida, son imposibles». Tener esclavos es la forma humana de dominar la necesidad, y por lo tanto no va para pbysin, contra naturaleza; la propia vida lo exige. Así, pues, los campesinos, que proporcionan lo necesario para la vida, quedan clasificados por Platón y Aristóteles entre los esclavos (véase Roben Schlaifer, «Greek Theories of Slavery from Homer lo Aristotle», Harvard Studies in Classical Philology, XLVII, 1936). <<
[119] En este sentido Eurípides llama «malos» a los esclavos: lo ven todo desde el punto de vista del estómago. (Supplementum Euripideum, ed. Arnim, frag. 49, n. 2). <<
[120] Así, Aristóteles recomendaba que a los esclavos a quienes se les confiaran «ocupaciones libres» (ta eleuthera tōn ergōn), se les tratara con más dignidad y no como esclavos. Por otra parte, cuando en los primeros siglos del Imperio Romano ciertas funciones públicas, que siempre las habían ejercido esclavos públicos, adquirieron estimación e importancia a estos servi publici —verdaderos funcionarios públicos— se les permitió llevar toga y casarse con mujeres libres. <<
[121] Según Aristóteles, las dos cualidades que le faltan al esclavo —y que por ese motivo no es humano— son la facultad de deliberar y decidir (to bouleutikon) y la de prever y elegir (proairesis). Naturalmente, esto es una forma más explícita de decir que el esclavo se encuentra sujeto a la necesidad. <<
[122] Cicerón, De re publica, v. 2. <<
[123] «La creación del hombre mediante la labor humana» fue una de las ideas más persistentes de Marx desde su juventud. Se halla en muchas variaciones en Jugendschriften, donde en la «Kritik der Hegelschen Dialektik» se la atribuye a Hegel. (Véase Marx-Engels Gesamtausgabe, Berlín 1932, parte I, vol. 5. págs. 156 y 167). Del contexto resulta evidente que Marx quiso reemplazar la tradicional definición de hombre como animal rationale por la de animal laborans. Abona esta teoría una frase, posteriormente suprimida, de la Deutsche Ideologie: «Der erste geschit:htliche Akt dieser Individuen, wodurch sie sich von den Tieren unterscheiden, ist nicht, dass sie denken, sondern, dass sie anfungen ihre Lebensmittel zu produzieren» (ibíd., pág. 568). Similares formulaciones se hallan en el «Ökonomisch-philosophische Manuskripte» (ibíd., pág. 125), y en «Die heilige Familíe» (ibíd., pág. 189). También Engels usó similares formulaciones muchas veces, por ejemplo en el prólogo de 1884 a Ursprung der Familie o en un artículo periodístico de 1876, «Labour in the Transition from Ape to Man» (véase Marx y Engels, Selective Works, Londres 1950, vol. II).
Parece que fue Hume, y no Marx, el primero en insistir en que la labor distingue al hombre del animal (Adriano Tilgher, Homo faber, 1929; ed. inglesa: Work: What It Has Meant to Men through the Ages, 1930). Como la labor no desempeña un papel significativo en la filosofía de Hume, lo anterior tiene un exclusivo valor histórico; para él, esta característica no hacía más productiva la vida humana, sino más dura y dolorosa que la del animal. Sin embargo, resulta interesante observar con qué cuidado Hume insistía repetidamente en que ni el pensamiento ni el razonamiento diferencia al hombre del animal, y que el comportamiento de las bestias demuestra que son capaces de ambas actividades. <<
[124] Everyman ed., Wealth of Nations, vol. II; pág. 302. <<
[125] La distinción entre labor productiva e improductiva se debe a los fisiócratas, quienes distinguen entre clases productoras, poseedoras de propiedad y estériles. Puesto que sostenían que la fuente principal de toda productividad radicaba en las fuerzas naturales de la tierra, su modelo de productividad se relacionaba con la creación de nuevos objetos y no con las necesidades y exigencias di; los hombres. Así, el marqués de Mirabeau, padre del famoso orador, llama estéril a «la classe d’ouvriers dont les travaux, quoique nécessaires aux besoins des hommes et utiles à la société, ne sont pas néanmoins productifs», e ilustra su distinción entre trabajo estéril y productivo comparándola con la diferencia entre cortar una piedra y producirla (véase Jean Dautry, «La notion de travail chez Saint-Simon et Fourier», Journal de Psychologie Normale et Pathologique, LII; n. 1, enero-marzo 1955). <<
[126] Esta esperanza acompañó a Marx desde el principio hasta el final. La encontramos ya en la Deutsche ldeologie: «Es handelt sich nicht darum die Arbeit zu befreien, sondem sie aufzuheben» (Gesamtausgabe, parte I, vol. 3, pág. 185), y muchas décadas después en el tercer volumen de Das Kapital, cap. 48: «Das Rekh der Freiheít beginnt in der Tat erst da, wo das Arbeiten… aufhört» (Marx-Engels Gesamtausgabe, Zurich 1933, parte II. pág. 873). <<
[127] En su introducción al segundo libro de la Wealth of Nations (Everyman ed., vol. I. págs. 241 sigs.\'7d, Adam Srmith pone de relieve que la productividad se debe a la división de la labor más que a ésta misma. <<
[128] Véase la introducción de Engels al «Wage, Labour and Capital» de Marx (en Marx y Engels, Selected Works, Londres 1950, vol. l, pág. 384), donde Marx había introducido el nuevo término con cierto énfasis. <<
[129] Marx siempre acentuó, y especialmente en su juventud, que la principal función de la labor era la «producción de vida» y, por lo tanto, veía la labor junto a la procreación (véase Deutsche ldeologie, pág. 19; también «Wage, Labour and Capital», pág. 77). <<
[130] Las expresiones vergesel/lchafteter Mensh o gesellschaftliche Menschheit las usó con frecuencia Marx para indicar el objetivo del socialismo (véase, por ejemplo, el tercer volumen de Das Kapital, pág. 873, y el décimo de las «Tesis sobre Feuerbach»: «El punto de vista del antiguo materialismo es la sociedad “civil”; el punto de vista del nuevo es la sociedad humana, o humanidad socializada» - Selected Works, vol. II, pág. 367). Consistía en la eliminación de la fosa entre la existencia individual y social del hombre, para que éste «en su ser más individual fuera al mismo tiempo un ser social (un Gemeinwesen)» (Jugendschriften, pág. 113). Marx llama con frecuencia a esta naturaleza social del hombre su Gat tungswesen, su ser miembro de la especie, y la famosa «autoalienación» marxista es lo primero de todo alienación del hombre de ser un Gattungswesen (ibíd., pág. 89: «Eine unmittelbare Konsequenz davon, dass der Mensch dem Produkt seiner Arbeit, seiner Lebenstätigkeit, seinem Gattungswesen entfremdet ist, ist die Entfremdung des Menschen von dem Menschen»). La sociedad ideal es un estado de asuntos donde todas las actividades humanas derivan como algo natural de la «naturaleza» humana, al igual que la cera de las abejas para formar el panal de miel; vivir y laborar por la vida tendrá que llegar a ser uno y lo mismo, y la vida ya no «comenzará para [el laborante] donde cese [la actividad de laborar]» («Wage, Labour and Capital», pág. 77). <<
[131] La original acusación de Marx contra la sociedad capitalista no se basaba simplemente en que ésta transformaba todos los objetos en cosas útiles, sino también en que «el trabajador se comporta con respecto al producto de su labor como si fuera un objeto extraño» («dass der Arbeiter zurn Produkt seiner Arbeit als einem fremden Gegenstand sich berhält» - Jugendschriften, pág. 83). En otras palabras, que las cosas del mundo, una vez producidas por los hombres, quedan independientes, «extrañas» a la vida humana. <<
[132] Por comodidad sigo la exposición de Cicerón sobre ocupaciones liberales y serviles en De officiis, I. 50-54. Los criterios de prudentia y utilitas o utilitas hominum figuran en 151 y 155. (La traducción de prudentia como «un grado más elevado de inteligencia» —Walter Miller en la edición Loeb Classical Library— me parece desorientadora). <<
[133] La clasificación de la agricultura entre las artes liberales es, claro está, específicamente romana. No se debe a ninguna «utilidad» especial de la agricultura como la concebimos ahora, sino que se relaciona con la idea de patria, según la cual el ager romanus, y no sólo la ciudad de Roma, es el lugar ocupado por la esfera pública. <<
[134] Esta utilidad del puro vivir es lo que Cicerón llama mediocris utilitas (151) y la elimina de las artes liberales. A mi entender, la traducción tampoco da aquí el verdadero sentido; no se trata de «profesiones… de las que no se deriva ningún pequeño beneficio para la sociedad», sino de ocupaciones que, en clara oposición a las mencionadas anteriormente, trascienden la vulgar utilidad de los bienes de consumo. <<
[135] Los romanos consideraban tan decisiva la diferencia entre opus y operae que tenían dos formas diferentes de contrato, la locatio operis y la locatio operarum, de las que ésta desempeñaba un papel insignificante, ya que la mayor parte del trabajo lo realizaban los esclavos (véase Edgar Loening, Handwörterbuch dr Staatswissenschaften, 1890, vol. I, págs. 742 sigs).. <<
[136] Las Opera liberalia fueron identificadas en la Edad Media con el trabajo intelectual o más bien espiritual (véase Otto Neurath, «Beitrage zur Geschichte der Opera Servilia», Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, XLI, n. 2, 1915). <<
[137] H. Wallon describe este proceso bajo el reinado de Diocleciano: «… les fonctions jadis serviles se trouvèrent anoblies, élevées au premier rang de l’État. Cette haute considération qui de l’empereur se répandait sur les premiers serviteurs du palais, sur les plus hauts dignitaires de l’empire, descendait à tous les degrés des fonctions publiques… le service public devint un office public». «Les charges les plus serviles… les noms que nous avons cités aux fonctions de l’esclavage, sont revètus de l’éclat qui rejaillit de la personne du prince» (Histoire de l’esclavage dans l’antiquité, 1847, vol. III, págs. 126 y 131). Antes de esta elevación de los servicios, los amanuenses estaban clasificados entre los vigilantes de los edificios públicos o incluso con los hombres que conducían a los púgiles a la arena del circo (ibíd., pág. 171). Merece señalarse que la elevación de los «intelectuales» coincidió con el establecimiento de la burocracia. <<
[138] «La labor de algunas de las más respetables clases de la sociedad, como la de los sirvientes domésticos, no produce valor alguno», dice Adam Smith, entre ellas coloca a «todo el ejército y la marina», «funcionarios públicos» y profesiones liberales como la de los «eclesiásticos, abogados, médicos y hombres de letras de toda clase». Su trabajo, «como la declamación de los actores, la arenga del orador o la melodía del músico… perece en el mismo instante en que se produce» (op. cit., vol. I, págs. 295-296). No cabe duda de que Smith no hubiera tenido dificultad alguna en clasificar a los empleados de oficina. <<
[139] Por el contrario, es dudoso que haya habido alguna pintura más admirada que la estatua de Zeus en Olimpia, obra de Fidias, a cuyo mágico poder se le concedía la virtud de hacer olvidar toda molestia y pena; quien no la había contemplado, había vivido en vano, etc. <<
[140] Locke, op. cit., sec. 46. <<
[141] Política, 1254a7. <<
[142] En la literatura que, sobre la labor, se escribió antes del último tercio del siglo XIX, no era infrecuente insistir en la relación entre labor y el movimiento cíclico del proceso de la vida. Así, Schulze-Delitzsch, en su conferencia sobre Die Arbeit (Leipzig 1863), comienza con una descripción del ciclo deseo-esfuerzo-satisfacción: «Beim letzten Bissen fängt schon die Verdauung an». Sin embargo, en la enorme literatura postmarxista sobre el problema de la labor, el único autor que pone de relieve y teoriza sobre este aspecto muy elemental de la actividad laborante es Pierre Naville, cuya La vie de travail et ses problémes (1954) es una de las más interesantes y quizá más originales aportaciones de última hora. Al exponer los rasgos particulares del trabajo cotidiano, diferenciado de otra medida del tiempo laboral, dice lo siguiente: «Le trait principal est son caractère cyclique ou rythrnique. Ce caractère est lié à la fois a l’esprit naturel et cosmologique de la journée… et au caractère des fonctions physiologiques de l’étre humain, qu’il a en commun avec les espèces animales supérieures… Il est évidem que le travail devait être de prime abord lié à des rythmes et fonctions naturels». De ahí deriva el carácter cíclico en el gasto y reproducción de la fuerza de la labor, que determina la unidad de tiempo del trabajo cotidiano. La más importante percepción de Naville es que el carácter temporal de la vida humana, en cuanto no es meramente parte de la vida de la especie, se halla en total contraste con el cíclico carácter temporal del trabajo cotidiano: «Les limites naturelles supérieures de la vie… ne sont pas díctées, comme celle de la journée, par la nécessité et la possibílité de se reproduire, mais au contraire, par l’impossibilité de se renouveler, sinon a l’échelle de l’espéce. Le cycle s’accomplit en une fois, et ne se renouvelle pas» (págs. 19-24). <<
[143] Capital (Modern Library ed)., pág. 201. Esta fórmula es frecuente en la obra de Marx y siempre está repetida casi verbaim: labor es la eterna necesidad natural para realizar el metabolismo entre el hombre y la naturaleza. (Véase, por ejemplo, Das Kapital, vol. I, parte 1, cap. 1, sec. 2; y parte 3, cap. 5. La traducción inglesa modelo, Modero Library ed., págs. 50 y 205, no acierta a dar la precisión de Marx). Casi la misma formulación la encontramos en Das Kapital, vol. III, pág. 872. Sin duda, cuando Marx habla tan a menudo del «proceso de la vida de la sociedad» no está pensando en metáforas. <<
[144] Marx llamó «consumo productivo» a la labor (Capital, Modern Library ed., pág. 204) y nunca perdió de vista que era una condición fisiológica. <<
[145] Toda la teoría de Marx gira alrededor de la intuición primera, es decir, que ante todo el trabajador reproduce su propia vida al producir sus medios de subsistencia. En sus primeros escritos pensé, «que los hombres comienzan a diferenciarse de los animales cuando empiezan a producir sus medios de subsistencia» (Deutsche Ideologie, pág. 10). En efecto, tal es el contenido mismo de la definición de hombre como animal laborans. Lo más digno de observarse es que en otros pasajes Marx no está satisfecho con esta definición, ya que, a su juicio, no distingue lo bastante claramente al hombre de los animales. «Una araña conduce las operaciones de manera semejante a una tejedora, y una abeja pone en entredicho en la construcción de sus celdas a más de un arquitecto. Pero lo que diferencia al peor arquitecto de la mejor abeja es que éste levanta imaginativamente la estructura antes de erigirla en la realidad. Al final de todo proceso laboral obtenernos un resultado que ya existía en la imaginación del laborante en su comienzo» (Capital, Modern Library, pág. 198). Es evidente que Marx ya no habla de labor sino de trabajo, que cae fuera de sus intereses; la mejor prueba de eso estriba en que el elemento aparentemente muy importante de «imaginación» no desempeña papel alguno en su teoría de la labor. En el tercer volumen de Das Kapital repite que el superávit de labor más allá de sus inmediatas necesidades sirve a la «progresiva extensión del proceso de reproducción» (págs. 278 y 872). A pesar de ocasionales vacilaciones, Marx siguió convencido de que «Milton produjo el Paraíso perdido por la misma razón que un gusano de seda produce seda» (Theories of Surplus Value, Londres 1951, pág. 186). <<
[146] Locke, op. cit., secs. 46, 26 y 27, respectivamente. <<
[147] Ibíd., sec. 34. <<
[148] La expresión es de Karl Dunkmann (Soziologie de Arbeit, 1933, pág. 71), quien observa correctamente que el título de la más importante obra de Marx es inapropiado y que debería haberse titulado System der Arbeit. <<
[149] La curiosa formulación se halla en Thorstein Veblen, The Theory of the Leisure Class, 1917, pág. 44. <<
[150] El término vergegenständlichen no se halla con mucha frecuencia en Marx, aunque siempre en un contexto crucial. Véase Jugendschriften, pág. 88: «Das praktische Erzeugen einer gegenstandlichen Welt, die Bearbeitung der unorganíschen Natur ist die Bewährung des Menschen als eines bewussten Gattungswesens… [Das Tier] produziert unter der Herrschaft des unmittelbaren Bedürfnisses, wärhrend der Mensch selbst freí vom physischen Bedürfnis produziert und erst wahrhaft produziert in der Freiheit von demselben». Aquí, como en el párrafo de El capital citado en la nota 36, Marx introduce un concepto de labor por completo diferente, es decir, habla de trabajo y fabricación. La misma reificación se menciona en Das Kapital (vol. I, parte 3, cap. 5), aunque de manera algo equívoca: «[Die Arbeit] ist vergegenständlicht und der Gegenstand ist verarbeitet». El juego de palabras con el término Gegenstand oscurece lo que ocurre realmente en el proceso: por medio de la reificación, se ha producido una nueva cosa, pero el «objeto» que este proceso transformó en cosa es, desde el punto de vista del proceso, sólo material y no una cosa. (La traducción inglesa —Modern Library ed., pág. 201— pierde el significado del texto alemán y por lo tanto escapa del equívoco). <<
[151] Se trata de una formulación repetida en las obras de Marx. Véase, por ejemplo, Das Kapital (Modern Library ed)., vol. I, pág. 50, y vol. III, págs. 873-874. <<
[152] «Des Prozess erlischt im Produkt» (Das Kapital, vol. I, parte III, cap. 5). <<
[153] Adam Smith, op. cit., vol. I. pág. 295. <<
[154] Locke, op. cit., sec. 40. <<
[155] Adam Smith, op. cit., vol. I, pág. 294. <<
[156] Op. cit., secs. 46 y 47. <<
[157] L’ètre et le travail (1949), de Jules Vuillemin, es un buen ejemplo de lo que ocurre si uno intenta resolver los equívocos y contradicciones centrales del pensamiento de Marx. Esto sólo es posible si uno abandona por entero la prueba fenomenal y comienza a tratar los conceptos de Marx como si constituyeran por sí mismos un complicado rompecabezas de abstracciones. Así, la labor «surge aparentemente de la necesidad», pero «realmente realiza el trabajo de la libertad y afirma nuestra fuerza»; en la labor, la «necesidad expresa [para el hombre] una libertad oculta» (págs. 15 y 16). Contra estos intentos de adulterada vulgarización, cabe recordar la soberana actitud de Marx con respecto a su obra, según relata Kautsky en la siguiente anécdota: Kautsky le preguntó a Marx en 1881 si no pensaba en la edición de sus obras completas, a lo que éste contestó: «Primero hay que escribir esas obras» (Kautsky, Aus der Frühzeit des Marxismus, 1935, pág. 53). <<
[158] Das Kapital, vol. III. pág. 873. En la Deutsche Ideologie, Marx afirma que «die kommunistische Revolution… die Arbeit beseítigt» (pág. 59), tras haber afirmado poco antes (pág. 10) que sólo mediante la labor se diferencia el hombre de los animales. <<
[159] La formulación es de Edmund Wilson en To the Finland Statian (Anchor ed., 1953), pero esta crítica es familiar en la literatura marxista. <<
[160] Véase cap. VI, sec. 42 de este libro. <<
[161] Deutsche Ideologie, pág. 17. <<
[162] En ninguna parte del Antiguo Testamento figura la muerte como «salario del pecado». Ni la maldición que expulsó al hombre del Paraíso le castiga con el trabajo y el nacimiento; únicamente hizo más dura la labor y penoso el nacimiento. Según el Génesis, el hombre (adam) fue creado para que cuidara el suelo (adamah), como su nombre, forma masculina de «suelo», índica (véase Gén. u. 5.15). «Y Adam no tenía que cultivar adamah… y Él, Dios, creó a Adán del polvo de adamah… Él. Dios, tomó a Adán y le puso en el jardín del Edén para que lo cultivase y guardase» (sigo la traducción de Martín Buber y Franz Rosenzweig, Die Schrift, Berlín, sin fecha). La palabra que indica «cultivar», que más tarde se convirtió en la que indicaba laborar en hebreo, leawad, tiene el sentido de «servir». La maldición (m. 17-19) no menciona esta palabra, pero el significado es claro: «el servicio para el que fue creado el hombre se convirtió en servidumbre». El corriente y popular malentendido de la maldición se debe a una inconsciente interpretación del Antiguo Testamento a la luz del pensamiento griego. Dicho malentendido suelen evitarlo los escritores católicos. Véase, por ejemplo, Jacques Leclercq, «Travail. Propríété», en Leçons de droit naturel, 1946, vol. IV, parte 2, pág. 31: «La peine du travail est le résultat du péché original… L’homme non déchu eût travaillé dans la joie, mais il eût travaillé»; o J. Chr. Nattermann, Die moderne Arbeit, soziologisch und theologisch betrachtet, 1953, pág. 9. En este contexto resulta interesante comparar la maldición del Antiguo Testamento con la en apariencia similar explicación de la rudeza de la labor en Hesíodo. Éste dice que los dioses, para castigar al hombre, le escondieron la vida (véase n. 8) y tuvo que ir en su busca, mientras que antes sólo tenía que recoger los frutos que la tierra le proporcionaba en campos y árboles. Aquí la maldición no sólo consiste en la rudeza de la labor, sino en la propia labor. <<
[163] Todos los escritores de la Época Moderna están de acuerdo en que el aspecto «bueno» y «productivo» de la naturaleza humana se refleja en la sociedad, mientras que su lado malo hace necesario el gobierno. Como Thomas Paine escribía: «La sociedad se produce por nuestras necesidades, y el gobierno por nuestra maldad; la primera fomenta de manera positiva nuestra felicidad uniendo nuestros afectos, el segundo lo hace de modo negativo refrenando nuestros defectos… La sociedad es una bendición en cualquier Estado, y el gobierno, incluso en el mejor Estado, es un mal necesario» (Common Sense, 1776). O bien Madison: «Pero ¿qué es el gobierno sino el mayor de todos los reflejos de la naturaleza humana? Si los hombres fueran ángeles, no sería necesario ningún gobierno. Si los ángeles gobernaran a los hombres, no serían necesarios los controles externos ni internos» (The Federalist, Modern Library ed., pág. 337). <<
[164] Por ejemplo, ésta era la opinión de Adam Smith, a quien le indignaba «la pública extravagancia del gobierno»: «la totalidad, o casi la totalidad de la renta pública, se emplea en la mayoría de los países en mantener manos improductivas» (op. cit. vol. I, pág. 306). <<
[165] Es indudable que «antes de 1690 nadie comprendía que un hombre tuviera un derecho natural a la propiedad creada por su labor; después de 1690 la idea se convirtió en axioma de la ciencia social» (Richard Schlatter, Private Property: the History of an Idea, 1951, pág. 156). Los conceptos de la labor y propiedad eran mutuamente exclusivos, mientras que labor y pobreza (ponos y penia, Arbeit y Armut) se relacionaban en el sentido de que la actividad correspondiente a la situación de la pobreza era el laborar. Platón, que sostuvo que los esclavos eran «malos» porque no eran dueños de su propia parte animal, dijo casi lo mismo sobre el estado de pobreza. El pobre «no es dueño de si» (penēs ōn kai heautou mē kratōn, Séptima carta, 351A). Ningún escritor clásico pensó en la labor como posible fuente de riqueza. Según Cicerón —quien probablemente se limita a resumir la opinión de sus contemporáneos—, la propiedad se da por antigua conquista o victoria, o bien por división legal (aut vetere occupatione aut victoria aut lege, De officiis, I. 21) <<
[166] Véase la sec. 8 de este libro. <<
[167] Op. cit., sec. 26. <<
[168] Ibíd., sec. 25. <<
[169] Ibíd., sec. 31. <<
[170] A mi entender, ciertos tipos de suave, aunque frecuente, entrega a la droga, cuya culpa se carga a la propiedad que tiene la droga para crear hábito, quizá puedan deberse al deseo de repetir el experimentado placer de quedar aliviado del dolor, con la intensa sensación de euforia que lleva consigo. La antigüedad conoció muy bien este fenómeno, mientras que en la literatura moderna sólo he encontrado apoyo a mi criterio en Isak Dinesen, «Converse at Night in Copenhagen», en Last Tales, 1957, págs. 338 sigs., donde la autora sitúa el «cese del dolor» entre las «tres clases de felicidad perfecta». Ya Platón argumentaba contra quienes, «una vez libres de dolor, creen firmemente que han alcanzado la meta del… placer» (República, 585A), aunque concede que esos «placeres mezclados» que siguen al dolor son más intensos que los placeres puros, tal como oler un exquisito aroma o contemplar figuras geométricas. Resulta bastante curioso que fueran los hedonistas quienes no quisieran admitir que el placer de librarse del dolor es de mayor intensidad que el «puro placer», para no hablar de la mera ausencia de dolor. Así, Cicerón acusó a Epicuro de haber confundido la simple ausencia de dolor con la liberación de él (véase Brochard, Études de philosophie ancienne et de philosophie moderne, 1912, págs. 252 sigs).. Y Lucrecio exclamó: «¿No ves que la naturaleza sólo clama por dos cosas, un cuerpo libre de dolor y una mente sin preocupación…?» (De rerum natura, trad. inglesa The Nature of the Universe, Penguin, pág. 60). <<
[171] Brochard (op. cit). ofrece un excelente sumario de los filósofos de la tardía antigüedad, en especial de Epicuro. El camino para alcanzar la firme felicidad sensual reside en la capacidad del alma «paca escapar a un mundo más feliz que se crea, de modo que con la ayuda de la imaginación siempre puede persuadir al cuerpo a que experimente el mismo placer que ya ha conocido» (págs. 278 y 294 sigs).. <<
[172] Característica de todas las teorías que argumentan en contra de la capacidad de los sentidos dada por el mundo, es que no reconocen a la vista como el más elevado y noble de los sentidos y la sustituyen por el gusto o el tacto, que son los sentidos más privados, es decir, los pensadores que niegan la realidad del mundo exterior estarían de acuerdo con esta frase de Lucrecio: «Porque el tacto y nada más que el tacto (de todo lo que los hombres llaman sagrado) es la esencia de todas nuestras sensaciones corporales» (op. cit., pág. 72). Sin embargo, esto no es bastante; el tacto o el gusto en un cuerpo no irritado aún dan demasiada realidad del mundo: cuando como un plato de fresas, experimento el gusto de las fresas y no el gusto mismo, o, para tomar un ejemplo de Galileo, cuando «paso la mano, primero sobre una estatua de mármol, luego sobre un hombre vivo», siento el mármol y el cuerpo vivo, y no mi propia mano. Por lo tanto, Galileo, cuando desea demostrar que las cualidades secundarias, tales como colores, gustos, olores, «no son más que simples nombres (que tienen] su residencia solamente en el cuerpo sensitivo», tiene que abandonar su ejemplo e introducir la sensación que produce el cosquilleo de una pluma de ave, con lo que concluye así: «Creo firmemente que estas varías cualidades que se atribuyen a los cuerpos naturales, tales como olores, sabores, colores y demás, están poseídas de una existencia similar y no mayor», «Il saggiatore», en Opere, vol. IV, págs. 333 sigs.; cita sacada de la traducción de E. A. Burtt, Metaphysical Foundations of Modern Science, 1932.
Este argumento sólo puede basarse en las experiencias sensoriales en que el cuerpo se vuelve sobre sí mismo y, por lo tanto, cabe decir que arrojado del mundo en que normalmente se mueve. Cuanto más fuerte es la sensación corporal interna, más verosímil parece el argumento. Descartes, situado en la misma línea, dice así: «El simple movimiento de una espada que corta una porción de nuestra piel produce dolor, pero no por eso nos hace conocer el movimiento o la figura de la espada. Y es cierto que esta sensación de dolor no es menos diferente del movimiento que la produce… que es la sensación que tenemos de color, sonido, olor o gusto» (Principios, parte 4; traducción inglesa de Haldane y Ross, Philosophical Works, 1911). <<
[173] Esta relación fue débilmente captada por los discípulos de Bergson en Francia (véase en especial Édouard Berth, Les méfaits des irztellectuells, 1914, cap. 1, y Georges Sorel, D’Aristote á. Marx, 1935). A la misma escuela pertenece la obra del erudito italiano Adriano Tilgher (op. cit)., quien acentúa la idea de que la labor es el centro y constituye la clave para el nuevo concepto e imagen de la vida (ed. inglesa, pág. SS). La escuela de Bergson, al igual que su maestro, idealiza la labor al equipararla con el trabajo y la fabricación. No obstante, la similitud entre el motor de la vida biológica y el élan vital de Bergson es sorprendente. <<
[174] En una sociedad comunista o socialista, todas las profesiones pasarían a ser hobbies; no habría pintores, sino personas que entre otras cosas dedicarían una parte de su tiempo a pintar; personas que «hacen esto hoy y eso mañana, que cazan por la mañana, van a pescar por la tarde, crían ganado al atardecer, son criticas después de cenar, según lo creen conveniente, sin que por eso se conviertan en cazadores, pescadores, pastores o críticos» (Deutsche Ideologie, págs. 22 y 373). <<
[175] República, 590C. <<
[176] Veblen, op. cit., pág. 33. <<
[177] Séneca, De tranquíllitate anímae, II. 3. <<
[178] Véase el excelente análisis de Winston Ashley, The Theory of Natural Slavery, according to Aristotle and St. Thomas (Disertación, Universidad de Notre Dame 1941, cap. 5), quien adecuadamente pone de relieve lo siguiente: «Por lo tanto, sería perder por completo la argumentación de Aristóteles creer que consideraba a los esclavos como universalmente necesarios sólo como instrumentos productivos. Más bien acentúa su necesidad para el consumo». <<
[179] Max Weber, «Agrarverhältnisse in Altertum», en Gesammelte Aufsätze zur Sozial und Wirtschaftsgeschichte (1924), pág. 13. <<
[180] Por ejemplo, Herodoto, l. 113: eide te día toutōn, y passim. Una expresión similar se da en Plinio, Naturalis historia, XXIX. 19: alienis pedibus ambulamus; alienis oculis agnoscimus; aliena memoria salutamus; aliena vivimus opera (cita tomada de R. H. Barrów, Slavery in the Roman Empire, 1928, pag. 26). «Andamos con pies ajenos, vislumbramos las cosas con ojos ajenos, saludamos a los demás con memoria ajena, vivimos mediante la labor de los demás». <<
[181] Aristóteles, Política, 1253b30-1254a18. <<
[182] Winston Ashley, op. cit., cap. 5. <<
[183] Véase Viktor von Weizsacker, «Zuro Begriff der Arbeit», en Festschrift für Alfred Weber (1948), pág. 739. El ensayo es digno de señalarse por ciertas observaciones dispersas, si bien en conjunto es inútil, ya que Weizsacker oscurece el concepto de labor con el gratuito supuesto de que el ser humano enfermo tiene que «realizar labor» para ponerse bien. <<
[184] Aunque esta categoría de labor-juego parezca a primera vista tan general como desprovista de significado, es característica en otro aspecto: la verdadera oposición subyacente es la de la necesidad con la libertad, y debe señalarse lo apropiado que resulta para el pensamiento moderno considerar la diversión como fuente de libertad. Aparte de esta generalización, las modernas idealizaciones de la labor pueden incluirse de una manera global en las siguientes categorías: 1). La labor es un medio para alcanzar un fin más elevado. Ésta es la posición católica, que tiene el gran mérito de no escapar por completo de la realidad, de manera que las íntimas relaciones entre labor y vida, así como entre labor y dolor, suelen ser al menos mencionadas. Un destacado representante es Jacques Leclercq de Lovaina, especialmente en su análisis de la labor y de la propiedad en Leçons de droit naturel (1946), vol. IV, parte 2. 2). La labor es un acto de modelado en el que «una determinada estructura se transforma en otra más elevada». Ésta es la tesis básica de la famosa obra de Otto Lipmann, Grundriss der Arbeitswissenschaft (1926). 3). La labor en una sociedad laboral es puro placer o «puede realizarse plenamente de manera tan satisfactoria como las actividades de ocio» (véase Glen W. Cleeton, Making Work Human, 1949). Esta posición es la adoptada hoy en día por Corrado Gini en su Ecconomica Lavorista (1954), quien considera que los Estados Unidos son una «sociedad laborante» (societa lavorista) donde la «labor es un placer y donde los hombres quieren laborar». (Para un resumen de esta opinión, véase Zeitschríft für die gesamte Staatswissenschaft, CIX, 1953; y CX, 1954). Esta teoría es menos nueva de lo que parece. El primero que la formuló fue F. Nitti («Le travail humain et ses lois», Revue Internationale de Sociologie, 1895), quien incluso mantuvo entonces que la «idea de que la labor es dolorosa es un hecho psicológico más que fisiológico», de manera que el dolor desaparecerá en una sociedad en que todos trabajen. 4). Finalmente, la labor es la confirmación del hombre en sí mismo y en contra de la naturaleza, a la que domina mediante la labor. Éste es el supuesto que sustenta —explícita o implícitamente— la nueva tendencia, especialmente francesa, de un humanismo de la labor. Su representante más conocido es Georges Friedmann.
Después de todas estas teorías y discusiones académicas, resulta un alivio enterarse de que si a la mayoría de los trabajadores se les pregunta «¿por qué trabaja el hombre?», contestan simplemente «para poder vivir» o «para ganar dinero» (véase Helmut Schelsky, Arbeiterjugend Gestem und Heute, 1955, cuyos libros están libres de prejuicios e idealizaciones). <<
[185] El papel que desempeña el hobby en la moderna sociedad laboral es sorprendente y puede ser la raíz de la experiencia en las teorías labor-diversión. Lo especialmente notable en este contexto es que Marx, que no tuvo la menor vislumbre de este desarrollo, confiaba que en su utópica sociedad sin labor todas las actividades se realizarían de manera muy semejante a las actividades propias del hobby. <<
[186] República, 346. Por lo tanto, «el arte de la adquisición evita la pobreza, como la medicina evita la enfermedad» (Gorgias, 478). Puesto que el pago de sus servicios era voluntario (Loening, op. cit)., las profesiones liberales debían haber alcanzado una notable perfección en el «arte de hacer dinero». <<
[187] La corriente explicación moderna de esta costumbre que fue característica de toda la antigüedad griega y latina —que su origen ha de buscarse en «la creencia de que el esclavo es incapaz de decir la verdad si no es en el potro de tormento» (Barrow, op. cit., pág. 31)— es absolutamente errónea. Lo cierto es lo contrario, es decir, que nadie puede inventar una mentira bajo tortura: «On croyait recueillir la voix même de la nature dans les cris de la douleur. Plus la douleur pénétrait avant, plus intime et plus vrai sembla être ce témoignage de la chair et du sang» (Wallon, op. cit., vol. I, pág. 325). La psicología antigua conocía mucho mejor que nosotros el elemento de libertad, de libre invención, en contar mentiras. Las «necesidades». de la tortura se suponía que destruían esta libertad y, por lo tanto, no podía aplicarse a los ciudadanos libres. <<
[188] Las palabras griegas más antiguas para designar a los esclavos, douloi y dmóes, significan el enemigo derrotado. Sobre las guerras y la venta de prisioneros de guerra como la fuente principal de la antigua esclavitud, véase W. L. Westennann, «Sklaverei», en Pauly-Wissowa. <<
[189] Hoy día, debido a los progresos en las armas de guerra y destrucción, solemos pasar por alto esta importante tendencia de la Época Moderna. En realidad, el siglo XIX fue uno de los más pacíficos de la historia. <<
[190] Wallon, op. cit., vol. III, pág. 265. Wallon muestra brillantemente que la última generalización estoica, la de que todos los hombres son esclavos, se basa en el desarrollo del Imperio Romano, donde la antigua libertad fue gradualmente abolida por el gobierno imperial, de tal modo que al final nadie era libre y todos tenían su dueño. El punto decisivo fue cuando Calígula, primero, y después Trajano consintieron en que los llamaran dominus, palabra que anteriormente se empleaba para el cabeza de familia. la llamada moralidad esclava de la tardía antigüedad y su supuesto de que no existía verdadera diferencia entre la vida de un esclavo y la de un hombre libre, tenía un fondo muy realista. Ahora el esclavo podía decir a su dueño: nadie es libre, todo el mudo tiene su dueño. Segú Wallon: «Les condamnés aux mines ont pour confréres, a un moindre degré de peine, les condamnés aux moulins, aux boulangeries, aux relais publics, a tout autre travail faisant l’objet d’une corporation particulière» (pág. 216). «C’est le droit de l’esclavage qui gouverne maintenant le citoyen; et nous avons retrouvé toute la législation propre aux esclaves dans les règlements qui concernent sa personne, sa famille ou ses biens» (págs. 219-220). <<
[191] La sociedad sin clases y sin estados de Marx no es utópica. Dejando aparte el hecho de que los progresos modernos tienen una inconfundible tendencia a suprimir las distinciones de clase en la sociedad y a reemplazar el gobierno por esa «administración de cosas» que, según Engels, era la señal distintiva de la sociedad socialista, estos ideales los concibió Marx basándose en la democracia ateniense, con la excepción de que en la sociedad comunista los privilegios de los ciudadanos libres tenían que extenderse a todos. <<
[192] Quizá no sea exagerado decir que La condition ouvrière (1951), de Simone Weil, es el único libro en la enorme literatura sobre la cuestión laboral que trata el problema sin prejuicio ni sentimentalismo. Como lema de su diario, que relata día a día sus experiencias en una fábrica, escogió esta frase de Homero: poll’ aekadzomenē, kraterē d’epikeiset’ anagkē («mucho contra tu propia voluntad, ya que la necesidad pesa más poderosamente sobre ti»), y concluye diciendo que la esperanza de una liberación final con respecto a la labor y a la necesidad es el único elemento utópico del marxismo y, al mismo tiempo, el verdadero motor de todos los movimientos laborales revolucionarios inspirados en el marxismo. Es el «opio del pueblo» que Marx creyó que era la religión. <<
[193] Ni que decir tiene que este ocio no es lo mismo, como mantiene la opinión corriente, que la skholē de la antigüedad, que no era un fenómeno de consumo, «conspicuo» o no, y que no se daba mediante el «tiempo sobrante» ahorrado del laborar, sino que por el contrario era una consciente «abstención» de todas las actividades relacionadas con el simple estar vivo, la actividad consumidora no menos que la laborante. la piedra de toque de esta skholē, a diferencia del ideal moderno de ocio, es la conocida y muy descrita frugalidad de la vida griega en el período clásico. Así, es característico que el comercio marítimo, responsable más que cualquier otra actividad de la riqueza de Atenas, se consideró sospechoso, de tal modo que Platón, siguiendo a Hesíodo, recomendó la fundación de nuevas ciudades-estado lejos del mar. <<
[194] Durante la Edad Media, se calcula que apenas se trabajaba más de la mitad de los días del año. Los días festivos oficiales sumaban 141 (véase Levasseur, op. cit., pág. 329, y Liesse, Le Travail, 1899, pág. 253, en lo que respecta a los días laborables en Francia antes de la Revolución). La monstruosa extensión del día laboral es característica del comienzo de 12. revolución industrial, cuando los trabajadores tuvieron que competir con la introducción de nuevas máquinas. Antes de eso, el día de trabajo comprendía de once a doce horas en Inglaterra durante el siglo XV y diez en el XVII (véase H. Herkner, «Arbeitszeit», en Handworterbuch für die Staatswissenschaft, 1923, vol. I, págs. 889 sigs).. En resumen, «les travailleurs ont connu, pendant la premiére moitié du XIXe siécle. des conditíons d’existence pires que celles subíes auparavant par les plus infortunés» (Édouard Dolléans, Histoire du travail en France, 1953). Se suele sobrevalorar el progreso logrado en nuestro tiempo, ya que lo comparamos con una «época oscura». Por ejemplo, tal vez el promedio de vida de la mayoría de los países altamente civilizados de hoy día corresponda sólo al promedio dado por la antigüedad durante varios siglos. No lo sabemos con seguridad, pero los años de vida que nos dan las biografías de personajes famosos nos invitan a mantener esa suposición. <<
[195] Locke, op. cit., sec. 28. <<
[196] Ibíd., sec. 43. <<
[197] Adam Smith, op. cit., vol. I, pág. 295. <<
[198] La palabra latina faber, probablemente relacionada con facere («hacer algo» en el sentido de producción), designaba originariamente al fabricador y artista que trabajaba el material duro, tal como la piedra o la madera; también se empleó como traducción del griego tektón, que tiene la misma connotación. La palabra fabri. a menudo seguida de tignarii, designa en especial a los trabajadores de la construcción y carpinteros. Me ha sido imposible averiguar cuándo y dónde apareció por primera vez la expresión homo faber, sin duda de origen moderno, postmedieval. Jean Leclercq («Vers la société basée sur le travail», Revue du Travail LI, n. 3, marzo 1950) sugiere que fue Bergson quien «lanzó el concepto de homo faber en la circulación de ideas». <<
[199] Esto queda implicado en el verbo latino obicere, del que nuestra palabra «objeto» es una tardía derivación, y en la palabra alemana que designa objeto, Gegenstand. «Objeto» significa literalmente «algo lanzado» o «puesto contra». <<
[200] Esta interpretación de la creatividad humana es medieval. mientras que la noción del hombre como señor de la Tierra es característica de la Época Moderna. Ambas están en contradicción con el espíritu de la Biblia. Según el Antiguo Testamento, el hombre es el dueño de todas las criaturas vivas (Gén., 1), que fueron creadas para ayudarle (11. 19). Pero en ninguna parte figura que se le haya hecho señor y amo de la Tierra; por el contrario, fue puesto en el jardín del Edén para servirlo y conservarlo (11. 15). Resulta interesante observar que Lutero, rechazando conscientemente el compromiso escolástico con la antigüedad griega y latina, intenta eliminar del trabajo y de la labor humanos todos los elementos de producción y fabricación. Según él, la labor humana es únicamente «búsqueda» de los tesoros que Dios ha puesto en la Tierra. Siguiendo el Antiguo Testamento, acentúa la total dependencia del hombre con respecto a la Tierra, no su dominio: «Sage an, wer legt das Silber und Gold in die Berge, dass man es findet? Wer legt in die Acker solch grosses Gut als heraus wächst…? Tut das Menschen Arbeit? Ja wohl, Arbeit findet es wohl; aber Gott muss es dah1n legen, soll es die Arbeit finden… So finden wir denn, dass alle unsere Arbeit nichts ist denn Gottes Güter finden und aufheben, nichts aber möge machen und erhalten» (Werke, Walch ed., vol. V, 1873). <<
[201] Hendrik de Man, por ejemplo, describe casi exclusivamente las satisfacciones de hacer y laborar bajo el desorientador título siguiente: Der Kampf um die Arbeítsfreude (1927). <<
[202] Yves Simon, Trois leçons sur le travail (París, sin fecha). Este tipo de idealización es frecuente en el pensamiento católico liberal o de izquierda francés. (Véase en especial Jean Lacroix, «La notion du travail», La Víe Intellectuelle, junio 1952, y el dominico M. D. Chenu, «Pour une théologie du travail», Esprit, 1952 y 1955: «Le travailleur travaille pour son reuvre plutôt que pour lui-même: loi de générosité métaphysique, qui définit l’activité laborieuse»). <<
[203] Georges Friedmann (Problemes humains du machinisme índustriel. 1946, pág. 211) relata con qué frecuencia los trabajadores de las grandes fábricas ni siquiera conocen el nombre o la exacta función de la piedra producida por su máquina. <<
[204] El testimonio de Aristóteles de que Platón introdujo el término idea en la terminología filosófica, se encuentra en el primer libro de su Metafísica (987b8). Un excelente relato del uso anterior de la palabra y de la doctrina de Platón se halla en Gerard F. Else, «The Terminology of Ideas», Harvard Studies in Classical Philology, XLVII (1936). Else insiste en que «lo que la doctrina de las ideas fue en su forma completa y final es algo que no podemos saber por los diálogos». Tampoco estamos seguros del origen de la doctrina, aunque en este caso la guía más certera puede ser la misma palabra que Platón introdujo tan sorprendentemente en la terminología filosófica, aunque esa palabra no era corriente en el habla del Ática. Sin duda alguna, las palabras eidos e idea se relacionan con aspectos o formas visibles, en especial de criaturas vivas; esto hace improbable que Platón concibiera la doctrina de las ideas influido por formas geométricas. La tesis de Francis M. Cornford (Plato and Parmenides, Liberal Arts ed., págs. 69-100) en el sentido de que la doctrina es posiblemente de origen socrático, ya que Sócrates intentó definir la justicia en sí misma o el bien en sí mismo al no poderlos percibir con nuestros sentidos, y asimismo pitagórico, ya que la doctrina de la existencia (chórismos) eterna y separada de las ideas entraña «la separada existencia de un alma consciente y conocedora aparte del cuerpo y de los sentidos», me parece muy convincente. Pero mi presentación deja todos estos supuestos en suspenso. Se relaciona simplemente con el tercer libro de la República, donde Platón explica su doctrina tomando el «ejemplo común» de un artesano que hace camas y mesas «de acuerdo con su idea de ellas», y luego añade: «Ésa es nuestrá manera de hablar en éste y similares ejemplos». Sin duda, la misma palabra idea era sugestiva para Platón y quiso que sugiriera al «artesano que hace un lecho o una mesa sin mirar… otro lecho o mesa, mirando a la idea del lecho» (Kurt von Fritz, The Constitution of Athens, 1950, págs. 34-35). No es necesario decir que en ninguna de estas explicaciones se toca la raíz del tema, es decir, la especifica experiencia filosófica subyacente en el concepto de idea, por un lado, y su más asombrosa cualidad, por el otro, o sea, su iluminador poder, su ser to phanotaton o ekphanestaton. <<
[205] A la famosa compilación que Karl Bücher hizo de canciones rítmicas de labor en 1897 (Arbeit und Rhythmus 19246) siguió una voluminosa literatura de naturaleza más científica. Uno de los mejores de estos estudios (Joseph Schopp, Das deutsche Arbeitslied, 1935) recalca que existen sólo canciones de labor, no canciones de trabajo. A menudo se observa el sorprendente parecido entre el ritmo «natural» inherente a toda operación laboral y el de las máquinas, al margen de las repetidas quejas sobre el ritmo «artificial» que imponen las máquinas al laborante. Tales quejas son relativamente raras entre los laborantes, quienes, por el contrario, parecen encontrar el mismo grado de placer en el repetido trabajo de la máquina que en cualquier otra repetida labor (véase. por ejemplo, Georges Friedmann, Où va le travail humain?, 19532, pág. 233, y Hendrik de Man, op. cit., pág. 213). Esto confirma las observaciones que se hicieron en las fábricas de la Ford al comienzo de nuestro siglo. Karl Bücher, que creía que la «labor rítmica es labor altamente espiritual» (vergeistigt), escribió «Aufreibend werden nur solche einförmigen Arbeiten, die sich nicht rhythrnisch gestalten Lassen» (op. cit., pág. 443). Porque si bien la velocidad de trabajo de la máquina es sin duda mucho mayor y repetida que la de la «natural» labor espontánea, el hecho de una realización rítmica como tal hace que la labor de la máquina y la labor preindustrial tengan más en común entre sí que cualquiera de ellas con el trabajo. Hendrik de Man, por ejemplo, sabe bien que «diese von Bücher… gepriesene Welt weniger die des… handwerksmässig schöpferischen Gewerbes als die der eínfachen, sehieren… Arbeítsfron [ist]» (op. cit., pág. 244).
Todas estas teorías son muy discutibles debido a que los propios trabajadores dan una razón diferente por completo a su preferencia por la labor repetida. La prefieren porque es mecánica y no exige atención, de manera que mientras la realizan pueden pensar en otra cosa. (Pueden «geistig wegtreten», como dijeron los trabajadores de Berlín. Véase Thielicke y Pentzlin, Mensch und Arbeit im technischen Zeitalter: Zum Problem der Rationalisierung. 1954, pág. 35 sigs., quienes también informan que, según una investigación del Max Planck Institut für Arbeitspsychologie, alrededor del 90 por ciento de los trabajadores prefieren tareas monótonas). Esta explicación es digna de observarse, ya que coincide con las recomendaciones de los primeros cristianos sobre los méritos de la labor manual, que, al exigir menos atención, probablemente se interfiere menos en la contemplación que otras ocupaciones (véase Étienne Delaruelle, «Le travail dans les règles monastiques occidentales du IVe al IXe siecle», Joumal de Psychologie Norma/e et Pathologique, XLI, n. 1, 1948). <<
[206] Una de las importantes condiciones materiales de la Revolución Industrial fue la extinción de los bosques y el descubrimiento del carbón como sustituto de la madera. La solución que R H. Barrow (en su Slavery in the Roman Empire, 1928) propuso al «famoso misterio que se nos presenta al estudiar la historia económica del mundo antiguo, es decir, que la industria se desarrolló hasta cierto punto, pero dejó de pronto de hacer los progresos que cabía esperar», es muy interesante y más bien convincente en esta cuestión. Sostiene que el único factor que «obstaculizó la aplicación de maquinaria a la industria [fue]… la falta de combustible bueno y barato… que no [estuviera] a mano un abundante suministro de carbón» (pág. 123). <<
[207] John Diebold, Automation: the Advent of the Automatic Factory, 1952, pág. 67. <<
[208] Ibíd., pág. 69. <<
[209] Friedmann, Problèmes humains du machinisme industriel, pág. 168. La conclusión más clara que se obtiene del libro de Diebold es ésta. La cadena de montaje es el resultado «del concepto de fabricación como proceso continuo», y la automatización, cabe añadir, es el resultado de la maquinización de la cadena de montaje. A la liberación de la fuerza de labor humana en la primera etapa de la industrialización, la automatización añade la liberación de la fuerza del cerebro humano, porque las «tareas de dirección y control, ahora humanamente realizadas, las harán las máquinas» (op. cit., pág. 140). Queda liberada la labor, pero no el trabajo. El trabajador o el «artesano pundonoroso», cuyos «valores humanos y psicológicos» (pág. 164) casi todos los autores intentan desesperadamente salvar —y a veces con un grano de involuntaria ironía, como es el caso de Diebold y otros que creen que el trabajo de reparación, que quizá nunca será automático por completo, da el mismo contento que la fabricación y producción de un objeto nuevo—, no pertenece a este campo por la sencilla razón de que fue eliminado de la fábrica mucho antes de que se conociera la automatización. Los trabajadores de una fábrica han sido siempre laborantes, y aunque tengan excelentes razones para justificar su pundonor, éste evidentemente no surge del trabajo que realizan. En lo único que cabe confiar es en que no aceptarán los sustitutos sociales de contento y pundonor en que les ofrecen los teóricos de la labor, que por ahora creen que el interés hacia el trabajo y la satisfacción de la elaboración pueden reemplazarse por las «relaciones humanas» y por el respeto que los trabajadores «se ganan entre sus compañeros» (pág. 164). La automatización debe tener al menos la ventaja de demostrar los absurdos de todos los «humanismos de la labor»; si el significado verbal e histórico de la palabra «humanismo» se tiene en cuenta, la expresión «humanismo de la labor» es claramente una contradicción. (Véase una excelente crítica sobre la boga de las «relaciones humanas» en Daniel Bell, Work and lis Discontents, 1956, cap. 5, y en R. P. Genelli, «Facteur humaín ou facteur social du travail», Revue Française du Travail, VII, n. 1-3, enero-marzo 1952, donde se halla una muy determinada denuncia de la «terrible ilusión» del «júbilo de la labor»). <<
[210] Günther Anders, en un interesante ensayo sobre la bomba atómica (Die Antiquiertheit des Menschen, 1956), argumenta de manera convincente que la palabra «experimento» ya no es aplicable a los experimentos nucleares que implican explosiones de las nuevas bombas. Porque la característica de los experimentos fue que el espacio donde se realizaban estaba estrictamente limitado y aislado del mundo que le rodeaba. Los efectos de dichas bombas son tan enormes que «su laboratorio se ha hecho coextensivo con el globo» (pág. 260). <<
[211] Diebold, op. cit., págs. 59-60. <<
[212] Ibíd., pág. 67. <<
[213] Ibíd., págs. 38-45. <<
[214] Ibíd., págs. 110 y 157. <<
[215] Werner Heisenberg, Das Naturbild der heutigen Physik, 1955, págs. 14-15. <<
[216] Sobre la limitación de la cadena de medios (Zweckprogressus in infinitum) y su inherente destrucción de significado, compárese Nietzsche, afor. 666 en Wille zur Macht. <<
[217] La expresión kantiana es «ein Wohlgefallen ohne alles Interesse» (Kritik der Urteilskraft, Cassirer ed., vol. V, pág. 272). <<
[218] Ibíd., pág. 515. <<
[219] «Der Wasserfall, wie die Erde überhaupt, wie alle Naturkraft hat keínen Wert, weil er keine in íhm vergegenständlichte Arbeit darstellt» (Das Kapital, vol. III, pág. 698, Marx-Engels Gesamtausgabe, Zurich 1933, abt. II). <<
[220] Theaetetus, 152, y Cratylus, 385E. En estos ejemplos, al igual que en otras antiguas citas de la famosa frase, a Protágoras se le cita siempre como sigue: pantōn chrēmatōn metron estin anthrōpos (véase Diels, Fragmente der Vorsokratiket, 19224, frag. B1). La palabra chrēmata no significa «todas las cosas», sino específicamente las cosas usadas, necesarias o poseídas por el hombre. La supuesta frase de Protágoras «el hombre es la medida de todas las cosas» sería el griego anthrōpos metron pantōn, correspondiente por ejemplo a polemos patēr pantōn de Heráclito («la lucha es el padre de todas las cosas»). <<
[221] Leyes, 716D cita textualmente la frase de Protágoras, excepto que en lugar de la palabra «hombre» (anthrōpos) pone el «dios» (ho theos). <<
[222] Capital, Modem Library ed., pág. 358, n. 3. <<
[223] La primera historia medieval, y en particular la historia de los gremios artesanos, ofrece un buen ejemplo de la verdad inherente al antiguo entendimiento de los laborantes como residentes familiares, a diferencia de los artesanos, considerados trabajadores por el pueblo en general. Porque «la aparición [de los gremios] marca la segunda etapa de la historia de la industria, la transición del sistema familiar al artesano o sistema gremial. En el anterior no había clase de artesanos propiamente dicha… ya que todas las necesidades de una familia u otros grupos domésticos… estaban satisfechas con las labores del propio grupo» (W. J. Ashley, An introduction to English Economic History and Theory, 193l, pág. 76). En la Alemania medieval, la palabra Störer es un equivalente exacto de la palabra griega dēmiourgos. «Der griechische dēmiourgo heisst “Störer” er geht beim Volk arbeiten, er geht auf die Stör». Stör significa dēmos («pueblo») (véase Jost Trier, «Arbeit und Gemeinschaft», Studium Generale, III, n. 11, noviembre 1950). <<
[224] Y de un modo más bien enfático añade: «Nadie ha visto a un perro hacer un claro y deliberado intercambio de huesos con otro perro» (Wealth of Nations, Everyman ed., vol. I, pág. 12). <<
[225] E. Levasseur, Hístoire des classes ou.vrières et de l’índustrie en France avant 1789 (1900): «Les mots maître et ouvrier étaient encere pris comme synonymes au XIVe siecle» (pág. 564, n. 2), mientras que «au XVe siecle… la maitrise est devenue un titre auquel iln’est permis à taus d’aspirer» (pág. 572). Originalmente, «le mot ouvrier s’appliquait d’ordinaíre à quiconque ouvrait, faisait ouvrage, maître ou valet» (pág. 309). En los propios talleres y fuera de ellos en la vida social, no existía gran diferencia entre el maestro o propietario del taller y los trabajadores (pág. 313). (Véase también Pierre Brizan, Histoire du travail et des travailleurs, 19264, págs. 39 sigs). <<
[226] Charles R. Walker y Robert H. Guest, The Man on the Assembly Line (1952). pág. 10. La famosa descripción de Adam Smith de este principio en la fabricación de alfileres (op. cit., vol. I. págs. 4 sigs). muestra claramente que al trabajo de la máquina precedió la división de la labor y de ella deriva su principio. <<
[227] Adam Smith, op. cit., vol. II. pág. 241. <<
[228] Esta definición la dio el economista italiano Abbey Galiani. Tomo la cita de Hannah R. Sewall, «The Theory of Value before Adam Smith», Publicacions of the American Economic Association, tercera serie, II. n. 3 (1901), pág. 92. <<
[229] Alfred Marshall, Principles of Economics (1920), vol. I, pág. 8. <<
[230] «Considerations upon the Lowering of Interest and Raising the Value of Money», Collected Works (1801), vol. II, pág. 21. <<
[231] W. J. Ashley (op. cit., pág. 140) observa que «la diferencia fundamental entre el punto de vista medieval y el moderno… es que, para nosotros, el valor es algo enteramente subjetivo; es lo que cada indviduo estima dar por una cosa. Para santo Tomás era algo objetivo». Esto sólo es verdad en cierto grado, ya que «la primera cosa en la que insisten los maestros medievales es en que el valor no está determinado por la intrínseca excelencia de la cosa en sí, puesto que, si así fuera, una mosca sería más valiosa que una perla al ser intrínsecamente más excelente» (George O’Brien, An Essay on Medieval Ecunomic Teaching, 1920, pág. 109). La discrepancia se resuelve si se introduce la distinción de Locke entre «valía» y «valor», llamando a la primera valor naturalis y al segundo pretium y también valor. Claro está que dicha distinción existe en todas partes a excepción de las sociedades más primitivas, pero en la Época Moderna la primera va desapareciendo en favor del segundo. (Para la doctrina medieval, véase también Slater, «Value in Theology and Political Economy», Irish Ecclesiastical Record, septiembre 1901). <<
[232] Locke, Second Treatise of Civil Gavemment, sec. 22. <<
[233] Das Kapital, vol. III, pág. 689 (Marx-Engels Gesamtausgabe, parte II, Zurich 1933). <<
[234] El ejemplo más claro de esta confusión es la teoría de Ricardo del valor, en particular su desesperada creencia en un valor absoluto. (Son excelentes las interpretaciones de Gunnar Myrdal, The Political Element in the Development of Economic Theory, 1953, págs. 66 sigs., y de Walter A. Weisskopf, The Psychology of Economics, 1955, cap. 3). <<
[235] Lo cierto de la observación de Ashley, citada en la nota 231, estriba en el hecho de que la Edad Media no conoció el mercado de cambio, propiamente hablando. Para los maestros medievales, el valor de una cosa estaba determinado por su valía o por las necesidades objetivas de los hombres —como por ejemplo en Buridan: valar rerum aestimatur secundum humanam indigentiam—, y el «precio justo» era normalmente el resultado de la estima común, excepto que, «a causa de los variados y corrompidos deseos del hombre, se hace conveniente que el medio sea fijado de acuerdo con el juicio de algunos hombres sabios» (Gerson, De cantractibus, I. 9, citado por O’Brien, op. cit., págs. 104 sigs).. A falta de un mercado de cambio, era inconcebible que el valor de una cosa consistiera sólo en su relación o proporción con otra cosa. Por lo tanto, la cuestión no es tanto si el valor es objetivo o subjetivo, sino si puede ser absoluto o indica solamente la relación entre cosas. <<
[236] El texto hace referencia a un poema de Rilke sobre el arte que, bajo el titulo de «Magia», describe esta transfiguración. Dice asi: «Aus unbeschreiblicher Verwandlung stammen / solche Gebilde: Fülh! und glaub! / Wir leidens oft: zu Asche werden Flammen, / doch, in der Kunst: zur Flamme wird der Staub. / Hier ist Magie. In das Bereich des Zauoers / scheint das gemeine Wort hinaufgestuft… / und ist doch wirklich wie der Ruf des Taubers, / der nach der unsichtbaren Taube ruft» (en Aus Taschen-Büchern und Merk-Blättern, 1950). <<
[237] La expresión «hacer un poema» o faire des vers para indicar la actividad del poeta ya se relaciona con esta reificación. Lo mismo cabe decir de la palabra alemana dichten, que probablemente procede de la latina dictare: «das ausgesonnene geistig Geschaffene niederschreiben oder zum Niederschreiben vorsagen» (Wörterbuch de Grimm); igualmente sería cierto si la palabra derivara, como se ha sugerido en las Etymologisches Wörterbuch, 1951, de Kluge y Götze, de tichen, antigua palabra pata indicar schaffen, que quizá se relaciona con la latina fingere. En este caso, la actividad poética que produce el poema antes de que sea transcrito también se entiende como «hacer». Así. Demócrito elogia el genio divino de Homero, quien «forjó un cosmos a partir de toda clase de palabras» epeōn Kosmon etektēnato pantoiōn (Diels, op. cit., B21). El mismo énfasis sobre la elaboración de los poetas se halla en la expresión griega que designa el arte de la poesía: tektōnes hymnōn. <<
[238] Esta descripción se halla apoyada por recientes descubrimientos en psicología y biología. que también acentúan la interna afinidad entre discurso y acción, su espontaneidad y finalidad práctica. Véase en especial Arnold Gehlen, Der Mensch: Seine Natur und seine Stellung in der Welt (1955), que ofrece un excelente resumen de los resultados e interpretaciones de la actual investigación científica y contiene gran cantidad de valiosas percepciones. Que Gehlen, al igual que los científicos en cuyos resultados basa sus propias teorías, crea que estas capacidades específicas humanas sean también una «necesidad biológica», es decir, necesarias para un organismo biológicamente débil y mal adecuado como es el del hombre, es otra cuestión que aquí no nos concierne. <<
[239] De civitate Dei, XII. 20. <<
[240] Según san Agustín, los dos eran tan distintos que empleaba la palabra initium para indicar el comienzo del hombre y principium para designar el comienzo del mundo, que es la traducción modelo del primer verso de la Biblia. Como puede verse en De civicate Dei, XI. 32, la palabra principium tenía para san Agustín un significado mucho menos radical; el comienzo del mundo «no significa que nada fuera hecho antes (porque los ángeles existían)», mientras que explícitamente añade en la frase citada con referencia al hombre que nadie existía antes de él. <<
[241] Por esta razón dice Platón que lexis («discurso») se adhiere más estrechamente a la verdad que la praxis. <<
[242] Una fábula (1954) de William Faulkner sobrepasa a casi toda la literatura de la Primera Guerra Mundial en perceptividad y claridad debido a que su héroe es el Soldado Desconocido. <<
[243] Oute legei oute kryptei alla sēmainei (Diels, Fragmente der Vorsokratiker, 19224, frag. B93). <<
[244] Sócrates empleó la misma palabra que Heráclito, sēmainein («mostrar y dar signos»), para la manifestación de su daimonion (Jenofonte, Memorabilia, I. 1.2, 4). Si hemos de confiar en Jenofonte, Sócrates comparaba su daimonion con los oráculos e insistía en que ambos se usaran sólo para los asuntos humanos, donde nada es cierto, y no para los problemas de las artes y oficios, donde todo se puede predecir (ibíd., 7-9). <<
[245] En la teoría política, el materialismo es al menos tan antiguo como el platónico-aristotélico supuesto de que las comunidades políticas (poleis) —y no sólo la vida familiar o la coexistencia de varias familias (oikiai)— deben su existencia a la necesidad material. (Por lo que respecto a Platón, véase República, 369, donde el origen de la polis se ve en nuestras necesidades y falta de autosuficiencia. En cuanto a Aristóteles, que aquí como en todo está mucho más próximo que Platón a la opinión corriente griega, véase Política, 1252b29: «La polis cobra existencia por el interés de vivir, pero sigue existiendo por el interés de vivir bien»). El concepto aristotélico de sympheron, que más adelante encontramos en la utilitas de Cicerón, ha de entenderse en este contexto. Ambos son precursores de la posterior teoría del interés, plenamente desarrollada por Bodin: como los reyes gobiernan sobre los pueblos, el Interés gobierna sobre los reyes. En el desarrollo moderno, Marx sobresale no debido a su materialismo, sino a que es el único pensador político que fue lo bastante consistente para basar su teoría de interés material en una demostrable actividad materia [humana, en laborar. es decir, en el metabolismo del cuerpo humano con la materia. <<
[246] Leyes, 803 y 644. <<
[247] En Homero, la palabra hērōs tiene ciertamente una connotación de distinción, pero sólo de la que era capaz todo hombre libre. En ningún lugar aparece con el posterior significado de «semi-dios», que quizá procedía de una deificación de los antiguos héroes épicos. <<
[248] Aristóteles ya menciona que se eligió la palabra drama porque los drōntes («las personas actuantes») son imitados (Poética. 1448a28). Del propio tratado se desprende que el modelo de Aristóteles para la «imitación» en arte está tomado del drama, y la generalización del concepto para hacerlo aplicable a todas las artes parece más bien difícil. <<
[249] Por lo tanto, Aristóteles se refiere no a una imitación de la acción (praxis), sino de los agentes (prattontes) (véase Poética, l 448al sigs., 1448b25, 1449b24 sigs).. Sin embargo, no es consecuente con este uso (veá5e 1451a29, 1447a28). El punto decisivo radica en que la tragedia no trata de las cualidades de los hombres, de su poiotēs, sino de todo lo que ocurría con respecto a ellos, a sus acciones, vida y buena o mala fortuna (1450al5-18). El contenido de la tragedia, por lo tanto, no es lo que llamaríamos carácter, sino acción o argumento. <<
[250] Que el coro «imita menos» se menciona en los Problemata aristotélicos (918b28). <<
[251] Ya Platón reprochaba a Pericles que no «mejorara al ciudadano» y que los atenienses eran peores al final de su carrera que antes (Gorgias, 515). <<
[252] La reciente historia política está llena de ejemplos indicativos de que la expresión «material humano» no es una metáfora inofensiva, y lo mismo cabe decir de la multitud de modernos experimentos científicos en ingeniería, bioquímica, cirugía cerebral, etc., que tienden a tratar y cambiar el material humano como si fuera cualquier otra materia. Este enfoque mecanicista es típico de la Época Moderna; la antigüedad, cuando perseguía similares objetivos, se inclinaba a pensar en los hombres como si fueran animales salvajes a los que era preciso domesticar. Lo único posible en ambos casos es malar al hombre, no necesariamente como organismo vivo, sino qua hombre. <<
[253] Con respecto a archein y prattein véase en especial su empleo en Homero (C. Capelle, Wörlerbuch des Homeros und der Homeriden, 1889). <<
[254] Resulta interesante ver que Montesquieu, que no se interesaba por las leyes, sino por las acciones que su espíritu inspira, define las leyes como rapports subsistentes entre diferentes seres (Esprit des lois, libro I, cap. 1; véase libro XXVI, cap. 1). Dicha definición es sorprendente porque las leyes siempre han sido definidas en términos de fronteras y limitaciones. La razón estriba en que Montesquieu se interesaba menos en lo que llamaba la «naturaleza del gobierno» —que fuera república o monarquía, por ejemplo— que en su «principio… por el que se le obliga a actuar… las pasiones humanas que pone en movimiento» (libro III, cap. l). <<
[255] En lo que respecta a esta interpretación de daimōn y eudaimonia, véase Sófocles, Edipo rey, 1186 sigs., en especial estos versos: Tis gar, tis anēr pleon / tas eudaimonias pherei / é tosouton hoson dokein / kai doxant’ apoklinai («Porque qué, qué hombre [puede] soportar más eudaimonia de la que apresa a partir de la aparición y desvía en su aparición»). Contra esta inevitable distorsión el coro afirma su propio conocimiento: estos otros ven, «tienen» el daimōn de Edipo ante sus ojos como ejemplo; la aflicción de los mortales es su ceguera ante su propio daimōn. <<
[256] Aristóteles, Metafísica, 1043a23 sigs. <<
[257] El hecho de que la palabra griega para indicar «cada uno» (hekastos) derive de hekas («a lo lejos») parece señalar lo profundamente enraizado que debe de haber estado este «individualismo». <<
[258] Véase, por ejemplo, Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1141b25. No existe otra diferencia elemental entre Grecia y Roma que sus respectivas actitudes con respecto al territorio y la ley. En Roma, la función de la ciudad y el establecimiento de sus leyes siguió siendo el gran y decisivo acto con el que todos los hechos y logros posteriores tenían que relacionarse para adquirir validez política y legitimación. <<
[259] Véase M. F. Schachermeyr, «La fonnation de la cité Grecque», Diogenes, n. 4 (1953), quien compara el uso griego con el de Babilonia, donde el concepto de «los babilonios» sólo podía expresarse diciendo: el pueblo del territorio de la ciudad de Babilonia. <<
[260] «Porque [los legisladores] sólo actúan como artesanos (cheirotechnoi)» debido a que su acto tiene un fin tangible, un eschaton, que es el decreto aprobado en la asamblea (psēphisma) (Ética a Nicómaco, 1141b29). <<
[261] Ibíd., ll68a13 sigs. <<
[262] 25. Ibíd., 1140. <<
[263] Logōn kai pragmatōn kuinōnein, como dijo Aristóteles (ibíd., 1l26bl2). <<
[264] Tucídides, II. 41. <<
[265] Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1172b36 sigs. <<
[266] La afirmación de Heráclito de que el mundo es uno y común a quienes están despiertos y que quien está dormido se aleja de sí mismo (Diels, op. cit., B89), dice esencialmente lo mismo que la citada observación de Aristóteles. <<
[267] Con palabras de Montesquieu, que ignora la diferencia entre tiranía y despotismo: «Le principe du gouvernement despotique se corrompt sans éesse, parcequ’il est corrompu par sa nature. Les autres gouvernements périssent, parce-que des accidents particuleurs en violent le príncipe: celui-ci périt par son vice intérieur, lorsque quelques causes accidentelles n’ernpéchent point son príncipe de se currompre» (op. cit., libro VIII, cap. 10). <<
[268] El grado en que la glorificación nietzscheana de la voluntad de poder se inspiró en tales experiencias del intelectual moderno cabe conjeturarlo de la siguiente observación: «Denn die Ohnrnacht gegen Menschen, nicht die Ohnmacht gegen die Natur, erzeugt die desperateste Verbitterung gegen das Dasein» (Wille zur Macht, n. 55). <<
[269] En la mencionada frase de la Oración Fúnebre (n. 27), Pericles contrasta deliberadamente la dynamis de la polis con la habilidad en el oficio de los poetas. <<
[270] La razón por la que Aristóteles en su Poética diga que la grandeza (megethos) es un prerrequisito del argumento dramático se debe a que el drama imita a la actuación y ésta se considera como grandeza, por su distinción con respecto a lo común (1450b25). Lo mismo cabe decir de lo hermoso. que reside en la grandeza y en la taxis, el ensamblaje de las partes (1450b34 sigs).. <<
[271] Véase el fragmento B157 de Demócrito en Diels. op. cit. <<
[272] Con respecto al concepto de energeia, véanse Ética a Nicómaco, 1094a1-5; Física, 201b31; Sobre el alma, 417a16, 431a6. Los ejemplos más frecuentemente empleados son la vista y el tañido de flauta. <<
[273] Carece de importancia en nuestro contexto que Aristóteles viera la mayor posibilidad de la «existencia real» no en la acción y el discurso, sino en la contemplación y el pensamiento, en theōria y nous. <<
[274] Los dos conceptos aristotélicos de energeia y entelecheia están estrechamente relacionados (energeia… synteinei pros tēn entelecheian): la plena existencia real (energeia) no efectúa ni produce nada aparte de si misma, y la plena realidad (entelecheia) no tiene otro fin aparte de sí misma (véase Metafísica, 1050a22-35). <<
[275] Ética a Nicómaco, 1097b22. <<
[276] Wealth of Nations, Co. Everyman, vol. II, pág. 295. <<
[277] Éste es un rasgo decisivo del concepto griego de «virtud», aunque quizá no del romano: donde está el aretē, no se da el olvido (véase Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1100b 12-17). <<
[278] Éste es el significado de la última frase la cita de Dante que figura al comienzo del presente capítulo; la frase, aunque muy clara y sencilla en el original latino, desafía a su traducción (De monarchia, I. 13). <<
[279] Empleo aquí la maravillosa narración «The Dreamers» de Isak Dinesen, contenida en su libro Seven Gothic Tales, Modern Library ed., esp. págs. 340 y sigs. <<
[280] El texto completo del aforismo de Paul Valéry, del que se han tomado las citas, dice así: «Créateur créé. Qui viem d’achever un long ouvrage le voit fonner enfin un être qu’il n’avait pas voulu, qu’il n’a pa conçu, précisément puisqu’il l’a enfanté, et ressenl cette terrible humiliation de se sentir devenir le fils de son ouvre, de lui emprunter des traits irrecusables, une ressemblance, des manies, une borne, un miroir; et ce qu’il a de pire dans un miroir, s’y voir limité, tel et tel» (Tel que!, vol. II, pág. 149). <<
[281] La soledad del laborante qua laborante suele pasarse por alto en la literatura sobre este tema, ya que las condiciones sociales y la organización de la labor exigen la simultánea presencia de muchos laborantes para cualquier tarea y derribar todas las barreras del aislamiento. Sin embargo, M. Halbwachs (La classe ouvriere er les niveaux de vie, 1913) es consciente de este fenómeno: «L’ouvrier est celui qui dans et par son travail ne se trouve en rapport qu’avet: de la matière, et non avec des hommes», y en esta inherente falta de contacto halla la razón por la que, durante tantos siglos, esta clase fuera marginada de la sociedad (pág. 118). <<
[282] Viktor von Weizsäcker, psiquiatra alemán, describe la relación entre laborantes durante su labor como sigue: «Es ist zunächst bemerkenswen, dass die zwei Arbeiter sich zqsammen verhalten, als ob sie einer wären… Wir haben hier einen Fall von Kollektivbildung vor uns, der in der annähernden Identität oder Einswerdung der zwei Individuen besteht. Man kann auch sagen, dass zwei Personen durch Verschmelzung eine einzige dritte geworden seien; aber die Regeln, nach der diese dritte arbeitet, unterscheiden sich in nichts von der Arbelt einer einzigen Person» («Zum Begriff der Arbeit», en Festschrifr für Alfred Weber, 1948, pags. 739-740). <<
[283] Ésta parece ser la razón por la que etimológicamente «Arbeit und Gemeinschaft für den Menschen älterer geschichtlicher Stufen grosse lnhaltsflächen gemeinsam [haben]». (Con respecto a la relación entre labor y comunidad, véase Jost Trier, «Arbeit und Gemeinschaft», Studium Generale, III, n. 11, noviembre 1950). <<
[284] Véase R. P. Genelli, «Facteur humain ou fucteur social du travail», Revue Française du travail, VII, ns. 1-3 (enero-marzo 1952), quien cree que ha de encontrarse una «nueva solución del problema laboral» que tenga en cuenta la «naturaleza colectiva de la labor» y, por consiguiente, que no se ocupe del individuo laborante, sino de él como miembro de su grupo. Esta «nueva» solución es, claro está, la única que rige en la sociedad moderna. <<
[285] Adam Smith. op. cit., vol. I, pág. 15, y Marx, Das Elend der Philosophie (Stuttgart, 1885), pág. 125: Adam Smith «hat sehr wohl gesehen, dass “in Wirklichkeit die Verschledenheit der natürlichen Anlagen zwischen den Individuen weit geringer ist als wir glauben”… Ursprünglich unterscheidet sich ein Lastträger weniger von einem Philosophen als ein Kettenhund von einem Windhund. Es ist die Arbeitsteilung, welche einen Abgrund zwischen beiden aufgetan hat». Marx usa la expresión «división de la labor» indiscriminadamente para la especialización profesional y para la partición del propio proceso laboral, aunque resulta. claro que aquí significa lo primero. La especialización profesional es una forma de distinción, y el artesano o trabajador profesional, incluso si recibe la ayuda de otros, trabaja esencialmente en aislamiento. Se encuentra con otros qua trabajador sólo cuando llega al intercambio de productos. En la verdadera división laboral, el laborante no puede realizar nada en aislamiento; su esfuerzo es sólo parte y función del esfuerzo de todos los laborantes entre quienes se divide la tarea. Pero estos otros laborantes qua laborantes no son diferentes de él, sino que todos son lo mismo. Así, no es la relativamente reciente división laboral, sino la antigua especialización profesional, la que «abrió la zanja» entre el mozo de cuerda y el filósofo. <<
[286] Alain Touraine, L’évolution du travail ouvrier aux usines Renault (1955), pág. 177. <<
[287] Ética a Nicómaco, 1133a16. <<
[288] El punto fundamental es que las rebeliones y revoluciones modernas piden siempre libertad y justicia para todos, mientras que en la antigüedad «los esclavos nunca exigían la libertad como derecho inalienable de todos los hombres, y jamás hubo un intento para lograr la abolición de la esclavitud como tal mediante una acción combinada» (W. L. Westennann, «Sklaverei», en Pauly-Wissowa, suplem. VI, pág. 981). <<
[289] Es importante tener presente la gran diferencia en sustancia y función política entre el sistema continental de partidos y los sistemas inglés y norteamericano. Un hecho decisivo, aunque poco señalado, en el desarrollo de las revoluciones europeas es que la consigna de los Consejos (soviets. Räte, etc). nunca partió dé los movimientos y partidos que tomaron parte activa en organizarlos, sino que surgió de las rebeliones espontáneas; como tales, los consejos no fueron propiamente entendidos ni particularmente bien recibidos por los ideólogos de los diversos movimientos que querían usar la revolución para imponer al pueblo una forma preconcebida de gobierno. La famosa consigna de la rebelión de Kronstadt, que fue uno de los puntos decisivos de la revolución rusa, era el siguiente: soviets sin comunismo. En ese tiempo, lo anterior implicaba esto: soviets sin partidos.
La tesis que sostiene que los regímenes totalitarios nos confrontan con una nueva forma de gobierno la explico con cierta extensión en mi artículo «Ideology and Terror: A Novel Form of Govemment», Review of Politics (julio 1953). Un análisis más detallado sobre la revolución húngara y el sistema de consejos puede encontrarse en un reciente artículo titulado «Totalitarian imperialism», Journal of Politics (febrero 1958). <<
[290] Una anécdota de la Roma imperial, relatada por Séneca, nos ilustra de lo peligroso que se consideraba la mera aparición en público. En ese tiempo se propuso ante el senado que los esclavos vistieran de la misma forma en público, con el fin de poderlos diferenciar inmediatamente de los ciudadanos libres. La propuesta fue rechazada por creerla demasiado peligrosa, ya que los esclavos podrían reconocerse y comprender su potencial poder. De este hecho los intérpretes modernos han sacado la conclusión de que el número de esclavos debía de ser muy elevado; sin embargo, la conclusión es errónea. Lo que el instinto político de los romanos juzgaba peligroso era la aparición como tal, independientemente del número de personas involucradas (véase Westermann, op. cit., pág. 1000). <<
[291] A. Soboul. «Problèmes de travail en l’an II», Journal de psychologie normale et pathologique, LII. n. 1 (enero-marzo 1955), describe muy bien la primera aparición de los trabajadores en la escena histórica: «Les travailleurs ne sont pas désignés par leur fonction sociale, mais simplement par leur costume. Les ouvriers adoptèrent le panralon boutonné à la veste, et ce costume devint une caractéristique du peuple: des sans-culottes… “en parlant des sans-culottes, déclare Petion à la Convention, le 10 avril 1793, on n’entend pas taus les citoyens, les nobles et les aristocrates exceptés, mais on entend des hommes qui n’ont pas, pour les distinguer de ceux qui ont”». <<
[292] Originalmente, la expresión le peuple, que se hizo corriente a finales del siglo XVIII, designaba solamente a quienes carecían de propiedad. Como ya hemos indicado, tal clase de personas por completo necesitadas no se conoció antes de la Época Moderna. <<
[293] El autor clásico sobre esta materia sigue siendo Adam Smith, para quien la única función legítima de gobierno es «la defensa de los ricos contra los pobres, o la de aquellos que tienen alguna propiedad contra quienes no tienen ninguna» (op. cit., vol. II, págs. 198 sigs.; en lo que respecta a la cita, véase vol. II, pág. 203). <<
[294] Ésta es la interpretación aristotélica de la tiranía en la forma de una democracia (Política, 1292a16 sigs).. La realeza, sin embargo, no entra en las formas tiránicas de gobierno, ni puede definirse como el gobierno de un hombre o monarquía. Si «tiranía» y «monarquia» pueden usarse indistintamente, las palabras «tirano» y basileus (“rey”) se emplean como términos opuestos (véase, por ejemplo, Aristóteles, Ética a Nicómaco 1160b3, y Platón, República, 576D).
En general, la antigüedad alabó el gobierno de un sólo hombre únicamente en asuntos familiares o de guerra, y en textos militares o «económicos» se suele encontrar esta famosa cita de la Iliada: ouk agathon polykoiraniē; heis koiranos estō, heis basileus, «el gobierno de muchos no es bueno; uno debe ser el dueño, uno debe ser el rey» (II. 204). (Aristóteles, que aplica la frase de Homero en su Metafísica, 1076a3 sigs., a la vida política de la comunidad —politeuesthai— en un sentido metafórico, es una excepción. En su Política, 1292a13, donde de nuevo cita la frase de Homero, se declara contrario a que muchos tengan el poder «no como individuos, sino colectivamente», y afirma que esto no es más que una forma disfrazada del gobierno de un solo hombre, o tiranía). Por el contrario, el gobierno de muchos, más adelante llamado polyarkhia, se usa desdeñosamente para indicar confusión de mando en la guerra (véase, por ejemplo, Tucídides, VI. 72; y también Jenofonte, Anábasis, VI. 1.18). <<
[295] Aristóteles, Constitución de Atenas, XVI. 2,7. <<
[296] Véase Fritz Heichelheim, Wirtschaftsgeschichte des Altertums (1938), vol. I, pág. 258. <<
[297] Aristóteles (Constitución de Atenas, xv. 5) toma la frase de Pisístrato. <<
[298] Político, 305. <<
[299] El tema fundamental del Político es que no existe diferencia entre la constitución de una amplia familia y la de la polis (véase 259), de tal manera que la misma ciencia abarca las materias políticas y «económicas» y las de la familia. <<
[300] Particularmente manifiesto en los párrafos del libro quinto de la República, donde Platón sostiene que el temor de cada uno a atacar a su propio hijo, hermano o padre, asentarla la paz general en su utópica república. Debido a la comunidad de mujeres; nadie sabría quiénes eran sus próximos parientes (véase en especial 463C y 465B). <<
[301] República, 443E. <<
[302] La palabra ekphanestaton se halla en el Fedro (250) como la principal cualidad de lo hermoso. En la República (518) se reivindica una cualidad similar para la idea de lo bueno, que denomina phanotaton. Las dos palabras derivan de phainesthai («aparecer» y «brillar») y en ambos casos se emplea el superlativo. Resulta claro que la cualidad de brillantez se aplica mucho más a lo hermoso que a lo bueno. <<
[303] La afirmación de Werner Jaeger (Paideia, 1945, vol. II, 416 n)., «la idea de que hay un supremo arte de medida y de que el conocimiento del filósofo sobre el valor (phronēsis) es la habilidad para medir, se manifiesta en la obra de Platón desde el principio hasta el fin», sólo es cierta en la filosofía política de Platón, donde la idea de lo bueno reemplaza a la idea de lo hermoso. El mito de la caverna, tal como se cuenta en la República, es el núcleo de la filosofía política de Platón, pero la doctrina de las ideas tal como se presenta allí ha de entenderse como su aplicación a la política, no como desarrollo original y puramente filosófico, que no podemos discutir aquí. La caracterización de Jaeger del «conocimiento de valores de filósofos» como phronēsis, indica la naturaleza política y no filosófica de este conocimiento; ya que en Platón y Aristóteles la palabra phronēsis caracteriza a la percepción del estadista en vez de la visión del filósofo. <<
[304] En el Político, donde Platón persigue esta línea de pensamiento, concluye irónicamente de este modo: «En la búsqueda de alguien que fuera tan adecuado para gobernar al hombre como el pastor al rebaño, encontraríamos “un dios en lugar de un hombre mortal”» (275). <<
[305] República, 420. <<
[306] Puede tener interés señalar el siguiente desarrollo en la teoría política de Platón: en la República, su división entre gobernantes y gobernados se guía por la relación entre experto y profano; en el Político se orienta por la relación entre conocer y hacer; y en las Leyes, la ejecución de las leyes inmutables es lo único que le queda al estadista para el funcionamiento de la esfera pública. Lo más sorprendente de este desarrollo es la progresiva reducción de las facultades necesarias para el dominio de la política. <<
[307] La cita está sacada del Capital (Modem Library, pág. 824). Otros párrafos de Marx muestran que no restringe su observación a la manifestación de fuerzas sociales o económicas. Por ejemplo: «En la historia real es notorio que la conquista, esclavitud, robo, asesinato, la violencia en suma, desempeña la parte más importante» (ibíd., 785). <<
[308] Compárese la afirmación de Platón de que el deseo del filósofo de convertirse en gobernante sólo puede surgir del temor a verse gobernado por quienes son peores (República, 347) con la afirmación de san Agustín de que la función del gobierno es capacitar a «los buenos» para vivir más tranquilamente entre «los malos» (Episiolae, 153.6). <<
[309] De una entrevista a Wernher van Braun en el New York Times, 16 de diciembre de 1957. <<
[310] «Man weiss die Herkunft nicht, man weiss die Folgen nicht… (der Wert der Handlung ist] unbekannt», como Nietzsche señaló (Wille zur Macht, n. 291), casi sin darse cuenta de que no era más que el eco de la antigua sospecha del filósofo con respecto a la acción. <<
[311] Esta conclusión «existencialista» se debe mucho menos de lo que parece a una auténtica revisión de los conceptos y modelos tradicionales; en realidad, sigue operando dentro de la tradición y con conceptos tradicionales, si bien con un cierto espíritu de rebelión. El resultado más consistente de esta rebelión es un retorno a los «valores religiosos» que, no obstante, ya no están arraigados en auténticas experiencias religiosas de fe, sino que son, como todos los modernos «valores» espirituales, valores de cambio, obtenidos en este caso por los descartados «valores» de la desesperación. <<
[312] Donde el orgullo humano sigue intacto, se toma la tragedia más que la absurdidad como contraste de la existencia humana. Su mayor representante es Kant, para quien la espontaneidad del actuar, y las concomitantes facultades de la razón práctica, incluyendo la fuerza de juicio, siguen siendo las sobresalientes cualidades del hombre, aunque su acción caiga en el determinismo de las leyes naturales y su juicio no pueda penetrar el secreto de la realidad absoluta (Ding an sich). Kant tuvo el valor de exculpar al hombre de las consecuencias de su acto, insistiendo únicamente en la pureza de sus motivos, y esto le salvaba de perder la fe en el hombre y en su potencial grandeza. <<
[313] Así se afirma enfáticamente en Lc., v. 21-24 (véase Mt., IX. 4-6 o Mc., XII. 7-10), donde Jesús realiza un milagro para demostrar que «el Hijo del hombre tiene poder sobre la Tierra para perdonar los pecados», poniendo el énfasis en «sobre la Tierra». Su insistencia en el «poder para perdonar» asombra al pueblo más aún que la realización de milagros, de manera que «comenzaron los convidados a decir entre si: “¿Quién es éste para perdonar los pecados?”» (Lc., VII. 49). <<
[314] Mt., XVIII. 35; véase Mc., XI. 25. «Cuando os pusiereis en pie para orar, si tenéis alguna cosa contra alguien, perdonadlo primero, para que vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone a vosotros vuestros pecados». O: «Porque si vosotros perdonáis a otros sus faltas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial. Pero sí no perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados» (Mt., VI. 14-15). En todos estos ejemplos, el poder de perdonar es fundamentalmente un poder humano: Dios nos perdona «nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores». <<
[315] Lc, XVII. 3-4. Es importante tener en cuenta que las tres palabras clave del texto —aphienai, metanoein y hamartanein— llevan ciertas connotaciones incluso en el Nuevo Testamento griego que las traducciones no reflejan plenamente. El significado original de aphienai es «despedir» y «exonerar» más que «perdonar»; metanoein significa «cambiar de opinión» y —puesto que también sirve para traducir la palabra hebrea shuv— «volver», «seguir los pasos de uno» en vez de «arrepentimiento», con su psicológico sobretono emocional; lo que se requiere es cambiar de opinión y «no volver a pecar», que es casi lo opuesto a hacer penitencia. Hamartanein, por último, está muy bien traducido por «falta» en cuanto que significa «perder», «fallar y perderse» en lugar de «pecar» (véase Heinrich Ebeling, Griechisch-deutsches Wörterbuch zum Neuen Testamente, 1923). El párrafo que cito de la traducción modelo podrá quedar así: «Si peca contra ti… y… se vuelve: a ti diciendo: “He cambiado de opinión”, le exonerarás». <<
[316] Mt., XVI. 27. <<
[317] Esta interpretación parece justificada por el contexto (Lc., XVII. 1-5): Jesús introduce sus palabras señalando la inevitabilidad de los «escándalos» ,(skandala) que son imperdonables, al menos en la tierra; porque «¡ay de aquel por quien vengan! Mejor le fuera que le atasen al cuello una rueda de molino y le arrojasen al mar», y luego continúa enseñando a perdonar los pecados (hamartanein). <<
[318] El prejuicio corriente de que el amor es tan común como el «romance» puede deberse al hecho de que los primeros que nos lo enseñan son los poetas. Pero éstos nos engañan, ya que son los únicos para quienes el amor no sólo es una experiencia crucial, sino indispensable, que les califica para confundirla con una universal. <<
[319] Esta facultad del amor de crear mundo no es lo mismo que la fertilidad, en la que se basan la mayoría de los mitos de la creación. Por el contrario, la siguiente historia mitológica toma claramente su imaginería de la experiencia del amor: se ve al cielo como gigantesca diosa que sigue inclinada sobre el dios tierra, del que está siendo separada por el dios aire, nacido entre ellos y que ahora eleva a la diosa. Así toma existencia un espacio de mundo compuesto de aire y se inserta entre la tierra y el firmamento. Véase H. A. Frankfort, The lntellectual Adventure of Ancient Man (Chicago 1946), pág. 18, y Mircea Eliade, Traité d’Histoire des Religions (París 1953), pág. 212. <<
[320] Nietzsche vio con inigualada claridad la conexión entre la soberanía humana y la facultad de hacer promesas, que le llevó a una singular percepción sobre la relación entre el orgullo y la conciencia humanos. Por desgracia, ambas percepciones no estaban relacionadas con su principal concepto, la «voluntad de poder», y de ahí que con frecuencia las pasan por alto incluso los estudiosos de Nietzsche. Se encuentran en los dos primeros aforismos del segundo tratado de Zur Genealogie der Moral. <<
[321] Véase las citas dadas en n. 315. El propio Jesús vio la raíz humana de este poder de realizar milagros en la fe, que omitimos de nuestras consideraciones. En nuestro contexto, el único punto que importa es que el poder de realizar milagros no se considera divino: la fe mueve montañas y la fe perdona; el uno no es menos milagro que el otro, y la réplica de los apóstoles cuando Jesús les pidió que perdonaran siete veces en un día fue: «Señor, aumenta nuestra fe». <<
[322] La expresión scienza nuova parece darse por vez primera en la obra de Niccolò Tartaglia, matemático italiano del siglo XVI, quien ideó la nueva ciencia de la balística, cuya paternidad reclamaba debido a ser el primero en aplicar el razonamiento geométrico al movimiento de proyectiles. (Debo esta información al profesor Alexandre Koyré). De mayor pertinencia para nuestro contexto es que Galileo, en su Sidereus nuncius (1610), insiste en la «absoluta novedad» de sus descubrimientos, aunque hay sin duda una gran diferencia entre estas palabras y la pretensión de Hobbes al decir que la filosofía política no era «más antigua que mi libro De cive» (English Works, Molesworth ed., 1839, vol. I, pág. IX) o la convicción de Descartes de que ningún filósofo anterior a él había tenido éxito en la filosofía («Lettre au traducteur pouvant servir de préface», en les principes de la phílosophie). A partir del siglo XVII, la insistencia en la absoluta novedad y en el rechazo de toda la tradición pasó a ser lugar común. Karl Jaspers (Descartes und die Philosophie, 19482, págs. 61 sigs). acentúa la diferencia entre la filosofía del Renacimiento, en la que «Drang nach Geltung der originalen Personlichkeit… das Neusein als Auszeichnung verlangte», y la ciencia moderna, en la que «sich das Wort “neu” als sachliches Wertpraedikat verbreitet». En el mismo contexto muestra la gran diferencia de significado que la pretensión de novedad tiene en la ciencia y en la filosofía. Descartes expuso su filosofía como un científico expone un descubrimiento de la ciencia. Así, escribe como sigue sobre sus considérations: «Je ne mérite point plus de glorie de les avoir trouvées, que ferait un passant d’avoir rencontré par bonheur à ses pieds quelque riche trésor, que la diligence de plusieurs aurait inutilement cherché longtemps auparavant» (La recherche de la vérité, Pléiade ed., pág. 669). <<
[323] Con esto no pretendemos negar la grandeza del descubrimiento de Max Weber sobre el enorme poder que se deriva de una «ultramundanidad» dirigida hacia el mundo (véase «Ética protestante y espíritu del capitalismo», en Religions soziologie, 1920, vol. I). Weber observa ciertos rasgos propios de la ética monástica como predecesores del carácter de la obra protestante, y en efecto cabe ver un primer germen de estas actitudes en la famosa distinción de san Agustín entre uti y frui, entre las cosas de este mundo que uno puede usar pero no disfrutar y las del mundo venidero que pueden disfrutarse por su propio beneficio. El incremento del poder humano sobre las cosas de este mundo surge en ambos casos de la distancia que establece el hombre entre él y el mundo, es decir, de la alienación del mundo. <<
[324] La razón que se da con más frecuencia sobre la sorprendente recuperación de Alemania —que no tuvo que soportar la carga de un presupuesto militar— no es convincente por dos razones: primera, Alemania hubo de pagar durante años los gastos de ocupación, que ascendían a una suma casi igual a la de un presupuesto militar completo, y segunda, en otras economías se considera la producción de material bélico como el factor más importante de la prosperidad de postguerra. Más aún, mi criterio lo confirma también el corriente y asombroso fenómeno de ver la estrecha relación de la prosperidad con la «inútil» producción de medios de destrucción, de bienes fabricados para derrocharlos en destrucción o —y éste es el caso más común— para destruirlos porque pronto se quedan anticuados. <<
[325] Hay varias indicaciones en los escritos del joven Marx reveladoras de que no desconocía por completo las implicaciones de la alienación del mundo en la economía capitalista. Así, en el artículo de 1842 «Debatten über das Holzdiebstahlsgesetz» (véase Marx-Engels Gesamtausgabe, Berlín, 1932, vol. I, parte 1, págs. 266 sigs). critica una ley contra el robo no sólo porque la oposición formal de propietario y ladrón deja fuera de consideración las «necesidades humanas» —el hecho de que el ladrón que usa la madera la necesita con mayor urgencia que el propietario que la vende— y por consiguiente deshumaniza a los hombres al igualar como propietarios de la madera a quien la usa y a quien la vende, sino también porque desposee a la madera de su naturaleza. Una ley que juzgue a los hombres sólo como propietarios, considera a las cosas sólo como uso. Que las cosas quedan desnaturalizadas cuando se usan para el cambio debió de conocerlo Marx a través de Aristóteles, quien señaló que si bien un zapato puede servir para usarlo o para cambiarlo, esto último va en contra de su naturaleza, «ya que el zapato no se hace para que sea objeto de trueque» (Política, 1257a8). (Dicho sea de paso, la influencia de Aristóteles en el estilo del pensamiento de Marx me parece casi tan característico y decisivo como la influencia de la filosofía de Hegel). Sin embargo, estas ocasionales consideraciones desempeñan un papel menor en su obra, que permaneció firmemente enraizada en el extremo subjetivismo de la Época Moderna. En su sociedad ideal, donde los hombres producirán como seres humanos, la alienación del mundo está aún más presente de lo que estaba antes; porque entonces los hombres podrán objetiver (vergegenständlichen) su individualidad, su peculiaridad, confirmar y realizar su verdadero ser: «Unsere produktionen wären ebensoviele Spiegel, woraus unser Wesen sich entgegen leuchtete» («Aus den Exzerptheften», en Gesamtausgabe, 1844-1845, vol. III, parte 1, págs. 546-547). <<
[326] Claro está que esto difiere enormemente de las condiciones actuales, en las que el trabajador obtiene un jornal semanal; resulta probable que en un futuro no muy lejano el salario anual garantizado suprima por completo estas primitivas condiciones. <<
[327] A. N. Whitehead, Science and the Modern World (Pelican ed., 1926), pág. 12. <<
[328] Sigo la excelente exposición sobre la interrelacionada historia del pensamiento filosófico y científico en «la revolución del siglo XVII», recientemente expresada por Alexandre Koyré en su libro From the Closed World to the Infinite Universe (1957), págs. 43 sigs. <<
[329] Véase P. M. Schuhl, Machinisme et philosophíe (1947), págs. 28-29. <<
[330] E. A. Burtt, Metaphysical Foundations of Modern Science, Anchor ed., pág. 38 (véase Koyré, op. cit., pág. 55, quien afirma que la influencia de Bruno se dejó sentir «sólo después de los grandes descubrimientos telescópicos de Galileo»). <<
[331] El primero en afirmar que «el firmamento está quieto y que la Tierra gira en una órbita oblicua, al tiempo que gira también sobre su propio eje» fue Aristarco de Samos en el siglo III antes de J.C., y el primero en concebir una estructura atómica de la materia fue Demócrito de Abdera en el siglo V antes de J.C. Un informe muy instructivo del mundo físico griego desde el punto de vista de la ciencia moderna nos lo proporciona S. Sambursky en su libro The Physical World of the Greeks (1956). <<
[332] Galileo (op. cit). acentúa este punto: «Cualquiera puede saber con la certeza de la percepción de los sentidos que la Luna no está dotada en modo alguno de una superficie suave y pulida, etc». (cita tomada de Koyré, op. cit., pág. 89). <<
[333] Similar posición adoptó el teólogo luterano Osiander de Nuremberg, quien en la introducción a la obra póstuma de Copérnico, Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes (1546), escribió: «Las hipótesis de este libro no son necesariamente verdaderas ni siquiera probables. Sólo una cosa importa. Han de llevar mediante cálculo a resultados que estén de acuerdo con los fenómenos observados». Tomo ambas citas de Philipp Frank, «Philosophical Uses of Science», Bulletín of Atomic Scientists, XIII. n. 4 (abril 1957). <<
[334] Burtt, op. cit., pág. 58. <<
[335] Bertrand Russell, «A Free Man’s Worship», en Mysticism and Logic (1918), pág. 46. <<
[336] Citado por J. W. N. Sullivan, Limitations of Science (Mentor ed)., pág. 141. <<
[337] El físico alemán Werner Heisenberg ha expresado este pensamiento en cierto número de publicaciones recientes. Por ejemplo: «Wenn man versucht, von der Situation in der modernen Naturwissenschaft ausgehend, sich zu den in Bewegung geratenen Fundamenten vorzutasten, so hat man den Eindruck… dass zum erstenmal im Laufe der Geschichte der Mensch auf dieser Erde nur noch sich selbst gegenübersteht… dass wir gewissermassen immer nur uns selbst begegnen» (Das Naturbild der heutigen Physik, 1955, págs. 17-18). El criterio de Heisenberg es que el objeto observado carece de existencia independiente del sujeto observador: «Durch die Art der Beobachtung wird entschieden, welche Züge der Natur bestimmt werden und welche wir durch unsere Beobachtungen verwischen» (Wandlungen in den Grundlagen der Naturwissenschaft, 1949, pág. 67). <<
[338] Whitehead, op. cit., pág. 120. <<
[339] El ensayo de Ernst Cassirer, Einstein’s Theory of Relativíty (Dover Publications, 1953) acentúa mucho esta continuidad entre la ciencia del siglo XX y la de XVII. <<
[340] J. Bronowski, en su artículo «Science and Human Values» señala el gran papel que desempeñó la metáfora en la mente de importantes científicos (véase Nation, 29 de diciembre de 1956). <<
[341] Burtt, op. cit., pág. 44. <<
[342] Ibíd, pág. 106. <<
[343] Estas palabras de Bertrand Russell las cita J. W. N. Sullivan, op. cit., pág. Véase también la distinción que hace Whitehead entre el método científico tradicional de clasificación y el moderno enfoque de medida: el primero persigue realidades objetivas cuyo principio se encuentra en la «alteridad» de la naturaleza; el segundo es subjetivo por entero, independiente de cualidades, y sólo requiere que se den una multitud de objetos. <<
[344] Leibniz, Discours de métaphysique, n. 6. <<
[345] Sigo la presentación dada por Wemer Heisenberg, «Elementarteile der Materie», en Vom Atom zum Weltsystem (1954). <<
[346] Bronowski, op. cit. <<
[347] La fundación y primera historia de la Royal Society es muy sugestiva. En la época de su fundación, los socios tenían que comprometerse a no intervenir en actividades ajenas a las señaladas por el rey a la sociedad, en especial a no intervenir en la lucha política o religiosa. Uno se siente tentado a concluir que el moderno ideal científico de «objetividad» nació allí, lo cual sugeriría que su origen es político y no científico. Más aún, merece señalarse que los científicos creyeron necesario desde un principio organizarse en una sociedad, y el hecho de que el trabajo realizado al margen de ella demostró que estaban en lo cierto. Toda organización, sea de políticos o de científicos que han abjurado de la política, es siempre una institución política; los hombres se organizan para actuar y adquirir poder. Ningún equipo de trabajo científico es pura ciencia, ya sea su objetivo actuar sobre la sociedad y asegurar a sus miembros una cierta posición dentro de ella o —como fue y sigue siendo en gran medida el caso de la investigación organizada en las ciencias naturales— actuar juntos y de acuerdo para conquistar la naturaleza. Como señaló Whitehead, no es «casualidad que una época de ciencia se haya desarrollado en una época de organización». El pensamiento organizado es la base de la acción organizada, y se siente uno tentado a añadir, no porque el pensamiento sea la base de la acción, sino más bien porque la ciencia moderna como «la organización del pensamiento» introdujo un elemento de acción en el pensar. (Véase The Aims of Education, Mentor ed., págs. 106-107). <<
[348] En su excelente interpretación de la filosofía cartesiana, Karl Jaspers insiste en la extraña ineptitud de las ideas «científicas» de Descartes, en su falta de comprensión del espíritu de la ciencia moderna, y en su inclinación a aceptar teorías sin evidencia tangible, lo que ya había sorprendido a Spinoza (op. cit., esp. págs. 50 sigs. y 93 sigs).. <<
[349] Véase Newton, Mathematical Principles of Natural Philosophy, trad. Motte (1803), vol. II, pág. 314. <<
[350] Entre las primeras publicaciones de Kant se encuentran una Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels. <<
[351] Véase la carta de Descartes a Mersenne, de noviembre de 1633. <<
[352] Galileo expresa con estas palabras su admiración por Copérnico y Aristarco, cuya razón «fue capaz… de cometer tal violación de sus sentidos como a pesar de eso hacerse la querida de su credulidad» (Dialogues Concerning the Two Great Systems of the World, trad. Salusbury, 1661, pág. 301). <<
[353] Demócrito, tras afirmar que «en realidad no existe blanco o negro, amargo o dulce», añadía: «Pobre mente, que tomas tus argumentos de los sentidos y luego quieres derrotar a éstos. Tu victoria es tu derrota» (Diels, Fragmente der Vorsokratiker, 19224. frag. B125). <<
[354] Véase Johannes Climacus oder De omnibus dubitandum est, uno de los primeros libros de Kierkegaard y que quizá sigue siendo la interpretación más profunda de la duda cartesiana. En forma de autobiografía espiritual nos cuenta lo mucho que aprendió sobre Descartes a partir de Hegel y cuánto lamentó no haber empezado con las obras de aquél sus estudios filosóficos. Este pequeño tratado, publicado en la edición danesa de sus Obras Completas (Copenhague 1909), vol. IV, se halla en traducción alemana (Darmstadt 1948). <<
[355] La estrecha relación entre la confianza en los sentidos y la confianza en la razón en el concepto tradicional de verdad fue claramente reconocida por Pascal. Según él: «Ces deux príncipes de vérité, la raison et les sens, outre qu’ils manquent chacun de sincérité, s’abusent réciproquement l’unt et l’autre. Les sens abusent la raison par de fausses apparences; et cette même piperie qu’ils apportent á la raison, ils la reçoivent d’elle à leur tour: elle s’en revanche. Les passions de l’âme troublent les sens, et leur font des impressions fausses. Ils mentent et se trompent à l’envi»(Pensées, Pléiade ed., n. 92, 1950, pág. 849). La famosa apuesta de Pascal, es decir, que arriesgaría menos creyendo lo que el cristianismo tiene que enseñar sobre el más allá que descreyéndolo, es suficiente demostración de la interrelación de verdad racional y sensorial con la de revelación divina. Para Pascal, como para Descartes, Dios es un Dieu caché (ibíd., n. 366, pág. 923) que no se revela a sí mismo, pero cuya existencia e incluso bondad es la única hipotética garantía de que la vida humana no es un sueño (la pesadilla cartesiana se repite de nuevo en Pascal, ibíd., n. 380, pág. 928) ni un fraude divino el conocimiento del hombre. <<
[356] Max Weber, que, a pesar de algunos errores de detalle ya corregidos, sigue siendo el único historiador que planteó la cuestión de la Época Moderna con la profundidad y pertinencia que corresponde a su importancia, sabia también que la simple pérdida de fe no cambiaba la estimación del trabajo y de la labor, sino la pérdida de la certitudo salutis, de la certeza de salvación. En nuestro contexto, parecería que esta certeza era la única entre las muchas certezas perdidas al llegar la Época Moderna. <<
[357] La verdad es que resulta sorprendente que ninguna de las religiones principales, a excepción del zoroastrismo, haya incluido al mentir entre los pecados mortales. No sólo no existe mandamiento que diga: «No mentirás» («No levantarás falso testimonio contra tu prójimo» es de diferente materia), sino que parece como si antes de la moralidad puritana nadie considerara la mentira como una grave ofensa. <<
[358] Éste es el punto principal del citado artículo de Bronowski. <<
[359] De una carta de Descartes a Henry More, citada por Koyré, op. cit., pág. 117. <<
[360] En el diálogo La recherche de la vérité par la lumière naturelle, donde Descartes expone sus instituciones fundamentales sin formalidad técnica, la posición central de la duda aún es más evidente que en sus otras obras. Así, Eudoxe, que representa a Descartes, explica: «Vous pouvez douter avec raison de toutes les choses dont la connaissance ne vous vient que par l’office des sens; mais pouvez-vous douter de votre doute et rester incertain si vous doutez ou non?… vous qui doutez vous ètes, et cela est si vrai que vous n’en pouvez douter davantage» (Pléiade ed., pág. 680). <<
[361] «Je doute, done je suis, ou bien ce qui est la même chose: je pense, donc je suis» (ibíd., p. 687). Aunque en Descartes tiene un simple carácter derivativo: «Car s’il est vrai que je doute, comme je n’en puis douter, il est également vrai que je pense; en effet douter est-il autre chose que penser d’une certaine maniere?» (ibíd., pág. 686). La idea guía de esta filosofía no es que ya no podría pensar sin ser, sino que «nous ne sauríons douter sans être, et que cela est la première connaissance certaine qu’on peut acquérir» (Príncipes, Pléiade ed., parte I, sec. 7). Naturalmente, el argumento no es nuevo. Se da, por ejemplo, casi palabra por palabra en De libero arbitrio (cap. 3) de san Agustín, pero sin la implicación de ser la única certeza ante la posibilidad de un Dieu trompeur y, en general, sin ser el fundamento de un sistema filosófico. <<
[362] Que el cogito ergo sum contiene un error lógico, que, como señaló Nietzsche, debería decir: cogito, ergo cogitationes sunt, y que por lo tanto el conocimiento mental expresado en el cogito no demuestra que yo exista, sino solamente que existe la conciencia, es otra cuestión que aquí no nos interesa (véase Nietzsche, Wille zur Macht, n. 484). <<
[363] Esta cualidad de Dios como deus ex machina, como única solución posible a la duda universal, se halla especialmente manifiesta en las Méditations de Descartes. Así, en la tercera meditación, con el fin de eliminar la causa de la duda, dice: «je dois examiner s’il y a un Dieu…; et si je trouve qu’il y en ait un, je dois aussi examiner s’il peut être trompeur: car sans la connaissance de ces deux vérités, je ne vois pas que je puisse jamais être certain d’aucune chose». Y al final de la quinta meditación concluye de esta manera: «Ainsi je reconnais très clairement que la certitude et la vérité de toute science dépend de la seule connaissance du vrai Dieu: en sorte qu’avant que je le connusse je ne pouvais savoir parfaitement aucune autre chose» (Pléiade ed., págs. 177 y 208). <<
[364] A. N. Whitehead, The Concept of Nature, Ann Arbor ed., pág. 32. <<
[365] Ibíd.,pág. 43. Vico fue el primero en comentar y criticar la falta de sentido común en Descartes (véase De nostri temporis studiorum ratione, cap. 3). <<
[366] Esta transformación del sentido común en otro más interior es característica de toda la Época Moderna; en alemán se indica por la diferencia entre la antigua palabra Gemeinsinn y la más reciente expresión gesunder Menschenverstand, que ha reemplazado a aquélla. <<
[367] Este traslado del punto de Arquímedes al propio hombre fue una operación consciente de Descartes: «Car à partir de ce doute universel, comme à partir d’un point fixe et immobile, je me suis propasé de faire dériver la connaissance de Dieu, de vous-mêmes et de toutes les choses qui existent dans le monde», (Recherche de la vérité, pág. 680). <<
[368] Frank, op. cit., define la ciencia por su «tarea de producir deseados y observables fenómenos». <<
[369] La esperanza de Ernst Cassirer de que la «duda se vence al ser exagerada» y que la teoría de la relatividad liberaría a la mente humana de su último «residuo humano», es decir, el antropomorfismo inherente a «la manera de hacer mediciones empíricas de espacio y tiempo» (op. cit., págs. 389 y 382), no se ha cumplido; por el contrario, la duda no de la validez de las afirmaciones científicas, sino de la inteligibilidad de los datos científicos, ha aumentado a lo largo de las últimas décadas. <<
[370] Ibíd., pág. 443. <<
[371] Hennann Mípkowski, «Raum und Zeit», en Lorentz, Einstein, y Minkowski, Das Relativitätsprinzip (1913); cita tomada de Cassirer, op. cit., pág. 419. <<
[372] Y esta duda no se aminora si se le añade otra coincidencia, la existente entre lógica y realidad. Lógicamente, parece evidente que «si los electrones tuvieran que explicar las cualidades sensoriales de la materia pudieran muy bien no poseer dichas cualidades, ya que en ese caso el problema de la causa de esas cualidades se habría alejado un paso más, pero no resuelto». (Heisenberg, Wandlungen in den Grundlagen der Naturwissenschaft, pág. 66). La razón de nuestra suspicacia se debe a que sólo cuando «en el curso del tiempo» se enteraron los científicos de esta lógica necesidad, descubrieron que la «materia» no tenía cualidades y que por lo tanto ya no podía llamarse materia. <<
[373] Con palabras de Erwin Schrödinger: «Como nuestro ojo mental penetra en distancias cada vez más pequeñas y en tiempos cada vez más cortos, hallamos que la naturaleza se comporta de manera tan absolutamente distinta de lo que observamos en los cuerpos visibles y palpables de nuestro contorno, que ningún modelo formado según nuestras experiencias en gran escala puede ser verdadero» (Science and Humanism, 1952, pág. 25). <<
[374] Heisenberg, Wandlungen in den Grundlagen, pág. 64. <<
[375] Este punto está más claro en un párrafo de Planck, citado por Simone Weil en un esclarecedor artículo (publicado bajo el seudónimo de «Emil Novis» y titulado «Réflexions à propos de la théorie des quanta» en Cahiers du Sud, diciembre de 1942), que en traducción francesa dice así: «Le créateur d’une hypothèse dispose de possibilités pratiquement illimitées, il est aussi peu lié par le fonctionnement des organes de ses sens qu’il ne l’est par celui des instruments dont il se sert… On peut même dire qu’il se crée une géométrie à sa fantasie… C’est pourquoi aussi jamais des mesures ne pourront confirmer ni infirmer directement une hypothèse; elles pourront seulemen r en faire ressortir la convenance plus ou moins grande». Simone Weil señala extensamente que algo «infiniment plus précieux» de la ciencia está comprometido en esta crisis, es decir, la noción de verdad; no obstante, deja de ver que la mayor perplejidad en este estado de cosas surge del innegable hecho de que estas hipótesis «funcionan». (Debo el conocimiento de este artículo poco conocido a Beverly Woodward, exalumna mía). <<
[376] Schrödinger, op. cit., pág. 26. <<
[377] Science and the Modern World, pág. 116. <<
[378] En la Séptima carta 341C: rhēton gar oudamōs estin hōs alla mathēmata («porque nunca se expresa con palabras como otras cosas que aprendemos»). <<
[379] Véase en especial Ética a Nicómaco, 1142a25 y sigs. y 1143a36 y sigs. La traducción inglesa corriente falsea el significado al verter logos por «razón» o «argumento». <<
[380] El empleo por Platón de las palabras eidólōn y skia en el relato de la caverna hace que dicho relato parezca una réplica y una inversión de Homero, ya que éstas son las palabras clave de la descripción homérica del Hades en la Odisea. <<
[381] Whitehead, Science and Modern World, págs. 116-117. <<
[382] «Gebet mir Materíe, ich will eine Welt daraus bauen! das ist, gebet mir Materíe, ich will euch zeigen, wie eine Welt daraus entstehen soll» (véase el prólogo de Kant a su Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels). <<
[383] Que la «naturaleza es un proceso», que por lo tanto «el hecho esencial para el conocimiento sensorial es un acontecimiento», que la ciencia natural sólo se ocupa de casos, sucesos o acontecimientos, pero no de cosas, y que «aparte de los sucesos no hay nada» (véase Whitehead, The Concept of Nature, págs. 53, 15 y 66), son algunos de los axiomas de la moderna ciencia natural en todas sus ramas. <<
[384] Vico (op. cit., cap. 4) aclara explícitamente por qué se alejó de la ciencia natural. El conocimiento verdadero de la naturaleza es imposible debido a que no fue el hombre, sino Dios, quien la creó; Dios puede conocer la naturaleza con la misma certeza que el hombre conoce la geometría: Geometrica demonstramus quia facimus; si physica demonstrare possemus, faceremus («Podemos demostrar la geometría porque la hacemos; para demostrar la física tendríamos que hacerla»). Este pequeño tratado, escrito más de quince años antes de la primera edición de la Scienza nuova (1725), es interesante en más de un aspecto. Vico critica todas las ciencias existentes, pero no en provecho de su nueva ciencia de la historia; lo que recomienda es el estudio de la moral y de la ciencia política, que considera indebidamente descuidadas. Debió de haber sido mucho más tarde cuando se le ocurrió la idea de que el hombre hace la historia al igual que Dios hace la naturaleza. Este desarrollo biográfico, aunque absolutamente extraordinario al comienzo del siglo XVIII. pasó a ser norma un siglo después: cada vez que la Época Moderna tuvo motivo para esperar u na nueva filosofía política, obtuvo en su lugar una filosofía de la historia. <<
[385] Introducción de Hobbes a Leviathan. <<
[386] Véase la excelente introducción de Michael Oakeshott a Leviathan (Blackwell’s Political Texts), pág. XIV. <<
[387] Ibíd., pág. XIV. <<
[388] Metafísica, 1025b25 sigs. y 1064a17 sigs. <<
[389] Para Platón, véase Theaetecus, 155: Mala gar philosophou touto to pathos, to thaumazein; ou gar allē archē philosophias ē hautē («Porque el asombro es lo que más sufre el filósofo; porque no hay otro comienzo de la filosofía que éste»).
Aristóteles, que al comienzo de la Metafísica (982b 12 sigs). repite casi textualmente las palabras de Platón —«Porque debido a su asombro los hombres comienzan ahora y comenzaron al principio a filosofar»—. emplea este asombro de modo completamente distinto; a su entender, el verdadero impulso para filosofar radica en el deseo de «escapar de la ignorancia». <<
[390] Hemi Bergsan, Évolution créatrice (1948), pág. 157. Un análisis de la posición de Bergson en la filosofía moderna nos alejaría demasiado del tema. Pero es muy sugestiva su insistencia en la prioridad del homo faber sobre el homo sapiens y en la fabricación como fuente de la inteligencia humana, así como su enfática oposición de la vida con la inteligencia. La filosofía de Bergson pudiera interpretarse fácilmente como el estudio de un caso que nos muestra cómo la primitiva convicción de la Época Moderna con respecto a la relativa superioridad de la fabricación sobre el pensamiento quedó luego reemplazada y aniquilada por su más reciente convicción de una absoluta superioridad de la vida sobre todo lo demás. Debido a que en Bergson todavía se unen estos dos elementos, su influencia fue decisiva en el comienzo de la elaboración de las teorías laborales en Francia. No sólo los primeros trabajos de Édouard Berth y de Georges Sorel, sino también a L’Être et le travail (1949) de Jules Vuillemin, aunque este autor, como casi todos los actuales escritores franceses, piensa primordialmente en términos hegelianos. <<
[391] Bergson, op. cit., pág. 140. <<
[392] Bronowski, op. cit. <<
[393] La fórmula de Jeremy Bentham en AnIlntroduction to the Principies of Morals and Legislation (1789) «se la sugirió Joseph Priestley y se parece mucho a la massima felicità divisa nel maggior numero de Beccaria» (Introducción de Laurence J. Lafleur a la edición Hafner). Según Élie Halévy (The Growth of Philosophic Radicalism, Beacon Press 1955), tanto Beccaria como Bentham se basaron en De l’esprit de Helvétius. <<
[394] Lafleur, op. cit., pág. XI. El propio Bentham expresa en una nota añadida a la última edición de su obra (Hafner ed., pág. 1) su descontento por una filosofía meramente utilitaria: «La palabra utilidad no indica tan claramente las ideas de placer y de dolor como lo hacen las voces felicidad y dicha». Su principal objeción radica en que la utilidad no es mensurable y que por lo tanto no «nos lleva a la consideración del número,» sin el cual resultaría imposible una «formación del modelo de lo cierto y de lo erróneo». Bentham deduce su principio de felicidad del principio de utilidad divorciando el concepto de utilidad de la noción de uso (véase cap. 1, par. 3). Esta separación señala un punto decisivo en la historia del utilitarismo. Porque si bien es cierto que antes de Bentham se había relacionado primordialmente con el ego, fue Bentham quien radicalmente vació la idea de utilidad de toda referencia a un mundo independiente de cosas de uso y transformó así el utilitarismo en un verdadero «egoísmo universalizado» (Halévy). <<
[395] Cita tomada de Halévy, op. cit., pág. 13. <<
[396] Se trata de la primera frase de los Principles of Morals and Legislation. La famosa frase está «copiada casi palabra por palabra de Helvétius» (Halévy, op. cit., pág. 26). Halévy señala atinadamente que «era natural que una idea generalmente aceptada en todas partes tendiera a encontrar expresión en las mismas fórmulas» (pág. 22). Este hecho muestra claramente que los autores aquí tratados no eran filósofos; porque al margen de lo generalmente aceptadas que pudieran ser ciertas ideas durante un determinado periodo, no hay dos filósofos que lleguen a idénticas formulaciones sin copiarse uno del otro. <<
[397] Ibíd., pág. 15. <<
[398] Los representantes más importantes de la filosofía de la vida moderna son Marx, Nietzsche y Bergson, en cuanto que los tres igualan Vida y Ser. Basan esta igualdad en la introspección, y, en efecto, la vida es el único «ser» que el hombre puede conocer mirándose a sí mismo. La diferencia entre estos filósofos y los anteriores de la Época Moderna radica en que para los primeros la vida parece ser más activa y productiva que la conciencia, la cual parece que sigue demasiado estrechamente relacionada con la contemplación y el antiguo ideal de la verdad. Tal vez la mejor definición de esta última etapa de la filosofía moderna sea la de rebelión de los filósofos contra la filosofía, rebelión que, comenzada por Kierkegaard y terminada por el existencialismo, parece a primera vista acentuar la acción en contra de la contemplación. No obstante, un examen más atento nos indica que ninguno de estos filósofos se interesa por la acción como tal. Dejemos aparte a Kierkegaard y a su acción no mundana y dirigida hacia el interior. Nietzsche y Bergson describen la acción con terminología de fabricación —homo faber en lugar de homo sapiens—, al igual que Marx, quien describe la labor en términos de trabajo. Pero el fundamental punto de referencia de los tres no es ni el trabajo, ni la mundanidad, ni la acción; es la vida y la fertilidad de ésta. <<
[399] La frase de Cicerón es la siguiente: Civitatibus autem mors ipsa poena est… debet enim constituta sic esse civitas ut aeterna sit (De re publica, m. 23). Con respecto a la convicción en la antigüedad de que un sólido cuerpo político debe ser inmortal, véase también Platón, Leyes, 713, donde se les dice a los fundadores de una nueva polis que imitan la parte inmortal del hombre (hoson en hēmin athanasias enest). <<
[400] Véase Platón, República, 405C. <<
[401] Por el dominico Bernard Allo, Le travail d’après St. Paul (1914). Entre los defensores del origen cristiano de la moderna glorificación de la labor se encuentran los siguientes: en Francia, Étienne Borne y François Henry, Le travail et l’homme (1937); en Alemania, Karl Müller, Die Arbeit: Nach moral-philosophischen Grundsätzen des heiligen Thomas von Aquino (1912). Más recientemente, Jacques Leclercq de Lovaina, quien ha aportado uno de los trabajos más valiosos e interesantes a la filosofía de la labor en el cuarto libro de sus Leçons de droit naturel, titulado Travail, propriété (1946), ha rectificado esta errónea interpretación de las fuentes cristianas: «Le christianisme n’a pas changé grand’chose à l’estime du travail»; y en la obra de santo Tomás «la notion du travail n’apparait que fort accidentellement» (págs. 61-62). <<
[402] Véase Thess., I. 1v. 9-12 y II, m. 8-12. <<
[403] Summa contra Gentiles, III. 135: Sola enim necessitas victus cogit manibus operari. <<
[404] Summa theologica, II-II. 187. 3, 5. <<
[405] En las reglas monásticas, particularmente en el ora et labora benedictino, se recomienda la labor para luchar contra las tentaciones de un cuerpo perezoso (véase el cap. 48 de la Regla). En la llamada regla de san Agustín (Epistolae, 211), se considera que el trabajo es una ley de la naturaleza, no un castigo por el pecado. San Agustín recomienda el trabajo manual —emplea como sinónimos las palabras opera y labor en oposición a otium— por tres razones: ayuda a luchar contra las tentaciones de la ociosidad, ayuda a que los monasterios cumplan su deber de caridad hacia los pobres, y favorece la contemplación debido a que no distrae indebidamente a la mente como otras ocupaciones, por ejemplo, la compra y venta de artículos. Con respecto al papel del trabajo en los monasterios, compárese Étienne Delaruelle, «Le travail dans les règles monastiques occidentales du IVe au IXe siècles», Journal de Psychologie Normale et Pathologique, XLI, n. 1 (1948). Dejando aparte estas consideraciones formales, resulta sumamente característico que los Solitarios de Port-Royal, en su búsqueda de algún instrumento de castigo realmente efectivo, pensaron inmediatamente en el trabajo (véase Lucien Febre, «Travail: Évolution d’un mot et d’une idée», Journal de Psychologie Normale et Pathologique, XLI, n. 1, 1948). <<
[406] Santo Tomás, Summa theologica, II-II. 182. 1, 2. En su insistencia sobre la absoluta superioridad de la vita. contemplativa, santo Tomás muestra una característica diferencia con respecto a san Agustín, quien recomienda la inquisitio aut inventio veritatis: ut in ea quisque proficiat («inquisición o descubrimiento de la verdad con el fin de que alguien pueda aprovecharla») (De civitate Dei, XIX. 19) Pero esta diferencia apenas es algo más que la existente entre un pensador cristiano formado en la filosofía griega y otro cuya formación se debía a la romana. <<
[407] Los evangelios se ocupan de lo perjudicial de las propiedades terrenas, pero no elogian el trabajo ni a los trabajadores (véase en especial Mt., VI. 19-32 y XIX. 21-24; Mc., IV. 19; Lc., VI. 20-34 y XVIII. 22-25; Ac., IV. 32-35). <<
[408] En una carta que escribió Marx a Kugelmann en julio de 1868. <<
[409] Esta inherente mundanidad del artista no cambia si un «arte no objetivo» reemplaza a la representación de las cosas; tomar esta «no-objetividad» por subjetividad, en la que el artista se siente obligado a «expresarse», a manifestar sus sentimientos subjetivos, es propio de los charlatanes, no de los artistas. El artista, sea pintor, escultor, poeta o músico, produce objetos mundanos, y esta reificación nada tiene en común con la muy discutible y, de todos modos, no artística práctica de la expresión. El arte expresionista es una contradicción terminológica, pero no el arte abstracto. <<
HANNAH ARENDT (Linden-Limmer, 14 de octubre de 1906-Nueva York, 4 de diciembre de 1975). Discípula de Heidegger y Husserl, protegida de Karl Jaspers y establecida en Nueva York desde 1941, tras la ocupación alemana de Francia, dividió conscientemente su actividad intelectual entre la filosofía y la teoría política, llegando a adquirir un sólido prestigio tanto en Europa como en América. En 1951 publicó Los orígenes del totalitarismo (Origins of Totalitarianism), quizá su libro más famoso, al que siguieron textos tan fundamentales para el pensamiento contemporáneo como Sobre la revolución (On revolution, 1963), Hombres en tiempos de oscuridad (Men in dark times, 1968), La condición humana (The human condition, 1969), La vida del espíritu (The life of the mind, 1971) o La crisis de la república (Crise of the republic, 1972).
Profesora en las universidades de Berkeley, Princeton, Columbia y Chicago; directora de investigaciones de la Conference on Jewish Relations (1944-1946), y colaboradora de diversas publicaciones periódicas como Review of politics, Jewish Social Studies, Partisan Review y Nation, Hannah Arendt pasó sus últimos años ejerciendo la enseñanza en la New School for Social Research. Murió en 1975.
Título original: The Human Condition
Hannah Arendt, 1958
Traducción: Ramón Gil Novales
AGRADECIMIENTOS
El presente estudio debe su origen a una serie de conferencias dadas bajo el auspicio de la Charles R. Walgreen Foundation en abril de 1956, en la Universidad de Chicago, y con el título de «Vita activa». En la etapa inicial de este trabajo, que se remonta al comienzo de los años cincuenta, obtuve una subvención de la Simon Guggenheim Memorial Foundation, y en la última etapa conté con la inestimable ayuda de una subvención de la Rockefeller Foundation. En el otoño de 1953, el Christian Gauss Seminar in Criticism de la Universidad de Princeton me ofreció la oportunidad de presentar algunas de mis ideas en una serie de conferencias bajo el título de «Karl Marx and the Tradition of Political Thought». Agradezco la paciencia con que se acogieron estos primeros ensayos, actitud que para mí supuso un gran estímulo, así como el animado intercambio de ideas con escritores de aquí y del extranjero, para lo cual el Seminario, único en este aspecto, sirve de tornavoz.
Rose Feitelson, que me ha ayudado desde que comencé a publicar en este país, fue una vez más un extraordinario auxiliar en la preparación del manuscrito. Si tuviera que agradecerle todo lo que ha hecho por mí durante un período de doce años, me sería completamente imposible.
H. A.
INTRODUCCIÓN
HANNAH ARENDT, PENSADORA DEL SIGLO
Algo se mueve alrededor de Hannah Arendt: ¿Qué es? Sobre el papel no
debiera sorprender el creciente interés que viene despertando su obra en
los últimos tiempos. Poco tiene de extraño que, ante la crisis de la
política y de la filosofía de la historia, muchos hayan vuelto su mirada
hacia esta pensadora audaz, difícilmente encasillable en ninguna
escuela filosófica,[1] pero al mismo tiempo capaz de percibir eso de más
valor (la vida, la muerte, el absoluto) que se halla en juego en el
corazón de las cuestiones históricas y políticas concretas.[2] Si a ello
le unimos la complejidad del personaje mismo —pensadora, mujer,
judía…—[3] un inicial cuadro explicativo del fenómeno parece quedar
completado.
Pero hay algún que otro dato resistente al esquema.
Por ejemplo, el de que la casi totalidad de textos de Hannah Arendt
llevaba años publicada. Sin que quepa argumentar, ni remotamente, que
hasta hace poco su aportación había pasado desapercibida. Antes bien al
contrario, recoger con pretensiones de exhaustividad las referencias de
terceros a la obra de Arendt resulta una tarea proteica, prácticamente
inabarcable a escala individual.[4] Desde algún otro lugar, por tanto,
habrá que dar cuenta de ese plus de actualidad por el que hemos empezado
preguntándonos. O quizá la clave esté precisamente en el lugar.
Elisabeth Young-Bruehl[5] ha propuesto leer la entera evolución de su
pensamiento utilizando una categoría que la propia Arendt utilizó en uno
de sus primeros textos, Rahel Varnhagen: vida de una judía,[6] la
categoría de paria. Puede argumentarse, y no sin parte de razón, que con
ella Hannah Arendt sólo pretendía dar una concreta respuesta teórica y
política al nacionalsocialismo. Pero queda claro desde el mismo texto
que el alcance de la categoría es considerablemente mayor («Rabel
siempre fue una judía y una paria. El hecho de mantenerse fiel a ambas
cosas es lo que le ha dado derecho a ocupar un lugar en la historia de
los europeos»). El paria es mucho más que un apátrida, que un
desarraigado: es un outsider. La figura completamente opuesta al
arribista, al parvenu, quien a su vez no se limita a ser un mero
escalador social. Es alguien con una pulsión tan enfermiza por
asimilarse al mundo que está dispuesto a negarse a sí mismo con tal de
no sentirse separado de él. El que nosotros hoy podamos utilizar la
biografía de Rahel Varhagen como una metaTiografia de Hannah Arendt es
un dato de partida, no de llegada. La obra, tal vez la más íntima y
subjetiva de nuestra autora (allí donde se pregunta, barruntando el
horror que se acercaba, «¿cómo es posible vivir en el mundo, amar al
prójimo, si el prójimo —o incluso tú mismo— no acepta quien eres?»),
constituye una auténtica búsqueda de identidad por persona interpuesta,
pero también el inicio de una aventura de pensamiento[7] a la que sólo
la muerte de la autora pondrá fin. La veracidad en este caso
proporciona, por tanto, una clave sólo parcial del sentido. A partir de
un cierto momento, la función teórica de la categoría de paria deviene
otra. Perderá parte de su ropaje descriptivo para pasar a designar una
perspectiva, un lugar teórico, una mirada que no se incorpora al paisaje
(o, wittgensteinianamente, un ojo que no forma parte del mundo), pero
constituye —ordena— lo mirado, no únicamente para el conocimiento sino
también para la vida. De ahí que se le atribuyan tareas a la figura, que
se le asigne la labor de estar alerta ante lo inesperado, la de
observar cómo ocurren cosas y sucesos sin apriorismos sobre el curso y
la estructura de la historia. La evolución del pensamiento de Hannah
Arendt, glosada por Paul Ricoeur como «De la filosofía a lo
político»,[8] se deja caracterizar entonces como el tránsito desde su
experiencia particular a un discurso general acerca de las condiciones
para la acción y acerca de la naturaleza del juicio o, con otras
palabras, desde su personal idea de la condición de paria a una teoría
de lo público.
El hecho de que Hannah Arendt se viera obligada,
por causa de su origen judío, a emigrar a principios de los cuarenta a
Estados Unidos —como tantos otros compatriotas suyos, por lo demás—
concede a su texto Los orígenes del totalitarismo,[9] qué duda cabe, un
especial atractivo. Entre otras cosas, coloca a la autora en la tesitura
de medirse con alguna de sus afirmaciones. Por ejemplo, con las que,
aproximadamente por las mismas fechas (1948) en que escribía dicho
libro, hacía a propósito de los intelectuales: «El anticonformismo
social, como tal, ha sido y siempre será el distintivo de los
intelectuales; para un intelectual, el anticonformismo es casi la
condición sine qua non para su realización».[10] No fue el suyo,
definitivamente, el texto esperable desde una simplista perspectiva ad
hominem. Hubo quien saludó su publicación, es cierto, como una
contribución al discurso de la guerra fría, por aquel entonces
característico del antitotalitarismo norteamericano. Y hay que decir que
tanto el tono general del libro como su afirmación de que las formas
nazi y comunista de gobierno totalitario eran esencialmente las mismas
parecían dar la razón a estos intérpretes. Pero el lector perspicaz
puede percibir en las preguntas, de inequívocas resonancias kantianas,
que se formulan en el texto («¿qué ha sucedido?, ¿por qué sucedió?,
¿cómo ha podido suceder?») el alcance que Hannah Arendt pretende dar a
su análisis. Del que se desprenderá que para ella el totalitarismo no es
sólo un fenómeno histórico de decisiva importancia sino también una
categoría de explicación filosófica.
La idea, mantenida en el
libro, de que el totalitarismo no es simplemente el último episodio
hasta el momento en la historia de las tiranías sitúa a la autora ante
el compromiso teórico de definir la novedad del gobierno totalitario. En
principio, dicha novedad podría formularse así: lo específico del
totalitarismo viene dado por el protagonismo de las masas, el cual, a su
vez, tiene su raíz en una determinada experiencia, característica del
mundo contemporáneo. Bajo la propuesta parecen operar, si bien
desigualmente, por lo menos dos elementos diferenciales. De un lado, el
tema, tan propio de la sociología europea de entreguerras, del
surgimiento de lo que se perfila como un nuevo sujeto histórico y de sus
relaciones con las élites.[11] De otro, el uso, cuyo origen
benjaminiano hará explícito Hannah Arendt en su Introducción a
Iluminaciones,[12] del concepto de experiencia para dar cuenta de
determinadas dimensiones de la vida colectiva. Para Benjamin, como es
sabido, el sentido no puede ser generado por el trabajo, sino a lo sumo
sufrir transformaciones dependientes del proceso de trabajo.
Esta autonomización del sentido (y, por tanto, de la interpretación de
la experiencia) respecto del proceso productivo, que resultará
absolutamente central cuando Arendt plantee el tema de la revolución,
desarrolla una particular eficacia en esta obra. Porque uno de los
rasgos del totalitarismo[13] es justamente que en él todo se presenta
como político: lo jurídico, lo económico, lo científico, lo pedagógico.
De este rasgo se sigue en cierto modo un segundo: el totalitarismo
aparece como un régimen en el que todas las cosas se tornan públicas.
Ambos deben ser entendidos en sentido fuerte, como desarrollo de la
novedad enunciada. La experiencia en la que se funda el totalitarismo es
la soledad. Soledad es ausencia de identidad, que sólo brota en la
relación con los otros, con los demás. El totalitarismo se aplicará
sistemáticamente a la destrucción de la vida privada, al desarraigo del
hombre respecto al mundo, a la anulación de su sentido de pertenencia al
mundo. A la profundización en la experiencia de la soledad.
Se
entenderá ahora mejor uno de los reproches mayores que Hannah Arendt le
dirige al totalitarismo, a saber, el de ser un individualismo gregario
(«comprimidos los unos contra los otros, cada uno está absolutamente
aislado de todos los demás»). La soledad, que hace referencia a la vida
humana en conjunto, encuentra en la vida política totalitaria su
complemento obligado en el aislamiento. La crítica del libro va dirigida
específicamente contra la pretensión, propia de los movimientos
totalitarios, de organizar a las masas. De ahí el matiz que se añade a
continuación: «No a las clases, como los antiguos partidos de intereses
de las Naciones-Estados continentales; no a los ciudadanos con opiniones
acerca de la gobernación de los asuntos públicos y con intereses en
éstos, como los partidos de los países anglosajones».[14] Lo que define a
las masas es precisamente ese ser puro número, mera agregación de
personas incapaces de integrarse en ninguna organización basada en el
interés común: «Las masas […] carecen de esa clase específica de
diferenciación que se expresa en objetivos limitados y obtenibles».[15]
Se puede analizar el totalitarismo, evidentemente, por otra vía.
Enfatizando, por ejemplo, los instrumentos fundamentales de los que se
sirve el poder totalitario. Se destaca entonces el terror, la mentira,
la identificación de control con seguridad y con falta de novedad, etc.
Dimensiones ciertamente reales en una sociedad totalizada,[16] pero que
en ningún caso deben dejar sin analizar lo que a Hannah Arendt
verdaderamente importa: la lógica profunda del totalitarismo, que
permite pensar tales dimensiones como efectos. Cuando se accede a ella,
lo que aparece como núcleo básico de su estructura de funcionamiento es
el mal radical, un mal sin confines.[17] Que todo puede ser destruido es
un ejercicio de demostración de la apuesta básica del totalitarismo:
todo es posible. Así debe entenderse el hecho de que el terror del campo
de concentración aparezca como arbitrario: cualquier restricción
implicaría poner límites al principio fundamental («los hombres normales
no saben que todo es posible», David Rousset.[18] El círculo se va
estrechando: masas impotentes —porque una de las consecuencias del
aislamiento es la incapacidad para actuar (se actúa entre y con los
demás) y la falta de poder («el poder persiste mientras los hombres
actúan en común; desaparece cuando se dispersan», ha escrito
«arendtianamente» Paul Ricoeur[19]— afirmando sin restricciones que todo
es posible, masas incapaces de proponerse objetivos obtenibles
afirmando que el mundo está en sus manos. La conclusión de Arendt ya no
es un juicio de intenciones: «El totalitarismo busca, no la dominación
despótica sobre los hombres, sino un sistema en el que los hombres sean
superfluos».[20]
Es por todo ello por lo que no incurre en el
error, tranquilizador en el fondo, de considerar el nazismo —y a los
nazis, por extensión— como una patología de la historia. Su opinión
acerca de Eichmann resulta, a este respecto, absolutamente inequívoca.
En 1961 Hannah Arendt recibió de la revista americana The New Yorker el
encargo de informar sobre el proceso contra el dirigente
nacionalsocialista.[21] Su contacto personal con él no hizo otra cosa
que reafirmar sus convicciones: «Me impresionó la manifiesta
superficialidad del acusado, que hacía imposible vincular la
incuestionable maldad de sus actos a ningún nivel más profundo de
enraizamiento o motivación. Los actos fueron monstruosos, pero el
responsable —al menos el responsable efectivo que estaba siendo juzgado—
era totalmente corriente, del montón, ni demoníaco ni monstruoso».[22]
Nada hay de sorprendente, ni mucho menos de provocador, en estas
afirmaciones, que se limitan a ser mera aplicación de las categorías.
Ese hombre del montón es un hombre de la masa, y la característica
principal del hombre-masa no es la brutalidad y el atraso, sino su
aislamiento y su falta de relaciones sociales. Las mismas categorías que
autorizan a Hannah Arendt a aquella otra afirmación, tal vez algo más
concluyente: el padre de familia, escribirá, es «el gran criminal de
siglo».
Obviamente, todas estas tesis deben ser puestas en
conexión con las que, años más tarde, desarrollará en otro de sus textos
clásicos: Sobre la revolución.[23] Analiza allí el fenómeno de la
revolución a través del análisis de dos de ellas —una buena y otra mala:
la americana y la francesa—, en un modo que, según algunos, desliza
preferencias ideológicas extradiscursivas,[24] pero semejante apariencia
no agota en todo caso el contenido de sus tesis, que se entienden mejor
conectándolas con una idea, de raíz aristotélica, tangencialmente
mencionada: la institucionalización de la libertad pública no debe
quedar lastrada por los conflictos del trabajo social, y las cuestiones
políticas no deben mezclarse con las cuestiones socioeconómicas. Es este
mismo convencimiento el que opera a la hora de reflexionar sobre el
poder. Según Arendt, el fenómeno fundamental del poder no es la
instrumentalización de una voluntad ajena para los propios fines, sino
la formación de una voluntad común en una comunicación orientada al
entendimiento. El poder se deriva básicamente de la capacidad de actuar
en común.[25] Esa «opinión en la que muchos se han puesto públicamente
de acuerdo» significa poder en la medida en que descansa sobre
convicciones, esto es, sobre esa peculiar coacción no coactiva con que
se imponen las ideas, y en que se regula mediante un vínculo
institucional reconocido. La distancia que separa esto de las formas
criticadas de organización de la política es la misma que en el terreno
de los conceptos separa el de poder del de violencia.
Así, pues,
desde los trabajos posteriores a Los Orígenes… queda descartada una
interpretación de la posición de Hannah Arendt que tal vez la exclusiva
atención a este libro podía haber propiciado: aquella interpretación
según la cual sus análisis implican una defensa a contrario de alguna
variante del discurso individualista de tinte liberal-conservador, tal y
como tienden a entenderse hoy en día estos términos. Ahora vemos que
nada hay de apología del individualismo o de la privacidad en su
propuesta. De hecho, critica vehementemente el privatismo instaurado en
las sociedades modernas. Aludiendo al mundo griego, la autora de La
condición humana ha dejado claro en el texto su modelo:[26] «… La esfera
pública estaba reservada a la individualidad; se trataba del único
lugar donde los hombres podían mostrar real e invariablemente quiénes
eran».[27] Hannah Arendt entiende la política en tanto que disciplina
que tiene como su telos un fin práctico: la conducción de una vida buena
y justa en la polis. Habermas ha sido justo al definirla como una
convencida demócrata radical, definición que acaso no entre del todo en
conflicto con la que propone su biógrafa Elisabeth Young-Bruehl, al
elogiar la vigorosa imagen de conservadurismo revolucionario ofrecida
por nuestra autora.
De cualquier forma, ambas definiciones son
sólo acercamientos, intentos de caracterización de un punto de vista
que, por definición, se resiste a ser homologado. Arendt era una paria
también en materia de pensamiento y nunca quiso abandonar esa condición
para convertirse en una parvenue, para reconciliarse finalmente con un
mundo que nunca había sentido como propio.[28] Sus textos aludidos
proclaman esa extrañeza: en un caso bajo el registro del horror, en el
otro bajo el de la decepción. Ni hombres-masa, ni revolucionarios
convertidos en parvenus. Ni el espanto ante la insaciable voracidad del
mal, ni la tristeza ante una revolución sistemáticamente incapaz de
conservar su legado. ¿Hay discurso para este punto de vista? La frágil
tesis que sostiene esta introducción es la de que, en efecto, lo hay y
que se encuentra precisamente en La condición humana. Porque es
precisamente aquí donde se encuentra la clave última que convierte en
inteligibles aquellos textos, el espacio teórico donde se hace más
visible el entramado de convicciones y apuestas desde el que fueron
pensados, el conjunto de argumentos que antes nos permitió afirmar que
el totalitarismo es en el fondo una categoría filosófica.[29]
Como el lector puede comprobar, el texto de Arendt[30] se halla
dividido en tres partes, Labor, Trabajo y Acción, correspondientes a las
tres actividades fundamentales bajo las que se ha dado al hombre la
vida en la tierra. Es en la tercera donde más claramente se percibe la
diferencia cualitativa que separa al hombre del resto de la naturaleza.
Mientras que la labor se refiere a todas aquellas actividades humanas
cuyo motivo esencial es atender a las necesidades de la vida (comer,
beber, vestirse, dormir…), y el trabajo incluye aquellas otras en las
que el hombre utiliza los materiales naturales para producir objetos
duraderos, la acción es el momento en el que el hombre desarrolla la
capacidad que le es más propia: la capacidad de ser libre.[31] Pero la
libertad de Hannah Arendt no es mera capacidad de elección, sino
capacidad para trascender lo dado y empezar algo nuevo, y el hombre sólo
trasciende enteramente la naturaleza cuando actúa.[32] En el concepto
de acción quedan subrayados tres rasgos: el hecho de la pluralidad[33]
humana («el hecho de que no un hombre, sino muchos hombres viven sobre
la tierra», por decirlo con sus mismas palabras), la naturaleza
simbólica de las relaciones humanas y el hecho de la natalidad en tanto
que opuesto a la mortalidad. Con otras palabras, la intersubjetividad,
el lenguaje y la voluntad libre del agente.
Los dos primeros
rasgos dibujan una concepción del hombre rigurosamente incompatible con
los totalitarismos. Frente a la ley de la Vida o de la Historia, propia
de éstos, Arendt propone como diferencia específica de la condición
humana la libre comunicación de proyectos por parte de individuos en un
espacio público donde el poder se divide entre iguales. Pero la
diferencia específica remite necesariamente al hecho de la natalidad.
Ella representa la capacidad de los hombres para empezar algo nuevo,
para añadir algo propio al mundo, y ningún totalitarismo puede soportar
esto. Morir significa separarse de la comunidad, aislarse, mientras que
la natalidad simboliza (y constituye) ese acto inaugural, ese hacer
aparecer por primera vez en público:[34] «Los hombres, aunque han de
morir, no han nacido para eso sino para comenzar», se lee en este libro.
Por eso no hay exageración en la tesis de que la lógica profunda de la
sociedad totalitaria es la lógica del campo de concentración.[35] El
totalitarismo se aplica con tanta saña a suprimir la individualidad,
porque con la pérdida de la individualidad se pierde también toda
posible espontaneidad o capacidad para empezar algo nuevo: desaparece
cualquier sombra de iniciativa en el mundo. No tiene más secreto la
fascinación totalitaria por la muerte. Pero al mundo le es consustancial
la novedad. Tiene el anhelo, si no de lo absolutamente otro, por lo
menos de lo modestamente otro, de lo posiblemente otro. De lo
humanamente otro, en suma.
Si de esta perspectiva pasamos a la
de la crítica de las revoluciones, habrá que decir que, por más que
Habermas haya mantenido que no ve contradicción entre el enfoque de
Hannah Arendt y una teoría crítica de la sociedad, lo cierto es que
aquélla ha extraído de su concepto de acción conclusiones directamente
enfrentadas al marxismo. Ahora estamos en condiciones de entender que
haya considerado dicha doctrina como una teoría del siglo XIX: la obra
de Marx era una respuesta revolucionaria a aquella «cuestión social» que
con la mejora del nivel de vida en el siglo XX quedó paliada de manera
fundamental. Si, a pesar de ello, el pensamiento que se reclamaba de
Marx parecía conservar buena parte de su originario impulso
emancipatorio era porque cabalgaba a lomos de un malentendido. Algo
había avanzado la Escuela de Fráncfort en la clarificación del asunto,
es cierto, al denunciar la reificación de la naturaleza como un campo
para la explotación humana (si Marx se saliera con la suya, el mundo
entero se transformaría en un «taller gigantesco», declaró Adorno). Pero
Arendt había apuntado al corazón del problema al criticar la reducción
del hombre a un animal laborans, y hay que decir que la distinción entre
el hombre como animal laborans y como homo faber planteada en el
presente libro (infra, caps. III y IV) la Escuela de Francfort nunca la
realizó. Para nuestra autora, la confusión entre techne y praxis que se
ha producido en el marxismo, y la identificación consiguiente entre una
acción así (mal) entendida y hacer la historia[36] desemboca en una
paradójica incapacidad para dar cuenta del devenir de los
acontecimientos históricos.
Frente a esto, Arendt confía en que
su concepto de acción permita sentar las bases para una nueva idea de la
historia. En este punto, la evocación de Benjamin resulta, de nuevo,
inevitable.[37] Cómo no recordar el Angelus Novus al leer este pasaje de
«Sobre la humanidad en tiempos de oscuridad»: «Sólo necesitamos mirar a
nuestro alrededor para ver que estamos de pie en medio de una montaña
de escombros de aquellos pilares [de las verdades más conocidas]».[38]
De Benjamin toma el concepto de la historia como construcción y con él
comparte la convicción de que la misión del historiador es hacer saltar
por los aires el continuum histórico a fin de conquistar un espacio que
le permita construirse un juicio crítico y autónomo. La voladura obliga,
por lo pronto, al abandono de una cierta práctica historiográfica. De
hecho, Hannah Arendt se mantuvo siempre alejada de la literatura
histórica por una razón muy clara: «La literatura histórica […] no es
otra cosa, en última instancia, que justificación de lo que
sucedió»,[39] o, lo que es lo mismo, historia deformada por la mano de
los vencedores.
No hay conocimiento histórico neutro, y eso
queda explicitado desde la misn1a cita de Isak Dinesen que sirve de lema
para el capítulo sobre la acción: «Todas las penas pueden soportarse si
las ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas».
Historia para la vida, si se quiere decir así, pero en ningún caso para
el consuelo: «Comprender no significa […] negar lo terrible. […]
Significa, más bien, analizar y soportar conscientemente la carga que
los acontecimientos nos han legado sin, por otra parte, negar su
existencia o inclinarse humildemente ante su peso, como si todo aquello
que ha sucedido no pudiera haber sucedido de ninguna otra manera»[40]
(cursiva, M.C).. Se resisten a aceptar esto último quienes necesitan
pensar que todo lo que sucede en la Tierra debe ser comprensible para el
hombre. Pero Hannah Arendt no rehúye el choque con la realidad del
mundo. Y es que lo que convierte en soportable la noticia de lo sucedido
es precisamente el acceso al conocimiento de la auténtica naturaleza de
lo real, el descubrimiento de su condición plástica e incompleta.
A estas alturas debiéramos estar en condiciones de anudar los cabos
que hasta aquí habían permanecido sueltos. Así, no debiera quedar
resquicio alguno para interpretar la propuesta de Arendt en términos de
una versión reactualizada de los viejos subjetivismos filosóficos.[41]
Es verdad que en este libro se sostiene que es a través de las historias
contadas cómo el protagonista de las acciones —quien las realiza— se
identifica, se reconoce y recibe lo que se denomina adecuadamente una
identidad narrativa. Pero no hay que confundir esto con una especie de
soberanía del agente sobre el sentido de su acción. Precisamente la
exteriorización —la objetivación lingüística— en el relato viene a
probar este carácter de descubrimiento con el que ante el agente aparece
el significado de lo realizado por él mismo.[42] Las historias nos
revelan un actor, pero no un autor. Aquel significado sólo emerge a la
superficie de la narración merced al narrador: «No es el actor sino el
narrador quien acepta y ‘hace’ la historia», afirma la autora en este
libro.
La identidad obtenida de tal forma por el agente es una
identidad frágil, precaria, como corresponde a la naturaleza misma de
las cosas.[43] Arendt sabía, al igual que Dinesen, que la mayor trampa
en la vida es la propia identidad, y por eso le escribía a Jaspers: «No
se fíe usted del narrador, sino de la historia». Y aún así, importa
dejar en claro que el relato ni resuelve ningún problema ni domina nada
de una vez para siempre. No hay conocimiento histórico neutro, por la
misma razón que no existe punto de vista privilegiado. Imposible, por
tanto, atribuirle a nuestra autora una concepción continuista de la
historia: no en vano ha reiterado, en más de una ocasión, que la
historia es un relato que no cesa de comenzar, pero que no termina
jamás. Tesis como la de que la historia se vence del lado de la libertad
o la de que el hombre hace la historia pueden ser asumidas siempre que
se las entienda en clave de contingencia. Se percibe entonces la
diferencia entre la perspectiva arendtiana y la de las filosofías de la
historia posteriores a Kant,[44] empeñadas en devolvernos un mundo sin
pasado.
Para Hannah Arendt, la idea de un proceso unilineal
arruina la libertad de acción. No hay ley de la historia que asegure el
progreso: este siglo ha proporcionado demasiados ejemplos de que en
cualquier momento podemos regresar a la barbarie.
¿Nos aboca
esta incertidumbre a una idea de la historia en la que ella misma en
cuanto tal aparece como una contingencia desoladora? Sólo parece caber
una respuesta: no necesariamente. O en positivo: depende de los propios
hombres. Las revoluciones revelan la grandeza de esa posibilidad que
reside en la acción. Nada más fuerte y más débil al mismo tiempo que el
recién nacido. La natalidad funda simultáneamente la renovación y la
contingencia radical. Las revoluciones que se han torcido, las
sociedades que no han sabido estar a la altura de sus proyectos, no han
incumplido el designio de Hannah Arendt. Lejos de ello, han mostrado el
carácter abismático de esta apertura, el riesgo de su propio envite. Los
totalitarismos han acosado a las revoluciones como la muerte acosa a la
vida. Tal vez sea esto lo que hoy más nos importe retener. Hay
revolución allí donde triunfa la acción, en el mismo sentido en que hay
totalitarismo allí donde se conculca el derecho humano fundamental: la
libertad de acción. No es éste un tiempo de certezas, sino de enigmas o,
como decía Tocqueville, «el pasado ya no ilumina el porvenir, el
espíritu humano camina entre tinieblas». El pasado, bien pudiéramos
decir, parece acordarse de nosotros. Hannah Arendt se anticipó con
verdad a nuestra mentira dominante: ninguna acción consigue la meta que
se proponía. Pero nunca extrajo de esta convicción conclusiones
desoladoras o derrotistas. No dio por muerto lo que no entendía, ni se
declaró desencantada ante lo nunca alcanzado. Le alimentaba el orgullo
de pensar.
MANUEL CRUZ
Universidad de Barcelona
Barcelona, diciembre de 1992
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